El baúl de los fragmentos perdidos

“Quiere usted al señorito Edgar porque es guapo, joven, alegre y rico y porque está enamorado de usted. Pero esto último no es razón; podría quererle lo mismo aunque él no la quisiera y también no quererle si él, aunque la quisiera, careciese de los otros cuatro atractivos.

—Eso es verdad. Si fuera feo y además un patán solamente conseguiría darme pena, y hasta puede que le llegase a odiar.

—Pero hay en el mundo muchos otros hombres jóvenes guapos y ricos, posiblemente más que él. ¿Qué inconveniente habría para que se enamorase de uno de ellos?

—Si existen, yo nunca me los he topado. Jamás he conocido a nadie como Edgar.

—Pero lo puede conocer. Y además guapo y joven no va seguirlo siendo siempre, y a lo mejor incluso tampoco rico.

—Lo es ahora, y para mí lo único que cuenta es el presente. A ver si hablas con un poco más de sentido común.

—Está bien, si lo único que cuenta para usted es el presente, eso dirime la cuestión: cásese con el señor Linton.

—No necesito para nada tu permiso, me pienso casar con él. Pero, a todo esto, no me has dicho aún si hago bien o no.

—Perfectamente bien, en la medida en que puede estar bien no atender más que al presente por parte de alguien que se va a casar. Y ahora vamos a ver, ¿por qué se siente desgraciada? A su hermano le dará una alegría, la señora y el señor Linton no creo que tengan nada que objetar, saldrá usted de una casa caótica y sin comodidades para entrar en otra rica y respetable, Edgar la ama y usted a él. Todo parece ir como sobre ruedas, ¿dónde está el problema?

—¡Pues aquí y aquí! —contestó Catherine, golpeándose la frente con una mano y el pecho con la otra—. Dondequiera que se albergue el alma. ¡Porque en el fondo de mi alma y de mi corazón estoy convencida de que hago mal!

—¡Qué cosa más rara! No lo puedo entender.

—Es un secreto, pero si no te burlas de mí te lo voy a contar. Explicártelo muy claro no podré, pero sí darte una idea de lo que siento.



Se volvió a sentar a mi lado y la expresión del rostro se le puso más seria y grave. Las manos cruzadas le temblaban.



—Dime, Nelly —preguntó de improviso, tras algunos minutos de reflexión—, ¿tú nunca has soñado cosas raras?

—Pues sí, de vez en cuando —contesté.

—Yo también. He tenido algunos sueños en mi vida que se me han quedado dentro para siempre y han cambiado totalmente mi forma de pensar; se han ido metiendo cada vez más hondo en mi ser, como el vino cuando se mezcla con el agua, y me han teñido el alma de otro color.”




Emily Brontë

Cumbres borrascosas
 
21

La traductora gritó por segunda vez su llamada con la bocina. En respuesta volvió a oírse un inmenso e interminable silencio indiferente.

Franz miró a su alrededor. El silencio desde la otra orilla del río había sido para todos como una bofetada. Incluso el cantante con la bandera blanca y la actriz se sienten angustiados, dubitativos, sin saber qué hacer.

Franz comprendió de pronto que todos eran ridículos, él y los demás, pero aquella comprensión no lo separaba de ellos, no lo llenaba de ironía, al contrario, era ahora cuando sentía por ellos un inmenso amor, como el que sentirnos por quienes han sido condenados. Sí, la Gran Marcha se acerca a su fin ¿pero es ése un motivo para que Franz la traicione? ¿No se aproxima también su propia vida a su fin? ¿Es justo que se ría del exhibicionismo de los que acompañaron a los valientes médicos hasta la frontera? ¿Qué más puede hacer esa gente que teatro? ¿Les queda alguna otra posibilidad?

Franz tiene razón. Estoy pensando en el redactor que organizaba la recogida de firmas para la amnistía de los presos políticos en Praga. Sabía perfectamente que aquello no ayudaría a los presos. El verdadero objetivo no era liberar a los presos, sino demostrar que aún había gente que no tenía miedo. Lo que hacía era teatro. Pero no tenía otra posibilidad. No podía elegir entre actuar o hacer teatro. La elección era: hacer teatro o no hacer nada. Hay situaciones en las que las personas están condenadas a hacer teatro. Su lucha contra el poder silencioso (el poder silencioso al otro lado del río, la policía convertida en silenciosos micrófonos en la pared) es la lucha de un grupo de comediantes peleando contra un ejército.

