El baúl de los fragmentos perdidos

9

En una banqueta vacía junto a la barra se sentó un chico que tendría unos dieciséis años. Dijo unas cuantas frases provocativas que quedaron en la conversación como queda en un dibujo un trazo equivocado que ni se puede borrar ni puede prolongarse.

— Tiene unas piernas preciosas —le dijo.
Ella le respondió cortante:
— No se cómo hace para verlas a través de la barra.
— Se las vi en la calle —explicó, pero en ese momento ella ya no le prestaba atención y se

dedicaba a atender a otro cliente.
El le pidió que le sirviera un coñac. Ella se negó.
—Tengo ya dieciocho años —protestó.
— Entonces, enséñeme su documentación —dijo Teresa.
— No se la enseño —dijo el chico.
— Entonces, tómese un zumo —dijo Teresa.
El chico se levantó sin decir palabra de la banqueta del bar y se marchó. Al cabo de media hora

regresó y volvió a sentarse junto a la barra. Sus gestos eran desmedidos y olía a alcohol a tres metros de distancia.

— Una limonada —dijo.
— ¡Está borracho! —dijo Teresa.
El chico señaló hacia un letrero impreso colgado en la pared, detrás de Teresa: Prohibido

servir bebidas alcohólicas a los menores de dieciocho años.

— Está prohibido que me sirva bebidas alcohólicas —dijo señalando a Teresa con un amplio gesto de la mano—, pero lo que no dice en ningún sitio es que yo no pueda estar borracho.

— ¿Dónde se ha puesto usted así? —preguntó Teresa.
— En el bar de enfrente —se rió y volvió a pedir su limonada.
— Entonces, ¿por qué no se quedó allí?
— Porque quiero verla —dijo el chico—. ¡Estoy enamorado de usted!
Lo dijo con una extraña mueca en la cara. Teresa no comprendía: ¿se ríe de ella?, ¿coquetea?,

¿bromea?, ¿o simplemente está borracho y no sabe lo que dice?
Le puso una limonada y dedicó su atención a los demás clientes. La frase «estoy enamorado de

usted» parecía haber agotado al muchacho. Ya no dijo nada más, dejó silenciosamente su dinero encima de la barra y desapareció sin que Teresa lo advirtiera.

Pero en cuanto se fue, se encaró con ella un calvo bajito que llevaba ya tres vodkas:
— Señora, usted sabe perfectamente que a los menores no se les puede servir alcohol.
— ¡Si no le di nada! ¡Sólo limonada!
— ¡Me fijé perfectamente en lo que le ponía en la limonada!
— Pero ¿qué dice? —gritó Teresa.
— Otra vodka —dijo el calvo y añadió—: Hace tiempo que la vengo observando.
— Entonces, aproveche que le dejan mirar a una mujer guapa y cierre el pico —respondió un

hombre alto que se había acercado a la barra poco antes y había estado observando la escena.
— ¡Usted no se meta! ¡Esto no tiene nada que ver con usted! —gritó el calvo.
— Pues a ver si me explica qué tiene usted que ver con esto.
Teresa le sirvió al calvo la vodka que había pedido. Se la bebió de un trago, pagó y se marchó. — Muchas gracias —le dijo Teresa al hombre alto.

— No tiene importancia —dijo el hombre alto y también se marchó.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
10

Unos días más tarde volvió a aparecer por el bar. Al verle le sonrió como a un viejo amigo:

—Tengo que darle otra vez las gracias. Ese calvo viene aquí con frecuencia y es muy desagradable.

— Olvídese de él.
— ¿Por qué se habrá metido conmigo?
— Es un pobre borracho. Se lo ruego una vez más: olvídese de él.
— Si usted me lo pide, entonces me olvidaré.
El hombre alto la miró a los ojos:
— Prométamelo.
— Se lo prometo.
— Es precioso oírla decir que me lo promete —dijo el hombre y siguió mirándola a los ojos. La coquetería estaba presente: un comportamiento que pretende comunicarle al otro que la aproximación sexual es posible, aunque al mismo tiempo esa aproximación sea sólo teórica y sin garantías.

— ¿Cómo es posible que en el barrio más feo de Praga se encuentre uno con una mujer como usted?

Y ella:
— ¿Y usted? ¿Qué hace usted en el barrio más feo de Praga?
Le dijo que no vive lejos de allí, que es ingeniero y que se detuvo allí la primera vez por pura casualidad al volver del trabajo.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
11

Estaba mirando a Tomás, pero su mirada no iba dirigida a sus ojos, sino, diez centímetros más arriba, a su pelo que olía a s*x* ajeno. Decía:

— Tomás, ya no puedo soportarlo. Yo sé que no tengo derecho a quejarme. Desde que volviste a Praga, por mi culpa, me he prohibido a mí misma tener celos. No quiero tener celos, pero no tengo fuerza, suficiente para impedirlo. ¡Por favor, ayúdame!

