Y suma y sigue:
Juan Carlos I «El gran traidor» cumple 80 años.
Franco no tenía por qué instaurar la monarquía –nunca restaurar, ojo al parche–, pero monárquico él y sabedor de que su figura era irrepetible, consideró como única opción factible y realista la de instaurar la monarquía, bien que hizo lo posible por sanearla, algo realmente valiente, desplazando a Don Juan y confiando en «Juanito», la nueva generación, al cual dedicó cuantos esfuerzos, gastos, cariños y consejos pudo mientras le fue posible.
Por Francisco B. Ayuso
5/01/2018 España
El rey emérito cumple ochenta años y todos hacen balance y… le felicitan. Pues bien, nosotros hacemos balance y… no sólo no le felicitamos, sino que demandamos su juicio y condena por recalcitrante perjuro y traidor a todos y a todo.
Traído por el Caudillo una vez que comprobó la insensatez, la irresponsabilidad, la falta de luces, la ambición y la estulticia de su padre, que nunca entendió ni asumió la reciente y trágica historia de España –en buena medida debida a que Alfonso XIII había tenido las mismas «cualidades» que Don Juan–, puso el Generalísimo en él todas sus esperanzas de que la España que dejara quedara en manos de alguien que, al menos, hubiera aprendido de la Historia para no repetir, como suele suceder, y está sucediendo, lo peor de ella.
Franco no tenía por qué instaurar la monarquía –nunca restaurar, ojo al parche–, pero monárquico él y sabedor de que su figura era irrepetible, consideró como única opción factible y realista la de instaurar la monarquía, bien que hizo lo posible por sanearla, algo realmente valiente, desplazando a Don Juan y confiando en «Juanito», la nueva generación, al cual dedicó cuantos esfuerzos, gastos, cariños y consejos pudo mientras le fue posible.
No sólo eso, sino que desde muy temprano puso en marcha todo un proceso de relevo de forma que, asegurándose la continuidad en su mayor parte del régimen por él creado y que tan grandes y buenos servicios daba a España, aún con sus defectos lógicos, pues no hay obra humana que no los tenga, logró que Juan Carlos fuera acogido como su sucesor, así como que no apareciera excesivamente ligado a su mentor; sólo lo justo y necesario. Franco, siempre un caballero. Hasta tanto es así, que en su insuperable testamento rogaba a los españoles que le dedicaran la misma lealtad que a él. No pudo el Caudillo hacer más ni hacerlo mejor como hombre y como español.
Pero claro, también como hombre que era cometió el fallo, crucial a la vista de lo sucedido después, de olvidar la sangre que corría por las venas del sucesor, de no acordarse de la historia de los Borbones en España, de esa estirpe maldita que un maldito día se nos cayó encima a los españoles por mor de disputas sucesorias, debilidades, corruptelas, impotencias y otras zarandajas.
Juan Carlos I ha sido, y sigue siendo, un perjuro y uno de los mayores traidores a España, a los españoles y a todo, que registra nuestra Historia; grande como ninguna, pero en la que no faltan las miserias, en la que sobran las luces, pero en la que también hay oscuridades.
Ya en los últimos tres o cuatro años de la vida del Caudillo, Juan Carlos le traicionó amañando dos entrevistas secretas nada más y nada menos que con Santiago Carrillo, al cual envió sus lacayos, uno de ellos familiar de José Antonio, para asegurarse al menos la complacencia del repugnante asesino por entonces aún líder comunista. Asimismo, traicionó a los militares –y a España– que en el Sahara estaban dispuestos a dar su vida por España asegurándoles que aquello no se iba a entregar, cuando ya lo estaba; claro que para ello contó con la traición, a cambio de imponentes ascensos, de no pocos de los mandos superiores allí presentes.
Enseguida, Juan Carlos, discretamente, comenzó, aún, repetimos, en vida de Franco, a traicionarle buscando entre los traidores que ya rodeaban, mejor decir sitiaban, al Generalísimo, a aquellos más dispuestos a derribar el régimen fuera como fuese; no a modificarlo, a limarlo, a darle aquí y allá un pespunte, a arreglar algún que otro parche, no, no, a destruirlo hasta la raíz, a encabezar una revolución liberal-pseudomarxista que no dejara de Franco y de su régimen ni rastro.
