El baúl de los fragmentos perdidos

Pensaba que Louisa tenía de verdad mejor aspecto que antes. Quizás hubiera empezado a darse colorete. Tenía la piel pálida, olivácea, y Jim Farrey creía recordar sus mejillas sin color. Además, se vestía con más gracia, y se esforzaba más por ser simpática. Antes era según le daba. También había empezado a beber whisky, aunque nunca sin ahogarlo en agua. Antes sólo bebía un vaso de vino. Jim Frarey pensó si sería un novio quien la habría hecho cambiar así; pero un novio podía mejorar su aspecto sin necesidad de que sintiera más interés por todo, y estaba casi seguro de que eso es lo que había ocurrido. Lo más probable es que se debiera a que el tiempo pasaba y a que la guerra mermaba terriblemente las perspectivas de encontrar marido. Eso podía servirle de estímulo a una mujer. Además, era más lista y más guapa y tenía mejor conversación que la mayoría de las casadas. ¿Qué ocurría con una mujer así? A veces, simple mala suerte. O mal cálculo en el momento importante. ¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?.
Secretos a voces
Alice Munro
 
–No, no; usted no tiene nada que ver. Ya le dije a usted que me cuesta trabajo explicarme. Usted me aturde. No se enoje a causa de mi conversación. Usted comprende por qué no puede enfadarse conmigo. Estoy sencillamente loco. Por otra parte, su cólera me importaría muy poco. Me basta solamente imaginar en mi pequeña habitación el frufrú de su vestido y ya estoy dispuesto a morderme los puños. ¿Por qué se enfada usted conmigo? ¿Por el hecho de llamarme esclavo suyo? ¡Aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese! ¿No sabe usted que un día u otro la he de matar? No por celos o porque haya dejado de amarla, sino porque sí, la mataré sencillamente, porque tengo algunas veces deseos de devorarla.

[...]

–Poco me importa –continué–. Sepa, además, que es peligroso que paseemos juntos. He experimentado muchas veces deseos de pegarle, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Cree usted que no me atrevería? Me hace usted perder la razón. ¿Imagina que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¡Qué me importan a mí el escándalo y su enojo! La amo sin esperanza y sé que luego la amaría mucho más. Si la mato, tendré que matarme yo también. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, a fin de sentir lejos de usted ese dolor intolerable. ¿Quiere saber una cosa increíble? La amo cada día más, lo que es casi imposible.
El jugador
Fiodor Dostoyevski
 
“No había visto un fuego en mucho tiempo, eso es todo. Vivo como un animal. Ni le cuento las cosas que he llegado a comer. Cuando vi al chico creí que me había muerto.

¿Pensó que era un ángel?

No sabía que era. Pensaba que nunca volvería a ver un niño. No sabía qué iba a pasar.

¿Y si le dijera que es un dios?

El viejo sacudió la cabeza. Yo ya he superado todo eso. Hace muchos años. Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea verdad. Las cosas mejorarán cuando todo el mundo haya desaparecido.

¿Desaparecerán todos?

Seguro que sí.

¿Mejor para quién?

Para todos.

Todos.

Claro. Así estaremos mejor. Podremos respirar más libremente.

Eso no vendría mal.

Desde luego. Cuando todos hayamos desparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y nadie a quien hacérselo. Dirá la muerte: ¿Adónde se han ido todos? Y así es como será. ¿Qué hay de malo?”
La carretera
Cormac McCarthy
 
Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo izquierdo, escancióle otro vaso, que él tomó a dos manos y se embocó sin perder gota; enseguida soltó la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica, dejó caer la cabeza, muy descolorido, en el pecho del marqués.

-¿Lo ven ustedes? -gritó Julián angustiadísimo-. Es muy chiquito para beber así, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas.

-¡Bah! -intervino Primitivo-. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ¡Con eso y con otro tanto! Y si no verá.

-¿Qué tal? -le preguntó Primitivo-. ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado?

Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre.

-De ese modo… -refunfuñó el abad.

-No seas bárbaro, Primitivo -murmuró el marqués entre placentero y grave.

-¡Por Dios y por la Virgen! -imploró Julián-. ¡Van a matar a esa criatura! Hombre, no se empeñe en emborrachar al niño: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No se pueden presenciar ciertas cosas!

Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo.
Los Pazos de Ulloa
Emilia Pardo Bazán
 
(Doña Dolores, Manolita, Luis y Don Luis se disponen a comer un día cualquiera durante la Guerra Civil.)

