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UN HOBBIT, UN ARMARIO Y UNA GRAN GUERRA – Joseph Loconte
Publicado por Balbo | Visto 168 veces

«¡Mi querido Frodo! –exclamó Gándalf -, los hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho. Puedes aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de cien años aún te sorprenderán». (El Señor de los Anillos, J.R.R.Tolkien).

Dice John Keegan en su obra La Primera Guerra Mundial, que «… los hombres a los que las trincheras confinaron a la intimidad forjaron vínculos de dependencia mutua y autosacrificio más fuertes que cualquier amistad entablada en tiempos de paz y prosperidad. Este es el mayor misterio de la Primera Guerra Mundial». Y es cierto, pues los soldados de todos los bandos que lucharon entonces, que soportaron el fuego y el acero acurrucados en el cieno de una cicatriz en la tierra, llegaron a conocer perfectamente no solo a sus correligionarios más cercanos sino también a comprender sus ideas más internas y a percibir cuáles eran los sueños rotos que tenían por delante si conseguían sobrevivir a aquella carnicería humana. Muchas fueron las horas de bombardeo y metralla que tuvieron que soportar sobre sus cabezas y por tanto muchos los ratos que tuvieron para pensar en sus vidas y destinos. De esa guerra que supuestamente iba a terminar con todas ellas, nació una moral más ácida y cínica, descontenta y contestataria con respecto a la que les fue enseñada por sus ancestros. La mayoría de los supervivientes abandonaron sus ideas épicas y religiosas con las que entraron en la guerra y tras la depresión posterior muchos se convirtieron a acérrimos ateos que renegaban de sus creencias ancestrales. Un ejemplo de ello fue C.S. Lewis (1898 – 1963), autor de las increíbles Crónicas de Narnia (aunque luego volvió a recuperar su fe cristiana). Pero, también hubo otros que salieron reforzados en sus creencias. Es el caso de John Ronald Reuel Tolkien (1892 – 1973), creador de El Hobbit o El Señor de los Anillos, y de toda la mitología de la Tierra Media, quien se negó a caer en el pesimismo y frustración postbélica. La inocencia de la época eduardiana había acabado, la sombra de Sauron había acabado con los sueños, y, por lo tanto, ¿cómo pudo aquello influir en esos dos autores, que tantas horas de ilusión han deparado a millones de lectores, a la hora de escribir sus obras magnas?

No se puede entender todo el mundo que envuelve a estos dos escritores y sus libros sin conocer antes la influencia que tuvo en ellos la Primera Guerra Mundial. Hace poco una nueva editorial llamada Larrad Ediciones publicó un ensayo titulado Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra, del autor Joseph Laconte, que nos narra cómo esta contienda marcó a sangre y fuego a Lewis y a Tolkien y como las impresiones y vivencias que sufrieron allí se plasmaron de manera definitiva en sus obras literarias. Desde luego nos encontramos con un trabajo afortunado ya que su salida en español coincide justamente con el centenario que celebra el fin de las hostilidades. Tras leer con detenimiento Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra he llegado a la conclusión de que es un libro que complementa a muchos otros que hablan sobre este conflicto armado, pues se centra sobre todo en la moral y la religión de la época y en cómo ésta influyó en la guerra; y por otro lado, en cómo estas dimensiones influyeron en nuestros dos escritores. Así pues, quien vaya buscando el típico libro sobre política, causas, desarrollo en todos los frentes y consecuencias tras el 11 de Noviembre de 1918, ya le aseguro que este no es su libro. Este en concreto trata sobre un aspecto que muchas veces queda alejado de los grandes tratados o que queda relegado a un pequeño capítulo. Y, por otro lado, este ensayo, derivado de lo anterior, se centra por igual en el paso de Tolkien y Lewis por las trincheras de media Europa (a diferencia del libro de John Garth, Tolkien and the Great War, que solo se centra en un autor en concreto).

A principios del siglo XX Europa vivía inmersa en la fascinación del modernismo y la ciencia. La Revolución Industrial había traído, sobre todo a Inglaterra, nuevas formas de modernización en todos los campos y los avances tecnológicos empezaban a desplazar a la idea de Dios. El ser humano podía revertir la naturaleza, moldearla a su gusto y sentirse superior. O lo que es lo mismo, jugar a Dios. Esto era algo que Lewis y Tolkien, a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, aborrecían pues siendo ambos criados en zonas rurales (Tolkien en las Tierras Medias Occidentales de Birmingham, obsérvese el guiño, y Lewis en la bella Isla Esmeralda) sentían predilección por su entorno. Ese rechazo se puede observar, por ejemplo, en el desagradable aspecto que muestran los Uruk Hai que nacían del destrozo de los bosques cercanos a la Torre de Isengard. Ambos autores parecían ir contracorriente con respecto a las formas de pensar que se estaban imponiendo. También estaban en contra de la mecanización excesiva y en cómo ésta desplazaba de forma masiva a los hombres de los bellos campos (La Comarca) a las minas y las ciudades. En resumidas cuentas lo moderno y la idea de la eugenesia selectiva estaba transformando al hombre en maquinas que de forma precipitada se dirigía al matadero de la Guerra. Los bellos campos de Narnia, o la majestuosidad de los Ents son y eran el reflejo de lo que defendían ambos autores.

Este es uno de los aspectos iniciales que con el que principia esta obra, la cual desemboca a continuación en como la religión cristiana influyó sobremanera en la Primera Guerra Mundial. Llama la atención que a pesar del culto que había en torno a la modernización, se produjera una eclosión potente del cristianismo en cuanto se pegó el primer disparo en los campos de Europa. Desde la Paz de Westfalia en 1648 se había firmado un acuerdo tácito en el que las guerras posteriores la religión no fuera el desencadenante principal. Pero en cambio, desde que ésta comenzó, los religiosos de la Triple Entente o los de las fuerzas de los Imperios Centrales convirtieron el conflicto es una especie de cruzada medieval. Los soldados, adoctrinados por sus diferentes iglesias ya fueran anglicanas, protestante o católica, fueron enviados a las trincheras con la idea de exterminar a aquellos demonios o bestias que querían acabar con su idea de cristianismo y con el mundo civilizado. Las arengas desde los pulpitos convirtieron al enemigo en belcebues y monstruos que había que exterminar por el bien de la humanidad. Desde hacía siglos estas llamadas a la guerra santa no se habían producido de manera tan alarmante. Y, claro está, pasado unos meses de muerte y destrucción era normal que la fe de los combatientes disminuyera y cayera en picado hasta llegar a los niveles del ateísmo, sobre todo en el campo del anglicanismo. Es, precisamente, a este mundo de horror al que llegaron Tolkien y Lewis, y no precisamente a lomos de las Águilas o del león Aslan.

Había una vez un hobbit llamado J.R.R. Tolkien que llegó a Francia en 1916 como teniente del 11º Batallón de servicio de los fusileros de Lancashire y que ejerció como oficial de comunicaciones en la Batalla del Somme. Los horrores vividos allí, la devastación de los campos y los miles de cadáveres pudriéndose en tierra de nadie hizo que en su mente y en breves esbozos fuera pergeñando el universo de la Tierra Media. Aquella tierra agotada, aquellos arboles humeantes y la saña de los combatientes parecen sacados de más allá de las Puertas Negras en la región de Mordor, donde Sauron y su ojo inflamable espera encontrar a un hobbit que se esconde en su pequeño agujero ¿Tal vez al propio Tolkien? Pero no todo lo que vio le inspiró nazgules u orcos, sino que el compañerismo que apreció en sus soldados y subalternos se fue transmutando en la fe de los hombres por salvar su propia humanidad. La abnegación de un simple furriel o ayudante de oficial es la viva imagen de un Sam Gamyi que quiere sobre todo ayudar a su señor Frodo a sobrellevar los esfuerzos (el anillo) con el que conseguir una victoria que los saque de ese barrizal en el que están metidos y así volver a la dulzura de la Comarca (o Inglaterra).

Tolkien pasó la reválida de la guerra, su fe siguió intacta y aferrándose a ella y a su admiración por la mitología, sobre todo nórdica, consiguió crear El Señor de Los Anillos. Pero este no fue, en un principio el caso de Lewis, quien tras haber entrado en el armario y haber servido en el tercer batallón de la infantería de Somerset Light, y también haber combatido en el Somme, tras la guerra abandonó el cristianismo para abrazar el cinismo y el ateísmo. Al igual que Tolkien, Lewis había perdido a muchos amigos y los había visto destrozados por los obuses de los teutones, por lo que no pudo superar este durísimo trauma que le llevó a la depresión y a la nostalgia más profunda. Pero su vida cambió cuando volvió a encontrar de nuevo a su querido amigo Tolkien (antes de la guerra ambos se conocían debido al amor que profesaban por la literatura y la mitología). Y fueron precisamente los mitos los que salvaron a Lewis de su depresión. En este caso el mito fue de nuevo Cristo y una conversación que tuvo con Tolkien en los jardines del Magdalen College de Oxford. Allí Lewis volvió a abrazar el cristianismo y su nueva visión se plasmó en muchos de los personajes que aparecen en sus Crónicas de Narnia.

En Un hobbit, un armario y una Gran Guerra, encontraremos abundantes referencias que aparecen en las obras principales de estos dos autores y que son tomadas de las vivencias que sufrieron éstos durante la Primera Guerra Mundial. Joseph Loconte nos adentra en el meollo del conflicto y con una escritura apasionada complementa otros trabajos del mismo tema pero desde un punto de vista distinto, el de la lucha moral y de la religión en guerra, y en como dos personas, gracias a sus convicciones, pudieron sobrevivir a ella para legarnos un mundo lleno de dragones, guerreros, seres mitológicos y de luz, de gran belleza y profundidad como nunca se han visto. Así pues les animo a leer este ensayo desde la primera página hasta la última pues recuerden que…

El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y que otros lo sigan si pueden.
Que ellos emprendan un nuevo viaje,
pero yo al fin con pies fatigados
me volveré a la taberna iluminada,
al encuentro del sueño y el reposo.

http://www.hislibris.com/un-hobbit-un-armario-y-una-gran-guerra-joseph-loconte/
 
Tendiendo puentes: en la Biblioteca de Alejandría
Publicado por Guadalupe Arbona Abascal
Fotografía: José Luis R. Torrego

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26 de diciembre de 2018. Un grupo de europeos entra en la espléndida Biblioteca de Alejandría. Un edificio imponente y moderno que se abre hacia la cornisa del Mediterráneo a la que va a morir el Nilo, después de haber recorrido miles de kilómetros de suelo africano. La biblioteca se levanta con la forma de una plaza redonda enorme que se deja caer, inclinada hacia el mar por el norte, y se abre hacia el cielo en toda su superficie, cosa que permite que el sol entre en las salas iluminando los cientos de puestos de lectura. Se ha construido como un proyecto ambicioso para recoger y hacer memoria del polo cultural y de encuentro que fue en los siglos de su esplendor (III a C. hasta el III d C.) y que, lamentablemente, fue destruida. Aquí se tradujo por primera vez la Biblia al griego, la lengua que entonces permitía la comunicación entre comunidades culturales y lingüísticas diferentes. Lo hicieron setenta sabios que trabajaron juntos. Se abría la cultura judía a la sabiduría griega.

En la puerta de esta nueva sede para la cultura espera Wael Farouq, profesor egipcio en las universidades del Cairo, Nueva York y ahora en el Sacro Cuore de Milán. Lo hace con una sonrisa luminosa, hace pasar a sus invitados por un acceso especial. Faddalu, faddalu, dicen todos sus gestos, en árabe: «bienvenidos, bienvenidos». Wael Farouq ha dado una conferencia estos días en un congreso que anualmente organiza la biblioteca. Este año participan cuatrocientos intelectuales. El tema de este año es la presencia de la religión en la vida pública. Él ha intervenido con una ponencia titulada «La lengua árabe ante el desafío de la modernidad». El mundo musulmán vive un momento especialmente convulso. Las perplejidades son muchas y los acontecimientos que lo ponen en el ojo del huracán son terribles: la sinrazón de guerras de Iraq y Siria, las expectativas truncadas que abrió la primavera árabe en la plaza Tahrir de El Cairo, el yihadismo que han provocado guerras sangrientas en Medio Oriente, África y atentados terroristas en numerosas ciudades occidentales, la polarización entre mundo árabe y occidental. Las consecuencias de estas guerras y atentados son las del dolor por las víctimas, la de millones de desplazados y la de hombres y mujeres que sufren por muertes injustas o se ven envueltos en las espirales de la violencia terrorista. Bien lo saben las minorías cristianas en Oriente Medio.

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El desafío es enorme. En un mundo global, las culturas se tocan y los problemas nos atañen a todos. Wael Farouq es consciente de que estos problemas hay que mirarlos en su hondura cultural y reflexiona sobre una cuestión fundamental, la de la relación entre modernidad e islam, apostando por la modernización del islam. El profesor egipcio, muy interesado en el papel de la religión en nuestras sociedades, cree que el partido se juega en la interpretación del Corán. Habla sobre el árabe del Corán porque cree que en su interpretación está la clave. El sentido de las palabras sagradas responde a una obra unitaria, por eso cree que no se pueden citar trozos sueltos para justificar ideas. Cree que esto servirá de ayuda para que ante los retos de la modernidad la respuesta no sea simplista. La tesis renovadora y original de sus interpretaciones tiene sus raíces en la curiosidad hacia lo otro que ha movido siempre al profesor Farouq. En estos días, cuenta las horas de lectura pasadas en el pasillo que une las dos mezquitas en El Cairo o la apertura a otras culturas para entender mejor su tradición. Es un buscador nato. Una noche de confidencias, refiere el lío que armó en el colegio, con solo trece años, cuando compró a escondidas una Biblia para saber algo más de las historias de los profetas que aparecen en el Corán, de cuyas historias había sabido Mahoma durante su estancia en La Meca; habla de los peligros que aceptó en sus años de militancia clandestina en el comunismo o de la huella que dejó en él un jesuita holandés que amaba con todo su corazón el árabe y que le animó a estudiarlo. Cada movimiento de Farouq ha buscado comprender el significado del vivir y la racionalidad de la fe en un mundo que o rechaza el factor religioso, violentando las preguntas de la persona, o lo reduce a una defensa de preceptos que se imponen a la fuerza.

Desde hace veinte años está en contacto con otra realidad religiosa: la experiencia de Comunión y Liberación y sigue de cerca las propuestas de Luigi Giussani, su fundador, y de Julián Carrón, su actual responsable. En su pensamiento encuentra una forma de afrontar la religiosidad, es decir, la forma de vivir los desafíos que plantea el corazón humano a la hora de considerar la vida y los conflictos entre los pueblos, que le parece atractiva y que responde a la modernidad y al derrumbe de las evidencias en nuestro mundo. Por eso ha invitado a Julián Carrón a participar en el debate. Lo hace con ocasión del congreso organizado por la Biblioteca de Alejandría. Se trata de una mesa redonda en torno al libro La belleza desarmada. El texto se ha publicado en la prestigiosa editorial de la biblioteca en árabe. Son pocos los textos de autores europeos presentes en la colección y este ha sido seleccionado para la colección, gracias a la apuesta del director de la biblioteca Mustafa El-Fiky y del director de proyectos culturales, Khaed Azab.

El título hace referencia a la manera de proponerse el cristianismo en nuestras sociedades contemporáneas, es decir, sin nada que defender de manera ideológica, como una propuesta de vida que se abre a cualquiera. Farouq dice en la presentación que el libro es una alternativa a la «crisis de significado» que señalaba Julia Kristeva en nuestras sociedades. La belleza desarmada es un libro escrito como respuesta a diferentes situaciones y circunstancias, desde los atentados de París en 2015, pasando por la actualísima reflexión sobre lo que significa la libertad religiosa o la emergencia educativa. Por eso insiste Wael que no es un libro abstracto o pensado en frío (a tavolino, dicen los italianos), sino nacido al calor de las circunstancias y desafíos de nuestro mundo. Julián Carrón es responsable del movimiento eclesial Comunión y Liberación y ofrece a los miembros de la «Fraternidad de CL» —y a quien quiera asomarse a su mirada— una serie de reflexiones sobre lo que ocurre y preocupa. Y estas notas han llegado al corazón del mundo egipcio en este final de 2018. En el centro del texto una mirada traspasada por un acontecimiento, esa belleza desarmada que hace ya más de dos mil años se ofreció a los hombres, pisó estas tierras y se sigue ofreciendo, libremente. De hecho, en la presentación, el doctor El-Fiky considera que Egipto es el lugar en el que presentar este libro porque es el país de las religiones, el país del cristianismo, del judaísmo y del islam. Y añade que este no es una cuestión emocional sino un hecho histórico. Egipto se fragua en la convivencia. Además, añade un juicio actualísimo que no nos deja indiferentes: Egipto es la tierra de los refugiados, eso es lo que fue para la Sagrada Familia que tuvo que huir de la violencia ciega de Herodes. Desde luego este comentario da que pensar.

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Es sorprendente que uno de los proyectos culturales más relevantes del mundo sunní haya querido albergar la traducción y edición de un libro que propone el cristianismo, entendido como acontecimiento, a la profunda crisis que vive la cultura occidental tras el agotamiento del proyecto ilustrado. Esto se produce en un momento en el que islam vive un proceso complejo con respuestas violentas, con intentos de apertura a lo que puede significar cuestiones como la ciudadanía.

