Poesía Eres Tú...

AMISTAD
Publicado el junio 20, 2015 por Holmes

Montgomery Clift y Frank Sinatra en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953)

Para Javier Martín Calderón, que me regaló la esperanza un seis de enero

La amistad absuelve al ser humano de sus miserias. La amistad nos rescata de la soledad y el miedo. La amistad es un latido que nunca se apaga, una brisa que acude a nuestro lado, cuando habíamos perdido la esperanza y nos aterraba la perspectiva de morir en el pasillo de un hospital. En mi caso, la amistad se llama Javier. Nos separan algo más de veinte años, pero los dos hemos conocido el dolor en una hora temprana y hemos disputado una partida de ajedrez con la muerte, contemplando los límites del mundo, con ojos afiebrados e impacientes.
Javier es un muchacho corpulento, con los ojos castaños y el pelo negro. Un zarpazo prematuro le reveló la fragilidad de la vida, el carácter irreversible de las pérdidas, el peso de una ausencia. Cuando le conocí, sólo tenía diecisiete años. Su infancia aún respiraba, enredándose con una luz y el viento. Su infancia aún era un patio de colegio, con sus aristas y sus espinas, y un parque tendido sobre unas afueras, con árboles que hablaban de noches ebrias de claridad, con frenesí de cristales y versos de arrabal. El futuro sólo era una sombra en un desván, pero ya reclamaba su derecho a existir. Cuando le conocí, Javier era un muchacho que fantaseaba con incendiar las paredes con una explosión de poesía urbana. Cuando le conocí, ya había descubierto que los artistas furtivos a veces se libran de la incomprensión ajena, corriendo por oscuros callejones en mitad de la noche, jadeando como un ciervo que huye de lanzas y ballestas. No le preocupaba ser hostigado, pues ambicionaba ser Robert Capa o Hemingway, transformado su pluma en un surtidor de utopías, que rescataría de remotas penumbras la piel profanada por el odio y la ira.
Cuando conocí a Javier, soñaba con visitar Jerusalén, pasear por sus barrios saturados de historia e infortunio; soñaba con escalar los altos muros de la fortaleza de Masada y escuchar el eco de una lejana batalla; soñaba con las terrazas blancas y los cañones ardientes del desierto de Judea; soñaba con el Mar muerto y el lago Tiberíades, soñaba con unas aguas inmóviles que lamen un fondo inerte y con la ilusión de vencer la ley de la gravedad, flotando como una hoja en una acequia. Entonces creía que el amor era un relámpago que jamás parpadea, una piedra que se burla del tiempo, un fruto que incendia la boca con un inaudito frescor, sin sospechar que el amor también es ceniza, oscuridad, lamento. Han pasado once años y Javier no ha renunciado a sus sueños, aunque ya conoce la mentira, el desengaño, lo incierto. Su mente aún merodea por las playas de Normandía, evocando el heroísmo de Robert Capa, que propagó la eternidad por unas arenas blancas. Ha viajado a Jerusalén, ha paseado por las ruinas de Masada, escuchando en cada piedra los gritos de espanto y los juramentos. Ha contemplado el Muro de las Lamentaciones, la fe de los que conciben el vivir como una espera y la muerte como un círculo que se expande hacia una improbable plenitud, pero su corazón no rezó una plegaria. Su cortejo de sombra no contempla oraciones, pero su alma se estremeció cuando escuchó la llamada del almuecín, multiplicada por decenas de minaretes en los valles de Josafat y Kidron. Se hallaba en la Basílica de San Pedro de Gallicantu levantada sobre el Monte Sión, cuando un fragor unánime le hizo recordar que la fe a veces es un privilegio repudiado por la razón. Desde un mirador, descubrió que la pobreza es un niño enfermo con ojos como ascuas, donde tiemblan los sueños de un más allá de brisas y espumas. Javier caminó por el Monte de los Olivos después de escuchar el clamor de los creyentes, pensando en sus diecisiete años, con sus lágrimas negras y una rama de espino hundida en el corazón. Tal vez –no lo sé- pensó en Alberto, que seguía sus pasos en silencio, intentando explicarle que nada muere del todo, que la vida es un árbol tranquilo con las raíces en el cielo. Tal vez –no lo sé- pensó en mi hermano Juan Luis, que buscó el olvido entre unas paredes de sombra, sin entender que el ser no es un río, sino el infinito mar que circunda la tierra, conteniendo todo lo que ha existido y existirá. Tal vez –insisto que no lo sé- intuyó que el azar sólo es nuestra forma de nombrar lo que no entendemos, el milagro de que dos vidas y dos ausencias puedan concertarse para desbrozar el tiempo y sembrar unas pocas palabras. Esas palabras ya han brotado y están aquí, celebrando la amistad.
La adversidad a veces conspira contra la amistad. Hace unos años, excavé una fosa, pensando que levantaba una empalizada. Cuando lo advertí, ya estaba bajo tierra. No me preocupó. Pensé que mis huesos por fin hallarían la paz. Me tumbé, sentí la tierra fría y miré hacia el cielo. La tristeza ya no me incomodaría más. Mi mente se oscureció, la indiferencia hizo un nido en mi alma y el corazón se quedó rezagado, contemplando cómo se detenían sus latidos. Javier se asomó y al contemplar mis ojos llenos de tiniebla, convocó a la luz, que comenzó a hervir debajo de mis párpados, recordándome que vivir no es una pesada obligación, sino una gracia que nos permite despertar con la aurora y anonadarnos con el ocaso. Javier me ha regalado los paisajes que aún no hemos recorrido, pero que nos aguardan con la paciencia de un enamorado. Nos adentraremos en ellos, festejando las palabras que saldrán de nuestras manos para levantar el vuelo y celebrar la materia, el espacio, la luz. La muerte huirá de nosotros al sentir nuestros gritos. La muerte recogerá sus lienzos y se escabullirá por una esquina. La muerte no es nada. La amistad nos hace vivir en lo eterno. La amistad es una verja que siempre está abierta. Yo alguna vez he titubeado, sin atreverme a empujar la cancela, pero Javier siempre me ha esperado al otro lado, con una sonrisa que disipaba cualquier temor o inseguridad. No dudes, amigo mío, que algún día la cancela se abrirá sola y descubriremos que otros caminaban a nuestro lado.

