El baúl de los fragmentos perdidos

"La forma de besar por primera vez a una mujer es como la cata a un buen vino, hay que hacerlo lentamente reteniendo el sabor de su boca entre labios antes de pasarlo al paladar. Después hay que degustar esa boca ajena en todas las combinaciones posibles, en las diferentes estaciones, en los lugares mas inimaginables y en los horarios mas distendidos. Porque el beso tal como el vino, necesita del aire para acentuar su sabor, del tiempo para mantenerlo y de la paciencia para añejarse. Hay amores que sólo nacen a través del primer beso y amores que son eternamente jóvenes por la magia de dos bocas buscándose por siempre"
Con las Alas en llamas
German Renko
 
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A pesar de que gracias a Teresa se había aficionado a Beethoven, Tomás no entendía demasiado de música y dudo que conociera la verdadera historia del famoso motivo «muss es sein?, es muss sein!».

Es la siguiente: cierto señor Dembscher le debía a Beethoven cincuenta marcos y el compositor, que jamás tenía un céntimo, se los reclamó. «Muss es sein?» suspiró desolado el señor Dembscher y Beethoven se echó a reír alegremente: «Es muss sein!»; inmediatamente anotó aquellas palabras y su melodía y compuso sobre aquel motivo realista una pequeña composición para cuatro voces: tres voces cantan «es muss sein, es muss sein, ja, ja, ja», «tiene que ser, tiene que ser, sí, sí, sí», y la tercera voz añade: «Heraus mit dem Beutel!», «¡Saca el monedero!».

Ese mismo motivo fue un año más tarde la base de la cuarta frase de su último cuarteto opus 135. Beethoven ya no pensaba entonces en el monedero de Dembscher. La frase «es muss sein!» le sonaba cada vez más majestuosa, como si la pronunciara el propio Destino. En el idioma de Kant, hasta el «buenos días», con la entonación precisa, puede adquirir el aspecto de una tesis metafísica. El alemán es un idioma de palabras pesadas. De modo que «es muss sein!» ya no era ninguna broma, sino «der schwer gefasste Entschluss».

De ese modo, Beethoven transformó una inspiración cómica en un cuarteto serio, un chiste en una verdad metafísica. Esta es una interesante historia de transformación de lo leve en pesado (o sea, según Parménides, de transformación de lo positivo en negativo). Sorprendentemente, semejante transformación no nos sorprende. Por el contrario, nos indignaría que Beethoven hubiese transformado

la seriedad de su cuarteto en el chiste ligero del canon a cuatro voces sobre el monedero de Dembscher. Sin embargo, estaría actuando plenamente de acuerdo con Parménides: ¡convertiría lo pesado en leve, lo negativo en positivo! ¡Al comienzo (como un boceto imperfecto) estaría la gran verdad metafísica y al final (como la obra perfecta) habría una broma ligera! Sólo que nosotros ya no sabemos pensar como Parménides.

Me parece que aquel agresivo, majestuoso, severo «es muss sein!» excitaba secretamente a Tomás desde hacía ya mucho tiempo y que existía dentro de él un profundo deseo de convertir, de acuerdo con Parménides, lo pesado en leve. Recordemos de qué modo, tiempo atrás, se negó en un mismo instante a ver a su mujer y a su hijo y el sentimiento de alivio que le produjo la ruptura con sus padres. ¿Qué fue aquello sino un gesto violento, y no del todo razonable, de rechazo a lo que se le presentaba como una pesada responsabilidad, como «es muss sein!»?

Claro que aquél era un «es muss sein!» externo, planteado por las convenciones sociales, mientras que el «es muss sein!» de su amor por la medicina era interno. Peor aún. Los imperativos internos son aún más fuertes y exigen por eso una rebelión mayor.

Ser cirujano significa hender la superficie de las cosas y mirar lo que se oculta dentro. Fue quizás este deseo el que llevó a Tomás a tratar de conocer lo que había al otro lado, más allá del «es muss sein!»; dicho de otro modo: lo que queda de la vida cuando uno se deshace de lo que hasta entonces consideraba como su misión.

Pero cuando se entrevistó con la amable directora de la empresa praguense de limpieza de escaparates y ventanas, percibió de pronto el resultado de su decisión en toda su concreción e irreversibilidad y estuvo a punto de asustarse. Sin embargo, en cuanto superó (tardó aproximadamente una semana) la sorpresa producida por lo inhabitual de su nuevo modo de vida, comprendió de repente que le habían tocado unas largas vacaciones.

Las cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún «es muss sein!» interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El «es muss sein!» de su profesión era como un vampiro que le chupaba la sangre.

Ahora andaba por Praga con la pértiga de lavar escaparates y constataba con sorpresa que se sentía diez años más joven. Las vendedoras de las grandes tiendas le llamaban «doctor» (el tam-tam praguense funcionaba a la perfección) y le pedían consejos para sus constipados, sus espaldas doloridas y sus menstruaciones irregulares. Le miraban casi con vergüenza mientras él echaba agua al cristal, colocaba el cepillo en la pértiga y empezaba a limpiar el escaparate. Si hubieran podido dejar solos a los clientes en la tienda, seguro que le hubieran quitado la pértiga y hubieran lavado el cristal en su lugar.

Tomás tenía que atender sobre todo los grandes almacenes, pero la empresa lo enviaba con frecuencia también a casas de particulares. La gente aún vivía la persecución masiva de los intelectuales checos con una especie de euforia solidaria. Cuando sus antiguos pacientes se enteraban de que Tomás limpiaba escaparates, llamaban a la empresa y solicitaban sus servicios. Lo recibían entonces con una botella de champán o de slivo-vice, apuntaban en la factura que había limpiado trece ventanas y se pasaban dos horas charlando y brindando con él. Las familias de los oficiales rusos iban a vivir a Bohemia, por la radio se oían los discursos amenazantes de los funcionarios del Ministerio del Interior que habían reemplazado a los redactores despedidos y él se tambaleaba borracho por Praga y tenía la sensación de que iba de fiesta en fiesta. Eran sus grandes vacaciones.

Regresaba a su época de soltero. Y es que de pronto estaba sin Teresa. Sólo la veía de noche, cuando ella volvía del restaurante y él se despertaba ligeramente del primer sueño y luego otra vez por la mañana, cuando era ella la que estaba adormilada y él tenía prisa por llegar al trabajo. Tenía dieciséis horas para sí mismo y aquél era un ámbito de libertad inesperadamente conquistado. Todo ámbito de libertad significaba para él, desde su temprana juventud, mujeres.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
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Cuando sus amigos le preguntaban alguna vez cuántas mujeres había tenido en su vida, respondía con evasivas y si insistían decía: «Pueden haber sido unas doscientas». Algunos envidiosos afirmaban que exageraba. El se defendía: «No es tanto. Tengo relaciones con las mujeres desde hace unos veinticinco años. Dividid doscientos por veinticinco. Os saldrán unas ocho mujeres por año. No creo que eso sea tanto».

