El baúl de los fragmentos perdidos

17

Julio Verne escribió una famosa novela que Tomás adoraba cuando era niño y que se titula Dos años de vacaciones y, en efecto, dos años son el plazo máximo para unas vacaciones. Tomás llevaba ya tres años limpiando ventanas.

Precisamente por entonces comprobaba (en parte con tristeza, en parte sonriendo calladamente) que estaba ya físicamente cansado (tenía todos los días uno y a veces hasta dos torneos amorosos) y, aun sin perder el apetito, para hacer el amor tenía que poner en juego las últimas fuerzas que le quedaban. (Añado: no se trataba de las fuerzas sexuales, sino de las físicas; no tenía problemas con el s*x*, sino con la respiración; y era precisamente eso lo que resultaba un tanto cómico.)

Un día estaba intentando organizar una cita para la tarde, pero, como a veces ocurre, no conseguía localizar por teléfono a ninguna mujer, de modo que la tarde amenazaba con quedar vacía. Estaba desesperado. Ese día llamó unas diez veces a una chica, una encantadora estudiante de arte dramático cuyo cuerpo se había bronceado en alguna de las playas nudistas de Yugoslavia con tal regularidad que parecía que hubiera estado dando vueltas lentamente en algún asador asombrosamente preciso.

La llamó en vano desde todas las tiendas en las que trabajó y al terminar su jornada, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando volvía a la oficina a entregar las facturas firmadas, lo detuvo de pronto en una calle del centro de Praga una mujer desconocida. Le sonrió:

— Doctor, ¿dónde se había metido? ¡Lo había perdido completamente de vista!

Tomás se esforzaba por recordar de dónde la conocía. ¿Sería una antigua paciente? Se comportaba como si fueran amigos íntimos. El trataba de comportarse de modo que ella no advirtiera que no la había reconocido. Estaba pensando en cómo convencerla para que fuera con él al piso del amigo, cuyas llaves llevaba en el bolsillo, cuando por un comentario casual comprendió quién era aquella mujer: era la estudiante de arte dramático, maravillosamente bronceada, a la que había estado llamando desesperadamente por teléfono durante todo el día.

Aquella historia le hizo reír y le aterró: no sólo está cansado física, sino también psíquicamente; dos años de vacaciones no pueden prolongarse indefinidamente.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
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Las vacaciones sin quirófano eran también vacaciones sin Teresa: durante seis días a la semana apenas se veían y sólo estaban juntos el domingo. A pesar de que los dos deseaban estar juntos, tenían que ir acercándose desde una gran distancia, poco más o menos como cuando él volvió al lado de ella desde Zurich. Hacer el amor les producía placer pero no les daba consuelo. Ella ya no gritaba y en el momento del orgasmo su cara parecía expresar dolor y una extraña ausencia. Sólo mientras dormían permanecían cada noche tiernamente unidos. Se cogían de la mano y ella olvidaba el abismo (el abismo de la luz del día) que les separaba. Pero las noches no bastaban para que la protegiera y la cuidara. Cuando la veía por la mañana se le encogía el corazón con un nuevo temor: tenía mal aspecto y parecía enferma.

Un domingo ella le pidió que fueran a dar un paseo en coche fuera de Praga. Llegaron al balneario en el que vieron todas las calles con los nombres cambiados por nombres rusos y se encontraron con el antiguo paciente de Tomás. Aquel encuentro le afectó mucho. De pronto alguien volvía a hablarle como a un médico y él sentía la voz distante de su antigua vida, con su agradable regularidad, con la atención a los enfermos, con sus miradas llenas de confianza, a las que no parecía prestar atención pero que en realidad le producían placer y que ahora añoraba.

Volvían en coche a casa y Tomás iba pensando que el regreso de Zurich a Praga había sido para ellos un error catastrófico. Miraba fijamente la carretera porque no quería ver a Teresa. Sentía rabia hacia ella. La presencia de ella a su lado aparecía ahora en toda su insoportable casualidad. ¿Por qué estaba junto a él? ¿Quién la había metido en el cesto y la había enviado río abajo? ¿Y por qué la habían mandado precisamente a la orilla de su cama? ¿Y por qué precisamente a ella y no a alguna otra mujer?

