Poesía Eres Tú...

Me fascinó ese poema y aquí una traducción bastante regular del poema.
Como siempre, las traducciones hacen que se pierda un poco el sentido de las palabras originales.
Pero es la idea, mas o menos, y me pareció divino el poema. Y sobretodo quien me lo ha enviado pues hace el poema todavía mas precioso. El concepto de lo que es la belleza y de lo que se espera para una hija que en un futuro va a llegar .


"Si tengo una hija un día, espero que ella sea un millón de otras cosas antes que bella.
Espero que cuando sus pies toquen el suelo en la mañana, la tierra vibre al anunciar su presencia.
Espero que ella trate a los demás con dignidad y respeto. Espero que la traten igual a ella.
Espero que ella se niegue a dar marcha atrás cuando alguien cuestione sus creencias.
Espero que ella sepa el impacto del trabajo duro. Y la importancia del descanso.
Espero que ella se preocupe más de lo que está en su cabeza que de lo que hay encima de ella.
Espero que ella sepa lo que se siente amar extraordinariamente .Y ser amada de vuelta.
Espero que ella sea apasionada. Espero que ella sea amable.
Cuando logre esas expectativas, la belleza brillará desde todos los poros de su cuerpo y de cada palabra que brote de sus labios ".

Gracias,@bambina .He buscado la traducción en G.
 
LO NUESTRO
Publicado el abril 20, 2015 por Holmes
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Spencer Tracy y Katharine Hepburn