Para ello, supo buscar la ayuda «española» precisa dentro del propio régimen; la de la Iglesia vaticana y la de los obispos y buena parte del clero nacional, con perdón; la de los enemigos declarados de España como eran los comunistas en el exilio, y en nuestro territorio la de los socialistas casi inexistentes pero a los que se potenció hasta hacerles existir; la de las FFAA que también, en su mayoría, ya traicionaban todo lo que habían jurado y que por estupidez o por interés, más por lo último, le prestaron solapadamente buenos servicios; y la del extranjero, echándose en manos de las potencias que de siempre nos odian, aunque nos favorezcan cuando nos necesitan para tirarnos a la basura cuando no, sin que faltara la Masonería internacional ávida de tomarse la revancha de la Historia, sobre todo de su derrota durante cuatro décadas a manos de Franco.
Muerto el Caudillo estaba todo atado y bien atado para poner en marcha, ojo, desde Zarzuela, una revolución consistente en destruir todo lo anterior en todos los órdenes: espiritual, moral, administrativo, social, cultural, económico, lingüístico, patriótico, y todo lo que se quiera hasta dejar a España que no la reconociera ni la madre que la parió, como hoy vemos. Las revoluciones siempre vienen de arriba, no se engañen, y la de Juan Carlos I ha sido una más.
El único problema era desarraigar de la conciencia y del alma de los españoles al régimen y a la figura de Franco, pero eso, con el cambio generacional, ofreciendo la vida muelle y laxa, el huracán de propaganda «democrática» propia y extranjera, y los discursos engañosos desde todas las instancias, la Iglesia también, ojo que no sabemos ahora de qué se queja, fue cuestión de unos pocos, muy pocos años.
No hacía ni uno y medio que había muerto Franco, cuando volvían a España los que en su día habían provocado la mayor tragedia de su historia; se legalizaban aquellos partidos marxistas y revolucionarios –PSOE y PCE– repletos de crímenes execrables; el rey, que había jurado públicamente los Principios Fundamentales del Movimiento, perjuraba y ponía en marcha la Constitución de las autonomías; se pervertía a la juventud y a la madurez; se reescribía aceleradamente la historia para hacer de las víctimas verdugos y de los verdugos víctimas; no se ponía coto a los asesinatos de ETA porque en buena medida justificaban ciertas acciones políticas y no pocas desapariciones de personas que por su arraigado patriotismo podían poner palos en las ruedas como Carrero y otros muchos; se daban amnistías que dejaban en libertad, sin juicio alguno, a asesinos confesos que en breve volvían a asesinar; se destruía a destajo todo, bien que solapadamente, pero más y más profundamente que en su momento lo hiciera con la guillotina la revolución francesa o con el fusilamiento y la checa la rusa; un vendaval de miseria, mentira y destrucción moral y social arrasó España en apenas una década. Todo ello teniendo como director y motor a Juan Carlos I.
De esa revolución, de ese cúmulo de traiciones, de sus perjuros, de sus mentiras, de esa miseria borbónica, el hoy rey emérito no libró ni a su propia familia, a cuya esposa traicionó poniéndole los cuernos casi desde el día después de la boda, no habiendo parado ni hasta la actualidad, como no ha parado de traicionar ni a España, ni, ojo, incluso a aquellos que más le favorecieron en su labor destructiva, pues muchos de sus más allegados de entonces y de después han pagado bien caro las ínfulas que le dominan. Los últimos sus dos yernos, sobre todo UrdanPillín, al que ya le oímos insinuar que sólo hizo lo que vio y aprendió tras casarse con su todavía mujer.
Y como no hay traición sin pago, además de mantenerse en el trono durante casi cuarenta años por mor del pacto que todos hicieron con él tras el 23-F –otra de sus traiciones más sonadas–, su fortuna, siempre escondida, va siendo poco a poco conocida y las cuentas no cuadran con el sueldo que teóricamente ha venido cobrando; esperaremos a su muerte para que todo salga a la luz, no lo duden, y entonces, a diferencia de su predecesor, al que nunca le han encontrado una falta económica porque nunca la hizo, a él le vamos a ver hasta los marianos.