Durante todo el camino ninguno de los dos habló.
Regresaron a casa y cenaron en silencio.
El silencio yacía entre ellos como una desgracia. Era cada minuto más pesado. Para librarse de él fueron pronto a dormir. Por la noche la despertó, ella lloraba en sueños.
Le contó: «Estaba enterrada. Hace ya tiempo. Venías a verme todas las semanas. Siempre golpeabas con los nudillos en la tumba y yo salía. Tenía los ojos llenos de tierra.
»Decías: 'Así no puedes ver' y me quitabas la tierra de los ojos.
»Y yo te decía: 'De todos modos no veo. Si tengo agujeros en vez de ojos'.
»Y un día te fuiste y no volviste durante mucho tiempo y yo sabía que estabas con otra mujer.

Pasaban las semanas y tú no volvías. Tenía miedo de no verte y por eso no dormía nunca. Por fin volviste a llamar a la tumba, pero yo estaba tan cansada después de un mes sin dormir que no tenía fuerzas para salir a la superficie. Cuando lo conseguí, tu me miraste decepcionado. Me dijiste que tenía muy mal aspecto. Sentí que te desagradaba terriblemente, que tenía la cara hundida y hacía unos gestos muy bruscos.

»Te pedí disculpas: 'No te enfades, no he dormido en todo el tiempo'.

»Y tú dijiste con voz falsa, tranquilizadora: 'Ya ves. Tienes que descansar. Deberías tomarte un mes de vacaciones'.

»Y yo sabía perfectamente qué querías decir con lo de las vacaciones. Sabía que no querías verme en todo el mes porque estarías con otra mujer. Te fuiste y yo bajé a la tumba y sabía que pasaría otro mes sin dormir para estar despierta cuando vinieses y que, cuando llegases al cabo de un mes, estaría aún más fea que hoy y que tu estarías aún más decepcionado.»

No había oído nunca un relato más torturado que aquél. Apretó a Teresa contra su pecho, sintió su cuerpo que temblaba y le pareció que era incapaz de soportar su amor.

La tierra puede estremecerse por las explosiones de las bombas, la patria puede ser expoliada cada día por un invasor distinto, todos los habitantes de la calle contigua pueden ser conducidos ante el pelotón de ejecución, todo eso lo soportaría con mucha mayor facilidad de lo que estaría dispuesto a reconocer. Pero era incapaz de soportar la tristeza de un solo sueño de Teresa.

Regresó al interior del sueño del que ella le había hablado. Se imaginaba que le acariciaba la cara y, disimuladamente, para que no se diese cuenta, le quitaba la tierra de las órbitas de los ojos. Después oyó que le decía aquella frase increíblemente torturada: «De todos modos no veo. En vez de ojos tengo agujeros».

El corazón se le estrechaba de tal modo que creyó que estaba al borde del infarto.

Teresa había vuelto a dormirse pero él no podía conciliar el sueño. Se imaginaba su muerte. Está muerta y tiene pesadillas; pero como está muerta él no puede despertarla. Sí, eso es la muerte: Teresa duerme, tiene pesadillas, pero él no puede despertarla.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
«Cambiaría el más bello atardecer del mundo por una sola vista de la silueta de Nueva York. Particularmente cuando no se pueden ver los detalles. Sólo las formas. Las formas y el pensamiento que las hizo. El cielo de Nueva York y la voluntad del hombre hecha visible ¿Qué otra religión necesitamos? Y entonces la gente me habla de peregrinaciones a algún agujero infecto en una jungla, a donde van a homenajear a un templo en ruinas, a un monstruo de piedra con barriga, creado por algún salvaje leproso ¿Es genio y belleza lo que quieren ver? ¿Buscan un sentido de lo sublime? Dejadles que vengan a Nueva York, que vengan a la orilla del Hudson, miren y se pongan de rodillas. Cuando veo la ciudad desde mi ventana -no, no siento lo pequeña que soy- sino que siento que si una guerra viniese amenazar esto, me arrojaría a mí misma al espacio, sobre la ciudad, y protegería estos edificios con mi cuerpo»
El Manantial
Ayn Rand

