El baúl de los fragmentos perdidos

No le conviene a ninguna mujer que la adule un superior que no puede tener intención de casarse con ella; y es una locura por parte de todas las mujeres fomentar dentro de ellas un amor secreto que, si no es correspondido ni conocido, devorará la vida de la que se alimenta, y si es correspondido, la atraerá, al estilo del ignis fatuus, a lugares cenagosos de donde no se puede salir.

Escucha tu sentencia entonces, Jane Eyre. Mañana, colócate un espejo delante y dibuja con tiza tu propia imagen, fielmente, sin atenuar ni un defecto; no omitas ninguna línea imperfecta y no corrijas ninguna irregularidad, y escribe debajo “Retrato de una Institutriz, huérfana, pobre y fea”.

Después, coge un trozo de suave marfil (tienes uno en tu caja de dibujo), y tu paleta y mezcla de colores más frescos, claros y suaves, elige tus pinceles más delicados de pelo de camello y dibuja cuidadosamente el rostro más bello que puedas imaginar. Coloréalo con los tonos más suaves y las sombras más dulces, según la descripción que de Blanche Ingram hiciera la señora Fairfax. Recuerda los rizos de ébano, los ojos orientales… ¿Qué? ¿Usarás de modelo los del señor Rochester? ¡Orden en la sala! ¡No toleraré gimoteos, ni sentimentalismo, ni lamentaciones! Sino sólo buen sentido y resolución. Recuerda las líneas majestuosas y armoniosas, el busto griego; que se vean el precioso brazo torneado y la mano delicada; no olvides la sortija de brillantes ni la pulsera de oro; reproduce fielmente la ropa: encajes etéreos y raso lustroso, fular elegante y rosa dorada, y llámalo “Blanche, una dama distinguida”.

Cuando, en el futuro, se te ocurra pensar que te aprecia el señor Rochester, saca estos dos retratos y compáralos, diciendo: “Es probable que el señor Rochester consiguiera el amor de esta noble dama si se lo propusiera. ¿Es probable que pierda el tiempo pensando en esta otra, plebeya indigente e insignificante?
Jane Eyre
Charlotte Brontë
 
El jinete polaco (fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

Le ofreció el cigarrillo –era tan pulcro que también se había preocupado de traer un cenicero- pero no se quedó sentado junto a ella, se atravesó sobre la cama, le separó un poco más las piernas acariciando sus tobillos y los dedos de sus pies, le besó las rodillas y el interior suave de los muslos y fue subiendo despacio, dejándole en la piel un rastro de saliva, le apartó el vello, cuidadosamente, con determinación y lentitud, y entonces empezó a besarla exactamente igual que si besara su boca, hundiéndole la lengua, moviéndola en ondulaciones circulares, arriba y abajo, respiraba por la nariz, retrocedía para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los labios y la miraba sonriendo, con la cara entusiasta y mojada, la veía fumar entornando los ojos, la horadaba, la olía, su carne rosa se dilataba y contraía como un corazón, cerró los ojos y respiró ella también con la boca abierta y el cigarrillo se le desprendió de los dedos, y mientras las manos de él subían para cerrarse alrededor de sus pechos las suyas descendieron y le acariciaron el desorden del pelo, la frente, las aletas trémulas de la nariz, buscaron su lengua y las comisuras de la boca y casi no podían distinguirlas del vientre y del vello empapado en el que se sumergían a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, se abrió ella misma más aún, hasta sentir dolor en las junturas de los huesos, más allá del ofrecimiento y la vergüenza, sin saber a quién de los dos pertenecían los labios que estaba acariciando, la respiración y las palabras que escuchaba, la gradual ebriedad que los arrebataba y los hacía aplastarse el uno contra el otro como para no perder un asidero en el delirio, los sudores y secreciones y olores que envolvían y lubricaban sus miembros igualándolos en un desfallecimiento fervoroso y común.
 