Pero desde que vivía con Teresa, su actividad erótica topaba con dificultades organizativas; sólo podía dedicarles (entre la mesa de operaciones y el hogar) un estrecho espacio de tiempo que, aunque intensamente utilizado (tal como labra afanosamente su angosta parcela el agricultor en la montaña) no tenía comparación con el ámbito de dieciséis horas que había recibido repentinamente de regalo. (Digo dieciséis horas porque las ocho horas que empleaba en limpiar ventanas también estaban repletas de nuevas dependientas, empleadas y amas de casa a las que conocía y con las que podía quedar.)

¿Qué buscaba en ellas? ¿Qué era lo que le llevaba hacia ellas? ¿No es el acto amoroso la eterna repetición de lo mismo?

No. Siempre queda un pequeño porcentaje inimaginable. Claro que, cuando veía a una mujer vestida, era capaz de imaginarse aproximadamente qué aspecto iba a tener desnuda (en este sentido su experiencia como médico complementaba su experiencia como amante), pero entre lo aproximado de la imagen y la precisión de la realidad quedaba la pequeña rendija de lo inimaginable que le intranquilizaba. Además, la persecución de lo inimaginable no termina con el descubrimiento de la desnudez, sino que continúa más allá: ¿cómo se comportará cuando la desnude?, ¿qué dirá cuando le haga el amor?, ¿en qué tonos sonarán sus suspiros?, ¿qué muecas tendrá grabadas en la cara en el momento del placer?

El carácter único del «yo» se esconde precisamente en lo que hay de inimaginable en el hombre. Sólo somos capaces de imaginarnos lo que es igual en todas las personas, lo general. El «yo» individual es aquello que se diferencia de lo general, o sea lo que no puede ser adivinado y calculado de antemano, lo que en el otro es necesario descubrir, desvelar, conquistar.

Tomás, que en los últimos diez años de ejercicio de la medicina se había ocupado exclusivamente del cerebro humano, sabe que no hay nada más difícil de aprehender que el «yo». Entre Hitler y Einstein, entre Brezhnev y Solzhenitsin, hay muchas más similitudes que diferencias. Si se pudiera expresar con números, hay entre ellos una millonésima de diferencia y novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve millonésimas de similitud.

Tomás está poseído por el deseo de apoderarse de esa millonésima y cree que ése es el sentido de su obsesión por las mujeres. No está obsesionado por las mujeres, está obsesionado por lo que hay en cada una de ellas de inimaginable, en otras palabras, está obsesionado por esa millonésima diferencial que distingue a una mujer de las demás mujeres.

(Posiblemente aquí conectaba su pasión de cirujano con su pasión de mujeriego. No soltaba el escalpelo ni cuando estaba con sus amantes. Deseaba apoderarse de algo que estaba en lo profundo de ellas y para lo cual era necesario hender su superficie.)

Por supuesto podemos preguntarnos, con toda razón, por qué buscaba esa millonésima diferencial precisamente en el s*x*. ¿Es que no podía encontrarla, por ejemplo, en la forma de andar, en los placeres culinarios o en las preferencias artísticas de tal o cual mujer?

Por supuesto, la millonésima diferencial está presente en todos los campos de la vida humana, sólo que en todos los demás está a los ojos del público, no es necesario descubrirla, no ha ce falta el escalpelo. El que una mujer prefiera el queso a las tartas y otra no soporte la coliflor es también un síntoma de originalidad, pero esa originalidad nos convence inmediatamente de que es completamente superflua, inútil, y de que no tiene sentido dedicarle nuestra atención ni buscar en ella valor alguno.

Únicamente en la sexualidad la millonésima diferencial aparece como algo extraordinario, porque no está al alcance del público y es necesario conquistarla. No hace más de medio siglo era necesario dedicar a semejante conquista mucho tiempo (¡semanas y hasta meses!), de modo que el período dedicado a la conquista era la medida del valor de lo conquistado. Y aún hoy, aunque la época de conquista se ha reducido enormemente, la sexualidad sigue siendo la caja de caudales en la que está oculto el secreto del yo de la mujer.

De modo que no era el deseo de placer (el placer llegaba como un premio, por añadidura), sino el deseo de apoderarse del mundo (de hendir con el escalpelo el cuerpo yacente del mundo) lo que le hacía ir tras las mujeres.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
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Entre los hombres que van tras muchas mujeres podemos distinguir fácilmente dos categorías. Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer.

La obsesión de los primeros es lírica: se buscan a sí mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que nunca puede encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.

La segunda obsesión es épica y las mujeres n o ven en ella nada conmovedor: el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso. La obsesión del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).

Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.

Los mujeriegos épicos (y por supuesto que Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.

Hacía ya dos años que limpiaba ventanas cuando recibió un encargo de una cliente nueva. Su rareza despertó de inmediato en él su interés en cuanto la vio al abrirle la puerta. Era una rareza discreta, que se mantenía dentro de los límites de una agradable trivialidad (la predilección de Tomás por lo curioso no tenía nada que ver con la predilección de Fellini por los monstruos): era extraordinariamente alta, algo más alta que él, tenía una nariz fina y muy larga y su cara era hasta tal punto fuera de lo corriente que no podía decirse que fuera guapa (¡todo el mundo hubiera protestado!), pese a que (al menos a juicio de Tomás) no era fea. Estaba vestida con un pantalón y una blusa blanca, parecía una curiosa combinación de tierno adolescente, jirafa y cigüeña.

Lo observaba con una mirada insistente, atenta e indagadora, en la que no faltaba un destello de inteligente ironía.

— Adelante, doctor —dijo.
Comprendió que la mujer sabía quién era él. Prefirió, sin embargo, no reaccionar y preguntó: — ¿Dónde podría llenar el cubo de agua?
Le abrió la puerta del cuarto de baño. Se encontró con el lavabo, la bañera y la taza del water; delante de la bañera, del lavabo y de la taza había unas pequeñas alfombrillas de color rosado.
La mujer que parecía una jirafa y una cigüeña sonreía, sus ojos se entrecerraban, de modo que todo lo que decía parecía lleno de un sentido oculto o de ironía.
— El cuarto de baño está a su completa disposición, doctor —dijo—. Puede hacer con él lo que le plazca.
— ¿Puedo incluso bañarme? —preguntó Tomás.
— ¿Le gusta bañarse? —le preguntó.
Llenó el cubo de agua caliente y regresó al salón.
— ¿Por dónde prefiere que empiece?
— Eso sólo depende de usted -se encogió de hombros.

— ¿Puedo ver las ventanas de las demás habitaciones?

— ¿Quiere conocer mi casa? -sonrió, como si lo de lavar las ventanas fuese una manía de él que no tuviese interés para ella.

Entró en la habitación contigua. Era un dormitorio con una ventana grande, dos camas juntas y un cuadro con un paisaje otoñal con abedules y un sol poniente.