RAFAEL NARBONA

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LITERATURA
Descubrimiento de novela

Hallan una obra inédita de Pío Baroja
  • 'Los caprichos del destino' es la última crítica a la guerra que el escritor dejó en vida
  • La acción está ambientada en la Guerra Civil Española y cierra la trilogía iniciada con 'El cantor vagabundo' y 'Miserias de la guerra'
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El caserón 'Itzea', lugar donde se ha recuperado el manuscrito de Baroja. REUTERS

EL MUNDOMadrid
Actualizado:26/06/2015 19:37 horas0
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La editorial Espasa publicará en el mes de noviembre la que hasta ahora se conoce como la última novela inédita del escritor vasco Pío Baroja (1872 -1956). La obra encontrada en la residencia del autor en 'Itzea', la casa familiar que la familia Baroja poseía en Vera de Bidasoa en Navarra, lleva por título 'Los caprichos del destino'.

La acción está ambientada en el periodo de la Guerra Civil Española y cierra la famosa trilogía de este conflicto bélico iniciada con 'El cantor vagabundo' y continuada con 'Miserias de la guerra'. A través del personaje de Juan Orsallón, el autor de 'El árbol de la ciencia' recorre los desastres, las traiciones y la muerte que la lucha ha dejado en el país en un viaje que parte de Madrid, y que pasa por Valencia y París culminando en América.





Se estima que la novela fue originalmente escrita entre 1948 y 1952 en la capital madrileña, pero han tenido que pasar más de 60 años hasta ser encontrada en las carpetas del caserón de los Baroja, para ser ahora recuperada en una completa edición supervisada por el historiador y crítico literario José Carlos Mainer.

El característico pesimismo de Baroja podrá ser redescubierto una vez más con esta última crítica que el escritor vasco dirigió al conflicto español en sus últimos años de vida.
 
LA POESÍA
Publicado el octubre 11, 2013 por Holmes
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No recuerdo cuando leí el primer poema, pero recuerdo que en ocasiones me deslizaba subrepticiamente en el despacho de mi padre, buscando algún libro que encerrara un secreto o una revelación. Mi gesto era absurdo, pues esa estancia no era un territorio prohibido, sino un espacio que siempre me había acogido con ternura. De hecho, muchas veces me sentaba en un sillón situado debajo de una ventana y dibujaba mientras mi padre escribía, con la frente inclinada sobre el papel y la pluma frenética o titubeante, trazando unos movimientos que yo asociaba a los de un director de orquesta enfrentado a una partitura. La muerte acabó con esa escena. Mi padre murió el 2 de junio de 1972, cuando yo me acercaba a los nueve años y aún no sabía que vivir significa acumular pérdidas y despedidas. Durante mucho tiempo, el despacho permaneció inalterable, con unas gafas abiertas sobre unas cuartillas y pilas de libros amontonándose en sillas, mesas y rincones. Cada vez que abría la puerta y penetraba en su interior, sentía que mi vida había quedado atrás, como un juguete viejo e inservible. La pérdida de mi padre me había alejado de mí mismo, transformando mi yo en algo remoto y oscuro.