La amistad es, como el amor, extremadamente sagaz. La esencia de la amistad está hecha de franqueza, de pasión por la verdad. Es algo liberador ver el rostro del amigo o escuchar su voz al teléfono contando precisamente lo más trascendental y penoso de contar. O también ocurre que el amigo se oye a sí mismo confesando lo que apenas se atreve a pensar. La amistad tiene a menudo rasgos de sensualidad. La silueta del amigo, su cara, ojos, labios, voz, movimientos, acento, están grabados en tu inconsciente, constituyen un código secreto que hace que te abras en confianza y solidaridad.

Una relación amorosa estalla en conflictos, es algo inevitable; la amistad es más refinada, no tiene tanta necesidad de tumultos y de depuraciones. Hay ocasiones en las que la gravilla entorpece las delicadas superficies de contacto y eso causa dolor y dificultades. Yo pienso entonces: ¡maldita la falta que me hace semejante idiota! Pasa algún tiempo y el malestar se manifiesta de un modo o de otro, palpablemente a veces, con discreción las más.

«Voy a dar señales de vida, esto no puede seguir así, hay que cuidar los tesoros.» Y despejamos la atmósfera, la limpiamos, la restauramos.

El resultado es incierto: mejor, peor o como antes. No puede saberse. La amistad no está sujeta a juramentos ni a promesas, como no lo está al tiempo ni al espacio. La amistad no exige nada, salvo una cosa: sinceridad. Es su única exigencia, pero es difícil.
Ingmar Bergman
Linterna mágica
 
Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.
La naranja mecánica
Anthony Burgess
 
Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio había, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales.
Suite francesa
Irène Némirovsky
 
Seguro que recuerdas la película Frankenstein, interpretada por ese entrañable monstruo de monstruos que fue Boris Karloff. Intentamos verla juntos en la tele cuando eras bastante pequeñajo y tuve que apagar porque, según me dijiste con elegante franqueza, «me parece que empieza a darme demasiado miedo». Bueno, pues en la novela de Mary W. Shelley en la que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: «Soy malo porque soy desgraciado». Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos “malos” que corren por el mundo podrían decir lo mismo cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad, o porque carecen de cosas necesarias que otros muchos poseen: desgracias, como verás. O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son cómplices. Pero la ignorancia, aunque esté satisfecha de sí misma, también es una forma de desgracia...

Ahora bien: si cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no será cosa prudente intentar fomentar todo lo que posible la felicidad de los demás en lugar de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio... se la está buscando.
Ética para Amador
Fernando Savater
 
