El baúl de los fragmentos perdidos

29

¿Qué quedó de la gente que moría en Camboya?
Una gran fotografía de la actriz norteamericana con un niño amarillo en brazos.
¿Qué quedó de Tomás?
Una inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
¿Qué quedó de Beethoven?
Un hombre huraño con una melena inverosímil que afirma con voz profunda: «Es muss sein!». ¿Qué quedó de Franz?
Una inscripción: Tras tanto andar errante, el regreso.

Etcétera, etcétera. Antes de que se nos olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación de paso entre el ser y el olvido.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera


 
–Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.

Los chiquillos guardaron silencio inmediatamente, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, hacia aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

–¡Estupendo! –exclamó–. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

–Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca.

Se produjo una violenta explosión. Empezó a sonar una sirena cada vez más aguda. Timbres de alarma se dispararon locamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron a chillar; sus rostros aparecían convulsos de terror.

–Y ahora –gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)–, ahora pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.

Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo casi demencial en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecillos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.

–Podemos electrificar toda esta zona del suelo -gritó el director, como explicación–. Pero ya basta.

E hizo otra seña a la enfermera.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados se convirtió en el llanto normal del terror.

–Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la simple vista de las coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.

–Observen –dijo el director, en tono triunfal–. Observen.

Los libros y los ruidos, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas; y al cabo de las doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo.

–Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio “instintivo” hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida –dijo el director–.
Un mundo feliz
Aldous Huxley
 
“El mundo, amigo Govinda, no es imperfecto ni se encuentra en vías de un lento perfeccionamiento. No, es ya perfecto en cada instante: cada pecado lleva en sí la gracia, en cada niño alienta ya el anciano, todo recién nacido contiene en sí la muerte, todo moribundo, la vida eterna. Ningún hombre es capaz de ver hasta qué punto del camino ha avanzado su prójimo; en el ladrón y en el jugador de dados aguarda Buda, en el brahmán puede ocultarse un bandido. La meditación profunda ofrece la posibilidad de abolir el tiempo, de ver simultáneamente toda la vida pasada, presente y venidera, y entonces todo es bueno, todo es perfecto, todo es Brama. Por ello me parece bueno todo lo que existe: la vida no menos que la muerte, el pecado tanto como la santidad, la inteligencia no menos que la estupidez. Todo ha de ser así, todo no pide sino mi aprobación, mi buena voluntad, mi compresión amorosa; y en ese caso es bueno para mí, sólo podrá estimularme, nunca podrá hacerme daño. He experimentado en cuerpo y alma que me hacían falta el pecado, la concupiscencia, el afán de lucro, la vanidad y la más ignominiosa de las vanidades para aprender a vencer mi resistencia, para aprender a amar al mundo y a no compararlo más con algún mundo deseado e imaginado por mí, con algún arquetipo de perfección inventado por mi cerebro, sino dejarlo tal como es, y amarlo e integrarme a él con gusto. Éstas, oh, Govinda, son algunas de las ideas que han acudido a mi espíritu.”
Siddhartha
Hermann Hesse
 
Séptima Parte.

La sonrisa de Karenin.

1


Desde la ventana se veía la ladera en la que crecían los cuerpos retorcidos de los manzanos. En la ladera el bosque cerraba el horizonte y la línea de montes se extendía en la lejanía. Al anochecer salía la luna en el cielo pálido y ése era el momento en que Teresa salía al umbral. La luna colgando de un cielo aún no oscurecido le parecía como una lámpara que han olvidado apagar y que ha estado encendida todo el día en la habitación de los muertos.

Los manzanos retorcidos crecían en la ladera y ninguno de ellos podía abandonar el sitio en el que había crecido, al igual que ni Teresa ni Tomás nunca podrían ya abandonar este pueblo. Habían vendido el coche, el televisor, la radio, sólo para comprar una casita pequeña con un jardín a un agricultor que se había ido a vivir a la ciudad.

Vivir en el campo era la única posibilidad de huir que les quedaba, porque aquí había una permanente escasez de gente y un exceso de alojamiento. Nadie tenía interés en investigar el pasado político de alguien que estaba dispuesto a ir a trabajar al campo o al bosque y nadie le tenía envidia.

Teresa era feliz por haber abandonado la ciudad, con los clientes borrachos del bar y las mujeres desconocidas que le dejaban a Tomás en el pelo el perfume de su s*x*. La policía había dejado de interesarse por ellos y la historia del ingeniero se le mezclaba con la escena de Petrin, de modo que casi no distinguía ya lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. (Además, ¿estaba el ingeniero de verdad al servicio de la policía? Puede que sí, puede que no. Los hombres que emplean para sus citas pisos prestados y que no quieren hacer el amor con la misma mujer más de una vez, no son tan escasos.)

De modo que Teresa era feliz y tenía la sensación de que había logrado su objetivo: estaban juntos ella y Tomás y estaban solos. ¿Solos? Debo ser más preciso: lo que he denominado soledad significaba que habían roto todas las relaciones con los amigos y conocidos que hasta entonces tenían. Cortaron su vida como si fuera un trozo de cinta. Pero se sentía a gusto en compañía de los campesinos con los que trabajaban y a los que de vez en cuando visitaban en sus casas o invitaban a la suya.

Cuando, aquel día, en el balneario cuyas calles tenían nombres rusos, conoció al presidente de la cooperativa local, Teresa descubrió de pronto la imagen del campo que habían dejado en ella los recuerdos de sus lecturas o sus antepasados: un mundo de vida en común, en el que todos forman una especie de gran familia unida por intereses y costumbres comunes: los domingos misa en la iglesia, la taberna en la que se reúnen los hombres solos y la sala de esa misma taberna, donde los sábados toca la banda y todo el pueblo baila.

Pero en el régimen comunista las aldeas ya no se parecen a esta antigua imagen. La iglesia estaba en la aldea vecina y nadie la frecuentaba, la taberna se había convertido en oficinas, los hombres no tenían dónde reunirse a beber cerveza, los jóvenes no tenían dónde bailar. Las festividades religiosas no podían celebrarse, las estatales no interesaban a nadie. El cine estaba en la ciudad, a veinte kilómetros. De modo que al terminar la jornada, durante la cual la gente gritaba alegremente y charlaba en los minutos de descanso, todos se encerraban entre las cuatro paredes de sus casas con sus muebles modernos, que destilaban a chorros mal gusto, y miraban la pantalla encendida de los televisores. No se hacían v isitas, todo lo más se detenían unos minutos en casa del vecino antes de cenar. Todos soñaban con irse a vivir a la ciudad. La aldea no les ofrecía nada que se pareciese un poco a una vida interesante.

Quizá precisamente porque nadie quería echar raíces aquí, el Estado perdía poder sobre la aldea. Un agricultor, al que ya no le pertenece la tierra y que no es más que un obrero que trabaja en el campo, que no siente apego ni por el paisaje ni por su trabajo, no tiene nada que perder, no tiene nada por qué temer. Gracias a esta indiferencia, el campo conserva una considerable autonomía y cierta libertad. El presidente de la cooperativa no había sido nombrado desde fuera (como todos los directores en las ciudades), sino elegido por los campesinos y era uno de ellos.

Debido a que todos querían irse de aquí, Teresa y Tomás tenían entre ellos una situación excepcional: habían llegado voluntariamente. Si los demás aprovechaban cualquier oportunidad para ir a la ciudad al menos por un día, Teresa y Tomás no tenían más interés que el de permanecer donde estaban y, por eso, pronto conocieron a los campesinos mejor de lo que ellos mismos se conocían entre sí.

El presidente de la cooperativa se hizo verdaderamente amigo suyo. Tenía mujer, cuatro hijos y
un cerdo al que criaba como a un perro. El cerdo se llamaba Mefisto y era el orgullo y la atracción del pueblo. Obedecía las órdenes, iba limpio y rosado; andaba con sus pezuñas como una mujer de piernas gordas con zapatos de tacón.

Cuando Karenin vio por primera vez a Mefisto, se excitó y estuvo largo rato dando vueltas a su alrededor y olfateándolo. Pero pronto se hizo amigo de él y prefería su compañía a la de los perros del pueblo, a los que despreciaba porque estaban atados a sus casetas y ladraban estúpidamente, s in descanso y sin motivo. Karenin comprendió adecuadamente el valor de lo exclusivo y podría afirmar que estaba orgulloso de su amistad con el cerdo.

El presidente de la cooperativa está contento de poder ayudar a su antiguo cirujano y, al mismo tiempo, triste por no poder hacer algo más por él. Tomás se convirtió en conductor del camión que llevaba a los campesinos al campo o transportaba las herramientas.