Esa escisión, incomprensible para un niño, se manifestaba como malestar y extrañeza. No entendía por qué unos vivían y otros morían. No comprendía por qué el yo y el mundo divergían como el mar y el cielo, artificialmente separados por una línea imaginaria, que se perfilaba de forma nítida en la lejanía, pero que se esfumaba al intentar tocarla o contemplarla desde cerca. La biblioteca de mi padre era un cuarto de pequeñas dimensiones, pero repleto de estanterías que albergaban dos y tres filas de libros. Un techo de algo más de tres metros de altura invitaba a fantasear con la Torre de Babel o la Biblioteca de Alejandría. La niñez agranda el tamaño de las cosas y una habitación de nueve o diez metros cuadrados puede convertirse en una pequeña réplica del universo. Mi padre recitaba poesía con una voz profunda y teatral. Sus años como locutor radiofónico le habían enseñado a declamar con el énfasis necesario y a intercalar los silencios que demanda la disciplina del verso. Es posible que su forma de leer nos pareciera ahora excesivamente dramática y grandilocuente, pero yo le escuchaba atónito, pensando que era un mago recitando sortilegios. Al contemplar los poemas, surcando la página en blanco con líneas desiguales, pensaba que no hablaban del mundo real, con sus aristas e imperfecciones, sino de otro mundo que discurría al margen del tiempo. Un mundo que algunos llamaban eternidad y que mi imaginación representaba como una interminable playa desierta con dunas blancas y lirios que se ondulaban con la brisa, copiando el movimiento de las olas en su inacabable tránsito hacia la orilla.



Mi padre se echaba la siesta todas las tardes. Apenas media hora que yo aprovechaba para realizar una incursión en su despacho y buscar un libro de poemas que me mostrara ese mundo apenas vislumbrado. Pensaba que en la poesía se encontraban las respuestas a todas mis inquietudes. ¿Sería feliz? ¿Había algo detrás de la muerte? ¿Existía Dios? Algunas de estas preguntas sólo eran esbozos incompletos que no formularía con claridad hasta años más tarde, pero ya entonces fantaseaba con la paz del que vive sin miedo o perplejidad. Mi padre me habría ayudado encantado, enseñándome uno a uno los libros, pero yo especulaba que la verdad sólo se revelaba al caminante solitario, que se atreve a adentrarse en la espesura o a escalar una montaña, sin esperar la ayuda de los otros. Nunca encontraba lo que buscaba, pero al menos experimentaba la sensación de haber cubierto una pequeña parte de un viaje que no admitía compañeros ni guías.
La inesperada muerte de mi padre convirtió su biblioteca en un lugar maldito. Cada vez que entraba a coger un libro, sentía que era un ladrón del desierto, profanando un antiguo sepulcro. Durante años, rehuí la poesía, buscando novelas con personajes atormentados y solitarios, que no conseguían aceptarse a sí mismos ni ser amados. El su***dio empezó a rondar por mi cabeza y perdí la esperanza de hallar la felicidad. El dolor me acercó a la poesía. Ya no esperaba ninguna revelación, pero sí algo de consuelo, pues había oído que los poetas suelen ser desdichados. Abrí un libro y leí unos versos. No recuerdo el título de la obra, pero no he olvidado lo que experimenté. Sí, había otro mundo situado más allá del tiempo, pero no era la eternidad. Ese mundo se hallaba en el poema y se manifestaba cuando alguien reconocía su belleza y su misterio. El poema es lo insólito, el milagro que nos rescata de la rutina y el tedio. La poesía no es una ensoñación, sino algo real, casi físico, que rueda por nuestra piel y nos sobrecoge. No es necesario entender su significado. La lógica y el poema se repudian, igual que la razón y el sentimiento. Comprendí que no conocería otra dicha que el poema y que lo divino sólo era la trascendencia de las palabras, con su poder para mantener con vida lo que el tiempo ha derribado y arrojado al olvido. El plátano que subía hasta la ventana de mi cuarto no duraría eternamente, pero la poesía podía prolongar indefinidamente su existencia, evocando su frescor y el rumor de sus hojas en otoño, cuando el cambio de estación desnudaba sus ramas y mostraba su corteza plateada.
La poesía entró en mi vida a los dieciséis o diecisiete años. No logré recuperar ese “yo” que se extravió sin remedio con la muerte de mi padre, pero aprendí a convivir con el dolor y a no esperar nada, salvo la belleza de las palabras duplicando y transfigurando el mundo para preservarlo de su destrucción. La biblioteca de mi padre se confundió con la mía y ahora es un laberinto que crece sin descanso. A veces pienso que es un árbol gigantesco, con una enorme sombra que me protege de la inclemencia del mundo real, donde hombres y mujeres se infligen mutuamente terribles heridas, pues ni siquiera es posible amar sin lastimar al otro. No siento rencor ni odio hacia la vida, pero considero que sin la poesía, los días parecen estancias vacías que añoran las risas de otro tiempo, cuando la soledad y el silencio eran lo desconocido.