La conversación continúa con las palabras del traductor, Huseen Mahmud, que confesó haber tenido sus resistencias a traducir un libro religioso, no es su especialidad, pero que al darse cuenta de que era un texto de apertura cultural decidió hacerlo. Pronto de entre el publico se hacen oír varias voces tomando la palabra por orden: los profesores Salah Fadl, Mufead Shihab, exministro de cultura, y el catedrático italiano Andrea Simoncini. Coinciden en la conveniencia de la lectura de un libro como este. Por su parte la profesora Marta Cartabia, vicepresidenta del Tribunal Constitucional italiano, reflexiona ante el auditorio sobre el sentido cultural del encuentro. Habla de la necesidad de dejar «espacios en blanco» en la organización de las ciudades y culturas. Así, podrán suceder encuentros libérrimos que la renueven desde dentro. Habla de estos «espacios en blanco» que puedan ser para la renovación, en los que no se pueden considerar solo los principios en contradicción sino todo aquello que nace de la amistad.

Mientras se oyen estas palabras, se ve que lo que está sucediendo es precisamente eso: una conversación entre personas a las que ha reunido la amistad. Y es inevitable pensar lo que está en el origen de esta mesa redonda de presentación. Lo ha contado el mismo Wael Farouq: el cristianismo le atrajo a través del encuentro con un estudiante italiano al que enseñó árabe hace veinte años en una universidad de El Cairo. Desde entonces, la mirada que aquel estudiante introdujo en él ha sido un punto sin retorno. Parece insignificante: un encuentro casual, unas clases de árabe, dos hombres en la inmensa ciudad de veintiocho millones de habitantes que es El Cairo, dos tradiciones muy ricas y complejas y allí se originó un atractivo mutuo cuyas consecuencias vemos hoy. El espacio blanco se llenó de contenido, la singularidad de Egipto como tierra de religiones se actualizó.

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La conversación del día 26 ha tenido un considerable eco en los periódicos europeos (L’Osservatore Romano, Avvenire, Il Corriere della Sera, Isussidiario, La Stampa) y en los egipcios (Middle-East y Al-Ahram), por otro lado, es difícil saber de momento la repercusión que tendrá la publicación al árabe del libro que se difunde desde esta biblioteca a todo el mundo árabe. La primera está a la vista porque la amistad de hace veinte años entre el profesor Farouq y su alumno europeo se actualiza en nuevas amistades. Así sucede con el grupo de europeos que ha viajado varios días por las hermosas tierras egipcias, desde Alejandría hasta Luxor. La amistad con Farouq se ha ampliado por ejemplo a Fuad y su familia, el director de la agencia de viajes, ha traspasado los límites de lo profesional, porque a las visitas se ha sumado su mujer y su niña de un año, y la familia completa de otro de los empleados de la agencia. Lo mismo sucede con la familia del policía que escolta al grupo, hasta se olvidan de que llevan armas. Sigue siendo muy doloroso entrar a las iglesias y mezquitas a través de un check-point que rodea cada templo o ver a grupos de niños que para entrar a la catequesis deben hacerlo entre hombre armados. Al mismo tiempo es hermoso ver como el guía Ahmed acompaña al grupo hasta la iglesia, resistiéndose a dejarlos solos y va más allá de sus obligaciones: reza sus oraciones mientras los nuevos amigos cristianos están en misa.

Por eso, el grupo vuelve a Europa habiendo experimentado que la belleza desarmada es factor de vida, de vida amiga, de cultura nueva y hace posible que en los espacios en blanco se sucedan los encuentros. Decía Julián Carrón al concluir la presentación del libro: «No hablamos de teorías sobre el encuentro, sino de un hecho que ha sucedido lleno de vida y de promesa y que, si se acoge libremente, puede empezar a dar frutos de estima recíproca y de paz».

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https://www.jotdown.es/2019/01/tendiendo-puentes-en-la-biblioteca-de-alejandria/
 
¿Fue un crítico de rock el mejor escritor estadounidense de su generación?
Publicado por Ignacio Julià
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Lester Bangs y Brent Alberts. Fotografía: Tom Hill / Getty.
No podría calcular el inmenso efecto que dicha cuestión, enunciada por Greil Marcus en su prólogo a la primera antología de la obra dispersa de Lester Bangs, tuvo en el joven e ilusionado comentarista musical que era yo a finales de los ochenta. Sugería que la vocación por transmitir la pasión que uno sentía por el rock podía ir más allá del simple oficio en nómina de una revista especializada, del trato con promotores de discográficas y organizadores de conciertos, de una labor periodística realizada con mayor o menor libertad ante el chantaje de las campañas publicitarias y el rencor de los fans de un ídolo vapuleado. De hecho, podía ser tarea creativa en sí misma, llevada a cabo con estilo además de eficacia, complementaria de la obra reseñada o el artista entrevistado, una tribuna de expresión que tendiese puentes entre los distintos ámbitos —musicales pero asimismo sociológicos, culturales, psicológicos, políticos, espirituales— afectados y vinculados por la aparición en los años sesenta de los Beatles y Bob Dylan. Esas distintas facetas que ellos habían manejado a su antojo para imaginar y materializar una utopía, quizás irrealizable, dieron paso a un mundo nuevo. Hace ya mucho que aquella centralidad del rock se desvaneció y esta música es otro elemento del orbe virtual, simple mercancía o vergonzante placebo. Un género, que fue actitud ante la vida, sobrevive hoy en la emulación de su etapa de máximo esplendor, sin apenas incidencia en quienes la escuchan más allá del escapismo hedonista o la vana idolatría.

Me pregunto a menudo qué pensaría de todo ello Lester Bangs, fallecido en 1982 por una sobredosis accidental de jarabe para la tos y calmantes mientras padecía una gripe, tras una vida de excesos en sintonía con la de los grupos y artistas con los que convivió de un modo que hoy sería impensable: acceso directo propiciado por una industria que tenía en la entonces influyente prensa musical un potente recurso promocional, centenares de miles de lectores cuyas compras de discos dependían de la opinión de sus críticos favoritos, y el poder que todo ello devengaba a la hora de elevar o destronar a un músico, acosarlo cual feroz fiscal de su disfrazada humanidad por muy famoso que fuese.

Si en vida Bangs había polarizado a la afición con su prosa exultante y disparatada, emocionante y reflexiva, impermeable a los requisitos periodísticos o la corrección política, su muerte le consagró como icono generacional. Ramones y R.E.M. le mencionan en sus canciones, Philip Seymour-Hoffman le interpretó en la película de Cameron Crowe Casi famosos, y David Foster Wallace no solo le admiraba, había adaptado el estilo literario de Bangs a su forma de hablar. Pero ¿quién fue realmente Leslie Conway Bangs? Nacido en Escondido, California, en 1948, su madre era una devota testigo de Jehová, su padre pereció en un incendio cuando Lester era niño. Una infancia extraña, pues, que iría ampliando horizontes en las lecturas de tebeos, ciencia ficción, más tarde Kerouac y Burroughs, y en el jazz de John Coltrane o Miles Davis. Estaba hecho para el rock’n’roll, y presto a pelear por una visión humanista de lo que se estaba convirtiendo en un ridículo mercadeo infestado de farsantes y tiburones.

«Recuerdo ir al concierto con Rod y los Faces en una atestada limusina donde bebimos e intercambiamos anécdotas sobre lo cretinas y taradas que eran el noventa por ciento de las demás “estrellas” que habíamos conocido en este negocio», recordaba en 1981, en una de esas interminables peroratas que sabías dónde empezaban pero nunca adónde podrían llevarte.

Gente como Ian Anderson, que me dijo que John Coltrane no era más que un pajill*ro que solo tocaba basura inaudible, o Carl Palmer, que decía que Charlie Mingus era un pésimo bajista y además tonto. Déjame que te cuente que estos personajes, algunos de ellos, lo que saben de música resulta verdaderamente asombroso. Ian Anderson, que me informó de que el jazz era un «engaño perpetrado contra el público». En serio, a un nivel muy básico cada músico que he conocido ha sido igual de malo. Una cosa es pedirle excelencia técnica a Duke Ellington o Charles Mingus, ya que estamos, por supuestísimo, pero como me harto de repetir año tras año a tontos del culo intolerantes, eso no tiene nada que ver con el rock’n’roll.

Al parecer nadie se tomó la molestia de informar al noventa por ciento de los músicos de que la música va sobre sentimientos, pasión, amor, rabia, alegría, miedo, esperanza, lujuria, EMOCIÓN COMUNICADA DEL MODO MÁS DIRECTO Y POTENTE EN CUALQUIER FORMA, no trata de si le das a una mala nota en el tercer compás. Francamente, no espero que la mayoría de músicos lleguen a esa conclusión por sí mismos, como sería razonable que cualquiera lo hiciese, pues es un hecho que el noventa por ciento de la RAZA HUMANA nunca ha pensado sobre nada por sí mismo ni lo hará jamás. Sea digamos música o Reaganomics, casi todos prefieren esperar a que alguien que parezca tener alguna autoridad venga y les informe a cada uno de ellos de qué postura deben adoptar ante el asunto. A continuación, todos coinciden en que ese es el evangelio, y se juntan en pandillas para perseguir a toda minoría que pueda estar en desacuerdo. Es la historia de la raza humana.

Forjador de una voz propia que reclamaba autoridad desde una primera persona eufórica o meditabunda, Bangs escribía con ebria intensidad sobre asuntos que a muchos podían parecer banales o prescindibles, sin importarle reflexionar desde los márgenes culturales o ser acusado de intelectualizar asuntos que no parecían de interés general. No fue el primero, pero sí el más polémico, fogoso y deslumbrante. Provenía de una incipiente academia, iniciada en 1966 cuando Paul Williamsciclostila el número uno de Crawdaddy, primera publicación que trata la música rock desde la misma perspectiva analítica que utiliza la crítica de arte o la literaria. Hasta la fecha, las revistas de música pop se habían limitado a las fotografías de ídolos y los cotilleos inanes, pura explotación que llega a su punto álgido con la beatlemanía. La fundación en 1967 del faro contracultural que fue Rolling Stone —donde Lester Bangs debuta en 1969 cargándose el debut de MC5, Kick Out the Jams, opinión que más tarde revisaría— dará alas a una crítica rock analítica y tenaz, pendiente de todos aquellos asuntos que girasen alrededor del fenómeno rock como instrumento de transformación social. Y aparece una primera hornada de ilustres cronistas: Greil Marcus, Robert Christgau, Ellen Willis, Greg Shaw, Paul Nelson, etc. Que tendrán sus semejantes en Reino Unido (Ian McDonald, Nick Kent) o Francia (Philippe Manœuvre, Philippe Garnier). De todos ellos aprendí…

Cuando en 1973 Jann Wenner, fundador de Rolling Stone, le despide por ¡faltarle al respeto a los músicos!, Bangs se muda a Detroit e ingresa en la redacción de Creem, cabecera en la que colaboraba desde 1970. Alejada de las capitales mediáticas del país, la autoproclamada «única revista de rock’n’roll de América» proyectaba a su vastísima audiencia un fervor por el rock servido con irreverencia y sarcasmo, actitud que permeaba sus páginas desde artículos y reportajes hasta titulares y pies de foto. Fue una época irrepetible, la última bonanza real del capitalismo: un elepé costaba entre tres y cuatro dólares, ofrecía al adolescente curioso no solo diversión, sino una cierta educación social y sentimental, un conducto a un fantasioso universo de impostada rebeldía y sensaciones prohibidas. En la redacción de Creem, fundada en el entorno del White Panther Party de John Sinclair y cuyos miembros compartían techo en una granja a las afueras de Chicago, Lester Bangs fragua su pantagruélica reputación en agresivas entrevistas con las bandas que pasan por la ciudad, celebrando aquellos géneros mal vistos entre la intelligentsia del rock (garage-rock, heavy-metal, etc.) y huyendo de toda pretensión intelectual pese a citar continuamente a filósofos y escritores. Como editor residente, pergeña pies de foto desmitificadores y maliciosos, responde con empatía o socarronería a las cartas de los lectores, vive día y noche su protagonismo editorial. Esta dedicación a compartir una visión más realista y áspera informaría los valores que, a partir de 1976, se conjuran en la eclosión punk liderada por Ramones y Sex Pistols.

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Lester Bangs y Brent Alberts. Fotografía: Tom Hill / Getty.
«Siempre hubo estrellas, y las estrellas siempre se han construido, y el público siempre ha vivido de forma vicaria a través de ellas y las ha investido con todo aquello de lo que personalmente carecen, porque el objetivo final del asunto es en cualquier caso crear mitos y fantasías», escribe en el hoy impublicable «James Taylor amenazado de muerte», aparecido en Who Put the Bomp, 1971, donde fantasea con asesinar al meloso cantautor pero en realidad expone una estupenda tesis sobre los Troggs y su inmortal «Wild Thing».

La diferencia estriba, pienso, en que el público del pasado tendía a exigir un poco más a sus Superpersonalidades; por ejemplo, que tuviesen una personalidad. Hasta Mick Jagger, que indudablemente es uno de los más interesantes artistas que ha alcanzado prominencia en la última década, no tiene que hacer nada cuando aparece en una película, porque todo el mundo sabe que basta con mirarle y verle por el fenómeno humano que es. Desafortunadamente, está toda esa gente que corre por ahí tratando de hacerse pasar por fenómenos cuando en realidad no son más que payasos con suerte, un ejemplo clásico sería la película Easy Rider, causante de que chicos de todo el mundo reaccionasen ante los dos protagonistas como si fuesen héroes cuando de hecho ninguno de los dos manifestaba de un modo u otro la suficiente personalidad para ser calificados de nada más que sosos.

Lo que toda esta impostura y falso glamour motiva es un gran distanciamiento y cinismo por parte de los artistas. Al resultar imposible sentir respeto por un público que tragará con prácticamente todo lo que le eches, y siendo una conducta tan pasiva fundamental en su papel, solo puede esperarse una insensibilidad general. Aunque la mayoría de la gente que compra los discos no llegan a estar lo bastante cerca para sentir el desprecio personalmente, aquellos próximos al glamour y el poder a menudo retuercen ese desprecio en su propio interés. Por usar un ejemplo descarado y obvio, muchos de los asiduos al Whisky a Go Go en Los Ángeles, esa raza de buscavidas que se cuelan en la órbita privada de las estrellas de visita, lo aceptarán todo de dicha estrella si esta les reconoce, aunque sea negativamente, pues eso promete aumentar su estatus. Las estrellas británicas de esa nueva especie semitravestida y melenuda, en especial, son reverenciadas hasta el punto de que probablemente podrían hacer lo que les diera la gana sin reproches. Algunos de los que frecuentan el Whisky estarían seguramente encantados de que Rod Stewart les orinase encima si pudiesen llegar a creer que se dignaría a hacerlo, porque luego podrían salir corriendo a casa de sus colegas y decirles: «¡Nunca dirías lo que me ha pasado! ¡Rod Stewart acaba de meárseme encima!».

Desenmascarar a impostores y mofarse de quienes vendían centenares de miles de discos y agotaban entradas en sus giras, fuesen Jethro Tull o Led Zeppelin, se convirtió en una suerte de juego entre el crítico y las discográficas que hoy se antoja vivificante, dado que la prensa musical pervive anestesiada por la sobreabundancia y la neutralidad crítica, superada por la inmediatez y virulencia de las redes sociales. Las bandas en pleno despegue comercial buscaban la confrontación directa con el infame crítico, que iría cayendo en las trampas de su celebridad, precisamente lo que les echaba en cara a los rockeros famosos. Pero no era ese el mayor atributo de Lester Bangs, cuya amplitud de miras y voracidad creativa tocaban cualquier asunto y tonalidad, yendo de un extremo al otro sin pudor. La citada antología a cargo de Greil Marcus, Psychotic Reactions and Carburetor Dung (1986), guarda flamantes arquetipos como su artículo sobre los californianos Count Five, autores de la recalcitrante «Psychotic Reaction», incluida en su único elepé, otro conjunto efímero en el bullicioso clímax de los sesenta. No importa, Bangs se inventa cuatro álbumes más y los detalla en profundidad, imaginando una evolución artística pareja a la que vivieron otras bandas, relato pormenorizado que le sirve para cachondearse de las pueriles pretensiones artísticas e intelectuales de instrumentistas simplones educados pulsando los básicos acordes del blues.