La cogió del brazo y la llevó hasta el parque al que, años atrás, solían ir a pasear. Los bancos eran azules, amarillos, rojos. Se sentaron en uno de ellos y Tomás dijo:

— Te comprendo. Sé lo que quieres. Está todo preparado. Ahora irás a la colina de Petrin. De repente se sintió angustiada:
— ¿A Petrin? ¿Por qué a Petrin?
— Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo.

Le pesaba terriblemente tener que ir; su cuerpo estaba tan débil que no podía levantarse del banco. Pero era incapaz de desobedecer. Se incorporó con esfuerzo.

Miró a su alrededor. Seguía sentado en el banco y le sonreía casi con alegría. Le hizo con la mano un gesto que pretendía animarla a que fuera.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
12

Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de praguen-ses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo.

Llegó hasta la cima. Más allá de los quioscos de helados, postales y dulces (en los que no había ningún vendedor) se extendía el césped con unos pocos árboles. En el césped había unos hombres. Cuanto más se acercaba a ellos, más despacio iba. Eran seis. Estaban quietos o se paseaban muy lentamente, como jugadores en un campo de golf, que examinan el terreno, sopesan los palos y procuran estar en forma antes de empezar el partido.

Llegó hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que desempeñaban

allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.

Los otros tres irradiaban una indulgente afabilidad. Uno de ellos llevaba en la mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo un gesto afirmativo y sonriente:

— Sí, éste es el sitio.
Lo saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.
El hombre añadió:
— Para que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?
Hubiera sido fácil decirle «¡no, no es a petición mía!», pero era incapaz de imaginar que

pudiera decepcionar a Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a casa? De modo que dijo: — Sí. Por supuesto. Es a petición mía.
El hombre del fusil continuó:
— Para que sepa por qué se lo pregunto, esto sólo lo hacemos si tenemos la seguridad de que

las personas que vienen son ellas mismas las que desean expresamente morir. El servicio es sólo para ellas.

Miró a Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle: — No, no tema. Es a petición propia.
— ¿Le gustaría ser la primera? —preguntó.
Quería postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:

— No, no por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.
— Como quiera —dijo, y se reunió con los demás.
Sus dos ayudantes iban desarmados y sólo estaban allí para atender a la gente que había venido

a morir. Los cogían del brazo y paseaban con ellos por el césped. El parque era muy amplio y se extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban a ser ejecutados podían elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor y no acertaban a decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero el tercero siguió hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado para su muerte. El ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó pacientemente hasta que el hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando y se detuvo junto a un robusto arce.

Después los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.

Y así quedaron sobre el extenso parque tres hombres de espaldas a tres árboles, cada uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta hacia el cielo.

El hombre del fusil apuntó y disparó. No se oyó sino el canto de los pájaros. El fusil tenía silenciador. Sólo se vio cómo el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.

Sin alejarse del sitio en el que estaba, el hombre del fusil se volvió en otra dirección y uno de los hombres que estaban apoyados en los plátanos se derrumbó en un silencio absoluto y unos momentos más tarde (el hombre del fusil no hizo más que girar otra vez sin moverse de su sitio) cayó en el césped el tercer ejecutado.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
13

Uno de los ayudantes se acercó en silencio a Teresa. Llevaba en la mano una venda de color azul oscuro.

Comprendía que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:
-No, quiero verlo todo.
Pero aquél no era el verdadero motivo de su rechazo. No tenía nada en común con esos héroes

decididos a mirar valientemente a los ojos al pelotón de fusilamiento. Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la muerte, de la cual no existe camino de regreso alguno.

El hombre no insistió y la cogió del brazo. Y fueron así por el extenso parque y Teresa no era capaz de decidirse por ningún árbol. Nadie la obligaba a apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no tenía escapatoria. Cuando vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo. Apoyó la espalda

contra el tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado por el sol y a lo lejos oía el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en ella sonaran miles de violines.

El hombre levantó el fusil.

Teresa sintió que su coraje se agotaba. Su debilidad la desesperaba, pero era incapaz de controlarla.

Dijo:
— Es que no es mi voluntad.
El bajó inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:
— Si no es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.
Y su voz era amable, como si le pidiera disculpas a Teresa por no poder fusilarla si ella misma

no lo deseaba. Aquella amabilidad le destrozaba el corazón y ella se volvió de cara al tronco del árbol y se echó a llorar.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
""Es POSIBLE imaginarlos: los cuatro llevan anteojos negros, el Escalera maneja encorvado sobre el volante, a su lado está el Valiente Nicolás leyendo Islas Marías, en el asiento trasero, la mujer mira por la ventanilla y el capitán Bedoya dormita cabeceando.