Al regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.
— ¿No prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.
— Encantado —dijo Tomás y se sentó.
— Tiene que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.
— No está mal —dijo Tomás.
— En todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.
— Son mucho más frecuentes las abuelas y las suegras "dijo Tomás.
— ¿Y no echa en falta su anterior profesión?
— Mejor explíqueme cómo se ha enterado de mi profesión.
— Su empresa se jacta de contar con usted -dijo la mujer parecida a una cigüeña.
— ¿Todavía siguen? —se asombró Tomás.
— Cuando llamé por teléfono para que alguien me viniera a limpiar las ventanas, me preguntaron si quería que viniera usted. Me dijeron que es usted un gran cirujano y que lo echaron del hospital. Naturalmente, me llamó la atención.
— Es usted muy curiosa —dijo. — ¿Se me nota?
— Sí, en la mirada.
— ¿Cómo miro?

— Entorna los ojos. Y no para de preguntar.
— ¿Ya usted no le gusta responder?
Desde el comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la conversación, nada más fácil que completar las palabras con roces y Tomás, al hablar de sus ojos entornados, se los acarició. Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. No lo hacía espontáneamente, sino más bien con una especie de perseverancia deliberada, como si estuviese jugando al juego de «lo que usted me haga a mí, yo se lo haré a usted». Así estaban sentados frente a frente, las manos de cada uno en el cuerpo del otro.

No empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el s*x*. Tomás no tenía manera de saber hasta qué punto la resistencia iba en serio, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez minutos tenía que estar en casa de otro cliente.

Se levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.
—Tengo que firmarle la factura —dijo.
— Pero si no he hecho nada —protestó.
— La culpa ha sido mía —dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente—: Voy a tener que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo empezar.

Al negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese pidiendo un favor:
— Démela, por favor —y añadió entornando los ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.


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Milan Kundera
 
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Las curiosas desproporciones de la mujer parecida a una jirafa y a una cigüeña seguían excitándolo cuando se acordaba de ella: la coquetería unida a la torpeza; el sincero deseo sexual complementado por una sonrisa irónica; la vulgaridad convencional de la casa y no convencionalidad de su propietaria. ¿Cómo será cuando hagan el amor? Trataba de imaginárselo pero no era fácil. Se pasó varios días sin pensar en otra cosa.

Cuando ella le llamó por segunda vez, el vino ya estaba dispuesto encima de la mesa con las dos copas. Pero esta vez todo fue muy rápido. Pronto estuvieron los dos en el dormitorio (en el cuadro de los abedules se ponía el sol) besándose. Le dijo su habitual «¡desnúdese!», pero ella, en lugar de obedecerle, le respondió: «¡No, usted primero!».

No estaba acostumbrado a aquello y se quedó un poco perplejo. Empezó ella a quitarle los pantalones. El volvió a darle varias veces la orden (su fracaso resultaba cómico) de que se desnudase, pero al final no le quedó más remedio que aceptar un compromiso; de acuerdo con las reglas del juego que ya le había impuesto la vez pasada («lo que usted me hace a mí, yo se lo hago a usted»), ella le quitó el pantalón y él la falda, luego le quitó ella la camisa y él la blusa, hasta que al fin los dos estuvieron desnudos, frente a frente. Él tenía la mano en su húmedo s*x* y deslizó luego los dedos hasta el orificio anal, que era lo que más le gustaba en el cuerpo de todas las mujeres. El de ella era especialmente saliente, de modo que le recordaba de un modo muy sugerente la imagen del largo tubo digestivo que termina allí y apenas sobresale. Palpó ese firme y sano círculo, la más hermosa de todas las sortijas, denominada en el idioma médico esfínter, y de pronto sintió los dedos de ella en el mismo lugar de su propio trasero. Repetía todos sus gestos con la precisión de un espejo.

A pesar de que, como ya dije, él había conocido á unas doscientas mujeres (y desde que había empezado a lavar ventanas aquel número había aumentado bastante), nunca le había sucedido que una mujer más alta que él, de pie delante de él, entornara los ojos y le palpara el orificio anal. Para superar su perplejidad la empujó rápidamente hacia la cama.

Su movimiento fue tan brusco que la sorprendió. Su alta figura ca ía d e espaldas, con la cara cubierta de manchas rojas y la expresión asustada de quien ha perdido el equilibrio. De pie frente a ella, cogió por debajo de las rodillas sus piernas ligeramente abiertas y las levantó, de modo que de pronto parecían las manos levantadas de un soldado que se rinde temeroso ante un arma a punto de disparar.

La torpeza unida al fervor, el fervor unido a la torpeza, excitaron maravillosamente a Tomás. Hicieron el amor durante mucho tiempo. Tomás observaba mientras tanto su cara cubierta de manchas rojas y buscaba en ella esa expresión asustada de mujer a la que alguien le ha hecho una zancadilla y cae, una expresión inimitable que hace un rato le había hecho subir a la cabeza la sangre de la excitación.

Después fue a lavarse al cuarto de baño. Ella le acompañó y le estuvo explicando largamente dónde estaba el jabón, dónde la toalla y cómo había que abrir el agua caliente. Le llamaba la atención que le explicara con tanto detalle cosas tan sencillas. Por fin le dijo que lo había entendido todo y le dio a entender que prefería estar a so la s en el cuarto de baño. Ella le dijo suplicante:

— ¿No me permite auxiliarle en su limpieza?

Finalmente logró echarla. Se lavó, hizo pis en el lavabo (costumbre generalizada entre los médicos checos) y le pareció que ella paseaba impaciente delante de la puerta, pensando en qué hacer para entrar. Cuando cerró el grifo del agua y la casa quedó en completo silencio, tuvo la sensación de que alguien le observaba desde alguna parte. Estaba casi seguro de que en la puerta del cuarto de baño había algún orificio y que ella arrimaba allí su hermoso ojo entornado.

Salió de la casa de excelente humor. Intentaba acordarse de lo esencial, buscando la forma abstracta del recuerdo en una especie de fórmula química que le permitiera definir lo que en ella había de único (aquella millonésima diferencial). Al fin obtuvo una fórmula compuesta de tres datos:

1. torpeza unida a fervor;
2. cara asustada de alguien que ha perdido el equilibrio y cae;
3. piernas levantadas como las manos de un soldado que se rinde ante un arma a punto de

disparar.
Al repetir la fórmula tuvo la feliz sensación de que había vuelto a apoderarse de un trozo de

tela del mundo; de que había recortado con su escalpelo imaginario parte del infinito tejido del universo.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.

Alcanzó en el último momento el autobús que le llevaría de Erzurum a Kars. Había llegado a la estación de Erzurum procedente de Estambul después de un viaje tormentoso y nevado de dos días, y mientras recorría los sucios y fríos pasillos, intentando enterarse de dónde salían los autobuses que podían llevarle a Kars, alguien le dijo que había uno a punto de salir.

El ayudante del conductor del viejo autobús marca Magirus le dijo «Tenemos prisa», porque no quería volver a abrir el maletero que acababa de cerrar. Así que tuvo que subir consigo el enorme bolsón cereza oscuro marca Bally que ahora reposaba entre sus piernas. El viajero, que se sentó junto a la ventanilla, llevaba un grueso abrigo color ceniza que había comprado cinco años atrás en un Kaufhof de Frankfurt. Digamos ya que este bonito abrigo de pelo suave habría de serle tanto motivo de vergüenza e inquietud como fuente de confianza en los días que pasaría en Kars.

