- Registrado
- 9 May 2017
- Mensajes
- 29.260
- Calificaciones
- 81.592
- Ubicación
- Buenos Aires - Argentina
continùa...
A la izquierda, un autobús quemado durante la ola de ataques organizada en São Paulo por el PCC en mayo de 2006. Murieron 560 personas en dos semanas. A la derecha, arriba, Marcos Williams Herbas Camacho, ‘Marcola’, el dirigente que simboliza la organización, en un juicio y, debajo, un policía encañona a un hombre durante los ataques de 2006. / MAURICIO LIMA (AFP) / ROBSON FERNANDJES (AFP)
Tras patear muchas favelas, el sociólogo Feltran discrepa de la fiscalía. Dice que el PCC “no es un cartel con capos”. Sostiene que en la etnografía indígena brasileña existen “muchos otros referentes que jefatura sin mando. Estoy seguro de que es una de esas jefaturas sin mando”.
La investigadora Biondi explica que “la palabra del PCC no es soberana”. Y evoca dos casos. La vez que los bautizados de un barrio se fueron de viaje para evitar recibir la circular que dictaba que por cada hermano que la policía matara debían asesinar a dos agentes, y los presos que se negaron a recibir “una salve de igualdad de género por la que cada celda tenía que aceptar un homosexual de los que estaban reunidos en una sola celda”. Los presos se negaron con el argumento de que el PCC estaba “siendo opresor”.
En la calle, la banda es invisible a primera vista. Nada indica en lugares como Brasilandia que controla un territorio. Ni banderas, ni pintadas. Mucho menos el exhibicionismo de los narcotraficantes de Río de Janeiro, que llegan a grabarse con el móvil mientras bailan funk agitando en alto el fusil. Los modos son más bien reflejo de la contención que caracteriza a los brasileños de São Paulo. Pero basta observar en muchas barriadas paulistas para distinguir grupos de chavales reunidos en las esquinas cualquier mañana entre semana, cuando las calles están desiertas porque todos han salido a trabajar lejos. Son adolescentes, incluidas algunas chicas, que parece que no hacen nada pero están atentos a la clientela mientras fuman marihuana. Son el final de la cadena, los que venden maría o coca a quien la pague.
Al desembarcar en los barrios, la banda impuso a los traficantes controles de precio para evitar la competencia y los conflictos. El PCC “no tiene el monopolio de la venta de drogas en São Paulo, le basta con regular el mercado”, dice Feltran.
Para los vecindarios de las favelas de São Paulo su llegada fue una revolución, como relata el cineasta Rodrigo. “Con la llegada del PCC, reinó la paz en la periferia. Lo que el Gobierno intentó hacer durante décadas, lo resolvió en un mes. Fue increíble”. Un cambio radical en la vida cotidiana de millones de personas. De adolescente, Rodrigo presenció tiroteos a menudo. “Eran comunes, especialmente en kermesses (fiestas religiosas). Toda fiesta tenía su pelea. La fiesta atraía a mucha gente a tomar vino caliente, y luego venían bandas rivales y llegaban los muertos”. Mientras en las periferias se atribuye al PCC el mérito de los bajos índices de violencia en São Paulo, en la academia sigue el debate y los fiscales como Gakiya rechazan que sea obra de la banda.
Gakiya calcula que el PCC mueve unos 100 millones de dólares al año con la venta de drogas, su principal negocio. Podría parecer poco si se compara con algunos carteles de América Latina, pero ese cálculo no incluye las ganancias internacionales porque, explica, aún no ha habido ocasión de estimarlas.
Para entender los fabulosos beneficios que promete la venta de cocaína a Europa, sirven las cuentas de otro negocio, el muy frecuente robo de coches de alta gama a punta de pistola en São Paulo. En Irmãos, Feltran hace el siguiente cálculo con una camioneta Toyota Hilux: alguien paga a dos chavales 900 reales (190 euros) a cada uno por robarla; el vehículo circula hasta la frontera con Bolivia, donde se cambia por 5-7 kilos de pasta base de coca que, cortada y vendida al por menor en Brasil, puede suponer 76.000 euros. Al otro lado del Atlántico, cada uno de esos kilos de coca supondría 80.000 euros.
Evolución del número de presos en Brasil
Datos en miles de reclusos.
