A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Cuando vinieron a buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: "Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo fresquito Allá Abajo, para nosotros." Se rió y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el infierno, sólo en polvo sobre polvo. Y añadió que unos tíos suyos habían venido a verle y le habían dicho que tenían un ataúd esperando para llevarle hasta un pequeño cementerio en el norte de Missouri. Al mismo donde estaban sepultados los tres que él se había cargado. Habían planeado poner a Andy junto a ellos. Me dijo que mientras se lo decían, no podía mantener la cara seria. Yo le consolé: "Bueno, eres afortunado de contar con una tumba. Con toda seguridad a Perry y a mí nos van a entregar a la vivisección." Hicimos un poco de broma hasta que fue hora de marcharse y cuando ya se iba, me dio un trozo de papel con una poesía. No sé si la escribió él o si la sacó de un libro. Mi impresión es que la escribió él. Si le interesa, se la puedo mandar.

Más tarde, así lo hizo y el mensaje de adiós de Andrews resultó ser la novena estrofa de la «Elegía escrita en un cementerio de campaña», de Gray.

La ostentación heráldica, la pompa del poder y toda esa belleza, toda esa riqueza recibida aguardan juntos la hora inevitable:
los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.

-Yo le tenía verdadera simpatía a Andy. Estaba loco. No loco de verdad como no han dejado de repetir. Sino que, ¿sabe?, un poco guillado. Hablaba siempre de escaparse de aquí y de ganarse la vida como pistolero. Le gustaba imaginarse en Chicago o en Los Angeles con un fusil ametrallador metido en un estuche de violín. Cargándose a tíos. Decía que pediría mil dólares por fiambre.

Hickock se rió, supuestamente, por lo absurdo de las ambiciones de su amigo, suspiró y movió la cabeza.

-Pero para la edad que tenía es la persona más inteligente que yo he conocido. Una biblioteca humana. Cuando el muchacho leía un libro, todo le quedaba grabado. Desde luego no sabía ni una mala puñeta de la vida. Yo soy un ignoramus, excepto cuando se trata de la vida. Las he pasado todas. He visto azotar a un blanco. He visto nacer críos. He visto a una chica, que no tendría más de catorce años, darse a tres tipos a un tiempo y darles lo que su dinero valía. Un día me caí de un barco a cinco millas de la costa. Nadé cinco millas con la vida que se me iba a cada brazada. Una vez le estreché la mano al presidente Truman en el vestíbulo del Hotel Muehlebach. A Harry S. Truman. Cuando trabajaba en el hospital, al volante de una ambulancia, vi todo lo que hay que ver: cosas que harían vomitar a un perro. Pero Andy. No sabía nada de nada, salvo lo que había leído en los libros.

»Era inocente como un crío, como un niño que se come un cartucho de rosetas. No había estado nunca, ni una sola vez, con una mujer. Hombre o mula. Lo dijo él mismo. Quizá fuera eso lo que más me gustaba de él. Que no contaba cuentos. Todos los demás de la Hilera, éramos un hatajo de embusteros. Yo soy uno de los peores. De algo hay que hablar. Fanfarroneas. De otro modo no eres nadie, nada, una patata vegetando en un limbo de tres metros por dos. Pero Andy nunca se nos unió. Decía que de qué servía contar montones de cosas que nunca habían sucedido.

«Perry, en cambio, poco sintió él el fin de Andy. Andy era lo único que este mundo Perry había querido ser: educado. Y Perry no podía perdonarle eso. ¿Ya sabe, no, cómo hace Perry, siempre empleando preciosas palabras cuyo significado ignora? Parece uno de esos negros de universidad. Caramba, cómo hervía cuando Andy le corregía una y le daba un revolcón. Y claro, Andy no hacía más que intentar darle lo que él tanto ansiaba: educación. La verdad es que no hay quien aguante a Perry.

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No tiene ni un solo amigo. Además, ¿quién diablos se ha creído que es? Mirando a todo el mundo con burla y desprecio. Llamando a todo el mundo pervertido y degenerado. Siempre hablando del bajo cociente intelectual que tienen. Es una lástima que no todos tengamos almas tan sensibles como la del pequeño Perry. Santos. Chico, conozco algunos que se vendrían contentos a El Rincón con tal de encontrarse con él a solas en la ducha un minuto. ¡Y cómo se da de menos con York y Latham! Ronnie dice que le gustaría de veras echar mano de una vara. Le gustaría apretar un rato a Perry. No lo censuro. Al fin y al cabo, vamos todos en la misma barca y son buenos chavales.

