AMISTAD
Publicado el junio 20, 2015 por Holmes
Montgomery Clift y Frank Sinatra en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953)
Para Javier Martín Calderón, que me regaló la esperanza un seis de enero
La amistad absuelve al ser humano de sus miserias. La amistad nos rescata de la soledad y el miedo. La amistad es un latido que nunca se apaga, una brisa que acude a nuestro lado, cuando habíamos perdido la esperanza y nos aterraba la perspectiva de morir en el pasillo de un hospital. En mi caso, la amistad se llama Javier. Nos separan algo más de veinte años, pero los dos hemos conocido el dolor en una hora temprana y hemos disputado una partida de ajedrez con la muerte, contemplando los límites del mundo, con ojos afiebrados e impacientes.
Javier es un muchacho corpulento, con los ojos castaños y el pelo negro. Un zarpazo prematuro le reveló la fragilidad de la vida, el carácter irreversible de las pérdidas, el peso de una ausencia. Cuando le conocí, sólo tenía diecisiete años. Su infancia aún respiraba, enredándose con una luz y el viento. Su infancia aún era un patio de colegio, con sus aristas y sus espinas, y un parque tendido sobre unas afueras, con árboles que hablaban de noches ebrias de claridad, con frenesí de cristales y versos de arrabal. El futuro sólo era una sombra en un desván, pero ya reclamaba su derecho a existir. Cuando le conocí, Javier era un muchacho que fantaseaba con incendiar las paredes con una explosión de poesía urbana. Cuando le conocí, ya había descubierto que los artistas furtivos a veces se libran de la incomprensión ajena, corriendo por oscuros callejones en mitad de la noche, jadeando como un ciervo que huye de lanzas y ballestas. No le preocupaba ser hostigado, pues ambicionaba ser Robert Capa o Hemingway, transformado su pluma en un surtidor de utopías, que rescataría de remotas penumbras la piel profanada por el odio y la ira.
Cuando conocí a Javier, soñaba con visitar Jerusalén, pasear por sus barrios saturados de historia e infortunio; soñaba con escalar los altos muros de la fortaleza de Masada y escuchar el eco de una lejana batalla; soñaba con las terrazas blancas y los cañones ardientes del desierto de Judea; soñaba con el Mar muerto y el lago Tiberíades, soñaba con unas aguas inmóviles que lamen un fondo inerte y con la ilusión de vencer la ley de la gravedad, flotando como una hoja en una acequia. Entonces creía que el amor era un relámpago que jamás parpadea, una piedra que se burla del tiempo, un fruto que incendia la boca con un inaudito frescor, sin sospechar que el amor también es ceniza, oscuridad, lamento. Han pasado once años y Javier no ha renunciado a sus sueños, aunque ya conoce la mentira, el desengaño, lo incierto. Su mente aún merodea por las playas de Normandía, evocando el heroísmo de Robert Capa, que propagó la eternidad por unas arenas blancas. Ha viajado a Jerusalén, ha paseado por las ruinas de Masada, escuchando en cada piedra los gritos de espanto y los juramentos. Ha contemplado el Muro de las Lamentaciones, la fe de los que conciben el vivir como una espera y la muerte como un círculo que se expande hacia una improbable plenitud, pero su corazón no rezó una plegaria. Su cortejo de sombra no contempla oraciones, pero su alma se estremeció cuando escuchó la llamada del almuecín, multiplicada por decenas de minaretes en los valles de Josafat y Kidron. Se hallaba en la Basílica de San Pedro de Gallicantu levantada sobre el Monte Sión, cuando un fragor unánime le hizo recordar que la fe a veces es un privilegio repudiado por la razón. Desde un mirador, descubrió que la pobreza es un niño enfermo con ojos como ascuas, donde tiemblan los sueños de un más allá de brisas y espumas. Javier caminó por el Monte de los Olivos después de escuchar el clamor de los creyentes, pensando en sus diecisiete años, con sus lágrimas negras y una rama de espino hundida en el corazón. Tal vez –no lo sé- pensó en Alberto, que seguía sus pasos en silencio, intentando explicarle que nada muere del todo, que la vida es un árbol tranquilo con las raíces en el cielo. Tal vez –no lo sé- pensó en mi hermano Juan Luis, que buscó el olvido entre unas paredes de sombra, sin entender que el ser no es un río, sino el infinito mar que circunda la tierra, conteniendo todo lo que ha existido y existirá. Tal vez –insisto que no lo sé- intuyó que el azar sólo es nuestra forma de nombrar lo que no entendemos, el milagro de que dos vidas y dos ausencias puedan concertarse para desbrozar el tiempo y sembrar unas pocas palabras. Esas palabras ya han brotado y están aquí, celebrando la amistad.