DOÑA DOLORES.─ (A MANOLITA y a LUIS). Veréis, hijos, ahora que no está Julio... Y perdóname, Manolita.... No sé si habréis notado que hoy casi no había lentejas.
LUIS.─ A mí sí me había parecido que había pocas, pero no me ha chocado: cada vez hay menos.
DON LUIS.─ Pero hace meses que la ración que dan con la cartilla es casi la misma. Y tu madre pone en la cacerola la misma cantidad. Y, como tú acabas de decir, en la sopera cada vez hay menos.
LUIS.─ ¡Ah!
MANOLITA.─ ¿Y qué quieres decir, mamá? ¿Qué quieres decir con eso de que no está Julio?
DOÑA DOLORES.─ Que como su madre entra y sale constantemente en casa, yo no sé si la pobre mujer, que está, como todos, muerta de hambre, de vez en cuando mete la cuchara en la cacerola.
MANOLITA.─ Mamá...
DOÑA DOLORES.─ Hija, el hambre... Pero, en fin, yo lo único que quería era preguntaros. Preguntaros a todos, porque la verdad es que las lentejas desaparecen.
DON LUIS.─ Decid de verdad lo que creáis sin miedo alguno, porque a mí no me importa nada soltarle a la pelma cuatro frescas.
MANOLITA.─ Pero, papá, tendríamos que estar seguros.
DON LUIS.─ Yo creo que seguros estamos. Porque la única que entra aquí es ella. Y ya está bien que la sentemos a la mesa todos los días...
MANOLITA.─ Pero aporta lo de su cartilla.
DOÑA DOLORES.─ No faltaba más.
LUIS.─ Mamá, yo, uno o dos días, al volver del trabajo, he ido a la cocina... Tenía tanta hambre que, en lo que tú ponías la mesa, me he comido una cucharada de lentejas... Pero una cucharada pequeña...
DON LUIS.─ ¡Ah!, ¿eras tú?
DOÑA DOLORES.─ ¿Por qué no lo habías dicho, Luis?
LUIS.─ Pero sólo uno o dos días, y una cucharada pequeña. No creí que se echara de menos.
DOÑA DOLORES.─ Tiene razón, Luis. Una sola cucharada no puede notarse. No puede ser eso.
DON LUIS.─ (A DOÑA DOLORES.) Y tú, al probar las lentejas, cuando las estás haciendo, ¿no te tomas otra cucharada?
DOÑA DOLORES.─ ¿Eso qué tiene que ver? Tú mismo lo has dicho: tengo que probarlas... Y lo hago con una cucharita de las de café.
DON LUIS.─ Claro, como ésas ya no sirven para nada...
(MANOLITA ha empezado a llorar.)
DOÑA DOLORES.─ ¿Qué te pasa, Manolita?
MANOLITA.─ (Entre sollozos.) Soy yo, soy yo. No le echéis la culpa a esa infeliz. Soy yo... Todos los días, antes de irme a comer... voy a la cocina y me como una o dos cucharadas... Sólo una o dos..., pero nunca creía que se notase. No lo hago por mí, os lo juro, no lo hago por mí, lo hago por este hijo. Tú lo sabes, mamá, estoy seca, estoy seca...
DOÑA DOLORES.─ (Ha ido junto a ella, la abraza.) ¡Hija, Manolita!
MANOLITA.─ Y el otro día, en el restorán donde comemos con los vales, le robé el pan al que comía a mi lado... Y era un compañero, un compañero... Menuda bronca se armó entre el camarero y él.
DOÑA DOLORES.─ ¡Hija mía, hija mía!
DON LUIS.─ (Dándose golpes en el pecho.) Mea culpa, mea culpa, mea culpa...
(Los demás le miran.)
DON LUIS.─ Como soy el ser más inteligente de esta casa, prerrogativa de mi s*x* y de mi edad, hace tiempo comprendí que una cucharada de lentejas menos entre seis platos no podía perjudicar a nadie. Y que, recayendo sobre mí la mayor parte de las responsabilidades de este hogar, tenía perfecto derecho a esta sobrealimentación. Así, desde hace aproximadamente un mes, ya sea lo que haya en la cacerola lentejas, garbanzos mondos y lirondos, arroz con chirlas o agua con sospechas de bacalao, yo, con la disculpa de ir a hacer mis necesidades, me meto en la cocina, invisible y fugaz como Arsenio Lupin, y me tomo una cucharada.
DOÑA DOLORES.─ (Escandalizada.) Pero..., ¿no os dais cuenta de que tres cucharadas...?
DON LUIS.─ Y la tuya, cuatro.
DOÑA DOLORES.─ Que cuatro cucharadas...
DON LUIS.─ Y dos de Julio y su madre.
DOÑA DOLORES.─ ¿Julio y su madre?
DON LUIS.─ Claro; parecen tontos, pero el hambre aguza el ingenio. Contabiliza seis cucharadas. Y a veces, siete, porque Manolita se toma también la del niño.
DOÑA DOLORES.─ ¡Siete cucharadas! Pero si es todo lo que pongo en la tacilla... (Está a punto de llorar.) Todo lo que pongo. Si no dan más.
( MANOLITA sigue sollozando)
DON LUIS.─ No lloréis, por favor, no lloréis...
LUIS.─ Yo, papá, ya te digo, sólo...
MANOLITA.─ (Hablando al tiempo de Luis.) Por este hijo, ha sido por este hijo.
DON LUIS.─ (Sobreponiéndose a las voces de los otros.) Pero, ¿qué más da? Ya lo dice la radio: «no pasa nada». ¿Qué más da que lo comamos en la cocina o en la mesa? Nosotros somos los mismos, las cucharadas son las mismas...
MANOLITA.─ ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
DON LUIS.─ No, Manolita: qué hambre.
Las bicicletas son para el verano
Fernando Fernán Gómez
 
