El baúl de los fragmentos perdidos

26

Regresaron al coche en silencio. Ella reflexionaba: Todas las cosas y las personas aparecen disfrazadas. Una vieja ciudad checa se cubrió de nombres rusos. Los checos que fotografiaban la ocupación trabajaban en realidad para la policía secreta. El hombre que la había enviado a la muerte llevaba la máscara de Tomás. El policía aparecía como ingeniero y el ingeniero quería jugar el papel del hombre de Petrin. La señal del libro en su piso era falsa y su función era conducirla por el camino equivocado.

Ahora que se acordaba del libro que había cogido, se dio de pronto cuenta de algo y se sonrojó:

¿Cómo era aquello? El ingeniero dijo que iba a traer café. Ella se acercó a la librería y sacó el Edipo de Sófocles. Después el ingeniero regresó. ¡Pero sin café!

Volvía a recordar aquella situación una y otra vez: ¿Cuánto tiempo había estado fuera cuando fue a buscar café? Al menos un minuto, probablemente dos, quizá tres. ¿Pero qué había estado haciendo durante tanto tiempo en aquella antesala de miniatura? ¿Habría ido al water? Teresa trata de

recordar si había oído cerrarse la puerta o correr el agua. No, seguro que no oyó el agua, si no lo recordaría. Y está casi segura de que la puerta no hizo ruido alguno. Entonces, ¿qué hizo en aquella antesala?

De pronto todo le parecía claro, demasiado claro. Si quieren cogerla en la trampa, no les basta el simple testimonio del ingeniero. Necesitan una prueba que sea irrefutable. Durante aquel período sospechosamente prolongado, el ingeniero instaló una cámara en la antesala. O, lo que es más probable, le abrió la puerta a alguien pro visto de una cámara fotográfica y que les hizo fotos oculto tras la cortina.

No hace más de un par de semanas aún se reía de Prochazka por no saber que vivía en un campo de concentración, en el que no existe vida privada. ¿Y ella? Cuando abandonó la casa de la madre, pensó, qué ingenua, que se había convertido de una vez para siempre en dueña de su intimidad. Pero el hogar de la madre se extiende por todo el mundo y alarga sus manos hacia ella. Teresa nunca podrá escapar de él.

Bajaban por las escaleras atravesando los jardines hacia la plaza en la que habían dejado el coche.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó Tomás.
Antes de que tuviera tiempo de responderle alguien saludó a Tomás.


La insoportable levedad del ser
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27

Era un hombre de unos cincuenta años, un campesino al que Tomás había operado en una ocasión.

Desde entonces lo mandaban todos los años a curarse a ese balneario. Invitó a Tomás y a Teresa a tomar una copa de vino. Dado que en Bohemia los perros tienen prohibida la entrada en los sitios públicos, Teresa fue a llevar a Karenin al coche y los hombres se sentaron mientras tanto en la cafetería. Cuando regresó, el campesino estaba diciendo:

— En nuestro pueblo la situación está tranquila. Hasta me eligieron hace dos años presidente de la cooperativa.

— Le felicito —dijo Tomás.

— Ya sabe usted, el campo. La gente quiere irse. Los de arriba tienen que conformarse con que haya alguien, al menos alguien, que quiera quedarse. A nosotros no nos pueden echar del trabajo.

  • — Sería un sitio ideal para nosotros —dijo Teresa.

  • — Se aburriría usted, joven. Allí no hay nada. No hay absolutamente nada.
    Teresa miraba la cara curtida del agricultor. Le resultaba muy simpático. ¡Después de tanto

    tiempo, por fin alguien volvía a serle simpático! Tenía ante los ojos la imagen del campo: un pueblecito con la torre de la capilla, las tierras, los bosques, el conejo que corre junto a un surco, el cazador con el sombrero verde. Nunca había vivido en el campo. Aquella imagen era de oídas. O de lecturas. O se la habían impreso en la conciencia sus antepasados lejanos. Y sin embargo la imagen era clara y precisa, como una fotografía de la tatarabuela en el álbum familiar o como un grabado antiguo.

    — ¿Aún siente algún dolor? —preguntó Tomás.
    El agricultor indicó un lugar detrás del cuello, allí donde el cráneo se une a la columna:
    — A veces me duele aquí.
    Sin levantarse de la silla, Tomás le palpó el lugar señalado y estuvo un rato haciéndole preguntas.


    Después le dijo:

    — Yo ya no tengo derecho a recetar. Pero cuando llegue a casa, dígale a su médico que habló conmigo y que le recomendé esto.

    Sacó del bolsillo de la chaqueta un bloc y arrancó un papel. Con letras de imprenta escribió el nombre del medicamento.


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Volvieron a Praga.
Teresa pensaba en la fotografía en la que su cuerpo desnudo es abrazado por el ingeniero. Se consolaba: Aunque existiese tal fotografía, Tomás no la verá nunca. El único valor que tiene para ellos esa foto es que, gracias a ella, van a poder extorsionar a Teresa. En cuanto se la enviasen a Tomás, la foto perdería para ellos todo su valor.

¿Pero qué sucederá si la policía llega a la conclusión de que Teresa no tiene para ellos ningún interés? En ese caso la foto puede convertirse para ellos en un simple objeto de entretenimiento y nadie podrá impedir que alguien, quizá sólo para divertirse, la meta en un sobre y la envíe a la dirección de Tomás.