Este es el hombre, este el rey emérito, este es Juan Carlos I, y no otro, ni mucho menos el que la propaganda oficial nos quiere hacer creer. No lo duden, cuando dentro de quinientos años se escriba la historia de estás décadas de verdad, su figura será juzgada como lo hemos hecho nosotros. ¿Cuán largo me lo fiáis, Don Juan? Pues sí, pero todo llega, no lo duden.
¿Y a su hijo? El tiempo dirá, aunque ya dice mucho, pues de tal palo tal astilla. La maldición borbónica continua para nuestra desgracia.
https://www.elespañoldigital.com/juan-carlos-traidor-cumpleanos/
Juan Carlos I «El gran traidor» cumple 80 años.
Franco no tenía por qué instaurar la monarquía –nunca restaurar, ojo al parche–, pero monárquico él y sabedor de que su figura era irrepetible, consideró como única opción factible y realista la de instaurar la monarquía, bien que hizo lo posible por sanearla, algo realmente valiente, desplazando a Don Juan y confiando en «Juanito», la nueva generación, al cual dedicó cuantos esfuerzos, gastos, cariños y consejos pudo mientras le fue posible.
Por Francisco B. Ayuso
5/01/2018 España
El rey emérito cumple ochenta años y todos hacen balance y… le felicitan. Pues bien, nosotros hacemos balance y… no sólo no le felicitamos, sino que demandamos su juicio y condena por recalcitrante perjuro y traidor a todos y a todo.
Traído por el Caudillo una vez que comprobó la insensatez, la irresponsabilidad, la falta de luces, la ambición y la estulticia de su padre, que nunca entendió ni asumió la reciente y trágica historia de España –en buena medida debida a que Alfonso XIII había tenido las mismas «cualidades» que Don Juan–, puso el Generalísimo en él todas sus esperanzas de que la España que dejara quedara en manos de alguien que, al menos, hubiera aprendido de la Historia para no repetir, como suele suceder, y está sucediendo, lo peor de ella.
Franco no tenía por qué instaurar la monarquía –nunca restaurar, ojo al parche–, pero monárquico él y sabedor de que su figura era irrepetible, consideró como única opción factible y realista la de instaurar la monarquía, bien que hizo lo posible por sanearla, algo realmente valiente, desplazando a Don Juan y confiando en «Juanito», la nueva generación, al cual dedicó cuantos esfuerzos, gastos, cariños y consejos pudo mientras le fue posible.
No sólo eso, sino que desde muy temprano puso en marcha todo un proceso de relevo de forma que, asegurándose la continuidad en su mayor parte del régimen por él creado y que tan grandes y buenos servicios daba a España, aún con sus defectos lógicos, pues no hay obra humana que no los tenga, logró que Juan Carlos fuera acogido como su sucesor, así como que no apareciera excesivamente ligado a su mentor; sólo lo justo y necesario. Franco, siempre un caballero. Hasta tanto es así, que en su insuperable testamento rogaba a los españoles que le dedicaran la misma lealtad que a él. No pudo el Caudillo hacer más ni hacerlo mejor como hombre y como español.
Pero claro, también como hombre que era cometió el fallo, crucial a la vista de lo sucedido después, de olvidar la sangre que corría por las venas del sucesor, de no acordarse de la historia de los Borbones en España, de esa estirpe maldita que un maldito día se nos cayó encima a los españoles por mor de disputas sucesorias, debilidades, corruptelas, impotencias y otras zarandajas.
Juan Carlos I ha sido, y sigue siendo, un perjuro y uno de los mayores traidores a España, a los españoles y a todo, que registra nuestra Historia; grande como ninguna, pero en la que no faltan las miserias, en la que sobran las luces, pero en la que también hay oscuridades.
Ya en los últimos tres o cuatro años de la vida del Caudillo, Juan Carlos le traicionó amañando dos entrevistas secretas nada más y nada menos que con Santiago Carrillo, al cual envió sus lacayos, uno de ellos familiar de José Antonio, para asegurarse al menos la complacencia del repugnante asesino por entonces aún líder comunista. Asimismo, traicionó a los militares –y a España– que en el Sahara estaban dispuestos a dar su vida por España asegurándoles que aquello no se iba a entregar, cuando ya lo estaba; claro que para ello contó con la traición, a cambio de imponentes ascensos, de no pocos de los mandos superiores allí presentes.