El día de la boda, Agnes Lockwood se sentó sola, en la salita de su casa de Londres, para quemar las cartas que Montbarry le escribió tiempo atrás.

En la descripción que la condesa había hecho de ella al doctor, ni siquiera había aludido al atractivo que más distinguía a Agnes: la inocente expresión de bondad y pureza que atraía desde luego a los que se acercaban a ella. De piel blanca y ademanes tímidos, parecía natural hablar de ella como de “una niña”, si bien ya se aproximaba a los treinta años de edad. Vivía sola, con una antigua niñera que la quería profundamente, de una modesta renta, suficiente para mantenerse las dos. En su cara no se notaba la menor señal de disgusto mientras rompía lentamente las cartas de su falso enamorado y tiraba los trozos al fuego que se había encendido para consumirlos. Por desgracia para ella, era una de esas mujeres que sienten demasiado profundamente para encontrar consuelo en las lágrimas.
El hotel de los horrores
Wilkie Collins
 
Henry Crawford había destruido su felicidad, pero nunca debía enterarse de que lo había hecho, pues no debía destruir también su buena reputación, su apariencia pública y su prosperidad. Henry Crawford no debía pensar que ella lloraba en su retiro de Mansfield por él, y que rechazaba Sotherton y Londres, la independencia y el esplendor, por él. Necesitaba más independencia que nunca, y jamás había sentido la falta de ésta que sufría en Mansfield con mayor intensidad. Cada vez era menos capaz de soportar las restricciones que le imponía su padre. La libertad que la ausencia de éste le había proporcionado se había convertido en algo absolutamente indispensable para ella. Tenía que huir de su padre y de Mansfield lo antes posible, y hallar consuelo en la fortuna y la importancia social, en el bullicio mundano, para aliviar su espíritu herido. Estaba plenamente decidida y no pensaba cambiar de intención.

Sintiéndose así, cualquier demora, incluso la provocada por la gran cantidad de preparativos necesarios para el enlace, podría haber sido perniciosa, pero afortunadamente el señor Rushworth estaba casi tan impaciente como ella por que se celebrase. Mentalmente, Maria se sentía preparada por completo; estaba preparada para el matrimonio porque odiaba su hogar, las restricciones y tanta tranquilidad; porque sufría tras haberse llevado una decepción amorosa y porque despreciaba al hombre con el que se iba a casar. Lo demás podía esperar. La elección de nuevos carruajes y nuevo mobiliario podía aguardar hasta la primavera, cuando estuviese instalada en Londres y pudiera imponer su propio gusto.»
Mansfield Park
Jane Austen
 
Y luego me di cuenta de que era de esa clase de individuos a los que no se les ve a primera vista, aunque estén solos en el fondo de una piscina de cemento vacía.

Cuando se me acercó el individuo, yo le dije de golpe: “No voy a Memphis, si es eso lo que quieren. Voy más allá de Jackson, en Tennesse”. Y él dijo:

—Me parece muy bien. Es justamente lo que necesitamos. Nos haría usted un gran favor.

—¿Adónde quieren ir?