La cooperativa tenía cuatro establos grandes y además otro menor para cuarenta terneras. Se las encargaron a Teresa y las sacaba a pastar dos veces al día. Los prados próximos y de fácil acceso estaban destinados a la siega y, por eso, Teresa tenía que llevar el ganado a los montes de los alrededores. Las terneras iban comiendo paulatinamente el pasto de los prados lejanos y de ese modo Teresa recorría con ellas toda una amplia zona alrededor del pueblo. Al igual que en otras épocas en la pequeña ciudad, llevaba siempre algún libro en la mano y lo abría para leerlo en los prados.

Karenin siempre la acompañaba. Aprendió a ladrarle a las terneras jóvenes que eran demasiado alegres y pretendían alejarse de las demás; lo' hacía con visible satisfacción. Era, con seguridad, el más feliz del trío. Su oficio de «guardián del reloj» nunca había sido tan respetado como aquí, donde no cabía improvisación alguna. El tiempo en el que vivían Teresa y Tomás se aproximaba a la regularidad de su tiempo.

Un día, después de comer (es decir, cuando ambos tenían dos horas de tiempo libre para sí mismos), fueron los tres a dar un paseo a la ladera detrás de su casa.

— No me gusta cómo corre —dijo Teresa.

Karenin cojeaba de una pata trasera. Tomás se agachó y le miró la pata. Descubrió en el muslo un pequeño bulto.

Al día siguiente lo sentó a su lado en el camión y se detuvo en el pueblo más próximo, donde vivía el veterinario. Volvió a visitarlo al cabo de una semana y regresó con la noticia de que Karenin tenía cáncer.

Tres días más tarde lo operó él mismo con el veterinario. Cuando lo trajo a casa, Karenin aún no se había despertado de la anestesia. Yacía junto a la cama en la alfombra, tenía los ojos abiertos y se quejaba. En el muslo tenía los pelos afeitados y una cicatriz con seis puntos.

Trató de incorporarse. Pero no pudo
Teresa se asustó, pensó que ya no iba a volver a andar.
— No temas —dijo Tomás—, aún está bajo los efectos de la anestesia.
Trató de levantarlo pero le lanzó una dentellada. ¡Jamás había intentado morder a Teresa!
— No sabe quién eres —dijo Tomás—, no te reconoce.
Lo pusieron junto a la cama y se durmió rápidamente. Ellos también se durmieron.
Eran las tres de la mañana cuando de pronto los despertó. Movía el rabo y pisoteaba a Teresa y

Tomás. Jugaba con ellos salvaje e insaciablemente.
¡Jamás los había despertado! Siempre esperaba a que uno de ellos se despertase antes de
atreverse a saltar a su cama.
Pero esta vez no había sido capaz de controlarse al volver plenamente en sí, en medio de la noche. ¡Quién sabe de qué lejanías habría vuelto! ¡Quién sabe con qué fantasmas habría luchado! Al ver ahora que estaba en casa y reconocer a sus seres más próximos, tenía que comunicarles s u terrible alegría, la alegría del regreso y del renacer.

2

En el mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y
no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Más bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había usurpado. Sí, el derecho a matar un ciervo o una vaca es lo único en lo que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más sangrientas.

Ese derecho nos parece evidente porque somos nosotros los que nos encontramos en la cima de esa jerarquía. Pero bastaría con que entrara en el juego un tercero, por ejemplo un visitante de otro planeta al que Dios le hubiese dicho: «Dominarás a los seres de todas las demás estrellas», y toda la evidencia del Génesis se volvería de pronto problemática. Es posible que el hombre uncido a un carro por un marciano, eventualmente asado a la parrilla por un ser de la Vía Láctea, recuerde entonces la chuleta de ternera que estaba acostumbrado a trocear en su plato y le pida disculpas (¡tarde!) a la vaca.

Teresa va con la manada de terneras, las hace caminar delante de ella, a cada rato debe imponer disciplina a alguna de ellas porque las vacas jóvenes son alegres, se escapan del camino y corren hacia los campos. Karenin la acompaña. Hace ya dos años que va con ella a diario a los prados. Siempre le había resultado divertido tratar a las terneras con severidad, ladrarles e insultarlas. (Su Dios le había confiado el dominio sobre las vacas y está orgulloso de ello.) Pero esta vez anda con grandes dificultades y salta sólo con tres patas; en la cuarta tiene una herida que sangra. Teresa se agacha hacia él a cada rato y le acaricia el lomo. A los catorce días de la operación estaba claro que el cáncer no se había detenido y que Karenin estaría cada vez peor.

Por el camino encuentran a una vecina que, con botas de goma, va hacia el establo. La vecina se detiene:

— ¿Qué le pasa a su perro? ¡Parece que cojea!
Teresa dice:
— Tiene cáncer. No hay salvación —y siente una opresión en la garganta que le impide hablar. La vecina ve las lágrimas de Teresa y casi se enfada:
— ¡Por Dios, no va a ponerse a llorar por un perro!
No lo dice con mala intención, es una buena mujer y más bien pretende consolar a Teresa con
sus palabras. Teresa lo sabe, lleva además suficiente tiempo en la aldea para comprender que, si los campesinos amasen a cada conejo como ella ama a Karenin, no podrían matar a ninguno y morirían pronto de hambre con animales y todo. Pero, aun así, las palabras de la vecina le suenan a enemistad.

-Ya sé -responde sin protestar, pero se aleja rápidamente de ella y sigue su camino.

Se siente aislada en su amor por el perro. Piensa con una sonrisa triste que tiene que mantenerlo en secreto, más que si se tratase de una infidelidad. La gente ve con malos ojos el amor por los perros. Si la vecina se enterase de que le es infiel a Tomás, le daría una palmadita en la espalda en señal de secreta complicidad.

Así que sigue su camino con las terneras, que van frotándose mutuamente las ancas, y piensa que son unos animalitos muy agradables. Tranquilas, ingenuas, algunas veces puerilmente alegres: parecen señoras gordas de cincuenta años que fingen tener catorce. No hay nada más conmovedor que las vacas cuando juegan. Teresa las mira con simpatía y piensa (es una idea recurrente desde hace ya dos años) que la humanidad vive a costa de las vacas, del mismo modo en que la tenia vive a costa del hombre: se ha enganchado a su teta como una sanguijuela. El hombre es un parásito de la vaca, así definiría probablemente un no-hombre al hombre en su zoología.

Podemos considerar esta definición como una simple broma y reírnos amablemente de ella. Pero cuando Teresa se ocupa seriamente de ella, se encuentra en una situación comprometida: sus ideas son peligrosas y la alejan de la humanidad. Ya en el Génesis, Dios le confió al hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos entenderlo en el sentido de que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el propietario, sino un administrador del planeta que, algún día, debería rendir cuentas de esa administración. Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre el «señor y propietario de la naturaleza». Pero existe sin duda cierta profunda coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que los animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor mientras que el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una máquina viviente, «machina animata». Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo
hemos de entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio experimentan con un perro y lo trocean vivo.

Las terneras pastan en el prado, Teresa está sentada sobre un tocón y Karenin se apretuja contra ella con la cabeza sobre sus rodillas. Y Teresa se acuerda de que una vez, quizás hace diez años, leyó una noticia de dos líneas en el periódico: decía que en una ciudad rusa habían matado a tiros a todos los perros del lugar. Aquella noticia, poco llamativa y aparentemente insignificante, le hizo sentir por primera vez miedo de ese país vecino, excesivamente grande.

Aquella noticia fue una anticipación de todo lo que sucedió después: durante los primeros años que siguieron a la invasión rusa, no se podía hablar aún de terror. Dado que casi todo el país estaba en contra del régimen de ocupación, los rusos tuvieron que buscar a personas nuevas entre la población checa y auparlas al poder. ¿Pero dónde iban a buscarlas si tanto la fe en el comunismo como el amor hacia Rusia habían muerto? Las buscaron entre quienes deseaban vengarse de la vida por algún motivo. Hacía falta unificar, cultivar y mantener alerta su agresividad. Hacía falta ejercitarlas primero en objetivos provisionales. Esos objetivos fueron los animales.