No echas en falta los viejos tiempos. Siempre que te pones nostálgico y empiezas a añorar la pérdida de cosas que parecían hacer la vida mejor de lo que ahora es, te dices que debes detenerte un momento a pensarlo bien, examinar el Entonces con el mismo rigor que aplicas al Ahora, y no tardas en llegar a la conclusión de que hay poca diferencia, de que el Ahora y el Entonces son, en esencia, la misma cosa. Claro que tienes múltiples motivos de queja contra los males y estupideces de la vida norteamericana contemporánea, no pasa un día sin que sueltes alguna arenga contra la influencia dominante de la derecha, las injusticias de la economía, la incuria del medio ambiente, el desplome de las infraestructuras, las guerras sin sentido, la barbarie de la tortura legalizada y la extradición irregular, la desintegración de ciudades empobrecidas como Buffalo y Detroit, la erosión del movimiento sindical, la deuda con que cargamos a nuestros hijos con objeto de que asistan a nuestras universidades excesivamente caras, la creciente grieta que separa a los ricos de los pobres, por no mencionar el cine basura que estamos realizando, la comida basura que estamos comiendo, los pensamientos basura que estamos cultivando. Eso es suficiente para desear que estalle una revolución; o irse a vivir como un eremita a los bosques Maine, y alimentarse de frutos silvestres y raíces de árboles. Y sin embargo, remóntate al año de tu nacimiento e intenta recordar el aspecto de Estados Unidos en su época dorada de la prosperidad de posguerra: leyes de segregación racial en plena vigencia por todos el Sur, el porcentaje que limitaba el número de judíos en ciertas instituciones, abortos clandestinos, el decreto presidencial de Truman para establecer un juramento de lealtad por parte de todos los funcionarios, los juicios de los diez de Hollywood, la Guerra Fría, el Terror Rojo, la Bomba. Cada momento histórico está erizado de problemas propios, de sus particulares injusticias, y toda época fabrica sus propias leyendas y lealtades. Cuando asesinaron a Kennedy tenías dieciséis años, estabas en segundo de secundaria, y la leyenda dice ahora que toda la poablación de Norteamérica había quedado reducida a n estado de mudo dolor por el trauma que se produjo el 22 de noviembre. Tú tienes otra historia que contar, sin embargo, porque da la casualidad de que viajaste a Washington con dos amigos el día del funeral. Querías estar allí por tu admiración hacia Kennedy, que había supuesto un asombroso cambio tras los ocho largos años de Eisenhower, pero también porque tenías curiosidad por saber lo que significaría participar en un acontecimiento histórico. Era el domingo siguiente al viernes, el día en que Ruby asesinó de un tiro a Oswald, e imaginabas que las multitudes de curiosos que flanqueaban las avenidas mientras pasaba el cortejo fúnebre permanecerían allí en respeturoso silencio, en un estado de mudo dolor, pero lo que te encontraste aquella tarde fue una turba de curiosos y mirones bulliciosos, gente subida a los árboles con cámaras, empujando a otros para quitarles el sitio y ver mejor, y más que nada, lo que recuerdas es un ambiente de ahorcamiento público, el estremecimiento que acompaña al espectáculo de una escena violenta. Tú estabas allí, presenciaste esas cosas con tus propios ojos, y sin embargo, en todos los años transcurridos desde entonces, ni una sola vez has oído contara a nadie contarlo que sucedió en realidad.
Diario de invierno
Paul Auster
 
Relato corto de Sherlock Holmes: El aristócrata solterón. Arthur Conan Doyle
Hace ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simon y la curiosa manera en que terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos en los que se mueve el infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles más picantes han acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya tiene cuatro años de antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que los hechos completos no se han revelado nunca al público en general, y dado que mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un importante papel en el esclarecimiento del asunto, considero que ninguna biografía suya estaría completa sin un breve resumen de este notable episodio.

Pocas semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con Holmes el apartamento de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un paseo y encontró una carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día, porque el tiempo se había puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán palpitaba con monótona persistencia. Tumbado en una poltrona con una pierna encima de otra, me había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte, contemplando el escudo y las iniciales del sobre que había encima de la mesa, y preguntándome perezosamente quién sería aquel noble que escribía a mi amigo.

–Tiene una carta de lo más elegante –comenté al entrar él–. Si no recuerdo mal, las cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero del puerto.

–Sí, desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad –respondió él, sonriendo–. Y, por lo general, las más humildes son las más interesantes. Ésta parece una de esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a aburrirse o a mentir.

Rompió el lacre y echó un vistazo al contenido.

–¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante!

–¿No es un acto social, entonces?

–No; estrictamente profesional.

–¿Y de un cliente noble?

–Uno de los grandes de Inglaterra.

–Querido amigo, le felicito.

–Le aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me importa mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que esta nueva investigación no carezca de interés. Ha leído usted con atención los últimos periódicos, ¿no es cierto?

–Eso parece –dije melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un rincón–. No tenía otra cosa que hacer.

–Es una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero si usted ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de lord St. Simon y su boda.

–Oh, sí, y con el mayor interés.

–Estupendo. La carta que tengo en la mano es de lord St. Simon. Se la voy a leer y, a cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver con el asunto. Esto es lo que dice:

«Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura que puedo confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación con mi boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en el asunto, pero me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted coopere, e incluso cree que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de la tarde, y le agradecería que aplazara cualquier otro compromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es de trascendental importancia. Suyo afectísimo, ROBERT ST. SIMON.»

–Está fechada en Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido la desgracia de mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho –comentó Holmes, volviendo a doblar la carta.

–Dice que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga.