No somos amantes, pero hace tiempo que traspasamos el umbral de la amistad. Nos movemos en un territorio desconocido, que carece de nombre, pero que nos acoge con una mezcla de ternura y aspereza. Lo nuestro es una historia de paseos, palabras e incertidumbres. No sabemos hacia dónde nos dirigimos, pero hemos decidido no hablar del futuro. El futuro siempre es una incógnita que esconde lo inaudito. El futuro a veces conspira contra la felicidad y conviene no escuchar sus advertencias, pues habla desde la nada, desde lo que nunca será. Sólo existe el presente, efímero y precario, pero con el poder de proporcionarnos la única dicha posible.
Nuestros paseos comenzaron los últimos días del verano, cuando el calor aún persistía y el otoño parecía algo remoto y casi inverosímil. Debajo de un álamo blanco, no hace falta hablar. Es suficiente extender las manos y notar que otras manos se funden con las tuyas, insinuando que la soledad no es el estado natural del hombre, sino el preámbulo de un encuentro anhelado. Debajo de un álamo blanco, los ojos ya no experimentan la angustia de mirar hacia lo indeterminado y no saber si no hallarán más que vacío. Debajo de un álamo blanco, el silencio es elocuente, sonoro, casi tan perfecto como una nota de Beethoven, litigando con una sordera despiadada. Nuestros paseos nos revelaron que la armonía no es una quimera, sino un milagro que brota espontáneamente entre dos almas, incapaces de concebir la vida sin afectos y un ápice de misterio. Nuestros primeros paseos discurrieron entre castaños, acacias y catalpas. Los árboles no son torres de espuma, sino calles umbrías hacia una luminosidad absoluta. Aunque nuestros pasos circundaban arriates y arbustos, pisando una tierra árida, suelta y nada esponjosa, no experimentaron la sensación de estar a ras de suelo. Nuestros pasos no delataban fatiga ni esfuerzo, sino la ebriedad del que se eleva hacia un cielo de un azul irreal, refugio de poetas, pintores y músicos desdichados, sin la resignación necesaria para adaptarse a la rutina del mundo.
Nuestros pasos no son ciegos, sino clarividentes, pues nos conducen a un muro de piedra que contiene una avalancha de cipreses, cedros y chopos. El paraíso es piedra y cielo, verdor y claridad, sombra y esperanza. El muro de piedra grita que la eternidad es una fantasía insensata, pero lo nuestro es insensato y desafía al tiempo. Después de la piedra, la rosa. Un jardín francés, simétrico, meticuloso, con un paseo de columnas y una fuente de agua que despide un suave frescor, nos muestra la convergencia entre la razón y la belleza. Detrás de una verja de hierro, se ha tumbado un estanque con nenúfares y el agua sestea imperturbable. Hay miles de rosas o eso recuerdo. Estamos en septiembre. Mayo ya ha pasado. Mayo es el mes del apogeo de este recinto casi secreto, tenuemente clandestino, hermosamente recogido al pie de una ciudad aturdida por el tráfico y la soledad de millones de desconocidos, que se observan con desconfianza y no se atreven a intercambiar un gesto o unas palabras. En mayo, hay más de 16.000 rosas en este jardín furtivo. En mayo, hay más de 500 variaciones de rosas: blancas, rojas, amarillas. No sé si en septiembre se mantiene esa promiscuidad de colores, pero no pretendo averiguarlo. No me importa que mis recuerdos estén alterados por los meses transcurridos. La memoria sólo capta lo esencial y lo esencial no es el mundo objetivo, con sus formas y colores, sino lo que acontece en nuestro interior. Yo a finales de septiembre comprendí que vivir no es un castigo, sino una oportunidad de estar entre las cosas y reflejar su precario existir. Lo nuestro, nuestros paseos y nuestros encuentros, no son un sueño inconsciente, sino la prolongación de un sueño que tal vez se gestó en una niñez, donde la felicidad intuía la imperfección de la vida y fantaseaba con una playa de dunas blancas, donde la desgracia pasaba de largo, estupefacta al contemplar que la arena no recogía sus huellas.
Los meses discurren y seguimos paseando entre árboles. A veces nos acompañan los almendros, otras veces los olmos, las magnolias, los pinos, los robles e incluso los naranjos. Hemos paseado sin saberlo por un pequeño sendero utilizado por los duelistas en un pasado reciente para resolver sus diferencias, con un poco de plomo y algo de poesía. Hemos paseado por la estepa castellana, sobrecogidos por su inacabable horizonte, una línea tendida entre el cielo y la tierra, insinuando que somos unos extraños en una vastedad sin término. Hemos buscado la intimidad de un recinto en penumbra, huyendo de la presumible incomprensión. No somos amantes, no somos simples amigos. Somos algo que no sabemos nombrar. Nada dura para siempre, pero nada se acaba del todo. Lo que ha existido una vez, ya ha ocupado su lugar en el tiempo y nada puede borrarlo. Lo nuestro es como un río que se divide al encontrarse con un macizo de piedra y se reencuentra algo más abajo, recuperando su cauce. El río prosigue su curso, pero ya no es el mismo.
Si tuviera que escoger un objeto para simbolizar lo nuestro, elegiría una pequeña bola del mundo. Una pequeña bola del mundo nos recuerda que nada se detiene, que no cesamos de movernos, que vivir es contemplar nuestro rostro en un espejo, asistiendo a su decadencia y renovación, pues sí, envejecemos, pero también renacemos, como el ave fénix, sólo que lo que dejamos atrás no son cenizas, sino recuerdos: algunos ingratos, algunos bellos, todos probablemente necesarios. Las palabras que ahora escribo se alimentan de recuerdos, pero también de un presente que encara el futuro con esperanza. Una pequeña bola del mundo nos habla de la grandeza de lo infinitamente pequeño y de la fragilidad de lo infinitamente grande. El amor es una caña que puede quebrarse en cualquier momento. Lo nuestro soporta cualquier inclemencia, como un junco flexible, que se dobla y se cimbrea, pero que siempre regresa a su elasticidad natural, firme y desafiante. Lo nuestro es invisible, pero cierto. Lo nuestro es una luz que nunca declina, un farol que no se apaga en mitad de la tormenta, una vela que no se consume porque vigila y ampara nuestro descanso. Ignoramos lo que nos aguarda, pero siempre podremos apartar las sombras y contemplar esa luz, felices de saber que lo nuestro nunca se perderá en el tumulto del tiempo.



