El baúl de los fragmentos perdidos

–Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.

Los chiquillos guardaron silencio inmediatamente, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, hacia aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

–¡Estupendo! –exclamó–. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

–Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca.

Se produjo una violenta explosión. Empezó a sonar una sirena cada vez más aguda. Timbres de alarma se dispararon locamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron a chillar; sus rostros aparecían convulsos de terror.

–Y ahora –gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)–, ahora pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.

Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo casi demencial en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecillos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.

–Podemos electrificar toda esta zona del suelo -gritó el director, como explicación–. Pero ya basta.

E hizo otra seña a la enfermera.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados se convirtió en el llanto normal del terror.

–Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la simple vista de las coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.

–Observen –dijo el director, en tono triunfal–. Observen.

Los libros y los ruidos, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas; y al cabo de las doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo.

–Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio “instintivo” hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida –dijo el director–. Llévenselos.
Un mundo feliz
Aldous Huxley
 
Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio había, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales.
Suite francesa
Irène Némirovsky

 
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para anunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! –exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No… Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…
-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vació un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses…, te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
Los ojos verdes
Gustavo Adolfo Bécquer

 
Arthur Miller

Las brujas de Salem (fragmento)

"DANFORTH: Hace muy poco tiempo eras tú la atacada. Ahora parece que tú atacas a otras; ¿dónde has hallado ese poder?
MARY WARREN (mirando fijamente a Abigail): No…, no tengo ningún poder.
CHICAS: No tengo ningún poder.
PROCTOR: ¡Le están engañando, señor Danforth!
DANFORTH: ¿Por qué has cambiado tanto durante las dos últimas semanas? Has visto al demonio, ¿verdad?
HALE (señalando a Abigail y a las chicas): ¡No las crea!
MARY WARREN: No…
PROCTOR (notando que flaquea): ¡Mary, Dios condena a todos los mentirosos!
DANFORTH (machaconamente): Has visto al diablo, te has aliado con Lucifer, ¿no es cierto?
PROCTOR: ¡Dios condena a los mentirosos, Mary!
(Mary dice algo ininteligible, mirando a Abigail, que sigue pendiente del «pájaro» que hay en el techo).
DANFORTH: No te oigo. ¿Qué dices? (Mary balbucea de nuevo algo ininteligible). ¡O confiesas o irás a la horca! (La obliga con brusquedad a mirarle de frente). ¿Sabes quién soy? ¡Te digo que irás a la horca si no te sinceras conmigo!
PROCTOR: Mary, acuérdate del ángel Rafael: «Practica el bien y…».
ABIGAIL (señalando hacia lo alto): ¡Las alas! ¡Está extendiendo las alas! ¡Mary, por favor, no, no…!
HALE: ¡No veo nada, señoría!
DANFORTH: ¡Confiesa que tienes ese poder! (Está a dos centímetros del rostro de Mary). ¡Habla!
ABIGAIL: ¡Va a descender! ¡Camina por la viga!
DANFORTH: ¡Habla!
MARY WARREN (mirando horrorizada): ¡No puedo!
CHICAS: ¡No puedo!
PARRIS: ¡Arroja de ti al demonio! ¡Mírale a la cara! ¡Pisotéalo! Te salvaremos, Mary, mantente firme contra él y…
ABIGAIL (mirando hacia lo alto): ¡Cuidado! ¡Ya baja!
(Abigail y las demás chicas corren hacia una de las paredes, protegiéndose los ojos. A continuación, como acorraladas, lanzan un grito atroz, y Mary, contagiada, abre la boca y grita con ellas. Poco a poco Abigail y las demás empiezan a marcharse, hasta que sólo queda Mary, mirando fijamente al «pájaro» y gritando como una loca. Todos la contemplan, horrorizados al presenciar su ataque de nervios. Proctor se dirige hacia ella).
PROCTOR: Mary, cuéntale al vicegobernador lo que ellas… (Apenas ha pronunciado la primera palabra, cuando, viéndolo acercarse, Mary se aleja corriendo y dando gritos de pavor).
MARY WARREN: ¡No me toque, no quiero que me toque! (Las chicas se detienen junto a la puerta).
PROCTOR (asombrado): ¡Mary!
MARY WARREN (señalando a Proctor): ¡Usted es el enviado del demonio!
(Proctor se para en seco).
PARRIS: ¡Alabado sea el Señor!
CHICAS: ¡Alabado sea el Señor!
PROCTOR (helado): Mary, ¿cómo…?
MARY WARREN: ¡No me ahorcarán con usted! Amo a Dios, amo a Dios.
DANFORTH (a Mary): ¿Te ordenó él que sirvieras al diablo?
MARY WARREN (en plena histeria, señalando a Proctor): Ha venido a mí de noche y de día para hacerme firmar, para que firmase. "
 
Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicada de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.
Ficciones
Jorge Luis Borges

 
LA SEÑORA DE LOS GATOS

Un misterio aterrador encierra aquella vieja casona, la más antigua del barrio. Ya ha cobrado fama en los alrededores y entre mis compañeros de la secundaria se cuentan mil historias urbanas acerca de: “La Señora de los Gatos”. Así le decían a la vieja de melena desgreñada y ya sin color, que vivía al lado de mi casa, su gesto adusto hacia que los vecinos la evitaran al verla pasar. Siempre caminaba encorvada, apoyada en su bastón y cargando un mininos entre sus temblorosos brazos. Por las noches regresaba seguida por varios gatos más, que recogía de las calles. Nadie jamás se había atrevido a tocar a su puerta, mucho menos a entrar en aquel lugar amurallado.

Aquí las casas son grandísimas, por esa razón mi casa es la única que colinda con la vieja casona; mis amigos me preguntan si no me da miedo vivir al lado, y yo me estremezco tan sólo al pensar. Por las noches los escucho desde mi cama maullar, lo hacen de tal manera que parece que hablan, creó que se escuchan en todo el barrio y tal vez más allá. Luego al aparearse se escuchan rodar sobre el tejado, me despierto con un fuerte dolor de cabeza y siempre encuentro las macetas de mi madre tirada y con la tierra regada por todo el jardín.

Grita y amenaza con un día envenenar a esos malditos animales. En seguida desiste, pues son una plaga difícil de combatir, además le teme a la “Señora de los gatos”. Anteriormente habían pedido todos los vecinos a las autoridades que hicieran algo al respecto, pero siempre que venían a investigar no veían un sólo gato por todo el lugar. La anciana vociferaba y decía que nadie en el barrio la comprendía. Un día venciendo mi temor subí a la azotea de mi casa, que es de dos pisos, me escondí tras de la barda que da a la vieja casona y me asome a ver que veía.

Concurso de Relatos
 
Papá murió cuando el último de los hermanos en seguir preguntando, dejó de preguntar cuándo volvía papá de viaje, cuando mamá dejó de llorar y salió un día de noche, cuando se acabaron las visitas que entraban calladitas y pasaban de frente al salón más oscuro del palacio (hasta en eso había pensado el arquitecto), cuando los sirvientes recobraron su mediano tono de voz al hablar, cuando alguien encendió la radio un día, papá murió.

Nadie pudo impedir que Julius se instalara prácticamente a vivir en la carroza del bisabuelo-presidente. Ahí se pasaba todo el día, sentado en el desvencijado asiento de terciopelo azul con ex-ribetes de oro, disparándoles siempre a los mayordomos y a las amas que tarde tras tarde caían muertos al pie de la carroza, ensuciándose los guardapolvos que, por pares, la señora les había mandado comprar para que no estropearan sus uniformes, y para que pudieran caer muertos cada vez que a Julius se le antojaba acribillarlos a balazos desde la carroza. Nadie le impedía pasarse mañana y tarde metido en la carroza, pero a eso de las seis, cuando empezaba ya a oscurecer, venía a buscarlo una muchacha, una que su mamá, que era linda, decía hermosa la chola, debe descender de algún indio noble, un inca, nunca se sabe.