Hickock ahogó una risa de conmiseración, se encogió de hombros y dijo:

-Bueno, usted sabe a qué me refiero. Buenos, teniendo en cuenta las cosas. La madre de Ronnie York ha venido aquí de visita varias veces. Un día, en la sala de espera, conoció a mi madre y ahora son íntimas amigas. La señora York quiere que mi madre vaya a verla a Florida, quizás a quedarse a vivir allí. Jesús, lo que me gustaría. Así no tendría que pasar este calvario. Tomar una vez al mes el autobús para venir a verme. Sonriendo, tratando de encontrar qué decir haciendo que me ponga contento. Pobre mujer. No sé cómo lo aguanta. No entiendo cómo no se ha vuelto loca.

Los desiguales ojos de Hickock se volvieron hacia una ventana de la sala de visita. Su rostro abotargado, pálido como un lirio fúnebre, era como un destello en la débil luz infernal que se filtraba por los cristales detrás de los barrotes.

-Pobre mujer. Escribió al alcaide preguntándole si podía hablar con Perry la próxima vez que viniera. Quería oír de boca de Perry que había sido él quien mató a la gente aquella, que yo no había hecho ni un disparo. Todo lo que espero es que un día consigamos un nuevo proceso y que en él Perry declare y diga la verdad. Pero lo dudo. Tiene decidido que si él va, voy yo. Espalda contra espalda. No es justo. Más de uno ha asesinado y jamás ha visto por dentro una celda de condenado a muerte. Y yo nunca maté a nadie. Si te sobran cincuenta mil dólares, puedes cargarte media Kansas City y reírte encima -una súbita sonrisa puso fin a su abatida indignación-. ¡Ajajá! Ya estoy otra vez. Pobre llorón. ¿Se imagina que he aprendido la lección? Le juro que hice todo lo posible por congeniar con ese Perry de la puñeta. Pero es tan criticón. Tiene dos caras. Celoso de cualquier cosa: de cada carta que recibo, de cada visita. Nadie le viene a ver a él excepto usted -dijo refiriéndose al periodista, que tan amigo era de Smith como de Hickock-. O su abogado. ¿Se acuerda de cuando estaba en el hospital? ¿Por aquel truco del ayuno? ¿Y que su padre le envió una postal? Bueno, pues el alcaide le escribió al padre de Perry diciéndole que podía venir cuando quisiera. Pero nunca le vimos el pelo. No sé. A veces te da pena Perry. Debe de ser una de las personas más solas que han existido. Pero... ¡Oh, al diablo con él! La culpa no es nada más que suya.

Hickock tomó otro cigarrillo del paquete de Pall Mall, arrugó la nariz y dijo:

-He intentado dejar de fumar. Luego pensé qué diferencia había, dadas las circunstancias. Con un poco de suerte quizá pesque un cáncer y le gane la partida al estado. Durante un tiempo fumé puros. De Andy. Al día siguiente de que lo colgaran, al despertarme lo llamé: «¿Andy?», como hacía siempre. Entonces recordé que iba camino de Missouri con su tío y su tía. Habían limpiado su celda y todos los trastos estaban en un montón. El colchón fuera del catre, las zapatillas y el cuaderno con todos los dibujos de comestibles que él llamaba su nevera. Y esta caja de puros Macbeth. Le dije al guardián que Andy me los había dejado a mí en su testamento. La verdad es que nunca llegué a fumármelos todos. Quizá porque me recordaban a Andy, pero me producían indigestión.

»Y bueno, ¿qué se puede decir sobre la pena de muerte? Yo no estoy en contra. Se trata de una venganza, ¿y qué tiene de malo la venganza? Es muy importante. Si yo fuera pariente de los Clutter o de cualquiera de aquellos que York y Latham despacharon, no podría descansar en paz hasta ver a los responsables colgando de la horca. Esa gente que escribe cartas a los periódicos.
El otro día en un diario de Topeka había, dos, una de un ministro.

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Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de put* de Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de put* todavía están comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen.Pero después lo fue.

Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City, excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación (pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un «proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba «saturada» de publicidad contra los acusados.

Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él. Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos, denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.)

Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas, el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo, escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de 33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. »

Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden.

Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden.
Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente.


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Y también allí, con inesperada elegancia, estaba el verdugo, proyectando una larga sombra desde su plataforma sobre los trece escalones de madera. El verdugo, individuo anónimo, endurecido, importado especialmente de Missouri para el evento, por el que recibiría seiscientos dólares, llevaba un viejo traje cruzado a rayas, demasiado holgado para su escuálida figura: la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas; y llevaba en la cabeza un sombrero de cow-boy que quizá fue verde brillante, pero que ahora se había convertido en una cosa extraña, desteñida por el sudor y el tiempo.

