Por entregas

Registrado
17 Jul 2014
Mensajes
6.030
Calificaciones
54.408
Es una novela por entregas. Iré poniendo capítulos poco a poco.

El soporte del foro me permite poner música relacionada con el texto, algo que siempre he querido hacer.

.........................................................................................................................................................................................................................................................................

Los perros ladran al amanecer


Lo despertaron el ladrido de unos perros lejanos, abajo, en la planicie, lejos de la fortaleza. Se levantó y corrió el visillo del balcón. Abrió la ventana para oler el aire frío de la mañana que despuntaba. Aquellos perros lejanos, guardianes de casitas de campo, solitarios y belicosos, le parecieron cancerberos de peligrosos y excitantes mundos ajenos. Guardaban secretos, risas y tragedias de siglos.

Pero aquellos mundos que desde arriba parecían en conjunto tan excitantes, uno a uno se le antojaban lentos y aburridos. La vida del perro de un labrador, por mucho que ladre para contarla, no es una *bylina.

Se duchó, se vistió con rapidez y, para desayunar, bajó las escaleras del parador, flanqueado por muros de piedra de siglos. Ocho de la mañana de un día de febrero en Castilla. Sol distante y frío.

Vadim tenía un objetivo. Vadim iba de caza. Y la presa estaba a punto de llegar. Meses detrás de aquel objetivo, preparación meticulosa para terminar en un pueblo de Castilla.

Gueroi estaba allí descansado del ruido, buscaba silencio. Siempre buscaba silencio.

Vadim desayunó lentamente por si Gueroi aparecía. Sabía que, dadas las costumbres de Gueroi, éste no iba a aparecer, pero, por si acaso un cambio de última hora le hacía cambiar de opinión, se tomó su tiempo de vigilancia. A las nueve subió a su habitación. Desde las ventanas contempló el paisaje. Parecía que los perros se habían callado, aunque Vadim sabía que no, que el ruido de los coches de la carretera, de las tiendas del pueblo que abrían, de los tractores, de la gente que se dirigía a trabajar ocultaba los ladridos. Los perros iban a estar ladrando todo el día a ratos, aunque no supiéramos que estaban allí. Echó de menos el ladrido de los perros de una hora antes, con una breve y fría niebla disipándose en la planicie. Por un momento dudó de su objetivo. ¿Tenía realmente sentido o era un fuego fatuo?



Había recopilado sobre Gueroi toda la información posible, sabía de sus gustos, sus pasos, sus idas y venidas, sus veleidades, sus misticismos y sus frecuentes cambios de humor. Sabía que Gueroi iría a la Iglesia a rezar de aquella manera un poco culpable, entre mística y desesperada, y también sabía que se le escaparían los muros de la iglesia, la historia, los siglos de aquellas piedras y que Gueroi igualmente hubiera rezado en una iglesia construida en plástico con aspecto de castillo de Disneyland.

Sabía que Gueroi daría un paseo por el campo en moto, que intentaría bañarse en el frío río a pesar de las advertencias de los lugareños, que comería algo frugal y que durante el día tendría cuatro cinco cambios profundos cambios de humor, pasando de la risa al llanto.

Sacó de una mochila negra un mapa y de nuevo repasó los alrededores. Se trataba de saber a qué iglesia de las 5 que había cerca iría Gueroi y en qué campo solitario haría cabriolas con la moto.

La iglesia del pueblo le pareció demasiado concurrida para una persona que buscaba soledad. Era más probable que se acercara en moto, convenientemente cubierto con el casco, y por tanto, anónimo a una ermita perdida en el campo. Se concentró de nuevo en las ermitas. Tenía dudas sobre cual elegiría Gueroi. Todo preparado y, sin embargo, dudas.



Se leyó la historia de las ermitas e intentó memorizar anécdotas para atraer la atención. Necesitaba que Gueroi, con su mirada vacía, de desinterés profundo, se despertara escuchándolo. Había que encontrar algo que llamara a la presa, un señuelo.