–Entonces, tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente del tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden de fechas, mientras yo miro quién es nuestro cliente –sacó un volumen de tapas rojas de una hilera de libros de referencia que había junto a la repisa de la chimenea–. Aquí está –dijo, sentándose y abriéndolo sobre las rodillas–. «Robert Walsingham de Vere St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral»… ¡Hum! Escudo: Campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido en 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse. Fue subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque, su padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado sangre de los Plantagenet por vía directa y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá! Bueno, en todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo de usted, Watson, para obtener datos más sólidos.

–Me resultará muy fácil encontrar lo que busco –dije yo–, porque los hechos son bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no me atrevía a hablarle del tema, porque sabía que tenía una investigación entre manos y que no le gusta que se entrometan otras cosas.

–Ah, se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor Square. Eso ya está aclarado de sobra… aunque la verdad es que era evidente desde un principio. Por favor, deme los resultados de su selección de prensa.

–Aquí está la primera noticia que he podido encontrar. Está en la columna personal del Morning Post y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha concertado una boda», dice, «que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro de muy poco, entre lord Robert St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de Aloysius Doran, de San Francisco, California, EE.UU.» Eso es todo.

–Escueto y al grano –comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y delgadas piernas.

–En la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo ampliando lo anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas de protección sobre el mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio parece actuar decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras otra, las grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico. Durante la última semana se ha producido una importante incorporación a la lista de premios obtenidos por estas encantadoras invasoras. Lord St. Simon, que durante más de veinte años se había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado de manera oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y que aún podría aumentar en el futuro. Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que el duque de Balmoral se ha visto obligado a vender su colección de pintura en los últimos años, y que lord St. Simon carece de propiedades, si exceptuamos la pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no es la única que sale ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil y habitual transición de dama republicana a aristócrata británica».

–¿Algo más? –preguntó Holmes, bostezando.

–Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Morning Post diciendo que la boda sería un acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square, que sólo se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que luego todos se reunirían en una casa amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dos días después… es decir, el miércoles pasado… hay una breve noticia de que la boda se ha celebrado y que los novios pasarían la luna de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Éstas son todas las noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia.

–¿Antes de qué? –preguntó Holmes con sobresalto.

–De la desaparición de la dama.

–¿Y cuándo desapareció?

–Durante el almuerzo de boda.

–Caramba. Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático.

–Sí, a mí me pareció un poco fuera de lo corriente.

–Muchas novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna de miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles.

–Le advierto que son muy incompletos.

–Quizás podamos hacer que lo sean menos.

–Lo poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado ayer por la mañana, que voy a leerle. Se titula «Extraño incidente en una boda de alta sociedad».

«La familia de lord Robert St. Simon ha quedado sumida en la mayor consternación por los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de ayer, se celebró anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible confirmar los extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar de los esfuerzos de los amigos por silenciar el asunto, éste ha atraído de tal modo la atención del público que de nada serviría fingir desconocimiento de un tema que está en todas las conversaciones.

»La ceremonia, que se celebró en la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar en privado, asistiendo tan sólo el padre de la novia, señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral, lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St. Simon (hermano menor y hermana del novio), y lady Alicia Whittington. A continuación, el cortejo se dirigió a la casa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate, donde se había preparado un almuerzo. Parece que allí se produjo un pequeño incidente, provocado por una mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar, que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras el cortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones que tenía que hacerle a lord St. Simon. Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo consiguieron expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado en la casa antes de esta desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con los demás cuando se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su habitación.

Como su prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre fue a buscarla; pero la doncella le dijo que sólo había entrado un momento en su habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a toda prisa por el pasillo. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la casa a una señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se negaba a creer que fuera la novia, por estar convencido de que ésta se encontraba con los invitados. Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius Doran, acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin pérdida de tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas investigaciones, que probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada del paradero de la dama desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice que la policía ha detenido a la mujer que provocó el incidente, en la creencia de que, por celos o algún otro motivo, pueda estar relacionada con la misteriosa desaparición de la novia.»

