El baúl de los fragmentos perdidos

Jorge Luis Borges

1964

"Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,

cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente

para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.


Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina. "


El Poder de la Palabra
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2

Sabina se quedó sola. Regresó al espejo. Seguía en ropa interior. Volvió a ponerse el sombrero y estuvo largo rato observándose. A ella misma le resultaba extraño llevar ya tantos años persiguiendo un instante perdido.

Una vez, hace ya muchos años, vino a verla Tomás y le llamó la atención el sombrero. Se lo puso y se miró en un gran espejo que, como ahora, estaba entonces apoyado a la pared de su estudio praguense. Quería comprobar qué tal quedaría de alcalde del siglo pasado. Cuando Sabina empezó a desnudarse lentamente, le puso el sombrero en la cabeza. Estaban ante el espejo (siempre estaban delante de él mientras se desnudaban) y se miraban. Ella estaba sólo en ropa interior y en la cabeza llevaba el sombrero hongo. De pronto comprendió que aquella imagen los excitaba a los dos.

¿Cómo podía haber sucedido? No hacía más que un momento, el sombrero que llevaba puesto le parecía una broma. ¿Es que no hay más que un paso de lo ridículo a lo excitante?

En efecto. Aquella vez, al mirarse al espejo, no vio en los primeros instantes más que una situación graciosa. Pero inmediatamente lo cómico quedó oculto tras lo excitante: el sombrero hongo no representaba una broma, sino una violencia; una violencia respecto a Sabina, a su dignidad femenina. Se veía con las piernas desnudas, con las bragas de tela fina, a través de la cual se transparentaba el pubis. La ropa interior resaltaba sus encantos femeninos y el duro sombrero masculino negaba, violaba, ridiculizaba aquella femineidad. Tomás estaba a su lado vestido, de lo cual se desprendía que la esencia de lo que veían los dos no era la broma (en ese caso él también debería haber estado en ropa interior y sombrero hongo), sino la humillación. Ella, en lugar de rechazar la humillación, la ponía en evidencia orgullosa y provocativamente, como si permitiera que la violaran pública y voluntariamente, y de pronto ya no pudo más y arrastró a Tomás al suelo. El sombrero hongo rodó debajo de la mesa, mientras ellos se estremecían en la alfombra al pie del espejo.

Volvamos una vez más al sombrero hongo:

Primero fue un confuso recuerdo del abuelo olvidado, alcalde de una pequeña ciudad checa en el siglo pasado.

En segundo lugar fue un recuerdo del papá. Tras el entierro, su hermano se apoderó de todas las propiedades de la familia y ella, por orgullo, se negó a hacer valer sus derechos. Dijo sarcásticamente que se quedaba con el sombrero hongo como única herencia de su padre.

En tercer lugar fue un instrumento para los juegos amorosos con Tomás.

En cuarto lugar fue un signo de la originalidad que ella cultivaba conscientemente. No pudo llevarse demasiadas cosas al emigrar y coger aquel objeto voluminoso y nada práctico significó renunciar a otros más prácticos.

En quinto lugar: en el extranjero el sombrero hongo se convirtió en un objeto sentimental. Cuando fue a Zurich a ver a Tomás, llevó el sombrero hongo y lo tenía puesto al abrirle la puerta de la habitación del hotel. Aquella vez sucedió algo con lo que no contaba: el sombrero hongo no fue ni alegre ni excitante, se convirtió en un recuerdo del tiempo pasado. Ambos estaban emocionados. Hicieron el amor como nunca lo habían hecho antes: no había sitio para juegos obscenos porque aquel encuentro no era la continuación de sus reuniones eróticas, en las que siempre inventaban alguna pequeña depravación nueva, sino una recapitulación del tiempo, un canto a su pasado común, el resumen sentimental de una historia no sentimental que se perdía en la lejanía.

El sombrero hongo se convirtió en el motivo de la composición musical que es la vida de Sabina. Aquel motivo volvía una y otra vez y en cada oportunidad tenía un significado distinto; todos aquellos significados fluían por el sombrero hongo como el agua por un cauce. Y puedo decir que aquél era el cauce de Heráclito: «¡No entrarás dos veces en el mismo río!»; el sombrero hongo era el cauce por el cual Sabina veía correr cada vez un río distinto, un río semántico distinto: un mismo objeto evocaba cada vez un significado distinto, pero, junto con ese significado, resonaban (como un eco, como una comitiva de ecos) todos los significados anteriores. Cada una de las nuevas vivencias sonaba con un acompañamiento cada vez más rico. Tomás y Sabina se emocionaron en el hotel de Zurich al ver el sombrero hongo e hicieron el amor casi llorando,porque aquella cosa negra no era solo un recuerdo de sus juegos amorosos.
sino también un recuerdo del padre de Sabina y del abuelo que había vivido en un siglo sin coches ni aviones.

Ahora podemos entender mejor el abismo que separaba a Sabina de Franz: él escuchaba con avidez la historia de su vida y ella lo escuchaba a él con la misma avidez. Comprendían con precisión el significado lógico de las palabras que se decían, pero no oían en cambio el murmullo del río semántico que fluía por aquellas palabras.

Por eso, cuando se puso el sombrero hongo delante de él, Franz se quedó descolocado, como si alguien le hubiera hablado en un idioma extranjero. No lo encontraba ni obsceno ni sentimental, era sólo un gesto incomprensible que lo descolocaba por su carencia de significado.

Mientras las personas son jóvenes y la composición musical de su vida está aún en sus primeros compases, pueden escribirla juntas e intercambiarse motivos (tal como Tomás y Sabina se intercambiaron el motivo del sombrero hongo), pero cuando se encuentran y son ya mayores, sus composiciones musicales están ya más o menos cerradas y cada palabra, cada objeto, significa una cosa distinta en la composición de la una y en la de la otra.

Si yo hubiera seguido todas las conversaciones entre Sabina y Franz, podría elaborar con sus incomprensiones un gran diccionario. Contentémonos con un diccionario pequeño.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
3

Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (primera parte).