Podía desmontar con idéntica empatía a Richard Hell, a quien recrimina su derrotismo suicida conminándole a ilusionarse por el mero hecho de estar vivo, y al popular presentador y empresario Dick Clark, a quien finalmente concede el beneficio de la duda. Nada era sagrado: la creciente mitología tras la muerte de Elvis Presley le anima a profanar su regio cadáver, literalmente extirpando vísceras con ambas manos a modo de reliquia. Sonadas fueron sus refriegas con quien más había admirado desde los tiempos de Velvet Underground, Lou Reed. Escaramuzas verbales, tajantes y crueles, por supuesto hilarantes; tan enormes egos, bañados en alcohol y anfetamina, no cabían en una misma habitación. En una de ellas comete la peor de las faltas, calificando a la pareja transexual del neoyorquino de «grotesca, abyecta, como algo que se hubiese colado arrastrándose cuando Lou abrió la puerta para recoger la leche y el periódico por la mañana». Quizás no excuse tamaña misoginia aducir que ocurrió en 1975, pero cuantifica lo que nos perdemos en esta época de puritanismos progres. Es incomparable espectáculo ver caer tan bajo al gran cronista y, al mismo tiempo, resulta admirable que hurgase en lacras obviadas como el racismo en la escena punk del CBGB —su discutida columna para The Village Voice «Los supremacistas del ruido blanco»— o la humillación de un joven fan por parte de un miembro del equipo de gira de The Clash, que Lester denuncia en un larguísimo artículo —publicado en tres entregas en el británico New Musical Express— tras haber alabado la ejemplar fraternidad con su público de la banda londinense.

Y, en su insuperable, extensa inmersión crítica en la cima juvenil de Van Morrison, Astral Weeks, publicada en Stranded, 1979, tras dar muchas vueltas, como era habitual, llega finalmente al inolvidable trance que motiva la balada sobre un hombre travestido al que apodan Madame George, ahondando en los trampantojos de la compasión:

Si aceptas, aunque sea por un instante, la idea de que toda vida humana es tan delicada y preciosa como un copo de nieve y en ese momento ves a un vagabundo alcoholizado en un portal, deberás sufrir hasta sentirte como una esponja que absorbe todos los problemas de esos gilipollas, hasta que tú mismo te sientas como un gilipollas, así que te impones los límites necesarios. Dejas de sentir. Pero sabes que en ese momento empiezas a morir. Así que forcejeas contigo mismo. ¿Cuánto de este dolor puedo en realidad permitirme imaginar? Tal vez el más insensible de los maniquíes sea más sabio que alguien que solo permite que su sensibilidad le empuje a destruir todo aquello que toca; pero, una vez más, tocarle un solo pelo al tocado de Madame George, tan solo reconocer que esa persona existe, rozarle apenas la mejilla y a continuación muy probablemente expirar, pues darte cuenta de que debes compartir el mundo con él es definitivamente insoportable, es solo un primer paso. La comprensión de la vida misma se limita a esa bajeza y esa exaltación y lo que es insoportable y lo que anhelamos. Por favor vuelve y déjame en paz. Pero cuando estamos juntos en soledad podemos hablar lo que queramos sobre la universalidad de ese abismo: no cambia nada, lo más elevado y lo más zafio solo se encuentran en las mentiras socorridas, una UNICEF para la parentela, y así arañas, escupes y maldices, en una violenta resignación ante el hecho estricto de que no hay absolutamente nada que puedas hacer más que finalmente rechazar a cualquiera que esté sufriendo más que tú. En ese momento, un aliento más será traición. Y por ello abandonas tus causas liberales, abandonas a la humanidad doliente para que muera en una miseria peor de la que conocían antes de que tú aparecieses. Has elevado sus expectativas. Lo que te convierte en alguien más vil que la más escrofulosa carroña. Más vil que los ignorantes muchachos que le siguen el cuento a Madame George por un par de cigarrillos. Porque has cometido el crimen del conocimiento, y en consecuencia no solo has pasado al lado o por encima de alguien que sabes sufría, sino que además has violado su privacidad, la última posesión de los desposeídos.

En el fondo, Lester Bangs fue un moralista —en el sentido que le da Greil Marcus al término: «El intento de comprender lo que es importante, y comunicar esa comprensión a otros en una forma que de algún modo obliga al lector al mismo tiempo que le entretiene»—, alguien al que enojaba y al tiempo dolía la condición humana. Creía en el Rock’n’Roll y en la Fiesta como «una alternativa regocijante al aburrimiento y la amarga indiferencia de la vida». Se avergonzaba de su comportamiento impredecible, avivado por la politoxicomanía y el alcoholismo, pero repetía una y otra vez que la única forma de mantener el entusiasmo en esta profesión es creerte cada palabra que escribes, tomarte el negocio musical con total seriedad y pasión sin fingimientos, y al mismo tiempo afrontarlo con absoluta frivolidad e impertinencia. Quizás porque intuyó antes que nadie que el espejismo de comunidad que ofrecían los conciertos de rock se enturbiaba a la salida, desvelándose que, en la vida real, todos estamos solos. Así llegamos y así partimos. No en vano tituló su novela inconclusa Todos mis amigos son ermitaños, profetizando una enfermedad social, la incomunicación y la congelación voluntaria de toda emoción, que desde su muerte ha ido aumentando exponencialmente hasta alcanzar a nuestro babélico presente. No nos dejemos engañar por el espejismo de conexión global de las redes sociales: oculta a una sociedad de individuos estancos.

Pocas veces pinchó Bangs el nervio de esa incómoda verdad como en la mencionada despedida al Rey del Rock, publicada en The Village Voice, 1977. Cuatro décadas después, sigue estremeciendo leerla:

Si es verdad que el amor ha pasado de moda para siempre, algo que yo no suscribo, entonces junto a la indiferencia que nos deparamos los unos a los otros habrá una indiferencia todavía más despreciativa por los objetos de reverencia de los demás. Yo pensé que era Iggy Pop, tú pensaste que era Joni Mitchell o quien fuese que parecía hablarles a los muchos dolores y escasos éxtasis de tu privada y enteramente circunscrita situación personal. Seguiremos fragmentándonos de ese modo, pues actualmente el solipsismo tiene todas las cartas; es un rey cuyos dominios engullen incluso a Elvis. Pero te garantizo una cosa: nunca más volveremos a estar de acuerdo en nada como estuvimos de acuerdo en Elvis. Así que no voy a decirle adiós a su cadáver. Te diré adiós a ti.
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Entiérrenme con mi cucaracha
Publicado por Karlos Zurutuza
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Cementerio en St. Ives, Cornualles. Fotografía: Sue Kellerman (CC).
¿Qué le pasa por la cabeza al último hablante vivo de una lengua? Sabemos que algunos se lo toman muy a pecho, y que a otros les da más o menos igual. Por supuesto, también están los que se mueren sin enterarse. Ignoramos cómo lo vivió Dolly Pentreath, aquella pescatera que se llevó su córnico materno a la tumba en 1777. Nació en Penzance, por aquel entonces una pequeña aldea de pescadores, justo en la puntita del cuerno que es Cornualles, y parece que fue despachando anchoas y lubinas como aprendió inglés a la edad de veinte años.

Si bien no hay pruebas científicas de su dominio del córnico, se dice que los lugareños coincidían en que sabía jurar en arameo en su lengua materna. Y sería todo un espectáculo escucharla cagarse en los sacramentos en una de esas lenguas celtas (es prima-hermana del bretón y el galés) que parecen hablarse mientras se aguanta una castaña caliente en la boca; esas fricaciones de efes y zetas entre las que se coge aire aspirando haches… Para que se hagan una idea, piensen que London deriva del celta Lundein, que se escribe Llundain en galés moderno. Para pronunciar esa elle, pongan la punta de la lengua contra las encías de las paletas y soplen sin miedo. El sonido del aire golpeando esos carrillos es una elle celta.

El córnico está documentado desde el siglo XIV, aunque no fue hasta después de su muerte cuando los lingüistas empezaron a tomarse en serio lo de estandarizar aquella lengua que se apagó entre juramentos de la ilustre pescatera. El primer intento serio fue en 1904 con la publicación de la primera gramática córnica, y el último y definitivo parece haber sido en 2008, tras acordarse una norma escrita estándar definitiva. El que la UNESCO declarara en 2010 que el córnico había dejado de ser una lengua extinta fue una auténtica inyección de moral para todos los defensores de su resurrección.

Avanzamos un siglo en el tiempo y viajamos dos mil kilómetros hacia el este, hasta el Adriático. Fue en la isla de Veglia (hoy Krk) donde una explosión durante las obras de una carretera se llevó al último hablante conocido de dálmata, en 1898. Tuone Udaina se llamaba y, aunque su lengua materna era el italiano, se dice que había aprendido el dálmata de las conversaciones privadas de sus padres. Sabemos todo esto por el trabajo de Matteo Bartoli, un lingüista de la vecina Istria que se dedicó en cuerpo y alma a documentar el último suspiro de este romance balcánico. A Udaina, del que se dice que fue marino, cartero e incluso sacristán, le arrancó un puñado de dichos e historias así como un glosario de dos mil ochocientas palabras. Ju potuo a favular in langa dálmata («Yo puedo hablar la lengua dálmata»), le podría haber dicho el informante al lingüista en su primer encuentro. Fueron siglos de convivencia con el serbocroata, pero Bartoli corroboró que el romance adriático conservaba casi intacta su alma latina. En Ragusa (hoy Dubrovnik) había sucumbido cuatro siglos atrás a la presión eslava, pero algo muy parecido se sigue hablando en la península de Istria. Eso sí, hay que darse prisa, porque apenas queda medio centenar de hablantes de istriota.

Si a Udaina lo puso un único lingüista en el mapa, un siglo más tarde y dos mil kilómetros más al este fueron legión los que se presentaron en casa del último hablante de ubij. De Tevfik Esenç se dice que tenía una excelente memoria, y que entendía a la perfección lo que aquella procesión de científicos buscaba en él. A diferencia de Pentreath o Udaina, Esenç cargaba con una responsabilidad histórica a sus espaldas: era nieto de aquellos expulsados de sus tierras por los rusos durante las campañas del Cáucaso en el XIX. Sin ir más lejos, Sochi, sede olímpica en 2014, era el núcleo principal de los ubijes hasta aquella limpieza étnica de manual, por lo que trasladar el legado cultural e histórico de sus ancestros se convirtió en una misión a la que se entregó hasta su muerte en 1992. Además de aportar horas de grabaciones en las que rescató desde recetas ubijes a dinastías enteras de la compleja mitología de sus abuelos, el bueno de Esenç se dejó incluso tomar radiografías mientras hablaba. Solo gracias a los rayos X se pudo saber que aquella lengua de ya un único hablante contaba con, agárrense, ¡tres vocales y ochenta y dos consonantes! Ríanse de la elle celta. A pesar de las presumiblemente altas dosis de radiación, Esenç vivió hasta los ochenta y ocho años. Su último deseo fue que grabaran el siguiente epitafio en una tumba de mármol: «Fue la última persona capaz de hablar la lengua que llamaban ubij».

Sin tan siquiera salir de Europa —imaginen lo que uno se puede encontrar más allá—, están a tiempo de hacer un tour temático en el que lo hitos sean microlenguas. Mencionábamos antes el istriota, pero en el interior de la preciosa península adriática existen tres pueblitos donde aún se habla istrorrumano. No podemos olvidarnos de los últimos hablantes de frisón oriental en Saterland, al noroeste de Alemania, ni tampoco de los extremeños que conservan la fala galaico-portuguesa que, sepan, precede a la división del gallego y el portugués. No sabemos si el ruteno fue la lengua de cuna deAndy Warhol (nacido Andrej Warhala), pero sí la de su madre, de la que se dice que grabó varias canciones en vinilo en esta lengua del este de Europa. Todavía quedan unos cuantos, así que Rutenia puede esperar, no así los veinte o veinticinco hablantes de vilamovio, una variante arcaica del flamenco a punto de extinguirse en la localidad polaca de Wilamowice. Tymoteusz Krol todavía no ha cumplido los treinta y apunta alto en las apuestas.

Poner nombres y apellidos al último hablante de una lengua es algo que tiene mucho de literario pero poco de científico. ¿Quién nos asegura que no hubo un pescador de Cornualles que se llevó sus elles hasta la lejana Terranova, y mucho después de la muerte de la famosa pescatera? ¿Y no habría una anciana hablando dálmata en sueños en algún islote adriático cuando Udaina se dejaba atosigar por Bartoli? Es como lo de Walter Sutherland, a quien se atribuye haber enterrado, a mediados del XIX, la lengua escandinava que se hablaba en esas islas escocesas boreales. Se llamaba norn, pero se dice que los ultimísimos murieron en la isla de Foula, aunque aquí nos faltan sus nombres. Todo resulta más claro en el caso de Ned Madrell, quién firmó la defunción del manx en 1974. Al fin y al cabo, hablamos de una sola isla (Man), y no de un archipiélago.

De todas formas, ¿cuándo muere una lengua? ¿Se la puede considerar aún viva teniendo un único hablante? Por la misma, ¿cuándo se da por revivida o resucitada? ¿Basta con rotular en bilingüe como en Cornualles, o Man, y enseñarla en las escuelas? A día de hoy, el único caso de resurrección lingüística con éxito es, sin lugar a dudas, el del hebreo. Que se extraiga de las escrituras una lengua que llevaba muerta dos mil años y se convierta no solo en lengua oficial sino de uso plenamente normalizado en un Estado es, cuando menos, un milagro.

Los expertos dicen que, de las aproximadamente siete mil lenguas que se hablan hoy en el mundo, la mitad desaparecerá a lo largo de este siglo. En cierta medida, lo de las lenguas es un poco como lo de las cucarachas, que nacen, crecen, se reproducen y mueren: hoy no quedan hablantes nativos de latín pero sí una veintena de lenguas que surgieron de su magnífica expansión. Probablemente más pronto que tarde, la mezcla del español y el inglés en Estados Unidos dará lugar a una nueva lengua, quién sabe si de base latina y léxico anglosajón o al revés; otras «cucarachas», como el dálmata, por seguir con la familia latina, acaban en un callejón sin salida tras una travesía que puede ser más o menos precipitada.

En la pequeña isla letona de Kuolka fue la construcción de una base militar soviética la que expulsó a una población autóctona que llevaba siglos viviendo de la pesca. Décadas antes era el propio Verne el que daba cuenta de las turbulencias étnicas y sociales en este rincón del mundo. Recuperen Un drama en Livonia de su estantería y podrán entender cómo desaparecieron los livones locales bajo los cascotes de las trifulcas entre rusos y alemanes.

Aquellas antenas que oteaban el extremo occidental del Imperio soviético aún se elevan sobre playas de arena blanca frente a un mar gris. También hay un museo etnográfico livón. Muy cerca de allí —en Kuolka todo está cerca— vive una anciana, Valda Marija Šuvcān, que todavía piensa y habla en la lengua de aquella saga de pescadores arrastrados por la historia. No sabemos si Valda sigue viva, pero sí que el livón murió hace ya mucho. Y es que, más que un certificado de defunción, añadir un nombre y un apellido a una lengua no es sino constatar que esta existió realmente. Que alguien la habló alguna vez.
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Libros sobre la URSS para quienes han sobrevivido a la URSS
Publicado por Carlos Mayoral
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Una mujer, sobre el muro de Berlín, saluda sus familiares en Berlín-Este, 1961. Fotografía: Dan Budnik / Library of Congress.
El día que cayó el Muro de Berlín, entre los escombros, además de idealismos perdidos, retiradas a destiempo, realidades crudas y futuros inciertos, se pudieron encontrar historias irrepetibles de las que, como siempre, tuvo que dejar constancia esa arma que es la literatura. Historias soviéticas, reales o no, que explicaran lo inexplicable. Tantos años después, los que vivieron aquella caída blanden hoy dicha arma con nostalgia, recordando lo que pudo ser y no fue. Y los que no pudimos vivirlo nos cortamos con su filo, por si la sangre pudiera llevarnos hasta entonces, curiosos e ingenuos. Por trazar la hoja de ruta de algunas de esas historias fascinantes, se desarrolla a continuación una lista con las obras literarias que merecen dejar una muesca en nuestros corazones. Porque, con memoria o sin ella, hay corazón detrás de aquellas ruinas del Muro.

Para los más comprometidos… La madre (Maksim Gorki, 1906). Rusia, país que tiene el tochaco como medida novelística de cabecera, parió este cuento largo o novela corta a través del vientre fecundo de Gorki. En ella se expone el compromiso político de aquellos que ocupan el escalón más bajo de la sociedad. Aún no se había instaurado el nuevo orden, pero sus cimientos ya parecían firmes. Por cierto, probablemente estemos ante el final más trepidante de todos los aquí presentes.

Para los que todavía creen en el amor… Doctor Zhivago (Borís Pasternak, 1957). Esta novela, apartada en ocasiones de la primera plana por su película homóloga, coloca el amor entre los trajines de la instauración soviética: Primera Guerra Mundial, Revolución rusa, guerra civil, exilios… Indispensable si se quiere conocer el contexto que rodeaba los convulsísimos primeros años del régimen.

Para las almas más líricas… Réquiem (Anna Ajmátova, 1963). Los focos se colocan sobre la mejor escritora de toda la historia literaria rusa. Esta obra tiene un trasfondo trágico: su primer marido fue fusilado; su segundo marido murió asfixiado en un gulag cualquiera; y su hijo luchó por sobrevivir durante décadas confinado en distintas cárceles. De las visitas a esas prisiones por parte de una mujer hundida nació esta obra, cumbre del (escaso) lirismo soviético.

