El baúl de los fragmentos perdidos

La experiencia me ha enseñado que uno de los métodos más eficaces para derrotar a un rival es el vacilante corazón de una mujer, es elogiar sin restricciones a ese mismo rival, es volverse tan compresivo, tan noble y tolerante, que uno mismo se sienta conmovido. «De veras, todavía le tengo estima, pero estoy segura de que no hubiera podido ser ni medianamente feliz con él.» «Bueno, ¿por qué estás tan segura? ¿No decís que es un buen tipo?» «Claro que es. Pero no alcanza. Ni siquiera puedo achacarle que él sea muy frívolo y yo muy profunda, porque ni yo soy tan profunda como para que me moleste una buena dosis de frivolidad, ni él es tan frívolo como para que no llegue a conmoverlo un sentimiento verdaderamente hondo. Las dificultades eran de otro orden. Creo que el obstáculo más insalvable era que no nos sentíamos capaces de comunicarnos. Él me exasperaba; yo lo exasperaba. Posiblemente me quisiera, vaya uno a saberlo, pero lo cierto es que tenía una habilidad especial para herirme.» Qué estupendo. Yo tenía que hacer un gran esfuerzo para que la satisfacción no me inflara los carrillos, para poner la cara preocupada de alguien que en verdad lamentara que todo aquello hubiera acabado en una frustración. Hasta tuve fuerzas para abogar por mi enemigo: «¿Y vos pensaste si no tendrías también tu poco de culpa? A lo mejor, él te hería simplemente porque vos estabas siempre esperando que él te hiriese. Vivir eternamente a la defensiva no es, con toda seguridad, el método más eficaz para mejorar la convivencia.» Entonces ella sonrió y sólo dijo: «Contigo no tengo necesidad de vivir a la defensiva. Me siento feliz». Eso ya era superior a mis fuerzas de contención y disimulo. La satisfacción se derramó por todos mis poros, mi sonrisa llegó de oreja a oreja, y ya no me importó dedicarme a arruinar para siempre los prestigios aún sobrevivientes del pobre Enrique, un maravilloso derrotado.
La tregua
Mario Benedetti

 
Isabel tenía, ahora, el aura de su misterio. Elena temía que su mirada delatase la novedad de su visión. Necesitaba acostumbrarse al nuevo tono, no olvidarlo, sino ponerlo en su debido lugar, en su silencioso, recatado y justo rango, donde nunca pudiera ser sospechado por Isabel… Difícil, dificilísimo mantener el secreto, queriendo, al mismo tiempo, hacerle participar del cambio, la madurez que se había impuesto por los dramas vividos, que no podían considerar ajenos.
Barrio de Maravillas
Rosa Chacel
 
Instantes después Muriel volvió a presentarse en un estado de elaborada semidesnudez, y avanzó tímidamente hacia los otros invitados. Se hallaba en su elemento: el pelo, muy negro, lo llevaba liso y recogido detrás de la cabeza; llevaba los ojos muy maquillados y despedía un intensísimo olor a perfume. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para acicalarse como una sirena –“vamp” en el lenguaje popular-: una mujer capaz de enganchar hombres sin hacer el menor esfuerzo y de desprenderse de ellos con la misma facilidad; una persona sin escrúpulos y sin sentimientos que juega con el afecto de los demás. Había un algo tan exagerado en su caracterización, que Maury se dejó fascinar desde el primer momento: ¡una mujer de amplias caderas que fingía poseer la elasticidad de una pantera!
Hermosos y malditos
Francis Scott Fitzgerald


 
Existen los que han nacido para vivir y los que han nacido para amar. Por los menos, Don Juan lo diría de buena gana. Pero podría elegir mediante una abreviación, pues el amor de que se habla aquí está adornado con las ilusiones de lo eterno. Todos los especialistas de la pasión nos lo dicen: no hay amor eterno si no es contrariado. No hay pasión sin lucha. Semejante amor no termina sino en la última contradicción, que es la muerte. Hay que ser Werther o nada. Hay también en esto muchas maneras de suicidarse, una de las cuales es el don total y el olvido de la propia persona. Don Juan, tanto como cualquier otro, sabe que eso puede ser conmovedor. Pero es uno de los pocos enterados de que lo importante no es eso. Sabe también que aquellos a quienes un gran amor aparta de toda vida personal se enriquecen, quizá, pero empobrecen seguramente a los elegidos por su amor. Una madre, una mujer apasionada tiene necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo. Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que conmueve a Don Juan, y éste es liberador. Trae consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento se debe a que se sabe perecedero. Don Juan ha elegido no ser nada.
El mito de Sísifo
Albert Camus
 
Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento.Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.

Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte inmerso en un semisueño, del que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregor, en su estado actual, no podía evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No le encontró enseguida, pero cuando le descubrió debajo del canapé – ¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado! – se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde fuera.

Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregor había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.

Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregor, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease.

Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer.