Franz vio a su amigo de la Sorbona levantando el puño y amenazando a aquel silencio de la orilla de enfrente.

22

La traductora gritó por tercera vez su llamada con la bocina.

El silencio que nuevamente le respondió transformó de pronto la angustia de Franz en una rabia furiosa. Estaba muy cerca del puente que separa Tailandia de Camboya y le invadió un inmenso deseo de cruzarlo corriendo, de gritar al cielo terribles insultos y de morir en medio del inmenso estruendo de los disparos.

Ese repentino deseo de Franz nos recuerda algo; sí nos recuerda al hijo de Stalin, que corrió a colgarse a las alambradas electrificadas al no poder soportar la visión de los polos de la existencia humana acercándose hasta tocarse, sin diferencia ya entre lo elevado y lo bajo, entre el ángel y la osca, entre Dios y la mierda.

Franz no podía aceptar que la gloria de la Gran Marcha fuese lo mismo que la cómica vanidad de quienes participaban en ella y que el magnífico estruendo de la historia europea se perdiese en un silencio interminable sin que hubiese ya diferencia entre la historia y el silenció. En ese momento quiso poner su propia vida en el platillo de la balanza para demostrar que la Gran Marcha pesa más que la mierda.

Pero el hombre no es capaz de lograrlo. Sobre uno de los platillos de la balanza estaba la mierda, encima del otro se puso el hijo de Stalin con todo su cuerpo y la balanza no se movió.

En lugar de hacerse matar, Franz agachó la cabeza y regresó, a paso ligero con todos los demás, hacia los autobuses.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
YERMA – Pero tú no. Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gustaría que fueras al río y nadaras y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda. Veinticuatro meses llevamos casados, y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.
Yerma
Federico García Lorca
 
23

Todos necesitarnos que alguien nos mire. Sería posible dividirnos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir.

La primera categoría anhela la mirada de una cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público. Ese es el caso del cantante alemán, de la actriz norteamericana y también del redactor con largas barbas. Estaba acostumbrado a sus lectores y, cuando un buen día los rusos cerraron su semanario, tuvo la sensación de que el aire era cien veces más enrarecido. Nadie podía reemplazarle la mirada de los ojos desconocidos. Le pareció que se ahogaba. Entonces fue cuando advirtió que la policía vigilaba todos sus pasos, que oían sus conversaciones por teléfono y que hasta le sacaban en secreto fotos en la calle. ¡De pronto los ojos anónimos estaban otra vez en todas partes y él podía respirar de nuevo! ¡Estaba feliz! Se dirigía con voz teatral a los micrófonos de las paredes. Había encontrado en la policía al público perdido.

La segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables organizadores de cócteles y cenas. Son más felices que las personas de la primera categoría quienes, cuando pierden a su público, tienen la sensación de que en el salón de su vida se ha apagado la luz. A casi todos ellos les sucede esto alguna vez. En cambio, las personas de la segunda categoría siempre consiguen alguna de esas miradas.
Entre éstos están Marie-Claude y su hija.

Luego está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona amada y en el salón se hará la oscuridad. Pertenecen a este grupo Teresa y Tomás.

Y hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los soñadores. Por ejemplo Franz. El único motivo de su viaje hasta la frontera de Camboya fue Sabina. El autobús traquetea por la carretera tailandesa y él siente que su larga mirada se fija en él.

A la misma categoría pertenece también el hijo de Tomás. Lo llamaré Simón. (Se alegrará de tener un nombre bíblico como su padre.) Los ojos que anhela son los de Tomás. Cuando se comprometió en la recogida de firmas lo echaron de la universidad. La chica con la que salía era sobrina de un cura de pueblo. Se casó con ella, se hizo tractorista en la cooperativa, católico practicante y padre. Después se enteró por medio de algún amigo de que Tomás también vivía en el campo y se alegró: ¡el destino había logrado que sus vidas fuesen simétricas! Aquello lo impulsó a escribirle una carta. No pedía respuesta. Lo único que quería era que Tomás dirigiera su mirada hacia su vida.