Para las almas más metafísicas… Pálido fuego (Vladimir Nabokov, 1961). Esta novela, que exhala un vanguardismo elegante, es quizás una de las menos celebradas de Nabokov a pesar de mostrar más pata negra que otras de mayor enjundia. En ella podremos ver, de una manera metafísica (o metanovelística), una crítica soterrada al régimen soviético, de donde escapará el protagonista con un ingenio narrativo difícil de encontrar lejos de las meninges de Vladimir.

Para amantes de los Rolling Stones… El maestro y la margarita (Mijaíl Bulgákov, 1967). Al más puro estilo Goethe, esta vez será el diablo el que se pasee por nuestra obra para criticar veladamente a través de la ironía la sociedad soviética. Como curiosidad, en esta obra se basaron los Stones para componer su célebre «Simpathy for the Devil».

Para colectivistas acérrimos… Campos roturados (Mijaíl Shólojov, 1932). La obra que nos presenta este nobel ruso tiene como contexto una de las aristas más importantes del entramado soviético: el agro. En Campos roturados, Shólojov dibuja con todo detalle las intrigas, traiciones y canalladas que rodean al mundo rural en el que se apoyó parte del éxito de la revolución. La recreación de los hábitos cosacos es extraordinaria.

Para feroces antiestalinistasArchipiélago Gulag (Aleksandr Solzhenitsyn, 1973). Otro nobel que se lanza a la lista, pero este lo hace con quizá la crítica más feroz de todas las aquí reflejadas. Por sus párrafos uno puede encontrarse con toda la crudeza de las torturas, corrupciones, condenas y represiones que trajo consigo este complejo sistema. Obra no apta para adictos al sosiego.

Para los que buscan el origen… Guerra y paz (León Tolstói, 1869). Clásico entre los clásicos, una de las cimas de la literatura universal. Escrita muchos años antes de la instauración, esta novela ya pone sobre el tapete los problemas que azotaban a la Rusia zarista y que poco después habrían de abordarse en el siglo xx. Su carácter revolucionario marcó para siempre a Lenin, quien, a pesar de no compartir ciertas directrices tolstoianas, afirmó que la obra reflejaba como ninguna otra el odio acumulado en Rusia.

Para españolazos trotskistas… En España (León Trotski, 1975). He elegido este título y este año de edición por referirme a la recopilación que Akal editó en el tardofranquismo, pero el texto hace referencia a los pasajes de las memorias trotskistas que se desarrollan en España. Todo lo que rodea a este libro es un testimonio curioso sobre cómo las ideas revolucionarias de la URSS afectaron a nuestro país. Desde la detención del propio León por parte de las autoridades españolas hasta la censura que el régimen de Franco desplegó sobre el texto.

Para satíricos y surrealistas… Un cuento (Daniil Jarms, 2014). Esta versión moderna que nos ofrece la editorial Milrazones es un ejemplo claro del humor fino que desprende la pluma de Jarms. Pero, claro, nada hiere más que una sátira bien compuesta, y esto le costó caro al estrafalario escritor. Su surrealismo sentó mal en la cúpula sóviet, tanto que decidió enviar al todavía joven artista a una penosa travesía por las distintas prisiones hasta que el hambre y la enfermedad acabaron con él durante el asedio a Stalingrado en plena Segunda Guerra Mundial.

Para lingüistas académicosLas categorías verbales (Roman Jakobson, 1950). Por añadir algo de lengua a la lista, incluyamos en esta a uno de los más grandes lingüistas de la historia. Sus estudios sobre fonética, fonología, sintaxis o teoría de la información son todavía hoy núcleos de la docencia filológica. Como había ocurrido con Nabokov, Jakobson logró desarrollar su carrera lejos del ambiente represivo de la URSS.

Para aventureros yanquis… La caza del Octubre Rojo (Tom Clancy, 1984). Salimos de lo autóctono para adentrarnos en la visión que de la URRS se puede tener en las literaturas extranjeras. Una de las obras más icónicas es esta, que cuenta la persecución a la que se ve sometido el mítico submarino. Una crónica aventurera de las tensiones que provocó la interminable guerra fría. Debo confesar que yo soy de esos que leyeron la novela antes de ver la película, famosa para siempre gracias a (o por culpa de) un parpadeo a tiempo de Sean Connery.

Para nostálgicos zaristas… La casa del propósito especial (John Boyne, 2009). De la mente que ideó El niño con el pijama de rayas nace también esta novela, entretenida y moderna, refinada y curiosa. El argumento gira en torno a uno de los aspectos más románticos que tienen que ver con la llegada del poder bolchevique: el fin de la dinastía Romanov. El enredo de la trama se termina resolviendo con no poca sorpresa.

Para amigos del liberalismo… Los enemigos del comercio (Antonio Escohotado, 2016). El tercer tomo de esta monumental obra, publicada por el maestro Escohotado, analiza desde distintos vértices el periodo que abarca desde la llegada de Lenin hasta los movimientos neocomunistas. Este análisis tiene en cuenta el contexto que circunda al movimiento, junto a conceptos como «individualismo» o «propiedad privada», que van, poco a poco, difuminándose a través de las décadas. Una obra maestra del pensamiento ilustrado. Un ensayo para la historia.

Para viajeros sádicos… La ruta de los huesos (Jorge Sánchez, 2010). Con el propósito de analizar las huellas de la barbarie estalinista, este libro de viajes le coloca palabras al camino que Jorge recorre a lo largo y ancho de la eterna Siberia. El título del libro tiene que ver con la famosa autopista construida por los enemigos de Stalin, bajo cuyo suelo fueron enterrados millones de presos.

Para amantes del sufrimiento ajeno… Embajador en el infierno (Torcuato Luca de Tena, 1956). Esta novela histórica narra las penurias a las que se ve abocado un capitán español de la División Azul después de ser apresado por el ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial. El honor militar está presente durante toda la obra, y solo ese sentido castrista de la supervivencia mantiene con vida al protagonista. Un cúmulo de desgracias que te harán abrazarte a la comodidad de tu cama.
https://www.jotdown.es/2019/01/libros-sobre-la-urss-para-quienes-han-sobrevivido-a-la-urss/
 
La 'solución final': nuevos datos sobre cuándo y quién
La Esfera de Papel
    • IRENE HDEZ. VELASCO
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  • 27 ENE. 2019 02:37
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Entrada al campo de exterminio de Auschwitz. REUTERS
11comentariosVer comentarios


Florent Brayard sostiene en su nuevo libro que sólo Himmler y Hitler tuvieron la imagen completa del exterminio de los judíos europeos.

Florent Brayard es un historiador francés de 51 años que lleva más de la mitad de su vida estudiando la política nazi de exterminio de los judíos. Miembro y ex director del Centro de Investigaciones Históricas de Francia, es una eminencia en el Holocausto, al recuerdo de cuyas víctimas está dedicado el día de hoy. Su último libro, 'Auschwitz: Investigación sobre un complot nazi', llega ahora a España publicado por Arpa. Basado en el análisis de cientos de documentos, sostiene una tesis polémica: que la llamada solución final fue una operación absolutamente secreta que sólo Hitler y Himmler conocían y de la que informaron al resto de líderes nazis en la reunión de Posen en octubre de 1943 y no en Wannsee de enero de 1942, como comúnmente se pensaba.

Si Hitler y Himmler mantuvieron en secreto la solución final hasta que concluyó, ¿son los únicos responsable del Holocausto?
No. Por varios motivos. El primero es que el secreto afecta sólo a parte del Holocausto y, desde un punto de vista numérico, a uno relativamente menor: los asesinatos de judíos europeos en Auschwitz, Treblinka o cualquier otro lugar de Alemania o Europa. Para los Ostjuden -es decir, los judíos polacos o soviéticos y que constituyen la mayor parte de las víctimas del genocidio- coincido con la descripción habitual de los hechos. Las ejecuciones en masa en el Este a manos de los Einsatzgruppen u otras unidades de seguridad son ampliamente conocidas, la información oficial sobre ellas se transmitía regularmente dentro del aparato de estado y no había discrepancias importantes. Respecto a los judíos occidentales, aunque en abril de 1942 la mayoría de altos cargos nazis no estaban informados de que iban a ser asesinados, sí sabían que acabarían muriendo. Es justo lo que Heydrich dijo en Wannsee, donde aseguró que aquellos que sobrevivieran a las deportaciones, los trabajos forzados y las condiciones sanitarias serían en última instancia erradicados, que ni un solo judío sobreviviría. Las élites nazis estaban de acuerdo con la completa desaparición física de los judíos de Europa, incluso si no estaban necesariamente al corriente de los métodos utilizados.
¿Por qué Hitler y Himmler decidieron mantener en secreto la solución final?
Hitler estaba inmerso en un universo mental en el cual el darwinismo social había reemplazado a la herencia judeocristina. La "supervivencia de los más adaptados" para él era una ley que se aplicaba no sólo en la naturaleza sino también en el mundo social. Y no le importaban los métodos que los más fuertes utilizaran para dominar y sobrevivir. Uno de sus lemas preferidos sobre la cuestión judía era: "No hay que mostrar ningún sentimentalismo". En otras palabras: reclamaba un gran cambio que dejara atrás la moral judeocristiana que prohibía, por ejemplo, el asesinato. Pero no estaba seguro de si la nueva ética nazi se había impuesto entre la población, si no continuaban razonando con los marcos morales tradicionales.
¿De ahí el secreto?
En el verano de 1941 tuvo lugar un episodio que le hizo recordar a Hitler que la moral tradicional no habían perdido su relevancia en Alemania. En otoño de 1939 el régimen nazi lanzó la Operación T4, un programa para asesinar a los enfermos mentales que puede ser considerado un ensayo de la solución final. Los enfermos mentales eran seleccionados, transferidos a centros de exterminio, asesinados en cámaras de gas y sus cadáveres incinerados. Los muertos en dos años fueron unos 70.000. Se hizo de todo en secreto, pero la información circuló y hubo protestas públicas. En agosto de 1941 Hitler decidió suspender la Operación T4: parte de la población alemana continuaba creyendo que el asesinato era algo inaceptable; seguían siendo sentimentales. Hitler temía que algo similar pudiera ocurrir con los judíos, no con todos los judíos sino con los judíos alemanes y europeos, aquellos que eran como sus vecinos. Por eso impuso un estricto secreto sobre su asesinato y objetivos extremadamente cortos para la solución final. Se decidió que todos los judíos de los territorios ocupados y, si era posible, de los países aliados de Alemania serían asesinados en sólo un año: menos del tiempo que pasó entre el lanzamiento de la Operación T4 y las protestas.
Su teoría es contraria a los Juicios de Nuremberg, donde se estableció que los líderes nazis estaban al corriente de la solución final.
En Nuremberg fue muy complicado reconstruir el modo en el que el genocidio judío se decidido e implementó. Los principales responsables habían muerto o huido, los testigos no querían hablar o, como en el caso del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, estaban confundidos sobre las fechas. Así que se pensó que la decisión de matar a los judíos se había tomado tempranamente. El Protocolo Wannsee -en el que se habla sólo marginalmente de asesinato y fundamentalmente de extinción- fue leído en ese momento solamente como un lenguaje en código para designar el asesinato. La interpretación de los historiadores hoy en día es muy diferente a la de esa primera narrativa. Mi interpretación personal es que la decisión de asesinar a los judíos no se tomó a finales de 1941, sino en abril de 1942.
Su libro ha desatado algunas críticas. ¿Cómo las afronta?
La crítica es parte intrínseca de la ciencia. La Historia no la escribe una mano, sino varias, que se suceden durante décadas. Es esa dialéctica la que nos permite avanzar. Pero las críticas se deben hacer de acuerdo con las reglas. Unos pocos historiadores han hecho una lectura política de mi libro, asumiendo que podría utilizarse para reducir la responsabilidad de las élites nazis. Esa no es obviamente mi intención: llevo trabajando en la Shoah casi 30 años y mi aborrecimiento hacia sus perpetradores no ha disminuido. Quiero creer que esos malentendidos se derivan de que algunos no leen bien el francés. Veremos qué ocurre con mis colegas españoles ahora que pueden tener mi estudio en su propia lengua.
https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2019/01/27/5c4cd09bfdddff90b28b4652.html
 
Cómo dejar de ser escritor de una vez por todas y para siempre
Publicado por Guillem López
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DP.
Eso. ¿Cómo? ¿Alguien lo sabe? Dijo Faulkner o, mejor dicho, dice internet que Faulkner dijo: «No seas escritor, escribe». Y, dada la auténtica devoción que sentimos por Faulkner en este pueblo, nos parece de lo más apropiado que suba al escenario y nos orine encima en plan Beastie Boys. No ser escritor, dice, a estas alturas, cuando vamos lanzados a toda velocidad en nuestro Pontiac Firebird hacia un muro de Facebook. Kitt, te necesito. Personalmente, siempre he pensado que lo dejaré de la misma forma en que comencé: un buen día, sin avisar y con la idea de que es para siempre. Puedo dejarlo cuando quiera, lo que pasa es que todavía no quiero. De todas formas, si hay algo compartido por la mayoría de aquellos que se dedican o intentan dedicarse a escribir es justamente la sensación de que estás de paso, de que algún día alguien te va a pedir que no insistas —a pesar de esa idea buenísima para una novela que lo va a petar— y te acompañará hasta la puerta, dándote palmaditas en la espalda y con cara de circunstancias. Que vaya bien. Gracias por su colaboración.

Para mí no es una sensación del todo extraña porque soy de esa clase de personas que nunca se sienten cómodas en ninguna parte y que prefieren estar solas la mayor parte del tiempo. La literatura, el hecho de que alguien lea las ocurrencias generadas por tu loca cabecita —de dudosa originalidad, por cierto— y todo lo que implica la mercantilización de la obra y de uno mismo: presentar tu novela y la de otros de manera coherente y laudatoria, asistir a una sesión de firmas, mantener charlas y debates… supone una montaña rusa de emociones a la que cuesta acostumbrarse. Yo lo hice. No es imposible. Pero siempre con esa sombra gélida, ese John Rambo prescindible ejerciendo de wingman. Tiempo después descubrí que tal sensación tenía un nombre: síndrome del impostor.

The impostor syndrome

Tampoco es que sea una enfermedad mental ni nada de eso —porque no está catalogado como tal—, pero sí que se ha escrito bastante sobre el fenómeno y popularizado mucho en los últimos años. Se supone que cuando uno es incapaz de aceptar su valía y sentirse satisfecho con los logros y los éxitos personales sufre de síndrome del impostor. Vamos, que todo te sale de chiripa y da gracias a que tus amigos te hacen RT, porque si no de qué ibas tú a hacer algo decente, anda, tira pa casa.

No estoy seguro de que el del impostor fuese mi propio síndrome, pero todo el mundo merece uno y los escritores los primeros. Para comenzar, es difícil definirse como escritor o escritora. No creo que los fontaneros o los gestores financieros tengan el mismo problema a la hora de responder a la pregunta: ¿a qué te dedicas? Quizá pasa en todas las áreas artísticas, no lo sé. Tal vez sea porque la mayoría —en realidad, todos, menos tres o cuatro— tiene otra profesión que le paga las lentejas y el tóner de la impresora. Excepto en contados casos de pedantería, la mayoría de noveles se atragantan a la hora de explicar qué hacen en un cuartucho oscuro dos horas antes de entrar a trabajar. Incluso muchos de los autores más o menos asentados prefieren decir que son periodistas o profesores antes que hablar de sus dos novelas publicadas. Yo suelo esconderme, más que nada por evitar las explicaciones que vienen a continuación. ¿A qué te dedicas? Escribo. Oh, no me digas, como Stephen King. A ver si ganas el Premio Planeta. Qué guay. La verdad, no acabo de entenderlo. Como si los libros fuesen importantes hoy en día. Fíjense en la cantidad de películas que están protagonizadas por escritores. ¿Por qué? ¿Qué clase de atractivo le encuentran a alguien que pasa la mayor parte del tiempo sentado, picando entre horas y stalkeando las redes sociales de otros escritores? No voy a entrar en todos esos libros en que el protagonista se dedica a escribir porque igual caemos en el ombliguismo, pero comparten origen y personaje. Existe una mitificación, una mezcla de mística irracional y clasismo burgués con lo de juntar letras. ¿Por qué ocurre esto?

Hay determinadas profesiones que ejercen de títulos honoríficos. Pasa con el médico, al que llamas doctor. Pasa con el político, con los jueces, los sacerdotes, y pasa también con los escritores, especialmente desde la Ilustración. Parece que, muerto Dios, alguien tenía que tomar el relevo del otro mundo, de todos los mundos, incluidos los que explican la vida de esas personitas que ves por la calle. Hay algo sagrado y vetusto en ello, que viene de antiguo, reservado a unos pocos. Después de todo, la literatura nació como explicación del mundo —primero exterior y después interior— y ha estado unida a la religión desde el principio. Me gusta pensar que las raíces de todo este rollo se hunden en el pensamiento mágico y que ese es el motivo por el que todavía produce tal efecto —en uno mismo y en los otros— el definirse como escritor. Si la escritura nació como una necesidad contable, la literatura lo hizo de la magia. Imagino que la primera narradora fue una mujer que salió de la cueva, pasó la noche en vela y al amanecer dijo al resto de la tribu: sentaos, que os voy a explicar una cosita. Había creado el relato del mundo y, al hacerlo, establecido un lugar al que los otros acudían en busca de explicaciones. Más o menos lo que hacemos al leer un libro. Observamos como fisgones un escenario y nos buscamos a nosotros mismos en esa ficción y, a veces, nos encontramos. Toda literatura es mentira y los escritores, mentirosos profesionales y, a pesar de ello, leemos. Reímos y lloramos a sabiendas de la charada y volvemos regularmente a ella como adictos o debido a alguna tara genética o deficiencia vitamínica. Religión pura.