¿Qué pasaría si Tomás recibiese semejante fotografía? ¿La echaría de su lado? Es posible que no. Probablemente no. Pero la frágil construcción de su amor se derrumbaría por completo. Porque esa construcción tiene por única columna su fidelidad y los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también.

Tenía ante los ojos una imagen: el conejo corriendo por el surco, el cazador con el sombrero verde y la torre de la capilla por encima del bosque.

Deseaba decirle a Tomás que debían irse de Praga. Dejar a los niños que entierran vivas a las cornejas, dejar a los sociales, dejar a las jóvenes armadas con paraguas. Deseaba decirle que debían irse al campo. Que aquél era el único camino de la salvación.

Volvió la cabeza hacia él. Pero Tomás callaba y miraba la carretera ante él. Teresa no sabía cómo salvar aquel silencio entre ambos. Se sentía como aquella otra vez, al bajar de Petrin. La angustia le oprimía el estómago y tenía ganas de devolver. Tomás le daba miedo. Era demasiado fuerte para ella y ella demasiado débil. Le daba órdenes que ella no comprendía. Procuraba cumplirlas, pero no sabía.

Deseaba regresar a Petrin y pedirle al hombre del fusil que le permitiese atarse la venda ante los ojo s y apoyarse en el tronco del castaño. Deseaba morir.

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Se despertó y comprobó que estaba sola en casa.

Salió a la calle y fue andando hasta el río. Quería ver el Vltava. Quería detenerse junto a la orilla y mirar largamente las olas, porque la visión del fluir del agua tranquiliza y cura. El río fluye de una edad a otra y las historias de la gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas mañana y para que el río siga fluyendo.

Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Estaba en la periferia de Praga, el Vltava había atravesado ya la ciudad, había dejado atrás la gloria del castillo de Hrad-cany y de las iglesias, era como una actriz después de la representación, cansada y pensativa. Fluía entre dos orillas sucia s que lindaban con alambradas y muros, tras los cuales había fábricas y campos de juego abandonados.

Estuvo mirando durante mucho tiempo al agua, que allí parecía más triste y oscura y de pronto vio en medio del río una especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un banco. Un banco de madera con las patas de metal, uno de los tantos que se encuentran en los parques praguenses. Navegaba lentamente por el medio del Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y otro, y es ahora cuando Teresa se da cuenta de que los bancos de los parques de Praga se van de la ciudad río abajo, son muchos, son cada vez más, flotan en el agua como en otoño las hojas que el agua se lleva del bosque, son rojos, son amarillos, son azules.

Miró a su alrededor como si quisiera preguntarle a la gente qué quería decir aquello. ¿Por qué se van río abajo los bancos de los parques de Praga? Pero todos pasaban a su lado indiferentes y les daba exactamente lo mismo que hubiera un río fluyendo de una edad a otra por en medio de su efímera ciudad.

Volvió a mirar el río. Se sentía inmensamente triste. Comprendía que lo que estaba viendo era una despedida.

La mayor parte de los bancos desapareció de su vista, aún aparecieron algunos más, los últimos rezagados, otro banco amarillo más y después otro más, azul, el último.


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Quinta Parte.

La levedad y el peso.



1


Cuando Teresa llegó inesperadamente a ver a Tomás a Praga, hizo el amor con él, como ya he escrito en la primera parte, ese mismo día o esa misma hora, pero inmediatamente después le dio fiebre. Ella estaba en cama y él de pie a su lado, con la intensa sensación de que ella era un niño al que alguien había colocado en un cesto y lo había enviado río abajo.

Por eso, la imagen del niño abandonado se convirtió en algo precioso para él y le hizo pensar frecuentemente en los viejos mitos en los que aparecía. Ese fue seguramente el motivo por el cual un día cogió una traducción del Edipo de Sófocles.

La historia de Edipo es conocida: un pastor lo encontró abandonado cuando era un niño de pecho, se lo llevó a su rey Pólibo y éste lo educó. Cuando Edipo era ya adolescente, se cruzó en un camino de montaña con una carroza en la que iba un dignatario desconocido. Surgió una disputa, Edipo mató al dignatario. Más tarde se convirtió en esposo de la reina Yocasta y en señor de Tebas. No sospechaba que el hombre a quien había matado en las montañas era su padre y que la mujer con la que dormía era su madre. Mientras tanto, la desgracia se cebó en sus súbditos y los castigaba con enfermedades. Cuando Edipo comprendió que él mismo era el culpable de sus padecimientos, se hirió los ojos con dos broches y, ciego, abandonó Tebas.


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2

A los que creen que los regímenes comunistas en Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales, se les escapa una cuestión esencial: los que crearon estos regímenes criminales no fueron los criminales, sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente. Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía paraíso alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos.

En aquel momento todos empezaron a gritarles a los comunistas: ¡Sois los responsables de la desgracia del país (empobrecido y despoblado), de la pérdida de su independencia (cayó en poder de Rusia), de los asesinatos judiciales!

Los acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma, somos inocentes!

La polémica se redujo por lo tanto a la siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían? ¿O sólo aparentaban no saber?

