OP
pilou12
Guest
210
Cuando vinieron a buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: "Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo fresquito Allá Abajo, para nosotros." Se rió y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el infierno, sólo en polvo sobre polvo. Y añadió que unos tíos suyos habían venido a verle y le habían dicho que tenían un ataúd esperando para llevarle hasta un pequeño cementerio en el norte de Missouri. Al mismo donde estaban sepultados los tres que él se había cargado. Habían planeado poner a Andy junto a ellos. Me dijo que mientras se lo decían, no podía mantener la cara seria. Yo le consolé: "Bueno, eres afortunado de contar con una tumba. Con toda seguridad a Perry y a mí nos van a entregar a la vivisección." Hicimos un poco de broma hasta que fue hora de marcharse y cuando ya se iba, me dio un trozo de papel con una poesía. No sé si la escribió él o si la sacó de un libro. Mi impresión es que la escribió él. Si le interesa, se la puedo mandar.
Más tarde, así lo hizo y el mensaje de adiós de Andrews resultó ser la novena estrofa de la «Elegía escrita en un cementerio de campaña», de Gray.
La ostentación heráldica, la pompa del poder y toda esa belleza, toda esa riqueza recibida aguardan juntos la hora inevitable:
los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.
-Yo le tenía verdadera simpatía a Andy. Estaba loco. No loco de verdad como no han dejado de repetir. Sino que, ¿sabe?, un poco guillado. Hablaba siempre de escaparse de aquí y de ganarse la vida como pistolero. Le gustaba imaginarse en Chicago o en Los Angeles con un fusil ametrallador metido en un estuche de violín. Cargándose a tíos. Decía que pediría mil dólares por fiambre.
Hickock se rió, supuestamente, por lo absurdo de las ambiciones de su amigo, suspiró y movió la cabeza.
-Pero para la edad que tenía es la persona más inteligente que yo he conocido. Una biblioteca humana. Cuando el muchacho leía un libro, todo le quedaba grabado. Desde luego no sabía ni una mala puñeta de la vida. Yo soy un ignoramus, excepto cuando se trata de la vida. Las he pasado todas. He visto azotar a un blanco. He visto nacer críos. He visto a una chica, que no tendría más de catorce años, darse a tres tipos a un tiempo y darles lo que su dinero valía. Un día me caí de un barco a cinco millas de la costa. Nadé cinco millas con la vida que se me iba a cada brazada. Una vez le estreché la mano al presidente Truman en el vestíbulo del Hotel Muehlebach. A Harry S. Truman. Cuando trabajaba en el hospital, al volante de una ambulancia, vi todo lo que hay que ver: cosas que harían vomitar a un perro. Pero Andy. No sabía nada de nada, salvo lo que había leído en los libros.
»Era inocente como un crío, como un niño que se come un cartucho de rosetas. No había estado nunca, ni una sola vez, con una mujer. Hombre o mula. Lo dijo él mismo. Quizá fuera eso lo que más me gustaba de él. Que no contaba cuentos. Todos los demás de la Hilera, éramos un hatajo de embusteros. Yo soy uno de los peores. De algo hay que hablar. Fanfarroneas. De otro modo no eres nadie, nada, una patata vegetando en un limbo de tres metros por dos. Pero Andy nunca se nos unió. Decía que de qué servía contar montones de cosas que nunca habían sucedido.
«Perry, en cambio, poco sintió él el fin de Andy. Andy era lo único que este mundo Perry había querido ser: educado. Y Perry no podía perdonarle eso. ¿Ya sabe, no, cómo hace Perry, siempre empleando preciosas palabras cuyo significado ignora? Parece uno de esos negros de universidad. Caramba, cómo hervía cuando Andy le corregía una y le daba un revolcón. Y claro, Andy no hacía más que intentar darle lo que él tanto ansiaba: educación. La verdad es que no hay quien aguante a Perry.