Con todo ese trasfondo, de entrada parece que la dificultad no radica en armarse de valor y salir del armario de las letras, asumiendo el riesgo implícito de parecer un pretencioso, aunque entrañable, desgraciado. Es que la cosa es importante, quizá no sirva para nada en el futuro, pero a día de hoy todavía le otorgamos un valor.

Siento ser el que viene y echa la persiana. Se acabó la fiesta. Me alegro de que hayas vencido tu síndrome, pero hay algo que deberías preguntarte primero: ¿por qué quieres ser escritor? Si la respuesta es «porque tengo una historia que merece ser contada» será mejor que desaparezcas de mi vista, maldito hijo de put*.

Una historia que merece ser contada

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DP.
¿Y quién no la tiene? En España, a lo largo de 2017, se publicaron casi ochenta mil libros. De ellos, algo más de quince mil eran novelas y, más de la mitad de estas, novedades escritas originalmente en alguna de las lenguas del Estado. Nunca se había escrito ni leído tanto. Casi nueve mil novelas al año. ¿Por qué la tuya tendría que ser especial? La gran mayoría de esas novelas no venderán más de un centenar o dos de ejemplares a base de turra, regocijo y falsa modestia a familiares y amigos —reales o virtuales— por autores que publican vete a saber qué. Gracias a las ventas paupérrimas, de ellos sobreviven muchas editoriales, pero eso da para otro artículo titulado «La burbuja editorial o cómo ahogar a los lectores en libros para mantenernos a flote». Así que lo siento mucho, pero nuestros libros no son especiales, son uno más que será enterrado por una avalancha de novedades. En un lustro, solo tu madre recordará que publicaste y cuando vayas a comer a casa el domingo verás tu novela, en un altarcito, junto a la fotografía de la comunión. Te quedará el regusto amargo de haber respondido a la gran pregunta durante un tiempo. Fui escritor, sí.

Quieto ahí. Ya publiqué, pero ¿sigo siendo escritor? Digamos que lo fui un par de meses. La cosa se movía, apareció una reseña o dos docenas, me entrevistaron en La Vanguardia, oye. No fue mal, nada mal. Pero la duda persiste: ¿lo soy ahora? Bueno, te dices, estoy escribiendo una novela. Nadie lo sabe. Me levanto a las cinco para sacarla adelante, persevero. Así que sí, todavía lo soy.

La mayor parte del tiempo vas a ser algo que nadie sabe, gracias a la fe y el empeño ciego. Ser escritor es el silencio, es tomar aire y sumergirte sin saber cuándo volverás a asomar la cabeza. A lo mejor te vas al fondo, te ahogas en ese cuartito oscuro y ya no vuelves a salir. Nadie te va a echar de menos. Resulta que el mundillo literario es como el puto universo, en su mayor parte está vacío; nada de nada, silencioso y frío vacío. Lo peor de todo es que si le das la espalda y te encierras a escribir una obra maestra, si te lanzas contra la estrella más cercana en plan Ícaro despechado, el universo literario no va a notar nada, ni una mísera perturbación en La Fuerza. Queridos amigos, el público olvida muy rápido, deslumbrado por nuevas explosiones de hype. Resulta que el mercado editorial se reduce a un interminable espectáculo de fuegos artificiales en una noche de verano. Publicar una novela es calzarte un cinturón de explosivos. El mes que viene ya no quedará nada de ti excepto trescientas coincidencias en Google. Quizá por eso pasamos tanto tiempo en redes sociales, reafirmándonos —estoy escribiendo, eo, ¿me escucha alguien? ¡Sigo vivo!—, buscando algo de apoyo que te haga sentir que no te has equivocado, que no estás solo. Tápate los oídos que esto te va a doler: si se cuelga el wifi, estás muerto.

¿Nadie te enseñó eso en el taller de creación literaria «monográfico novela»? Será porque a nadie le gusta que le digan la verdad. La verdad apesta. Es un escupitajo en todo el careto. A mí me ha pasado y eso que he intentado ser suave como un gatito abandonado en la calle un día lluvioso. Pero si dices la verdad no te llevan a casa y arropan en una mantita frente a un cuenco de leche tibia. No. Te rompen el cuello y te tiran al contenedor de orgánicos. Una vez, me pidieron consejo para salir de un bloqueo con una novela que duraba tres años. ¡Tres putos años! Le dije que lo dejase. Que si tenía que escribir esa novela aparecería por sí misma mientras escribía otra cosa. O quizá no, quizá no aparecía y se había equivocado y solo estaba perseverando en algo que no merecía la pena. «¿Por qué quieres escribir una novela?», dije. Me fulminó con la mirada. A la mierda el gato.

Escribir es un derroche de energía, tiempo y talento tan grande que difícilmente se alcanzan las expectativas propias o las generadas por el imaginario colectivo. No digamos ya las de tu suegra, que cada Navidad te pregunta cómo van las ventas. Qué rabia da eso, de verdad. Hay que llevar el ego con correa corta si no quieres darte el batacazo del siglo y acabar en Twitter troleando a Arturo Pérez Reverte, satisfecho porque una vez conseguiste ciento y pico retuits con un meme. Así que, retomando el tema: no eres especial. Quizá todo gira en torno a eso.

Un mundo de gente especial

Seamos conscientes de una cosa, sin ambages, como si fuésemos personas adultas: definirse a uno mismo define a los otros. Resulta que cuando te pones la etiqueta, cuando por fin consigues saber qué eres, a qué quieres dedicar tu tiempo y corres a modificar tu perfil de LinkedIn y tu avatar de yo qué sé, también estás definiendo a los demás. Pero, oye, esto es un sálvese quien pueda, ¿no? La mayor parte de gente no es lo que tú eres. En eso consiste vivir en el mundo del individualismo, pero deseando pertenecer a un grupo. Yo también escribo. Dejadme entrar. Dentro vas a encontrar un montón de gente con la que compartir un interés, decálogos sobre la creación literaria y frases motivacionales. Es fantástico. Para alguien como yo es lo más parecido al infierno, pero vale para gran parte de la población occidental, así que algo positivo le habrán visto.

La cuestión es que has vencido el síndrome del impostor que te has autodiagnosticado y declarado a los cuatro vientos que eres escritor o escritora como parte del tratamiento que te has autorrecetado. Ciento treinta y dos likes, genial. Sin embargo, hay alguien ahí, al otro lado, que se ha quedado fuera porque has cerrado al entrar. Calma. Sé que no lo has hecho a propósito. Pero alguien, en alguna parte, mira la pantalla de su teléfono y piensa «Mierda, ¿por qué yo no?». Ha publicado un relato, está trabajando en su primera novela, va un taller de escritura, tiene seiscientos seguidores en redes. Joder, sí, puede ser escritor. Pero ¿no lo es el que solo publica en Wattpad o en un blog o el que edita un fanzine y ni siquiera se preocupa de las putas tildes? ¿Dónde hemos puesto el listón? ¿Cuándo se para la ruleta del empoderamiento? No te has definido como escritor para aceptar que todos los que andan a tu alrededor también lo son o pueden serlo. Porque en ese caso, si todos los que hay en tu TL son escritores, mierda, vaya fiasco. En la última fila alguien levanta la mano y dice: «No es cuestión de lo que publiques, ni siquiera de publicar, sino de actitud, una forma de vivir». Ay, madre. Ser escritor es una forma de vivir la vida. ¿Y cuál es la vida y la actitud correcta?

Ira. Depresión. Aceptación

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DP.
Creo que a estas alturas ya podemos decir que estamos abusando del síndrome del impostor como refugio para la mediocridad y la frustración de gente con exceso de información. No pasa nada. No te culpes. Es uno de los males de la sociedad contemporánea. Es como cagar sangre y consultar en Google. A mí me pasó y todavía no he muerto. Así que estás cagando sangre a lo bestia y no sabes qué pasa con tu vida que va a la deriva, a la deriva va. ¿Te dijo alguien que en eso consiste la existencia? ¿No? Qué raro. Estaría bien una línea de productos —tazas de desayuno, bolígrafos, imanes para la nevera,…— con frases realistas en plan: «A lo mejor fallas. No todo te va a salir bien a la primera y probablemente, nunca. Por mucho que luches puede que no consigas lo que quieres. Hagas lo que hagas, nunca te abandonarán las dudas y la posibilidad de equivocarte siempre estará ahí». No me explico por qué estas cosas no triunfan en las tiendas de regalo de todos los duty free del mundo. Sin embargo, te asomas a Instagram y todo es gente sonriente que lucha y consigue sus sueños, que escriben como si se hiciesen una Paj* y a los que todo les sale a las mil maravillas. El puto éxito frente a tus narices, 24/7. Es cierto. Esa gente existe y, aunque lo parezca, no siempre van colocados de éxtasis. Mira, entre tú y yo, no representan a nadie más que a ellos mismos y no son modelo de nadie, excepto para el mercantilismo de la creación artística. Resulta que este sistema neoliberal nuestro los ha convertido en tótem y objeto de deseo de los miles y miles que tienen escrito en su taza del desayuno: «Hoy puede ser un gran día si tu quieres». De eso se trata, de construir modelos y crear necesidades.

Personalmente, admiro mucho a esa gente que se levanta y escribe cuatro mil palabras antes de ir al gimnasio, hornear una tarta y pulirse tres capítulos de la serie de moda que no te puedes perder. A mí me cuesta putos horrores escribir mil palabras pasables, cocinar pasta con tomate, tender la ropa y no dormirme en el sofá antes de las once. No soy el único. Hay muchos escritores que sudan sangre y cafeína frente al teclado. Lo de escribir en el Starbucks mientras disfrutas de un frapuccino y postearlo en Instagram es una cuchillada en la línea de flotación de todos aquellos que nos devanamos los sesos por sacar tiempo de donde sea y hacer algo bien. Sin embargo, ese esfuerzo, lo ingrato de escribir tres páginas y al releerlas murmurar «Esto es una put* mierda» —sin que nadie vía redes te mienta a la cara: «Me encanta, enamorado de los personajes»—, esa sensación no se publicita. ¿Sabes por qué? Porque nadie vende un producto si la propaganda dice: «Vas a sufrir como un cerdo en el matadero y puede que no te sientas bien después, tú mismo». Te están vendiendo un producto y el producto, además del comprador, eres tú.

Yo, mi historia, mi mundo

Ahora es cuando la cosa se pone interesante. Tres mil palabras y ya casi alcanzamos una explicación a la epidemia de síndrome del impostor. He visto una luz al final del túnel y una silueta, una sombra, y esa sombra eras tú. Tú, tu historia, tu mundo. No hablo de la autoficción, sino de que toda la ficción es autoficción. Quizá esta sea la máxima expresión de los tiempos que nos toca sufrir. Cuando la literatura del yo, mí, me, conmigo, se junta con las ganas de hacer el voyeur. Vivimos en una sociedad de exhibicionistas y mirones. No solo nos convertimos gustosos en nuestro propio producto, invertimos en cursos para posicionarnos en redes, monetizar el blog, generar correo basura sin que se note, administrar múltiples plataformas para alcanzar a más público target, sino que, además, nos sobreexponemos voluntariamente y colgamos fotos de nuestros hijos, la paella del domingo, zapatos nuevos y el Earl Grey que desayunas frente a la pantalla antes de escribir cuatro mil palabras, atender el huerto urbano del balcón, hacer punto de cruz y asistir a una presentación literaria la hostia de trascendente del libro que marcará un antes y un después en el género. El postureo es agotador, pero es la parte contractual que aceptamos con mayor o menor agrado. Es nuestro fistfuckin’ de cada día. Y para entrar en esa rueda tan molona que lo aplasta todo y consume los datos de tu teléfono, tienes que definirte: soy escritora, soy escritor, bienvenidos. Te defines y te expones y empujas a los otros a definirse y a exponerse. Todo encaja y rueda. El capital no quiere sujetos indecisos, no quiere personas reflexivas. El capital quiere etiquetarte y clasificarte porque así es como funciona: todo bien compartimentalizado, cada cosa en su sitio. Pasillo tres: escritores de novela histórica; pasillo cuatro: escritores de novela negra; pasillo cinco…

La estrategia consiste en crear necesidades y modos de comportamiento, sectorizar y homogeneizar la diversidad y los modos de ser, sentir y escribir. Todos diferentes, pero todos iguales. Convertir el movimiento en lo estático, lo prolongado en inmediato. ¿Ves? Ya estás en el escaparate. Tanto tiempo deslumbrado por las luces de Navidad, cual pobre niño callejero dickensiano, y ahora te encuentras al otro lado. Ya eres un producto más. La gente indefinible resulta incómoda a los algoritmos: no son predecibles, no son clasificables, no son buenos clientes. Aunque al menos se acabó el sufrimiento, la presión insoportable de no saber qué eres y poder demostrarlo —porque todo se reduce a eso: demostrar al mundo, vivir hacia fuera, luchar, emprender—. Una vez más, el sistema atacando a traición a los más jóvenes, metiendo prisa, susurrando a su oído: tienes que definirte rápido, qué eres, qué quieres ser, antes de que sea demasiado tarde. Pero ahí va una verdad: básicamente, no saber lo que eres ni lo que vas a hacer con tu vida es en lo que consiste la adolescencia y parte de la edad adulta. Antoine de Saint-Exupéry dijo que «vivir es nacer poco a poco». ¿Qué prisa tienes por echarte un fórceps al cuello? Querido, la sensación de que estás de paso, en tránsito continuo, te acompañará siempre.

A falta de una finalidad vital, algo que le dé sentido a todo este montón de mierda y dudas sin fin, la etiqueta se toma como meta: una vez te defines, puedes respirar tranquilo. Eres reconocible para un grupo, tu avatar y nombre de usuario será tu uniforme: uno de los nuestros. Pero cuando se ingresa en un grupo, una vez más, se les dice a otros que se han quedado fuera. Mejor suerte la próxima vez, pringados, aunque si lucháis como yo, quizá podáis conseguirlo. Lucha, esfuerzo, sudor de tu frente. Si fracasas, es que no sudaste lo suficiente. Círculo cerrado.

Level up!

La cosa no ha hecho más que comenzar. Ahora es cuando Faulkner te atropella con un tractor. Resulta que la angustia se transformará en una carrera eterna por seguir el ritmo de todos aquellos que elegiste como modelo y convertirte en ellos: escribir cuatro mil palabras, beber Earl Grey, asistir a presentaciones, impartir un taller —creación literaria: monográfico novela—, leer novedades, leer clásicos, quejarte de las quejas de Javier Marías, buscar en Google nuevas reseñas, subir la foto a Instagram de todo ello y hacer RT a la gente que te menciona. Y después, si te queda tiempo, compras los billetes de avión para ese festival literario tan de moda al que no te han invitado —¿cómo puede ser?— y hay que asistir porque todo el mundo va a estar allí y no puedes faltar, aunque tengas que pagarlo de tu bolsillo. Porque, ¿sabes una cosa? Es una sensación horrible quedarte en casa mientras los otros cuelgan fotos de un acto literario, una entrevista, un nuevo libro publicado, un Earl Grey o un gato mirando la lluvia al otro lado de la ventana. Es horrible el silencio. Es horrible abrir las notificaciones de Twitter y nada nuevo. Es horrible entrar en tu perfil de Goodreads y ni una reseña en los últimos seis meses. Un año hace que publicaste la novela y, ahora, ¿qué? Desde entonces han pasado por los estantes de las librerías ocho mil cuatrocientas siete novedades que no has podido comprar ni leer, cientos de fotos de Earl Grey y cerveza artesanal, la presentación de Fulanito, mesa redonda «Presente y futuro de la edición en España», pantallazos de actualización de cuenta palabras,hablan de mi libro en este podcast, los más vendidos de la Feria del Libro, alguien firmando un contrato de edición, retratos de paella de domingo de gente que no conoces, filtro Valencia. Y tú, ¿qué? En casa, cenando ensalada de ansiolíticos. Es horrible. Publicar tuit: «Hoy de relax. Sofá, mantita y serie. #Writerlife». Y así hasta que te mueras. Enhorabuena. Faulkner ha dejado el edificio.