Tomás seguía atentamente esta polémica (la seguían los diez millones de habitantes de la nación checa) y opinaba que había comunistas que no eran del todo inocentes (inevitablemente tenían que haber sabido algo de los horrores que habían ocurrido y no cesaban de ocurrir en la Rusia posrevolucionaria). Sin embargo, es probable que la mayoría de ellos, en efecto, no supiera nada.

Y llegó a la conclusión de que la cuestión fundamental no es: ¿sabían o no sabían?, sino: ¿es inocente el hombre cuando no sabe?, ¿un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa sólo por ser idiota?

Supongamos que un fiscal checo que a comienzos de los años cincuenta pidió la pena de muerte para un inocente fue engañado por la policía secreta rusa y por el gobierno de su país. Pero ¿cómo es posible que hoy, cuando sabemos ya que las acusaciones eran absurdas y los ejecutados inocentes, ese mismo fiscal defienda la limpieza de su alma y se dé golpes de pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no sabía, creía de buena fe! ¿No reside precisamente su irremediable culpa en ese «¡no sabía!, ¡creía de buena fe!»?

Y fue entonces cuando Tomás recordó la historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se sintió inocente. Fue incapaz de soportar la visión de lo que había causado con su desconocimiento, se perforó los ojos y se marchó de Tebas ciego.

Tomás oía los gritos de todos los comunistas que defendían su limpieza interior y se decía: Por culpa de vuestro desconocimiento este país ha perdido quizá por siglos su libertad, ¿y vosotros gritáis que os sentís inocentes?

¿Cómo sois capaces de seguir presenciándolo? ¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que conserváis la vista? ¡Si tuvieseis ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de Tebas!

Aquella comparación le gustaba tanto que la utilizaba con frecuencia en las conversaciones con sus amigos y, con el paso del tiempo, iba expresándola con formulaciones cada vez más precisas y elegantes.

Leía entonces, como todos los intelectuales, el semanario editado por la Unión de Escritores Checos, con una tirada de alrededor de 300.000 ejemplares, que habla logrado una considerable autonomía dentro del régimen y hablaba de cosas de las que otros no podían hablar públicamente. Por eso en el periódico de los escritores se hablaba también de quién y cómo era culpable de los asesinatos judiciales durante los procesos políticos al comienzo del régimen comunista.

En todas estas polémicas se repetía siempre la misma pregunta: ¿sabían o no sabían? Tomás creía que esta cuestión era secundaria y por eso escribió un día sus ideas sobre Edipo y las envió al semanario. Al cabo de un mes recibió respuesta. Le invitaron a que pasara por la redacción. Cuando llegó, lo recibió un redactor de escasa estatura, erguido como una regla, y le propuso que modificase la sintaxis en una frase. El texto se publicó en la penúltima página, en la sección de cartas de los lectores.

Tomás no quedó satisfecho. Se habían tomado la molestia de invitarle a visitar la redacción para que les autorizase a modificar la sintaxis, pero después, sin preguntarle nada, recortaron notablemente su texto, de modo que sus ideas se vieron reducidas exclusivamente a la tesis básica (considerablemente esquemática y agresiva) y dejaron de gustarle.

Eso sucedió en 1968. En el poder estaba Alexander Dubcek y con él los comunistas que se sentían culpables y estaban dispuestos a reparar de algún modo las culpas contraídas. Pero los otros comunistas, los que gritaban que eran inocentes, tenían miedo de que la nación indignada los juzgara. Por eso iban diariamente a quejarse a la embajada rusa y a pedir ayuda. Cuando se publicó la carta de Tomás, gritaron: ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Ya se escribe públicamente que nos tienen que arrancar los ojos!

Y dos o tres meses más tarde los rusos decidieron que en su virreinato las discusiones libres eran intolerables, y una noche su ejército ocupó la patria de Tomás.

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3

Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió a trabajar en su hospital como antes. Pero un buen día lo, llamó el director.

— Al fin y al cabo, colega —le dijo—, usted no es un escritor ni un periodista, ni un salvador de la nación, sino un médico y un científico. No me gustaría perderlo y haré todo lo posible por mantenerlo aquí. Pero es necesario que retire lo que ha dicho en el artículo sobre Edipo. ¿Tiene usted mucho interés en ese artículo?

— Señor director —dijo Tomás recordando cómo le habían amputado una tercera parte del texto—, jamás ha habido nada que me importase menos.

— Ya sabe de qué se trata —dijo el director. Lo sabía: en la balanza había dos cosas: por una parte su honor (que consistía en no retirar las afirmaciones que había hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a considerar como el sentido de su vida (su trabajo científico y médico). El director continuó:

— Esto de exigir que la gente reniegue públicamente de lo que ha dicho tiene algo de medieval. ¿Qué significa «renegar»? En nuestra época una idea sólo puede ser refutada y no tiene sentido renegar de ella. Y dado que, estimado colega, renegar de una idea es algo imposible, sencillamente verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo para que no haga usted lo que desean. En una sociedad gobernada por el terror, no hay ninguna declaración que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las personas honradas están obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal como le digo, colega, es importante para mí, y lo es para sus pacientes, que continúe usted trabajando.

— Creo que tiene razón —dijo Tomás con cara de infelicidad.
— ¿Pero? —preguntó el director tratando de adivinar su pensamiento.

— Temo que me daría vergüenza.

