El baúl de los fragmentos perdidos

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Era un edificio suburbano construido a comienzos de siglo en el barrio obrero de Praga. Penetró en un pasillo de paredes sucias pintadas con cal. Unas desgastadas escaleras de piedra con la barandilla de hierro la condujeron hasta el primer piso. Allí dobló a la izquierda. Era la segunda puerta, sin nombre ni timbre. Llamó con los nudillos.

Le abrió.

El piso se componía de una única habitación, dividida a unos dos metros de la puerta por una cortina, que creaba así una especie de sucedáneo de antesala, en la que había una mesa con un infiernillo y una nevera. Al atravesar la cortina se encontró frente al rectángulo vertical de una ventana, al final de una habitación estrecha y alargada; a un costado había una librería, al otro una cama y un sillón.

— Es un piso muy modesto —dijo el ingeniero-, espero que no le haya sorprendido.

— No, no me sorprende —dijo Teresa mirando la pared completamente cubierta de estantes y libros.

Este hombre no tiene una mesa apropiada, pero tiene cientos de libros. Esto le resultaba simpático a Teresa y la angustia con la que había llegado se suavizó un poco. Desde la infancia considera los libros como contraseña de una hermandad secreta. Un hombre que tiene en casa esta biblioteca, no puede hacerle daño.

Le preguntó qué podía ofrecerle, ¿vino?
No, no, no quiere vino. En todo caso, café.
El atravesó la cortina y ella se acercó a la librería. Le llamó la atención uno de los libros. Era

una traducción de Edipo de Sófocles. ¡Es curioso que este libro esté aquí! Hace muchos años, Tomás se lo dio a Teresa para que lo leyera y le habló mucho de él. Después publicó sus opiniones en un periódico y por culpa de aquel artículo toda su vida quedó patas arriba. Observó el lomo de aquel libro y al mirarlo se tranquilizó. Era como si Tomás hubiera dejado a propósito una huella, un recado diciendo que todo lo había organizado él. Sacó el libro y lo abrió. Cuando el ingeniero vuelva de la antesala, le preguntará por qué tiene ese libro y si lo ha leído y qué opina de él. De ese modo, mediante una estratagema, la conversación se desplazará del peligroso territorio de un piso ajeno al mundo familiar de las ideas de Tomás.

Entonces sintió una mano en el hombro. El ingeniero le quitó el libro de las manos, volvió a colocarlo en la estantería sin decir palabra y la llevó hacia la cama.

Volvió a acordarse de la frase que le había dicho al verdugo de Petrin. Ahora la dijo en voz alta: «¡Es que no es por mi voluntad! ».

Creía que era una fórmula mágica que modificaría instantáneamente la situación, pero en esa habitación las palabras habían perdido su poder mágico. Incluso me parece que aquello lo incitó a actuar con mayor decisión: la atrajo hacia sí y le puso una mano sobre el pecho.

Cosa curiosa: aquel contacto la liberó inmediatamente de la angustia. El ingeniero, al tocarla, le señaló su cuerpo y ella se dio cuenta de que no se trataba para nada de ella (de su alma) sino única y exclusivamente de su cuerpo. De un cuerpo que la había traicionado y al que ella había mandado a recorrer el mundo junto con los demás cuerpos.


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Había mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba dispuesta a asumir responsabilidad alguna en su nombre. No se resistía, pero tampoco le ayudaba. El alma pretendía así poner en evidencia que no estaba de acuerdo con lo que sucedía, pero que había decidido mantenerse neutral.

Él la desnudaba y ella permanecía mientras tanto casi inmóvil. Cuando la besó, los labios de ella no respondieron al contacto de los suyos. Pero entonces sintió de pronto que su s*x* estaba húmedo y se asustó.
Sentía su excitación, que era aún mayor porque estaba excitada en contra de su voluntad.

El alma ya estaba en secreto de acuerdo con todo lo que sucedía, pero también sabía que, para que durase aquella gran excitación, su aquiescencia debía seguir siendo tácita. Si dijese que sí en voz alta, si quisiese participar voluntariamente de la escena amorosa, la excitación disminuiría. Porque lo que excitaba el alma era precisamente que el cuerpo actuara en contra de su voluntad, que la traicionara y que ella estuviera presenciando aquella traición.