Los periódicos empezaron entonces a publicar series de artículos y a organizar la recepción de cartas de los lectores. Se pedía, por ejemplo, que se eliminasen las palomas en las ciudades. Y se las eliminó. Pero la campaña principal se orientaba contra los perros. La gente aún estaba desesperada por la catástrofe de la ocupación, pero los periódicos, la radio y la televisión no hablaban más que de los perros, que ensucian las aceras y los parques, ponen en peligro la salud de los niños, no tienen utilidad alguna y sin embargo se los alimenta. Se creó tal psicosis que Teresa tenía miedo de que la chusma azuzada le hiciera daño a Karenin. La maldad acumulada (y entrenada en los animales) tardó un año en dirigirse a su verdadero objetivo: la gente. Empezaron a echar a la gente de sus trabajos, a detener, a montar procesos judiciales. Los animales ya podían respirar tranquilos.

Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.

La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.

Una de las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se hiz0 cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a Descartes.

Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.

Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo.

Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teres a, s obre cuyas rodillas descans a la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la
carretera por la que la humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera


 
3

Karenin parió dos panecillos y una abeja. Miraba sorprendido a su curiosa prole. Los panecillos se comportaban con serenidad, pero la abeja se puso a dar vueltas mareada y después se echó a volar y se marchó.

Fue un sueño que tuvo Teresa. En cuanto se despertaron se lo contó a Tomás y ambos encontraron en él una especie de consuelo: aquel sueño transformaba la enfermedad de Karenin en un embarazo y el drama del parto en un resultado a la vez ridículo y tierno: dos panecillos y una abeja.

Se apoderó de ella una infundada esperanza. Se levantó y se vistió. Aquí, en el pueblo, el día también empezaba yendo a comprar a la tienda leche, pan, panecillos. Pero esta vez, cuando llamó a Karenin para que la acompañara, apenas si levantó la cabeza. Era la primera vez que se negaba a participar en una ceremonia que antes era el primero en exigir.

De modo que se fue sin él. «¿Dónde está Karenin?», preguntó la dependienta, que ya tenía el panecillo preparado para él. Esta vez se lo llevó Teresa en la bolsa. Nada más llegar a la puerta lo sacó y se lo enseñó. Quería que fuera a por él. Pero se quedó acostado sin moverse.

Tomás se dio cuenta de lo afectada que estaba Teresa. Cogió el panecillo con los dientes y se puso a gatas delante de Karenin. Se acercó lentamente a él.

Karenin lo miraba, parecía que alguna chispa de interés le iluminara los ojos, pero no se levantaba.

Tomás acercó su cara justo hasta la boca de él. Sin mover el cuerpo, el perro cogió con los dientes la parte del panecillo que sobresalía de la boca de Tomás. Entonces Tomás soltó el panecillo para que Karenin se lo quedase todo.

Tomás, que seguía a gatas, retrocedió, se agachó y empezó a gruñir. Simulaba querer pelear por el panecillo. En ese momento el perro le respondió a su amo con un gruñido. ¡Por fin! ¡Cuánto habían tenido que esperar! ¡Karenin tiene ganas de jugar! ¡Karenin aún tiene ganas de vivir!

Aquel gruñido era la sonrisa de Karenin y ellos querían que la sonrisa durase el mayor tiempo posible. Por eso Tomás volvió a acercarse a él a gatas y mordió un trozo de pan que sobresalía de la boca del perro. Sus caras estaban juntas, Tomás sentía el olor del aliento del perro y en la cara le hacían cosquillas los largos pelos que le crecían en el hocico a Karenin. El perro volvió a gruñir y dio un tirón con la boca. Cada uno se quedó con una mitad del panecillo en la boca. Y entonces Karenin volvió a cometer un viejo error. Soltó su mitad del panecillo y quiso apoderarse de la mitad que tenía su amo en la boca. Olvidó, como siempre, que Tomás no era un perro y tenía manos. Tomás no soltó el panecillo de la boca y levantó del suelo la mitad que Karenin había dejado caer.

— Tomás —gritó Teresa—, ¡no irás a quitarle el pan!

Tomás dejó caer las dos mitades al suelo delante de Karenin, que se tragó rápidamente una de ellas y se quedó con la otra en la boca, enseñándola para jactarse ante el matrimonio de que había ganado la lucha.

Volvieron a mirarlo y a pensar que Karenin reía y que mientras riera seguiría teniendo un motivo para vivir, aunque estuviera condenado a muerte.

Además al día siguiente pareció mejorar. Almorzaron. Era el momento en que los dos disponían de una hora de tiempo libre y solían sacarlo a pasear. El lo sabía y siempre correteaba inquieto a su alrededor. Pero esta vez, cuando Teresa cogió la correa y el collar, no hizo más que mirarlos y no se movió. Estaban frente a él, tratando de parecer alegres (por él y para él), procurando levantarle un poco el ánimo. Al cabo de un rato, como si se hubiera compadecido de ellos, se les acercó saltando sobre tres patas y dejó que le pusieran el collar.

— Teresa —dijo Tomás—, ya sé que odias la máquina de fotos. ¡Pero hoy deberías cogerla!

Teresa obedeció. Abrió el armario para buscar la perdida y olvidada cámara de fotos y Tomás añadió:

— Algún día nos alegraremos de tener fotos de él. Karenin ha sido parte de nuestra vida. — ¿Cómo que ha sido? —dijo Teresa como si la hubiera mordido una víbora.

La cámara yacía ante ella en el fondo del armario pero no se agachó a cogerla:
— No la llevo. No quiero pensar en que Karenin ya no estará. ¡Tú ya hablaste de él en pasado! — No te enfades —dijo Tomás.
— No me enfado —dijo Teresa sin irritarse—. Yo ya me he sorprendido tantas veces pensando

en él en pasado. Ya me he tenido que reprimir a mí misma tantas veces. Y precisamente por eso no cogeré la cámara.

Fueron andando sin hablar. No hablar era la única manera de no pensar en Karenin en pasado. No le quitaban los ojos de encima y estaban siempre con él. Esperaban a que sonriera. Pero él no sonreía, no hacía más que andar, y sólo con tres patas.

— Sólo lo hace por nosotros —dijo Teresa—. No tenía ganas de pasear. Vino nada más que para darnos el gusto.

Lo que había dicho era triste y, a pesar de eso, sin darse cuenta, estaban felices. No estaban felices a pesar de la tristeza, sino gracias a la tristeza. Iban cogidos de la mano y los dos tenían la misma imagen ante los ojos: un perro cojo que representaba diez años de su vida.

Anduvieron otro poco. Luego Karenin, para su gran decepción, se detuvo y dio la vuelta. Tuvieron que regresar.

Quizás ese mismo día o al día siguiente Teresa entró inesperadamente en la habitación y vio que Tomás leía una carta. Al oír que la puerta se abría, dejó la carta junto a otros papeles. Ella se dio cuenta. Cuando salía de la habitación, no pasó desapercibido para ella el que Tomás metiera la carta disimuladamente en el bolsillo. Pero olvidó el sobre. Cuando se quedó sola en casa, lo examinó. La dirección estaba escrita con una letra desconocida, muy prolija y que atribuyó a alguna mujer.

Cuando volvieron a verse le preguntó, como si nada, si había venido el correo.

«No», dijo y la desesperación se apoderó de Teresa, una desesperación aún mayor porque había perdido ya la costumbre. No, no cree que Tomás tenga alguna amante secreta. Es prácticamente imposible. No dispone de ningún rato libre del que ella no sepa. Pero parece que le queda alguna mujer en Praga y que piensa en ella, aunque no pueda dejarle el perfume de su s*x* en el pelo. No cree que Tomás pueda abandonarla por esa mujer, pero le parece que la felicidad de estos dos últimos años de vida en el campo ha quedado nuevamente degradada por la mentira.

Volvió a su mente una antigua idea: Su hogar no es Tomás, sino Karenin. ¿Quién le dará cuerda al reloj de sus días cuando él no esté?

Teresa vivía en el futuro, en un futuro sin Karenin, y en ese futuro se sentía abandonada.

Karenin yacía en un rincón y se quejaba. Teresa salió al jardín. Se fijó en el césped que crecía entre dos manzanos y se imaginó que enterraban allí a Karenin. Clavó el tacón en la tierra y dibujó un rectángulo en el césped. Era el sitio para su tumba.

— ¿Qué haces? —le preguntó Tomás, que la había sorprendido en aquella actividad tan inesperadamente como ella lo sorprendiera unas horas antes leyendo la carta.

No le respondió. Tomás notó que, después de tanto tiempo, volvían a temblarle las manos. Se las cogió. Ella se soltó.