 
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En los cinco años que han pasado desde que el ejército ruso invadió la patria de Tomás, Praga ha cambiado mucho: la gente a la que Tomás encontraba por la calle era distinta de la de antes. La mitad de sus amigos había emigrado y de la mitad que se había quedado la mitad había muerto. Ese es un hecho que no será registrado por ningún historiador: los años que siguieron a la invasión rusa fueron años de entierros; la frecuencia de los fallecimientos fue mucho mayor que antes. No hablo sólo de los casos (más bien infrecuentes) en los que alguien era perseguido hasta la muerte, como Jan Prochazka. A los catorce días de que la radio emitiera a diario sus conversaciones privadas, ingresó en el hospital. El cáncer que probablemente dormitaba desde antes en su cuerpo floreció de pronto como una rosa. Le operaron en presencia de la policía que, cuando comprobó que el novelista estaba condenado a muerte, cesó de interesarse por él y le dejó morir en brazos de su mujer. Pero también morían los que no eran directamente perseguidos por nadie. La desesperanza que se había apoderado del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd. Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a la Unión Soviética. Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos.

Tomás fue al crematorio a presenciar el funeral por un famoso biólogo expulsado de la Academia de Ciencias. En la nota necrológica no se permitió publicar la hora de las honras fúnebres para que el acto no se convirtiese en una manifestación, y sus deudos no se enteraron hasta el último momento de que la cremación sería a las seis y media de la mañana.

Cuando entraron en la sala del crematorio, Tomás no comprendía qué pasaba: la sala estaba iluminada como un estudio de cine. Miró sorprendido a su alrededor y comprobó que habían colocado cámaras en tres sitios. No, no era la televisión, era la policía la que filmaba el funeral para poder estudiar a los participantes. Un antiguo compañero del científico, que seguía siendo miembro de la Academia de Ciencias, tuvo el valor de despedir al féretro. No contaba con que ese día se convertiría en actor de cine.

Cuando terminaba el acto y ya todos habían estrechado las manos de los familiares del muerto, Tomás vio en un rincón de la sala a un grupo de personas y, entre ellas, al redactor alto y encorvado. Volvió a añorar a aquellas personas que no tenían miedo a nada y estaban seguramente unidas por una gran amistad. Avanzó hacia él, le sonrió, quería saludarlo, pero el hombre encorvado dijo: «Cuidado, doctor, es mejor que no se acerque».

La frase era curiosa. Podía explicársela como una sincera advertencia amistosa («Cuidado, nos están filmando, si habla con nosotros, tendrá un interrogatorio más») o podía tener también un sentido irónico («¡Si no ha tenido el valor suficiente para firmar la petición, sea consecuente y no se junte con nosotros!»). Cualquiera que hubiera sido el significado real, Tomás obedeció y se alejó. Tenía la sensación de que veía a una hermosa mujer subir al coche-cama de uno de los grandes expresos y de que, en el momento en que iba a expresarle su admiración, ella ponía el dedo sobre los labios y no le permitía hablar.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
20

Ese mismo día por la tarde tuvo otro encuentro interesante. Estaba limpiando el escaparate de una gran zapatería y justo a su lado se detuvo un hombre joven. Se inclinó hacia el escaparate y se puso a mirar los precios.

— Han subido —dijo Tomás sin dejar de secar el agua del cristal con su aparato.

El hombre lo miró. Era aquel compañero suyo del hospital al que he bautizado con la letra S., el mismo que en otros tiempos sonreía enfadado porque Tomás hubiera firmado su declaración autocrítica. Tomás se alegró de aquel encuentro (con la simple e ingenua alegría que nos producen los acontecimientos inesperados), pero observó en la mirada de su colega (durante el primer segundo, mientras S. aún no había tenido tiempo de controlarse) un gesto de sorpresa y desagrado.