Inmediatamente después de que el autobús se pusiera en marcha, el viajero sentado junto a la ventana abrió bien los ojos esperando ver algo nuevo y, mientras contemplaba los suburbios de Erzurum, sus pequeñísimos y pobres colmados, sus hornos de pan y el interior de sus mugrientos cafés, la nieve comenzó a caer lentamente. Los copos eran más grandes y tenían más fuerza que los de la nieve que le había acompañado a lo largo de todo el viaje de Estambul a Erzurum. Si el viajero que se sentaba junto a la ventana no hubiera estado tan cansado del viaje y hubiera prestado un poco más de atención a los enormes copos que descendían del cielo como plumas, quizá hubiera podido sentir la fuerte tormenta de nieve que se acercaba y quizá, comprendiendo desde el principio que había iniciado un viaje que cambiaría toda su vida, habría podido volver atrás.

Pero volver atrás era algo que ni se le pasaba por la cabeza en ese momento. Con la mirada clavada en el cielo, que se veía más luminoso que la tierra según caía la noche, no consideraba los copos cada vez más grandes que esparcía el viento como signos de un desastre que se aproximaba sino como señales de que por fin habían regresado la felicidad y la pureza de los días de su infancia. El viajero sentado junto a la ventana había vuelto a Estambul, la ciudad donde había vivido sus años de niñez y felicidad, una semana antes por primera vez después de doce años de ausencia a causa del fallecimiento de su madre; se había quedado allí cuatro días y había partido en aquel inesperado viaje a Kars. Sentía que la extraordinaria belleza de la nieve que caía le provocaba más alegría incluso que la visión de Estambul años después. Era poeta, y en un poema escrito años atrás y muy poco conocido por los lectores turcos había dicho que a lo largo de nuestra vida sólo nieva una vez en nuestros sueños.
Nieve
Orhan Pamuk
 
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Más o menos en la misma época le ocurrió la siguiente historia: se veía con una chica joven en un apartamento que un viejo amigo suyo le dejaba todos los días hasta la medianoche. Al cabo de uno o dos meses ella le recordó uno de sus encuentros: al parecer habían hecho el amor en la alfombra, bajo la ventana, mientras afuera relucían los relámpagos y estallaban los truenos. ¡Habían hecho el amor durante toda la tormenta y al parecer había sido inolvidablemente bello!

Tomás casi se asustó: sí, recordaba que había hecho el amor con ella en la alfombra (su amigo sólo tenía en el apartamento una cama estrecha en la que no se sentía a gusto), ¡pero había olvidado por completo la tormenta! Era extraño: podía recordar todas las citas que había tenido con ella, había registrado incluso, con precisión, el modo en que había hecho el amor (se negó a hacerlo desde atrás), recordaba algunas frases que ella pronunció mientras hacían el amor (le pedía constantemente que le apretara las caderas y protestaba porque él la miraba), hasta se acordaba de cómo era su ropa interior, pero de la tormenta no sabía nada.

Su memoria registraba, de sus historias amorosas, sólo la empinada y estrecha senda de la conquista sexual: la primera agresión verbal, el primer roce, la primera obscenidad que le dijo él a ella y ella a él, todas las pequeñas perversiones a las que había ido conduciéndola gradualmente y las que ella había rechazado. Todo lo demás (casi como con cierta pedantería) había sido eliminado de la memoria. Hasta había olvidado el lugar donde había visto por primera vez a aquella mujer, porque ese instante transcurrió antes de su propio ataque sexual.

La chica hablaba de la tormenta, sonreía al recordarla y él la miraba asombrado y casi sentía vergüenza: ella había vivido algo hermoso y él no lo había vivido con ella. El doble modo en que la memoria de los dos había reaccionado ante la tormenta nocturna contenía toda la diferencia que hay entre el amor y el no-amor.

Al emplear la palabra no-amor, no quiero decir que tuviera una relación cínica con esa chica ni que, como suele decirse, no reconociese en ella más que un objeto sexual: por el contrario, la apreciaba como amiga, estimaba su carácter y su inteligencia, estaba dispuesto a echarle una mano siempre que lo necesitase. No fue él quien se comportó mal con ella, la que se comportó mal fue su memoria que, por su cuenta y sin la intervención de él, la expulsó de la esfera del amor.

Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría denominarse memoria poética y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida. Desde que conoció a Teresa ninguna mujer tenía derecho a imprimir en esa parte del cerebro ni la más fugaz de las huellas.

Teresa ocupaba despóticamente su memoria poética y había barrido de ella las huellas de las demás mujeres. No era justo, porque por ejemplo la chica con la que había hecho el amor en la alfombra durante la tormenta era tan digna de poesía como Teresa. Le gritaba: «¡Cierra los ojos, cógeme de las caderas, apriétame fuerte!»; no podía soportar que Tomás tuviera los ojos abiertos, concentrados y observadores, mientras hacía el amor, que su cuerpo, ligeramente levantado por encima de ella, no se apretase contra su piel. No quería que la examinase. Quería arrastrarlo a la corriente del encantamiento, a la que no puede penetrarse más que con los ojos cerrados. Por eso se negaba a ponerse a gatas, porque en esa posición sus cuerpos no se tocaban en absoluto y él podía verla casi desde a medio metro de distancia. Odiaba esa distancia, quería confundirse con él. Por eso afirmaba tercamente que no se había corrido aunque toda la alfombra estuviera mojada de su orgasmo: «No busco el placer», decía, «busco la felicidad, y el placer sin felicidad no es placer». En otras palabras, golpeaba a la puerta de su memoria poética. Pero la puerta permanecía cerrada. En la memoria poética no había sitio para ella. Para ella sólo había sitio en la alfombra.

Su aventura con Teresa había empezado precisamente en el mismo punto en que terminaban las aventuras con otras mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo que le impulsaba a conquistar a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa. A Teresa la recibió descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese tiempo de coger el escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del mundo. Antes aun de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera el amor con ella, ya le estaba haciendo el amor.

La historia de amor empezó después: le dio fiebre y él no pudo mandarla a su casa como a otras mujeres. Se arrodilló junto a su cama y se le ocurrió que alguien se la había enviado río abajo en un cesto. Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
13

Hace unos años volvió a inscribírsele en la mente: volvía por la mañana a casa con la leche, como siempre, y, cuando le abrió, apretaba contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta roja. Así es cómo llevan las gitanas a sus hijos. No lo olvidará nunca: el enorme pico acusatorio de la corneja junto a su cara.

La había encontrado enterrada en el suelo. Eso es lo que hacían en otros tiempos los cosacos con sus enemigos. «Lo han hecho los niños», dijo y en aquella frase no había sólo una simple constatación, sino también un repentino rechazo hacia la gente. Se acordó de que hacía poco le había dicho: «Empiezo a estarte agradecida de que nunca hayas querido tener hijos».