— ¿Tiene usted una opinión tan elevada de la gente que le rodea como para que le importe lo que vayan a pensar?

— No, la opinión que tengo de ellos no es demasiado elevada.

— Además —añadió el director—, me han asegurado que no se trata de una declaración pública. Son unos burócratas. Lo que necesitan es tener en sus expedientes constancia de que usted no está en contra del régimen para poder defenderse en caso de que alguien los atacase por haberle dejado trabajar en su puesto. Me han dado garantías de que la declaración será una cuestión privada entre usted y ellos y de que no está previsto hacerla pública.

— Déjeme una semana para pensarlo — dijo Tomás para terminar la conversación.


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4

Tomás estaba considerado como el mejor cirujano del hospital. Se decía que el director, al que ya le faltaba poco para jubilarse, le dejaría pronto su puesto. Cuando se supo la noticia de que los organismos directivos le habían pedido una declaración autocrítica, nadie puso en duda que Tomás fuera a obedecer.

Eso fue lo primero que le sorprendió: pese a que nunca había dado motivo para ello, la gente se sentía más inclinada a apostar por su inmoralidad que por su moralidad.

La segunda cuestión sorprendente era la reacción que producía su supuesta actitud. Podríamos dividir esas reacciones en dos tipos básicos:

El primer tipo de reacciones era el que manifestaban aquellos que se habían visto obligados (ellos mismos o quienes los rodeaban) a renegar de algo, a manifestar su apoyo al régimen de ocupación o estaban dispuestos a hacerlo (aunque fuera a disgusto; nadie lo hacía por placer).

Esta gente le sonreía con una sonrisa especial, que hasta entonces desconocía: con la tímida sonrisa de aprobación del conspirador. Es la sonrisa de dos hombres que se encuentran por casualidad en un burdel; les da un poco de vergüenza y al mismo tiempo se alegran de que la vergüenza sea mutua; surge entre ellos una especie de fraternidad que los une.

Le sonreían aún más contentos porque él nunca había tenido fama de conformista. Por eso su prevista aceptación de la propuesta del director era una muestra de que la cobardía iba convirtiéndose en norma de conducta y de que pronto dejaría de ser vista como tal. Esta gente nunca había sido amiga suya. Tomás advirtió con temor que, si en efecto hiciese la declaración que le había pedido el director, lo invitarían a tomar una copa a su casa y pretenderían hacerse amigos suyos.

El segundo tipo de reacciones se refería a la gente que había sufrido (ellos mismos o quienes los rodeaban) persecuciones, a quienes se negaban a aceptar ningún tipo de compromiso con el régimen de ocupación o a aquellos a los que nadie les exigía que aceptaran ningún compromiso (que hicieran ninguna declaración), quizá porque eran demasiado jóvenes para haberse visto implicados en nada y estaban convencidos de que, si se lo hubieran pedido, no lo habrían hecho.

Uno de ellos, el médico S., un joven de mucho talento, le preguntó a Tomás: — ¿Qué, ya la hiciste?
— ¿De qué me hablas? —le preguntó Tomás.
— De tu declaración —dijo S.

No lo decía con mala intención. Incluso sonreía. Era una sonrisa completamente distinta, otra de las sonrisas del voluminoso herbario de las sonrisas: una sonrisa de feliz superioridad moral.

Tomás dijo:
— Oye ¿tú qué sabes de mi declaración? ¿La has leído?
— No —respondió S.
— Entonces no hables de lo que no sabes —dijo Tomás.
S seguía sonriendo tranquilamente:
— Todos sabemos cómo funciona esto. Esas declaraciones se escriben en forma de carta al director o al ministro o al que sea, y éste promete que la carta no se publicará para que el que la escribe no se sienta humillado. ¿Es así?

Tomás se encogió de hombros y siguió escuchando.

— Después archiva la declaración tranquilamente en su cajón, pero el que la escribió sabe que puede publicarse en cualquier momento. Por eso nunca podrá decir nada, ni criticar nada, ni protestar por nada, porque en ese caso se publicaría su declaración y él quedaría deshonrado ante todos. A decir verdad es un método bastante amable. Los hay peores.

— Sí, es un método muy amable —dijo Tomás—, pero me gustaría saber quién te dijo que yo he aceptado entrar en semejante juego.

Se encogió de hombros pero la sonrisa no desapareció de su rostro.

Tomás se dio cuenta de una cosa curiosa. ¡Todos le sonríen, todos desean que escriba esa declaración, todos se alegrarían! Los primeros se alegran de que la inflación de cobardía trivialice su actitud y les devuelva el honor perdido. Los otros ya se han acostumbrado a considerar su honor como un privilegio especial al que no quieren renunciar. Por eso tienen por los cobardes un amor secreto; sin ellos su coraje se convertiría en un esfuerzo corriente e inútil que no suscitaría la admiración de nadie.

Tomás no podía soportar aquellas sonrisas y le daba la impresión de que las veía en todas partes, incluso en la cara de los desconocidos que pasaban por la calle. No podía dormir. ¿Y eso? ¿Es tal la importancia que les atribuye? No. La opinión que esa gente le merece no es buena y se enfada consigo mismo por sentirse tan afectado por esas miradas. Es algo que carece de lógica. ¿Cómo es posible que alguien que estime tan poco a la gente, dependa tanto de su opinión?