— ¿Cómo te va? —preguntó S.

Antes de que Tomás tuviera tiempo de responder, ya se había dado cuenta de que S. se avergonzaba de su pregunta. Era una evidente tontería que un médico que sigue trabajando le preguntara «¿cómo te va?» a un médico que limpia escaparates.

Para que no se sintiese avergonzado, Tomás le respondió con el tono más alegre que pudo: «¡estupendamente!», pero advirtió de inmediato que ese «estupendamente» sonaba, a su pesar (y precisamente por haber procurado pronunciarlo con alegría), como una amarga ironía. Por eso añadió en seguida:

— ¿Qué hay de nuevo en el hospital?
S. respondió:
— Nada. Todo normal.
Esta respuesta, aunque pretendía ser lo más neutral posible, también estaba totalmente fuera de lugar, y los dos lo sabían y sabían que lo sabían: ¿cómo es posible que todo sea normal cuando uno de los dos limpia escaparates?

— ¿Y el jefe? —preguntó Tomás.

— ¿No os veis? —preguntó S.
— No —dijo Tomás.
Era verdad, desde que se fue del hospital no había vuelto a ver al médico jefe, a pesar de que trabajaban muy bien juntos y tendían a considerarse casi como amigos. Hiciera lo que hiciera, el «no» que acababa de pronunciar llevaba cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S. estaba disgustado por la pregunta que le había hecho, porque al igual que el médico jefe, él tampoco había ido nunca a preguntarle a Tomás cómo le iba y si le hacía falta algo.

La conversación entre los dos antiguos compañeros de trabajo se había vuelto imposible, aunque ambos lo lamentaran y Tomás en particular. No estaba enfadado porque sus compañeros de trabajo se hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado explicárselo a aquel joven. Tenía ganas de decirle: «¡No sientas vergüenza! ¡Es normal y totalmente correcto que no os relacionéis conmigo! ¡No te acomplejes por eso! ¡Estoy encantado de verte!», p ero hasta de decir e so tenía miedo, porque todo lo que había dicho hasta entonces había sonado de un modo distinto al que pretendía y su compañero de profesión hubiera sospechado que esta sincera frase también era irónica y agresiva.

— Perdona —dijo finalmente S.—, tengo una prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.

Antes, cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por su previsible cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo despectivamente, que están incluso obligados a reconocer su valor, lo esquivan.

Por lo demás, tampoco los antiguos pacientes lo invitaban ya, ni lo recibían con champán. La situación de los intelectuales desclasados había dejado de ser excepcional; se había convertido en algo duradero y desagradable a la vista.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
“Soñé que Maciste era mi novio y que íbamos a pasear por el Campo dei Fiori. Yo al principio estaba locamente enamorada de él, pero conforme paseábamos Maciste dejaba de parecerme una persona interesante. Lo veía demasiado gordo, demasiado viejo, demasiado torpe, allí, tomados del brazo, mientras los jóvenes daban vueltas alrededor de la estatua de Giordano Bruno o fluían hacia la vía del Giubbonari o hacia piazza Farnese, sin que por ello decreciera en ningún momento, más bien al contrario, la multitud que se arracimaba en Campo dei Fiori. Y entonces yo le decía a Maciste que ya no podía ser su novia. Y él volteaba la cabeza hacia mí y decía: está bien, está bien, está bien que así sea, con un hilo de voz donde al principio creía notar cierta tristeza, un grado de desesperación mínima, pero desesperación al fin y al cabo, inusual en él, pero donde después percibía un acento como de orgullo, como si Maciste, en el fondo, estuviera orgulloso de mí.

Y entonces él me decía adiós.”
Una novelita lumpen
Roberto Bolaño
 
"He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral."

"[...]pese a mis infaustos recuerdos (o a la ausencia de recuerdos, para el caso tan infausta o más que la retención mnemotécnica de éstos) [...] últimamente he notado que el tiempo se pliega o se estira a su arbitrio."