Ayer se había quejado de que en el trabajo la había molestado un individuo. Le había echado la mano al collar barato que llevaba y había dicho que debía ser producto de la prostitución. Se había puesto muy nerviosa. Más de lo necesario, pensó Tomás. De pronto se horrorizó al pensar que en los últimos años la había visto tan poco y había tenido tan pocas oportunidades de estrechar largamente las manos de ella entre las suyas para que dejaran de temblar.

Con estas ideas en la cabeza fue por la mañana a la oficina en la que una empleada repartía a los limpiadores el trabajo para todo el día. Un particular había insistido para que fuera precisamente Tomás a limpiarle las ventanas. Fue a aquella dirección a disgusto, temía que volviera a llamarle alguna mujer. No pensaba más que en Teresa y no tenía ganas de ninguna aventura.

Cuando le abrieron la puerta, respiró. Vio ante sí a un hombre alto, ligeramente encorvado. Aquel hombre tenía una barba larga y le recordaba a alguien. Sonrió:

—Adelante, doctor —y lo condujo a la habitación.
Allí estaba un joven. Tenía la cara roja. Miraba a Tomás y trataba de sonreír.
—Creo que no necesito presentarles a ustedes dos -dijo el hombre.
—No —dijo Tomás sin sonreír y le dio la mano al joven.
Era su hijo. Después se presentó el hombre de la barba larga.
— ¡Ya sabía yo que me recordaba a alguien! —dijo Tornas — ¡Claro! Por supuesto que le conozco. De nombre.
Se sentaron en unos sillones entre los cuales había una mesita baja. Tomás era consciente de que los dos hombres que estaban sentados frente a él eran involuntarias criaturas suyas. A su hijo se lo había obligado a hacer su primera mujer y los rasgos de aquel hombre los había dibujado, contra su voluntad, al policía que le había interrogado.

Para alejar aquellos pensamientos dijo:
— ¿Bueno, por qué ventana tengo que empezar?
Los dos hombres que estaban sentados frente a él se echaron a reír abiertamente.
Sí, estaba claro que no se trataba de ninguna limpieza de cristales. No había sido invitado a limpiar ventanas, había sido invitado a una trampa. Nunca había hablado con su hijo. Hoy era la primera vez que le daba la mano. No lo conocía más que de vista y no quería conocerlo de otro modo. Deseaba no saber nada de él y quería que su hijo deseara lo mismo.

— Bonito cartel, ¿verdad? —dijo el redactor señalando hacia un dibujo enmarcado en la pared frente a Tomás.

Hasta entonces Tomás no se había fijado en el aspecto del piso. En las paredes había cuadros interesantes, muchas fotografías y carteles. El dibujo que el redactor le señaló había sido publicado en 1969 en uno de los últimos números del semanario, antes de que los rusos lo clausuraran. Era una imitación del famoso cartel de la guerra civil rusa de 1918 que llamaba a las filas del ejército rojo: un soldado con una estrella roja en la gorra y un gesto extraordinariamente severo le mira a uno a los ojos y extiende su brazo con el índice señalándolo. En texto ruso original decía: «Ciudadano, ¿ya te has alistado en el ejército rojo?». Este texto fue reemplazado por un texto checo: «Ciudadano, ¿tú también

Has firmado las dos mil palabras?».
¡Era un chiste estupendo! Las dos mil palabras fue un célebre manifiesto, el primero, de la primavera del 68, en el que se llamaba a una radical democratización del régimen comunista. Lo había firmado una gran cantidad de intelectuales y la gente corriente también empezó a firmarlo, de modo que se juntó tal cantidad de firmas que nadie era capaz de contarlas. Cuando el ejército rojo invadió Bohemia y empezaron las purgas políticas, una de las preguntas que les hacían a los ciudadanos era: ¿Tú también has firmado las dos mil palabras?». Los que reconocían que habían firmado eran despedidos de su trabajo sin más discusiones.

— Hermoso dibujo. Lo recuerdo —dijo Tomás.
El redactor sonrió:
— Esperemos que el soldado rojo no esté oyendo lo que decimos— y luego añadió en tono serio—: Para aclarar la situación, doctor. Esta no es mi casa. Es la casa de un amigo. De modo que no es seguro que la policía nos esté oyendo. Sólo es posible. Si lo hubiera invitado a mi casa sería seguro.

Después continuó en un tono más distendido:

— Pero yo parto de la premisa de que no tenemos nada que ocultar a nadie. ¡Además imagínese la ventaja que tendrán los historiadores checos en el futuro! ¡Encontrarán en los archivos de la policía la grabación de la vida de todos los intelectuales checos! ¿Sabe usted el esfuerzo que le cuesta a un historiador de la literatura imaginarse en concreto la vida sexual, digamos, de Voltaire o de Balzac o de Tolstoi? En el caso de los intelectuales checos no habrá ninguna duda. Todo estará grabado. Hasta el último suspiro.

Luego se dirigió a los imaginarios micrófonos de la pared y dijo en voz más alta:

— Señores, como siempre en estos casos, deseo alentarles en su trabajo y darles las gracias en mi nombre y en el de los futuros historiadores.

Rieron los tres un rato y el redactor empezó luego a contar cómo habían cerrado la revista, a qué se dedicaba el dibujante que había hecho aquella caricatura y lo que hacían los demás pintores, filósofos y escritores checos. Después de la invasión rusa todos habían sido expulsados de sus trabajos y se habían convertido en limpiadores de Ventanas, guardianes de aparcamientos, porteros de noche, encargados de la calefacción de los edificios públicos y, en el mejor de los casos, casi por recomendación, en taxistas.

Lo que el redactor decía no carecía de interés, pero Tomás era incapaz de concentrarse en aquello. Pensaba en su hijo. Recordaba que hacía ya varios meses que lo veía por la calle. Al parecer no era casual. Le sorprendió verle ahora en compañía de un redactor perseguido. La primera mujer de Tomás era una comunista ortodoxa y Tomás suponía automáticamente que el hijo estaría bajo su influencia. No sabía nada de él. Claro que podía preguntarle directamente cuáles eran sus relaciones con su madre, pero no le parecía elegante hacerlo en presencia de un extraño.

Finalmente el redactor entró en el meollo de la cuestión. Dijo que había cada vez más gente presa sólo por mantener sus ideas y terminó su exposición diciendo:

— Por eso hemos pensado que habría que hacer algo.
— ¿Qué quieren hacer? —preguntó Tomás.
En ese momento habló su hijo. Era la primera vez que le oía hablar. Comprobó con sorpresa que tartamudeaba.
— Tenemos noticias —dijo— de que maltratan a los presos políticos. Algunos de ellos están en un estado verdaderamente crítico. De modo que pensamos que sería bueno escribir una solicitud que firmarían los principales intelectuales checos cuyos nombres tienen aún algún peso.

No, no era tartamudeo, era más bien un leve atragantamiento que detenía el fluir de sus palabras, de modo que cada una de las palabras que decía era subrayada y retenida contra su voluntad. Evidentemente él lo notaba y su cara, que un rato antes había palidecido, volvía a estar roja.