MUJER: ser mujer era para Sabina un sino que no había elegido. Aquello que no ha sido elegido por nosotros no podemos considerarlo ni como un mérito ni como un fracaso. Sabina opina que hay que tener una relación correcta con el sino que nos ha caído en suerte. Rebelarse contra el hecho de haber nacido mujer le parece igual de necio que enorgullecerse de ello.

Una vez, durante uno de sus primeros encuentros, Franz le dijo con especial énfasis: «Sabina, es usted una mujer». No comprendía por qué se lo anunciaba con el gesto jubiloso de Cristóbal Colón viendo por primera vez las costas de América. Más tarde comprendió que la palabra mujer, en la que había puesto un énfasis particular, no significaba para él la denominación de uno de los dos sexos humanos, sino un valor. No todas las mujeres son dignas de ser llamadas mujeres.

Pero si Sabina es para Franz una mujer, ¿qué es entonces para él Marie-Claude, su verdadera esposa? Hace más de veinte años, algunos meses después de conocerse, le amenazó con quitarse la vida si la abandonaba. Franz se quedó prendado de aquella amenaza. Marie-Claude no le gustaba demasiado, pero su amor le parecía maravilloso. Le parecía que no era digno de tan gran amor y que debía inclinarse profundamente ante él.

De modo que se inclinó hasta el suelo y se casó con ella. Pese a que Marie-Claude nunca volvió ya a manifestar tal intensidad de sentimientos como en el momento en que le amenazó con el su***dio, en lo más profundo de él siguió vivo un imperativo: no debe hacerle nunca daño y tiene que valorar a la mujer que hay en ella.

Esta frase es interesante. No decía: valorar a Marie-Claude, sino: valorar a la mujer que hay en Marie-Claude.

Pero si la propia Marie-Claude es mujer, ¿quién es esa otra mujer que se esconde dentro de ella y a la que debe valorar? ¿Es quizá la idea platónica de la mujer?

No. Es su mamá. Nunca se le hubiera ocurrido decir que en su madre valoraba a la mujer. Adoraba a su mamá y no a una mujer que estuviera dentro de ella. La idea platónica de la mujer y la mamá eran la misma cosa.

El tenía doce años cuando el padre de Franz la abandonó repentinamente. El niño supuso que estaba ocurriendo algo grave, pero la mamá veló el drama con palabras neutrales y suaves para no excitarlo. Ese día fueron a la ciudad y al salir de casa Franz se dio cuenta de que la madre llevaba en cada pie un zapato distinto. Se sentía confuso, tenía ganas de advertírselo, pero al mismo tiempo le daba miedo que una advertencia de ese tipo pudiera herirla. Así que pasó dos horas en la ciudad sin

poder apartar los ojos de sus zapatos. Aquella vez empezó a entender qué era el sufrimiento.

FIDELIDAD Y TRAICIÓN: la amó desde la infancia hasta el momento en que la acompañó al cementerio, y la amaba hasta en el recuerdo. De ahí nació en él la idea de que la fidelidad es la primera de todas las virtudes; la fidelidad le da unidad a nuestra vida que, de otro modo, se fragmentaría en miles de impresiones pasajeras como si fueran miles de añicos.

Franz le hablaba a Sabina con frecuencia de su madre, quién sabe si hasta con cierta intención subconsciente no del todo desinteresada: suponía que Sabina quedaría subyugada por su capacidad de ser fiel y que de aquel modo la conquistaría.

No sabía que lo que subyugaba a Sabina era la traición y no la fidelidad. La palabra fidelidad le recordaba al padre, un puritano que vivía en una pequeña ciudad y los domingos pintaba para entretenerse puestas de sol en el bosque y rosas en un florero. Gracias a él empezó a pinta r siendo aún una niña. Cuando tenía catorce años, ella se enamoró de un muchacho de la misma edad. El padre se horrorizó y no la dejó salir sola de casa durante todo un año. Un día le enseñó unas reproducciones de cuadros de Picasso y se rió de ellas. Ya que no la dejaban amar a su compañero de clase, al menos se enamoró del cubismo. Después de la reválida, se fue a Praga con la alegre sensación de que por fin tenía la oportunidad de traicionar su hogar.

TRAICIÓN: desde pequeñitos el padre y el maestro nos decían que es lo peor que puede imaginarse. ¿Pero qué es la traición? Traición significa abandonar las propias filas. Traición significa abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Sabina no conoce nada más bello que ir hacia lo desconocido.

Estudiaba en la academia de pintura, pero no le estaba permitido pintar como Picasso. Era una época en la que se cultivaba obligatoriamente el llamado realismo socialista y en la escuela se fabricaban retratos de los gobernantes comunistas. Su deseo de traicionar al padre quedó insatisfecho, porque el comunismo no era más que otro padre, igual de severo y de estrecho, que prohibía el amor (era una época puritana) y a Picasso. Se casó con un mal actor de un teatro de Praga sólo porque tenía fama de gamberro y les resultaba inadmisible a los dos padres.

Después murió la madre. Al día siguiente de su regreso a Praga, tras el entierro, recibió un telegrama: el padre no había podido soportar el dolor y se había suicidado.

Le remordía la conciencia: ¿Era algo tan ruin que papá pintase floreros con rosas y no le gustase Picasso? ¿Era tan digno de reproche que tuviese miedo de que su hija volviese a casa, a sus catorce años, embarazada? ¿Era tan ridículo que no fuese capaz de seguir viviendo sin su mujer?

El deseo de traicionar la invadió de nuevo: de traicionar su propia traición. Le comunicó al marido (ya no veía en él a un gamberro, sino tan sólo a un borracho importuno) que lo abandonaba.

Pero, si traicionamos a B, por cuya causa habíamos traicionado a A, de eso no se desprende que nos reconciliemos con A. La vida de la pintora divorciada no se parecía a la vida de sus padres traicionados. La primera traición es irreparable. Produce una reacción en cadena de nuevas traiciones, cada una de las cuales nos distancia más y más del lugar de la traición original.

MÚSICA: para Franz es el arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez. Uno no puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada música seria y la música moderna.

Esa diferenciación le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como Mozart.

Para él la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro, del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse. Le gusta bailar y lamenta que Sabina no comparta esta pasión con él.