Rafael Narbona.

Digno de "Novias de cine"
 
Desnudo



Hay días en que tienes

toda la carne muy mal abotonada

y mis manos te cierran

el cuerpo descarado

los ojos

con los que miras tu desnudo

en los míos te delatan

y eres blanca

con junturas de cárdeno

descenso

manchas de musgo y vuelo

vencido

de cabello que se inclina

lento.
 

Nadia Wengier
"Mereces un amor que te quiera despeinada,
con todo y las razones que te levantan de prisa,
con todo y los demonios que no te dejan dormir.

Mereces un amor que te haga sentir segura,
que pueda comerse al mundo si camina de tu mano,
que sienta que tus abrazos van perfectos con su piel.

Mereces un amor que quiera bailar contigo,
que visite el paraíso cada vez que mira tus ojos,
y que no se aburra nunca de leer tus expresiones.

Mereces un amor que te escuche cuando cantas,
que te apoye en tus ridículos,
que respete que eres libre,
que te acompañe en tu vuelo,
que no le asuste caer.

Mereces un amor que se lleve las mentiras,
que te traiga la ilusión,
el café y la poesía."

(Frida Kahlo)
 
UNA BIBLIOTECA EN LA M-30
Publicado el junio 18, 2013 por Holmes
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Sólo le vi una vez. Era un hombre alto, elegante, distinguido, pero con una timidez muy acusada que delataba cierto malestar interior. Creo que yo tenía nueve o diez años. No ignoraba que se hallaba enfermo, aunque desconocía el nombre de su dolencia. Le observé con perplejidad, preguntándome por qué se mantenía apartado, casi refugiado debajo del cuadro de un antepasado. Sabía que era el tercer marqués de un linaje marcado por el infortunio y el su***dio. Su cara estaba ligeramente contraída y rehuía la mirada, con una timidez infantil. Presumo que no era una mueca de dolor, sino el gesto crispado del que sólo encuentra paz y consuelo en la soledad. Noté que los puños de la camisa sobresalían exageradamente, prolongando de forma grotesca sus brazos. Era el único detalle disonante en una estampa aristocrática, que evocaba a la nobleza inglesa, pero sin su arrogancia ni su indiferencia hacia el dolor ajeno. Algunos decían que en su juventud había sido un galán, pero su abatimiento parecía incompatible con la seducción o el deseo.