Se decidió al fin por una antigua ermita en medio del campo, en una bonita colina rodeada de árboles. Había que arriesgarse. Quizás Gueroi no apareciera por allí, pero, si aparecía en un arrebato místico, era el lugar más adecuado.

Guardó unas pertenencias en una mochila negra y salió de su habitación. Vadim bajó las escaleras del castillo con solemnidad. Entre tapices antiguos, armaduras y candelabros, parecía un caballero antiguo reencarnado. A pasos lentos y concienzudos se iba preparando para su cometido. Meses esperando el día. ¿Pero era realmente el día?

Al subir al coche no pudo evitar fijarse en el azul cielo de Castilla, tan azul que casi hería la vista. Las nubes se movían lentamente dando una estampa hipnótica. “Buen momento para el misticismo”, pensó. Gueroi sentiría lo mismo por ese cielo y trataría de acercarse lo más posible a él en el campo.

La ermita ya estaba abierta. Saludó a un lugareño mayor que lo miró con desconfianza. Vadim sonrió e hizo unas preguntas sobre las tradiciones del lugar. Después dijo si podía rezar o iban a cerrar.

El lugareño le dijo que la ermita estaría abierta durante todo el día, hasta las seis de la tarde. Que la cerraban de noche para evitar que alguien hiciera destrozos, pero que no había objetos de gran valor dentro. Lo que era valioso eran los muy antiguos muros de piedra y el valor religioso de las imágenes, pero estas eran de los años sesenta.

Hacía frío dentro, no era un lugar acogedor. Vadim se sobrecogió brevemente. Quizás tenía que esperar horas sentado en un banco fingiendo que rezaba y meditaba, absorto en sus pensamientos religiosos. Lo había pensado bien antes e iba bien abrigado para soportar aquel frío que poco a poco le iba a calar los huesos.

Estuvo unos 15 minutos con la cabeza baja, como si rezara, y después decidió salir de la ermita. Enfrente había un viejo roble. El ligero viento movía sus ramas aportando el sonido sereno de los días en las que la naturaleza es pacífica y la eternidad parece haberse instalado. Se quedó mirando el roble con nostalgia. Había una canción, sí, aquella canción.

I'm comin' home, I've done my time
Now I've got to know what is and isn't mine
If you received my letter telling you I'd soon be free
Then you'll know just what to do
If you still want me, if you still want me

Whoa, tie a yellow ribbon 'round the ole oak tree
It's been three long years, do you still want me?
If I don't see a ribbon round the old oak tree
I'll stay on the bus, forget about us, put the blame on me
If I don't see a yellow ribbon 'round the old oak tree



Recordó haberla escuchado tantas veces en la radio. Ni siquiera sabía lo que significaba entonces. Podía haber tratado sobre cómo hacer una ensalada y sobre un conejo que se escapa desde su granja al campo. O sobre mil cosas más, algunas muy empalagosas. Pero la melodía y el ritmo se quedaron en su cabeza mucho antes de saber qué significaba aquella canción en inglés.

Sonrió. “Necesito una cinta amarilla” pensó “¿tendrán de eso en el pueblo?”.

Volvió a entrar en la ermita y esperó una hora. Gueroi no aparecía.

De nuevo salió de la ermita. Ya en la puerta le preguntó a un lugareño después de alabar la ermita.

-¿Viene mucha gente a rezar durante el día?

-Poca, muy poca, tres mujeres del pueblo y, de vez en cuando, un hombre extranjero.

- Ah, también un extranjero. No sabía que la ermita fuera tan conocida.

- Sólo viene él con sus guardaespaldas. Es un tipo raro. Dicen que está loco. Es muy rico. Tiene una casa con tapias muy altas cerca.

- ¿Y sabe si va a venir hoy?

El lugareño lo miró con extrañeza:

-Nunca sabemos cuando viene o va. Creo que está loco.

Al notar la mirada, Vadim reaccionó disimulando, como si no supiera de quien estaban hablando.

-¿De qué país es?

- Dicen que es ruso.

- Ahhh…

Le pareció difícil sacar más información sin causar sospechas, por lo que optó por callar. Estuvo una hora más sacando fotos de la ermita. Gueroi no apareció.