La metamorfosis
Franz Kafka
 
La señora Chauchat, que estaba allí, frente a él, se había arreglado para el Carnaval. Llevaba un vestido nuevo, al menos Hans Castorp no se lo había visto llevar nunca, una seda ligera y oscura, casi negra, que no brillaba más que de vez en cuando con un reflejo moreno, dorado y acariciante, un vestido de escote redondo y discreto que no descubría más que el cuello hasta la unión con las clavículas y, por detrás, las vértebras de la nuca ligeramente salientes bajo los cabellos cuando inclinaba la cabeza. Pero los brazos de Clawdia estaban desnudos hasta los hombros; sus brazos, que eran a la vez frágiles y llenos, y al mismo tiempo frescos y cuya extraordinaria blancura se destacaba sobre la seda sombría de una manera tan seductora que Hans Castorp cerró los ojos y murmuró interiormente: «¡Dios mío!»
Jamás había visto aquello. Conocía los vestidos de baile, los escotes admitidos y solemnes, «reglamentarios», que eran mucho más grandes que ése, sin ser, ni mucho menos, tan provocativos.
Quedaba plenamente demostrado el error de la antigua suposición de Hans Castorp considerando que el atractivo formidable de los brazos que había visto a través de un velo de gasas, no hubiera sido tan profundo sin aquella «transfiguración» sugestiva. ¡Error! ¡Fatal extravío! La desnudez completa, impresionante, de esos admirables miembros de un organismo enfermo y envenenado, constituía una seducción mucho más emocionante que la transformación de antes, una aparición a la que no se podía contestar de otra manera que bajando la cabeza y exclamando sin voz: «¡Dios mío!».

La montaña mágica
Thomas Mann
 
Años más tarde comprendí que lo que había cautivado mi mirada no había sido su figura, sino sus posturas y sus movimientos. Durante un tiempo, cada vez que tenía novia le pedía que se pusiera medias, pero no me apetecía explicar el motivo de mi ruego, revelar el enigma de aquel encuentro entre la cocina y el pasillo. Así, todas entendieron mi ruego como un capricho, una afición a la ropa interior picante, una extravagancia erótica, y cuando complacían mi deseo, se deshacían en poses coquetas. Y no era eso lo que había cautivado mi mirada. Ella no posaba, no coqueteaba. Tampoco recuerdo que lo hiciera ninguna otra vez. Recuerdo que su cuerpo, sus posturas y sus movimientos me parecían a veces torpes. No es que fuera torpe. Más bien parecía que se recogiera en el interior de su cuerpo, que lo abandonara a sí mismo y a su propio ritmo pausado, indiferente a los mandatos de la cabeza, y olvidara el mundo exterior. Fue ese mismo olvido del mundo lo que vi en sus posturas y movimientos al ponerse las medias. Pero entonces no era torpe, sino fluida, graciosa, seductora; una seducción que no emanaba de los pechos, las piernas y las nalgas, sino que era una invitación a olvidar el mundo dentro del cuerpo.
El lector
Bernhard Schlink
 
La fascinación no puede existir sin que la envidia social de las personas sea una emoción común y generalizada. La sociedad industrial que ha avanzado hacia la democracia y se ha detenido a medio camino es la sociedad ideal para generar una emoción así. La persecución de la felicidad individual está reconocida como un derecho universal. Pero las condiciones sociales existentes hacen que el individuo se sienta impotente. Vive en la contradicción entre lo que es y lo que le gustaría ser. Entonces, o cobra plena conciencia de esta contradicción y de sus causas, y participa en la lucha política por una democracia integral, lo cual entraña, entre otras cosas, derribar el capitalismo; o vive sometido continuamente a una envidia que, unida a su sensación de impotencia, se disuelve en inacabables ensueños.

Esto permite comprender que la publicidad siga siendo creíble. El abismo entre lo que la publicidad ofrece realmente y el futuro que promete corresponde al abismo existente entre lo que el espectador-comprador cree ser y lo que le gustaría ser. Los dos abismos se convierten en uno; y en lugar de salvarlo con la actuación o la existencia vivida, se intenta rellenarlo con un fascinante soñar despierto.

Las condiciones de trabajo vienen a veces en ayuda de este proceso.

El interminable presente de las horas sin sentido es “equilibrado” por un futuro soñado en el que la actividad imaginaria reemplaza a la pasividad del momento. En sus sueños diurnos, el obrero pasivo se convierte en consumidor activo. El yo trabajador envidia al yo consumidor.

No hay dos sueños iguales. Unos son instantáneos, otros prolongados. El sueño es siempre algo muy personal para el soñador. La publicidad no fabrica sueños. Se limita a decirnos a cada uno de nosotros que no somos envidiables todavía… pero podríamos serlo.