Durante años oí hablar de él, de sus recaídas e ingresos, de su creciente aislamiento. Casado y con dos hijos, consideró que era un lastre para su familia y se mudó a un pequeño piso situado a orillas de la M-30. Dejó atrás una lujosa vivienda, con techos altos y seis balcones orientados hacia el Parque del Retiro. No he olvidado sus interminables pasillos, llenos de cuadros, relojes y muebles antiguos. Nunca me pareció un lugar acogedor ni hermoso. Creo que él tampoco lo percibió como su hogar, sino como una telaraña que le impedía respirar con libertad. Aparentemente, no sentía ningún aprecio por los bienes materiales, pues sólo se llevó dos cajas de libros. Su mujer empezó otra relación sentimental, pero no le abandonó a su suerte. Le visitaba a menudo y vigilaba su estado de salud. En 1986, un cáncer acabó con su vida en pocos meses. Su viuda llamó a mi madre para explicarle que ni sus hijos ni ella podían quedarse con todos los libros del difunto, pues su cantidad desbordaba el cálculo más temerario.
-Se gastaba todo el dinero en libros. Había acumulado miles. El piso parecía un almacén. No sé cómo ha soportado el peso. Es una locura. Hace años que no me permitía subir a su casa, alegando pretextos absurdos. Nos reuníamos en la calle y paseábamos. Es un barrio horrible, pero él parecía feliz, pese al ruido infernal de los coches y el olor del río.
Me reuní con la viuda un sábado por la mañana y nos acercamos al piso, que se hallaba en la quinta y última planta de un bloque modesto y sin ascensor.
-No te asustes –me advirtió-. Es un cuchitril. No llega a los cuarenta metros y sólo tiene un baño sin espacio para un bidé o una bañera. No sé por qué escogió vivir así.
La viuda no ocultaba su desdén por el barrio. Ataviada con un traje de chaqueta y un collar de perlas, subía las escaleras resoplando y quejándose por la incomodidad de un trayecto que repetían a diario las familias del bloque, incapaces de costearse la instalación de un ascensor o incluso de colocar dobles ventanas que les aislaran del ruido. Al llegar a la puerta, hurgó en el bolso y sacó unas llaves. No había cerrojo. Sólo fue necesario un pequeño giro para salvar el resbalón y acceder al caos que nos esperaba al otro lado. El apartamento era realmente pequeño. Sólo había una habitación, una especie de salón con una cocina pegada a una pared ahumada. Una colchoneta de playa con unas sábanas sucias hacía las funciones de cama y una cortinilla de baño, con unas enormes flores azules, ocultaba parcialmente un balcón diminuto, donde se apreciaba la presencia de una maleta con un escudo nobiliario. El sol y la lluvia habían deteriorado el cuero hasta convertirlo en una masa pegajosa y enmohecida. Una puerta entreabierta permitía atisbar un baño, con algunas baldosas desprendidas y una cisterna agrietada.
-No imaginaba este grado de abandono –se lamentó la viuda-. Siempre nos enteramos de las cosas demasiado tarde. Echa un vistazo. Aún quedan muchos libros y sería una pena venderlos al peso. No te puedes imaginar cómo estaba el piso. Los libros se encontraban en cajas, formando torres y pasillos. Era como un pequeño laberinto.
Sólo quedaban dos o tres estanterías y unas cuantas cajas, pero la mayoría de los libros se hallaban en el suelo, muchas veces abiertos, con aspecto de cadáveres flotando a la deriva después de un naufragio en un mar de aguas turbias y remotas. Me agaché y comencé a escarbar entre los escombros de una vida. Sabía que me internaba en la intimidad de otro, que ya no podría aprobar o prohibir mi intromisión. No se trataba de restos, sino de vivencias que se dispersaban con un dolor mudo e inaudible. Imaginé al hombre que los había leído, experimentando placer, miedo o hastío. Durante años, esas páginas le habían proporcionado todo lo que el mundo le escatimaba. Sentí un pinchazo en el pecho, casi una cuchillada, que me hizo pensar en mi propia muerte. Aún era joven, pero ya intuía que el porvenir me reservaba un enorme caudal de sufrimiento, sin otro alivio que los libros.