"Pero la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito."

"Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear."

"[...] todos los libros del mundo están esperando a que los lea."

"Según él, los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, pregunté:
-De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido.
Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera, aunque en realidad no entendí nada. Bien pensado, es la peor forma de caminar."

"Tenía los ojos ardientes, como si estuviera a punto de iniciar una pelea o de echarse a llorar [...] vigilante como una diosa o como un ave de rapiña."

"[...] eyaculé sobre la hierba y las flores, supongo. [...] Y luego yo me levanté, sentía el cuerpo como si me lo estuvieran partiendo y sabía que si la decía que la quería el dolor se iba a ir de inmediato, pero no dije nada y revisé los rincones más alejados [...]"

"Pensé que no me reconocería. ¡Yo mismo, por momentos, no me reconozco!"

"[...] dijo que todos los poetas eran unos vagos pero que en la cama no estaban nada mal. Sobre todo si no tienen dinero [...]"

"El problema con la literatura, como con la vida, dice don Crispín, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón."

"La Literatura no es inocente, eso lo sé yo desde que tenía quince años."

"Ellos me miraron y se sonrieron, los dos al mismo tiempo, pinches muchachos, somo si estuvieran conectados, no sé si me explico, nos extrañó [...] Chingados muchachos. Chingada juventud. Interconectados. Un escalofrío me recorrió el cuerpo."

"[...] un poeta se pierde en una ciudad al borde del colapso, el poeta no tiene dinero, ni amigos, ni nadie a quien acudir. Además, naturalmente, no tiene intención ni ganas de acudir a nadie. Durante varios días vaga por la ciudad o por el país, sin comer o comiendo desperdicios. Ya ni siquiera escribe. O escribe con la mente, es decir delira. Todo hace indicar que su muerte es inminente. Su desaparición, radical, la prefigura. Y sin embargo, dicho poeta no muere. ¿Cómo se salva? [...] la verdad es que ya no me acuerdo, pero pierda cuidado, el poeta no muere, se hunde, pero no muere."
Los Detectives Salvajes
Roberto Bolaño
 
21

Llegó a casa y se durmió antes que de costumbre. Una hora más tarde le despertó el dolor de estómago. Eran sus antiguas molestias que reaparecían siempre en los momentos de depresión. Abrió el botiquín y maldijo. No había ningún medicamento. Había olvidado renovarlos. Trató de superar el ataque a fuerza de voluntad y fue lográndolo pero no consiguió dormirse. Cuando Teresa volvió a casa, a la una y media de la mañana, tenía ganas de charlar con ella. Le habló del entierro, del redactor que no había querido dirigirle la palabra, de su encuentro con su colega S.

— Praga se ha vuelto fea —dijo Teresa.
— Fea —dijo Tomás.
Al cabo de un rato Teresa dijo en voz muy baja:
— Sería mejor que nos fuéramos de aquí.
— Sí —dijo Tomás—, pero no tenemos adonde ir.
Estaba sentado en la cama, en pijama, y ella se sentó a su lado y se abrazó a su cuerpo. Dijo:
— Al campo.
— ¿Al campo? -preguntó extrañado.
— Allí estaríamos solos. Allí no te encontrarías ni con el redactor ni con tus antiguos compañeros. Allí la gente es distinta y la naturaleza sigue siendo igual que siempre.
En ese momento Tomás volvió a sentir un suave dolor en el estómago, se sentía viejo y le parecía que lo único que deseaba era un poco de tranquilidad y de paz.
— Puede que tengas razón —dijo dificultosamente, porque el dolor le impedía respirar.
Teresa seguía:
— Tendríamos una casa y un pequeño jardín, y Karenin por lo menos podría correr a gusto.
— Sí —dijo Tomás.
Después se imaginó qué pasaría si de verdad se fueran al campo. En un pueblo sería difícil tener todas las semanas a una mujer diferente. Allí se acabarían sus aventuras eróticas.
— Lo malo es que en un pueblo, a solas conmigo, te aburrirías —dijo Teresa como si le leyese los pensamientos.
El dolor había vuelto a aumentar. No podía hablar. Se le ocurrió pensar que su hábito de ir tras las mujeres era una especie de «es muss sein!», un imperativo que lo esclavizaba. Anhelaba unas vacaciones. ¡Pero unas vacaciones totales, en las que le dejaran en paz todos los imperativos, todos los «es muss sein!» Si había sido capaz de descansar (y para siempre) de la mesa de operaciones del hospital, ¿por qué no descansar de esa mesa de operaciones del mundo, sobre la cual abría con un escalpelo imaginario la funda en la que las mujeres guardaban la ilusoria millonésima diferencial?