800
755,3
698,6
700
600
496,3
500
400
361,4
300
232,8
200
148,8
90,0
100
0
1990
1995
2000
2005
2010
2015
2019
Fuente: Ministério da Justiça. A partir de 2005, datos de Infopen.
EL PAÍS
El negocio es tan lucrativo que en 2017 se robaron en Brasil 1.149 camionetas Toyota Hilux
La droga se vende en Brasil a precios irrisorios para cualquier europeo. Y por eso es un momento crucial para el PCC. En el escaso tiempo transcurrido desde que se abrió a los mercados internacionales ha visto elevarse al cubo sus beneficios.
El último plan para matar al fiscal Gakiya es de finales del año pasado, después de que consiguiera que 22 hombres considerados los mandamases del PCC, con Marcola a la cabeza, fueran dispersados. Ahora están en cárceles federales, más modernas, vigiladas, menos atestadas que las estatales. Pasan 22 horas al día en celdas de aislamiento. Gakiya recalca que le hubiera gustado que la petición de dispersarlos fuera colectiva, firmada por autoridades judiciales y políticas, para evitar que lo convirtieran de nuevo en un blanco. Deja claro que si alguien puede presumir de haberlos dispersado es él; ni el exministro de Justicia Sergio Moro, ni el gobernador ni nadie. Solo él, que fue el único que firmó la solicitud.
Cree que estos traslados no afectarán al negocio del grupo criminal porque “tiene el engranaje de los negocios cotidianos muy aceitado, pero sí le va a perjudicar para tomar decisiones estratégicas”. El plan de Gakiya es ahondar en las fricciones internas para que la organización implosione.
En plena pandemia, el PCC ha recibido otro duro golpe, la detención de “su principal suministrador de cocaína, aunque no el único”, dice el fiscal. Gilberto dos Santos, Fuminho, detenido en abril en Mozambique, “no es miembro del PCC”, pero sí amigo de Marcola. Le llevaba los negocios personales.
Todavía venden más dentro de Brasil, pero el tráfico a Europa es un camino sin vuelta porque es un lucro fantástico con poco riesgo Lincoln Gakiya
Hasta parlamentarios o fiscales brasileños admiten que las prisiones son las grandes canteras de los grupos criminales, que reclutan frente a las narices del Estado. Como las bandas se reparten el dominio de los presidios, es frecuente que al recién llegado le pregunten si prefiere ir al ala dominado por el PCC u otro grupo. Gakiya revela que es habitual que, si uno es de una facción rival, se haga pasar por uno de ellos o directamente se convierta. Estrategias básicas para seguir vivo.
El 1 de enero de 2017, cuando los brasileños se recuperaban de los festejos de Año Nuevo, un ambiente siniestro se instaló en el patio de una cárcel de Manaos (Amazonia) tras las visitas familiares. Las cámaras de vigilancia captaron a docenas de presos armados con escopetas, pistolas, machetes, palos y barras de hierro a la caza de reclusos del PCC. Como la organización de São Paulo era minoritaria allí, los hermanos estaban en la galería de los indeseables, con los violadores y expolicías. Durante 17 horas de violencia brutal fueron asesinados 56 presos, la mayoría del PCC o afines: unos fueron decapitados, a otros les arrancaron el corazón, algunos fueron quemados vivos. Escenas de barbarie que luego circularon vía WhatsApp.
Fue el mayor golpe sufrido por el PCC en su historia. Su venganza, seis días después, en una prisión a 800 kilómetros, en Boa Vista, dejó 33 muertos del Comando Vermelho, la banda más poderosa de Río, y aliados locales. Estas orgías de sangre significaron la ruptura de años de alianza entre las dos organizaciones criminales más poderosas de Brasil. Comenzaba una guerra por el control de las rutas de droga y prisiones que ensangrentó el norte y el nordeste de Brasil. Para engrosar sus filas de cara a la batalla, el PCC simplificó las normas de reclutamiento, según han constatado investigadores.