Al final, decidió ir al pueblo a comprar una cinta amarilla. Quería dejar algo de sí mismo allí. Tenía la necesidad de volver a aquel árbol algún día, como un ritual que se hubiera propuesto.


Del pueblo volvió al Parador. Era ya la hora de comer, el restaurante estaba abierto. Había un par de parejas en dos mesas, y al fondo, flanqueada por unos tapices de caballeros medievales y armaduras, una mujer sola. Se fijó en ella. Era morena, de unos 30 años, de pelo largo con unos grandes ojos oscuros. Parecía tranquila en su soledad. Ella lo miró por un instante y a Vadim le pareció que había temblado al verlo con un escalofrío. Después se centró en su plato.

Pidió una dorada a la sal. Observó el reloj. En aquellos momentos de soledad echó de menos no llevar consigo el móvil. Pero era algo que se había impuesto a sí mismo y estaba dispuesto a cumplirlo. Sin móvil, sin alteraciones, sin noticias, sin comunicación con los demás. Tres meses ya sin móvil, ilocalizable.

Tres meses pergeñando un plan. Tres meses en los que no se había dejado llevar por la desesperación y la desesperanza porque tenía un plan.

Mientras comía tarareaba por dentro el primer movimiento de “Story of an unknow actor” de Alfred Schnittke. Recordó alguna discusión sobre la obra.



Se sentía también un actor desconocido en una obra trágica. Pensó que si alguna música podía describir su momento personal era ésta.

La mujer terminó de comer y salió. Caminó delante de su mesa discretamente, como si quisiera diluirse en el paisaje. “La mujer que quiere ser invisible, pero no lo logra del todo”, pensó Vadim.

Al terminar de comer y pagar la cuenta Vadim salió al claustro del hermoso lugar. Casi encogida en una muralla estaba ella hablando por teléfono. Vadim se acercó disimuladamente para escuchar. Era ruso.

Entendió algunas palabras. Se rió por dentro. Gueroi, ruso, esta mujer rusa, y él, que había estado estudiando en Moscú.

Ella no parecía muy contenta de su presencia por lo que entró en el hotel y desapareció de su vista.

Vadim dudó sobre si volver a la habitación, pero temió quedarse dormido. No debía desviarse de su objetivo. Eran ya las tres de la tarde y debía intentar encontrar a Gueroi. Se dispuso a dar una vuelta en coche por las carreteras cercanas, cerca de las ermitas. De vez en cuando paraba en una cuneta y sacaba fotos del paisaje, de los árboles, del campo. O simplemente, apagaba el motor y escuchaba el silencio, tal vez roto por un tractor lejano.

Cerca de las séis, parado en una cuneta cerca de la ermita de la mañana, vio venir dos motos que iban a la ermita. “Es él”, se dijo. “Y va a llegar a la ermita antes que yo. Lo pillaré desprevenido cuando salga de rezar.”

Un coche venía detrás.

Esperó un poco y se dirigió a la ermita. Las motos y el coche estaban aparcados y sus ocupantes dentro.

Sintió vértigo.

Béla Bartók. Música para cuerdas, percusión y celesta. Adagio.





Mientras esperaba, ató la cinta amarilla una rama del roble. Al darse la vuelta tras completar su acción sintió una mirada. La mujer invisible lo estaba mirando. Él sonrió. Ella también, ligeramente. Aunque hizo un ligero gesto de sorpresa después que disimuló enseguida, como si llevara siglos intentando ser invisible.

-Es por la nostalgia de una canción que escuchaba de niño. – Se explicó Vadim.

- La de Tony Orlando.- Dijo ella.

- ¿La conoces?- Se sorprendió Vadim.

- Sí, estuve buscando hace tiempo canciones de esa época.

-Ahhh. Si no es indiscreción, porque estoy sorprendido. ¿Qué tipo de música te gusta?

Ella calló un momento, como si no quisiera dar una información sobre ello, pero luego se animó y dijo:

- La música que me gusta es el ritmo de la lluvia, como cae, y el olor que se respira en la tierra seca.

Vadim sonrió. La respuesta era lo suficientemente rara como para que ella dejara de ser invisible.