Dewey encontró además desconcertante la charla, voluntariamente indiferente, de los demás testigos al acto, mientras esperaban el comienzo de lo que uno de ellos llamó «las festividades».

-Oí decir que pensaban echar a suertes quién de los dos tenía que ser el primero. Echando una moneda al aire. Pero Smith dijo que por qué no por orden alfabético. Quizá porque la S viene después de la H. ¡Ja!

-¿Leíste en el diario, en el de la tarde, lo que pidieron para su última comida? Pidieron el mismo menú: gambas, patatas fritas, pan al ajo, helado y fresas con nata. Tengo entendido que Smith no le hizo gran caso.

-Ese Hickock tiene buen sentido del humor. Me contaron que hará una hora, uno de los guardas le dijo: «Esta debe ser la noche más larga de toda tu vida.» Y Hickock va, se ríe y contesta: «No, la más corta.»

-¿Has oído lo de los ojos de Hickock? Se los deja a un oculista. En cuanto lo cuelguen, ese médico le sacará los ojos y los pondrá en la cara de alguien. No querría yo estar en el pellejo de ese alguien. Me sentiría algo extraño al tener sus ojos en mi cara.

-¡Cristo! ¿Es esto lluvia? ¡Abajo todas las ventanas! Mi Chevy nuevo. ¡Cristo!

La repentina lluvia golpeaba sobre el tejado del almacén. Su ruido, no demasiado distinto del ram-ram-ra-ta-plam de los tambores, anunció la llegada de Hickock. Acompañado de seis guardias y un capellán que rezaba, entró en el lugar de la muerte, esposado y con una especie de arnés de cuero negro que le ataba los brazos al torso. Al pie de la horca, el alcaide le leyó la orden oficial de ejecución, un documento de dos páginas. A medida que el alcaide leía, los ojos de Hickock, debilitados por media década de sombras en la celda, escudriñaron el pequeño auditorio y, no viendo lo que buscaban, le preguntó al guardián que tenía más cerca, en un susurro, si no había ningún miembro de la familia Clutter presente. Al contestarle que no, el prisionero pareció contrariado, como si pensara que el protocolo de aquel ritual de venganza no hubiera sido observado.

Como es costumbre, terminada la lectura el alcaide le preguntó al condenado si tenía alguna postrera declaración que hacer. Hickock asintió con la cabeza.

-Sólo quiero decir que no os guardo rencor. Me enviáis a un mundo mejor de lo que éste fue para mí.

A continuación, como para dar más énfasis a sus palabras, estrechó las manos a los cuatro hombres principalmente responsables de su captura y condena, los cuales, todos, habían pedido presenciar la ejecución: los agentes del KBI, Roy Church, Clarence Duntz, Harold Nye y Dewey.

-Un placer volver a verles -dijo con su más encantadora sonrisa.

Era como saludar a los invitados a su propio funeral.

El verdugo tosió, se quitó con impaciencia su sombrero de cowboy y se lo volvió a poner, gesto que recordaba en cierto modo una gallina que erizase las plumas del cuello y las volviera a bajar. Hickock, empujado suavemente por un asistente, subió los escalones del patíbulo.



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-El Señor nos la da, el Señor nos la quita. Loado sea el nombre del Señor -entonó el capellán mientras arreciaba la lluvia, el lazo era colocado y una suave máscara negra era atada sobre los ojos del prisionero-. Que el Señor tenga piedad de tu alma.

El escotillón cayó y Hickock quedó colgando a la vista de todos durante veinte minutos enteros, hasta que al fin el doctor dijo:

-Declaro que este hombre ha muerto.

Un coche fúnebre, con los faros encendidos y perlados de lluvia, entró en el almacén y el cuerpo, colocado en una camilla y cubierto con una manta, fue llevado hasta el coche y luego afuera, en la noche.

Viéndolo marchar, Roy Church movió la cabeza.

-No creí nunca que tuviera tantas agallas. Que se lo tomara así. Lo tenía por un cobarde.

Su interlocutor, otro agente, le contestó:

-¡Oh, Roy! El tío era un mierda. Un malvado cretino. Se lo merecía.

Church, con ojos pensativos, seguía moviendo la cabeza.

Mientras aguardaban la segunda ejecución, un periodista y un guardián entablaron conversación. El periodista decía:

-¿Es el primer ahorcado que ve? -Vi a Lee Andrews.
-Para mí, éste es el primero. -Ah. ¿Y qué le parece?