Dame veneno que quiero morir, dame veneno

Cuidado al entrar que resbala. La cosa se me ha ido de las manos y lo he puesto todo perdido en plan consulado de Arabia Saudí. Nadie dijo que este viaje iba a ser agradable. Faulkner manda. Lo siento. Habrá gente ofendida, gente que dirá que la literatura no es así, que tengo una visión muy limitada de todo lo que rodea a la escritura. Después lo comentarán en Twitter: #alertaultra. Soy un ácrata, sí. Pero mira la portada de El Cultural, mira qué pasada María Dueñas con la manita en la barbilla, Nueva York de fondo, y esa seguridad aplastante en la mirada. Joder, escucho las trompetas de Jericó cada vez que veo esas portadas en los suplementos culturales. Son como el puto hard porn del rollo literario. Yo también quiero follxx como ellos. Después os quejáis de que Youporn define el comportamiento sexual de los adolescentes. Bukkake en las páginas centrales del ABC. En fin, tengo una visión muy limitada y muy poco romántica de este negocio —sí, es un negocio: no somos una familia, ni colegas, ni writerpals, ni nada de eso—. Ni siquiera tenemos un puto sindicato que nos defienda de los abusos. No hablamos con sinceridad de los anticipos, las tiradas y todas las veces que te han foll*do en plan guarro en la última página de un contrato de edición. El mismo contrato del que subiste a Facebook una fotografía cuando firmabas, sí. Esa es nuestra portada con Nueva York al fondo. Por cada foto de un escritor sonriente junto a las plantas en el alfeizar de la ventana, hay cinco autores en construcción que lloran o llorarán porque no pueden escribir todos los días —¿quién coxx dijo que hay que escribir todos los días para ser escritor? ¿Quién?— y, cuando lo hacen, no es lo que esperaban o es una mierda o nadie se lo publica y encima casi no tienen followers. Ocho likes a tu gato encima del teclado: «Qué travieso, no me deja escribir». Exportamos modelos inalcanzables como quien vende heroína en barrios chungos a jóvenes con problemas de adaptación. Pero, bueno, así se entretienen. Y mira la parte positiva: se han deshecho de su síndrome del impostor. Falsa seguridad a cambio de pasar por el aro. Hop.

Veo cómo se transforma el talento en objeto de producción y consumo, cómo se les empaqueta y empuja a un ritmo desenfrenado que nada tiene que ver con la creación artística y literaria, y pienso: oye, tengo cuenta activa en cuatro redes sociales y web personal, soy uno más. Tres días sin publicar un tuit, piensa algo, trolea a Soto Ivars aunque sea. ¡Haz un meme! ¡Conecta con tus lectores más jóvenes! Braceas como quien intenta escapar de las arenas movedizas y en realidad te hundes más y más. Joder, me siento como el puto Virgilio haciendo de guía turístico para vosotros. ¿Qué terrible pecado cometieron estos pobres diablos, oh, Virgilio? Son los del #NaNoWriMo. Lo siento, de verdad, no es personal. Pensad que esto de escribir es otra cosa. Que no es una profesión ni un hobby ni nada de eso. Es una enfermedad mental no catalogada y la locura es libertad, los locos pueden hacer lo que les venga en gana. Rómpelo todo, romper es divertido. Que no pasa nada si no puedes definirte o no escribes hoy o mañana o publicas cada tres años y no sales en la última put* antología con lo mejor de la generación que marcará una época. Que llevas tres páginas escritas y ya sientes que la industria editorial es una mierda controlada por señoros de derechas que no te comprenden y te han dado la espalda. Que te quedan cuarenta o cincuenta años de tuitear y postear tus mierdas a diestro y siniestro antes de morirte y que todo el mundo te olvide. Echa el freno. Para un momento y pregúntate: «¿Esto va a ser siempre así?».

No sé vosotros, pero yo no me veo en este tren mucho tiempo. Demasiado traqueteo para tan poco trayecto. Igual no es un tren sino una atracción de feria. Da vueltas y vueltas y, de vez en cuando, sale Faulkner vestido de bruja y te pega con una escoba. Jaja. Es divertido, pero es mentira. Quizá todo sea mentira. Yo soy muy desconfiado. Me cuestiono mucho las cosas. Quizá la literatura, como la vida, solo es un lugar de paso, una impostura breve. Enajenación mental transitoria. Tal vez no se puede ser escritor. Es probable que los escritores ni siquiera existan.
https://www.jotdown.es/2019/01/como-dejar-de-ser-escritor-de-una-vez-por-todas-y-para-siempre/
 
Cómo dejar de ser escritor de una vez por todas y para siempre
Publicado por Guillem López
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DP.
Eso. ¿Cómo? ¿Alguien lo sabe? Dijo Faulkner o, mejor dicho, dice internet que Faulkner dijo: «No seas escritor, escribe». Y, dada la auténtica devoción que sentimos por Faulkner en este pueblo, nos parece de lo más apropiado que suba al escenario y nos orine encima en plan Beastie Boys. No ser escritor, dice, a estas alturas, cuando vamos lanzados a toda velocidad en nuestro Pontiac Firebird hacia un muro de Facebook. Kitt, te necesito. Personalmente, siempre he pensado que lo dejaré de la misma forma en que comencé: un buen día, sin avisar y con la idea de que es para siempre. Puedo dejarlo cuando quiera, lo que pasa es que todavía no quiero. De todas formas, si hay algo compartido por la mayoría de aquellos que se dedican o intentan dedicarse a escribir es justamente la sensación de que estás de paso, de que algún día alguien te va a pedir que no insistas —a pesar de esa idea buenísima para una novela que lo va a petar— y te acompañará hasta la puerta, dándote palmaditas en la espalda y con cara de circunstancias. Que vaya bien. Gracias por su colaboración.

Para mí no es una sensación del todo extraña porque soy de esa clase de personas que nunca se sienten cómodas en ninguna parte y que prefieren estar solas la mayor parte del tiempo. La literatura, el hecho de que alguien lea las ocurrencias generadas por tu loca cabecita —de dudosa originalidad, por cierto— y todo lo que implica la mercantilización de la obra y de uno mismo: presentar tu novela y la de otros de manera coherente y laudatoria, asistir a una sesión de firmas, mantener charlas y debates… supone una montaña rusa de emociones a la que cuesta acostumbrarse. Yo lo hice. No es imposible. Pero siempre con esa sombra gélida, ese John Rambo prescindible ejerciendo de wingman. Tiempo después descubrí que tal sensación tenía un nombre: síndrome del impostor.

The impostor syndrome

Tampoco es que sea una enfermedad mental ni nada de eso —porque no está catalogado como tal—, pero sí que se ha escrito bastante sobre el fenómeno y popularizado mucho en los últimos años. Se supone que cuando uno es incapaz de aceptar su valía y sentirse satisfecho con los logros y los éxitos personales sufre de síndrome del impostor. Vamos, que todo te sale de chiripa y da gracias a que tus amigos te hacen RT, porque si no de qué ibas tú a hacer algo decente, anda, tira pa casa.

No estoy seguro de que el del impostor fuese mi propio síndrome, pero todo el mundo merece uno y los escritores los primeros. Para comenzar, es difícil definirse como escritor o escritora. No creo que los fontaneros o los gestores financieros tengan el mismo problema a la hora de responder a la pregunta: ¿a qué te dedicas? Quizá pasa en todas las áreas artísticas, no lo sé. Tal vez sea porque la mayoría —en realidad, todos, menos tres o cuatro— tiene otra profesión que le paga las lentejas y el tóner de la impresora. Excepto en contados casos de pedantería, la mayoría de noveles se atragantan a la hora de explicar qué hacen en un cuartucho oscuro dos horas antes de entrar a trabajar. Incluso muchos de los autores más o menos asentados prefieren decir que son periodistas o profesores antes que hablar de sus dos novelas publicadas. Yo suelo esconderme, más que nada por evitar las explicaciones que vienen a continuación. ¿A qué te dedicas? Escribo. Oh, no me digas, como Stephen King. A ver si ganas el Premio Planeta. Qué guay. La verdad, no acabo de entenderlo. Como si los libros fuesen importantes hoy en día. Fíjense en la cantidad de películas que están protagonizadas por escritores. ¿Por qué? ¿Qué clase de atractivo le encuentran a alguien que pasa la mayor parte del tiempo sentado, picando entre horas y stalkeando las redes sociales de otros escritores? No voy a entrar en todos esos libros en que el protagonista se dedica a escribir porque igual caemos en el ombliguismo, pero comparten origen y personaje. Existe una mitificación, una mezcla de mística irracional y clasismo burgués con lo de juntar letras. ¿Por qué ocurre esto?

Hay determinadas profesiones que ejercen de títulos honoríficos. Pasa con el médico, al que llamas doctor. Pasa con el político, con los jueces, los sacerdotes, y pasa también con los escritores, especialmente desde la Ilustración. Parece que, muerto Dios, alguien tenía que tomar el relevo del otro mundo, de todos los mundos, incluidos los que explican la vida de esas personitas que ves por la calle. Hay algo sagrado y vetusto en ello, que viene de antiguo, reservado a unos pocos. Después de todo, la literatura nació como explicación del mundo —primero exterior y después interior— y ha estado unida a la religión desde el principio. Me gusta pensar que las raíces de todo este rollo se hunden en el pensamiento mágico y que ese es el motivo por el que todavía produce tal efecto —en uno mismo y en los otros— el definirse como escritor. Si la escritura nació como una necesidad contable, la literatura lo hizo de la magia. Imagino que la primera narradora fue una mujer que salió de la cueva, pasó la noche en vela y al amanecer dijo al resto de la tribu: sentaos, que os voy a explicar una cosita. Había creado el relato del mundo y, al hacerlo, establecido un lugar al que los otros acudían en busca de explicaciones. Más o menos lo que hacemos al leer un libro. Observamos como fisgones un escenario y nos buscamos a nosotros mismos en esa ficción y, a veces, nos encontramos. Toda literatura es mentira y los escritores, mentirosos profesionales y, a pesar de ello, leemos. Reímos y lloramos a sabiendas de la charada y volvemos regularmente a ella como adictos o debido a alguna tara genética o deficiencia vitamínica. Religión pura.

Con todo ese trasfondo, de entrada parece que la dificultad no radica en armarse de valor y salir del armario de las letras, asumiendo el riesgo implícito de parecer un pretencioso, aunque entrañable, desgraciado. Es que la cosa es importante, quizá no sirva para nada en el futuro, pero a día de hoy todavía le otorgamos un valor.

Siento ser el que viene y echa la persiana. Se acabó la fiesta. Me alegro de que hayas vencido tu síndrome, pero hay algo que deberías preguntarte primero: ¿por qué quieres ser escritor? Si la respuesta es «porque tengo una historia que merece ser contada» será mejor que desaparezcas de mi vista, maldito hijo de put*.

Una historia que merece ser contada

800px-FIKA_Cafe_Toronto_Canada_Unsplash.jpg

DP.
¿Y quién no la tiene? En España, a lo largo de 2017, se publicaron casi ochenta mil libros. De ellos, algo más de quince mil eran novelas y, más de la mitad de estas, novedades escritas originalmente en alguna de las lenguas del Estado. Nunca se había escrito ni leído tanto. Casi nueve mil novelas al año. ¿Por qué la tuya tendría que ser especial? La gran mayoría de esas novelas no venderán más de un centenar o dos de ejemplares a base de turra, regocijo y falsa modestia a familiares y amigos —reales o virtuales— por autores que publican vete a saber qué. Gracias a las ventas paupérrimas, de ellos sobreviven muchas editoriales, pero eso da para otro artículo titulado «La burbuja editorial o cómo ahogar a los lectores en libros para mantenernos a flote». Así que lo siento mucho, pero nuestros libros no son especiales, son uno más que será enterrado por una avalancha de novedades. En un lustro, solo tu madre recordará que publicaste y cuando vayas a comer a casa el domingo verás tu novela, en un altarcito, junto a la fotografía de la comunión. Te quedará el regusto amargo de haber respondido a la gran pregunta durante un tiempo. Fui escritor, sí.

Quieto ahí. Ya publiqué, pero ¿sigo siendo escritor? Digamos que lo fui un par de meses. La cosa se movía, apareció una reseña o dos docenas, me entrevistaron en La Vanguardia, oye. No fue mal, nada mal. Pero la duda persiste: ¿lo soy ahora? Bueno, te dices, estoy escribiendo una novela. Nadie lo sabe. Me levanto a las cinco para sacarla adelante, persevero. Así que sí, todavía lo soy.

La mayor parte del tiempo vas a ser algo que nadie sabe, gracias a la fe y el empeño ciego. Ser escritor es el silencio, es tomar aire y sumergirte sin saber cuándo volverás a asomar la cabeza. A lo mejor te vas al fondo, te ahogas en ese cuartito oscuro y ya no vuelves a salir. Nadie te va a echar de menos. Resulta que el mundillo literario es como el puto universo, en su mayor parte está vacío; nada de nada, silencioso y frío vacío. Lo peor de todo es que si le das la espalda y te encierras a escribir una obra maestra, si te lanzas contra la estrella más cercana en plan Ícaro despechado, el universo literario no va a notar nada, ni una mísera perturbación en La Fuerza. Queridos amigos, el público olvida muy rápido, deslumbrado por nuevas explosiones de hype. Resulta que el mercado editorial se reduce a un interminable espectáculo de fuegos artificiales en una noche de verano. Publicar una novela es calzarte un cinturón de explosivos. El mes que viene ya no quedará nada de ti excepto trescientas coincidencias en Google. Quizá por eso pasamos tanto tiempo en redes sociales, reafirmándonos —estoy escribiendo, eo, ¿me escucha alguien? ¡Sigo vivo!—, buscando algo de apoyo que te haga sentir que no te has equivocado, que no estás solo. Tápate los oídos que esto te va a doler: si se cuelga el wifi, estás muerto.

¿Nadie te enseñó eso en el taller de creación literaria «monográfico novela»? Será porque a nadie le gusta que le digan la verdad. La verdad apesta. Es un escupitajo en todo el careto. A mí me ha pasado y eso que he intentado ser suave como un gatito abandonado en la calle un día lluvioso. Pero si dices la verdad no te llevan a casa y arropan en una mantita frente a un cuenco de leche tibia. No. Te rompen el cuello y te tiran al contenedor de orgánicos. Una vez, me pidieron consejo para salir de un bloqueo con una novela que duraba tres años. ¡Tres putos años! Le dije que lo dejase. Que si tenía que escribir esa novela aparecería por sí misma mientras escribía otra cosa. O quizá no, quizá no aparecía y se había equivocado y solo estaba perseverando en algo que no merecía la pena. «¿Por qué quieres escribir una novela?», dije. Me fulminó con la mirada. A la mierda el gato.

Escribir es un derroche de energía, tiempo y talento tan grande que difícilmente se alcanzan las expectativas propias o las generadas por el imaginario colectivo. No digamos ya las de tu suegra, que cada Navidad te pregunta cómo van las ventas. Qué rabia da eso, de verdad. Hay que llevar el ego con correa corta si no quieres darte el batacazo del siglo y acabar en Twitter troleando a Arturo Pérez Reverte, satisfecho porque una vez conseguiste ciento y pico retuits con un meme. Así que, retomando el tema: no eres especial. Quizá todo gira en torno a eso.

Un mundo de gente especial

Seamos conscientes de una cosa, sin ambages, como si fuésemos personas adultas: definirse a uno mismo define a los otros. Resulta que cuando te pones la etiqueta, cuando por fin consigues saber qué eres, a qué quieres dedicar tu tiempo y corres a modificar tu perfil de LinkedIn y tu avatar de yo qué sé, también estás definiendo a los demás. Pero, oye, esto es un sálvese quien pueda, ¿no? La mayor parte de gente no es lo que tú eres. En eso consiste vivir en el mundo del individualismo, pero deseando pertenecer a un grupo. Yo también escribo. Dejadme entrar. Dentro vas a encontrar un montón de gente con la que compartir un interés, decálogos sobre la creación literaria y frases motivacionales. Es fantástico. Para alguien como yo es lo más parecido al infierno, pero vale para gran parte de la población occidental, así que algo positivo le habrán visto.

La cuestión es que has vencido el síndrome del impostor que te has autodiagnosticado y declarado a los cuatro vientos que eres escritor o escritora como parte del tratamiento que te has autorrecetado. Ciento treinta y dos likes, genial. Sin embargo, hay alguien ahí, al otro lado, que se ha quedado fuera porque has cerrado al entrar. Calma. Sé que no lo has hecho a propósito. Pero alguien, en alguna parte, mira la pantalla de su teléfono y piensa «Mierda, ¿por qué yo no?». Ha publicado un relato, está trabajando en su primera novela, va un taller de escritura, tiene seiscientos seguidores en redes. Joder, sí, puede ser escritor. Pero ¿no lo es el que solo publica en Wattpad o en un blog o el que edita un fanzine y ni siquiera se preocupa de las putas tildes? ¿Dónde hemos puesto el listón? ¿Cuándo se para la ruleta del empoderamiento? No te has definido como escritor para aceptar que todos los que andan a tu alrededor también lo son o pueden serlo. Porque en ese caso, si todos los que hay en tu TL son escritores, mierda, vaya fiasco. En la última fila alguien levanta la mano y dice: «No es cuestión de lo que publiques, ni siquiera de publicar, sino de actitud, una forma de vivir». Ay, madre. Ser escritor es una forma de vivir la vida. ¿Y cuál es la vida y la actitud correcta?