Enseguida, Juan Carlos, discretamente, comenzó, aún, repetimos, en vida de Franco, a traicionarle buscando entre los traidores que ya rodeaban, mejor decir sitiaban, al Generalísimo, a aquellos más dispuestos a derribar el régimen fuera como fuese; no a modificarlo, a limarlo, a darle aquí y allá un pespunte, a arreglar algún que otro parche, no, no, a destruirlo hasta la raíz, a encabezar una revolución liberal-pseudomarxista que no dejara de Franco y de su régimen ni rastro.
Muerto el Caudillo estaba todo atado y bien atado para poner en marcha, ojo, desde Zarzuela, una revolución consistente en destruir todo lo anterior en todos los órdenes: espiritual, moral, administrativo, social, cultural, económico, lingüístico, patriótico, y todo lo que se quiera hasta dejar a España que no la reconociera ni la madre que la parió, como hoy vemos. Las revoluciones siempre vienen de arriba, no se engañen, y la de Juan Carlos I ha sido una más.
El único problema era desarraigar de la conciencia y del alma de los españoles al régimen y a la figura de Franco, pero eso, con el cambio generacional, ofreciendo la vida muelle y laxa, el huracán de propaganda «democrática» propia y extranjera, y los discursos engañosos desde todas las instancias, la Iglesia también, ojo que no sabemos ahora de qué se queja, fue cuestión de unos pocos, muy pocos años.
No hacía ni uno y medio que había muerto Franco, cuando volvían a España los que en su día habían provocado la mayor tragedia de su historia; se legalizaban aquellos partidos marxistas y revolucionarios –PSOE y PCE– repletos de crímenes execrables; el rey, que había jurado públicamente los Principios Fundamentales del Movimiento, perjuraba y ponía en marcha la Constitución de las autonomías; se pervertía a la juventud y a la madurez; se reescribía aceleradamente la historia para hacer de las víctimas verdugos y de los verdugos víctimas; no se ponía coto a los asesinatos de ETA porque en buena medida justificaban ciertas acciones políticas y no pocas desapariciones de personas que por su arraigado patriotismo podían poner palos en las ruedas como Carrero y otros muchos; se daban amnistías que dejaban en libertad, sin juicio alguno, a asesinos confesos que en breve volvían a asesinar; se destruía a destajo todo, bien que solapadamente, pero más y más profundamente que en su momento lo hiciera con la guillotina la revolución francesa o con el fusilamiento y la checa la rusa; un vendaval de miseria, mentira y destrucción moral y social arrasó España en apenas una década. Todo ello teniendo como director y motor a Juan Carlos I.
De esa revolución, de ese cúmulo de traiciones, de sus perjuros, de sus mentiras, de esa miseria borbónica, el hoy rey emérito no libró ni a su propia familia, a cuya esposa traicionó poniéndole los cuernos casi desde el día después de la boda, no habiendo parado ni hasta la actualidad, como no ha parado de traicionar ni a España, ni, ojo, incluso a aquellos que más le favorecieron en su labor destructiva, pues muchos de sus más allegados de entonces y de después han pagado bien caro las ínfulas que le dominan. Los últimos sus dos yernos, sobre todo UrdanPillín, al que ya le oímos insinuar que sólo hizo lo que vio y aprendió tras casarse con su todavía mujer.
Y como no hay traición sin pago, además de mantenerse en el trono durante casi cuarenta años por mor del pacto que todos hicieron con él tras el 23-F –otra de sus traiciones más sonadas–, su fortuna, siempre escondida, va siendo poco a poco conocida y las cuentas no cuadran con el sueldo que teóricamente ha venido cobrando; esperaremos a su muerte para que todo salga a la luz, no lo duden, y entonces, a diferencia de su predecesor, al que nunca le han encontrado una falta económica porque nunca la hizo, a él le vamos a ver hasta los marianos.
Este es el hombre, este el rey emérito, este es Juan Carlos I, y no otro, ni mucho menos el que la propaganda oficial nos quiere hacer creer. No lo duden, cuando dentro de quinientos años se escriba la historia de estás décadas de verdad, su figura será juzgada como lo hemos hecho nosotros. ¿Cuán largo me lo fiáis, Don Juan? Pues sí, pero todo llega, no lo duden.
¿Y a su hijo? El tiempo dirá, aunque ya dice mucho, pues de tal palo tal astilla. La maldición borbónica continua para nuestra desgracia.
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