Un grupo de reclusos tras un enfrentamiento entre miembros del PCC y de otro grupo criminal, la Familia del Norte, en la cárcel de Alcaçuz, en Natal, en 2017. / AFP
Enfrentamiento entre presos del PCC y de un grupo rival en la prisión de Alcaçuz, en Natal, en 2017. / AFP
El grupo criminal paulista había dado en Paraguay un año antes su golpe más espectacular con la vista puesta en eliminar intermediarios en su expansión internacional. Emboscaron la Hummer blindada del brasileño Jorge Rafaat, conocido como el Rey de la frontera, que controlaba el narcotráfico y el contrabando en la zona. Lo asesinaron. Un rival menos. La meticulosa operación ocurrió en Pedro Juan Caballero, la primera ciudad del lado paraguayo. Justamente su cárcel fue en enero pasado el escenario de la mayor fuga carcelaria de la historia de Paraguay. El fiscal Gakiya sostiene que la operación para sacar a 75 presos no fue organizada por la cúpula del PCC sino por alguno o algunos de sus miembros.
Las cárceles de Brasil son hace décadas un inmenso agujero negro. En los noventa era más peligroso para un delincuente estar preso que en las calles. Los criminales se mataban por cualquier asunto dentro o fuera de prisión. Y también eran exterminados. El PCC quizá no habría nacido ni ascendido tan rápidamente sin la matanza de la prisión de Carandirú, la peor de la historia brasileña, en 1992. Un año antes del truculento partido de fútbol en el que se fundó la hermandad, la policía entró en el mayor presidio de América Latina para sofocar un motín y mató a 111 reclusos. Sidney Salles, que sobrevivió a aquella masacre, abandonó el crimen y se convirtió en un pastor evangélico que dirige cinco centros de rehabilitación y da charlas sobre el sistema carcelario que le han llevado hasta Harvard, fue testigo de ese proceso: la llegada de los hermanos fue bienvenida por gran parte de los reclusos, dice.
En un país como Brasil, que tiene más de 800.000 personas encarceladas, el ascenso del PCC representó un cambio radical para los reos, explica Salles. De repente alguien defendía a los que eran violados, a los que no tenían visitas familiares porque eran demasiado pobres para costear el viaje, a los que no tenían un cepillo de dientes ni agua para lavarse. “Fue entonces cuando entró el PCC, desempeñando el papel del Estado. Hasta hoy”.
Créditos
Tras patear muchas favelas, el sociólogo Feltran discrepa de la fiscalía. Dice que el PCC “no es un cartel con capos”. Sostiene que en la etnografía indígena brasileña existen “muchos otros referentes que jefatura sin mando. Estoy seguro de que es una de esas jefaturas sin mando”.
La investigadora Biondi explica que “la palabra del PCC no es soberana”. Y evoca dos casos. La vez que los bautizados de un barrio se fueron de viaje para evitar recibir la circular que dictaba que por cada hermano que la policía matara debían asesinar a dos agentes, y los presos que se negaron a recibir “una salve de igualdad de género por la que cada celda tenía que aceptar un homosexual de los que estaban reunidos en una sola celda”. Los presos se negaron con el argumento de que el PCC estaba “siendo opresor”.
En la calle, la banda es invisible a primera vista. Nada indica en lugares como Brasilandia que controla un territorio. Ni banderas, ni pintadas. Mucho menos el exhibicionismo de los narcotraficantes de Río de Janeiro, que llegan a grabarse con el móvil mientras bailan funk agitando en alto el fusil. Los modos son más bien reflejo de la contención que caracteriza a los brasileños de São Paulo. Pero basta observar en muchas barriadas paulistas para distinguir grupos de chavales reunidos en las esquinas cualquier mañana entre semana, cuando las calles están desiertas porque todos han salido a trabajar lejos. Son adolescentes, incluidas algunas chicas, que parece que no hacen nada pero están atentos a la clientela mientras fuman marihuana. Son el final de la cadena, los que venden maría o coca a quien la pague.
Al desembarcar en los barrios, la banda impuso a los traficantes controles de precio para evitar la competencia y los conflictos. El PCC “no tiene el monopolio de la venta de drogas en São Paulo, le basta con regular el mercado”, dice Feltran.