Ira. Depresión. Aceptación

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DP.
Creo que a estas alturas ya podemos decir que estamos abusando del síndrome del impostor como refugio para la mediocridad y la frustración de gente con exceso de información. No pasa nada. No te culpes. Es uno de los males de la sociedad contemporánea. Es como cagar sangre y consultar en Google. A mí me pasó y todavía no he muerto. Así que estás cagando sangre a lo bestia y no sabes qué pasa con tu vida que va a la deriva, a la deriva va. ¿Te dijo alguien que en eso consiste la existencia? ¿No? Qué raro. Estaría bien una línea de productos —tazas de desayuno, bolígrafos, imanes para la nevera,…— con frases realistas en plan: «A lo mejor fallas. No todo te va a salir bien a la primera y probablemente, nunca. Por mucho que luches puede que no consigas lo que quieres. Hagas lo que hagas, nunca te abandonarán las dudas y la posibilidad de equivocarte siempre estará ahí». No me explico por qué estas cosas no triunfan en las tiendas de regalo de todos los duty free del mundo. Sin embargo, te asomas a Instagram y todo es gente sonriente que lucha y consigue sus sueños, que escriben como si se hiciesen una Paj* y a los que todo les sale a las mil maravillas. El puto éxito frente a tus narices, 24/7. Es cierto. Esa gente existe y, aunque lo parezca, no siempre van colocados de éxtasis. Mira, entre tú y yo, no representan a nadie más que a ellos mismos y no son modelo de nadie, excepto para el mercantilismo de la creación artística. Resulta que este sistema neoliberal nuestro los ha convertido en tótem y objeto de deseo de los miles y miles que tienen escrito en su taza del desayuno: «Hoy puede ser un gran día si tu quieres». De eso se trata, de construir modelos y crear necesidades.

Personalmente, admiro mucho a esa gente que se levanta y escribe cuatro mil palabras antes de ir al gimnasio, hornear una tarta y pulirse tres capítulos de la serie de moda que no te puedes perder. A mí me cuesta putos horrores escribir mil palabras pasables, cocinar pasta con tomate, tender la ropa y no dormirme en el sofá antes de las once. No soy el único. Hay muchos escritores que sudan sangre y cafeína frente al teclado. Lo de escribir en el Starbucks mientras disfrutas de un frapuccino y postearlo en Instagram es una cuchillada en la línea de flotación de todos aquellos que nos devanamos los sesos por sacar tiempo de donde sea y hacer algo bien. Sin embargo, ese esfuerzo, lo ingrato de escribir tres páginas y al releerlas murmurar «Esto es una put* mierda» —sin que nadie vía redes te mienta a la cara: «Me encanta, enamorado de los personajes»—, esa sensación no se publicita. ¿Sabes por qué? Porque nadie vende un producto si la propaganda dice: «Vas a sufrir como un cerdo en el matadero y puede que no te sientas bien después, tú mismo». Te están vendiendo un producto y el producto, además del comprador, eres tú.

Yo, mi historia, mi mundo

Ahora es cuando la cosa se pone interesante. Tres mil palabras y ya casi alcanzamos una explicación a la epidemia de síndrome del impostor. He visto una luz al final del túnel y una silueta, una sombra, y esa sombra eras tú. Tú, tu historia, tu mundo. No hablo de la autoficción, sino de que toda la ficción es autoficción. Quizá esta sea la máxima expresión de los tiempos que nos toca sufrir. Cuando la literatura del yo, mí, me, conmigo, se junta con las ganas de hacer el voyeur. Vivimos en una sociedad de exhibicionistas y mirones. No solo nos convertimos gustosos en nuestro propio producto, invertimos en cursos para posicionarnos en redes, monetizar el blog, generar correo basura sin que se note, administrar múltiples plataformas para alcanzar a más público target, sino que, además, nos sobreexponemos voluntariamente y colgamos fotos de nuestros hijos, la paella del domingo, zapatos nuevos y el Earl Grey que desayunas frente a la pantalla antes de escribir cuatro mil palabras, atender el huerto urbano del balcón, hacer punto de cruz y asistir a una presentación literaria la hostia de trascendente del libro que marcará un antes y un después en el género. El postureo es agotador, pero es la parte contractual que aceptamos con mayor o menor agrado. Es nuestro fistfuckin’ de cada día. Y para entrar en esa rueda tan molona que lo aplasta todo y consume los datos de tu teléfono, tienes que definirte: soy escritora, soy escritor, bienvenidos. Te defines y te expones y empujas a los otros a definirse y a exponerse. Todo encaja y rueda. El capital no quiere sujetos indecisos, no quiere personas reflexivas. El capital quiere etiquetarte y clasificarte porque así es como funciona: todo bien compartimentalizado, cada cosa en su sitio. Pasillo tres: escritores de novela histórica; pasillo cuatro: escritores de novela negra; pasillo cinco…

La estrategia consiste en crear necesidades y modos de comportamiento, sectorizar y homogeneizar la diversidad y los modos de ser, sentir y escribir. Todos diferentes, pero todos iguales. Convertir el movimiento en lo estático, lo prolongado en inmediato. ¿Ves? Ya estás en el escaparate. Tanto tiempo deslumbrado por las luces de Navidad, cual pobre niño callejero dickensiano, y ahora te encuentras al otro lado. Ya eres un producto más. La gente indefinible resulta incómoda a los algoritmos: no son predecibles, no son clasificables, no son buenos clientes. Aunque al menos se acabó el sufrimiento, la presión insoportable de no saber qué eres y poder demostrarlo —porque todo se reduce a eso: demostrar al mundo, vivir hacia fuera, luchar, emprender—. Una vez más, el sistema atacando a traición a los más jóvenes, metiendo prisa, susurrando a su oído: tienes que definirte rápido, qué eres, qué quieres ser, antes de que sea demasiado tarde. Pero ahí va una verdad: básicamente, no saber lo que eres ni lo que vas a hacer con tu vida es en lo que consiste la adolescencia y parte de la edad adulta. Antoine de Saint-Exupéry dijo que «vivir es nacer poco a poco». ¿Qué prisa tienes por echarte un fórceps al cuello? Querido, la sensación de que estás de paso, en tránsito continuo, te acompañará siempre.

A falta de una finalidad vital, algo que le dé sentido a todo este montón de mierda y dudas sin fin, la etiqueta se toma como meta: una vez te defines, puedes respirar tranquilo. Eres reconocible para un grupo, tu avatar y nombre de usuario será tu uniforme: uno de los nuestros. Pero cuando se ingresa en un grupo, una vez más, se les dice a otros que se han quedado fuera. Mejor suerte la próxima vez, pringados, aunque si lucháis como yo, quizá podáis conseguirlo. Lucha, esfuerzo, sudor de tu frente. Si fracasas, es que no sudaste lo suficiente. Círculo cerrado.

Level up!

La cosa no ha hecho más que comenzar. Ahora es cuando Faulkner te atropella con un tractor. Resulta que la angustia se transformará en una carrera eterna por seguir el ritmo de todos aquellos que elegiste como modelo y convertirte en ellos: escribir cuatro mil palabras, beber Earl Grey, asistir a presentaciones, impartir un taller —creación literaria: monográfico novela—, leer novedades, leer clásicos, quejarte de las quejas de Javier Marías, buscar en Google nuevas reseñas, subir la foto a Instagram de todo ello y hacer RT a la gente que te menciona. Y después, si te queda tiempo, compras los billetes de avión para ese festival literario tan de moda al que no te han invitado —¿cómo puede ser?— y hay que asistir porque todo el mundo va a estar allí y no puedes faltar, aunque tengas que pagarlo de tu bolsillo. Porque, ¿sabes una cosa? Es una sensación horrible quedarte en casa mientras los otros cuelgan fotos de un acto literario, una entrevista, un nuevo libro publicado, un Earl Grey o un gato mirando la lluvia al otro lado de la ventana. Es horrible el silencio. Es horrible abrir las notificaciones de Twitter y nada nuevo. Es horrible entrar en tu perfil de Goodreads y ni una reseña en los últimos seis meses. Un año hace que publicaste la novela y, ahora, ¿qué? Desde entonces han pasado por los estantes de las librerías ocho mil cuatrocientas siete novedades que no has podido comprar ni leer, cientos de fotos de Earl Grey y cerveza artesanal, la presentación de Fulanito, mesa redonda «Presente y futuro de la edición en España», pantallazos de actualización de cuenta palabras,hablan de mi libro en este podcast, los más vendidos de la Feria del Libro, alguien firmando un contrato de edición, retratos de paella de domingo de gente que no conoces, filtro Valencia. Y tú, ¿qué? En casa, cenando ensalada de ansiolíticos. Es horrible. Publicar tuit: «Hoy de relax. Sofá, mantita y serie. #Writerlife». Y así hasta que te mueras. Enhorabuena. Faulkner ha dejado el edificio.

Dame veneno que quiero morir, dame veneno

Cuidado al entrar que resbala. La cosa se me ha ido de las manos y lo he puesto todo perdido en plan consulado de Arabia Saudí. Nadie dijo que este viaje iba a ser agradable. Faulkner manda. Lo siento. Habrá gente ofendida, gente que dirá que la literatura no es así, que tengo una visión muy limitada de todo lo que rodea a la escritura. Después lo comentarán en Twitter: #alertaultra. Soy un ácrata, sí. Pero mira la portada de El Cultural, mira qué pasada María Dueñas con la manita en la barbilla, Nueva York de fondo, y esa seguridad aplastante en la mirada. Joder, escucho las trompetas de Jericó cada vez que veo esas portadas en los suplementos culturales. Son como el puto hard porn del rollo literario. Yo también quiero follxx como ellos. Después os quejáis de que Youporn define el comportamiento sexual de los adolescentes. Bukkake en las páginas centrales del ABC. En fin, tengo una visión muy limitada y muy poco romántica de este negocio —sí, es un negocio: no somos una familia, ni colegas, ni writerpals, ni nada de eso—. Ni siquiera tenemos un puto sindicato que nos defienda de los abusos. No hablamos con sinceridad de los anticipos, las tiradas y todas las veces que te han foll*do en plan guarro en la última página de un contrato de edición. El mismo contrato del que subiste a Facebook una fotografía cuando firmabas, sí. Esa es nuestra portada con Nueva York al fondo. Por cada foto de un escritor sonriente junto a las plantas en el alfeizar de la ventana, hay cinco autores en construcción que lloran o llorarán porque no pueden escribir todos los días —¿quién coxx dijo que hay que escribir todos los días para ser escritor? ¿Quién?— y, cuando lo hacen, no es lo que esperaban o es una mierda o nadie se lo publica y encima casi no tienen followers. Ocho likes a tu gato encima del teclado: «Qué travieso, no me deja escribir». Exportamos modelos inalcanzables como quien vende heroína en barrios chungos a jóvenes con problemas de adaptación. Pero, bueno, así se entretienen. Y mira la parte positiva: se han deshecho de su síndrome del impostor. Falsa seguridad a cambio de pasar por el aro. Hop.

Veo cómo se transforma el talento en objeto de producción y consumo, cómo se les empaqueta y empuja a un ritmo desenfrenado que nada tiene que ver con la creación artística y literaria, y pienso: oye, tengo cuenta activa en cuatro redes sociales y web personal, soy uno más. Tres días sin publicar un tuit, piensa algo, trolea a Soto Ivars aunque sea. ¡Haz un meme! ¡Conecta con tus lectores más jóvenes! Braceas como quien intenta escapar de las arenas movedizas y en realidad te hundes más y más. Joder, me siento como el puto Virgilio haciendo de guía turístico para vosotros. ¿Qué terrible pecado cometieron estos pobres diablos, oh, Virgilio? Son los del #NaNoWriMo. Lo siento, de verdad, no es personal. Pensad que esto de escribir es otra cosa. Que no es una profesión ni un hobby ni nada de eso. Es una enfermedad mental no catalogada y la locura es libertad, los locos pueden hacer lo que les venga en gana. Rómpelo todo, romper es divertido. Que no pasa nada si no puedes definirte o no escribes hoy o mañana o publicas cada tres años y no sales en la última put* antología con lo mejor de la generación que marcará una época. Que llevas tres páginas escritas y ya sientes que la industria editorial es una mierda controlada por señoros de derechas que no te comprenden y te han dado la espalda. Que te quedan cuarenta o cincuenta años de tuitear y postear tus mierdas a diestro y siniestro antes de morirte y que todo el mundo te olvide. Echa el freno. Para un momento y pregúntate: «¿Esto va a ser siempre así?».

No sé vosotros, pero yo no me veo en este tren mucho tiempo. Demasiado traqueteo para tan poco trayecto. Igual no es un tren sino una atracción de feria. Da vueltas y vueltas y, de vez en cuando, sale Faulkner vestido de bruja y te pega con una escoba. Jaja. Es divertido, pero es mentira. Quizá todo sea mentira. Yo soy muy desconfiado. Me cuestiono mucho las cosas. Quizá la literatura, como la vida, solo es un lugar de paso, una impostura breve. Enajenación mental transitoria. Tal vez no se puede ser escritor. Es probable que los escritores ni siquiera existan.
https://www.jotdown.es/2019/01/como-dejar-de-ser-escritor-de-una-vez-por-todas-y-para-siempre/
 
Wajdi Mouawad: Cielos (La sangre de las promesas)



Idioma original:
francés
Título original: Ciels
Traducción: Eladio de Pablo (edición en castellano), Cristina Genebat (edición en catalán)
Año de publicación: 2009
Valoración: recomendable

Bien es sabida, y ULAD es testigo de ello, la gran admiración que siento por Mouawad, pues sabe transmitir como pocos la belleza existente que se oculta tras la crueldad y maldad de muchas acciones humanas.

En esta cuarta obra, que cierra la tetralogía teatral de «La sangre de las promesas», el escritor de origen libanés pone el broche final a un conjunto de obras que, a pesar de su diversidad, sobrevuelan un punto común: la tragedia que arrastra la humanidad, de generación en generación.

Con este aspecto en mente, el autor da un salto importante hacia la moderna sociedad occidental actual y el resultado es una obra que afronta cierto riesgo estilístico, pues se desmarca en parte de aquello a lo que nos tenía acostumbrados. Así, en «Cielos», el autor nos sitúa en un lugar apartado de la sociedad, en medio de un bosque, donde un grupo de investigadores (traductores, expertos informáticos, criptógrafos, etc.) trabaja a contrarreloj para tratar de abortar un ataque terrorista. El ataque parece inminente, y el descifrador con el que cuentan se acaba de su***dar por motivos que nadie conoce. Por ello, esta célula antiterrorista francófona no está en su mejor momento pues, además de la presión por resolver el lugar y día del atentado, deben sobreponerse a la muerte de uno de sus principales investigadores. Eso les empuja a adaptarse a la nueva situación, y a la incorporación de un nuevo miembro en un equipo cerrado, poco amante de los cambios. Así, no únicamente deben descubrir el lugar del próximo atentado, sino que tendrán que librar una batalla interna y luchar contra sus propios egos, sus propias vidas en el interior del recinto y las que en paralelo transcurren lejos de ellos con sus correspondientes familias que quedan cada vez más lejanas. Con ello, asoman las dudas, aparecen los miedos, aumentan los temores de ser conscientes de su creciente soledad. Estamos en fechas cercanas a la Navidad, y la sensación de que va a producirse un atentado provoca que aumente la tensión entre los investigadores. La inminencia apremia a encontrar la solución al enigma, y los ánimos no son los mejores para combatir tamaño desafío.

Analizando esta obra dentro de la tetralogía, es posible que, tras la inmensa «Incendios» o incluso «Litoral», este texto haya quedado algo escondido o no se le haya dado la importancia que sí tiene. Podría ser debido a que, en «Cielos», el autor se aparta del habitual escenario de Oriente de las dos primeras obras para situarlo en pleno Occidente, cambiando también un paisaje pobre y desértico por un entorno plenamente tecnológico. Es cierto que en «Bosques» (tercera obra de la tetralogía) ya el autor se desmarcaba de esas tierras orientales para situar la historia en el centro de Europa, pero aquí el autor da un paso más y arriesga enormemente, pues hace chocar dos mensajes en apariencia plenamente desasociados: los orígenes y el peso del pasado con la moderna sociedad actual. Y también es posible que entre tanto mensaje cifrado que aparece en el texto, el lector pierda de vista en algún momento que la historia no trata sobre tecnología o criptografía, sino sobre el comportamiento humano; en este aspecto, también el lector debe descifrar el propio código bajo el que el autor envuelve la novela y encontrar en ella su motivación real, evitando que los enigmas tecnológicos nos aparten de los realmente importantes: los que componen el alma humana.

De esta manera, en esta obra, y a pesar de ser estilísticamente algo diferente a lo que nos tiene acostumbrados Mouawad, siguen planeando sobre ella los elementos nucleares característicos que conforman su obra: los orígenes de las personas y la tragedia que arrastran. Así queda plasmado en un par de fragmentos del texto cuando un personaje pregunta a otro: «¿Cómo quieres hacerte mayor, sino? ¿Cómo lo harás para saber quién eres y de dónde vienes si no te interesas por lo que existió antes de ti?». En este fragmento queda patente la preocupación constante del autor por la búsqueda y redención del pasado, aspecto común y central en todas sus obras teatrales. Es probable que su propia experiencia vital, emigrando a los nueve años de edad del Líbano a Canadá a causa de los conflictos civiles en su país de origen marcaran su manera de entender el mundo y la vida, y ese conflicto interior y la necesidad de encontrarse con su pasado se plasma en toda su obra.