Están los dos en un restaurante y mientras comen se oye por los altavoces una sonora música rítmica.

Sabina dice:

— Esto es un círculo vicioso. La gente se vuelve sorda porque pone la música cada vez más alto. Y como se vuelve sorda, no le queda más remedio que ponerla aún más alto.

— ¿No te gusta la música? —le pregunta Franz.

— No —dice Sabina. Luego añade—: Puede que si viviera en otra época... —y piensa en el tiempo en que vivía Johann Sebastian Bach, cuando la música era como una rosa que crecía en una enorme planicie nevada de silencio.

El ruido disfrazado de música la persigue desde su infancia. Cuando estudiaba en la academia de pintura, tuvo que pasar unas vacaciones enteras en la llamada Obra de la Juventud. Vivían en unas habitaciones comunes y trabajaban en la construcción de una siderurgia. La música aullaba desde los altavoces a partir de las cinco de la mañana y hasta las nueve de la noche. Le daban ganas de llorar, pero la música era alegre y era imposible escapar de ella, ni en el retrete, ni en la cama bajo la manta, los altavoces estaban por todas partes. La música era como una jauría de perros de presa que hubieran soltado tras ella.

Entonces pensaba que esta barbarie musical sólo imperaba en el mundo comunista. En el extranjero comprobó que la transformación de la música en ruido es un proceso planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total. El carácter total de la fealdad se manifestó en primer término como omnipresente fealdad acústica: coches, motos, guitarras eléctricas, taladros, altavoces, sirenas. La omnipresencia de la fealdad visual llegará pronto.

Cenaron, subieron a la habitación, hicieron el amor y a Franz se le confundían las ideas en el umbral del sueño. Se acordó de la ruidosa música durante la cena y pensó: «El ruido tiene una ventaja. No se oyen las palabras». Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en e se momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la antipalabra! Anhelaba estar durante mucho tiempo abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una sola frase y dejar que el placer se funda con el estruendo orgiástico de la música. En medio de aquel feliz ruido imaginario se durmió.

para Sabina vivir significa ver. La visión está limitada por una doble frontera: una luz fuerte, que ciega, y la total oscuridad. Posiblemente esto es lo que determina el rechazo de Sabina a cualquier extremismo. Los extremos son la frontera tras la cual termina la vida y la pasión por el extremismo en el arte y en la política es una velada ansia de muerte.

La palabra «luz» no despierta en Franz la imagen de un paisaje sobre el cual descansa el blando resplandor del día, sino la de la fuente de luz en sí; el sol, la lámpara, el reflector. Franz recuerda las conocidas metáforas: el sol de la verdad, el deslumbrante resplandor de la razón, etc...

Al igual que la luz, le atrae la oscuridad. Sabe que en nuestro tiempo se considera ridículo apagar la luz mientras se hace el amor y por eso deja encendida una pequeña lámpara encima de la cama. Pero cuando penetra a Sabina, cierra los ojos. El gozo que le inunda requiere oscuridad. Esa oscuridad es pura, limpia, sin imágenes ni visiones, esa oscuridad no tiene final, no tiene fronteras, esa oscuridad es el infinito que cada uno de nosotros lleva dentro de sí. (¡En efecto, quien busque el infinito, que cierre los ojos!)

En el momento en que siente que el gozo se extiende por su cuerpo, Franz se estira y se diluye en el infinito de su oscuridad, él mismo se vuelve infinito. Pero cuanto mayor se vuelve un hombre en su oscuridad interior, más disminuye en su apariencia externa. Un hombre con los ojos cerrados es una ruina de hombre. A Sabina le desagrada esa visión, no quiere mirar a Franz y por eso cierra también los ojos. Pero esa oscuridad no significa para ella el infinito, sino simplemente la disconformidad con lo que se ve, la negación de lo visto, el rechazo a ver.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Jules Verne

20.000 leguas de viaje submarino (fragmento)

"Pero no podíamos detenernos. Había que seguir al capitán, que parecía dirigirse por senderos tan sólo por él conocidos. El suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendió de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear altas rocas de formas piramidales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crustáceos, apostados sobre sus altas patas como máquinas de guerra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesuradamente sus antenas y sus cirros tentaculares.
De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excavada en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flora submarina. En un primer momento, la gruta me pareció profundamente oscura. Los rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada. El capitán Nemo entró en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas. Distinguí los arranques de la bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana. "


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Arthur C. Clarke

2001: una odisea espacial (fragmento)

"No era el miedo a los abismos Galácticos lo que helaba su alma, sino una más profunda inquietud que brotaba desde el futuro aún por nacer. Pues él había dejado atrás las escalas del tiempo de su origen humano; ahora mientras contemplaba aquella banda de noche sin estrellas, conoció los primeros atisbos de la eternidad que ante él se abría.
Recordó luego que nunca estaría solo, y cesó lentamente su pánico. Se restauró en él la nítida percepción del Universo... aunque no, lo sabía, del todo por sus propios esfuerzos. Cuando necesitara guía en sus primeros y vacilantes pasos, allí estaría ella.
Confiado de nuevo, como un buceador de grandes profundidades que ha recuperado el dominio de sus nervios y su ánimo, lanzóse a través de los años-luz. Estalló la Galaxia del marco mental en que la había encerrado; estrellas y nebulosas se derramaron, pasando ante él en ilusión de infinita velocidad. Soles fantasmales explotaron y quedaron atrás, mientras él se deslizaba como una sombra a través de sus núcleos; la fría y oscura inmensidad del polvo cósmico que antes tanto temiera, parecía sólo el batir de ala de un cuervo a través de la cara del sol.
Las estrellas estaban diluyéndose, el resplandor de la Vía Láctea iba trocándose en pálido resplandor de la magnificencia que él conociera... y que, cuando estuviera dispuesto, volvería a conocer.
Volvía a estar, precisamente donde lo deseaba, en el espacio que los hombres llamaban real.
Ante él, como espléndido juguete que ningún Hijo de las Estrellas podría resistir, flotaba el planeta Tierra con todos sus pueblos.
El había vuelto a tiempo. Allá abajo, en aquel atestado globo, estarían fulgurando las señales de alarma a través de las pantallas de radar, los grandes telescopios de rastreo estarían escudriñando los cielos... y estaría finalizando la historia, tal como los hombres la conocían.
Se dio cuenta que mil kilómetros más abajo se había despertado un soñoliento cargamento de muerte, y estaba moviéndose perezosamente en su órbita. Las débiles energías que contenía no eran una amenaza para él; pero prefería un firmamento más despejado. Puso a contribución su voluntad, y los megatones que circulaban en órbita florecieron en una silenciosa detonación, que creó una breve y falsa alba en la mitad del globo dormido.
Luego esperó, poniendo en orden sus pensamientos y cavilando ante sus poderes aún no probados. Pues aunque era el amo del mundo, no estaba del todo seguro sobre lo que hacer a continuación.
Mas ya pensaría en algo. "