Luego le quitó las bragas y ella se quedó completamente desnuda. El alma veía el cuerpo desnudo en brazos de otro hombre y le parecía increíble, como si estuviera mirando de cerca al planeta Marte. El resplandor de lo increíble hacía que su cuerpo perdiera para ella, por primera vez, su trivialidad; por primera vez lo miraba hechizada; todo lo que tenía de personal, de único, de inimitable, se ponía de manifiesto. No era el más vulgar de todos los cuerpos (tal como lo había visto hasta ahora), sino el más extraordinario. El alma no podía separar la vista de una marca de nacimiento, una mancha castaña redonda situada justo encima del vello del pubis; le parecía como si aquella marca fuese un sello que ella misma (el alma) le hubiese impreso al cuerpo y que un miembro extraño se aproximaba sacrílegamente a ese sello sagrado.

Pero al mirar después a la cara de él, se dio cuenta de que nunca había autorizado que el cuerpo, sobre el que el alma había grabado su firma, se hallase en brazos de alguien a quien no conocía y no deseaba conocer. La inundó un odio embriagador. Reunió saliva en la boca para escupirla a la cara de ese hombre desconocido. El la observaba con la misma avidez que ella a él; registró la furia de ella y sus movimientos se aceleraron. Teresa sintió que desde lejos se aproximaba el placer y empezó a gritar «no, no, no», se resistía al placer que llegaba y, al resistírsele, el gozo retenido se derretía largamente por su cuerpo, porque no podía escaparse por ninguna parte; se extendía dentro de ella como morfina inyectada en la vena. Se estremecía en sus brazos, golpeaba a su alrededor con los puños y le escupía a la cara.


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Las tazas de water en los cuartos de baño modernos se elevan del suelo como flores blancas de nenúfar. El arquitecto hace todo lo posible para que el cuerpo olvide sus miserias y el hombre no sepa qué pasa con los residuos de sus entrañas cuando rumorea por encima de ellos el agua violentamente salida del depósito. Los tubos de la canalización, aunque llegan con sus tentáculos hasta nuestras casas, están cuidadosamente ocultos a nuestra vista y nosotros no sabemos nada de la invisible Venecia de mierda sobre la cual están edificados nuestros cuartos de baño, habitaciones, salas de baile y parlamentos.

El retrete del antiguo edificio suburbano de un barrio obrero de Praga era menos hipócrita; el suelo era de baldosa gris; la taza del water se elevaba del suelo abandonada y mísera. Su forma no semejaba la de la flor del nenúfar, sino que aparentaba aquello que era: la terminación ampliada de una tubería. Hasta faltaba el asiento de madera y Teresa tuvo que sentarse sobre el frío metal esmaltado.

Estaba sentada en la taza y el deseo de vaciar las tripas, que de repente la invadió, era un deseo de ir hasta el límite de la humillación, de ser cuerpo lo más plenamente posible, ese cuerpo del cual decía la madre que no sirve más que para comer y defecar. Teresa vacía sus tripas y tiene en ese momento una sensación de infinita tristeza y soledad. No hay nada más mísero que su cuerpo desnudo sentado encima de la terminación ampliada de una tubería de desagüe.

Su alma había perdido la curiosidad del espectador, su malicia y su orgullo: volvía a estar en algún sitio de las profundidades del cuerpo, en su más lejana entraña y aguardaba desesperada por si alguien la llamaba para que saliera a la superficie.


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Se levantó de la taza, tiró de la cadena y entró en la antesala. El alma temblaba dentro del cuerpo desnudo y rechazado. Aún sentía en el ano el tacto del papel con el que se había limpiado.

Y en ese momento sucedió algo inolvidable: sintió el deseo de penetrar en la habitación para oír la voz de él, su llamada. Si le hablara con voz suave, profunda, el alma se atrevería a salir a la superficie del cuerpo y ella se echaría a llorar. Le abrazaría igual que en el sueño había abrazado el tronco del castaño.

Estaba en la antesala y procuraba dominar aquel inmenso deseo de echarse a llorar delante de él. Sabía que, si no lo dominaba, ocurriría algo que no deseaba. Se enamoraría de él.

En ese momento se oyó desde el interior su voz. Al oír ahora aquella voz en sí misma (sin ver al mismo tiempo la alta figura del ingeniero), se sorprendió: era aguda y alta. ¿Cómo es posible que no lo hubiera notado nunca?

Quizá sólo logró ahuyentar la tentación gracias a esa impresión sorprendente y desagradable que le produjo su voz. Entró, se agachó a recoger la ropa tirada, se vistió rápidamente y se marchó.