Su profunda desconfianza hacia la gente (sus dudas con respecto a que tengan derecho a decidir acerca de lo que a él le concierne y a juzgarlo) tuvo probablemente algo que ver en la elección de su profesión, que descartaba cualquier posibilidad de relación con el público. Cuando alguien elige, por ejemplo, una carrera política, opta libremente por hacer del público su juez, en la ingenua y manifiesta confianza de que logrará su favor. Un eventual rechazo de las masas le estimula para lograr metas aún más difíciles, del mismo modo en que la dificultad de un diagnóstico estimulaba a Tomás.

El médico (a diferencia del político o del actor) sólo es juzgado por sus pacientes y por sus colaboradores más próximos, o sea entre cuatro paredes y a la vista de sus jueces. Puede responder inmediatamente a las miradas de quienes lo juzgan con su propia mirada, puede explicarse o defenderse. Pero ahora Tomás se encontraba (por primera vez en la vida) en una situación en la que se fijaba en él un número de ojos mayor de lo que era capaz de registrar. No podía responderles ni con una mirada suya ni con palabras. Estaba a su merced. Se hablaba de él en el hospital y fuera del hospital (en aquella época, Praga, nerviosa, comunicaba las noticias acerca de quién había defraudado, quién había denunciado, quién había colaborado, con la extraordinaria rapidez de un tamtam africano), y él lo sabía pero no podía hacer nada por remediarlo. El mismo estaba sorprendido de lo insoportable que aquello le resultaba y de la sensación de pánico que le invadía. El interés que aquella gente sentía por él le resultaba tan desagradable como una aglomeración o como el contacto de la gente que nos arranca la ropa en nuestras pesadillas.

Fue a ver al director y le comunicó que no escribiría nada.

El director apretó su mano con mucha mayor fuerza que otras veces y le dijo que había previsto esa decisión. Tomás dijo:

— Señor director, quién sabe si no será posible que usted me mantenga aquí aunque yo no haga esa declaración —dándole a entender que sería suficiente que todos sus colegas amenazasen con presentar la dimisión en caso de que obligasen a Tomás a marcharse.

Pero a nadie se le ocurrió amenazar con la dimisión y al cabo de un tiempo (el director le estrechó la mano aún con mayor fuerza que la vez anterior, le dejó marcas) Tomás tuvo que abandonar su puesto en el hospital.


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5

Primero fue a parar a una clínica rural a unos ochenta kilómetros de Praga. Tenía que coger el tren todos los días, y regresaba con un cansancio mortal. Un año más tarde consiguió un puesto mucho más cómodo, aunque de menor importancia, en un ambulatorio de la periferia. Ya no podía dedicarse a la cirugía y tenía que ejercer como médico de cabecera. La sala de espera estaba repleta, apenas podía

dedicarle cinco minutos a cada caso; les recetaba aspirinas, escribía los certificados de baja para sus empresas y los mandaba al especialista. Ya no se consideraba médico sino oficinista.

Allí fue a visitarlo en una ocasión, cuando ya terminaba de pasar consulta, un hombre de unos cincuenta años; una ligera obesidad le añadía cierta prestancia. Se presentó como funcionario del Ministerio del Interior e invitó a Tomás al bar de enfrente.

Pidió una botella de vino. Tomás se resistió:
— He venido en coche. Si me coge la policía, me quitarán el carnet de conducir.
El hombre del Ministerio del Interior se sonrió:
— Si le pasase algo, basta con dar mi nombre —y le dio a Tomás su tarjeta en la que figuraba su nombre (seguro que falso) y el teléfono del Ministerio.
Después se puso a hablar, durante largo rato, de lo mucho que apreciaba a Tomás. En el Ministerio todos lamentan que un cirujano de su talla tenga que recetar aspirinas en un ambulatorio de la periferia. Le dio a entender indirectamente que la policía, aunque no puede decirlo en voz alta, no está de acuerdo con el procedimiento excesivamente drástico por el cual se priva a destacados especialistas de sus puestos de trabajo.

Hacía mucho tiempo que a Tomás no lo elogiaba nadie, así que oía muy atentamente al señor obeso y se sorprendía de la precisión y el detalle con que estaba informado de sus éxitos profesionales. ¡Qué indefenso está el hombre ante los elogios! Tomás no podía evitar tomar en serio lo que decía el hombre del Ministerio.

Pero no era sólo por vanidad. Era más que nada por falta de experiencia. Si está usted sentado cara a cara con alguien que es afable, respetuoso, cortés, es muy difícil darse cuenta permanentemente de que nada de lo que dice es verdad, de que ninguna de sus afirmaciones es sincera. No creer (permanente y sistemáticamente, sin un momento de duda) requiere un enorme esfuerzo y exige entrenamiento, es decir interrogatorios policiales frecuentes. A Tomás le faltaba este entrenamiento. El hombre del Ministerio seguía:

— Sabemos, estimado doctor, que tenía usted en Zurich una excelente posición. Y valoramos su actitud al regresar. Eso ha sido estupendo. Usted sabía que su sitio era éste —y después añadió, como si le estuviera echando algo en cara a Tomás—: ¡Pero su sitio está en el quirófano!