RAFAEL NARBONA
 
ALEJANDRA PIZARNIK: PASTICHE IN BLUE
Publicado el agosto 9, 2012 por Holmes
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Soñaste con un mundo lleno de flores, pero el tiempo estranguló tu estrella y te obligó a caminar por un pozo umbrío. Mirabas y mirabas, mientras agonizabas entre copas amarillas. Deseaste perderte en un cosmos de champagne blanquecino, con nenúfares ardientes y vahos desconcertantes, pero las promesas se coagularon y el cielo gimió, obligándote a bailar bajo la desnudez repulsiva de una lluvia de pétalos podridos.



Tus pupilas negras parpadearon al respirar un polen lleno de abejas. Tu soledad de ceros y ceros no te impidió acumular deseos y redondear versos y versos. Leíste tus primeros poemas con un latido de alegría, repitiendo “es mío, es mío”, pero sabías que sólo eran penas impresas. Mirabas los coches que pasaban y en sus carrocerías sólo advertías calaveras recién estrenadas. Escribiste tu diario con juegos de quiromancia y destripadas auroras. Tu vida sólo fue un vacío bien pensado y tus ojos ardientes trozos de infinito. Te internaste en el dédalo de las palabras y abriste surcos de desconsuelo. Tus poemas nacían del melancólico corazón del mar y de largas caminatas por un puerto de colores impresionistas. Sola, siempre sola. Te adentraste en la oscuridad con un ancla de plata. Tu intención era irte y no volver. Buscaste tu rostro en aguas cobrizas, pero sólo hallaste alucinaciones: potros de colas etéreas, cactus de lágrimas negras, humos vistos desde atrás. Hilaste conjeturas en el centro de un huracán, que devastaba montañas vibrantes de claridad. Tus dedos en una máquina de escribir eran incendios cromáticos y cielos inauditos. Tu canto temblaba como un vómito de primavera ahogándose en la niebla. Tus labios desprendían colores soñados, una lumbre carmesí nimbada de absolutos medrosos de su incierta grandeza. Sigue así, camina y camina entre hojas de calendario de un tiempo abolido. La luz de un embeleso te aguarda para enseñarte el perfil de la rosa de Rilke. El infinito egoísmo de la adolescencia ya es una tierra extraña y lejana.