–¿Y eso es todo?

–Sólo hay una notita en otro de los periódicos, pero bastante sugerente.

–¿Qué dice?

–Que la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había sido detenida. Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al novio desde hace varios años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus manos… Al menos, tal como lo ha expuesto la prensa.

–Y parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería por nada del mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca poco más de las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque sólo sea para confirmar mi propia memoria.

–El señor Robert St. Simon –anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus movimientos eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, porque iba ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos de charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la cabeza de izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus gafas con montura de oro.

–Buenos días, lord St. Simon –dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia–. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto.

–Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en varios casos delicados, parecidos a éste, aunque supongo que no afectarían a personas de la misma clase social.

–En efecto, voy descendiendo.

–¿Cómo dice?

–Mi último cliente de este tipo fue un rey.

–¡Caramba! No tenía idea. ¿Y qué rey?

–El rey de Escandinavia.

–¿Cómo? ¿También desapareció su esposa?

–Como usted comprenderá –dijo Holmes suavemente–, aplico a los asuntos de mis otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos.

–¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a formarse una opinión.

–Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que puedo considerarlo correcto… Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia.

El señor St. Simon le echó un vistazo.

–Sí, es más o menos correcto en lo que dice.

–Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda adelantar una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería preguntarle a usted.

–Adelante.

–¿Cuándo conoció usted a la señorita Hatty Doran?

–Hace un año, en San Francisco.

–¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos?

–Sí.

–¿Fue entonces cuando se prometieron?

–No.

–¿Pero su relación era amistosa?

–A mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía.

–¿Es muy rico su padre?

–Dicen que es el hombre más rico de la Costa Oeste.

–¿Y cómo adquirió su fortuna?

–Con las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió y subió como un cohete.

–Veamos: ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita… es decir, de su esposa?

El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.

–Verá usted, señor Holmes –dijo–. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y vagando por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la naturaleza que a los maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa… hasta diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar –soltó una tosecilla solemne– si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.

–¿Tiene una fotografía suya?

–He traído esto.

Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes lo miró con gran atención durante un buen rato. Luego cerró el medallón y se lo devolvió a lord St. Simon.

–Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.

–Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias veces, nos prometimos y por fin nos casamos.

–Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable.

–Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.

–Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho consumado.

–La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.

–Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?

–Sí.

–¿Estaba ella de buen humor?

–Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.

–Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?

–Estaba animadísima… Por lo menos, hasta después de la ceremonia.

–¿Y después observó usted algún cambio en ella?

–Bueno, a decir verdad, fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su temperamento es un poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso.

–A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.

–Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que se hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestó bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía absurdamente agitada por aquella insignificancia.

–Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había algo de público en la boda, ¿no?

–Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.

–El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?

–No, no; le he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar. Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.

–Así pues, la señora St. Simon regresó de la boda en un estado de ánimo menos jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre?

–La vi mantener una conversación con su doncella.

–¿Y quién es esta doncella?

–Se llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella.

–¿Una doncella de confianza?

–Quizás demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas libertades. Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo diferente.

–¿Cuánto tiempo estuvo hablando con esta Alice?

–Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar.

–¿No oyó usted lo que decían?

–La señora St. Simon dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso decir con eso.

–A veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando terminó de hablar con la doncella?

–Entró en el comedor.

–¿Del brazo de usted?

–No, sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como ésa. Y luego, cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas, murmuró unas palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a ver.

–Pero, según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló un sombrero y salió de la casa.

–Exactamente. Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora Millar, una mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un incidente en casa del señor Doran aquella misma mañana.

–Ah, sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con usted.

Lord St. Simon se encogió de hombros y levantó las cejas.

–Durante algunos años hemos mantenido relaciones amistosas… podría decirse que muy amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no tiene ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son las mujeres, señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y sentía devoción por mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió unas cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la boda se celebrara en la intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la iglesia. Se presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros acabábamos de volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases muy injuriosas contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la posibilidad de que ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar alboroto.