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4

Sabina se dejó convencer para visitar una asociación de compatriotas. Discutían una vez más

acerca de si se debía haber luchado contra los rusos con las armas en la mano o no. Por supuesto que aquí, en la tranquilidad de la emigración, todos decían que se tenía que haber luchado. Sabina dijo:

— Entonces vuelvan y luchen.

No debía haberlo dicho. Un hombre con el pelo cano y ondulado la señaló con un largo dedo índice:

— No diga eso. Todos ustedes son responsables de lo que pasó. Usted también. ¿Qué hizo usted allí contra el régimen comunista? Pintar cuadros, eso es todo...

La evaluación y el examen de los ciudadanos es una actividad permanente, la principal de las actividades sociales en los países comunistas. Si a un pintor se le ha de autorizar una exposición, si un ciudadano debe obtener un visado para poder ir durante las vacaciones al mar, si un futbolista debe formar parte de la selección nacional, primero hay que reunir todos los dictámenes e informes sobre él (de la portera, de los compañeros de trabajo, de la policía, de la organización del partido, de los sindicatos), luego éstos son analizados, sopesados y resumidos por funcionarios especiales designados para esos fines. Pero aquello de lo que hablan esos dictámenes no se refiere a la capacidad del ciudadano para pintar, jugar al fútbol o a si su salud necesita que pase las vacaciones junto al mar. Se refiere única y exclusivamente a lo que se dio en llamar «perfil político del ciudadano» (o sea, a lo que el ciudadano dice, a lo que piensa, al modo en que se comporta, a si participa en reuniones y en manifestaciones del primero de mayo). Dado que todo (la vida cotidiana, la carrera profesional y hasta las vacaciones) depende de la evaluación que se haga del ciudadano, todo el mundo (si quiere jugar al fútbol en el equipo nacional, exponer sus cuadros o pasar las vacaciones junto al mar) tiene que comportarse de modo que la evaluación sea positiva.

En eso pensaba ahora Sabina, mientras oía hablar al hombre del pelo cano. No se preocupa de si sus compatriotas juegan bien al fútbol o pintan bien (ninguno de los checos se preocupaban por saber cómo pinta Sabina), sino de si su postura en contra del régimen comunista era activa o sólo pasiva, de verdad o fingida, de toda la vida o de ahora mismo.

Como era pintora, se fijaba mucho en la cara de la gente y conocía, por sus experiencias en Praga, la fisionomía de aquellos cuya pasión es examinar y evaluar a los demás. Todos ellos tenían el índice un poco más largo que el dedo del corazón y apuntaban con él a las personas con las que hablaban. Por lo demás, el presidente Novotny, que mandó en Bohemia durante catorce años, hasta 1968, también llevaba el pelo exactamente igual, con un ondulado de peluquería y tenía el índice más largo de todos los habitantes de Europa Central.

Cuando el prestigioso emigrante oyó, en boca de una pintora cuyos cuadros no había visto nunca, que se parecía al presidente comunista Novotny, enrojeció, palideció, volvió a enrojecer, volvió a palidecer, no dijo nada y permaneció en silencio. Todos se quedaron callados al mismo tiempo, hasta que por fin Sabina se levantó y se fue.

Estaba consternada, pero en cuanto llegó a la calle, pensó: ¿Y por qué iba a tener que relacionarse con los checos? ¿Qué la une a ellos? ¿El paisaje? Si cada uno de ellos tuviera que explicar lo que le dice la palabra Bohemia, las imágenes que tendrían ante los ojos serían totalmente heterogéneas y no formarían unidad alguna.

¿O la cultura? Pero ¿qué es? ¿Dvorak y Janacek? Sí. Pero ¿qué ocurre cuando un checo no tiene sentido musical? La esencia de lo checo se diluye rápidamente.

¿O los grandes hombres? ¿Jan Hus? Ninguno de ellos había leído ni un solo renglón de sus libros. Lo único que eran capaces de entender todos a una eran las llamas, las gloriosas llamas en las que ardió como hereje en la hoguera, las gloriosas cenizas en las que se convirtió, de modo que la esencia de lo checo, piensa Sabina, no es para ellos más que cenizas. Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los reproches que se hacen mutuamente.

Andaba de prisa. Más que la ruptura con los emigrantes, lo que ahora la excitaba eran sus pensamientos. Sabía que eran injustos. Entre los checos hay también personas diferentes a aquel señor del índice largo.

El silencio que se produjo tras sus palabras no significaba, ni mucho menos, que todos estuviesen en contra suya. Más bien estaban confundidos por ese odio repentino, por esa incomprensión de la que aquí en la emigración todos son víctimas. ¿Por qué, mejor, no se compadece de ellos? ¿Por qué no ve en ellos a personas enternecedoras y abandonadas?

Nosotros sabemos ya por qué: Ya al traicionar a su padre, la vida apareció ante ella como un largo camino de traiciones, y cualquier traición nueva la atraía como un vicio y como una victoria, ¡No quiere permanecer en sus filas! ¡No quiere permanecer en esas filas siempre con la misma gente y las mismas conversaciones! Por eso la excita tanto lo injusta que es. La excitación no le resulta desagradable, al contrario, Sabina tiene la sensación de haber vencido y de ser aplaudida por alguien invisible.

Pero inmediatamente después de aquella embriaguez llegó la angustia: ¡Este camino tiene que terminar en algún sitio! ¡Alguna vez tiene que dejar de traicionar! ¡Algún día tiene que detenerse!