Tu pluma fue un festival silencioso que anhelaba y demoraba el encuentro con el otro. Tus sienes latían entre el humo y la danza, incapaz de discernir si el yo y la negrura eran diferentes o si habían brotado del mismo cielo desteñido, abocados a ser pátina de un óleo humillado. Tu rostro no está en una nube, Alejandra, sino en el ruido de tu pluma que juega con indiferencia de tahúr con tu destino. Tu ser es una danza que comercia con el deseo para seducir al infinito cobijado en los ojos inmutables del amado. No sientes como los demás. No eres Alejandra, sino el Yo y el Tú en una noche de dualismos iluminada por el resplandor amarillosucio de una farola y los destellos de una luciérnaga bicoloreada y biforme. Tu alma es un signo. No tienes miedo a mezclar las palabras con el + y el =. Galopas en estrellas bitremendas y bilejanas, pintando de púrpura y oro el cielo negrolimpio. Sabes que vas cayendo, que eres un llanto desolado que se asfixia de pena al contemplar cómo otro bebe los besos del amado. A veces odias tus deseos, a veces maldices las pestilencias de un cuerpo que se arquea, deseando enterrarse bajo otra piel y aletear como una mariposa atrapada por una esfinge de sombra. Tus lágrimas son barro que se aclara al mezclarse con el vino. Tu tristeza es una burbuja en un archipiélago maldito. Tu mente es coral en un arrecife cárdeno y moribundo. Te masturbas mientras caes. Te incendias mientras mueres en un pecho inmenso. Tus entrañas rugen como un ojo hambriento. Tu piel es pergamino con un mapamundi hallado en el fondo de un vaso de absenta. Tus palabras imitan a Penélope, tejiendo y destejiendo tu nombre en un lecho de anguilas. Sabes que la metáfora es el paracaídas perfecto. Las fuentes de Roma acarician tu memoria, con un rumor antiguo. Tus recuerdos a veces huyen hacia un territorio sin pliegues ni senderos. A veces, el dolor que te acompaña desde niña se subleva y lanza dentelladas, pero en otras ocasiones el amor es un tintero que alza el vuelo y ensancha tu alma. No juegues más con las palabras. Al final siempre prevalecen las pérdidas. Te gustaría vivir más allá del olvido, henchida en la reminiscencia de unos ojos, de unos besos, de unos labios, de unas pestañas. Tu costado es el lado oscuro de la luna, con sombras altivas y secretos indescifrables. Se ha pasado el tiempo de las rojas alegrías que burbujeaban en el sol. La pipa del amor se extinguió hace tiempo y sólo te queda apurar un cáliz de secobarbital. Morirás, sí, pero nada podrá borrar el brillo de los besos que ya habitan en ti.



Nota aclaratoria: Fragmento compuesto con retazos de los dos primeros libros de poemas de Alejandra Pizarnik: La tierra más ajena y Tu signo en la sombra, ambos de 1955. Me he apropiado de expresiones e imágenes y las he combinado con invenciones propias. No pretendo ocultar el robo ni aclarar qué partes son mías y cuáles pertenecen a la poetisa argentina, bipolar y suicida. En realidad, los textos no pertenecen a nadie. En la literatura intervienen el inconsciente y el pensamiento irracional. El poema es una insólita forma de vida que cambia con cada lectura. El poema es una vivencia irrepetible. Muere, renace, se transforma y nunca es igual a sí mismo. Es una eternidad que se aniquila y resucita en un ciclo sin fin.



RAFAEL NARBONA


 
RAFAEL CHIRBES: “QUE MIS LIBROS HABLEN POR MÍ”
Publicado el agosto 16, 2015 por Holmes
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Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, 27 de junio de 1949- Tabernes de Valldigna, 15 de agosto de 2015). Foto de Mikel Ponce