–¿Su esposa oyó todo esto?

–No, gracias a Dios, no lo oyó.

–¿Pero más tarde la vieron paseando con esta misma mujer?

–Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.

–Bueno, es una suposición que entra dentro de lo posible.

–¿También usted lo cree?

–No dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted?

–Yo no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca.

–No obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?

–Bueno, en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le he dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la conciencia de haber dado un salto social tan inmenso le hayan provocado a mi esposa algún pequeño trastorno nervioso de naturaleza transitoria.

–En pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura.

–Bueno, la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda… no digo a mí, sino a algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito… me resulta difícil hallar otra explicación.

–Bien, desde luego, también es una hipótesis concebible –dijo Holmes sonriendo–. Y ahora, lord St. Simon, creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo preguntar si en la mesa estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por la ventana?

–Podíamos ver el otro lado de la calle, y el parque.

–Perfecto. En tal caso, creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en comunicación con usted.

–Si es que tiene la suerte de resolver el problema –dijo nuestro cliente, levantándose de su asiento.

–Ya lo he resuelto.

–¿Eh? ¿Cómo dice?

–Digo que ya lo he resuelto.

–Entonces, ¿dónde está mi esposa?

–Ése es un detalle que no tardaré en proporcionarle.

Lord St. Simon meneó la cabeza.

–Me temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía –comentó, y tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación.

–El bueno de lord St. Simon me hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo nivel que la suya –dijo Sherlock Holmes, echándose a reír–. Después de tanto interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado mis conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la habitación.

–¡Pero Holmes!

–Tengo en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis conjeturas en certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy convincente, como cuando uno se encuentra una trucha en la leche, por citar el ejemplo de Thoreau.

–Pero yo he oído todo lo que ha oído usted.

–Pero sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al año siguiente de la guerra franco–prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno de esos casos… Pero ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará usted otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja tiene cigarros.

El inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban un aspecto decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona negra. Con un breve saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían.

–¿Qué le trae por aquí? –preguntó Holmes con un brillo malicioso en los ojos–. Parece usted descontento.

–Y estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simon. No le encuentro ni pies ni cabeza al asunto.

–¿De verdad? Me sorprende usted.

–¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los dedos. He estado todo el día trabajando en ello.

–Y parece que ha salido mojadísimo del empeño –dijo Holmes, tocándole la manga de la chaqueta marinera.

–Sí, es que he estado dragando el Serpentine.

–¿Y para qué, en nombre de todos los santos?

–En busca del cuerpo de lady St. Simon.

Sherlock Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas.

–¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square?

–¿Por qué? ¿Qué quiere decir?

–Pues que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en otro.

Lestrade le dirigió a mi compañero una mirada de furia.

–Supongo que usted ya lo sabe todo –se burló.

–Bueno, acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una conclusión.

–¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el asunto.

–Lo considero muy improbable.

–Entonces, tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que encontramos esto en él –y diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un velo de novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un anillo de boda nuevo–. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez.

–Vaya, vaya –dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado–. ¿Ha encontrado usted todo eso al dragar el Serpentine?

–No, lo encontró un guarda del parque, flotando cerca de la orilla. Han sido identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que si la ropa estaba allí, el cuerpo no se encontraría muy lejos.

–Según ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de un armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto?

–Alguna prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición.

–Me temo que le va a resultar difícil.

–¿Conque eso se teme, eh? –exclamó Lestrade, algo picado–. Pues yo me temo, Holmes, que sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora Millar.

–¿Y de qué manera?

–En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero hay una nota. Y aquí está la nota –la plantó de un manotazo en la mesa, delante de él–. Escuche esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida. F. H. M.». Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido que lady St. Simon fue atraída con engaños por Flora Millar, y que ésta, sin duda con ayuda de algunos cómplices, es responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y que sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.

–Muy bien, Lestrade –dijo Holmes, riendo–. Es usted fantástico. Déjeme verlo –cogió el papel con indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante, haciéndole emitir un grito de satisfacción.