— ¿Y quieren ustedes que les aconseje a quién dirigirse en mi especialidad? —preguntó Tomás.

— No —rió el redactor—. No queremos su consejo. ¡Queremos su firma!

¡Una vez más se sintió halagado! ¡Una vez más estaba contento de que alguien no se hubiera olvidado de que había sido cirujano! Se resistió sólo por modestia:

— ¡Un momento! ¡Que me hayan echado del trabajo no demuestra que yo sea un médico importante!
— No nos hemos olvidado de lo que escribió para nuestro semanario —le sonrió a Tomás el redactor.
Con una especie de entusiasmo que Tomás probablemente no captó su hijo suspiró:
— ¡Sí!
Tomás dijo:
— No sé si mi nombre en una petición puede servirles de algo a los presos políticos. ¿No deberían firmarla más bien los que aún no han caído en desgracia y conservan un mínimo de influencia sobre los que están en el poder?

El redactor se rió:
— ¡Claro que deberían!
También se rió el hijo de Tomás, con la risa de quien ha comprendido ya muchas cosas.
—Lo malo es que ésos nunca la firmarán.
El redactor prosiguió:
— Eso no significa que no vayamos a verles. No somos tan amables como para ahorrarles el mal trago —rió—. Debería usted oír sus disculpas. Son fantásticas.
El hijo rió confirmando sus palabras. El redactor continuó:
— Desde luego todos nos dicen que están totalmente de acuerdo con nosotros, sólo que las cosas hay que hacerlas de otro modo: con más táctica, con más prudencia, con más discreción. Tienen miedo de firmar y al mismo tiempo temen que, si no firman, pensemos mal de ellos.

El hijo y el redactor volvieron a reírse juntos.

El redactor le pasó a Tomás un papel con un texto breve, en el que, con un tono relativamente respetuoso, se pedía al presidente de la República que amnistiara a los presos políticos.

Tomás trataba de pensar con rapidez: ¿Amnistiar a los presos políticos? ¿Pero va a darles alguien la amnistía porque la gente desechada por el régimen (o sea nuevos presos políticos en potencia) se lo pidan al presidente? ¡Una petición así sólo puede servir para que no se amnistíe a los presos políticos, aunque diera la casualidad de que quisieran amnistiarlos ahora!

Su meditación se vio interrumpida por su hijo:

— Lo principal es que la gente se entere de que sigue habiendo en este país un puñado de personas que no tienen miedo. Dejar en claro, también, la posición de cada uno. Separar la Paj* del grano.

Tomás pensaba: Sí, es verdad, ¿pero eso qué tiene que ver con los presos políticos? O se trata de conseguir la amnistía o de separar la Paj* del grano. Esas dos cosas no son idénticas.

— ¿Duda, doctor?—preguntó el redactor.

Sí, dudaba. Pero tenía miedo de decirlo. Frente a él, en la pared, estaba el retrato de un soldado que le amenazaba con el dedo y decía: «¿Aún dudas de alistarte en el ejército rojo?», o: «¿Aún no has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú también has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú quieres firmar una petición en favor de la amnistía?». Dijera lo que dijera, amenazaba.

El redactor había dicho ya hacía un momento su opinión acerca de las personas que pensaban que los presos políticos debían ser amnistiados pero eran capaces de presentar mil motivos en contra de la firma de una petición. A su juicio semejantes motivos no eran más que excusas tras las cuales se ocultaba la cobardía. ¿Qué podía decir Tomás?

Se hizo un silencio y de pronto se echó a reír: señaló el dibujo en la pared.
— Ese me está amenazando, me pregunta si firmo o no. ¡Bajo esa mirada es difícil pensar!
Los tres rieron durante un rato.
Tomás añadió entonces:
— Bien. Lo pensaré. ¿Podríamos vernos dentro de unos días?
— Estaré siempre encantado de verle —dijo el redactor—, pero para esta petición ya sería tarde. Queremos llevarla mañana al presidente. — ¿Mañana?

Tomás recordó el momento en que el policía gordo le dio el papel con el texto escrito para que denunciara precisamente a este hombre alto de la barba larga. Todos le fuerzan a firmar textos que él mismo no ha escrito.

El hijo dijo:
— Aquí no hay nada que pensar.
Las palabras eran agresivas pero el tono era casi suplicante. Se miraban ahora a los ojos y Tomás advirtió que, al centrar la mirada en un punto, se le levantaba ligeramente la parte izquierda del labio superior. Conocía esa mueca de su propia cara cuando se miraba atentamente al espejo para controlar si iba bien afeitado. No pudo impedir cierta sensación de malestar al verla en una cara ajena.

Cuando los padres viven con sus hijos desde la infancia, se acostumbran a esas semejanzas, les parecen triviales y, si de vez en cuando las perciben, pueden parecerles divertidas. ¡Pero Tomás hablaba con su hijo por primera vez en la vida! ¡No estaba acostumbrado a sentarse frente a su propio labio torcido!

Imagínese que le amputaran a usted una mano y se la trasplantaran a otra persona. Esa persona se sentaría luego frente a usted y gesticularía con esa mano en su inmediata proximidad. Usted miraría esa mano como si fuera un fantasma. ¡A pesar de ser su propia mano, a la que conoce íntimamente, tendría pánico de que lo tocara!

El hijo continuó:
— ¡Al fin y al cabo tú estás del lado de los perseguidos!
Tomás se había estado preguntando todo el tiempo si su hijo le tutearía. Hasta ahora había formulado las frases de modo que pudiese evitar la decisión. Finalmente se había decidido. Le tuteaba y Tomás estaba seguro de que en esta escena no se trataba de los presos políticos, sino de su hijo: si firma, sus dos vidas se unirán y Tomás se verá más o menos obligado a aproximarse a él. Si no firma, su relación seguirá siendo nula como hasta ahora, pero ya no por su voluntad, sino por la voluntad de su hijo que renegará de su padre por su cobardía.

Estaba en la situación del ajedrecista que no tiene ningún movimiento para evitar la derrota y tiene que abandonar la partida. Al fin y al cabo da exactamente lo mismo que firme o que no. Eso no cambiará para nada su suerte ni la de los presos políticos.

— Déme eso —dijo y cogió el papel.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
" Mi novia dice que alguien en Estados Unidos ha inventado una pastilla que hace que no te sientas solo. Lo oyó ayer, en la cápsula informativa Sesenta segundos de la emisora del ejército, y ya le está enviando una carta urgente a su hermana para que le compre un cargamento y se lo mande por correo. En Sesenta segundos dijeron que en la Costa Este la venden en todos los comercios y que en Nueva York ya ha causado furor. Viene en dos presentaciones: en gotas o en aerosol. Mi novia lo ha pedido en gotas, porque puede que no se quiera sentir sola, pero lo que no quiere es dañar la capa de ozono.
Las gotas te las echas en el oído y al cabo de veinte minutos dejas de sentirte solo. Actúan químicamente sobre no sé que zona del cerebro, habían explicado por la radio, pero mi novia no lo había entendido bien. Porque no es que sea precisamente Madame Curie, mi novia, y yo hasta diría que es un poco boba. Se pasa el día sentada pensando en que le voy a ser infiel, que la voy a dejar y cosas así. Pero yo la quiero, la quiero con locura. Cuando vuelve de la oficina de correos me dice que ahora ya puede dejar de vivir conmigo. Porque las gotas, tarán-tarán, van a llegar pronto y ya no le va a dar miedo estar sola.