— ¿Es la tumba de Karenin?
No respondió.
Su silencio lo enervaba. Explotó:
— ¡Me echas en cara que piense en él en pasado! Y tú ¿qué haces? ¿Ya lo quieres enterrar?
Le dio la espalda y se dirigió a la casa.
Tomás se metió en su habitación y dio un portazo.
Teresa abrió la puerta y dijo:
— Ya que no piensas más que en ti, al menos ahora podrías pensar en él. Estaba durmiendo y lo despertaste. Volverá a quejarse.
Sabía que era injusta (el perro no dormía) y sabía que se comportaba como la más vulgar de las mujeres cuando pretende herir a alguien y sabe cómo hacerlo.
Tomás entró de puntillas en la habitación en la que estaba Karenin. Pero ella no quería dejarlo a solas con él. Los dos se agacharon hacia él, cada uno a un lado. En aquel movimiento conjunto no había reconciliación. Por el contrario. Cada uno de ellos estaba solo. Teresa con su perro, Tomás con su perro.

Temo que se queden con él, así, separados, cada uno solo, hasta el último momento.

4

¿Por qué es tan importante para Teresa la palabra idilio?

Nosotros, que hemos sido educados en la mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir que un idilio es la imagen que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la vida en el Paraíso no semejaba una carrera en línea recta que nos conduce a lo desconocido, no era una aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su uniformidad no era un aburrimiento, sino un motivo de felicidad.

Mientras el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de animales domésticos, en el regazo de las épocas del año y de su repetición, quedaba aún dentro de él al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco. Por eso Teresa, cuando se encontró en el balneario con el presidente de la cooperativa, vio de pronto ante sus ojos la imagen de la aldea (de una aldea en la que nunca había vivido, que no conocía) y quedó maravillada. Era como si mirara hacia atrás, en dirección al Paraíso.

Adán, en el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello que veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y distracción.

La comparación entre Karenin y Adán me lleva a pensar que en el Paraíso el hombre aún no era hombre. Más exactamente: el hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre. Nosotros hace ya mucho que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del tiempo que transcurre en línea recta. Pero aún sigue existiendo dentro de nosotros una estrecha cuerdecilla que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en el que Adán se inclina sobre la fuente y, siendo totalmente distinto de Narciso, no intuye que esa pálida mancha amarilla que ha aparecido allí es en realidad él mismo. La nostalgia del Paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.

Cuando, siendo niña, encontraba las compresas de la madre manchadas por la sangre de la menstruación, le daban asco y odiaba a su madre por no tener la vergüenza necesaria para esconderlas. Pero Karenin, que era perra, también tenía menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y duraban quince días. Para que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas un gran trozo de algodón y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba ingeniosamente con un cordón al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la forma en que iba vestida.

¿Cómo es posible que la menstruación del perro despertase en ella una alegre ternura mientras que la suya propia le daba asco? La respuesta me parece sencilla: el perro nunca ha sido expulsado del Paraíso. Karenin no sabe nada de la dualidad entre el cuerpo y el alma y no sabe qué es el asco. Por eso Teresa se siente tan a gusto y serena con él. (Y por eso es tan peligroso transformar el animal en «machina animata» y la vaca en un autómata que produce leche: el hombre corta así el hilo que lo ataba al Paraíso y en su vuelo por el vacío del tiempo ya nada podrá detenerlo ni consolarlo.)

De la confusa mezcla de estas ocurrencias, crece ante Teresa una idea blasfema de la que no puede librarse: el amor que la une a Karenin es mejor que el que existe entre ella y Tomás. Mejor, no mayor. Teresa no quiere culpar a Tomás ni culparse a sí misma, no pretende afirmar que pudieran quererse más. Pero le da la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es a priori de peor clase de la que puede ser (al menos en su caso, que es el mejor) el amor entre una persona y un perro, esa extravagancia en la historia del hombre, probablemente no planeada por el Creador.

Es un amor desinteresado: Teresa no quiere nada de Karenin. Ni siquiera le pide amor. Jamás se ha planteado los interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?, ¿ha amado a alguien más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él? Es posible que todas estas preguntas que inquieren acerca del amor, que lo miden, lo analizan, lo investigan, lo interrogan, también lo destruyan antes de que pueda germinar. Es posible que no seamos capaces de amar precisamente porque deseamos ser amados, porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en lugar de aproximarnos a él sin exigencias y querer sólo su mera presencia.

Y algo más: Teresa aceptó a Karenin tal como era, no pretendía transformarlo a su imagen y semejanza, estaba de antemano de acuerdo con su mundo canino, no pretendía quitárselo, no tenía celos de sus aventuras secretas. No lo educó porque quisiera transformarlo (como quiere el hombre transformar a su mujer y la mujer a su hombre), sino para enseñarle un idioma elemental que hiciera posible la comprensión y la vida en común.

Y luego: El amor hacia el perro es voluntario, nadie la fuerza a él. (Teresa piensa nuevamente en su madre y todo le da lástima: ¡Si la madre fuera una de las desconocidas de la aldea, es posible que su alegre brusquedad le resultara simpática! ¡Ay, si la madre fuera una persona extraña! Teresa se avergonzó desde su infancia de que la madre hubiera ocupado los rasgos de su cara y confiscado su yo. ¡Pero lo peor era que el antiguo imperativo «¡ama a tu padre y a tu madre!» la obligaba a estar de acuerdo con aquella ocupación y a llamar a aquella agresión amor! La madre no tenía la culpa de que Teresa hubiera roto con ella. No rompió con ella porque la madre fuera como era, sino porque era la madre.)

Y lo principal: Ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal, porque no ha sido expulsado del Paraíso. El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución. Karenin rodeó a Teresa y a Tomás con su vida basada en la repetición y eso mismo era lo que esperaba de ellos.

Si Karenin hubiera sido un hombre y no un perro, seguro que hace tiempo ya que le hubiera dicho a Teresa: «Haz el favor, estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No puedes inventar algo nuevo?».

En esta frase está encerrada toda la condena que pesa sobre el hombre. El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.

Sí, la felicidad es el deseo de repetir, piensa Teresa.

Cuando el presidente de la cooperativa, al volver del trabajo, saca a pasear a su Mefisto y se encuentra con Teresa, nunca olvida decir: «¡Señora Teresa! ¿Por qué no la habré conocido yo antes? ¡Hubiéramos salido a ligar juntos! ¡No hay mujer que se resista a dos marranos!». El cerdito estaba adiestrado de tal manera que, cuando terminaba de decir estas palabras, gruñía. Teresa se reía aunque sabía de antemano lo que el presidente iba a decir. El chiste no perdía su gracia con la reiteración. Al contrario. En el contexto del idilio, hasta el humor está sometido a la dulce ley de la repetición.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
5

Los perros no tienen muchas ventajas con respecto a las personas, pero hay una que vale la pena: en su caso, la eutanasia no está prohibida por la ley; los animales tienen derecho a una muerte caritativa. Karenin andaba con tres patas y pasaba cada vez más tiempo en el rincón. Se quejaba. El matrimonio estaba de acuerdo en que no podían hacerle sufrir inútilmente. Pero la aceptación de ese principio no era suficiente para eliminar la angustiosa inseguridad: ¿cómo reconocer el momento en que el sufrimiento es ya inútil?, ¿cómo determinar el momento en que ya no vale la pena vivir?

¡Si al menos Tomás no fuera médico! Entonces podría esconderse detrás de alguien. Podría ir al veterinario y pedirle que le pusiera una inyección.

¡Qué terrible es asumir el papel de la muerte! Tomás insistió durante mucho tiempo en que él no le pondría la inyección, en que llamaría al veterinario. Pero después comprendió que podía otorgarle un privilegio que no tiene hombre alguno: la muerte tendrá para él el aspecto de aquellos a quienes quiere.

Karenin pasó la noche quejándose. Cuando Tomás lo auscultó por la mañana, le dijo a Teresa: «Ya no esperaremos más».

Era de madrugada, pronto iban a tener que irse los dos de casa. Teresa entró en la habitación a ver a Karenin. Hasta entonces había estado acostado sin moverse (ni siquiera le había prestado atención a Tomás mientras lo auscultaba) pero ahora, al oír que se abría la puerta, levantó la cabeza y miró a Teresa.

Era incapaz de soportar aquella mirada, casi la asustaba. Nunca miraba así a Tomás, así sólo la miraba a ella. Pero nunca con tanta intensidad como esta vez. No era una mirada desesperada o triste,

no. Era una mirada de terrible, insoportable confianza. Aquella mirada era una ansiosa interrogación. Toda la vida había esperado Karenin la respuesta de Teresa y ahora le comunicaba (aún con mayor urgencia que nunca) que seguía preparado para oír de ella la verdad. (Todo lo que proviene de Teresa es para él verdad: incluso cuando le dice «¡siéntate!» o «¡acuéstate!», para él éstas son verdades con las que se identifica y que le dan sentido a su vida.)