-¿Qué ha sucedido con el resto de la biblioteca? –me atreví a preguntar.
-Mis hijos y yo nos llevamos la mayor parte. Pensé en vender lo que quedaba, pero me acordé de ti. Seguro que encuentras algo de interés.
Todos los que amamos los libros contemplamos el futuro de nuestra biblioteca con miedo, pues sabemos que son el mejor testimonio de nuestro existir, el hilo que permite reconstruir nuestro paso por el mundo. Es cierto que a veces se acumulan obras de escaso interés, pero el que realmente ama los libros, el que los considera su patria y su morada, reconoce enseguida los títulos esenciales, los que reflejan una forma de ser y una interpretación de las cosas. Al contemplar los libros que se amontonaban obscenamente unos sobre otros, evocando la promiscuidad de una fosa común, entendí que mi tarea consistía en buscar esa visión gestada poco a poco en el interior de un ser humano. Detrás de esos libros maltratados, había un hombre igualmente maltratado que intentaba decirme algo. Los verdaderos escritores, los que dejan su piel en cada página, los que perciben la escritura como su respiración cotidiana, sin esperar que sus obras les proporcionen honores mundanos, apenas difieren de los verdaderos lectores, de los que buscan en el libro algo más que entretenimiento y no conciben la existencia sin la experiencia de enfrentarse a las palabras de otro. En mi caso, no suelo releer lo que escribo porque siempre me defrauda. Cuando cometo la imprudencia de revisar mis textos, siento que me he quedado a medio camino o que me he extraviado en cuestiones pueriles, sin expresar lo verdaderamente importante. No puedo afirmar “Soy lo que he escrito”, pero sí me atrevo a decir: “Soy lo que he leído”. A los dieciséis años leí Crimen y castigo y eso cambió mi vida. Nada ha sido más determinante en los años posteriores. A estas alturas, con cincuenta años a mis espaldas, ya no puedo percibir dónde empiezo yo y dónde comienza la vida de esos libros que me han acompañado en mis ilusiones y desengaños.
-Siento que estoy profanando una tumba –musité, mientras abría el Romancero gitano en una edición de bolsillo, con la portada arrancada y el nombre del marqués garabateado en la primera hoja.
-No te preocupes. Puedes coger lo que quieras.
-Hay muchos libros sin portada y con su nombre escrito a mano.
-Era muy maniático.
-¿Por qué lo hacía?
-Ni idea. Era muy reservado, incluso conmigo. Era imposible averiguar lo que sentía o pensaba. Después de las primeras crisis, renuncié a comprender sus actos.
Me senté en el suelo y empecé a clasificar los títulos. A un lado, los libros que me parecían irrelevantes. Al otro, los que merecían ser rescatados. Desprecié la colección completa de la revista Escorial. No me interesaban los escritores falangistas que más tarde se presentarían como partidarios de una reforma política y, en muchos casos, exigirían un papel en la historia como precursores de las libertades democráticas. Yo pertenecía a la burguesía liberal que se identificó con Azaña y contempló con cierto temor la revolución proletaria. Vivía en Argüelles y había estudiado con los jesuitas, pero la brutal represión de la dictadura franquista había aproximado a mi familia al socialismo, desdeñando la moderación y el pragmatismo. Nuestra historia no se parecía a la de las familias burguesas que apoyaron la rebelión militar y sólo a mediados de los sesenta comenzaron a pedir un cambio político. El odio a Franco y a sus conmilitones brotó en mis padres y en mis abuelos desde la primera hora de la sublevación y se hizo más profundo con los fusilamientos y las torturas. Yo entendía que no se podía hablar de reconciliación hasta que se juzgara a los responsables de un pavoroso genocidio. Nada me resultaba tan indigno como el cinismo de los falangistas que habían participado en la orgía de sangre de la posguerra y que reinventaron su pasado, presentándose como las voces críticas del régimen. Por eso, no pude evitar repugnancia al leer en las páginas de la revista Escoriallos nombres de Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Luis Rosales, Torrente Ballester, Aranguren, López Ibor. Pío Baroja, Gregorio Marañón y Zubiri también participaban en un proyecto tutelado por Serrano Suñer, mostrando que el ego del escritor suele ser mucho más grande que cualquier planteamiento ético. En esas fechas, yo soñaba con escribir, pero no sabía si algún día conseguiría urdir algo digno de ser publicado. ¿Anhelaba la fama, la gloria, la embriaguez de ser un autor aplaudido por la mayoría? Es posible. Sólo tenía 23 años y la vida ya me había propinado infinidad de zarpazos. El éxito literario parecía la justa compensación a la muerte, la locura y el su***dio. A fin de cuentas, podía presumir de los estigmas del maldito, del poeta cercado por el sufrimiento y las tendencias autodestructivas. Me equivocaba. El éxito es algo pueril y mezquino, que te convierte en la prost*t*ta de los necios y los poderosos. No voy a decir que fracasar es hermoso, pero sí que la verdadera grandeza se encuentra en lo pequeño, en lo que acontece de forma silenciosa e inadvertida. Es suficiente que dos almas se rocen y experimenten el profundo entendimiento que surge al calor de un texto. No importa quién es el autor y quién es el lector. No importa que nunca lleguen a conocerse. Ambos se necesitan mutuamente y ninguno es más importante que el otro. Los dos son humanos, vulnerables, imperfectos y experimentan la misma sed de fraternidad. Luis Cernuda dedicó un poema (“1936”) a un combatiente anónimo de las Brigadas Internacionales: “Gracias, compañero, gracias / por el ejemplo. Gracias por que me dices / que el hombre es noble. / Nada importa que tan pocos lo sean: / Uno, uno tan sólo basta / como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana”. Creo que también hay nobleza en la pasión de escribir y en la pasión de leer, pero sólo cuando no intervienen la vanidad, la malicia o el engreimiento.