- ¿Dejarme? - le digo -. ¿Por unas gotas?¿Cómo es posible?
Pero si la quiero, la amo con locura.
- Vete, si quieres - le digo -, pero quiero que sepas que ni esas asquerosas gotas para los oídos ni ningunas otras te van a querer como yo te he querido.
Lo que sí es verdad es que las gotas de los oídos no le van a ser infieles. Eso es lo que ella dice, después, se va. Como si yo sí le fuera a ser infiel.

Ahora ha alquilado una buhardilla en Florentin y todos los días espera al cartero. Yo, por mi parte, no tengo ninguna relación con el correo, no me emociona, y es que no tengo amigos en el extranjero que me manden cosas. si los tuviera, hace ya tiempo que habría ido a visitarlos. Habría salido a tomar unas copas con ellos y les habría contado mis penas. Los abrazaría mucho y no me avergonzaría de llorar delante de ellos y todas esas cosas. Podríamos estar juntos años, pasarnos así la vida entera. De la manera más natural, como siempre se ha hecho, muchísimo mejor que con unas gotas."
Extrañando a Kissinger
Etgar Keret


 
14

Como si quisiera premiarlo por su decisión el redactor dijo: — Aquel artículo sobre Edipo estaba muy bien escrito.
El hijo le dio la pluma y añadió:
— Hay ideas que son como un atentado.

El elogio que le hizo el redactor le había complacido, pero la metáfora utilizada por el hijo le pareció exagerada y fuera de lugar. Dijo:

— Lamentablemente ese atentado sólo me afectó a mí. Gracias a aquel artículo no puedo seguir operando a mis pacientes.

La frase sonaba fría y casi hostil.

Probablemente para eliminar esa pequeña disonancia, el redactor dijo (y sonaba como si pidiera disculpas):

— ¡Pero su artículo le sirvió de ayuda a mucha gente!

Las palabras «ayudar a la gente» no le sugerían a Tomás, desde la infancia, más que una sola actividad: la medicina. ¿Que un artículo ayuda a la gente? ¿De qué quieren convencerle esos dos? Han reducido su vida a una pequeña idea sobre Edipo y quizás a algo aún menor: a un «¡no!» primitivo que le había espetado a la cara al régimen.

Dijo (y su voz seguía sonando con la misma frialdad, aunque ni siquiera lo notaba):

— Ignoro que aquel artículo haya ayudado a alguien. Pero como cirujano le he salvado la vida a algunas personas.

Hubo otro momento de silencio. Lo interrumpió el hijo:
— Las ideas también pueden salvarle la vida a la gente.
Tomás veía en la cara de su hijo su propia boca y pensaba: Es curioso ver tartamudear a la propia boca.

—En aquel artículo había una cosa magnífica —continuó el hijo y se notaba que le costaba hablar—: el rechazo a los compromisos. Ese sentido, que ya estamos perdiendo, para distinguir el bien del mal. Nosotros ya no sabemos qué es sentirse culpable. Los comunistas tienen la excusa de que Stalin los engañó. El asesino se excusa diciendo que su madre no le quería y se sentía frustrado. Y tú de pronto dijiste: no existe excusa alguna. Nadie era más inocente en su interior que Edipo. Y a pesar de eso se castigó a sí mismo al ver lo que había causado.

Tomás arrancó con esfuerzo la vista de su propio labio en la cara del hijo y trató de mirar al redactor. Estaba irritado y tenía ganas de que sus opiniones no coincidieran. Dijo:

— ¿Saben una cosa?, todo esto es un malentendido. La frontera entre el bien y el mal es terriblemente confusa. Y yo no pretendía en absoluto que alguien fuera castigado. Castigar a alguien que no sabía lo que hacía es una barbaridad. El mito de Edipo es hermoso. Pero castigarlo así...

Hubiera querido añadir algo, pero se dio cuenta de que en la casa podía haber micrófonos ocultos. No le apetecía nada ser citado por los historiadores de los próximos siglos. Más bien tenía miedo de que le citara la policía. Esa era precisamente la retractación que le pedían. Le desagradaba que ahora hubieran podido oírla de su boca. Sabía que todo lo que una persona dijera en este país puede ser emitido en cualquier momento por la radio. Se calló.

— ¿Qué le indujo a cambiar así de opinión? —preguntó el redactor.

— Más bien me pregunto qué me indujo a escribir aquel artículo... —dijo Tomás y en ese momento lo recordó: ella había atracado junto a su cama como un niño enviado en un cesto río abajo. Sí, por eso cogió aquel libro: volvió a las historias sobre Rómulo, sobre Moisés, sobre Edipo. Y ya estaba otra vez con él. La veía apretando contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta. Aquella imagen le produjo placer. Como si le hubiera venido a decir que Teresa vive, que está en ese preciso momento en la misma ciudad que él y que todo lo demás carece por completo de significado.

El redactor rompió el silencio:

—Le comprendo, doctor. A mí tampoco me gusta que se castigue. Pero nosotros no pedimos castigo — sonrió—, nosotros pedimos el levantamiento del castigo.

—Ya lo sé —dijo Tomás.

Ya se había hecho a la idea de que en los próximos instantes iba a hacer algo posiblemente altruista pero sin duda inútil (porque no les iba a servir de nada a los presos) y para él personalmente desagradable (porque se producía en unas circunstancias que le habían sido impuestas).

El hijo añadió (casi suplicante):
— ¡Tienes la obligación de firmarlo!
¿Obligación? ¿Su hijo le va a recordar cuáles son sus obligaciones? ¡Esa era la peor palabra que nadie podía decirle! Volvió a tener ante sus ojos la imagen de Teresa cogiendo la corneja en su regazo. Recordó que ayer la había molestado un social en el bar. Le vuelven a temblar las manos. Ha envejecido. Ella es lo único que le importa. Ella, nacida de seis casualidades, ella, que floreció del lumbago del médico jefe, ella, que está al otro lado de todos los «es muss sein!», ella es lo único que le importa.

¿Por qué sigue pensando si debe firmar o no? No existe más que un solo criterio para todas sus decisiones: no debe hacer nada que pueda perjudicarla. Tomás no puede salvar a los presos políticos, pero puede hacer feliz a Teresa. No sabe hacer ni eso. Pero si firma la petición, lo más seguro es que los sociales irán a visitarla aún con mayor frecuencia y que las manos le temblarán aún más. Dijo:

— Es mucho más importante desenterrar a una corneja que mandarle una petición al presidente.