Para los vecindarios de las favelas de São Paulo su llegada fue una revolución, como relata el cineasta Rodrigo. “Con la llegada del PCC, reinó la paz en la periferia. Lo que el Gobierno intentó hacer durante décadas, lo resolvió en un mes. Fue increíble”. Un cambio radical en la vida cotidiana de millones de personas. De adolescente, Rodrigo presenció tiroteos a menudo. “Eran comunes, especialmente en kermesses (fiestas religiosas). Toda fiesta tenía su pelea. La fiesta atraía a mucha gente a tomar vino caliente, y luego venían bandas rivales y llegaban los muertos”. Mientras en las periferias se atribuye al PCC el mérito de los bajos índices de violencia en São Paulo, en la academia sigue el debate y los fiscales como Gakiya rechazan que sea obra de la banda.
Gakiya calcula que el PCC mueve unos 100 millones de dólares al año con la venta de drogas, su principal negocio. Podría parecer poco si se compara con algunos carteles de América Latina, pero ese cálculo no incluye las ganancias internacionales porque, explica, aún no ha habido ocasión de estimarlas.
Para entender los fabulosos beneficios que promete la venta de cocaína a Europa, sirven las cuentas de otro negocio, el muy frecuente robo de coches de alta gama a punta de pistola en São Paulo. En Irmãos, Feltran hace el siguiente cálculo con una camioneta Toyota Hilux: alguien paga a dos chavales 900 reales (190 euros) a cada uno por robarla; el vehículo circula hasta la frontera con Bolivia, donde se cambia por 5-7 kilos de pasta base de coca que, cortada y vendida al por menor en Brasil, puede suponer 76.000 euros. Al otro lado del Atlántico, cada uno de esos kilos de coca supondría 80.000 euros.
Evolución del número de presos en Brasil
Datos en miles de reclusos.
800
755,3
698,6
700
600
496,3
500
400
361,4
300
232,8
200
148,8
90,0
100
0
1990
1995
2000
2005
2010
2015
2019
Fuente: Ministério da Justiça. A partir de 2005, datos de Infopen.
EL PAÍS
El negocio es tan lucrativo que en 2017 se robaron en Brasil 1.149 camionetas Toyota Hilux
La droga se vende en Brasil a precios irrisorios para cualquier europeo. Y por eso es un momento crucial para el PCC. En el escaso tiempo transcurrido desde que se abrió a los mercados internacionales ha visto elevarse al cubo sus beneficios.
El último plan para matar al fiscal Gakiya es de finales del año pasado, después de que consiguiera que 22 hombres considerados los mandamases del PCC, con Marcola a la cabeza, fueran dispersados. Ahora están en cárceles federales, más modernas, vigiladas, menos atestadas que las estatales. Pasan 22 horas al día en celdas de aislamiento. Gakiya recalca que le hubiera gustado que la petición de dispersarlos fuera colectiva, firmada por autoridades judiciales y políticas, para evitar que lo convirtieran de nuevo en un blanco. Deja claro que si alguien puede presumir de haberlos dispersado es él; ni el exministro de Justicia Sergio Moro, ni el gobernador ni nadie. Solo él, que fue el único que firmó la solicitud.
Cree que estos traslados no afectarán al negocio del grupo criminal porque “tiene el engranaje de los negocios cotidianos muy aceitado, pero sí le va a perjudicar para tomar decisiones estratégicas”. El plan de Gakiya es ahondar en las fricciones internas para que la organización implosione.
En plena pandemia, el PCC ha recibido otro duro golpe, la detención de “su principal suministrador de cocaína, aunque no el único”, dice el fiscal. Gilberto dos Santos, Fuminho, detenido en abril en Mozambique, “no es miembro del PCC”, pero sí amigo de Marcola. Le llevaba los negocios personales.
Todavía venden más dentro de Brasil, pero el tráfico a Europa es un camino sin vuelta porque es un lucro fantástico con poco riesgo Lincoln Gakiya
Hasta parlamentarios o fiscales brasileños admiten que las prisiones son las grandes canteras de los grupos criminales, que reclutan frente a las narices del Estado. Como las bandas se reparten el dominio de los presidios, es frecuente que al recién llegado le pregunten si prefiere ir al ala dominado por el PCC u otro grupo. Gakiya revela que es habitual que, si uno es de una facción rival, se haga pasar por uno de ellos o directamente se convierta. Estrategias básicas para seguir vivo.