Aquella mirada de terrible confianza fue breve. Al cabo de un momento volvió a apoyar la cabeza sobre las patas. Teresa sabía que nunca nadie más volvería a mirarla así.

Nunca le daban dulces, pero hace unos días le había comprado unas tabletas de chocolate. Les quitó el papel de plata, las partió y las puso junto a él. Añadió también un cuenco con agua para que no le faltara nada, ya que tendría que quedarse unas horas solo en casa. Era como si la mirada que le había dirigido hacía un rato lo hubiera fatigado. Aunque estaba rodeado de chocolate, no levantaba la cabeza.

Se tendió en el suelo junto a él y lo abrazó. Lenta y fatigosamente la olisqueó y le lamió una o dos veces la cara. Acogió la lamida con los ojos cerrados, como si quisiera recordarla para siempre. Volvió la cabeza para que le lamiera también la otra mejilla.

Tuvo que ir a cuidar a sus terneras. Volvió después de mediodía. Tomás todavía no estaba en casa. Karenin yacía rodeado de chocolate y, cuando la oyó llegar, ya no levantó la cabeza. Su pata enferma estaba hinchada y el tumor había reventado en otro sitio más. Entre los pelos aparecía una gotita de color rojo claro (que no parecía sangre).

Volvió a tumbarse en el suelo junto a él. Tenía un brazo encima de su cuerpo y los ojos cerrados. Alguien llamó a la puerta. Se oyó: «¡Doctor, doctor! ¡Han venido el cerdo y su presidente!». Era incapaz de hablar con nadie. No se movió ni abrió los ojos. Volvió a oírse: «¡Doctor, han venido los marranos!» y después, silencio.

Al cabo de media hora llegó Tomás. Fue silenciosamente a la cocina a preparar la inyección. Cuando entró en la habitación, Teresa ya estaba de pie y Karenin se levantaba con esfuerzo del suelo. Al ver a Tomás movió débilmente la cola.

— Mira —dijo Teresa—, ¡aún sonríe!

Lo dijo como una súplica, como si con aquellas palabras quisiera pedir un pequeño aplazamiento, pero no insistió.

Puso lentamente una sábana sobre la cama. Era una sábana blanca con un estampado en forma de florecillas lilas. Todo lo tenía preparado y pensado, como si se hubiera imaginado la muerte de Karenin con muchos días de antelación. (¡Ay, qué terrible, en realidad, soñamos por adelantado con la muerte de aquellos a quienes amamos!)

Ya no tenía fuerzas para saltar a la cama. Lo cogieron en brazos y lo levantaron entre los dos. Teresa lo colocó de costado y Tomás le examinó la pata. Buscaba el lugar en el que la vena se nota más. Luego recortó en ese sitio los pelos con una tijera.

Teresa estaba arrodillada junto a la cama y sostenía con las manos la cabeza de Karenin junto a su cara.

Tomás le pidió que le apretara la pata trasera por encima de la vena, que era fina y hacía difícil clavarle la aguja. Apretaba la pata de Karenin pero no separaba la cara de la cabeza de él. Le hablaba sin cesar en voz baja y él no pensaba más que en ella. No tenía miedo. Le lamió dos veces más la cara. Y Teresa le susurraba: «No tengas miedo, no tengas miedo, allá no te dolerá nada, allá vas a soñar con ardillas y conejos, habrá vaquitas y estará Mefisto, no tengas miedo...».

Tomás le pinchó la vena con la aguja y apretó el émbolo. Karenin dio un pequeño tirón con la pata, respiró aceleradamente durante un par de segundos y de pronto su respiración se detuvo. Teresa estaba arrodillada en el suelo junto a la cama y apretaba su cara contra la cabeza de él.

Los dos tuvieron que ir a trabajar y el perro quedó tendido en la cama sobre una sábana blanca con florecillas lilas.

Volvieron por la noche. Tomás salió al jardín. Encontró entre dos manzanos las cuatro rayas del rectángulo que Teresa había dibujado hacía unos días con el tacón. Empezó a cavar allí. Mantuvo exactamente las dimensiones marcadas. Quería que todo fuese tal como lo había querido Teresa.

Ella se quedó en casa con Karenin. Tenía miedo de que lo enterraran vivo. Acercó el oído'a su hocico y le pareció que oía una respiración muy débil. Se alejó y vio que el pecho de él se movía ligeramente.

(No, había oído su propia respiración, que le imprimía un ligero movimiento a su cuerpo y le hacía creer que el pecho del perro se movía.)

Encontró en el bolso un espejito y se lo acercó al hocico. El espejito estaba tan manoseado que creyó ver que lo empañaba la respiración del perro.

— ¡Tomás, está vivo! —gritó cuando Tomás volvió con los zapatos embarrados del jardín.
Se inclinó sobre el perro e hizo con la cabeza un gesto negativo.
Cada uno cogió un extremo de la sábana sobre la que yacía. Teresa por las patas; Tomás por la cabeza.
Lo levantaron y lo sacaron al jardín.
Teresa notó que la sábana estaba mojada. Llegó a nosotros con un charquito y con un charquito

se fue, pensó y se alegró de sentir en las manos aquella humedad, el último saludo del perrito.
Lo llevaron hasta los manzanos y lo depositaron en el hoyo. Se inclinó sobre él y arregló la sábana de modo que lo cubriera por completo. Le parecía insoportable que la tierra, que dentro de un momento iban a echar encima de él, cayera sobre su cuerpo desnudo.
Después volvió a la casa y regresó con el collar, la correa y un puñado de chocolate que había quedado desde la mañana intacto en el suelo. Lo tiró todo por encima de él.
Junto al hoyo había un montón de tierra fresca. Tomás cogió la pala.
Teresa se acordó de su sueño: Karenin parió dos panecillos y una abeja. De pronto aquella

frase le sonaba como un epitafio. Imaginó entre los dos manzanos un panteón con este texto: «Aquí yace Karenin. Parió dos panecillos y una abeja».

El jardín estaba en penumbra, era el momento que va del día a la noche, en el cielo brillaba una luna pálida, la lámpara olvidada en la habitación de los muertos.

Los dos tenían los zapatos manchados de barro y llevaban la azada y la pala al cobertizo en el que estaban las herramientas: el rastrillo, el pico, el azadón.

6

Estaba en su habitación, se había acostumbrado a leer allí, sentado a la mesa. Teresa solía acercarse entonces a él, se inclinaba hacia él, apretaba desde atrás su cara contra la de él. Ese día, al hacerlo, vio que Tomás no estaba leyendo libro alguno. Tenía ante sí una carta y, aunque no fueran más que cinco líneas escritas a máquina, la mirada de Tomás se mantenía fija e inmóvil en ellas.

— ¿Qué es? —preguntó Teresa llena de angustia.

Sin girarse Tomás cogió la carta y se la dio. Decía que tenía que presentarse ese mismo día en el aeropuerto de la ciudad más próxima.

Por fin giró la cabeza y Teresa advirtió que en sus ojos había el mismo horror que había sentido ella.

— Iré contigo —dijo.
Hizo con la cabeza un gesto de negación:
— La citación sólo se refiere a mí.
— No, iré contigo —repitió.
Fueron con el camión de Tomás. Al cabo de un rato llegaron a la pista de aterrizaje. Había

niebla. Frente a ellos se perfilaban, muy borrosamente, varios aviones. Los examinaron uno tras otro, pero todos tenían las puertas cerradas, eran inaccesibles. Por fin encontraron uno con la puerta abierta y unas escalerillas adosadas que conducían hasta ella. Subieron, en la puerta apareció un auxiliar de vuelo y los invitó a pasar. El avión era pequeño, apenas para treinta pasajeros, y estaba completamente vacío. Avanzaron por el corredor entre los asientos, sin perder el contacto entre los dos y sin demasiado interés por lo que sucedía a su alrededor. Se sentaron en dos asientos contiguos y Teresa apoyó la cabeza en el hombro de Tomás. El horror del comienzo se diluía y se convertía en tristeza.

El horror es un impacto, un momento de absoluta ceguera. El horror está desprovisto de toda huella de belleza. No vemos más que la intensa luz del acontecimiento desconocido que aguardamos. La tristeza, por el contrario, presupone que sabemos. Tomás y Teresa sabía qué les esperaba. La luz del horror perdió intensidad y el mundo empezó a verse bajo una iluminación azulada, tierna, que hacía las cosas más bellas de lo que eran antes.
En el momento en que Teresa leyó la carta, no sentía amor por Tomás, lo único que sabía es que no debía abandonarlo ni por un momento: el horror había sofocado todos los demás sentimientos y sensaciones. Ahora, cuando estaba pegada a él (el avión volaba en medio de las nubes), el susto había pasado y ella percibía su amor y sabía que era un amor sin fronteras y sin medida.