— Estoy de acuerdo —dijo Tomás.
Se produjo una breve pausa y el hombre del Ministerio dijo con voz compungida:
— Pero dígame, doctor, ¿usted cree de verdad que habría que atravesarles los ojos a los comunistas? ¿No le parece raro que pueda decir eso una persona como usted que le ha devuelto la salud a tanta gente?

— Esto es absurdo -objetó Tomás-. Lea atentamente lo que yo escribí.
— Lo he leído —dijo el hombre del Ministerio con una voz que pretendía ser muy triste.
— ¿Y acaso escribí que hay que atravesarles los ojos a los comunistas?
— Todos lo entendieron así -dijo el hombre del Ministerio y su voz era cada vez más triste.
— Si hubiera leído usted el texto completo, tal como lo escribí, jamás se le hubiera ocurrido eso.
— ¿Cómo? —aguzó el oído el hombre del Ministerio—. ¿No publicaron el texto tal como usted lo escribió?
— Lo recortaron.
— ¿Mucho?
— Como un tercio.
El hombre del Ministerio parecía sinceramente indignado:
— Pues eso no fue juego limpio por parte de ellos.
Tomás se encogió de hombros.
— ¡Debía haber protestado! ¡Debía haber exigido una rectificación!
— No ve que inmediatamente después llegaron los rusos. Todos teníamos otras preocupaciones

—dijo Tomás.
— ¿Pero por qué tiene que creer la gente que usted, un médico, quería que alguien le arrancara los ojos a la gente?
— Pero si mi artículo se publicó en la parte de atrás, con las cartas de los lectores. Nadie se fijó en él. Únicamente la embajada rusa, porque le vino bien.
— ¡No diga eso, doctor! Yo mismo he hablado con mucha gente que había leído su artículo y estaba asombrada de que usted lo hubiera podido escribir. Pero ahora todo está mucho más claro al explicarme usted que el artículo no fue publicado tal como usted lo escribió. ¿Fueron ellos los que se lo encargaron?

— No —dijo Tomás—, se lo mandé yo. — ¿Usted los conoce?
— ¿A quiénes?
— A los que publicaron su artículo.

— No.
— ¿No habló nunca con ellos?
— Me invitaron una vez a la redacción.
— ¿Para qué?
— Por lo del artículo.
— ¿Y con quién habló?
— Con uno de los redactores.
— ¿Cómo se llamaba?
Hasta ese momento Tomás no se había dado cuenta de que estaba siendo interrogado. De pronto le dio la impresión de que cualquier cosa que dijera podía poner a alguien en peligro. Por supuesto sabía el nombre de aquel redactor, pero lo negó: «No lo sé».

— Pero doctor —dijo el hombre con un tono lleno de indignación por la insinceridad de Tomás—: ¡Le habrá dicho su nombre al recibirle!

Resulta tragicómico que nuestra buena educación se convierta en aliada de la policía. No sabemos mentir. El imperativo «¡di la verdad!» que nos inculcaron mamá y papá actúa hasta tal punto de forma automática que incluso ante el policía que nos interroga nos da vergüenza mentir. Es más fácil para nosotros discutir con él, insultarlo (lo cual no tiene sentido alguno) que mentirle descaradamente (que es lo único lógico que podemos hacer).

Cuando el hombre del Ministerio del Interior le reprochó su falta de sinceridad, Tomás estuvo a punto de sentirse culpable; tuvo que superar una especie de obstáculo interno para continuar mintiendo:

— Seguramente se presentó —dijo—, pero el nombre no me decía nada y enseguida lo olvidé. — ¿Qué aspecto tenía?
El redactor que había hablado con él era pequeño y tenía el pelo rubio muy corto. Tomás trató de elegir los rasgos opuestos:
— Era alto. Tenía el pelo largo y negro.
— Ah —dijo el hombre del Ministerio—, ¡y la mandíbula saliente!
— Sí —dijo Tomás.
— Un poco encorvado.
— Sí —coincidió Tomas una vez más y se dio cuenta de que el hombre del Ministerio había identificado a la persona en cuestión.
Tomás no sólo acababa de delatar a un pobre redactor, sino que además su delación era falsa. — ¿Y por qué le llamaron? ¿De qué hablaron?
— Se trataba de una modificación de la sintaxis.
Aquello sonaba como una excusa ridícula. El hombre del Ministerio volvió a indignarse y asombrarse de que. Tomás no quisiera decirle la verdad:
— ¡Pero doctor! ¡Hace un rato me dijo que le habían recortado una tercera parte del texto y ahora me dice que estuvieron discutiendo de un cambio en la sintaxis! ¡Eso no es lógico!
Para Tomás la respuesta ya era más fácil porque lo que decía era la pura verdad:
—No es lógico pero es así —sonrió—: Me pidieron que les permitiese modificar la sintaxis en una frase y después redujeron el artículo en un tercio.
El hombre del Ministerio volvió a hacer con la cabeza un gesto como si no pudiera comprender una actitud tan inmoral y dijo:
—Esa gente no se ha comportado correctamente con usted.

Terminó su copa de vino y concluyó:

— Estimado doctor, ha sido usted víctima de una manipulación. Sería una lástima que tuvieran que pagar las consecuencias usted y sus pacientes. Nosotros sabemos de su nivel profesional. Ya veremos lo que se puede hacer.

Le estrechó cordialmente la mano a Tomás. Después salieron del bar y cada uno cogió su coche.