— ¡A ti te duele el estómago! —advirtió entonces Teresa. Asintió.
— ¿Te has puesto la inyección?
Hizo un gesto de negación:

— Me olvidé de pedirlas.

Se enfadó con él por su dejadez y le acarició la frente, en la que el dolor había hecho aparecer algunas gotas de sudor.

— Ahora está un poco mejor —dijo.
— Acuéstate —dijo ella y lo cubrió con la manta.
Después fue al baño y al cabo de un momento se acostó a su lado. El giró hacia ella la cabeza, apoyada en la almohada, y se quedó asombrado: la tristeza que reflejaban sus ojos era insoportable. Dijo:

— Teresa, dime, ¿qué te pasa? A ti te está pasando algo. Lo siento. Lo veo. Negó con la cabeza:
— No, no me pasa nada.
— ¡No lo niegues!

— Es lo de siempre —dijo.

«Lo de siempre» significaba los celos de ella y las infidelidades de él. Pero Tomás siguió insistiendo.

— No, Teresa. Esta vez es otra cosa. Nunca habías estado tan mal. Teresa dijo:
— Bien, te lo diré. Vé a lavarte la cabeza.
No le entendía.

Lo dijo con tristeza, sin agresividad, casi con ternura:

— Hace ya varios meses que tu pelo huele intensamente. Huele al s*x* de alguna mujer. No te lo quería decir. Pero hace ya muchas noches que tengo que respirar el perfume del s*x* de alguna de tus amantes.

En cuanto lo dijo el estómago volvió a dolerle. Estaba desesperado. ¡Se lava tanto! Se frota con tanto cuidado el cuerpo, las manos, la cara, para que no le quede ni una huella de olor ajeno. Evita los jabones perfumados en los cuartos de baño ajenos. Lleva a todas partes su propio jabón sin perfume. ¡Pero olvidó el pelo! ¡No, no se le ocurrió pensar en el pelo!

Y recordó la mujer que se le sienta en la cara y quiere que le haga el amor con toda su cara y hasta con la nuca. Ahora la odiaba. ¡Qué ocurrencia más idiota! Sabía que ahora no era posible negar nada y que lo único que podía hacer era reír estúpidamente e ir al baño a lavarse la cabeza.

Ella volvió a acariciarle la frente:
— Quédate acostado. Ya no vale la pena. Ya estoy acostumbrada.
Le dolía el estómago y anhelaba tranquilidad y paz. Dijo:
— Le escribiré a aquel paciente mío que encontramos en el balneario. ¿Conoces la región

donde está su aldea?
— No —dijo Teresa.