La publicidad tiene otra importante función social. El hecho de que esta función no sea deliberadamente planeada por los que hacen y usan la publicidad no disminuye en lo más mínimo su importancia. La publicidad convierte el consumo en un sustituto de la democracia. La elección de lo que uno come (o viste, o conduce) ocupa el lugar de la elección política significativa. La publicidad ayuda a enmascarar y compensar todos los rasgos antidemocráticos de la sociedad. Y enmascarar también lo que está ocurriendo en el resto del mundo.
Modos de ver
John Berger


 
suben por los barrios bajos de la mente sólo

para atragantarse con ideas

del tamaño de un mosquito.

es de lo más difícil

como comer una ensalada

en el trivial café del mundo;

es de lo más difícil crear arte

aquí.

observá. las piezas con las cuales trabajar se

perdieron. deben ser creadas o

encontradas.

los críticos deberían ser generosos y los críticos son

rara vez

generosos.

creen que es fácil

apagar el agua con fuego.

pero no ha sido esfuerzo en vano

no importa lo que ellos nos hayan

hecho:

los críticos

las mujeres perdidas

los trabajos perdidos,

a la mierda con ellos de todos modos

difícilmente sean más interesantes que

este café trivial, este mundo trivial,

sabemos que debería haber un lugar mejor,

un lugar más simple,

pero no lo hay;

ese es nuestro secreto

y no es

gran cosa.

pero es suficiente.
EL TRIVIAL CAFÉ DEL MUNDO
CHARLES BUKOWSKI
 
Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir a la vida.

—Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó —murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y negro con su “M” amarilla oscilando mucho rato.

Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente. Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una catástrofe.

—Era la primera que me encontraba con el mundo de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! —dijo el maestro con solemnidad, y levantó la mano—. Sí, me impresionó muchísimo, ¡terriblemente!
—¿Quién? —apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía interrumpir al emocionado narrador.
—¡El redactor jefe, digo el redactor jefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón, desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada. Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad, suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales. No decía nada de la novela misma y me preguntaba que quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta completamente idiota desde mi punto de vista: ¿quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me recibió una muchacha bizca, de tanto mentir.
—Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción —se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.
—Puede ser —replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela.
El maestro y Margarita
Mijaíl Bulgákov
 
"Siempre que Wilt sacaba al perro a pasear o, para ser más precisos, cuando el perro le sacaba a él o, para ser exactos, cuando la señora Wilt les decía a ambos que se fuesen de casa para que ella pudiese hacer sus ejercicios de yoga, Henri siempre seguía la misma ruta. De hecho, el perro seguía la ruta y Wilt seguía al perro. Bajaban hasta la oficina de correos, cruzaban el campo de juegos, luego el puente del ferrocarril y seguían por el sendero que bordeaba el río. Continuaban, siguiendo el río, poco más de kilómetro y medio y luego cruzaban otra vez por debajo de la vía férrea y volvían recorriendo calles cuyas casas eran mayores que la de Wilt y donde había árboles grandes y jardines y los coches eran todos Rovers y Mercedes. Era allí donde Clem, un labrador de raza, se sentía evidentemente más a gusto, y hacía sus cosas mientras Wilt esperaba mirando alrededor un poco inquieto, consciente de que aquél no era su tipo de barrio y deseando que lo fuese. Era prácticamente el único momento de su paseo en el que él tenía cierta conciencia de su entorno. Durante el resto del trayecto el paseo de Wilt era un paseo interior y seguía un itinerario completamente distinto de su propia apariencia y de la de su ruta. Era en realidad una jornada de pensamiento ávido, un peregrinaje por sendas de posibilidad remota que implicaban la desaparición irrevocable de la señora Wilt, la adquisición súbita de riqueza, de poder, lo que haría él si le nombrasen ministro de educación, o, aún mejor, primer ministro. Era algo urdido en parte con una serie de recursos desesperados y en parte con un diálogo mudo, de tal modo que quien reparase en Wilt (y la mayoría de la gente no lo hacía) podría haber visto que sus labios se movían de vez en cuando y que se le fruncía la boca en lo que él suponía cariñosamente una sonrisa sardónica cuando abordaba cuestiones o respondía a argumentaciones con una agudeza de ingenio devastadora. Fue precisamente durante uno de esos paseos, bajo la lluvia, tras un día especialmente penoso en la escuela, cuando Wilt consideró por primera vez la idea de que sólo podrían cristalizar sus esperanzas y podría considerar su vida algo propio si su mujer era víctima de algún desastre no del todo fortuito. "
Wilt
Tom Sharpe
 
El tiempo se va. A veces pienso que tendría que vivir apurado, que sacarle el máximo partido a estos años que quedan. Hoy en día, cualquiera puede decirme, después de escudriñar mis arrugas: «Pero si usted todavía es un hombre joven». Todavía. ¿Cuántos años me quedan de ese «todavía»? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudiera detener mi sangre. Porque la vida es muchas cosas (trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones), pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, «que nos aferramos a la vida», la estamos asimilando a otra palabra más concreta, más atractiva, más seguramente importante: la estamos asimilando al Placer. Pienso en el placer (cualquier forma de placer) y estoy seguro de que eso es vida. De ahí el apuro, el trágico apuro de estos cincuenta años que me pisan los talones. Aún me quedan, así lo espero, unos cuantos años de amistad, de pasable salud, de rutinarios afanes, de expectativa ante la suerte, pero ¿cuántos me quedan de placer? Tenía veinte años y era joven; tenía treinta años y era joven; tenía cuarenta años y era joven. Ahora tengo cincuenta años y soy «todavía joven». Todavía quiere decir: se termina.
La tregua
Mario Benedetti
 

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