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6

Tras el encuentro Tomás se quedó con un humor de perros. Se reprochaba haber aceptado el tono jovial de la conversación. ¡Ya que no se había negado a hablar con el policía (no estaba preparado para semejante situación, no sabía qué prescribía la ley), al menos tenía que haberse negado a tomar una copa de vino con él en el bar, como si fuese un amigo! ¿Qué pasaría si lo hubiese visto alguien que conociera a aquel hombre? ¡Pensaría que Tomás está al servicio de la policía! ¿Y por qué ha tenido que decirle que el artículo fue recortado? ¿Para qué le dio, sin ninguna necesidad, esa información? Estaba absolutamente descontento de sí mismo.

Dos semanas más tarde el hombre del Ministerio regresó. Pretendía que fueran otra vez al bar de enfrente, pero Tomás le pidió que permaneciera en el consultorio.

— Comprendo, doctor —sonrió.

Aquella frase despertó la atención de Tomás. El hombre del Ministerio había hablado como un ajedrecista que le confirma a su contrincante que en la jugada anterior ha cometido un error.

Se habían sentado en dos sillas, uno frente al otro y entre ambos estaba el escritorio de Tomás. Al cabo de unos diez minutos, durante los cuales hablaron de la epidemia de gripe que alcanzaba en aquel momento su apogeo, el hombre dijo:

— He estado meditando sobre su caso, doctor. Si se tratase únicamente de usted, la cosa sería sencilla. Pero tenemos que tener en cuenta la opinión pública. Queriendo o sin querer, con su artículo contribuyó a impulsar la histeria anticomunista. No puedo ocultarle que incluso hemos recibido una propuesta para que se le exijan a usted responsabilidades penales por ese artículo. Hay un párrafo que lo contempla. Incitación pública a la violencia.

El hombre del Ministerio se calló y miró a Tomás a los ojos. Tomás se encogió de hombros. El hombre volvió nuevamente al tono amistoso:

— Hemos rechazado esas propuestas. Cualquiera que sea su responsabilidad, a la sociedad le interesa que trabaje en el puesto en el que mejor provecho puede sacar a su capacidad. Su director lo estima a usted mucho. Y también tenemos información de sus pacientes. ¡Es usted un gran especialista, doctor! Nadie puede exigirle a un médico que entienda de política. Usted se dejó engañar. Habría que dejar las cosas en su justo lugar. Por eso querríamos proponerle un texto para la declaración que, a nuestro juicio, debería hacer para la prensa. Ya nos ocuparíamos nosotros de que se publicara en el momento adecuado —y le dio a Tomás un papel.

Tomás leyó lo que estaba escrito y se horrorizó. Era mucho peor que lo que dos años antes le había pedido su director. Aquello no era solamente una retractación total con respecto al artículo sobre Edipo. Había frases sobre el amor a la Unión Soviética, sobre la fidelidad al partido comunista, había una condena a los intelectuales que al parecer querían arrastrar al país a una guerra civil, pero, sobre todo, había una denuncia contra los redactores del semanario de la Unión de Escritores, incluido el nombre del redactor alto y encorvado (Tomás no había hablado nunca con él pero sabía su nombre y le conocía de ver su foto en la prensa), que habían deformado conscientemente su artículo para cambiarle el sentido y transformarlo en una proclama contrarrevolucionaria; según parece eran demasiado cobardes para escribir ellos mismos un artículo así y trataron de aprovecharse de un ingenuo médico.

El hombre del Ministerio percibió el gesto de horror que había en los ojos de Tomás. Se inclinó y le dio una amistosa palmada en la rodilla por debajo de la mesa:

— ¡Estimado doctor, eso no es más que una sugerencia! Tómese tiempo para pensarlo y, si quiere modificar alguna frase, por supuesto podemos llegar a un acuerdo. ¡Al fin y al cabo el texto es suyo!

Tomás le devolvió el papel al policía como si le diese miedo tenerlo un segundo más en sus manos. Era casi como si creyera que alguien fuera algún día a buscar en él sus huellas dactilares.

En lugar de coger el papel, el hombre del Ministerio extendió con fingida sorpresa los brazos (era el mismo gesto que emplea el Papa para bendecir a las masas desde su balcón):

— Pero doctor, ¿por qué me lo devuelve? Quédeselo. Ya lo meditará tranquilamente en su casa.

Tomás hizo un gesto de negación con la cabeza, manteniendo pacientemente el papel en la mano extendida. El hombre del Ministerio dejó de imitar al Papa durante la bendición y al fin tuvo que coger el papel.

Tomás tenía la intención de decirle con toda energía que no pensaba escribir ni firmar jamás ningún texto de ese tipo. Pero finalmente optó por otro tono. Dijo con suavidad:

— No soy un analfabeto. ¿Por qué iba a firmar algo que no he escrito yo mismo?

—Bien, doctor, podemos hacerlo al revés. Usted primero lo escribe y después lo revisamos los dos juntos. Lo que ha leído podrá servirle al menos como modelo.

¿Por qué no rechazó enseguida la proposición del policía con toda energía?