A Tomás le costaba mucho trabajo hablar. No logró decir más que: «Bosques... montes...».
— Sí, lo haremos. Nos iremos de aquí. Pero deja de hablar —y seguía acariciándole la frente. Estaban los dos juntos, acostados, y ya no decían nada. El dolor desaparecía lentamente. Pronto se durmieron los dos.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
"Apareciste por vez. primera ante el Lector en una librería, tomaste forma apartándote de una pared de estanterías, como si la cantidad de los libros hiciera necesaria la presencia de una Lectora. Tu casa, al ser el lugar donde lees, puede decirnos cuál es el lugar que los libros tienen en tu vida, si son una defensa que tú interpones para mantener alejado al mundo de fuera, un sueño en el que te hundes como en una droga, o bien si son puentes que lanzas hacia el exterior hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones.
Y, sin embarco, la visión de los libros de casa de Ludmilla te resulta tranquilizadora. La lectura es soledad. Ludmilla se te aparece protegida por las valvas del libro abierto corno una ostra en su concha. La sombra de otro hombre, probable, incluso segura, queda, si no borrada, relegada al margen. Se lee solo también cuando se es pareja. Pero entonces ¿qué estás buscando, aquí? ¿Quisieras penetrar en su concha insinuándote en las páginas de los libros que está leyendo? ¿O bien la relación entre Lector y Lectora sigue siendo la de dos conchas separadas, que se pueden comunicar sólo a través de parciales cotejos de dos experiencias exclusivas? "
Si una noche de invierno un viajero
Italo Calvino
 
22

En medio de la noche se despertó y recordó con sorpresa que no había tenido más que sueños eróticos. Sólo recordaba con claridad el último: en una piscina nadaba de espaldas una enorme mujer desnuda, al menos cinco veces mayor que él, con una barriga toda cubierta de espeso vello, desde la entrepierna hasta el ombligo, la miraba desde la orilla y estaba terriblemente excitado.

¿Cómo podía estar excitado cuando su cuerpo se hallaba debilitado por un ataque al estómago? ¿Y cómo pudo excitarse mirando a una mujer que, despierto, sólo hubiera podido producirle asco?

Se dijo: En el sistema de relojería de la cabeza dan vueltas en sentido contrario dos ruedas dentadas. En una de ellas están las visiones, en la otra las reacciones del cuerpo. El diente en el que está la visión de una mujer desnuda toca el diente opuesto, en el que está inscrito el imperativo de la erección. Si por algún descuido las ruedas se desplazan y la rueda de la excitación se pone en contacto con el diente en el que está pintada la imagen de una golondrina volando, nuestro s*x* se empinará al ver a una golondrina. Conocía además las investigaciones de un colega suyo que estudiaba el sueño de las personas y afirmaba que en el hombre se produce la erección con cualquier sueño. Eso quiere decir que la relación entre la erección y una mujer desnuda es sólo uno de los mil modos en que el Creador pudo haber ajustado el mecanismo de relojería de la cabeza del hombre.

¿Pero qué tiene que ver el amor con esto? Nada. Si en la cabeza de Tomás la rueda se desplaza por algún motivo y él, a partir de entonces, se excita al ver a una golondrina, nada cambia en su amor por Teresa.

Si la excitación es el mecanismo mediante el cual se divierte nuestro Creador, el amor es, por el contrario, lo que nos pertenece sólo a nosotros y con lo que escapamos al Creador. El amor es nuestra libertad. El amor está al otro lado del «es muss sein!».

Pero esto no es del todo cierto. Aunque el amor sea algo distinto a la maquinaria de relojería del s*x* con el que se divierte el Creador, queda sin embargo amarrado a esa maquinaria. Está amarrado a ella como una tierna mujer desnuda al péndulo de un enorme reloj.

Tomás piensa: Amarrar el amor al s*x* ha sido una de las ocurrencias más extravagantes del Creador.

Y después piensa esto también: La única manera de salvar el amor de la estupidez del s*x* hubiese sido la de ajustar de otro modo el reloj de nuestra cabeza y excitarnos viendo una golondrina.

Se durmió con aquella dulce idea. Y en el umbral del sueño, en ese mágico territorio de imágenes confusas, de pronto se sintió seguro de haber descubierto la solución de todos los misterios, la llave del secreto, la nueva utopía, el paraíso: un mundo donde el hombre se excita al mirar a una golondrina y donde puede querer a Teresa sin verse interrumpido por la agresiva estupidez del s*x*.

Se durmió.