El coche azul cobalto sube fatigado la cuesta del Perro. Es una mañana asoleada de enero. No se ve una nube. El humo de las casas flota sobre el llano. El camino es largo, al principio recto, pero pasada la cuesta serpentea por la sierra de Güemes, entre los nopales.....""

"Las muertas" - Jorge Ibargüengoitia - Grijalbo Mondadori, 1986 - ISBN 84-253-2818-7
 
Pero cuando alguien a quien se quiere muere...Es como un castillo de fuegos artificiales que se apagara de golpe y todo quedara negro.

La elegancia del erizo, de Muriel Barbery
 
""La historia nos había tenido en suspenso, alrededor del fuego, pero aparte de la obvia reflexión de que era siniestra, como esencialmente debe serlo toda extraña historia contada una noche de Navidad en una vieja casa, no recuerdo que sobre ella se hiciera ningún comentario, hasta que alguien aventuró que era el único ejemplo, a su parecer, de un niño que hubiera soportado semejante prueba.....""

"Otra vuelta de tuerca" - Henry James - Siruela/Bolsillo - 4ª ed. Enero/2000 - ISBN 84-7844-297-9
 
""Cuando Martha Hale abrió la contrapuerta y percibió el gélido viento del norte, se apresuró a entrar de nuevo a buscar su enorme bufanda de lana. Mientras se envolvía la cabeza precipitadamente con ella, barrió la cocina con la mirada y se escandalizó. No era algo corriente lo que la exigía ausentarse, probablemente era lo menos corriente que jamás había sucedido en Dickson County. Pero lo que su mirada captó fue que su cocina no estaba en condiciones de dejarse en aquel estado: la masa de pan lista para amasar, la mitad de la harina tamizada y la otra mitad sin tamizar...."".

Juzgada por sus iguales
- relato de Susan Glaspell - Crímenes de mujer. Los mejores relatos de las Damas del Crimen - Edición de Elizabeth George - Diagonal, 2002.
 
14

Todo su cuerpo se estremecía de dolor y ella se abrazaba al árbol como si no fuese un árbol sino su padre, al que había perdido, su abuelo, a quien no conoció, su bisabuelo, su tatarabuelo, algún hombre tremendamente viejo, llegado desde las más distantes profundidades del tiempo para ofrecerle su cara en forma de rugosa corteza de árbol.

Se giró. Los tres hombres ya estaban lejos, caminaban por el césped como jugadores de golf y el fusil que llevaba uno de ellos parecía, en efecto, un palo de golf.

Bajó por las veredas de Petrin y en su alma quedaba la nostalgia por aquel hombre que debía haberla fusilado y no la había fusilado. Deseaba que estuviera allí. ¡Alguien tiene por fin que ayudarla! Tomás no va a ayudarla. Tomás la envía a la muerte. ¡Tiene que ser otro quien la ayude!

Cuanto más se aproximaba a la ciudad, más nostalgia sentía de aquel hombre y más miedo tenía de Tomás. No le perdonará el que no hiciera lo que había prometido. No le perdonará el no haber sido valiente y el haberlo traicionado. Estaba ya en la calle en la que vivían y sabía que dentro de poco le vería. Le dio tanto miedo que sentía la angustia en el estómago y tenía ganas de devolver.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
15

El ingeniero la invitaba a que fuera a visitarle a su casa. Ya se había negado dos veces. Esta vez aceptó.

Almorzó como siempre de pie en la cocina y se marchó. Aún no eran las dos.

Se aproximaba a la casa y sentía que sus piernas, sin atender a su voluntad, aflojaban ellas mismas el paso. Pero después pensó que en realidad había sido Tomás quien la había enviado a su casa. Era precisamente él quien le explicaba siempre que el amor y la sexualidad no tenían nada que ver, y ahora ella va a comprobar y a confirmar sus palabras. Le parece oír su voz: «Te comprendo. Sé lo que quieres. Lo he preparado todo. Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo»

Sí, no hace otra cosa que cumplir las órdenes de Tomás.

Sólo quiere quedarse un momento en casa del ingeniero; sólo para tomar una taza de café; sólo para saber lo que es llegar hasta el límite mismo de la infidelidad. Quiere empujar su cuerpo hasta ese límite, dejarlo ahí un momento como en la picota y después, cuando el ingeniero quiera abrazarlo, le dirá, como le dijo al hombre del fusil en Petrin: «Es que no es por mi voluntad».

Y el hombre bajará el cañón del fusil y le dirá con voz amable: «Si no es su voluntad, entonces no puede pasarle nada. No tengo derecho».

Y ella se volverá hacia el tronco del árbol y se echará a llorar.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 

Temas Similares

2
Respuestas
17
Visitas
628
Back