Era de noche e iba de prisa por el andén. El tren para Ámsterdam ya está en la estación. Buscaba su vagón. Abrió la puerta del compartimiento hasta el cual la había conducido un amable revisor y vio a Franz sentado en la cama, que ya estaba hecha. Se levantó para darle la bienvenida y ella lo abrazó y lo cubrió de besos.

Tenía unas ganas terribles de decirle, como la más trivial de las mujeres: ¡No me abandones, no dejes que me vaya, dómame, esclavízame, sé fuerte! Pero eran palabras que no podía y no sabía pronunciar.

Después de abrazarlo lo único que dijo fue: «Estoy tan contenta de estar contigo». Era lo más que podía decir una persona de un carácter tan reservado como el de ella.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Jürg Laederach

69 maneras de tocar el blues (fragmento)

"A 2960 metros sobre el nivel del mar el aire se torna escaso, febril. Se eleva como delicada nube algodonosa expelida por la móvil turbulencia, hacia la cima, fluyendo en medio de brillantes motas de nubes, dejando una estela azul en su indistinguible despertar desde el cielo que lo envuelve.
Esa es una idea magnífica, dejarnos respirar profundamente a modo de comienzo, dice el líder del grupo. Los distraídos ojos de la mujer de cuarenta años se abren con amplitud. Ella al igual que los otros, deja que su caja torácica impela y expela el gélido aire. A los principiantes se les permite indagar acerca de sus peculiares circunstancias. Una confiesa estar demasiado oronda, motivo por el que siempre está cansada. A los cuarenta, es lo único que la mujer repite. Cuenta una larga historia acerca de cómo sintió que se congelaba la noche anterior.
Un hombre gordo se aferra a un comentario sibilante que intermedia hasta que se convierte en otra parcela más de la mudez colectiva. El sol cae a plomo sobre los copos de nieve. Las puntas brillantes de sus rayos perforan todo lo que se halla presente. Las patas traseras de una silla se hunden en la nieve, un hombre es volcado hacia atrás. Los que se hallan sentados a su lado le ayudan y le empujan hacia arriba hasta que recupera de nuevo la posición vertical. Me gustaría empezar ahora, dice el líder del grupo. ¿Alguna objeción? "


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5

Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (continuación).

MANIFESTACIONES: en Italia o en Francia la cosa es sencilla. Cuando los padres obligan a alguien a ir a la iglesia, éste se venga ingresando en el partido (comunista, maoísta, trotskista, etc.). Pero a Sabina su padre primero la hizo ir a la iglesia y después, él mismo, por temor, la obligó a apuntarse en la Unión de Jóvenes Comunistas.

Cuando iba a las manifestaciones del primero de mayo, no sabía llevar el ritmo de la marcha, de modo que la chica que iba detrás le gritaba y le daba pisotones a propósito. Cuando se cantaba durante el desfile, nunca sabía el texto de las canciones y no hacía más que abrir k boca sin emitir sonido. Pero sus compañeras se dieron cuenta y la acusaron. Desde pequeña odiaba todas las manifestaciones.

Franz estudiaba en París y, como tenía un talento excepcional, su carrera científica estaba asegurada prácticamente desde sus veinte años. Desde entonces sabía que se iba a pasar la vida dentro de un gabinete universitario, de las bibliotecas públicas y de dos o tres aulas; aquella idea le producía una sensación de asfixia. Tenía ganas de salirse de su vida, tal como se sale de una casa a la calle.

Por eso, mientras vivía en París, le gustaba tanto asistir a manifestaciones. Era precioso celebrar algo, reivindicar algo, protestar contra algo, no estar solo, estar al aire libre y estar con otros. Las manifestaciones que bajaban por el bulevar Saint Germain o desde la plaza de la República a la Bastilla, le fascinaban. La masa marchando y gritando era para él la imagen de Europa y su historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha de revolución en revolución, de lucha a lucha, siempre adelante.

También podría decirlo de otro modo: A Franz su vida entre libros le parecía irreal. Anhelaba una vida real, el contacto con el resto de las personas que van con él codo con codo, sus gritos. No era consciente de que precisamente lo que considera irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.

Durante sus estudios Sabina vivía en una residencia. Los primeros de mayo todos tenían que estar desde muy temprano en el punto de partida de la manifestación. Para que no faltase nadie, los funcionarios de la organización de estudiantes controlaban que la residencia quedase vacía. Por eso se escondía en el retrete y, cuando hacía mucho tiempo que los demás ya se habían ido, volvía a su habitación. Había un silencio como nunca. Sólo a lo lejos se oía a las bandas de música. Era como si estuviera escondida dentro de una concha y a lo lejos resonase el mar del mundo hostil.

Un año después de abandonar Bohemia se encontraba casualmente en París, precisamente en el

aniversario de la invasión rusa. Se celebraba una manifestación de protesta y no fue capaz de resistir a la tentación de participar. Los jóvenes franceses levantaban el puño y gritaban consignas contra el imperialismo soviético. Aquellas consignas le gustaban, pero de pronto comprobó con sorpresa que era incapaz de gritar a coro con los demás. No aguantó en la manifestación más que unos pocos minutos.

Les confió su experiencia a sus amigos franceses. Se extrañaron: «¿Es que no quieres luchar contra la ocupación de tu país?». Tenía ganas de decirles que detrás del comunismo, del fascismo, de todas las ocupaciones y las invasiones, se esconde un mal más básico y general; para ella la imagen de ese mal es una manifestación de personas que marchan, levantan los brazos y gritan al unísono las mismas sílabas. Pero sabía que no sería capaz de explicárselo. Perpleja, cambió el tema de la conversación.

BELLEZA DE NUEVA YORK: anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas, junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y, detrás de aquél, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palacio árabe con sus torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.

Sabina se acordó de sus cuadros: en ellos también se producían encuentros de cosas que no tenían nada que ver: una siderurgia en construcción y detrás de ella una lámpara de petróleo; otra lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado está rota en pequeños fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de marismas.