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Milan Kundera
 
23

Había varias mujeres semidesnudas, daban vueltas a su alrededor y él se sentía cansado. Para escapar de ellas, abrió la puerta de la habitación contigua. Vio en el sofá de enfrente a una muchacha. También estaba semides-nuda, sólo en bragas. Estaba reclinada de costado y se apoyaba en un codo.
Le miraba con una sonrisa, como si supiera que iba a venir.

Se acercó a ella. Recorrió su cuerpo una sensación de inmensa felicidad por haberla encontrado y poder estar con ella. Se sentó junto a ella, él le dijo algo y ella también le habló. Irradiaba serenidad. Los gestos de su mano eran lentos y acompasados. Toda la vida había anhelado aquellos gestos serenos. Era precisamente aquella serenidad femenina la que había echado en falta toda la vida.

Pero en ese momento se produjo el deslizamiento del sueño al despertar. Se encontró en ese no man's land en el que el hombre ya no duerme y aún no está despierto. Le aterró que la muchacha desapareciera ante sus ojos y se dijo: ¡Por Dios, no debo perderla! Intentó desesperadamente recordar quién era la muchacha, dónde la había encontrado, qué experiencia había tenido con ella. ¿Cómo es posible que no lo sepa, conociéndola tanto? Se hizo la promesa de llamarla por teléfono en cuanto amaneciese. Pero nada más pensarlo se alarmó, porque había olvidado su nombre y no podía llamarla. ¿Pero cómo puede olvidar el nombre de alguien a quien conoce tanto? Estaba ya casi despierto del todo, tenía los ojos abiertos y se preguntaba: ¿Dónde estoy? Sí, estoy en Praga, pero y esa muchacha, ¿es de Praga?, ¿no la habré visto en otro sitio?, ¿no será una suiza? Tardó un rato en comprender que no conocía a aquella muchacha, que no era de Suiza ni de Praga, que era la muchacha de un sueño, que no era de ninguna otra parte.

Estaba tan excitado que se incorporó en la cama. Teresa respiraba profundamente a su lado. Pensaba que la muchacha del sueño no se parecía a ninguna de las mujeres que jamás había visto. La muchacha que le había parecido íntimamente conocida era precisamente una completa desconocida. Pero era precisamente la que siempre había anhelado. Si existe para él algún paraíso personal, en ese paraíso tendría que vivir con ella. Esa mujer del sueño es el «es muss sein!» de su amor.

Recordó el conocido mito de El banquete de Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.

Admitimos que eso es así; que cada uno de nosotros tiene en algún lugar del mundo a su mitad, con la que una vez formó un solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la muchacha con la que había soñado. Lo que sucede es que el hombre no encuentra a la otra mitad de sí mismo. En su lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a Teresa. ¿Pero qué sucede si se encuentra realmente con la mujer que le corresponde, con la otra mitad de sí mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?

Se imaginó que estaba viviendo en un mundo ideal con la muchacha del sueño. Junto a las ventanas abiertas de su residencia pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio de la acera y desde allí lo mira, con una mirada de infinita tristeza. Y él no soporta aquella mirada. ¡Siente otra vez el dolor de ella en su propio corazón! Está otra vez en poder de la compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa de un salto la ventana. Pero ella le dice amargamente que se quede allí donde se siente feliz y hace aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban en ella y que siempre le habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las estrecha entre las suyas para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier momento la casa de su felicidad, que abandonaría en cualquier momento su paraíso en el que vive con la muchacha del sueño, que traicionaría el «es muss sein!» de su amor para irse con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas casualidades.

Seguía incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.

— ¿Qué miras? —preguntó ella.

Sabía que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.

— Miro las estrellas —dijo.
— No mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.
— Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros —respondió Tomás. — Ah, en un avión —dijo Teresa.
Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela muy por encima de las estrellas.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Sexta Parte.

La gran marcha.



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Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió Lakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.


2


El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, reprobó. La gente lo temía por partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin)» y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo reprobado).

La reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro.

Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿El, que debía soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel reprobado), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?

¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?

Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la caída.

Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.

El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los ale manes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera


 

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