La chola que podía ser descendiente de un inca, sacaba a Julius cargado en peso de la carroza, lo apretaba contra unos senos probablemente maravillosos bajo el uniforme, y no lo soltaba hasta llegar al baño del palacio, al baño de los niños más pequeños, sólo el de Julius, ahora. Muchas veces tropezó la chola con los mayordomos o con el jardinero que yacían muertos alrededor de la carroza, para que Julius, Jesse James o Gary Cooper según el día, pudiese partir tranquilo a bañarse.

Y ahí en el baño empezó a despedirse de él su madre, dos años después de la muerte de su padre. Lo encontraba siempre de espaldas, parado frente a la tina, desnudo con el pipí al aire pero ella no se lo podía ver, contemplando la subida de la marea en esa tina llena de cisnes, gansos y patos, una tina enorme, como de porcelana y celeste. Su mamá le decía darling, él no volteaba, le daba un beso en la nuca y partía muy linda, mientras la hermosa chola adoptaba posturas incomodísimas para meter el codo y probar la temperatura del agua, sin caerse a lo que bien podía ser una piscina de Beverly Hills.

Y a eso de las seis y media de la tarde, diariamente, la chola hermosa cogía a Julius por las axilas, lo alzaba en peso y lo iba introduciendo poco a poco en la tina. Los cisnes, los patos y los gansos lo recibían con alegres ondulaciones sobre la superficie del agua calentita y límpida, parecían hacerle reverencias. Él los cogía por el cuello y los empujaba suavemente, alejándolos de su cuerpo, mientras la hermosa chola se armaba de toallitas jabonadas y jabones perfumados para niños, y empezaba a frotar dulce, tiernamente, con amor el pecho, los hombros, la espalda, los brazos y las piernas del niño. Julius la miraba sonriente y siempre le preguntaba las mismas cosas; le preguntaba, por ejemplo: «¿Y tú de dónde eres?», y escuchaba con atención cuando ella le hablaba de Puquio, de Nazca camino a la sierra, un pueblo con muchas casas de barro. Le hablaba del alcalde, a veces de brujos, pero se reía como si ya no creyera en eso, además hacía ya mucho tiempo que no subía por allá. Julius la miraba atentamente y esperaba que terminara con una explicación para hacerle otra pregunta, y otra y otra. Así todas las tardes mientras sus hermanos, en los bajos, acababan sus tareas escolares y se preparaban para comer.
Un mundo para Julius
Alfredo Bryce Echenique
 
-Le digo que debo partir –repliqué, excitada con un sentimiento semejante a la pasión-. ¿Cree usted que puedo quedarme si no significo nada para usted? ¿Cree que soy un autómata?, ¿una máquina sin sentimientos? ¿Cree que puedo soportar que me quiten el pedazo de pan de la boca y la gota de agua vital del vaso? ¿Cree que, porque soy pobre, fea, anodina y pequeña, carezco de alma y corazón? ¡Se equivoca! Tengo la misma alma que usted, y el mismo corazón. Y, si Dios me hubiera dotado de algo de belleza y una gran fortuna, le habría puesto tan difícil dejarme como lo es para mí dejarlo a usted. No le hablo con la voz de la costumbre o de las convenciones, ni siquiera con voz humana; ¡es mi espíritu el que se dirige al suyo, como si ambos hubiéramos muerto y estuviéramos a los pies de Dios, iguales, como lo somos!
Jane Eyre
Charlotte Brontë
 
La amistad es, como el amor, extremadamente sagaz. La esencia de la amistad está hecha de franqueza, de pasión por la verdad. Es algo liberador ver el rostro del amigo o escuchar su voz al teléfono contando precisamente lo más trascendental y penoso de contar. O también ocurre que el amigo se oye a sí mismo confesando lo que apenas se atreve a pensar. La amistad tiene a menudo rasgos de sensualidad. La silueta del amigo, su cara, ojos, labios, voz, movimientos, acento, están grabados en tu inconsciente, constituyen un código secreto que hace que te abras en confianza y solidaridad.