24

Franz y Simón son los soñadores de esta novela. A diferencia de Franz, Simón no quería a su madre. Buscaba desde su infancia a su papá. Estaba dispuesto a creer que alguna injusticia cometida contra su padre antecedía y explicaba la injusticia que éste había cometido con él. Nunca se había enfadado con él porque no quería convertirse en aliado de la madre, que calumniaba sistemáticamente al padre.

Vivió con ella hasta que cumplió los dieciocho y después de la reválida se fue a estudiar a Praga. En aquella época Tomás ya lavaba escaparates. Simón le esperó muchas veces con la intención de preparar un encuentro casual en la calle, pero el padre nunca se detuvo junto a él.

Trabó amistad con el antiguo redactor de la barba larga sólo porque su historia le recordaba a la de su padre. El redactor no conocía el nombre de Tomás. El artículo sobre Edipo había quedado en el olvido y el redactor se enteró de él por medio de Simón, quien le rogó que fueran juntos a pedirle a su padre la firma. El redactor asintió sólo por darle gusto a un muchacho al que apreciaba.

Cuando Simón se acordaba de aquella reunión, se avergonzaba de su timidez. Seguro que a su padre no le había gustado. En cambio su padre le gustó a él. Se acordaba de cada una de las palabras que había dicho y le daba cada vez más la razón. Sobre todo se le quedó grabada una frase: «Castigar a los que no sabían lo que estaban haciendo es una barbaridad». Cuando el tío de su chica puso en sus manos una Biblia, le llamaron la atención sobre todo unas palabras de Jesús: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Sabía que su padre no era creyente, pero en la similitud de ambas frases veía una señal secreta: su padre está de acuerdo con el camino que ha elegido.

Llevaba en el pueblo unos tres años cuando recibió una carta en la cual Tomás le invitaba a visitarlo. El encuentro fue amable, Simón se sintió a gusto y no tartamudeó nada. Quizá ni siquiera advirtió que no se habían entendido demasiado. Unos cuatro meses más tarde le llegó una carta. Tomás y su mujer habían muerto aplastados bajo un camión.
Fue entonces cuando se enteró de la existencia de una mujer que había sido amante de su padre y vivía en Francia. Consiguió su dirección. Necesitaba desesperadamente un ojo imaginario que siguiera observando su vida ¡y por eso, de tiempo en tiempo, le escribía largas cartas!


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo:
tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,
tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas,
tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada,
sitios en donde el tiempo no transcurre,
valles que sólo mis labios conocen,
desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos,
cascada petrificada de la nuca,
alta meseta de tu vientre,
playa sin fin de tu costado.

Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minuto después son los ojos húmedos del perro.

Siempre hay abejas en tu pelo.

Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.

Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.

Las uñas de los dedos de tus pies están hechas de cristal del verano.

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).

Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.
Semillas para un himno
Octavio Paz
 
25

Hasta el final de su vida Sabina seguirá recibiéndolas de ese triste corresponsal rural. Muchas de ellas quedarán sin leer, porque el país del que provienen le interesa cada vez menos.

Él anciano murió y Sabina se fue a vivir a California. Aún más al oeste, aún más lejos de Bohemia.

Vende bien sus cuadros y le gusta Norteamérica. Pero sólo la superficie. Lo que está debajo es un mundo extraño. No tiene allí abajo ni a un abuelo ni a un tío. Tiene miedo de ser encerrada en un féretro y sepultada en tierra americana.

Por eso un día escribió un testamento en el que estableció que su cuerpo debía ser quemado y las cenizas esparcidas. Teresa y Tomás murieron bajo el signo del peso. Ella quiere morir bajo el signo de la levedad. Será más leve que el aire. Según Parménides ésta es una transformación de lo negativo en positivo.

26

El autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok. Nadie tenía ganas ya de organizar reuniones. La gente andaba en grupos por la ciudad, algunos visitaban los templos, otros iban a los burdeles. El amigo de la Sorbona invitó a Franz a salir por la noche, pero él quería estar solo. Estaba oscureciendo cuando bajó a la calle. Seguía pensando en Sabina y sentía su larga mirada que siempre le hacía dudar de sí mismo, porque no acababa de saber qué pensaba Sabina. Esta vez también se sentía perplejo bajo aquella mirada. ¿No se ríe de él? ¿No cree que el culto que de ella hace es una tontería? ¿No quiere decirle que ya debería ser por fin mayor y dedicarse plenamente a la amante que ella misma le ha enviado?