Por fin el avión aterrizó. Se levantaron y fueron hacia la puerta que les abrió el auxiliar de vuelo. Seguían abrazados por la cintura y se detuvieron en la parte superior de la escalerilla. Vieron abajo a tres hombres con capuchas y fusiles en la mano. Era inútil dudar, porque no había escapatoria. Descendieron lentamente y cuando pusieron el pie en el suelo del aeropuerto, uno de los hombres levantó el fusil y apuntó. No se oyó ningún disparo, pero Teresa sintió que Tomás, que un segundo antes estaba pegado a ella y la cogía por la cintura, caía a tierra.

Lo estrechó contra su cuerpo pero no pudo sujetarlo: cayó sobre el cemento de la pista de aterrizaje. Se agachó hacia él. Quería lanzarse encima de él y cubrirlo con su cuerpo, pero en ese momento vio algo extraño: su cuerpo disminuía rápidamente de tamaño. Era algo tan increíble que se quedó paralizada y como clavada al suelo. El cuerpo de Tomás era cada vez más pequeño, ya no se parecía en nada a Tomás, no quedaba de él más que algo muy pequeño y aquella cosa pequeña empezó a moverse y echó a correr y salió huyendo por la pista de aterrizaje.

El hombre que había disparado se quitó la máscara y le sonrió amablemente a Teresa. Después se giró y corrió tras aquella cosa pequeña que correteaba, confundida, de un lado a otro, como si retrocediese ante alguien y buscase desesperadamente un escondite. Corrieron durante un rato hasta que de pronto el hombre se lanzó a tierra y la persecución terminó.

Se levantó y volvió adonde estaba Teresa. Llevaba aquella cosa en la mano. Aquella cosa temblaba de miedo. Era un conejo. Se lo dio a Teresa. Y en ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener al animalito en su regazo, de que el animalito fuese suyo y de que pudiera apretarlo contra su cuerpo. Se puso a llorar de felicidad. Lloraba y lloraba, las lágrimas no la dejaban ver y se llevaba al conejo a casa con la sensación de que ahora ya estaba cerca del objetivo, de que estaba donde quería estar, en ese lugar del que ya no se escapa.

Iba por las calles de Praga y encontró su casa sin dificultad. Había vivido allí con papá y mamá cuando era pequeña. Pero ahora no estaban ni mamá ni papá. La recibieron dos ancianos a los que nunca había visto, pero de quienes sabía que eran su bisabuelo y su bisabuela. Los dos tenían la piel arrugada como la corteza de los árboles y Teresa estaba contenta de ir a vivir con ellos. Pero ahora quería estar a solas con su animalito. Encontró fácilmente su habitación, en la que había vivido desde los cinco años, cuando sus padres decidieron que merecía una habitación propia.

Había una cama, una mesilla y una silla. En la mesilla había una lámpara encendida que había estado esperándola todo ese tiempo. Encima de la lámpara se había posado una mariposa con las alas abiertas, en las que estaban pintados dos grandes ojos. Teresa sabía que había llegado a la meta. Se acostó en la cama y apretó el conejo contra su cara.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
7

Estaba sentado a la mesa junto a la que solía leer. Ante él había un sobre abierto con una carta. Le dijo a Teresa:

— Recibo de cuando en cuando cartas de las que no he querido hablarte. Me escribe mi hijo. He tratado de que su vida y la mía no entraran nunca en contacto. Y fíjate cómo se ha vengado de mí el destino. Hace unos años lo expulsaron de la escuela. Trabaja de tractorista en un pueblo. Mi vida y la suya no están en contacto pero corren una al lado de la otra como dos paralelas.

— ¿Y por qué no me querías decir nada sobre esas cartas? —dijo Teresa sintiendo dentro de sí un gran alivio.

— No sé. Me desagradaba.
— ¿Te escribe con frecuencia? — De tarde en tarde.
— ¿Y de qué te habla?

— De sí mismo.
— ¿Es interesante?
— Sí. La madre, como sabes, era una comunista fanática. Hace tiempo que rompió con ella. Se hizo amigo de gente que está en la misma situación que nosotros. Intentaban alguna actividad política. Algunos están ahora en la cárcel. Pero con éstos también ha roto. Habla de ellos con cierta distancia como de "eternos revolucionarios".

— Y él ¿se ha reconciliado con el régimen?

— No. En absoluto. Cree en Dios y piensa que ésa es la clave de todo. Según parece, todos debemos vivir en nuestra vida cotidiana de acuerdo con las normas establecidas por la religión y no tener en cuenta para nada al régimen. Ignorarlo. Si creemos en Dios, somos capaces, al parecer, de crear con nuestra propia actuación, en cualquier circunstancia, lo que él llama "el reino de Dios en la tierra". Me explica que en nuestro país la Iglesia es la única organización voluntaria que escapa al control del Estado. Me gustaría saber si forma parte de la Iglesia para hacerle frente al régimen o si de verdad cree en Dios.

— ¡Pregúntaselo!
Tomás prosiguió:
— Siempre he admirado a los creyentes. Pensaba que estaban dotados de un don especial de percepción ultra-sensorial del que yo carecía. Algo así como los videntes. Pero mi hijo me demuestra que creer es en realidad muy fácil. Cuando estaba en apuros, le echaron una mano los católicos y de pronto apareció la fe. Es posible que haya decidido creer por agradecimiento. Las decisiones de los hombres son muy simples.

— ¿Y tú no le has contestado nunca?

— No me ha puesto el remitente —pero luego añadió—: Claro que en el matasellos figura el nombre del pueblo. Bastaría con enviar una carta a la dirección de la cooperativa local.

Teresa sentía vergüenza ante Tomás por sus sospechas y quería purgar sus culpas con una repentina amabilidad hacia su hijo:

— Entonces, ¿por qué no le escribes? ¿Por qué no lo invitas?

— Se parece a mí -dijo Tomás-. Cuando habla, tuerce el labio superior exactamente igual que yo. Ver a mi propio labio hablando de Dios me parece demasiado raro.

Teresa se echó a reír.
Tomás rió con ella.
Teresa dijo:
— ¡Tomás, no seas infantil! Es una historia muy antigua. Tú y tu primera mujer. ¿Qué tiene

que ver él con esa historia? ¿Qué tiene en común con ella? ¿Cómo vas a hacerle daño a alguien simplemente porque cuando eras joven tenías mal gusto?

— Para serte sincero, me da miedo ese encuentro. Ese es el motivo principal de que no tenga ganas de verle. No sé por qué he sido tan terco. Uno decide algo, ni siquiera sabe muy bien cómo, y esa decisión se mantiene luego por su propia inercia. Cada año que pasa es más difícil cambiarla.

— Invítale —dijo.

Ese mismo día, cuando volvía del establo, oyó voces en la carretera. Al acercarse vio el camión de Tomás. Tomás estaba agachado y desmontaba una rueda. Alrededor había un grupo de hombres que miraban y esperaban que Tomás terminase el trabajo.

Se quedó allí sin poder apartar la mirada: Tomás tenía un aspecto avejentado. Su pelo era canoso y la torpeza con la que actuaba no era la torpeza de un médico que se ha convertido en chofer, sino la de una persona que ya no es joven.

Recordó una reciente conversación con el presidente. Le había dicho que el camión de Tomás estaba en un estado deplorable. Lo decía en broma, no era una queja, pero reflejaba una preocupación. «Tomás sabe más de lo que hay dentro del cuerpo que de lo que hay dentro del motor», rió. Después reconoció que había ido varias veces a pedirle a la Administración que le permitiesen a Tomás volver a ejercer su profesión en aquella provincia. Comprobó que la policía no estaba dispuesta a permitirlo.