- El ritmo de la lluvia. También es una canción.- Dijo él.

-Lo sé, pero me refería a la lluvia en sí.

- Me ha gustado tu respuesta.- Sonrió Vadim.- ¿Sabes qué música me gusta a mí?

- No… -Dijo ella con una leve sonrisa invisibilizadora.

- Los perros que ladran al amanecer.


En aquel momento salió un hombre de la ermita y detrás, Gueroi.

Jocelyn Pook. Masked Ball.

 
Última edición:
Vadim se puso alerta, respiró y con aplomo se acercó lentamente al primer hombre.

- Me gustaría hablar, si me permite, con Boris Nikoláevich.- Y se paró con las manos libres.
-¿Qué lleva usted en la mochila?- Preguntó el guardaespaldas.- Déjela en el suelo.

Vadim se quitó la mochila lentamente y la dejó en el suelo. Gueroi miraba la escena con frialdad.

- Aléjese de la mochila y diga quién es usted.- Dijo el guardaespaldas.
- Buenas tardes, Borís Nikoláevich. Me llamo Atanagildo Platería y soy director de orquesta. Quería hablar con usted porque me han dicho que usted apoya proyectos de mecenazgo de música clásica.

- Sé quien es usted. Sé qué ha pasado. Lo que me sorprende es encontrarlo aquí.- Dijo Gueroi.
- Lo siento. No tenía otra forma de acceder a usted.- Se disculpó Vadim con una ligera actitud reverenciosa.
- Cierto.- Se rio Gueroi- Tengo el privilegio de no tener que estar donde debiera estar. Me gusta hablar en campo abierto. Venga con nosotros al merendero de aquí al lado y me cuenta lo que venía a decirme.

Vadim los siguió. La mujer se quedó esperando en la puerta de la ermita, junto al árbol decorado con la cinta amarilla.
A unos 15 metros del árbol se sentaron frente a frente.

- Borís Nikoláevich, en la mochila traigo un proyecto por escrito y un pendrive donde explico mi proyecto. Me gustaría que lo mirara por si está interesado en el proyecto.
- Lo miraré, pero no prometo nada. ¿Sabe por qué me gusta hablar en campo abierto?
- No.
- Porque las palabras se las lleva el viento.

Una ráfaga de aire movió las hojas de los árboles como si se estuviera llevando las palabras de Gueroi.

- Gracias por su tiempo. Borís Nikoláevich- Dijo Vadim confundido y sintiéndose como una batuta en manos de otro director.-Me voy a ir ahora, sólo quería darle mi proyecto.

- No se vaya aún. Los cotilleos sobre lo que pasó me han llegado. No le hacía a usted tan bravo para plantarse por un oboe. ¿Tan bueno es?

- Es el oboe indicado. Sí, es excelente, y sobre todo, sabe escuchar y entender.

-¿No hay ninguna otra razón?

- Es un todo, hay muchas razones. Pero para un director musical puede ser imposible afinar una orquesta si las razones políticas priman sobre las artísticas.

- Siempre ha sido así. No sé si recuerda a Igor Moiseyev, el coreógrafo. Pero su tesón hizo que creara un ballet realmente especial y único. Eso en unas circunstancias políticas complicadas. Usted tendrá que aguantar las tonterías de nuestro tiempo. Desengáñese, no es posible vivir sin tonterías. ¿Verdad que sí? - Le preguntó Gueroi al tatuaje de una cara en su muñeca.- Bueno, ya sé que tú sólo me respondes telepáticamente.

Vadim se quedó callado. “Por algo lo llaman loco”, pensó.

- Es Yaponchik- Continuó Gueroi señalando al tatuaje de su muñeca.- Siempre me acompaña.
- Ok.- Dijo Vadim visiblemente incómodo.
- Vamos.- Se levantó Gueroi.- Deme el proyecto. Ya he rezado hoy y puedo irme a casa a beber. Tendrá que esperar un mes para la respuesta. Tengo que estudiarlo y estoy pendiente de decisiones divinas. San Serafim Vyritsky me va a responder. Le he rezado mucho.
- Gracias.- Dijo Vadim encogiéndose de hombros. Se preguntó por qué su suerte estaba en manos de un loco.
La mujer seguía en la puerta con el móvil. No levantaba la cabeza.