La inesperada muerte del escritor y crítico literario Rafael Chirbes interrumpe el curso de una obra que aún podría haber proporcionado claves esclarecedoras para interpretar el pasado y el presente de nuestro país. Nacido en Valencia en 1949, se licenció en Historia en Madrid y, durante unos años, llevó una existencia itinerante, que incluyó estancias en Marruecos, París, Barcelona, La Coruña y Extremadura. En 2000, regresa a su tierra natal. Inicialmente, su escritura se vuelca en la crítica literaria, la nota periodística, el apunte gastronómico y los relatos de viajes. Su primera novela, Mimoun, queda finalista del Premio Herralde en 1988. En 1996, La larga marcha obtiene el reconocimiento de la crítica alemana con el prestigioso Premio SWR-Bestenliste. Es la primera entrega de una trilogía que asume el ambicioso proyecto de narrar los años de la posguerra española hasta la Transición. Los otros dos títulos, La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos(2003), completan una crónica que elude los lugares comunes y las visiones de conjunto que simplifican los hechos. Crematorio (2007) y En la orilla (2013) prolongan el relato, abordando la especulación inmobiliaria y la crisis que desmonta una burbuja de falsa prosperidad, reavivando las querellas de una sociedad donde aún se aprecian las huellas de la guerra civil. El profundo calado de ambas novelas será reconocido con el Premio Nacional de la Crítica en 2007 y 2014. La adaptación televisiva de Crematorio como una miniserie de ocho capítulos contribuirá a difundir la obra del escritor, mostrando que es posible transfundir el género narrativo al formato audiovisual sin perder la inspiración del texto original.
En un tiempo donde los novelistas desertan del presente, refugiándose en lo atemporal o en otras épocas y culturas, Chirbes escogió seguir la estela de Pérez Galdós, el primer Baroja, el Sánchez Ferlosio de El Jarama (1955) o la prodigiosa e innovadora Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín Santos. Chirbes combinó diferentes registros para imprimir a su estilo ese timbre personal que caracteriza al verdadero autor. Sus novelas mezclan la narración omnisciente, el monólogo, la introspección, el relato alusivo, indirecto, el punto de vista múltiple y, en los últimos libros, la desintegración de la trama como un reflejo de la decadencia de una sociedad cada vez más iracunda, apática o desmoralizada. La especulación inmobiliaria es el tema central de Crematorio, pero no se trata de una concesión a la actualidad, sino de un gesto de coherencia con un pasado reacio a desaparecer. El franquismo y la democracia chapotean en la misma cloaca de corrupción. Aunque el punto de partida es el idealismo –equivocado o no-, el poder y el dinero tejen una malla que estrangula las aspiraciones más nobles. Ambientada en Misent, un pueblo de la costa valenciana, Crematorio relata la trayectoria de Rubén Bertomeu, un arquitecto de 72 años que soñó con realizar conjuntos urbanísticos capaces de sintetizar la belleza, el sentido práctico y el anhelo de vivir en un espacio concebido a la medida del ser humano. Al igual que el resto de los personajes –un revolucionario desengañado, un poeta alcohólico, una joven rebelde-, convive con una impostura interior minuciosamente desmentida por sus actos. La aguda penetración psicológica de Chirbes evita la perspectiva esquemática, que reduce los personajes a simples estereotipos. La podredumbre moral no logra desprenderse de una lucidez que se silencia con cinismo. Una prosa de lirismo contenido y notable precisión simultanea lo íntimo y lo colectivo, la intrahistoria y lo épico. La especulación inmobiliaria es objetivamente perversa, pero la aglomeración de seres humanos a veces produce una fascinante galería de tipos. Desde Baudelaire, la poesía florece en los grandes espacios urbanos, no en idílicos paisajes naturales donde el hombre ya no echa raíces.
En la orilla transcurre en Olba, un pueblecito cercano a Benidorm. Corre el año 2010 y la crisis no cesa de causar calamidades. La aparición de un cadáver en un pantano se perfila como el símbolo de la descomposición social, moral y económica que afecta a todos los estratos de la convivencia. Esta vez el protagonismo recae en Esteban, un ebanista de 70 años con una carpintería incapaz de afrontar el descenso de la actividad económica. El negocio se hace inviable y Esteban envía al paro a sus trabajadores. No es una decisión fácil, pues la ruina resulta tan abrumadora como la responsabilidad de privar de sustento a varias familias. Esteban no es un hombre insensible, sino una persona que cuida a un padre en fase terminal. Chirbes combina la primera y la tercera persona, el monólogo y el estilo libre indirecto para hilvanar las escenas de un relato coral donde se encadenan las reflexiones pesimistas: “la historia es pura carnicería”, “como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan”, “soy un esclavo en busca de amo”. Esteban es un hombre común, insustancial, que sólo desea vivir. No siente especial aprecio por su padre, pero acepta sus obligaciones filiales. No ha tenido suerte con el amor. No entiende de política. Sólo advierte que grandes poderes económicos ejercen una coacción creciente sobre los individuos. En cierta medida, el siglo XXI avanza como un mal sueño. Se ha dicho que En la orilla es un paisaje de escombros con tintes expresionistas. Algunos opinan que Crematorio es el último eslabón de una tetralogía y En la orilla la coda final, algo así como El tiempo recobrado, pero sin el alivio de la reelaboración estética.
En una entrevista, Rafael Chirbes declaró: “Detrás de la falsa modernidad que hemos vivido, hay un pozo y hay un pantano que siguen estando ahí, cada vez más podridos”. Más adelante añade: “Que mis libros hablen por mí”. Chirbes nos deja prematuramente, con la frustración de perder a uno de los cronistas más lúcidos e íntegros de un mundo lleno de incertidumbres. Sin embargo, queda su obra, imprescindible para conocer un tiempo que recuerda las telas de Brueghel el Viejo, con la Muerte disipando cualquier ilusión de prosperidad o progreso moral.

RAFAEL NARBONA

Publicado en El Cultural (16-08-2015). Si quieres leer el enlace original, pincha aquí.
 
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