Ella se ocultó tras el tronco de un árbol para que ninguna de las personas que estaban alrededor del coche pudiera verla, pero no dejó de mirarle. Los remordimientos le oprimían el corazón: Por su culpa había vuelto de Zurich a Praga. Por su culpa se había ido de Praga. Y ni siquiera ahora lo dejaba en paz y, mientras Karenin se estaba muriendo, ella lo hacía sufrir con sus sospechas.
Siempre le había reprochado secretamente que no la amaba bastante. Su propio amor estaba para ella fuera de toda sospecha, mientras que consideraba el amor de él como simple amabilidad. Ahora ve lo injusta que ha sido: ¡Si de verdad hubiera sentido por Tomás un gran amor, hubiera tenido que permanecer con él en el extranjero! ¡Allí Tomás estaba contento, allí se le abría la perspectiva de una nueva vida! ¡Y a pesar de eso se fue de allí! Es verdad que trató de convencerse a sí misma de que lo hacía por generosidad, para no molestarlo. ¿Pero no era la generosidad tan sólo una disculpa? ¡En realidad sabía que vendría tras ella! Lo atraía cada vez más hacia abajo, como atraen las ninfas a los campesinos hacia los pantanos para dejarlos morir allí. ¡Utilizó el momento en que él tenía espasmos de estómago para obtener la promesa de que se irían a vivir al campo! ¡Cómo sabía engañarlo! Le hacía ir tras ella como si quisiese comprobar permanentemente que la amaba, hizo que fuera tras ella hasta llegar a este sitio: con el pelo cano, cansado, con las manos medio destrozadas, que ya nunca podrán coger un bisturí.
Llegaron a un lugar del que ya no pueden ir a ninguna parte. ¿Adonde podrían ir? Al extranjero

nunca les dejarán salir. Ya no encontrarán el camino de regreso a Praga, nadie les dará trabajo allí. Y no tienen motivo alguno para irse a otro pueblo.

Dios mío, ¿era necesario llegar hasta aquí para que creyera que la quería?

Finalmente, Tomás logró volver a montar la rueda. Se sentó al volante, los hombres saltaron al camión y se oyó el ruido del motor.

Teresa se fue a casa y llenó la bañera de agua. Se sumergió en el agua caliente pensando que toda la vida había utilizado sus propias debilidades en contra de Tomás. Todos tendemos a considerar la fuerza como culpable y la debilidad como víctima inocente. Pero Teresa ahora lo comprende: ¡en su caso ha sido al revés! ¡Hasta sus sueños, como si conociesen las únicas debilidades de ese hombre fuerte, le mostraban los sufrimientos de Teresa para hacerlo huir en retirada! Su debilidad era agresiva y le obligaba a constantes rendiciones, hasta que por fin dejó de ser fuerte y se convirtió en un conejito en su regazo. No dejaba de pensar en aquel sueño.

Salió de la bañera y fue a buscar un vestido que ponerse. Quería ponerse el vestido más bonito para gustarle, para darle una alegría.

Apenas se había abrochado el último botón cuando entró Tomás ruidosamente junto con el presidente de la cooperativa y un joven campesino llamativamente pálido.

— ¡Venga —dijo Tomás—, algún licor fuerte!

Teresa salió corriendo y trajo una botella de slivovice. Sirvió un vasito y el joven se lo tomó inmediatamente.

Mientras tanto se enteró de lo que había sucedido: el joven se había dislocado un brazo y gritaba de dolor; nadie sabía qué hacer, así que llamaron a Tomás, que le volvió el brazo a su sitio con un solo movimiento.

El joven bebió de un trago otro vasito y le dijo a Tomás:
— ¡Tu mujer está guapísima hoy!
— Tonto —dijo el presidente—, la señora Teresa siempre está guapa.
—Ya sé que siempre está guapa —dijo el joven—, pero hoy se ha puesto muy elegante. Nunca

la habíamos visto con ese vestido. ¿Van a salir?
— No vamos a salir. Me lo puse por Tomás.
— Doctor, tú sí que lo pasas bien —rió el presidente—. Mi mujer nunca hace eso de vestirse

así para que yo la vea.
— Claro, por eso sales siempre de paseo con el cerdo y no con tu mujer —dijo el joven y se rió

mucho.
— ¿Y qué hace Mefisto? —dijo Tomás—, hace por lo menos... —se puso a pensar—, ¡una hora que no lo veo!
— Es que me añora cuando no estoy —dijo el presidente.
— Ahora que la veo con ese vestido, me dan ganas de bailar con usted —le dijo el joven a Teresa—. ¿Me dejarías bailar con ella, doctor? — Vamos todos a bailar —dijo Teresa. — ¿Vienes? —le dijo el joven a Tomás.

— ¿Pero dónde? —preguntó Tomás.
El joven dio el nombre del pueblo vecino, en el que había una sala de baile.
— Vienes con nosotros —le ordenó al presidente y, como llevaba ya tres vasitos, añadió—: ¡Si Mefisto te añora, nos lo llevamos! ¡Llevaremos a dos marranos! Todas las mujeres se van a caer sentadas cuando vean a dos marranos! —y volvió a reírse mucho.

— Si no les da vergüenza Mefisto, voy con ustedes —dijo el presidente y subieron todos al camión de Tomás.

Tomás se sentó al volante, Teresa a su lado y los dos hombres detrás con la botella de slivovice a medio beber. Hasta que no salieron del pueblo, el presidente no se acordó de que se habían dejado a Mefisto. Le gritó a Tomás que volvieran.

— No hace falta, con un marrano basta —le dijo el joven y el presidente quedó conforme. Oscurecía. El camino trepaba por la montaña.
Llegaron a la ciudad y detuvieron el camión frente al hotel. Teresa y Tomás no habían estado nunca allí. Bajaron por la escalera al sótano, donde había una barra de bar, una pista de baile y varias mesas. Un señor de unos sesenta años tocaba el piano y una señora de la misma edad tocaba el violín. Interpretaban canciones que habían estado de moda hacía cuarenta años. En la pista bailaban unas cinco parejas.

El joven lanzó una mirada a su alrededor y dijo:
— No me vale ninguna de éstas —e inmediatamente invitó a bailar a Teresa.
El presidente se sentó con Tomás junto a una mesa libre y pidió una botella de vino.
— ¡No puedo beber! ¡Soy el que conduce! —recordó Tomás.
— Tonterías —dijo el presidente—, nos quedaremos a pasar la noche —y fue inmediatamente a la recepción a reservar dos habitaciones.
Después volvió Teresa de la pista con el joven, la sacó a bailar el presidente y por último bailó con Tomás.
Mientras bailaban le dijo:

— Tomás, todo lo malo que hay en tu vida ha sido por mi culpa. Yo tengo la culpa de que hayas llegado hasta aquí. Tan bajo que ya no es posible ir a ninguna otra parte.

Tomás dijo:
— ¿Estás loca? ¿De qué bajo hablas?
— Si nos hubiéramos quedado en Zurich, estarías operando a tus pacientes.
— Y tú estarías haciendo fotos.
— Esa es una comparación tonta —dijo Teresa—. Para ti tu trabajo lo era todo, mientras que yo puedo hacer cualquier cosa y me da exactamente lo mismo. Yo no perdí nada. Tú lo perdiste todo. — Teresa —dijo Tomás—, ¿no te has dado cuenta de que aquí soy feliz?
— Tu misión era operar —dijo.
— Teresa, la misión es una idiotez. No tengo ninguna misión. Nadie tiene ninguna misión. Y es un gran alivio sentir que eres libre, que no tienes una misión.
Era imposible no confiar en la sinceridad de su voz. Recordó la imagen de esa misma tarde: lo vio arreglando el camión y le pareció viejo. Ella había llegado adonde quería llegar: siempre había deseado que fuera viejo. Volvió a acordarse del conejito al que apretaba contra su cara en su habitación infantil.

¿Qué significa convertirse en conejito? Significa perder toda fuerza. Significa que uno ya no es más fuerte que el otro.

Daban pasos de baile al sonido del piano y el violín, y Teresa apoyaba la cabeza en su hombro. Así tenía la cabeza cuando iban en el avión que los llevaba a través de la niebla. Sentía ahora la misma extraña felicidad y la misma extraña tristeza que en aquella ocasión. Esa tristeza significaba: hemos llegado a la última estación. Esa felicidad significaba: estamos juntos. La tristeza era la forma y la felicidad, el contenido. La felicidad llenaba el espacio de la tristeza.

Volvieron a la mesa. Bailó otras dos veces con el presidente y una vez con el joven, que ya estaba tan cansado que se cayó con ella en la pista.