Seguramente le pasó por la cabeza la siguiente idea Este tipo de declaraciones sirve para desmoralizar a todo el país (ésa es evidentemente la estrategia general de los rusos), pero en su caso la policía persigue probablemente algún objetivo concreto: es posible que estén preparando un proceso contra los redactores del semanario en el que Tomás escribió su artículo. Si eso es así, necesitan la declaración de Tomás como prueba en el juicio y como parte de la campaña de prensa que organizarán contra los redactores. Si ahora se negase tajante y enérgicamente, correría el riesgo de que la policía publicase el texto, tal como estaba preparado, falsificando su firma. ¡Ningún periódico publicaría una rectificación suya! ¡No habría nadie en el mundo que creyese que no lo había ni escrito ni firmado! Comprendió que la gente, al ver a alguien moralmente humillado, se alegraba demasiado como para permitir que sus explicaciones le privaran de su placer.

Al darle a la policía esperanzas de que fuera a escribir algún tipo de declaración, había logrado ganar tiempo. Al día siguiente presentó por escrito la dimisión a su puesto. Suponía (correctamente) que en cuanto descendiese voluntariamente al puesto más bajo de la escala social (al que en aquella época habían descendido, por lo demás, miles de intelectuales de otras especialidades), la policía perdería todo poder sobre él y dejaría de ocuparse de su persona. En tales circunstancias no iban a poder publicar una declaración suya, porque carecería de credibilidad. Y es que esas vergonzosas declaraciones públicas van siempre ligadas al ascenso y no a la caída de los firmantes.

Pero en Bohemia los médicos son empleados del Estado y el Estado puede admitir o no sus dimisiones. El empleado con el que Tomás trató el tema de su dimisión conocía su nombre y le apreciaba. Trató de convencerlo de que no dejase su puesto. De pronto Tomás se dio cuenta de que no estaba en absoluto seguro de haber decidido correctamente. Pero se sentía ligado a su decisión por una especie de promesa de fidelidad y la mantuvo. Y así se convirtió en limpiador de escaparates.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
7

Hace años, al partir de Zurich hacia Praga, Tomás se decía en silencio «es muss sein!» y pensaba entonces en su amor por Teresa. Pero aquella misma noche empezó a dudar de si, en verdad, había tenido que ser: se daba cuenta de que lo que lo había llevado hacia Teresa era sólo una cadena de ridículas casualidades que le habían sucedido siete años atrás (el principio fue el lumbago de su jefe) y de que sólo por esa causa regresaba ahora a una jaula de la que no habría escapatoria.

¿Quiere decir eso que en su vida no hubo ningún «es muss sein!», que no hubo nada realmente ineluctable? Creo que sí lo hubo. No fue el amor, fue la profesión. A la medicina no lo condujo ni la casualidad ni el cálculo racional sino un profundo anhelo interior.

Si es posible dividir a las personas de acuerdo con alguna categoría, es de acuerdo con estos profundos anhelos que las orientan hacia tal o cual actividad a la que dedican toda su vida. Todos los franceses son distintos. Pero todos los actores del mundo se parecen, en París, en Praga y en el último teatro de provincias. Actor es aquel que desde la infancia está de acuerdo con pasar toda la vida exponiéndose a un público anónimo. Sin este acuerdo básico que no tiene nada que ver con el talento, que es más profundo que el talento, no puede llegar a ser actor. De un modo similar, médico es aquel que está de acuerdo con pasar toda la vida y hasta las últimas consecuencias, hurgando en cuerpos humanos. Es este acuerdo básico (y no el talento o la habilidad) lo que le permite entrar en primer curso a la sala de disección y ser médico seis años más tarde.

La cirugía lleva el imperativo básico de la profesión médica hasta límites extremos, en los que lo humano entra en contacto con lo divino. Si le pega usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en cuestión cae y deja definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna vez iba a dejar de respirar. Un asesinato así sólo se adelanta un poco a lo que Dios se hubiese encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios contaba con el asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que alguien iba a atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado, meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre. Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la pie l de un hombre previamente anestesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de sacrilegio. ¡Pero era precisamente eso lo que le atraía! Ese era el «es muss sein!» profundamente arraigado dentro de él, al que no lo había conducido casualidad alguna, el lumbago de ningún médico-jefe, nada externo.

¿Pero cómo es posible que se deshiciera de algo tan profundo con tal rapidez, con tal energía, con tal facilidad?

Nos hubiera respondido que lo hizo para que la policía no lo utilizara. Pero sinceramente, aunque en teoría era posible (y aunque en efecto se produjeron casos similares), no era demasiado probable que la policía publicase una declaración falsa con su firma.

Claro que uno también tiene derecho a temer que le suceda algo aunque ello sea poco probable. Admitamos esto. Admitamos también que estaba furioso consigo mismo, que estaba furioso por su propia torpeza y que quería evitar cualquier contacto con la policía para que no se incrementase su sensación de impotencia. Y admitamos incluso que de todas formas había perdido ya su profesión, porque el trabajo mecánico que realizaba en el ambulatorio, recetando aspirinas, no tenía nada que ver con lo que la medicina representaba para él. Sin embargo me llama la atención la vehemencia con que adoptó su decisión. ¿No se esconde tras ella algo más, algo más profundo, algo que se escapaba a su razonamiento?

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
"Si no era Amor, era vicio. Porque jamás una boca me hizo regresar tantas veces por un beso"
Con las alas en llamas
German Renko
 

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