Se imaginó la cara con las grandes gafas redondas. Se dio cuenta de lo feliz que era con su estudiante. De pronto el viaje a Camboya le parecía ridículo e insignificante. ¿Para qué había venido? Ahora lo sabe. ¡Vino para darse cuenta de una vez por todas de que no eran las marchas, de que no era Sabina, sino su chica de las gafas la que constituía su vida real, su única vida real! ¡Vino para darse cuenta de que la realidad es más que un sueño, mucho más que un sueño!

Entonces salió de la penumbra una figura y le dijo algo en un idioma desconocido. La miró con cierta extrañeza compasiva. El desconocido se inclinaba, sonreía y mascullaba constantemente algo muy urgente. ¿Qué le diría? Le pareció que lo invitaba a ir a algún lugar. Lo cogió del brazo y lo condujo. A Franz se le ocurrió que alguien necesitaba su ayuda. ¿Quizás no ha venido en balde? ¿Quién sabe si está destinado a ayudar aquí a alguien?

Y de pronto junto al hombre que mascullaba había otros dos y uno de ellos le pedía en inglés que les diese dinero.

En ese momento la chica de las gafas desapareció de su mente y volvió a mirarlo Sabina, la irreal Sabina con su gran destino, la Sabina ante la que se sentía pequeño. Sus ojos le miraban enfadados y descontentos: ¿Otra vez se había dejado engañar? ¿Otra vez se habían vuelto a aprovechar de su estúpida buena voluntad?

Se soltó bruscamente del hombre que le cogía la manga. Sabía que a Sabina siempre le había gustado su fuerza. Cogió el brazo que otro nombre extendía hacia él. Lo apretó con fuerza e hizo volar al hombre por encima de él en una perfecta toa de judo.

Ahora está satisfecho de sí mismo. Los ojos de Sabina seguían fijos en él. ¡Nunca volverán a verle humillado! ¡Nunca volverán a verle retroceder! ¡Franz ya no volverá a ser blando y sentimental!

Le invadió un odio casi alegre hacia aquellos hombres que habían pretendido reírse de su ingenuidad. Estaba ligeramente agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero entonces algo pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta vagamente de que lo llevaban a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe fuerte y perdió el sentido.

Se despertó en el hospital en Ginebra. Sobre su cama se inclinaba Marie-Claude. Quería decirle que no deseaba verla. Quería que avisaran inmediatamente a la estudiante de las gafas grandes. No pensaba más que en ella. Quería gritar que no soportaba a su lado a nadie más que a ella. Pero comprobó con horror que no podía hablar. Miró a Marie-Claude con odio infinito y quiso girarse hacia la pared para no verla. Pero no podía mover el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza. Pero tampoco podía mover la cabeza. Por eso cerró los ojos, para no verla.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Ardor guerero (fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.
Desde que supe adónde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bolbas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo del asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros, hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.
Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.
 
“¡Oh fantasía, que de tal modo nos arrebatas a veces fuera de nosotros mismos, que nada siente el hombre aunque suenen mil trompetas en torno suyo! ¿Quién te anima cuando no recibes impresión alguna de los sentimientos?”
La divina comedia
Dante Alighieri
 
"Caminar es un peligro y respirar es una hazaña en las grandes ciudades del mundo al revés. Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen. El mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como una amenaza y no como una promesa, nos reduce a la soledad y nos consuela con drogas químicas y con amigos cibernéticos. Estamos condenados a morirnos de hambre, a morirnos de miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que alguna bala perdida no nos abrevia la existencia.
(...)
Muchos de los grandes negocios promueven el crimen y del crimen viven. Nunca hubo tanta concentración de recursos económicos y de conocimientos científicos y tecnológicos dedicados a la producción de muerte. Los países que más armas venden al mundo son los mismos países que tienen a su cargo la paz mundial. Afortunadamente para ellos, la amenaza de la paz se está debilitando, ya se alejan los negros nubarrones, mientras el mercado de la guerra se recupera y ofrece promisorias perspectivas de carnicerías rentables. Las fábricas de armas trabajan tanto como las fábricas que elaboran enemigos a la medida de sus necesidades. "
Patas arriba La escuela del mundo al reves
Eduardo Galeano
 
