Reto 12 del 2016: "Escribe una historia sobre un personaje que esté viviendo tu festividad favorita (navidades, halloween, San Juan...)"
La espesura del bosque contrastaba con la desnudez del círculo perfecto en el que se encontraban los hombres. El viento suave hacía mecer las ramas de los árboles, que, bajo la tenue luz de la Luna parecían danzar cadenciosamente.
Siete hombres se encontraban en ese anómalo claro. La superficie de una losa colocada justo en el centro parecía brillar como una piedra preciosa. Los hombres empezaron a murmurar de repente, haciendo que el muchachito que se ocultaba entre los gruesos troncos diera un respingo. Afortunadamente, el viento fue su cómplice, liberando una súbita ráfaga que hizo murmurar las hojas al pasar a su través.
Era la noche mágica. La noche en la que se celebraba el fin de una época, El verano daba paso al invierno y los muertos se reunían con los vivos. En su casa, como todos los años, su madre había dejado en la puerta un cuenco de verduras y frutas, para que los muertos se pudieran alimentar, para contentarlos, para que trajeran consigo buenos auspicios.
Pensar en su madre le hizo tener, al menos momentáneamente, una pequeña sensación de culpabilidad. Si ella supiera que estaba allí, que había salido justo esta noche, corriendo el peligro de encontrarse con las almas errantes...
El chiquillo volvió a centrar su atención en lo que ocurría en el claro. Los ancianos, sin dejar de murmurar, colocaron sobre la losa muérdago y algunas hierbas secas, pequeños palos delgados. Encendieron un fuego y su salmodia aumentó de volumen. Parecían, en ese momento, más que siete hombres canturreando, sus voces se habían vuelto más poderosas, retumbando hacia el cielo estrellado. De la pequeña hoguera saltaron algunas chispas. El muchacho empezó a sentir miedo de verdad. Esos hombres, que antes eran caras conocidas y amables de la aldea, de repente, se habían transformado en seres extraños, al colocar sobre sus caras máscaras horribles que deformaban sus cabezas. Siguieron echando plantas, flores y leña menuda a la hoguera, sin dejar su cántico. En un momento dado, sus cabezas se inclinaron hacia las llamas, como si estuvieran observando algo detenidamente. Al cabo de unos segundos, las siete cabezas, cubiertas por máscaras, se giraron al unísono hacia el lugar exacto en que se hallaba el chico, oculto por una sábana de penumbra.
El sobresalto fue tal, que ni se paró a pensar qué hacer: se echó a correr sin parar hacia la aldea, sin notar los golpes que recibía de las ramas más bajas de los árboles, o los arañazos de los arbustos. Volaba sobre el terreno, pensando solamente en la seguridad de su casa, tras la puerta convenientemente cerrada. Entró en la aldea sin aminorar sus zancadas ni intentar paliar el sonido de sus pisadas. Fue saltando sobre los recipientes con las ofrendas para los muertos, sin tirar ni romper ninguno. Al llegar frente a su casa, liberó los tablones que tapiaban la ventana del cuarto donde dormía y se introdujo. Se hizo un ovillo en una esquina, sin dejar de temblar. Esa noche la pasó así, despierto, aterrorizado, sin poder olvidar las expresiones salvajes de las máscaras de los ancianos y las oscuras miradas que le detectaron en la oscuridad.
Fuera, el viento seguía soplando, susurrando en nombre de las almas de los difuntos, atrapando hojas caídas y levantándolas, mientras no muy lejos de allí, siete ancianos druidas, una vez se fue el curioso chiquillo, se aprestaron a interpretar los augurios para la futura cosecha anual y a hacer sus peticiones y sacrificios a las almas de aquellos que, esa única noche, vuelven a mezclarse con los vivos.
La espesura del bosque contrastaba con la desnudez del círculo perfecto en el que se encontraban los hombres. El viento suave hacía mecer las ramas de los árboles, que, bajo la tenue luz de la Luna parecían danzar cadenciosamente.
Siete hombres se encontraban en ese anómalo claro. La superficie de una losa colocada justo en el centro parecía brillar como una piedra preciosa. Los hombres empezaron a murmurar de repente, haciendo que el muchachito que se ocultaba entre los gruesos troncos diera un respingo. Afortunadamente, el viento fue su cómplice, liberando una súbita ráfaga que hizo murmurar las hojas al pasar a su través.
Era la noche mágica. La noche en la que se celebraba el fin de una época, El verano daba paso al invierno y los muertos se reunían con los vivos. En su casa, como todos los años, su madre había dejado en la puerta un cuenco de verduras y frutas, para que los muertos se pudieran alimentar, para contentarlos, para que trajeran consigo buenos auspicios.
Pensar en su madre le hizo tener, al menos momentáneamente, una pequeña sensación de culpabilidad. Si ella supiera que estaba allí, que había salido justo esta noche, corriendo el peligro de encontrarse con las almas errantes...
El chiquillo volvió a centrar su atención en lo que ocurría en el claro. Los ancianos, sin dejar de murmurar, colocaron sobre la losa muérdago y algunas hierbas secas, pequeños palos delgados. Encendieron un fuego y su salmodia aumentó de volumen. Parecían, en ese momento, más que siete hombres canturreando, sus voces se habían vuelto más poderosas, retumbando hacia el cielo estrellado. De la pequeña hoguera saltaron algunas chispas. El muchacho empezó a sentir miedo de verdad. Esos hombres, que antes eran caras conocidas y amables de la aldea, de repente, se habían transformado en seres extraños, al colocar sobre sus caras máscaras horribles que deformaban sus cabezas. Siguieron echando plantas, flores y leña menuda a la hoguera, sin dejar su cántico. En un momento dado, sus cabezas se inclinaron hacia las llamas, como si estuvieran observando algo detenidamente. Al cabo de unos segundos, las siete cabezas, cubiertas por máscaras, se giraron al unísono hacia el lugar exacto en que se hallaba el chico, oculto por una sábana de penumbra.
El sobresalto fue tal, que ni se paró a pensar qué hacer: se echó a correr sin parar hacia la aldea, sin notar los golpes que recibía de las ramas más bajas de los árboles, o los arañazos de los arbustos. Volaba sobre el terreno, pensando solamente en la seguridad de su casa, tras la puerta convenientemente cerrada. Entró en la aldea sin aminorar sus zancadas ni intentar paliar el sonido de sus pisadas. Fue saltando sobre los recipientes con las ofrendas para los muertos, sin tirar ni romper ninguno. Al llegar frente a su casa, liberó los tablones que tapiaban la ventana del cuarto donde dormía y se introdujo. Se hizo un ovillo en una esquina, sin dejar de temblar. Esa noche la pasó así, despierto, aterrorizado, sin poder olvidar las expresiones salvajes de las máscaras de los ancianos y las oscuras miradas que le detectaron en la oscuridad.
Fuera, el viento seguía soplando, susurrando en nombre de las almas de los difuntos, atrapando hojas caídas y levantándolas, mientras no muy lejos de allí, siete ancianos druidas, una vez se fue el curioso chiquillo, se aprestaron a interpretar los augurios para la futura cosecha anual y a hacer sus peticiones y sacrificios a las almas de aquellos que, esa única noche, vuelven a mezclarse con los vivos.