La adversidad a veces conspira contra la amistad. Hace unos años, excavé una fosa, pensando que levantaba una empalizada. Cuando lo advertí, ya estaba bajo tierra. No me preocupó. Pensé que mis huesos por fin hallarían la paz. Me tumbé, sentí la tierra fría y miré hacia el cielo. La tristeza ya no me incomodaría más. Mi mente se oscureció, la indiferencia hizo un nido en mi alma y el corazón se quedó rezagado, contemplando cómo se detenían sus latidos. Javier se asomó y al contemplar mis ojos llenos de tiniebla, convocó a la luz, que comenzó a hervir debajo de mis párpados, recordándome que vivir no es una pesada obligación, sino una gracia que nos permite despertar con la aurora y anonadarnos con el ocaso. Javier me ha regalado los paisajes que aún no hemos recorrido, pero que nos aguardan con la paciencia de un enamorado. Nos adentraremos en ellos, festejando las palabras que saldrán de nuestras manos para levantar el vuelo y celebrar la materia, el espacio, la luz. La muerte huirá de nosotros al sentir nuestros gritos. La muerte recogerá sus lienzos y se escabullirá por una esquina. La muerte no es nada. La amistad nos hace vivir en lo eterno. La amistad es una verja que siempre está abierta. Yo alguna vez he titubeado, sin atreverme a empujar la cancela, pero Javier siempre me ha esperado al otro lado, con una sonrisa que disipaba cualquier temor o inseguridad. No dudes, amigo mío, que algún día la cancela se abrirá sola y descubriremos que otros caminaban a nuestro lado.
RAFAEL NARBONA
Share on facebookShare on emailShare on twitterShare on favoritesMore Sharing Services0
Publicado el junio 20, 2015 por Holmes
Montgomery Clift y Frank Sinatra en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953)
Para Javier Martín Calderón, que me regaló la esperanza un seis de enero
La amistad absuelve al ser humano de sus miserias. La amistad nos rescata de la soledad y el miedo. La amistad es un latido que nunca se apaga, una brisa que acude a nuestro lado, cuando habíamos perdido la esperanza y nos aterraba la perspectiva de morir en el pasillo de un hospital. En mi caso, la amistad se llama Javier. Nos separan algo más de veinte años, pero los dos hemos conocido el dolor en una hora temprana y hemos disputado una partida de ajedrez con la muerte, contemplando los límites del mundo, con ojos afiebrados e impacientes.
Javier es un muchacho corpulento, con los ojos castaños y el pelo negro. Un zarpazo prematuro le reveló la fragilidad de la vida, el carácter irreversible de las pérdidas, el peso de una ausencia. Cuando le conocí, sólo tenía diecisiete años. Su infancia aún respiraba, enredándose con una luz y el viento. Su infancia aún era un patio de colegio, con sus aristas y sus espinas, y un parque tendido sobre unas afueras, con árboles que hablaban de noches ebrias de claridad, con frenesí de cristales y versos de arrabal. El futuro sólo era una sombra en un desván, pero ya reclamaba su derecho a existir. Cuando le conocí, Javier era un muchacho que fantaseaba con incendiar las paredes con una explosión de poesía urbana. Cuando le conocí, ya había descubierto que los artistas furtivos a veces se libran de la incomprensión ajena, corriendo por oscuros callejones en mitad de la noche, jadeando como un ciervo que huye de lanzas y ballestas. No le preocupaba ser hostigado, pues ambicionaba ser Robert Capa o Hemingway, transformado su pluma en un surtidor de utopías, que rescataría de remotas penumbras la piel profanada por el odio y la ira.
