OP
pilou12
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Era pleno mediodía en el desierto Mojave. Perry, sentado en una maleta de Paj*, tocaba la armónica. Dick, de pie al borde de la negra superficie de la autopista, la carretera 66, tenía los ojos fijos en la inmaculada vacuidad como si creyera que el fervor de su mirada podía hacer que los automovilistas se materializasen. Pocos lo hacían y ninguno se paraba a recoger a los auto-stopistas. Un conductor de camión que se dirigía a Needles, California, se ofreció a llevarles, pero Dick declinó la oferta. No era la clase de «carruaje» que él y Perry querían. Lo que esperaban era algún solitario viajero con un coche decente y el billetero repleto: un desconocido que robar, estrangular y abandonar en el desierto.
En el desierto el sonido suele preceder a la visión. Dick oyó las débiles vibraciones de un auto que se avecinaba, todavía invisible. Perry lo oyó también: se metió la armónica en el bolsillo, tomó la maleta de Paj* (ésta, su único equipaje, se combaba cediendo a la presión de los souvenirs de Perry a los que se habían sumado tres camisas, cinco pares de calcetines blancos, una caja de aspirinas, una botella de tequila, un par de tijeras, una máquina de afeitar y una lima para las uñas, el resto de sus efectos personales habían sido dejados o prestados al camarero mexicano o expedidos a Las Vegas), y se fue junto a Dick al borde de la carretera. Se quedaron observando. Por fin apareció el coche y fue creciendo de tamaño hasta convertirse en un Dodge sedán azul con un solo pasajero, y hombre calvo y descarnado. Perfecto.
Dick alzó la mano y le hizo seña. El Dodge redujo velocidad y Dick obsequió al ocupante con una amplia sonrisa. El coche casi llegó a pararse pero no paró del todo. El conductor se asomó a la ventanilla y los miró de arriba a abajo. Evidentemente le produjeron una impresión alarmante. (Después de un viaje de cincuenta horas en autobús desde la Ciudad de México hasta Barstow, en California, además de medio día atravesando el Mojave, los dos auto-stopistas se habían convertido en dos polvorientos barbudos.) El coche aceleró la marcha y continuó a gran velocidad. Dick se llevó las manos a la boca en forma de altavoz y gritó tan fuerte como pudo:
-¡Has tenido una suerte de mierda, puerco!
Luego rió y se puso la maleta al hombro. Nada podía encolerizarle en aquellos momentos porque como más tarde mencionó «se sentía demasiado feliz de verse otra vez en su vieja y querida USA». De todos modos, otro hombre en otro coche aparecería por allí.
Perry volvió a sacar su armónica (suya desde el día anterior en que la había robado en una tienda de Barstow) e hizo sonar las primeras notas de lo que se había convertido en su «música de marcha», una de las canciones favoritas de Perry que le había enseñado a Dick con sus cinco estrofas. Marcando el paso, uno al lado de otro, se balanceaban por la autopista cantando: «Mis ojos han visto la gloria del Dios que ha de venir; estaba destruyendo la vendimia de las uvas de la ira.”
En el silencio del desierto, se lanzaban sus voces duras y jóvenes: -¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!.
A sangre fria - Truman Capote
Era pleno mediodía en el desierto Mojave. Perry, sentado en una maleta de Paj*, tocaba la armónica. Dick, de pie al borde de la negra superficie de la autopista, la carretera 66, tenía los ojos fijos en la inmaculada vacuidad como si creyera que el fervor de su mirada podía hacer que los automovilistas se materializasen. Pocos lo hacían y ninguno se paraba a recoger a los auto-stopistas. Un conductor de camión que se dirigía a Needles, California, se ofreció a llevarles, pero Dick declinó la oferta. No era la clase de «carruaje» que él y Perry querían. Lo que esperaban era algún solitario viajero con un coche decente y el billetero repleto: un desconocido que robar, estrangular y abandonar en el desierto.
En el desierto el sonido suele preceder a la visión. Dick oyó las débiles vibraciones de un auto que se avecinaba, todavía invisible. Perry lo oyó también: se metió la armónica en el bolsillo, tomó la maleta de Paj* (ésta, su único equipaje, se combaba cediendo a la presión de los souvenirs de Perry a los que se habían sumado tres camisas, cinco pares de calcetines blancos, una caja de aspirinas, una botella de tequila, un par de tijeras, una máquina de afeitar y una lima para las uñas, el resto de sus efectos personales habían sido dejados o prestados al camarero mexicano o expedidos a Las Vegas), y se fue junto a Dick al borde de la carretera. Se quedaron observando. Por fin apareció el coche y fue creciendo de tamaño hasta convertirse en un Dodge sedán azul con un solo pasajero, y hombre calvo y descarnado. Perfecto.
Dick alzó la mano y le hizo seña. El Dodge redujo velocidad y Dick obsequió al ocupante con una amplia sonrisa. El coche casi llegó a pararse pero no paró del todo. El conductor se asomó a la ventanilla y los miró de arriba a abajo. Evidentemente le produjeron una impresión alarmante. (Después de un viaje de cincuenta horas en autobús desde la Ciudad de México hasta Barstow, en California, además de medio día atravesando el Mojave, los dos auto-stopistas se habían convertido en dos polvorientos barbudos.) El coche aceleró la marcha y continuó a gran velocidad. Dick se llevó las manos a la boca en forma de altavoz y gritó tan fuerte como pudo:
-¡Has tenido una suerte de mierda, puerco!
Luego rió y se puso la maleta al hombro. Nada podía encolerizarle en aquellos momentos porque como más tarde mencionó «se sentía demasiado feliz de verse otra vez en su vieja y querida USA». De todos modos, otro hombre en otro coche aparecería por allí.
Perry volvió a sacar su armónica (suya desde el día anterior en que la había robado en una tienda de Barstow) e hizo sonar las primeras notas de lo que se había convertido en su «música de marcha», una de las canciones favoritas de Perry que le había enseñado a Dick con sus cinco estrofas. Marcando el paso, uno al lado de otro, se balanceaban por la autopista cantando: «Mis ojos han visto la gloria del Dios que ha de venir; estaba destruyendo la vendimia de las uvas de la ira.”
En el silencio del desierto, se lanzaban sus voces duras y jóvenes: -¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!.
A sangre fria - Truman Capote