Una relación amorosa estalla en conflictos, es algo inevitable; la amistad es más refinada, no tiene tanta necesidad de tumultos y de depuraciones. Hay ocasiones en las que la gravilla entorpece las delicadas superficies de contacto y eso causa dolor y dificultades. Yo pienso entonces: ¡maldita la falta que me hace semejante idiota! Pasa algún tiempo y el malestar se manifiesta de un modo o de otro, palpablemente a veces, con discreción las más.

«Voy a dar señales de vida, esto no puede seguir así, hay que cuidar los tesoros.» Y despejamos la atmósfera, la limpiamos, la restauramos.

El resultado es incierto: mejor, peor o como antes. No puede saberse. La amistad no está sujeta a juramentos ni a promesas, como no lo está al tiempo ni al espacio. La amistad no exige nada, salvo una cosa: sinceridad. Es su única exigencia, pero es difícil.
Linterna mágica
Ingmar Bergman

 
En el primer momento no me fijé en todo esto, pero vi más de lo que podía suponer, y observé que todo aquello, que en otro tiempo debió de ser blanco, se veía amarillento. Observé que la novia que llevaba aquel traje se había marchitado como las flores y la misma ropa, y no le quedaba más brillo que el de sus ojos hundidos. Imaginé que en otro tiempo aquel vestido debió de ceñir el talle esbelto de una mujer joven, y que la figura sobre la que colgaba ahora había quedado reducida a piel y huesos.

[...]

―¿Quién es? ―preguntó la dama que estaba sentada junto a la mesa.
―Pip, señora.
―¿Pip?
―El muchacho que ha traído hasta aquí Mr. Pumblechook, señora. He venido a jugar...
―Acércate más, muchacho. Deja que te vea bien.

Al encontrarme delante de ella, rehuyendo su mirada, observé con detalle los objetos que nos rodeaban, y reparé en que tanto el reloj que había encima de la mesa como el de la pared estaban parados a las nueves menos veinte.

―Mírame ―me dijo miss Havisham―. ¿No te da miedo una mujer que no ha visto el sol desde que tú naciste?

Lamento tener que confesar que no dudé en responder que no, lo cual era una gran mentira.

―¿Sabes qué noto aquí? ―preguntó al tiempo que ponía las manos en el costado izquierdo, una sobre otra.
―Sí, señora. ―Me hizo pensar en el joven.
―¿Qué toco?
―Su corazón.
―¡Destrozado!
Grandes esperanzas
Charles Dickens
 
Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.

Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de “Alegría de los famas”.

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marcado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”. Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.

Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.
Historias de cronopios y de famas
Julio Cortázar
 
Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en consejo. Los tres chopos desmochados de la ribera cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. La tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera. Miguel Delibes
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:

—El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas— dijo.

La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían dejarlos entre la maleza del arroyo, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y la corregüela.


El tío Ratero rebulló dentro, en las Paj*s, y la perra, al oírle, ladró dos veces y, entonces, el bando de cuervos se alzó perezosamente del suelo en un vuelo reposado y profundo, acompasado por una algarabía de graznidos siniestros. Únicamente un grajo permaneció inmóvil sobre los pardos terrones y el niño, al divisarle, corrió hacia él, zigzagueando por los surcos pesados de humedad, esquivando el acoso de la perra que ladraba a su lado. Al levantar la ballesta para liberar el cadáver del pájaro, el Nini observó la espiga de avena intacta y, entonces, la desbarató entre sus pequeños, nerviosos dedos, y los granos se desparramaron sobre la tierra.

Dijo, elevando la voz sobre los graznidos de los cuervos que aleteaban pesadamente muy altos, por encima de su cabeza:

—No llegó a probarla, Fa; no ha comido ni siquiera un grano.

La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando. A la vuelta del cerro se hallaban las ruinas de las tres cuevas que Justito, el Alcalde, volara con dinamita dos años atrás. Justo Fadrique, el Alcalde, aspiraba a que todos en el pueblo vivieran en casas, como señores.
Las ratas
Miguel Delibes
 

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