Sabía que la frase era incomprensible pero precisamente por eso le gustaba aún más. Experimentaba una especie de repentina e inesperada embriaguez. Era la misma negra embriaguez de cuando, tiempo atrás, le comunicó a su mujer que ya no quería verla más, ni a ella ni a su hijo. Era la misma negra embriaguez de cuando echó al buzón la carta en la que renunciaba para siempre a la profesión médica. No tenía la seguridad de estar actuando correctamente, pero tenía la seguridad de estar actuando tal como quería actuar. Dijo:

— No se ofendan ustedes. No voy a firmar.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
15

A los pocos días ya podía leer artículos sobre la petición en todos los periódicos.

Por supuesto no decían que se trataba de una amable solicitud que intercedía por los presos políticos y solicitaba su liberación. Ninguno de los periódicos citó ni una sola frase de aquel breve texto. En lugar de eso hablaban extensa, confusa y amenazadoramente de una especie de manifiesto contra el Estado, que pretendía convertirse en la base de una nueva lucha contra el socialismo. Nombraban a los que habían firmado el texto y acompañaban los nombres de calumnias y ataques que le pusieron a Tomás la piel de gallina.

Claro, era previsible. En aquella época cualquier acción pública (reunión, petición, manifestación callejera) que no estuviera organizada por el partido comunista era considerada automáticamente ilegal y significaba un peligro para quienes participaban en ella. Eso lo sabían todos. Pero quizá por eso le fastidiaba aún más no haber firmado la petición. ¿Y por qué no la había firmado? Ya ni siquiera es capaz de recordar exactamente los motivos de su decisión.

Y vuelvo a verlo tal como apareció ante mí no bien empezaba la novela. Está de pie junto a la ventana y mira, a través del patio, la pared del edificio de enfrente.

Esa es la imagen de la que nació. Como dije ya, los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie ha dicho aún nada esencial.

¿Acaso no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?

Mirar con impotencia el patio y no saber qué hacer; oír el terco sonido de las propias tripas en el momento de la emoción amorosa; traicionar y no ser capaz de detenerse en el hermoso camino de la traición; levantar el puño entre el gentío de la Gran Marcha; hacer exhibición de ingenio ante los micrófonos secretos de la policía; todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi curriculum vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. Es precisamente esa frontera (la frontera tras la cual termina mi yo), la que me atrae. Es más allá de ella donde empieza el secreto por el que se interroga la novela. Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo. Pero basta. Volvamos a Tomás.

Está solo en casa y mira a través del patio la sucia pared del edificio de enfrente. Extraña a aquel hombre alto de la barba larga, a sus amigos, a los que no conoce y entre los cuales no se cuenta. Se siente como si hubiera encontrado en el andén a una hermosa desconocida y, antes de haber podido dirigirle la palabra, ella hubiera subido al coche-cama en dirección de Estambul o Lisboa.

Trató de recapacitar sobre lo que hubiera sido correcto hacer. Aunque procuraba dejar de lado todo lo que tenía que ver con los sentimientos (la admiración que sentía por el redactor o la irritación que le producía el hijo), no estaba seguro todavía de si debía haber firmado el texto que le presentaron.

¿Es correcto levantar la voz cuando a uno lo acallan? Sí.

Pero por otra parte: ¿Por qué le habían dedicado tanto espacio los periódicos a aquella petición? La prensa (totalmente manipulada por el Estado) podía haber mantenido un silencio absoluto sobre el asunto y nadie se hubiera enterado. ¡Si había hablado de la petición era porque les había hecho el juego a los que gobernaban el país! Les había llegado como caída del cielo para justificar y poner en marcha una nueva serie de persecuciones.

¿Qué era entonces lo correcto? ¿Firmar o no firmar?

La pregunta puede formularse también del siguiente modo: ¿Es mejor gritar y acelerar así la propia muerte? ¿O callar y lograr así una muerte más lenta?

¿Puede haber alguna respuesta para estas preguntas?

Y se le vuelve a ocurrir una idea que ya conocemos: La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda,

una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones.
Con la historia sucede algo semejante a lo que ocurre con la vida. La historia de los checos es sólo una. Un día concluirá, igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda vez.
En 1618 los estados checos le plantaron cara a la situación, decidieron defender sus libertades religiosas, se enfadaron con el emperador que residía en Viena y tiraron por la ventana del castillo de Praga a dos de sus altos funcionarios. Así empezó la guerra de los treinta años que condujo a la casi completa destrucción de la nación checa. ¿Debieron haber tenido los checos en aquella ocasión más prudencia que arrojo? La respuesta parece sencilla, pero no lo es.

Trescientos años más tarde, en 1938, tras la conferencia de Munich, el mundo decidió sacrificar su país a Hitler. ¿Debieron haber intentado luchar por su propia cuenta contra una fuerza ocho veces superior? A diferencia de 1618, aquella vez tuvieron más prudencia que arrojo. Con su capitulación empezó la segunda guerra mundial que condujo a la pérdida definitiva de la libertad de la nación por muchos decenios o siglos. ¿Debieron haber tenido entonces más arrojo que prudencia? ¿Qué debían haber hecho?

Si la historia de Bohemia pudiera repetirse, sería sin duda bueno intentar la otra eventualidad y comparar después los resultados. Sin un experimento de este tipo, todas las reflexiones no son más que un juego de hipótesis.

Einmal ist keinmal. Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido. La historia de los checos no se repetirá por segunda vez, la de Europa tampoco. La historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá.

Tomás se acordó una vez más, con cierta nostalgia, casi con amor, del alto y encorvado redactor. Aquel hombre actuaba como si la historia no fuese sólo un boceto, sino un cuadro terminado. Actuaba como si todo lo que hacía tuviera que repetirse incontables veces en un eterno retorno y como si estuviera seguro de que nunca dudaría de lo que había hecho. Estaba convencido de que tenía razón y no creía que eso fuera un síntoma de limitación mental, sino un signo de virtud. Aquel hombre vivía en una historia distinta de la de Tomás: en una historia que no era un boceto (o que no sabía que lo era).


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
16

Unos días más tarde se le ocurrió la siguiente idea, que registro como complemento al capítulo anterior:

En el universo existe un planeta en el que todas las personas nacerán por segunda vez. Tendrán entonces plena conciencia de la vida que llevaron en la tierra, de todas las experiencias que allí adquirieron.

Y existe quizás otro planeta en el que todos naceremos por tercera vez, con las experiencias de las dos vidas anteriores.

Y quizás existan más y más planetas en los que la humanidad nazca cada vez con un grado más (con una vida más) de madurez.

Esa es la versión de Tomás del eterno retorno.

Claro que nosotros, aquí, en la tierra (en el planeta número uno, en el planeta de la inexperiencia), sólo podemos imaginar muy confusamente lo que le ocurriría al hombre en los siguientes planetas. ¿Sería más sabio? ¿Es acaso la madurez algo que pueda ser alcanzado por el hombre? ¿Puede lograrla mediante la repetición?

Sólo en la perspectiva de esta utopía pueden emplearse con plena justificación los conceptos de pesimismo y optimismo: optimista es aquel que cree que en el planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos sangrienta. Pesimista es aquel que no lo cree.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 

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