–¡Esto sí que es importante! –dijo.

–¡Vaya! ¿Le parece a usted?

–Ya lo creo. Le felicito calurosamente.

Lestrade se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar.

–¡Pero…! –exclamó–. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado!

–Al contrario, éste es el lado bueno.

–¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!

–Pero por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo que me interesa, y mucho.

–Eso no significa nada. Ya me había fijado –dijo Lestrade–. «4 de octubre, habitación 8 chelines, desayuno 2 chelines y 6 peniques, cóctel 1 chelín, comida 2 chelines y 6 peniques, vaso de jerez 8 peniques.» Yo no veo nada ahí.

–Probablemente, no. Pero aun así, es muy importante. También la nota es importante, o al menos lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo.

–Ya he perdido bastante tiempo –dijo Lestrade, poniéndose en pie–. Yo creo en el trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas teorías. Buenos días, señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del asunto –recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta.

–Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade –dijo Holmes lentamente–. Voy a decirle la verdadera solución del asunto. Lady St. Simon es un mito. No existe ni existió nunca semejante persona.

Lestrade miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con prisas.

Apenas se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso su abrigo.

–Algo de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo –comentó–. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarle algún tiempo solo con sus periódicos.

Eran más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un recadero con una gran caja plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le acompañaba. Al poco rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa de caoba se desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un par de cuartos de becada fría, un faisán, un pastel de foie–gras y varias botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todas aquellas delicias, los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de las Mil y Una Noches, sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les habían encargado llevarlas a nuestra dirección.

Poco antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le habían fallado sus suposiciones.

–Veo que han traído la cena –dijo, frotándose las manos.

–Parece que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco personas.

–Sí, me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita –dijo–. Me sorprende que lord St. Simon no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus pasos en la escalera.

Era, en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una tromba, balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión de absoluto desconcierto en sus aristocráticas facciones.

–Veo que mi mensajero dio con usted –dijo Holmes.

–Sí, y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo. ¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice?

–El mejor que se podría tener.

Lord St. Simon se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente.

–¿Qué dirá el duque –murmuró– cuando se entere de que un miembro de su familia ha sido sometido a semejante humillación?

–Ha sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación.

–Ah, usted mira las cosas desde otro punto de vista.

–Yo no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al carecer de madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.

–Ha sido un desaire, señor, un desaire público –dijo lord St. Simon, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

–Debe usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una situación tan sin precedentes.

–Nada de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido víctima de un abuso vergonzoso.

–Creo que ha sonado el timbre –dijo Holmes–. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo no puedo convencerle de que considere el asunto con mejores ojos, lord St. Simon, he traído un abogado que quizás tenga más éxito.

Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y a un caballero.

–Lord St. Simon –dijo–: permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton y señora. A la señora creo que ya la conocía.

Al ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de su levita, convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se había adelantado rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a levantar la vista. Posiblemente, ello le ayudó a mantener su resolución, pues la mirada suplicante de la mujer era difícil de resistir.

–Estás enfadado, Robert –dijo ella–. Bueno, supongo que te sobran motivos.

–Por favor, no te molestes en ofrecer disculpas –dijo lord St. Simon en tono amargado.

–Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado contigo antes de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe lo que hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo del altar.

–¿Desea usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la habitación mientras usted se explica?

–Si se me permite dar una opinión –intervino el caballero desconocido–, ya ha habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y América enteras oyeran las explicaciones.

Era un hombre de baja estatura, fibroso, tostado por el sol, de expresión avispada y movimientos ágiles.

–Entonces, contaré nuestra historia sin más preámbulo –dijo la señora–. Frank y yo nos conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas, donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá dio con una buena veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una mina que fue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacía papá, más pobre era Frank; llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso siguiera adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido y me siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido, se habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank dijo que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que tuviera tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos, y juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo: «¿Por qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré que soy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». En fin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con un cura esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y después, Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví con papá.