Cuando conocí a Javier, soñaba con visitar Jerusalén, pasear por sus barrios saturados de historia e infortunio; soñaba con escalar los altos muros de la fortaleza de Masada y escuchar el eco de una lejana batalla; soñaba con las terrazas blancas y los cañones ardientes del desierto de Judea; soñaba con el Mar muerto y el lago Tiberíades, soñaba con unas aguas inmóviles que lamen un fondo inerte y con la ilusión de vencer la ley de la gravedad, flotando como una hoja en una acequia. Entonces creía que el amor era un relámpago que jamás parpadea, una piedra que se burla del tiempo, un fruto que incendia la boca con un inaudito frescor, sin sospechar que el amor también es ceniza, oscuridad, lamento. Han pasado once años y Javier no ha renunciado a sus sueños, aunque ya conoce la mentira, el desengaño, lo incierto. Su mente aún merodea por las playas de Normandía, evocando el heroísmo de Robert Capa, que propagó la eternidad por unas arenas blancas. Ha viajado a Jerusalén, ha paseado por las ruinas de Masada, escuchando en cada piedra los gritos de espanto y los juramentos. Ha contemplado el Muro de las Lamentaciones, la fe de los que conciben el vivir como una espera y la muerte como un círculo que se expande hacia una improbable plenitud, pero su corazón no rezó una plegaria. Su cortejo de sombra no contempla oraciones, pero su alma se estremeció cuando escuchó la llamada del almuecín, multiplicada por decenas de minaretes en los valles de Josafat y Kidron. Se hallaba en la Basílica de San Pedro de Gallicantu levantada sobre el Monte Sión, cuando un fragor unánime le hizo recordar que la fe a veces es un privilegio repudiado por la razón. Desde un mirador, descubrió que la pobreza es un niño enfermo con ojos como ascuas, donde tiemblan los sueños de un más allá de brisas y espumas. Javier caminó por el Monte de los Olivos después de escuchar el clamor de los creyentes, pensando en sus diecisiete años, con sus lágrimas negras y una rama de espino hundida en el corazón. Tal vez –no lo sé- pensó en Alberto, que seguía sus pasos en silencio, intentando explicarle que nada muere del todo, que la vida es un árbol tranquilo con las raíces en el cielo. Tal vez –no lo sé- pensó en mi hermano Juan Luis, que buscó el olvido entre unas paredes de sombra, sin entender que el ser no es un río, sino el infinito mar que circunda la tierra, conteniendo todo lo que ha existido y existirá. Tal vez –insisto que no lo sé- intuyó que el azar sólo es nuestra forma de nombrar lo que no entendemos, el milagro de que dos vidas y dos ausencias puedan concertarse para desbrozar el tiempo y sembrar unas pocas palabras. Esas palabras ya han brotado y están aquí, celebrando la amistad.
La adversidad a veces conspira contra la amistad. Hace unos años, excavé una fosa, pensando que levantaba una empalizada. Cuando lo advertí, ya estaba bajo tierra. No me preocupó. Pensé que mis huesos por fin hallarían la paz. Me tumbé, sentí la tierra fría y miré hacia el cielo. La tristeza ya no me incomodaría más. Mi mente se oscureció, la indiferencia hizo un nido en mi alma y el corazón se quedó rezagado, contemplando cómo se detenían sus latidos. Javier se asomó y al contemplar mis ojos llenos de tiniebla, convocó a la luz, que comenzó a hervir debajo de mis párpados, recordándome que vivir no es una pesada obligación, sino una gracia que nos permite despertar con la aurora y anonadarnos con el ocaso. Javier me ha regalado los paisajes que aún no hemos recorrido, pero que nos aguardan con la paciencia de un enamorado. Nos adentraremos en ellos, festejando las palabras que saldrán de nuestras manos para levantar el vuelo y celebrar la materia, el espacio, la luz. La muerte huirá de nosotros al sentir nuestros gritos. La muerte recogerá sus lienzos y se escabullirá por una esquina. La muerte no es nada. La amistad nos hace vivir en lo eterno. La amistad es una verja que siempre está abierta. Yo alguna vez he titubeado, sin atreverme a empujar la cancela, pero Javier siempre me ha esperado al otro lado, con una sonrisa que disipaba cualquier temor o inseguridad. No dudes, amigo mío, que algún día la cancela se abrirá sola y descubriremos que otros caminaban a nuestro lado.
RAFAEL NARBONA
Share on facebookShare on emailShare on twitterShare on favoritesMore Sharing Services0