Vadim entregó al guardaespaldas una carpeta con un proyecto en papel y dos pendrives. Hizo una reverencia leve al guardaespaldas, otra más grande a Gueroi y miró a la mujer. Seguía con la cabeza inclinada en el móvil. No se despidió. Se limitó a mirar el lazo del roble antes de meterse en el coche e irse.

Aquella noche no cenó más que un par de manzanas que tenía en la habitación. Estaba angustiado. Todo se había precipitado hacía cuatro meses, con aquel conflicto en la orquesta de la que era director musical. Hubo una polémica, un enfrentamiento con un oboe nuevo, pero no fue sólo eso. Hubo presiones desde arriba. La orquesta se dividió políticamente, hubo músicos que se negaron a trabajar con el director y finalmente, desde la dirección de la orquesta y por orden del ministerio fue destituido. En su lugar fue puesta una directora a la que él no conocía.

Y se fue. Cerró la puerta a todo. No quiso ni saber quién era la nueva directora. Cerró redes sociales, noticias, teléfono. Se aisló del mundo y creó un proyecto de nueva orquesta con un programa que llevara a lo más alto las emociones… Pero necesitaba un mecenas. Sabía de Gueroi. El ruso melómano loco.


La rusa se levantó al amanecer. Por la noche, antes de dormir había investigado la hora en la que amanecía y puso el despertador a esa hora. “Quiero escuchar como ladran los perros al amanecer”. Abrió las ventanas y sintió la brisa fría en su rostro. Sonrió.

Los perros ladran al amanecer. Vadim se levantó para escucharlos como en un ritual. Con el frío viento en la cara y la leve neblina le parecía estar en una situación irreal y extraordinaria. Sí, estaban ladrando en sus casetas, en el campo. Bajo el castillo, en el valle, los perros comenzaban a despertarse y despertar con sus ladridos lejanos. Oírlos así, en la lejanía, les confería un aura de misterio. Cancerberos de otro mundo, de otros mundos. Del mundo del pueblo, de las vidas de los habitantes de los pueblos. De casas pobres, de casas ricas, de desgracias e ilusiones. La gente se iba despertando para ir al campo, a dar de comer al ganado, a vigilar el terreno. Miles de años así, con los perros ladrando y los humanos sembrando.

(La Misión. La Misión. Ennio Morricone)




Lo embargo cierta tristeza estética, la necesidad de estar triste de forma hermosa, como el oboe de Gabriel, una nostalgia de pasados que no vivió y de presentes que no existen. “El misticismo”. Pensó “lo encuentro en cada momento bello. Me arrolla y no puedo explicarlo”.


En el desayuno se encontró con la rusa. La saludó y ella sonrió.

-¿Puedo desayunar en tu mesa?- Preguntó Vadim.

- Sí. Claro.

- No sé bien de qué hablar. Es una situación extraña. Ambos hablamos ruso. Yo estudié en Moscú.

- Yo también.- Dijo ella.

- En tu caso, creo que es más normal.

- Sí, claro.- Ella parecía tragarse las palabras aunque intentaba ser amable.

- Estudie allí piano. Y luego, en Viena, dirección de orquesta.

- Son buenos sitios para la música, creo. ¿Queda café?- Y se sirvió.

Vadim calló. No sabía qué decir. Ella parecía eludir el tema.

- ¿Te gusta esta zona? ¿Las ermitas, el campo, el color del cielo?

- Los árboles, los montes, la llanura. Me gusta todo. Aunque sé que no podría vivir aquí.

- Y la lluvia. – Sonrió él recordando la conversación del día anterior.

- Cuando llueve, pero eso es un milagro.

- Si te parece bien, creo que podríamos ir a ver algo juntos, si no tienes nada que hacer. Estoy solo y tengo todo el día para no hacer nada. Me voy mañana.