“En el fondo todos hemos meditado alguna vez sobre la problemática de esta obra, aunque no la conociésemos a fondo. Las ideas sobre la belleza, la fealdad física, “la belleza interior”, la capacidad de sacrificio por amor, son nubes que en determinados momentos han cruzado por las mentes de casi todo el mundo. Cuantas veces un hombre o una mujer han tenido que ocultar sus sentimientos y frustrarlos, porque pensaban que el otro era más atractivo y por lo tanto no iba a reparar en nosotros o nos iba a despachar con fingida cortesía.

Cuantas veces alguien hablando por teléfono ha temido que cuando preparaba una cita y le decían que tenía una voz muy dulce, quien se sentía embelesado por nuestras palabras luego nos encontrase, no ya feos, sino simplemente vulgares, gente corriente, como una mayoría, uno más.

Y desde esa óptica la película cobraba una actualidad. Los tiempos que vivimos son contradictorios. De una parte una legión de psicólogos nos dice que lo importante es ser uno mismo, que lo que realmente importa es nuestro interior, ahí está la verdadera grandeza de una persona. Pero luego, la televisión, los otros medios se pasan el día insistiendo sobre gente cuya única cualidad es su atractivo físico: con él se hacen un lugar en la sociedad, acceden a donde la cultura –mejor– la incultura nunca les habría podido llevar. Y en un momento determinado, sólo por sus ojos, por las proporciones de su cuerpo, alcanzan la admiración de los demás. Sobran y hemos hecho en otras páginas de este mismo texto alusiones a lo mismo. Cualquiera tiene en mente ejemplos para traer a colación.

Puede alguien explicarnos por qué la mayoría de los presentadores y presentadoras de televisión no tienen sesenta años, sino que suelen ser personajes jóvenes –en mayor o menor grado– y de buen ver. Algunos de ellos son manifiestamente torpes a la hora de comentar, de hablar, pero ahí están.”

“La belleza interior, la grandeza de espíritu, no es juzgada por la estética, de ella se ocupan la Ética o la religión, pero entran en un terreno todavía más íntimo, más oculto, menos mensurable de forma objetiva. La prueba: lean las necrológicas de los periódicos. Todos los fallecidos fueron muy buenos, muy amables, grandes trabajadores, etc., en ningún caso se hace mención a su físico. Que Caravaggio fuese un rufián nos importa poco para alabar su maestría con el claroscuro.”
Santiago Sánchez González y Beatriz S. Sanz
La melancolía de la revolución
 
27

Franz, muerto, pertenece por fin a su legítima esposa, más de lo que hasta entonces le había pertenecido nunca. Marie-Claude lo decide todo, se encarga de organizar el entierro, envía las esquelas, compra las coronas, encarga un vestido negro que es en realidad un vestido de bodas. Sí, el entierro del marido es para ella su verdadera boda; la culminación de su camino en la vida; la recompensa por todos sus sufrimientos.

Por lo demás, el pastor lo capta perfectamente y sobre la tumba habla de la fidelidad del amor que tuvo que pasar por muchas pruebas hasta llegar a ser para el finado, al final de su vida, el puerto seguro al que pudo regresar en el último momento. El colega de Franz, al que Marie-Claude le pidió que hablase en el entierro, también rindió homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer del finado.

En algún lugar al fondo, sostenida por una amiga, estaba la chica de las gafas grandes. El llanto reprimido y la cantidad de pastillas consumidas hicieron que antes de que terminase el funeral sufriera un espasmo. Está encogida, se coge el vientre con las manos y su amiga tiene que llevársela del cementerio.

28

En cuanto recibió del presidente de la cooperativa el telegrama, cogió la moto y vino. Se hizo cargo del entierro. En la tumba mandó grabar, bajo el nombre del padre, la siguiente inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.

Sabe perfectamente que el padre no lo hubiera dicho nunca con esas palabras. Pero está seguro de que la frase expresa correctamente lo que el padre quería. El reino de Dios en la tierra significa la justicia. Tomás deseaba un mundo en el que reinase la justicia. ¿No tiene derecho Simón a expresar la vida del padre con su propio vocabulario? ¡Ese es el eterno derecho de los deudos!