»Lo siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí que andaba buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y un día apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero atacado por los indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las víctimas. Caí desmayada y estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que estaba tísica y me llevó a la mitad de los médicos de San Francisco. Durante más de un año no llegaron más noticias, y ya no dudé de que Frank estuviera muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord St. Simon, nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy contento, pero yo seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi corazón el puesto de mi pobre Frank.

»Aun así, de haberme casado con lord St. Simon, yo le habría sido leal. No tenemos control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al altar con la intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible. Pero puede usted imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi a Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio, lo tomé por un fantasma; pero cuando lo miré de nuevo seguía allí, como preguntándome con la mirada si me alegraba de verlo o lo lamentaba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo me daba vueltas, y las palabras del sacerdote me sonaban en los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo, y me pareció que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a los labios para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio, camino de la salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la mano al devolverme las flores. Eran sólo unas palabras diciéndome que me reuniera con él cuando él me diera la señal. Por supuesto, ni por un momento dudé de que mi principal obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me indicara.

»Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St. Simon, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos grandes personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. John… Por lo poco que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la boda… Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le había dado por muerto y me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí, y me encontró la mañana misma de mi segunda boda.

–Lo leí en un periódico –explicó el norteamericano–. Venía el nombre y la iglesia, pero no la dirección de la novia.

–Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí.

Lord St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.

–Perdonen –dijo–, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más íntimos de una manera tan pública.

–Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me vaya?

–Oh, desde luego, si eso le causa algún placer –extendió la mano y estrechó fríamente la que le tendían.

–Tenía la esperanza –surgió Holmes– de que me acompañaran en una cena amistosa.

–Creo que eso ya es pedir demasiado –respondió su señoría–. Quizás no me quede más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos –hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la habitación.

–Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía –dijo Sherlock Holmes–. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las Barras y Estrellas.

–Ha sido un caso interesante –comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado–, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard.

–Así pues, no se equivocaba usted.

–Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simon. Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo último.

–¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?

–Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.

–¿De dónde sacó lo de selecto?

–Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le enviara la correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita.

–Pero con resultados no demasiado buenos –comenté yo–. Desde luego, la conducta del caballero no ha sido muy elegante.

–¡Ah, Watson! –dijo Holmes sonriendo–. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño.
 
Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicada de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.
Jorge Luis Borges
Ficciones
 
...ella me cuida y me mima y no pide nada a cambio
y encima me quiere y me lo demuestra a cada instante
cada hora, cada dia y cada mes. Apostó por mi..."
en ningún momento hablaste de ella como mujer, como objeto de tu amor, sino de tu agradecimiento y reconocimiento por lo que te da
si tuviéramos que ponerle un nombre no sería amor, precisamente...
es muy poco para una mujer esto de parte de un hombre, no lo crees?

fragmentos noctámbulos
Jorge Anglada
 
Garrapata es sorda pero en sus audífonos ,la radio anuncia gritos de lamento y de dolor,como la canción de moda en la publicidad.

Garrapata se desplaza en cintas magnéticas ,queda enfrente de las pantallas del aeropuerto, se adhiere a los teclados y salta de jet set en jet set. Embiste con su cuerno, como un electrón que desconoce a los otros electrones y a los anillos de percepción que nos conectan con la existencia.

Garrapata adolece de celular y de núcleo es insustancialista e inexistencialista injuria y arrasa la cosecha cuando jamás ha probado un plato de habas cocerse al calor de la ternura, en un hogar donde todo escasea menos el amor.

Garrapata no nace, es abortada después del parto con el primer gemido y, no se sabe sonámbula, parte de un átomo en los hologramas de un mundo que solo percibe por aromas y sabores hirviendo sus neuronas, hasta enloquecerla por sangre.



David José Márquez Bolaños
 
Última edición por un moderador:
Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas, y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se sabotea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.

¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor, y se reanuda sin pensar el camino.

Así continúa andando en medio de una espera confiada, y los días son largos y tranquilos, el sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.

Pero en cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también.
El desierto de los tártaros
Dino Buzzati
 

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