Y él me miraba como mira un tipo que no está acostumbrado a mentir y que intenta inventar rápidamente algo, aun sabiendo que no le van a creer.
Luz de agosto
William Faulkner
 
«Estaba completamente cambiado: la voz, el pelo, la ropa… Se está convirtiendo en un hombre nuevo sin mí, está cambiando junto a otro hombre y por él. Cuando llegaba del extranjero también estaba cambiado durante dos, tres días, como si todavía no hubiese regresado del todo. A veces le preguntaba si su alma no estaría de travesía en una barca a remo por el océano. Hace cuatro días todavía éramos amantes y ahora él ya casi se ha ido por completo.

La escritora deja los libros.

—El que se va ya nunca es el mismo, aunque vuelva.»

La excepción
Auður Ava Ólafsdóttir
 
«Busco los motivos de que me encuentre tan lejos de ella, y no los descubro. Busco reproches, ¿qué podría reprocharle? Aceptó las flores de Alexander y no las devolvió. Es estúpido devolver flores. Puede que esté celoso. Si me comparo con Alexander Böhlaug, veo que todo lo tengo a mi favor.

Y sin embargo estoy celoso.

No soy un conquistador ni un pretendiente. Si algo se me ofrece, lo tomo y luego lo agradezco. Pero Stasia no se me ofrecía. Quería ser asediada.

Entonces no comprendía —llevaba muchos años solo y sin mujeres— por qué las muchachas actúan de un modo tan solapado y tienen tanta paciencia y tanto orgullo. Stasia no sabía que yo no la hubiera tomado como un triunfador, sino con humildad y agradecimiento. Hoy comprendo que la vacilación es propia de la naturaleza de las mujeres, y que sus mentiras son olvidadas incluso antes de que se produzcan.

A mí me preocupaba demasiado el Hotel Savoy y las personas, me preocupaba demasiado la suerte de los demás y demasiado poco la mía propia. Ante mí tenía a una hermosa mujer que esperaba una palabra mía, y yo no la pronuncié, como un escolar azorado.

Yo estaba insensibilizado. Era como si Stasia tuviera la culpa de mi larga soledad, y ella no podía saberlo. Le reprochaba que no fuese una adivina.

Ahora sé que las mujeres adivinan todo lo que pasa en nosotros, pero que esperan palabras.

Dios puso la vacilación en el alma de la mujer.

Su presencia me excitaba. ¿Por qué no venía a mí? ¿Por qué permitía que la acompañara el oficial de policía? ¿Por qué me pregunta si todavía estoy aquí? ¿Por qué no dice: ¡gracias a Dios que estás aquí!?

Pero es muy posible que, cuando se es una pobre muchacha, no se diga a un pobre hombre: ¡gracias a Dios que estás aquí! Puede que se haya pasado ya el tiempo de amar a un pobre Gabriel Dan, que no tiene ni siquiera una maleta y mucho menos un hogar. Quizá sea ésta la época en que las muchachas amen a Alexander Böhlaug.

Hoy sé que la compañía del oficial de policía fue una casualidad y que la pregunta de Stasia era una confesión. Pero entonces estaba solo y amargado y me comportaba como si yo fuera la muchacha y Stasia el hombre.

Ella se vuelve aún más orgullosa y fría, y yo siento que la distancia entre nosotros es cada vez mayor; me doy cuenta de que cada vez nos sentimos más extraños el uno al otro.

—Seguro que me voy dentro de diez días —digo.
—Si va usted a París, mándeme una postal.
—Con mucho gusto.

Stasia hubiera podido decir: ¡quiero ir contigo a París!

En lugar de ello me pide una postal.

—Le enviaré la Torre Eiffel.
—Haga lo que quiera —dice Stasia.

Y al decir esto no se refiere a la postal, sino a nosotros dos.

Es nuestra última conversación. Sé que es nuestra última conversación. Gabriel Dan, no puedes esperar nada de las muchachas. ¡Pobre Gabriel Dan!

A la mañana siguiente veo que Stasia baja de la escalera del brazo de Alexander. Ambos me sonríen…, yo estoy desayunando en la planta baja. Sé que Stasia acaba de cometer una enorme tontería.

La comprendo.

Las mujeres no comenten las tonterías como nosotros, por ligereza y por desidia, sino cuando son muy desgraciadas.

Hotel Savoy
Joseph Roth

 
El hombre en busca de sentido
«Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos; también se comprueba cómo algunos eran capaces de superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en aquellos crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física.

Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barrancones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino— para decidir su propio camino.
Y allí siempre se presentaban ocasiones para elegir. A diario, a cualquier hora, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión; una decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con robarle el último resquicio de su personalidad: la libertad interior. Una decisión que también prefijaba si la persona se convertiría —al renunciar a su propia libertad y dignidad— en juguete o esclavo de las condiciones del campo, para así dejarse moldear hasta conducirse como un prisionero típico.»

El hombre en busca de sentido
Viktor Frankl



 
Le resulta difícil aceptar que, para tener esta conversación corriente aunque necesaria con su madre, deba ir hasta donde ella reside, en este pueblo ignaro de la meseta de Castilla, donde siempre hace frío, donde para cenar te dan un plato de frijoles y espinacas, y donde además uno debe mostrase educado con respecto a esos gatos medio salvajes suyos que se desperdigan por todas partes cada vez que entras en la habitación. ¿Por qué, en el crepúsculo de su vida, su madre no puede instalarse en algún lugar civilizado? Ha sido complicado llegar hasta allí, será complicado volver; incluso estar allí con ella será más complicado de lo necesario. ¿Por qué todo lo que toca su madre tiene que ser tan complicado?

Los gatos están por todas partes: hay tantos que parecen dividirse y multiplicarse delante de sus ojos como amebas. También está la presencia no explicada de ese hombre en la cocina del piso de abajo, sentado en silencio, inclinado sobre un tazón de frijoles. ¿Qué hace ese desconocido en casa de su madre?

No le gustan los frijoles, le van a dar gases. Seguir la dieta de los campesinos españoles del siglo xix solo porque estás en España le parece una muestra de afectación.

Los gatos, que no han comido y que seguro no toleran los frijoles, rodean los pies de su madre, se retuercen y se limpian con la lengua intentando llamar su atención. Si estuvieran en su casa, los echaría a patadas. Pero, por supuesto, esta no es su casa, solo es un invitado, debe comportarse de forma educada, incluso con los gatos.

–Ese es un sinvergüenza –observa, señalando–, ese de ahí, con la marca blanca en la cara.

–Para ser precisos –dice su madre–, los gatos no tienen cara.

Los gatos no tienen cara. ¿Ha vuelto a quedar como un idiota?

–Quiero decir el que tiene la mancha blanca alrededor del ojo –se corrige.

–Los pájaros no tienen cara –dice su madre–. Los peces no tienen cara. ¿Por qué van a tener cara los gatos? Las únicas criaturas con cara de verdad son los seres humanos. Nuestra cara es lo que nos hace humanos.

Por supuesto. Ahora lo entiende. Ha cometido un error léxico. Mientras que los seres humanos tienen piernas, los animales tienen patas; mientras que los seres humanos tienen narices, los animales tienen hocicos. Pero, si los seres humanos son los únicos que tienen caras, ¿con qué y a través de qué encaran los animales el mundo? ¿Rasgos anteriores? ¿Un término así satisfaría la pasión por la exactitud de su madre?

–Un gato tiene semblante, pero no cara –dice su madre–. Un semblante corporal. Ni siquiera nosotros, tú y yo, nacemos con caras. Nos las tienen que sacar, como el fuego se saca del carbón. Yo te saqué una cara, desde tus profundidades. Recuerdo cómo me agachaba para ponerme encima de ti y soplaba, día tras día, hasta que al final tú, el ser que llamabahijo mío, empezó a surgir. Era como convocar un alma.

Se calla.

El gato de la llamarada blanca ha empezado una pelea con un gatito más viejo por una hebra de hilo.

–Con cara o sin ella –dice él–, me gusta lo alegre que es. Los gatitos prometen mucho. Es una pena que pocas veces se cumpla.

Su madre frunce el ceño.

–¿Qué quieres decir con cumplir, John?

–Quiero decir que parece que todos prometen que se convertirán en individuos, en gatos individuales, cada uno con la promesa de un carácter individual y una distinta visión del mundo. Pero al final se convierten en gatos, en gatos intercambiables y genéricos, representantes de la especie. Siglos de relacionarse con nosotros no parecen haberles ayudado. No se individualizan. No desarrollan verdaderas personalidades. Como mucho muestran rasgos de carácter: el vago, el petulante y cosas así.

–Los animales no tienen personalidades, del mismo modo que tampoco tienen caras –dice su madre–. Te decepcionas porque esperas demasiado.


“LA VIEJA DE LOS GATOS”, POR JOHN MAXWELL COETZEE
 

Temas Similares

Respuestas
11
Visitas
188
Back