Tras tanto andar errante, el regreso, está escrito en el panteón sobre el féretro de Franz. La frase puede interpretarse como un símbolo religioso: andar errante por la vida terrenal, el regreso al seno de Dios. Pero los informados saben que la frase tiene también su sentido plenamente profano. Además, Marié-Claude habla de ello a diario: Franz, el bueno de Franz, no soportó la crisis de los cincuenta. ¡En manos de qué pobre chica fue a caer! Ni siquiera era guapa. (¿Visteis esas enormes gafas que la tapaban casi por completo?) Pero un hombre, cuando llega a los cincuenta, vendería su alma por un pedazo de cuerpo joven. ¡La única que sabe lo que sufría por ese motivo es su propia mujer! ¡Para él era una verdadera tortura moral! Porque Franz era, en el fondo de su alma, una persona buena y honrada. ¿Cómo explicarse, si no, ese absurdo, desesperado viaje a no sé que parte de Asia? Fue a buscar la muerte. Sí, Marie-Claude lo sabe con seguridad: Franz buscaba conscientemente la muerte. En el último momento, cuando se estaba muriendo y ya no tenía necesidad de mentir, no quería verla más que a ella. No podía hablar, pero al menos le daba las gracias con los ojos. Con la mirada le pedía que le perdonase. Y ella le había perdonado.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente abiertos a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo, nombrarse en alta voz. No bien dice «Jorge», retrocede el hechizo. Entonces le es dado adivinar relativamente lejos su propio pie sosteniendo la sábana, y, más cerca, su mano izquierda, sola, dormida aún, abandonada sobre el pecho, junto a La estancia vacía, de Morgan, abierto en la página ciento cincuenta y tres. Cuando la otra mano, la derecha, vuelve a tomar el libro entre sus dedos —el pulgar inmiscuido entre las hojas como otro lector— Jorge prueba a leer: «Se lo dije porque las palabras estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella… todavía sin el propósito de enviarla; y entonces ha oído cómo caía en el buzón?». Sí, esto puede entenderse. Él sabe por qué se ha detenido allí y aceptado el tema. Además, se conoce resistente y lúcido, lo suficiente como para aplazar hasta hoy, si no la interpretación, al menos la continuación de cierto anhelo de la víspera.

Todavía sin plan, todavía desordenado y hosco, aparta la sábana con un ademán lento y se sienta en la cama, los pies apoyados sobre el piso desnudo, lejos de la alfombra. Es el momento oportuno para acercar los zapatos, los arqueados zapatos negros. Pero no acaba de decidirse. Mientras el frío de las baldosas va piernas arriba, caderas arriba, hasta lamer el vaho tibio de la cama, que aún perdura en su espalda, en su pecho, en sus hombros, conserva todavía en la cabeza —no tanto en la memoria— el sonido y el olor de anteayer, el olor y el sonido de la figura aborrecida y admirada, del hombre alto, calvo y afeitado, con el enorme vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. Aborrecido y admirado, no. Ni aborrecer ni admirar. Más bien sentir en la conciencia… menos que eso, en la boca, en las manos, en los ojos, la justificación del propio pudor, el asco indiferente hacia el hombre alto.

Quién sabe hasta dónde puede, podría obstinarse el pudor. Subsiste, pese al retroceso de los pensamientos, pese al estancamiento o la deformación de la vergüenza. El pudor tira hacia sí, porque es una especie de raíz de la raíz. Acaso, finalmente, el único camino hacia el altruismo.

Uno toma los calcetines de la víspera —pasos, umbrales, escalones—, uno toma los calcetines e introduce en cada uno de ellos el pie frío, violáceo de varices pequeñas, endurecido. Si comienza a vestirse es porque ha resuelto esquivar el baño matinal, por un inexplicable temor supersticioso a quedarse limpio de todo lo maquinado hasta ayer. Quedarse limpio, ¿por qué?, ¿de qué? Uno no tiene mayormente dudas sobre el fondo, sobre el origen, sobre el color moral del asunto. Las dudas —no vacilaciones: uno puede vacilar en dudar o lanzarse de lleno a la duda—, las dudas sólo son acerca del procedimiento, de detalles del procedimiento.
ESTA MAÑANA
MARIO BENDETTI
 

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