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Regresaba de la tienda con Karenin, que llevaba en la boca su panecillo. Era una mañana fría, helaba ligeramente. Pasaban junto a unos bloques a cuyo lado la gente había convertido las grandes superficies que quedaban entre los edificios en pequeños jardines y huertos. Karenin se detuvo de pronto y miró fijamente en aquella dirección. Ella también miró, pero no vio nada de particular. Karenin la arrastró y ella se dejó llevar. Tardó un poco en advertir sobre la tierra helada de un surco vacío la cabeza negra de una corneja con su gran pico. La cabeza sin cuerpo apenas se movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido triste, ronco.

Karenin estaba tan excitado que dejó caer el panecillo. Teresa tuvo que atarlo a un árbol porque temía que le hiciese daño a la corneja. Después se arrodilló en el suelo y trató de escarbar la tierra aplastada alrededor del pájaro al que habían enterrado vivo. No era fácil. Se rompió una uña, sangró.

En ese momento cayó junto a ella una piedra. Echó una mirada y vio a dos chicos de apenas diez años junto a la esquina de una casa. Se incorporó. La vieron moverse, se fijaron en el perro junto al árbol y huyeron.

Volvió a arrodillarse en el suelo escarbando en la tierra hasta que logró liberar la corneja de su tumba. Pero el pájaro estaba lastimado y no podía andar ni levantar el vuelo. Lo envolvió en una pañoleta roja que llevaba al cuello y lo apretó con la mano izquierda contra su cuerpo. Con la derecha desató a Karenin del árbol y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para que se calmara y se mantuviera junto a su pierna.

Llamó a la puerta porque no tenía las manos libres para buscar la llave en el bolsillo. Tomás le abrió. Le pasó la correa de Karenin. «¡Sujétalo!», le ordenó y llevó la corneja al cuarto de baño. La puso en el suelo debajo del lavabo. La corneja se agitaba pero no podía moverse. Fluía de ella una especie de espeso líquido amarillo. Le puso unos trapos viejos debajo del lavabo para que no le dieran frío los baldosines. El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y su pico apuntaba hacia arriba como un mudo reproche.


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Estaba sentada en el borde de la bañera y no podía dejar de mirar la corneja moribunda. Veía en su absoluto desamparo la imagen de su propio sino. Se dijo varias veces: no tengo en el mundo a nadie más que a Tomás.

¿Había llegado a la conclusión, tras el episodio con el ingeniero, de que las aventuras no tienen nada que ver con el amor? ¿De que son leves y no pesan nada? ¿Ya está más tranquila?

En absoluto.

Vuelve a su mente la siguiente escena: Salió del retrete y su cuerpo estaba en la antesala desnudo y rechazado. El alma temblaba, asustada, en algún lugar en la profundidad de las entrañas. Si en aquel momento el hombre que estaba en la habitación le hubiera hablado a su alma, se hubiera echado a llorar, hubiera caído en sus brazos.

Se imaginó que en su lugar hubiese estado en la antesala junto al retrete alguna de las amantes de Tomás y que en lugar del ingeniero hubiese estado dentro Tomás. Le habría dicho a la chica una sola palabra y ella lo hubiera abrazado llorando.

Teresa sabe que así es el momento en que nace el amor: la mujer no puede resistirse a la voz que llama a su alma asustada; el hombre no puede resistirse a la mujer cuya alma es sensible a su voz. Tomás no está protegido ante los peligros del amor y Teresa ha de temer por él a cada hora y a cada minuto.

¿Cuál es su arma? Únicamente su fidelidad. Se la ofreció desde el comienzo, desde el primer día, como si supiera que no tenía otra cosa que darle. El amor que hay entre ellos es de una arquitectura extrañamente asimétrica: descansa sobre la seguridad absoluta de su fidelidad como un palacio mastodóntico sobre una sola columna.

La corneja ya no movía las alas, sólo a veces le temblaba la patita herida, quebrada. Teresa no quería separarse de ella, como si velase junto al lecho de una hermana suya moribunda. Al fin fue a la cocina a almorzar rápidamente algo.

Cuando volvió, la corneja había muerto.



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Durante el primer año Teresa gritaba cuando hacían el amor y aquellos gritos, como ya he dicho, pretendían cegar y ensordecer los sentidos. Más tarde, ya gritaba menos, pero su alma seguía ciega de amor y no veía nada. Sólo cuando se acostó con el ingeniero, la ausencia de amor permitió que su alma viese con claridad.

Había ido otra vez a la sauna y estaba ante el espejo. Se miraba y veía la escena amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de ella recordaba no era al amante. Francamente, no sería capaz de describirlo, posiblemente no se había fijado en su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que se acordaba (y lo que ahora, excitada, veía en el espejo) era su propio cuerpo; su pubis y la mancha redonda situada inmediatamente encima de él. Aquella mancha que hasta entonces había sido para ella un simple y prosaico defecto de la piel, se le había grabado en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella increíble proximidad del miembro de un extraño.