- Me gustaría ver algo que no he visto, unas ruinas antiguas. Y si es posible, los paneles de las abejas, aunque de lejos.

- Paneles de abejas. No se me hubiera ocurrido, pero si hay, me gustaría verlos.

- No los he visto nunca. Por eso quiero verlos.



Vadim se sentía incómodo. No sabía si proponerle ir en su mismo coche. ¿Era adecuado? Él era un completo desconocido y ella una mujer de la que no sabía nada.

- Bueno, si vamos a ir juntos me presento. Me llamo Atanagildo Platería, soy de Madrid y vivo en París. Soy director de orquesta. Pero llámame Vadim.

- Ok. Yo me llamo Nika. Estuve en Madrid.

- ¿Turismo?

- Un poco sí, pero trabajo, principalmente.

- ¿En qué trabajas?

- Soy directora… Bueno, lo intento. ¿Quieres más café? El zumo de naranja está muy bueno.

Vadim se dio cuenta de que ella sólo quería escuchar trivialidades. La dulzura de las naranjas, la calidad de la mantequilla, la calidad del café. Tampoco parecía nada impresionada por la profesión de él, ni se admiraba de sus manos de pianista. Pensó que pasaría un día hablando de espigas abejas, viejas piedras, nubes y sol. “No está mal un día así. Así no pienso en la respuesta de Gueroi”.


Nika dijo que necesitaba subir a la habitación a cambiarse de ropa. Vadim se sentó a esperarla en un viejo banco, a la sombra del sol que comenzaba a hacerse poderoso. Ella llegó media hora después, vestida de una forma tan poco llamativa y tan poco interesante que parecía no querer ser recordada. Todo en ella era como ropa de paso, de aquella que uno se pone porque hay que ir cubierto con algo, un trapo para no ir desnudo.

“Me hubiera gusta que apareciera con pamela, vestido vaporoso y tacones a ir a visitar campos, ermitas y ruinas, toda glamour”. Se sonrió Vadim.

-Bueno, vamos. –Saludó tras los buenos días.

Y se dirigieron al coche de alquiler. Acordaron ir a ver unas ruinas no muy famosas y no muy bien cuidadas. Había que tener imaginación para soñar la vida de aquellas personas que unos 2000 años atrás estuvieron allí viviendo, comiendo, sufriendo, amando, teniendo emociones.

-Pero no tenían música. Bueno, sí tenían, pero no esta música que vino después.- Dijo Vadim.

Ella sonrió. Apenas hablaba, como si temiera que su voz fuera a huir para siempre si la dejaba salir.

- Me entra la melancolía. Aquí yo dirigiría Ma mere l’oye, de Ravel.


Y se puso a dirigir con las manos una orquesta imaginaria.




Un par de visitantes, con aspecto de ser aficionados a la arquelogía y que miraban cada piedra y lugar con inusitado interés, se lo quedaron mirando e intercambiaron entre ellos una sonrisa. Nika no sabía donde meterse.

Al acabar de dirigir “Pavane de la Belle au bois dormant » Vadim sonrió un poco inquieto.


-Sé que soy un tipo raro. Te he hecho pasar vergüenza, lo siento.

-Puedes seguir con Petit Poucet. Ciertamente, esta vergüenza mía… Pero aquí no nos conoce nadie, y a los que va dedicada esta obra, si nos ven desde algún sitio, estarán agradecidos de que nos acordemos de ellos.

Vadim paró de golpe.

-¿Te gusta la música clásica?

- Sí.- Contestó ella brevemente.

- Para las jóvenes que trenzaban los tejidos, amasaban el pan y daban de mamar a sus hijos bajo la sombra de un roble, Laideronette, Imperatrice des Pagodes.




Y dirigió otra vez, bajo la mirada divertida de Nika, que observaba atentamente las manos de Vadim, largas y refinadas.

- ¿Diriges sin batuta?- Preguntó ella.

- Sí, como si amasara el pan o acariciara el lomo de un caballo.

Ella se rió.

- Entonces, haces trabajar más a los músicos, que tendrán que intuir por dónde vas y qué quieres. ¿A dónde los llevas?

Vadim se sorprendió ante la respuesta.