El 1 de enero de 2017, cuando los brasileños se recuperaban de los festejos de Año Nuevo, un ambiente siniestro se instaló en el patio de una cárcel de Manaos (Amazonia) tras las visitas familiares. Las cámaras de vigilancia captaron a docenas de presos armados con escopetas, pistolas, machetes, palos y barras de hierro a la caza de reclusos del PCC. Como la organización de São Paulo era minoritaria allí, los hermanos estaban en la galería de los indeseables, con los violadores y expolicías. Durante 17 horas de violencia brutal fueron asesinados 56 presos, la mayoría del PCC o afines: unos fueron decapitados, a otros les arrancaron el corazón, algunos fueron quemados vivos. Escenas de barbarie que luego circularon vía WhatsApp.
Fue el mayor golpe sufrido por el PCC en su historia. Su venganza, seis días después, en una prisión a 800 kilómetros, en Boa Vista, dejó 33 muertos del Comando Vermelho, la banda más poderosa de Río, y aliados locales. Estas orgías de sangre significaron la ruptura de años de alianza entre las dos organizaciones criminales más poderosas de Brasil. Comenzaba una guerra por el control de las rutas de droga y prisiones que ensangrentó el norte y el nordeste de Brasil. Para engrosar sus filas de cara a la batalla, el PCC simplificó las normas de reclutamiento, según han constatado investigadores.
Un grupo de reclusos tras un enfrentamiento entre miembros del PCC y de otro grupo criminal, la Familia del Norte, en la cárcel de Alcaçuz, en Natal, en 2017. / AFP
Enfrentamiento entre presos del PCC y de un grupo rival en la prisión de Alcaçuz, en Natal, en 2017. / AFP
El grupo criminal paulista había dado en Paraguay un año antes su golpe más espectacular con la vista puesta en eliminar intermediarios en su expansión internacional. Emboscaron la Hummer blindada del brasileño Jorge Rafaat, conocido como el Rey de la frontera, que controlaba el narcotráfico y el contrabando en la zona. Lo asesinaron. Un rival menos. La meticulosa operación ocurrió en Pedro Juan Caballero, la primera ciudad del lado paraguayo. Justamente su cárcel fue en enero pasado el escenario de la mayor fuga carcelaria de la historia de Paraguay. El fiscal Gakiya sostiene que la operación para sacar a 75 presos no fue organizada por la cúpula del PCC sino por alguno o algunos de sus miembros.
Las cárceles de Brasil son hace décadas un inmenso agujero negro. En los noventa era más peligroso para un delincuente estar preso que en las calles. Los criminales se mataban por cualquier asunto dentro o fuera de prisión. Y también eran exterminados. El PCC quizá no habría nacido ni ascendido tan rápidamente sin la matanza de la prisión de Carandirú, la peor de la historia brasileña, en 1992. Un año antes del truculento partido de fútbol en el que se fundó la hermandad, la policía entró en el mayor presidio de América Latina para sofocar un motín y mató a 111 reclusos. Sidney Salles, que sobrevivió a aquella masacre, abandonó el crimen y se convirtió en un pastor evangélico que dirige cinco centros de rehabilitación y da charlas sobre el sistema carcelario que le han llevado hasta Harvard, fue testigo de ese proceso: la llegada de los hermanos fue bienvenida por gran parte de los reclusos, dice.
En un país como Brasil, que tiene más de 800.000 personas encarceladas, el ascenso del PCC representó un cambio radical para los reos, explica Salles. De repente alguien defendía a los que eran violados, a los que no tenían visitas familiares porque eran demasiado pobres para costear el viaje, a los que no tenían un cepillo de dientes ni agua para lavarse. “Fue entonces cuando entró el PCC, desempeñando el papel del Estado. Hasta hoy”.
Créditos
- Coordinación y formato: J. A. Aunión y Guiomar del Ser
- Diseño: Ana Fernández
- Front-end: Alejandro Gallardo
- Dirección de arte: Fernando Hernández
- Infografía: Artur Galocha
- Edición: Paula Chouza y Eliezer Budasoff
- Imágenes: AFP y Raoni Maddalena
PCC, la hermandad de los criminales
El Primer Comando de la Capital, el grupo más poderoso del crimen organizado de Brasil y de Sudamérica, domina las cárceles y las favelas además de traficar con drogas. Tiene 35.000 miembros, rituales secretos y una ‘justicia’ propia que prohíbe matar sin permiso
elpais.com