Después subieron todos y fueron a sus habitaciones.
Tomás dio vuelta al interruptor y encendió la lámpara. Ella vio dos camas juntas; al lado de una de ellas, una mesa de noche con una lámpara, de cuya pantalla, espantada por la luz, voló una mariposa nocturna que se puso a dar vueltas por la habitación. De abajo llegaba tenue el sonido del piano y el violín.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera

FIN
 
Significado y letra en español de la canción ‘Hallelujah’ de Leonard Cohen
  • La canción forma parte del álbum ‘Various positions’ del año 1984 y se convirtió en uno de los himnos del artista
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Leonard Cohen compuso la canción Hallelujah , incluida en el álbum Songs of love and hate (1984), sentado en el suelo en calzoncillos y golpeándose la cabeza contra el suelo. Así al menos lo relató a la revista SongTalk . Aunque inicialmente no fue una de las canciones más populares del artista fallecido este viernes, con el tiempo se convirtió en un auténtico himno. Contribuyeron a dar popularidad a la canción Hallelujah las versiones que hicieron artistas como Jeff Bluckley o John Cale, entre muchos otros.

La letra, escrita por el propio Leonard Cohen y de la que se dice que realizó 80 versiones antes de dar con la forma que finalmente vio la luz, versa sobre temas bíblicos. Según la tradición hebrea y cristiana, la palabra aleluya del coro de la canción remite a un canto o señal de júbilo. En las primeras estrofas de la canción se alude al rey David. Así, Cohen recurre a la simbología judeocristiana para hablar de la felicidad y el dolor que provoca el amor.

Aquí puedes la leer la letra en español de la canción Hallelujah y, a continuación, su versión original en inglés:


Escuché que había un acorde secreto

que David tocaba y agradaba al Señor

Pero a ti no te interesa la música ¿verdad?

Bien, va así la cuarta, la quinta

el menor baja y el mayor se eleva

El rey desconcertado compone aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya

Bien, tu fe era cierta pero necesitabas demostrarlo

La viste bañarse en el techo

Su belleza y la luz de la luna te derrocaron

Ella te ató a su silla de la cocina

Ella rompió tu trono y cortó tu pelo

y con tus labios ella dibujó el aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya

Cariño, estuve aquí antes

He visto esta habitación, he caminado en este piso

Solía vivir en soledad antes de conocerte

He visto tu bandera en el arco de mármol

pero el amor no es una marcha de victoria

es un frío y roto aleluya

Aleluya, aleluya, a

Aleluya, aleluya

Bien, había un tiempo en el que me permitías saber

lo que realmente pasaba abajo

pero ahora nunca me lo muestras

Pero recuerda cuando me presenté a ti

y la santa paloma también se presentó

y cada respiro que hicimos fue aleluya

Bien, tal vez haya un Dios arriba

pero todo lo que he aprendido del amor

fue como dispararle a alguien que desenfunda más rápido

No es un llanto lo que escuchas en la noche

no es alguien que ha visto la luz

es un frío y roto aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya

Aleluya, aleluya,

Aleluya, aleluya,

Aleluya, aleluya

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Hallelujah, de Leonard Cohen (en inglés)

Well I’ve heard there was a secret chord

That David played and it pleased the Lord

But you don’t really care for music, do you?


Well it goes like this:

The fourth, the fifth, the minor fall and the major lift

The baffled king composing Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Well your faith was strong but you needed proof

You saw her bathing on the roof

Her beauty and the moonlight overthrew ya

She tied you to her kitchen chair

And she broke your throne and she cut your hair

And from your lips she drew the Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

But baby I’ve been here before

I’ve seen this room and I’ve walked this floor

You know, I used to live alone before I knew ya

And I’ve seen your flag on the marble arch

And love is not a victory march

It’s a cold and it’s a broken Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Well there was a time when you let me know

What’s really going on below

But now you never show that to me do ya

But remember when I moved in you

And the holy dove was moving too

And every breath we drew was Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Maybe there’s a God above

But all I’ve ever learned from love

Was how to shoot somebody who outdrew ya

And it’s not a cry that you hear at night

It’s not somebody who’s seen the light

It’s a cold and it’s a broken Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Hallelujah, Hallelujah

Hallelujah , Hallelujah

Hallelujah



http://www.lavanguardia.com/cultura...-leonard-cohen-letra-significado-espanol.html
 
Lo importante era hacer acopio de serenidad y saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia historia.

—No tendré que pedir ninguna pista a nadie, no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer cuando llegue el caso.
—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía Mariana.
—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.

Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que, resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta memorable.
Nubosidad variable
Carmen Martín Gaite
 
“Decía siempre “la mar”. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de “ella”, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, lo llamaban “el mar”. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer”.
El viejo y el mar
Ernest Hemingway
 
Alas rotas


1912

Vecinos míos: vosotros recordáis con placer
la aurora de la juventud y os lamentáis cuando
se va, pero yo, como el preso en libertad,
la recuerda como los barrotes y grilletes de su
cárcel. Habláis de esos años entre la infancia
y la juventud como de una era dorada, libre
de restricciones y responsabilidades, pero yo
llamo a aquellos años una era de pesar silencioso,
que se depositó como una semilla en
mi corazón y en él creció sin poder encontrar
el camino hacia el mundo del conocimiento
y sabiduría, hasta que llegó el amor que
abrió las puertas del corazón y alumbró sus
resquicios. El amor me dio la capacidad de
hablar y de llorar. Vosotros recordáis los jardines
y las orquídeas, los parques y las esquinas
que fueron testigos de vuestros juegos infantiles
y escucharon vuestros inocentes susurros.
Yo también recuerdo aquel hermoso rincón
del norte de Líbano. Cada vez que cierro los
ojos, veo aquellos valles llenos de magia y
dignidad y aquellas montañas cubiertas de
gloria y grandeza que tratan de alcanzar el
cielo. Cada vez que cierro mis oídos al clamor
de la ciudad, oigo el murmullo de los
arroyos y el susurro del viento entre las ramas.


Gibran Kahlil Gibran, Pesar silencioso en Alas rotas, traducción de Leonardo S. Kaím, México, Diana, 1986, pp. 15-16.
 
Antes me molestaba.
Cuando era joven... Bueno, sigo siendo joven, pero ya sabéis a qué me refiero...
En fin, hace mucho tiempo, pensaba que tenía el trabajo más duro de toda mi familia.
Al principio estaba bien. Al principio, la vida y la muerte eran cosas nueva, y la gente las hacía con el entusiasmo que aportan las cosas nuevas.
Se alegraban de verme, al principio y al final. Me lo contaban todo. Toda su vida.
Y entonces, tras un tiempo, se hizo más duro.
La única gente que me recibía con alivio lo hacía para escapar de algo malo o intolerable.
El resto solo deseaba que me marchara, como si morir fuera admitir un fracaso.
Eso me entristecía. Ya sabéis. Estaba triste la mayor parte del tiempo. Pensé en abandonar... En dejarlo.
Y un día lo hice. Eso fue hace mucho tiempo, y mucho antes de este mundo.
Me negué a seguir haciéndolo. Dejé de quitar vidas. Gente y animales, pájaros y bacterias, peces e ideas. Nada moría.
El caos y el dolor se hicieron malos, y luego empeoraron. Como he dicho, nada moría.
Enviaron a un joven a verme. Hizo un largo camino, y al final terminó encontrándome, y me suplicó. Yo fui a ver lo que había hecho.
Y entonces volví al trabajo. ¿Sabéis? Así de simple. Porque sabía cuál era la alternativa. Y no era agradable.
Entonces algún tiempo después, hubo un momento en el que me hice dura, fría y frágil por dentro. Empezó a afectarme. O sea, la gente se siente satisfecha de haber nacido, como si lo hubieran hecho ellos solos. Pero muchas veces no es así.
Y se enfadan y se sienten dolidos cuando mueren, aunque lo hayan hecho ellos mismos. Y a veces es así.
Y un día una niña pequeña me miró mientras me la llevaba. Estaba gélida, distante y altiva, y me dijo: "¿Te gustaría que te pasara a tí?". Sólo me dijo eso, pero me dolió y me hizo pensar.
Y decidí que cada 100 años, me tomaría un día para vivir, ver si me gustaba y ver si podía aprender algo.
Y tras el primer día que estuve viva, cuando me encontré a mi misma, me di la vuelta y me dije que era una zorra frígida, estirada y sin corazón... Aunque no lo dije de forma tan amable.
Y capté el mensaje.
Veréis, cuando alguien muere, suele estar aturdido, dolido, enfadado o algo peor. Y lo único que necesita es una palabra amable y un rostro amistoso.
Puede que la gente no esté lista para mi don, pero lo recibe de todos modos. Las tierras sin Sol están muy lejos y el viaje es duro. A la mayoría de vosotros os gustará tener la compañía de una amiga.
Al final todos nos quedamos desnudos.
Al final todos nos quedamos solos.
Un cuento de invierno
Neil Gaiman
 
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