- ¿Eres profesional de la música?

- Trabajo en ese campo.

- ¿Qué instrumento?

- Harpa… Pero preferiría no hablar de ello ahora. Necesito descansar un poco, aquí, en el campo, viendo piedras, abejas y flores.

-Lo entiendo…- Dijo Vadim. Aunque, realmente no lo entendía. A pesar de su problema profesional se podría estar todo el día hablando de música.

-Intento visualizar una izba con su techo de Paj* y la gente que la pobló. – Comentó ella cambiando de tema.- La hoguera en el centro, con un agujero en el techo para evacuar el humo. Y niños con churretes jugando y ayudando mientras la madre y otras mujeres se esforzaban en cocer algo de una forma muy rudimentaria. Hasta hace 100 años también en el campo ruso era así. La vida dura

Se encaminaban al coche aparcado un poco más allá, cerca de un macizo de zarzas.

-Creo que ha sido así en todas partes. –comentó Vadim mientras arrancaba el coche.- Y sigue siendo esa dureza, un poco más soportable, pero ni comparación con nuestras manos sin callos.



El cielo estaba espléndido, de intenso azul tachonado por nubecillas traviesas. La primavera comenzaba a florecer y los almendros mostraban ya algunas flores, las primeras antes de la gran explosión floral. Vadim y Nika se montaron de nuevo en el coche y tomaron una pequeña carretera para ir a ver los panales.

Un tractor iba delante y Vadim no tenía visibilidad para adelanta. Vadim pensó en la similitud entre la vida de músico y la de agricultor.

-Ellos alimentan los cuerpos y nosotros los espíritus. Sin su trabajo no podríamos vivir, pero sin el nuestro la vida sería más triste, una mera cuestión de supervivencia. Seguir a este tractor es como si estuviéramos en un koljós yendo a sembrar o recogiendo la cosecha. Somos todos camaradas, tovarishchi.



El tractor se echó a un lado en una cuneta para dejar adelantar y el tractorista hacía señales, y mientras adelantaba Vadim comenzó a gritar mientras saludaba:

-¡Tovarishch!¡Tovarishch!

Nika reía.

Unos kilómetros más allá, en un monte, se divisaban unas colmenas ordenadas en filas. Vadim buscó un lugar para aparcar. Había un coche aparcado arriba, ya en terreno vallado y señalizado como privado. Dos apicultores vestidos con trajes especiales revisaban las colmenas.

-Seguro que tienes guardada una metáfora para las colmenas. –Dijo Nika.

-Sería un poco manida. Ya lo decían en aquel libro atribuído a un jefe samoano, Los Papalagi. Vivimos en cubículos como colmenas.

Pero no se le ocurría nada. La presencia de ella, aunque agradable, le resultaba un poco turbadora. Como si no fuera transparente.

Le entró la nostalgia de lo que no era ni nunca podría ser. Por mucho que tuviera a Ravel en su cabeza embelleciéndolo todo, la realidad era que estaba con una desconocida en un lugar de paso, al que no volvería nunca, que no tenía trabajo y la angustia le hacía tener cientos de pensamientos locos y arriesgados. Le propuso ir a comer algo a un bar del pueblo.


Ya en el hotel, Vadim se despidió de Nika.

- Mañana tengo un día largo de viaje. Me gustaría enviarte algunas fotos, pero no tengo teléfono ahora. Te doy mi número y si puedes, me envías un mensaje dentro de 15 días, cuando salga de este retiro y vuelva a la vida de siempre.

- Vale.- Dijo ella, y apuntó en su móvil el número de él.

- Gracias por todo.- Dijo él.

- Gracias.- Respondió ella mientras se escurría hacia su habitación.

Vadim la observó mientras se alejaba por el pasillo. Después entró en su habitación y, nada más cerrar la puerta de sí sintió como si un oscuro torbellino de sentimientos lo arrastrara. Agobiado, sin respirar bien, temblando, se tiró en la cama y se encogió llorando.

Alfred Schnittke. Declaration of love.



 

Temas Similares

2 3 4
Respuestas
40
Visitas
1K
Back