Franz dijo:

— La belleza europea ha tenido siempre un cariz intencional. Había un propósito estético y un plan a largo plazo según el cual la gente edificaba durante decenios una catedral gótica o una ciudad renacentista. La belleza de Nueva York tiene una base completamente distinta. Es una belleza no intencional. Surgió sin una intención humana, algo así como una gruta con estalactitas. Por mas, que en sí mismas son feas, se encuentran casual mente, sin planificación, en unas combinaciones tan increíbles que relucen con milagrosa poesía.

Sabina dijo:

—Una belleza no intencional. Sí. También podría decirse: la belleza como error. Antes de que la belleza desaparezca por completo del mundo, existirá aún durante un tiempo como error. La belleza como error es la última fase de la historia de la belleza.

Y se acordó del primer cuadro que pintó, ya como pintora madura; surgió gracias a que sobre él cayó por error pintura roja. Sí, sus cuadros estaban basados en la belleza del error, y Nueva York era la patria secreta y verdadera de su pintura.

Franz dijo:

— Es posible que la belleza no intencional de Nueva York sea mucho más rica y variada que la belleza excesivamente severa y compuesta de un proyecto humano. Pero ya no es una belleza europea. Es un mundo extraño.

¿Resultará que hay al menos algo acerca de lo cual los dos piensen lo mismo?

No. Hay una diferencia. Lo ajeno de la belleza neoyorquina atrae tremendamente a Sabina. A Franz le fascina, pero también le horroriza; despierta en él la añoranza de Europa.

PATRIA DE SABINA: Sabina comprende la aversión de él hacia América. Franz es la personificación de Europa: su madre era de Viena, su padre era francés, él es suizo.

Por su parte, Franz admira la patria de Sabina. Cuando le habla de sí misma y de sus amigos de Bohemia, Franz oye las palabras cárcel, persecución, tanques en las calles, emigración, octavillas, literatura prohibida, exposiciones prohibidas, y siente una extraña envidia mezclada de nostalgia.

Le confiesa a Sabina: «Una vez un filósofo escribió acerca de mí que todo lo que digo son especulaciones indemostrables y me llamó un Sócrates casi inverosímil. Me sentí tremendamente

humillado y le respondí en un tono furibundo. ¡Imagínate! ¡Este episodio ridículo fue el mayor conflicto que jamás he vivido! ¡Fue entonces cuando mi vida alcanzó el máximo de sus posibilidades dramáticas! Nosotros dos vivimos a dos escalas distintas. Tú has entrado en mi vida como Gulliver en el país de los enanos».

Sabina protesta. Dice que el conflicto, el drama, la tragedia, no significan absolutamente nada, no represen tan valor alguno, nada que merezca respeto o admiración. Lo que todo el mundo le puede envidiar a Franz es el trabajo que ha podido hacer tranquilamente.

Franz hace un gesto de negación con la cabeza: «Cuando la sociedad es rica, la gente no tiene que trabajar con las manos y se dedica a la actividad intelectual. Hay cada vez más universidades y cada vez más estudiantes. Los estudiantes, para poder terminar sus carreras, tienen que inventar temas para sus tesinas. Hay una cantidad infinita de temas, porque sobre cualquier cosa se puede hacer un estudio. Los folios de papel escrito se amontonan en los archivos, que son más tristes que un cementerio, porque en ellos no entra nadie ni siquiera el día de difuntos. La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad. Por ese motivo te digo que un libro prohibido en tu país significa infinitamente más que los millones de palabras que vomitan nuestras universidades».

En este sentido podríamos entender la debilidad de Franz por todas las revoluciones. Tiempo atrás había sentido simpatía por Cuba, luego por China y, cuando la perdió debido a la crueldad de sus regímenes, se acostumbró melancólicamente a la idea de que ya no le quedaba más que aquel mar de letras que no tienen ningún peso y no son la vida. Se hizo profesor en Ginebra (donde no se celebran manifestaciones) y, en una especie de vida ascética (solo, sin mujeres ni manifestaciones), publicó con considerable éxito varios libros científicos. Un buen día llegó Sabina como una aparición; venía de un país en el que desde hacía mucho tiempo no florecía ningún tipo de ilusiones revolucionarias, pero donde se conservaba lo que él más admiraba de las revoluciones: el riesgo, el coraje y el peligro de muerte, una vida vivida a gran escala. Sabina le había devuelto la fe en la grandeza del destino del hombre. Resultaba aún más bella porque detrás de su figura se trasparentaba el doloroso drama de su país.

Pero a Sabina no le gustaba aquel drama. Las palabras cárcel, persecución, libros prohibidos, ocupación, tanques, son para ella palabras feas, carentes del menor perfume romántico. La única palabra que suena en su interior dulcemente, como un recuerdo nostálgico de su patria, es la palabra cementerio.

CEMENTERIO: en Bohemia los cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de césped y flores de colores. Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas. Cuando oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile infantil, porque los muertos son inocentes como niños. Aunque la vida estuviera llena de crueldad, en los cementerios siempre ha reinado la paz. Incluso en tiempos de guerra, en la época de Hitler, en la de Stalin, durante todas las ocupaciones. Cuando estaba triste, cogía el coche y se iba lejos de Praga, a pasear por alguno de los cementerios de pueblo que le gustaban. Aquellos cementerios, con montes azulados al fondo, eran hermosos como una canción de cuna.

Para Franz un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.

— Yo no iría jamás en coche. ¡Les tengo pánico a los accidentes! ¡Aunque uno no se mate, tiene que quedarle un trauma para toda la vida! —dijo el escultor y se cogió inconscientemente el dedo índice que por poco no había perdido hacía tiempo, mientras labraba una escultura en madera. Lo conservó de milagro.

— ¡Qué va! —rió Marie-Claude, que estaba en forma—: ¡Una vez tuve un accidente grave y fue estupendo! ¡Lo mejor de todo fue el hospital! No podía dormir, así que leía sin parar, de día y de noche.