El periodista frunció los labios.

-Nadie del periódico quería venir. Ni yo tampoco. Pero no ha sido tan malo como pensé. Igual que saltar de un trampolín. Sólo que con una cuerda alrededor del cuello.

-No sienten nada. Caen de pronto, instantáneamente, y ya está. No sienten nada. -¿Está seguro? Yo estaba muy cerca y le oía que intentaba aspirar aire.
-Uff, pero no sienten nada. No sería humano si no.
-Bueno, y además supongo que los llenan de píldoras. Sedantes.

-No, puñeta. Va contra el reglamento. Ahí llega Smith. -Caramba, no sabía que fuera un renacuajo así.
-Sí, es pequeño. También lo es la tarántula.

Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.

-Pienso -dijo- que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo... -le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible-. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.

Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello.

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Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.

Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.

Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.

Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior, había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.

Al acabar de arrancar las hierbas, Dewey se paseó por los senderos silenciosos. Se detuvo ante un tumba señalada con un nombre recientemente grabado: Tate. El juez Tate había muerto de pulmonía el noviembre pasado: coronas, rosas parduscas y cintas descoloridas por la lluvia, todavía cubrían la tierra desnuda. Junto a ella, pétalos de rosas recién esparcidos sobre un montón de tierra más reciente, la tumba de Bonnie Jean Ashida, hija mayor de los Ashida muerta en accidente de coche cuando se hallaba de visita en Garden City. Muertes, nacimientos, bodas... precisamente el otro día se había enterado que el novio de Nancy Clutter, Bobby Rupp, se había marchado y se había casado.

Las tumbas de la familia Clutter, cuatro tumbas reunidas bajo una única piedra gris, se hallaban en una lejana esquina del cementerio, más allá de los árboles, a pleno sol, casi al borde luminoso del trigal.

Al acercarse, Dewey vio que había junto a ellas otro visitante, una esbelta jovencita con guantes blancos, cascada de pelo castaño oscuro y largas y elegantes piernas. Vio que le sonreía y él se preguntó quién podría ser.

-¿Ya me ha olvidado, señor Dewey? Soy Susan Kidwell.


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El se echó a reír. Ella se acercó.

-¡Sue Kidwell, si eres tú, que me aspen! -no la había visto desde el proceso. Era entonces una niña-. ¿Cómo estás? ¿Como está tu madre?

-Muy bien, gracias. Sigue dando clase de música en el colegio de Holcomb.

-No he estado por allí últimamente. ¿Algo nuevo?

-Oh, hablan de pavimentar las calles. Pero ya conoce Holcomb. La verdad es que yo no estoy mucho allí. Es mi penúltimo año en la Universidad de Kansas. Sólo estoy en casa pasando unos días.

-Eso es estupendo, Sue. ¿Qué estás estudiando?

-De todo. Arte principalmente. Me encanta. Estoy muy contenta -miró a través de la pradera-. Nancy y yo habíamos planeado ir juntas a la universidad. Pensábamos compartir una habitación. A veces lo recuerdo. De pronto, cuando estoy muy feliz, pienso en todos los planes que habíamos hecho.

Dewey miró la piedra gris que tenía grabados cuatro nombres y la fecha de su muerte, 15 de noviembre de 1959.

-¿Vienes por aquí a menudo?

-De vez en cuando. Caramba, el sol está fuerte -se protegió los ojos con gafas ahumadas-. ¿Se acuerda de Bobby Rupp? Se ha casado con una chica guapísima.

-Eso oí decir.

-Con Colleen Whitehurst. Es de veras hermosa. Y muy simpática además.

-Me alegro por Bobby -y en tono de broma, Dewey añadió-: ¿Y tú? Seguro que tienes montones de admiradores.

-Bueno, nada serio. Pero eso me recuerda algo. ¿Tiene hora? ¡Oh! -exclamó al decirle que eran más de las cuatro-. ¡Tengo que irme corriendo! Pero me ha encantado volver a verle, señor Dewey.

-Yo me he alegrado también, Sue. ¡Buena suerte! -le gritó mientras ella desaparecía sendero abajo, una graciosa jovencita apurada, con el pelo suelto flotando, brillante.

Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.

Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.

FIN

A sangre fria - Truman Capote
 
Documental - A sangre fria

basado en la novela ¨A sangre fría¨ de Truman Capote publicada en 1966. Realizado por: Daiana Fumero, Lucía Molino, Gloria Pierrad y Caterina González.



 

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