Es necesario que lo subraye una vez más: lo que deseaba no era ver el s*x* de un extraño. Quería ver su pubis en compañía de un miembro extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba a su propio cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más excitante.

Observaba su cuerpo lleno de pequeñas gotas que le habían quedado de la ducha y pensaba que el ingeniero volvería a pasar por el bar dentro de poco. ¡Deseaba que viniera, que la invitara a su casa! ¡Lo deseaba enormemente!


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Todos los días tenía miedo de que el ingeniero apareciese por el bar y de no ser capaz de decirle «no». Con el paso de los días el temor a que viniera fue reemplazado por el miedo a que no viniera.

Pasó un mes y el ingeniero no apareció. A Teresa aquello le parecía inexplicable. El deseo frustrado pasó a segundo plano y fue reemplazado por la intranquilidad: ¿por qué no vino?

Atendía a los clientes. Estaba entre ellos el calvo que una vez se había metido con ella diciéndole que servía alcohol a menores. Estaba contando en voz alta un cuento verde, el mismo que había oído ya cien veces a los borrachos a los que servía cerveza, tiempo atrás, en la pequeña ciudad.

Una vez más le parecía que el mundo de la madre volvía a ella y por eso interrumpió al calvo con muy malos modos.

El hombre se ofendió:

— Usted no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. Puede estar muy contenta de que nosotros la dejemos seguir aquí detrás de esta barra.

— Nosotros ¿quiénes? ¿Quiénes son nosotros?

— Nosotros —dijo el hombre y pidió otra vodka—. Y recuerde que no le voy a permitir que me ofenda —después señaló el cuello de Teresa, que llevaba un collar de perlas baratas—: ¿De dónde sacó esas perlas? ¡Seguro que no se las dio su marido que limpia escaparates! ¡Ese no tiene dinero para comprarle regalos! Se lo dan los clientes, ¿eh? Y a cambio ¿de qué?

— ¡Calle la boca inmediatamente! —le gritó Teresa.
El hombre intentó coger con sus dedos el collar:
— ¡No olvide que en nuestro país está prohibida la prostitución!
Karenin se levantó, se apoyó con las patas delanteras en la barra y gruñó.


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Muchas gracias a todos los que seguís manteniendo vivo este hilo. Besos, muchos.

"Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía o creía saber, que una estrella no podría ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dió unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
(...)
Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría."

De Demian, de Herman Hesse
 
""A las seis y media de la tarde en cuestión, Anthony Gill, incapaz de comer, quedarse quieto, pensar, hablar o comportarse con coherencia,salió de su apartamento y se encaminó al Teatro Jupiter. Sabía que no habría nadie entre bastidores, que no tenía nada que hacer en el teatro, que en aquel momento debía permanecer tranquilo en su apartamento, vestirse, cenar y llegar, pongamos por caso, a las ocho menos cuarto. Pero era como si algo le hubiese introducido en la ropa, empujado a la calle y compelido a recorrer a toda prisa la West End hacia el Jupiter. Su mente estaba cubierta por una fina película de inercia...""

Conozco la salida, Ngaio Marsh, Crímenes de mujer, los mejores relatos de las Damas del Crimen.
 
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El embajador dijo:
— Es de la social.
— Si es de la social, debería comportarse con discreción —arguyó Teresa—. ¡Qué clase de policía secreta es ésta si ya no es ni secreta!
El embajador se acomodó en su canapé, con las piernas debajo del cuerpo, tal como se lo

habían enseñado en los cursos de yoga. Encima de él sonreía Kennedy en el marquito y les daba a sus palabras un tono de particular consagración.

— Señora Teresa —dijo paternalmente—, los sociales cumplen varias funciones. La primera es la clásica. Oyen lo que la gente dice e informan de ello a sus superiores. La segunda función es la de intimidar. Nos hacen ver que nos tienen en su poder y pretenden que tengamos miedo. Eso es lo que perseguía el calvo en cuestión. La tercera función consiste en organizar montajes que puedan comprometernos. Hoy ya no tiene sentido acusarnos de conspirar contra el Estado, porque lo único que lograrían es que la gente simpatizara aún más con nosotros. Es más probable que intenten encontrar hashish en nuestro bolsillo o que procuren demostrar que hemos violado a una niña de doce años. Siempre se encuentra a alguna niña dispuesta a atestiguarlo.