Todos la miraban con un asombro que a ella le producía un evidente placer. Franz sentía una sensación en la que se mezclaban el disgusto (sabía que tras el mencionado accidente su mujer se había quedado muy deprimida y no había parado de quejarse) y una especie de admiración (su capacidad para transformar todo lo que le pasaba era una muestra de su imponente vitalidad). Continuó:


La insoportable levedad del ser
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— Allí fue donde empecé a dividir los libros en diurnos y nocturnos. De verdad que hay libros que sólo se pueden leer por la noche.

Todos manifestaban un asombro admirativo, menos el escultor que seguía apretando su dedo y tenía la cara llena de arrugas por el desagradable recuerdo. Marie-Claude se dirigió a él:

— ¿Qué categoría le adjudicarías a Stendhal?

El escultor no prestaba atención y se encogió de hombros sin saber qué responder. El crítico de arte que estaba a su lado manifestó que a su juicio Stendhal era una lectura diurna.

Marie-Claude hizo un gesto de negación con la cabeza y afirmó con voz sonora:
— Te equivocas. ¡No, no, no, te equivocas! ¡Stendhal es un autor nocturno!
Franz participaba en la discusión sobre el arte nocturno y diurno sin apenas dedicarle atención,

porque no pensaba más que en cuándo aparecería Sabina. Habían estado dudando los dos muchos días si debían aceptar o no la invitación a este cóctel. Marie-Claude lo organizaba para todos los pintores y escultores que habían expuesto alguna vez en su galería. Desde que conoció a Franz, Sabina evitaba encontrarse con su mujer. Pero tenían miedo de quedar en evidencia y al final llegaron a la conclusión de que sería más natural y menos sospechoso que ella asistiese.

Miraba disimuladamente hacia la antesala y entonces se dio cuenta de que en el otro extremo de la sala resonaba constantemente la voz de su hija Marie-Anne, que tenía dieciocho años. Abandonó el grupo dominado por su mujer para incorporarse al círculo dominado por su hija. Algunos estaban sentados en sillones, otros de pie; Marie-Anne estaba sentada en el suelo. Franz estaba seguro de que Marie-Claude, al otro extremo del salón, tampoco tardaría mucho en sentarse en la alfombra. Sentarse en el suelo en presencia de los huéspedes era en aquella época un gesto que significaba naturalidad, soltura, progresismo, amistosidad y espíritu parisino. Marie-Anne se sentaba en todas partes en el suelo con tal pasión que Franz temía con frecuencia que se sentase en el suelo en el estanco al que iba a comprar cigarrillos.

— ¿En qué está trabajando ahora, Alan? —le preguntó Marie-Anne al hombre a cuyos pies estaba sentada.

Alan era una persona ingenua y honesta y quiso responder con sinceridad a la hija de la dueña de la galería. Empezó a explicarle su nuevo modo de pintar, que es una unión de fotografía y pintura al óleo. No había dicho más de tres frases cuando Marie-Anne empezó a silbar. E l pintor hablaba despacio y concentrado, de manera que no oyó los silbidos. Franz le dijo al oído:

— ¿Me puedes decir por qué silbas?
— Porque no me gusta cuando hablan de política —respondió en voz alta.
En efecto, dos de los hombres que formaban parte del mismo círculo hablaban de las próximas

elecciones en Francia. Marie-Anne, que se sentía obligada a dirigir la diversión, les preguntó a los dos si irían la semana próxima al teatro a ver la ópera de Rossini que ponía en Ginebra una compañía italiana. Mientras tanto, el pintor Alan buscaba formulaciones cada vez más precisas para explicar su nuevo modo de pintar, y Franz se avergonzaba de su hija. Para acallarla afirmó que se aburría infinitamente en la ópera.

—Eres terrible —dijo Marie-Anne, tratando desde el suelo de golpear a su padre en la barriga—, el actor principal es hermoso. ¡Ay, qué hermoso es! Lo he visto dos veces y estoy enamorada de él.

Franz constató que su hija se parecía terriblemente a su madre. ¿Por qué no se parece a él? No hay nada que hacer, no se le parece. Ha oído ya a Marie-Claude innumerables veces decir que está enamorada de tal O cual pintor, cantante, escritor, político y una vez hasta de un ciclista. Por supuesto que aquello era pura retórica de cenas y cócteles, pero a veces, en esos momentos, él se acordaba de que una vez hace veinte años dijo lo mismo de él mientras lo amenazaba con suicidarse.

En ese momento entró Sabina en el salón. Marie-Claude la vio y fue a su encuentro. Su hija seguía hablando de Rossini, pero Franz sólo prestaba atención a lo que se decían las dos mujeres. Después de unas frases amistosas de bienvenida, Marie-Claude cogió un colgante de cerámica que Sabina llevaba al cuello y dijo en voz muy alta:

— Y esto ¿qué es? ¡Es muy feo!

Aquella frase llamó la atención de Franz. No fue pronunciada con agresividad, por el contrario, una sonora risa pretendía aclarar inmediatamente que el rechazo al colgante no cambiaba en nada la

amistad que Mari-Claude sentía por la pintora, pero era sin embargo una frase que no cuadraba con la forma en que Marie-Claude hablaba con los demás.

— Lo he hecho yo misma —dijo Sabina.
— Es feo, de verdad —repitió Marie-Claude en voz muy alta—: No deberías llevarlo.
Franz sabía que a su mujer no le importaba nada que el colgante fuese feo o no. Feo era aquello

que ella quería ver feo, hermoso era lo que quería ver hermoso. Los adornos de sus amigos eran hermosos a priori. Pero aunque, pese a todo, los encontrase feos, se lo callaría, porque hacía tiempo que el halago se había convertido en su segunda personalidad.

Entonces ¿por qué había decidido que el colgante que Sabina se había hecho iba a ser feo?

Franz lo tiene completamente claro: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo porque se lo podía permitir.

Para ser más preciso: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo para que quedase claro que se podía permitir decirle a Sabina que su colgante era feo.

La exposición de Sabina, hace un año, no tuvo gran éxito y a Marie-Claude no le interesaba demasiado ganarse el favor de Sabina. Por el contrario, Sabina tenía motivos para desear ganarse el favor de Marie-Claude. Sin embargo, su actitud no daba esa impresión.