A sangre fria - Truman Capote
Cuando vinieron a buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: "Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo fresquito Allá Abajo, para nosotros." Se rió y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el infierno, sólo en polvo sobre polvo. Y añadió que unos tíos suyos habían venido a verle y le habían dicho que tenían un ataúd esperando para llevarle hasta un pequeño cementerio en el norte de Missouri. Al mismo donde estaban sepultados los tres que él se había cargado. Habían planeado poner a Andy junto a ellos. Me dijo que mientras se lo decían, no podía mantener la cara seria. Yo le consolé: "Bueno, eres afortunado de contar con una tumba. Con toda seguridad a Perry y a mí nos van a entregar a la vivisección." Hicimos un poco de broma hasta que fue hora de marcharse y cuando ya se iba, me dio un trozo de papel con una poesía. No sé si la escribió él o si la sacó de un libro. Mi impresión es que la escribió él. Si le interesa, se la puedo mandar.
Más tarde, así lo hizo y el mensaje de adiós de Andrews resultó ser la novena estrofa de la «Elegía escrita en un cementerio de campaña», de Gray.
La ostentación heráldica, la pompa del poder y toda esa belleza, toda esa riqueza recibida aguardan juntos la hora inevitable:
los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.
-Yo le tenía verdadera simpatía a Andy. Estaba loco. No loco de verdad como no han dejado de repetir. Sino que, ¿sabe?, un poco guillado. Hablaba siempre de escaparse de aquí y de ganarse la vida como pistolero. Le gustaba imaginarse en Chicago o en Los Angeles con un fusil ametrallador metido en un estuche de violín. Cargándose a tíos. Decía que pediría mil dólares por fiambre.
Hickock se rió, supuestamente, por lo absurdo de las ambiciones de su amigo, suspiró y movió la cabeza.
-Pero para la edad que tenía es la persona más inteligente que yo he conocido. Una biblioteca humana. Cuando el muchacho leía un libro, todo le quedaba grabado. Desde luego no sabía ni una mala puñeta de la vida. Yo soy un ignoramus, excepto cuando se trata de la vida. Las he pasado todas. He visto azotar a un blanco. He visto nacer críos. He visto a una chica, que no tendría más de catorce años, darse a tres tipos a un tiempo y darles lo que su dinero valía. Un día me caí de un barco a cinco millas de la costa. Nadé cinco millas con la vida que se me iba a cada brazada. Una vez le estreché la mano al presidente Truman en el vestíbulo del Hotel Muehlebach. A Harry S. Truman. Cuando trabajaba en el hospital, al volante de una ambulancia, vi todo lo que hay que ver: cosas que harían vomitar a un perro. Pero Andy. No sabía nada de nada, salvo lo que había leído en los libros.
»Era inocente como un crío, como un niño que se come un cartucho de rosetas. No había estado nunca, ni una sola vez, con una mujer. Hombre o mula. Lo dijo él mismo. Quizá fuera eso lo que más me gustaba de él. Que no contaba cuentos. Todos los demás de la Hilera, éramos un hatajo de embusteros. Yo soy uno de los peores. De algo hay que hablar. Fanfarroneas. De otro modo no eres nadie, nada, una patata vegetando en un limbo de tres metros por dos. Pero Andy nunca se nos unió. Decía que de qué servía contar montones de cosas que nunca habían sucedido.
«Perry, en cambio, poco sintió él el fin de Andy. Andy era lo único que este mundo Perry había querido ser: educado. Y Perry no podía perdonarle eso. ¿Ya sabe, no, cómo hace Perry, siempre empleando preciosas palabras cuyo significado ignora? Parece uno de esos negros de universidad. Caramba, cómo hervía cuando Andy le corregía una y le daba un revolcón. Y claro, Andy no hacía más que intentar darle lo que él tanto ansiaba: educación. La verdad es que no hay quien aguante a Perry.
A sangre fria - Truman Capote