Volvió a acordarse del ingeniero. ¿Cómo es posible que no haya vuelto nunca? El embajador continuaba:

— Necesitan hacer caer a la gente en la trampa para captarla para su servicio y con su ayuda preparar trampas para más gente y convertir así poco a poco a toda la nación en una sola organización de confidentes.

En lo único en que pensaba Teresa era en que el ingeniero había sido enviado por la policía. ¿Quién era aquel chico tan extraño que se había emborrachado en el bar de enfrente y le había declarado su amor? El calvo de la social se metió con ella por su culpa y el ingeniero la defendió. Los tres jugaban su papel en una escenografía preparada de antemano, cuyo objetivo era despertar en ella simpatía hacia el hombre que tenía la misión de seducirla.

¿Cómo es posible que no se le hubiera ocurrido? ¡Era un piso raro, que nada tenía que ver con aquel hombre! ¿Por qué iba a vivir un ingeniero tan bien vestido en un piso tan mísero? ¿Sería ingeniero? Y si era ingeniero, ¿cómo es que no tenía que trabajar a las dos de la tarde? ¿Y cómo es que un ingeniero leía a Sófocles? ¡No, aquélla no era la librería de un ingeniero! Aquélla parecía más bien la habitación de un intelectual pobre detenido. Cuando ella tenía diez años y detuvieron a su padre, también le incautaron el piso y toda su biblioteca. Quién sabe para qué habrán utilizado después el piso.

Ahora ya sabe por qué nunca volvió. Había cumplido ya su misión. ¿Cuál? El social, cuando estaba borracho, le confesó sin querer: «¡La prostitución está prohibida en nuestro país, no lo olvide!». ¡Aquel supuesto ingeniero atestiguaría que ella se ha acostado con él y que le pidió dinero a cambio! La amenazarán con montar un escándalo y le harán chantaje para que denuncie a la gente que se emborrachaba en su bar.

— Esa historia no encierra ningún peligro —la tranquilizaba el embajador.
— Espero que no —dijo ella con voz ahogada y salió con Karenin a las calles de la Praga nocturna.


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La gente, en su mayoría, huye de sus penas hacia el futuro. Se imaginan, en el correr del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de existir. Pero Teresa no ve ante sí rayas como ésas. Lo único que puede consolarla es mirar hacia atrás. Otra vez era domingo. Cogieron el coche y se fueron lejos de Praga.

Tomás estaba sentado al volante, Teresa a su lado y Karenin se acercaba a ellos de vez en cuando desde el asiento trasero y les lamía las orejas. Al cabo de dos horas llegaron a un balneario donde habían pasado unos días hacía seis años. Querían pasar la noche allí.

Pararon el coche en la plaza y bajaron. No había cambiado nada. Frente a ellos estaba el hotel en el que habían vivido tiempo atrás y delante de él un antiguo tilo. A la izquierda del hotel arrancaba un antiguo paseo, construido en madera, al final del cual brotaba de una fuente de mármol el manantial sobre el que hoy, tal como entonces, se inclinaba la gente con sus vasos en la mano.

Tomás señaló de nuevo el hotel. Algo había cambiado. Antes se llamaba Grand y ahora llevaba un cartel que decía Baikal. Se fijaron en la placa que había en la esquina del edificio: Plaza de Moscú. Y recorrieron después (Karenin los seguía sin correa) todas las calles que conocían, mirando sus nombres: había una calle de Stalingrado, una de Leningrado, otra de Rostov, la de Novosibirsk, la de Kiev, la de Odesa, había un sanatorio Chaikovski, un sanatorio Tolstoi, un sanatorio Rimski-Korsakov, un hotel Suvorov, un cine Gorki y un café Pushkin. Todas las denominaciones estaban sacadas de la geografía y la historia rusas.

Teresa recordó los primeros días de la invasión. La gente quitaba en todas las ciudades las placas con los nombres de las calles y eliminaba en las carreteras los indicadores en los que figuraban los nombres de las ciudades. El país se volvió anónimo en una sola noche. Siete días deambuló el ejército ruso por el territorio sin saber dónde estaba. Los oficiales buscaban los edificios de los periódicos, de la televisión, de la radio, querían ocuparlos pero no podían encontrarlos. Le preguntaban a la gente, pero la gente se encogía de hombros o les daba nombres falsos y direcciones falsas.

Al cabo de los años, de pronto, parece que aquel anonimato fue peligroso para el país. Las calles y los edificios ya no podían recuperar sus nombres originales. Y así, de pronto, un balneario checo se convirtió en una especie de pequeña Rusia imaginaria y Teresa se encontró con que el pasado que había venido a buscar le había sido confiscado. Ya no les apetecía pasar la noche allí.


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