Por todo ello, esta obra es recomendable ya que demuestra una vez más que el autor puede moverse en diferentes escenarios sin perder de vista aquello que quiere transmitir, aquello sobre lo que quiere que reflexionemos, aquello que le preocupa hasta el punto de escribir sobre ello en cada una de sus obras. Y es que Mouawad sabe emplear hábilmente el lenguaje para envolver la tragedia y el horror con un manto de belleza narrativa. La potencia de sus palabras asusta por el mensaje transmitido, pero es a través de esa belleza que consigue que nos llegue a nuestro ser más profundo, a nuestras raíces, como las raíces y orígenes que conforman cada uno de los personajes que protagonizan sus obras, sugiriendo que la maldad y el horror la arrastramos a través de la historia creada por nuestros antepasados, por tantas guerras sufridas, por tantas batallas libradas, y por todo el mal que entre todos hemos traído al mundo. Siempre habrá la esperanza que el arte, a través de su puesta en escena, nos recuerde que, al final, todo está en nuestras manos y que el destino de la humanidad no debería dejarse en manos de una tendencia cruel arrastrada durante tantos años, sino que debería recaer en la belleza y la esperanza de cambiar el rumbo de la historia y poder dejar un mundo en el que finalmente podamos sentirnos en paz, con el mundo, pero también con nosotros mismos.

También de Wajdi Mouawad en ULAD: Litoral, Ánima, Bosques, Incendios
http://unlibroaldia.blogspot.com/2019/01/wajdi-mouawad-cielos-la-sangre-de-las.html
 
Homero: Ilíada y Odisea, el manga


Idioma original: griego antiguo / japonés

Título original: Manga de dokuha. The Iliad and the Odissey
Año de publicación: 2011
Traducción: Marta E. Gallego Urbiola
Valoración: entretenido (imprescindible para el postureo intelectual)


Pues sí, lectores y lectoras de ULAD y, sin embargo, amigos: hay que reconocer que en los ya casi diez años (¡¡¡10!!!) y entre las tropecientas mil reseñas publicadas en este apabullante y augusto blog, no ha habido aún ninguna dedicada al padre fundador, al Master Chef and Commander de la literatura occidental, al coloso de la lírica y la narrativa, el mismísimo Homero, el inmortal bardo ciego (¡bieeen, bravo... aplausos!). Ahora bien, no os llaméis a engaño. lo siento si pensáis que me voy a tragar los 27784 versos de la Ilíada y la Odisea en griego antiguo, o incluso en castellano moderno, para que luego vosotros leáis la reseña en diagonal y con un click, a otra cosa, mariposa... Pues de eso nada; por suerte, siempre podemos con la colección de mangas de la otra h, que junto con el Rincón del Vago, son los mejores amigos de los alumnos de ESO poco motivados y de los reseñistas displicentes.

Así encontramos aquí, en un solo librito de 200 páginas y sin el menor rebozo, los dos pilares maestros de la narrativa occidental desde hace 29 siglos.Y con unos dibujicos la mar de resultones, qué caramba... Como es de suponer, ninguna de las dos obras se cuentan con todo detalle, pero sí con la suficiente claridad para ser entendidas por un lector aún ajeno a ellas, como puede ser, en un primer lugar, un adolescente japonés, supongo yo. Faltan episodios especialmente amenos, como el intento de las sirenas de atraer a Ulises o cuando Circe convierte a sus compañeros en simpáticos cerditos, pero sí están, claro, el del Cíclope y, desde luego, la disputa con los pretendientes de Penélope.

En el caso de la Ilíada, la narración se centra, como no podía ser de otra forma, en las vicisitudes de los diversos héroes y otros personajes principales: Aquiles, Héctor, Paris, Patroclo, Agamenón, etc... , pero también, de manera significativa, en las disputas y encaprichamiento de los distintos dioses a los que se hace responsable, de forma más explícita que implícita, en realidad, del desastre de aquella guerra. Por lo que respecta a la Odisea, hace hincapié, más que en el viaje de Ulises,que es lo que le mola al lector moderno (quizá por culpa de Joyce y de Kavafis), en lo que sucedía mientras en Ítaca, con los dependientes gorrones, las tribulaciones de Telémaco y luego, sobre todo, lo que sucede al regresar por fin el héroe, cual caballero oscuro, pero sin traje de murciélago, sino con pintas de pobretón. En fin, no me extiendo más , porque si luego no leéis la monumental obra de Homero diréis que es por culpa mía... (guiño - guiño - codazo).

En todo caso, la de este manga es una lectura amena y rápida, que incluso se puede considerar imprescindible para todo "cultureta" (no os ofendáis) que pretenda lucir un barniz clásico pero sin el excesivo esfuerzo de desentrañar los interminables hexámetros que componen estas obras y perder un tiempo que bien se puede dedicar a ver series de Netflix. Vaya, pues ahora que lo pienso, ya podían hacer una serie con esto, en plan Juego de Tronos... o por lo menos alguna peli, así como de acción, ¿no? A ver si en Hollywood toman nota y se ponen a ello... ; )
http://unlibroaldia.blogspot.com/2019/02/homero-iliada-y-odisea-el-manga.html
 
Edgardo Rodríguez Juliá: Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo



Idioma original: Castellano
Año de publicación: 2018
Valoración: Muy recomendable

El paso del tiempo, los años vencidos e inertes, esa amarga convicción de que “llegar a viejo es graduarse en la humillación propia y la burla ajena”. Un estado vital en el que todo lo memorable ya ha ocurrido, donde toda la pólvora ya ha estallado y apenas queda encajar decepciones y pérdidas. Ese es el marco en el que se desarrolla Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo, la nueva novela de Edgardo Rodríguez Juliá (Río Piedras, Puerto Rico, 1946). En estos tiempos raros y desabridos en los que Netflix subtitula al castellano una película mexicana, zambullirse en un nuevo libro de Edgardo Rodríguez Juliá proporciona una estimulante y placentera inmersión en este “morrocotudo español antillano”, repletito de palabras y giros tan desconocidos como sorprendentes. Un regalo precioso.

Las historias de Edgardo Rodríguez Juliá son exigentes con el lector. Las tramas son enrevesadas, los personajes complejos, las anécdotas se acumulan y el relato va ciñendo sus contornos entre la densidad de los argumentos. Más allá del idioma compartido y diferente, y de las circunstancias históricas concretas que envuelven este relato y que escapan a quien no esté familiarizado con el devenir histórico de Boriqén, la isla más pequeña de las Antillas mayores –como es mi caso-, Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo recrea una época y una atmósfera, la del barrio de Santurce, en San Juan, la capital isleña, entre los años cuarenta y sesenta del siglo XX.

Y lo hace a través de un elenco de personajes, habitantes del barrio que se va conformando como el espacio propio de la burguesía a la que la ciudad antigua y colonial le queda obsoleta y exhibe en estas playas y avenidas posición y ambición, irguiendo hoteles, apartamentos, piscinas o lugares de ocio. Ahí están los personajes de Edgardo Rodríguez Juliá. Aunque periféricos, se muevan en los márgenes de esa clase social, de esa "placidez clase medianera", puesto que subsisten sin apenas liquidez en “esta enormidad que se nos ha venido encima que es el tiempo”. La narración se estructura en tres episodios -La Tertulia, El Mulato, La Cantante- que se deslizan desde los años 40 a los 60, en los que “todos vivían temerosos de haber ya zarpado en la nave del olvido”.

Por ahí pululan Antonio Paolí, el cantante tenor que nunca llegó a triunfar, entre la tertulia del restaurante “El Chévere” –todos dispuestos a despellejarse sin entusiasmo aunque con sistemático encono- y el apartamento en el que le esperan su esposa Adina y su hermana Amalia. O don Quirico, un mulato melancólico empeñado en perseguir las sombras del violinista Brigetower, con su misma tonalidad cutánea, que anduvo por la Viena del siglo XIX y a quien Beethoven compuso la Sonata Kreutzer, aunque luego le retirase la dedicatoria. O Lucienne Suzanne Dhotelle, Mome Moineau, que cantó en los cabarets de París, “la marimacha mamarracha más cachetera que he conocido”. O el doctor Manuel Igartúa Planell, un odontólogo generoso con la benzedrina y empeñado en el avance científico mediante su ingenioso prototipo del Orgasmotrón. O también don Félix Benítez Rexach, el industrial grisáceo y calvinista, ingeniero de rutilantes fracasos…

Una sociedad provinciana e insular, alejada del pulso de la modernidad aunque no por ello desconectada del resto del circo mundial, que afronta sus días apegada a la vanidad y al ocio caribeño -"en el fondo de cualquier antillano hay un bujarrón"-, con la ostentación y el pavoneo arraigado hasta la médula, cuajada de intenciones malévolas y de ironías solapadas. Indolente ante los conflictos que burbujean en sus entrañas, las tensiones entre nacionalistas y pitiyanquies, entre lo rural y lo urbano, o las mujeres que se saltan los roles convencionales, o las nuevas formas y sustancias de buscarse placer o evasión. Y en la que, por supuesto, la violencia, irracional, brutal, puntual, nunca deja de presentarse para exhibir su arraigo en la idiosincrasia local.
http://unlibroaldia.blogspot.com/2019/02/edgardo-rodriguez-julia-tres-vidas.html
 
Palabras mayores y otras menores en el Quijote
Publicado por Yolanda Gándara
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El hombre que mató a Don Quijote (2018). Imagen: Kinology / Amazon Video.
Hijo de put*, el insulto en castellano por antonomasia, aparece en el Quijote en todas las formas posibles (hideputa, hijo de put*, hi de perro, etc.), utilizado tanto en sentido negativo como positivo e incluso con el tratamiento don antepuesto.

El don como refuerzo en expresiones insultantes se utilizaba ya desde la Edad Media, al igual que señor. Ambos tratamientos habían sufrido una desviación semántica que hoy pervive en el adverbio so [señor degeneró en seor, seó y so (so gandul, so pícaro del actual lenguaje vulgar)] (1). Don solo conserva un uso irónico en expresiones como don perfecto.

Cervantes usa señor en algunos casos —tanto con valor irónico (señor barbero) como de intensificación del insulto (señor ladrón)— y don con mayor frecuencia: don bellaco, don villano, don patán rústico y mal mirado, don tonto y varios casos más entre los cuales cabe resaltar el que podríamos considerar el colmo de los insultos: don hijo de la put*, pronunciado por don Quijote a Ginés de Pasamonte en el episodio de los galeotes:

«Pues voto a tal —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la put*, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas». (I-XXII)

También podemos encontrar ejemplos que ponen de manifiesto que ya en tiempos de Cervantes existía la dicotomía entre el uso ofensivo y el halago, que perdura en nuestros días. Encontramos un uso prolijo del insulto como piropo en casos muy similares a la descripción de Aldonza Lorenzo por parte de Sancho:

«¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz!». (I-XXV)

Además, Cervantes introduce una justificación de este uso en boca de Sancho:

«—Digo —respondió Sancho— que confieso que conozco que no es deshonra llamar “hijo de put*” a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». (II-XIII)

Esta circunstancia nos da una idea de la cotidianeidad del término en nuestra lengua desde antiguo, lo que ha provocado un cambio léxico-semántico hasta perder la referencia a la madre para significar simplemente «mala persona», según el diccionario actual. Muy mala o admirable, diría yo, aunque el sentido laudatorio no está recogido y su uso tiene muchas limitaciones.

También tiene doble uso y también se ha relativizado la carga ofensiva del considerado uno de los mayores agravios, según advierte Sebastián de Covarrubias (2) en la definición de cabrón:

«Llamar a uno cabrón en todo tiempo y entre todas naciones es afrentarle. Vale lo mismo que cornudo, a quien su mujer no le guarda lealtad, como no la guarda la cabra, que de todos los cabrones se deja tomar […] Y también porque el hombre se lo consiente, de donde se siguió llamarle cornudo, por serlo el cabrón (según algunos)».

El mismo autor señala más claramente la gravedad injuriosa en la definición de cornudo:

«El decir a uno cornudo es una de las cinco palabras injuriosas, que obligan a desdecirse de ellas en común, fuera los que excepta la ley, como se dispone en la ley 2, tít. 10, lib. 8, de la Nueva Recopilación».

El entusiasmo de Covarrubias se mantiene en 1729 en la definición del Diccionario de Autoridades: «Metafóricamente el que sabe el adulterio de su mujer y le tolera o solicita. Esta palabra se tiene por muy injuriosa en España y en otras naciones de la Europa, y es una de las de la ley». El diccionario incluye además una entrada para cabronazo, que viene a ser lo mismo que cabrón, con el agravante de haber perdido la vergüenza y hacer gala de ello. Esta falta de aprensión apuntaba maneras para convertirse en piropo.

El Diccionario de la lengua española actual mantiene como segunda acepción: «Dicho de un hombre: que padece la infidelidad de su mujer, y en especial si la consiente», que convive con la más extendida, «que hace malas pasadas o resulta molesto». Así pues, aún en nuestros días, no se ha desprendido de su primer sentido o al menos así lo registra el Diccionario.

Cervantes lo usa con mucho recato, mediante un truco que hoy nos puede parecer pueril: recurrir al juego de palabras entre cabrito y cabrón. Tres veces aparece en el Quijote el término de forma similar a este párrafo del diálogo, cuajado de pullas, que mantienen el duque y Sancho Panza a propósito del vuelo de Clavileño.

«—Decidme, Sancho —preguntó el duque—: ¿vistes allá entre esas cabras algún cabrón?

—No, señor —respondió Sancho—, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna». (II-XLI)

Bien porque cabrón no fuera un insulto tan familiar como hijo de put*, obviando la consanguineidad, bien por su mayor carga ofensiva, Cervantes lo utiliza muy poco y de forma solapada, nunca dirigido a alguien directamente.

Descendiendo unos escalones en la gravedad agraviante, si se me permite la tontería, encontramos un improperio muy popular en la época: harto de ajos. El olor de ajos y cebollas era considerado propio de villanos, como explica el propio don Quijote en los consejos segundos que dio a Sancho Panza:

«No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería». (II-XLIII)

Cervantes pone este insulto en boca de varios personajes, sobre todo de don Quijote referido a Sancho. El ingenioso hidalgo parece tener un olfato muy desarrollado para la villanía, pues detecta «un olor a ajos crudos» en la aldeana del Toboso a la que toma por Dulcinea.

La baja estofa inspira muchos más apelativos (gañán, faquín, belitre, ganapán, patán rústico, destripaterrones, pelarruecas, etc.) y es una de las dianas a las que apunta para insultar con frecuencia don Quijote, aunque no es el único, junto a la ignorancia o falta de cultura (bellaco, mentecato, sandio, menguado, mostrenco o el frecuentemente usado por Sancho porro para autodenominarse «tonto») y el espíritu burlón, que produce varios improperios curiosos como mentecato gracioso, socarrón y mentecato, truhan moderno y majadero antiguo.

De difícil clasificación son numerosas expresiones insultantes que podemos encontrar como ojos de machuelo espantadizo (mochuelo en algunas ediciones), desuellacaras, echacuervos (alcahuete), silo de bellaquerías, cuesco de dátil (hueso), corazón de mantequillas, ánimo de ratón casero y un largo etcétera de términos más livianos que el contundente hijo de put* con el que abríamos fuego y que, sin embargo, no se encontraba entre esas cinco «palabras mayores» (frente a otras palabras menores y livianas) de la Nueva Recopilación que menciona Covarrubias, que no son otras que gafo, somético, cornudo, traidor y hereje. A las cinco palabras mayores se añadió posteriormente put* (3), siempre y cuando se dirigiera a una mujer casada. Resulta llamativo que put*, a pesar de haber registros abundantes de su uso injurioso, no mereciera tal consideración y que uno de los mayores agravios fuera gafo. Covarrubias dedica varios párrafos a esta curiosa palabra, incluso se justifica por ello arguyendo la necesidad de explicar su gravedad, lo cual nos indica que ya era un tabú insondable. Significaba «leproso» y, por extensión, «tullido» (la enfermedad provocaba la contracción de los nervios y tendones, dándoles forma de garra). Como la mano de Cervantes a causa de las heridas de batalla. Con la otra escribía:

«—Mucho —replicó don Quijote—, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho.

—Por Dios —dijo Sancho—, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo». (II-XXIX)

Sancho Panza saca gafo de cosmógrafo, puto de cómputo y meo de Ptolomeo. Un juego de palabras que podría hacernos cuestionar el título de Príncipe de los Ingenios. A no ser que imaginemos el eco del pensamiento de los lectores coetáneos clamando: «Ha dicho gafo».

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(1) Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, 1981

(2) Tesoro de la lengua castellana o española, 1611

(3) Novísima Recopilación de las Leyes de España, 1805, Título XXV: De las injurias, denuestos y palabras obscenas. «Cualquiera que á otro le dixere: gafo o sodomético, o cornudo, o traidor, o herege, o put* á muger que tenga marido, o otros denuestos semejantes, desdígalo ante el Alcalde y ante hombres buenos, al plazo que el Alcalde le pusiere; y pague trescientos sueldos…».

https://www.jotdown.es/2019/01/palabras-mayores-y-otras-menores-en-el-quijote/
 
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