Pasé la tarde seleccionando obras. No tardé en hallar el hilo que buscaba: Alejandra Pizarnik, Georg Trakl, Leopoldo María Panero, Rimbaud, Strindberg, las cartas de Van Gogh, Cioran, Virginia Woolf, Paul Celan, Malcolm Lowry. Hojeé Bajo el volcán y me detuve en una frase: “Su mirada se detuvo ante otro pequeño tiovivo, tambaleante juguete infantil pintado de colores lustrosos, y vióse de niño, decidiéndose a abordarlo, vacilando, perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que era demasiado tarde”. De inmediato, sentí que esa frase me pertenecía. Sentí que esa frase se había escrito para mí, para todos los que perciben sus días como una sucesión de pérdidas y fracasos. Alcé la cabeza y descubrí un espejo apoyado en la pared. Estaba dañado por una fisura vertical y, aunque no desdoblaba mi imagen, sí la partía por la mitad, insinuando que había algo roto en mi interior. Observé mi rostro aniñado y mis ojos azules y me pregunté qué aspecto tendría en la vejez. Pensé en el hombre que había leído aquellos libros. No sabía casi nada de él, salvo que se había aislado en aquel apartamento, rompiendo sus lazos con el mundo exterior y que había vivido en una pobreza relativa, renunciando a sus privilegios de clase.
-¿Qué le sucedía a tu marido? –pregunté a la viuda, que se había ausentado durante un par de horas y había regresado con expresión de fastidio, suplicándome que terminara de una vez.
-Psicosis maníaco-depresiva –respondió escuetamente.
-¿No tiene curación?
-No.
Guardé rápidamente los libros en cajas de cartón y bajé las escaleras una y otra vez. Calculé que me llevaba dos centenares de libros. Eran el hilo de una vida ajena y tal vez el hilo de mi vida futura. Han pasado casi treinta años y conservo todas las obras. De hecho, las he leído hasta la extenuación. Ya no tengo cara de niño. Mi piel tiene arrugas y manchas de color café. La psicosis maníaco-depresiva ya es una parte de mi historia y de mi porvenir. No sé qué destino le espera a mi biblioteca. No tengo hijos, pero sí un amigo joven que tal vez se ocupe de los cinco o seis mil ejemplares acumulados, descartando las obras que poseo por azar o por simple capricho y conservando las que han caminado a mi lado con una misteriosa lealtad. Sé que mi joven amigo no me defraudará. En sus manos, los libros revivirán, con ese pálpito de eternidad que se advierte en las palabras, pero no en el ser humano. Yo sentí la eternidad en aquel piso de la M-30, donde un hombre amó a una biblioteca y cultivó la soledad, sin menospreciar a sus semejantes ni olvidar el dolor que nos causamos unos a otros, incluso cuando nos mueve el afecto o la piedad. Sus libros me habían hablado con claridad: no se puede vivir sin esperanza, pero la esperanza es una pequeña llama que se apaga continuamente, hundiéndonos en la desolación más implacable.



Rafael Narbona.
 

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