Sí, Franz lo tenía completamente claro: Marie-Claude había aprovechado la oportunidad para poner de manifiesto ante Sabina (y los demás) cuál era la verdadera relación de fuerzas.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Théodore de Banville

A Adolphe Gaïffe

"Hombre joven sin melancolía,
Rubio como un sol de Italia,
Guarda bien tu bella locura.

¡Es la sabiduría! Amar el vino,
La belleza, la primavera divina,
Esto basta. El resto es vano.

Ratón, hasta al destino severo:
y, cuando vuelva la primavera,
Pon las flores en un vaso.

¿El cuerpo bajo la tumba encerrado,
Qué queda? De haber amado
Durante dos o tres meses de Mayo.

"Busco los efectos y las causas",
Nos dicen los soñadores taciturnos.
¡ Palabras! ¡ Palabras!... ¡ Recojamos las rosas! "


El Poder de la Palabra
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Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (terminación)


IGLESIA ANTIGUA EN AMSTERDAM: de un lado están las casas y en las grandes ventanas de los pisos bajos, que parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de las putas, quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los cristales, en sillones con almohadones. Parecen grandes gatas aburridas.

La parte de enfrente de la calle está formada por una enorme iglesia gótica del siglo catorce.

Entre el mundo de las putas y el mundo de Dios, como un río entre dos reinos, se extiende un intenso olor a orina.

Lo único que ha quedado del antiguo estilo gótico adentro de la catedral son las altas paredes desnudas, las columnas, la bóveda y las ventanas. En las paredes no hay ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está vacía como un gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas formando un gran cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el predicador. Detrás de las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos para las familias de ricos burgueses.

Las sillas y los palcos están puestos sin la más mínima consideración para con la forma de las paredes y la situación de las columnas, como si quisieran expresarle a la arquitectura gótica su indiferencia y desprecio. La fe calvinista convirtió hace ya siglos la iglesia en un simple Cobertizo que no tiene otra función que la de proteger la Oración de los creyentes de la lluvia y la nieve.

Franz estaba fascinado: por esta enorme sala había pasado la Gran Marcha de la historia.

Sabina se acordó de cuando, tras el golpe de Estado de los comunistas, todos los palacios de Bohemia fueron nacionalizados y convertidos en escuelas de formación profesional, en asilos de ancianos, pero también en establos. Visitó uno de esos establos: en las paredes estuca das estaban empotrados los soportes de las argollas de hierro a las que estaban atadas las vacas que miraban como en sueños por las ventanas al parque del palacio por el que corrían las gallinas.

Franz dijo:

— Este vacío me fascina. La gente acumula altares, estatuas, cuadros, sillas, sillones, alfombras, libros y después viene ese momento de alivio feliz en el que lo sacuden todo como migas de una mesa. ¿Te imaginas cómo sería esa escoba de Hércules que barrió esta iglesia?

Sabina señaló uno de los palcos de madera:

— Los pobres tenían que estar de pie y los ricos tenían palcos. Pero había algo que unía al banquero y al pobre: el odio a la belleza.

— ¿Qué es la belleza? —dijo Franz y ante sus ojos apareció la inauguración de la exposición en la que tuvo que participar recientemente en compañía de su mujer. La infinita vanidad de los discursos y las palabras, la vanidad de la cultura, la vanidad del arte.

Cuando ella trabajaba como estudiante en la Obra de la Juventud y tenía el alma envenenada por las alegres marchas que sonaban sin interrupción por los altavoces, cogió un domingo la motocicleta y se dirigió hacia las lejanas montañas. Se detuvo en un pueblecito perdido en medio de los montes. Apoyó la motocicleta en la pared de la iglesia y entró. Estaban oficiando la misa. En aquella época la religión estaba perseguida por el régimen y la mayor parte de la gente se mantenía alejada de la iglesia. Los únicos que estaban sentados en los bancos eran los viejos y las viejas, porque ésos no le temían al régimen. Sólo le temían a la muerte.

El sacerdote pronunciaba con voz cantarina una frase y la gente la repetía a coro. Eran letanías. Las palabras, siempre iguales, volvían como un peregrino que no puede despegar los ojos del paisaje o como un hombre que no es capaz de despedirse de la vida. Ella estaba sentada en el último banco, a ratos cerraba los ojos, sólo para oír la música de aquellas palabras y luego los volvía a abrir: veía arriba la cúpula pintada de azul y sobre el azul unas grandes estrellas doradas. Estaba como encantada.

Lo que repentinamente había encontrado en aquella iglesia no era a Dios, sino a la belleza. Sabía perfectamente que aquella iglesia y aquellas letanías no eran bellas en sí mismas, sino precisamente en relación con la Obra de la Juventud, en la que pasaba sus días en medio del ruido de las canciones. La misa era bella porque se le había aparecido, repentina y secretamente, como un mundo traicionado.

Desde entonces sabía que la belleza es un mundo traicionado. Sólo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han dejado olvidada por error en algún sitio. La belleza está oculta tras los bastidores de la manifestación del primero de mayo. Si la queremos encontrar, tenemos que rasgar el lienzo del decorado.

—Esta es la primera vez que me fascina una iglesia—, dijo Franz.

Lo que despertaba su entusiasmo no era ni el protestantismo ni el ascetismo. Era otra cosa, algo muy personal, de lo que no se atrevía a hablar delante de Sabina. Le parecía oír una voz que lo exhortaba a coger la escoba de Hércules y barrer de su vida las inauguraciones de Marie-Claude, los cantantes de Marie-Anne, los congresos y los simposios, los discursos vanos, las palabras vanas. El gran espacio vacío de la iglesia de Ámsterdam aparecía ante él como la imagen de su propia liberación.

FUERZA: en la cama de uno de los muchos hoteles en los que hacían el amor, Sabina jugaba con los brazos de Franz:

— Es increíble —dijo— que tengas esos músculos.

Franz se alegró por el elogio. Se levantó de la cama, cogió una pesada silla de roble por la parte de abajo de la pata, junto al suelo, y la levantó lentamente.

— No tienes que tener miedo de nada —dijo—, yo podría defenderte en cualquier situación. Antes participaba en competiciones de judo.

Consiguió levantar el brazo con la pesada silla por en cima de la cabeza y Sabina dijo:
—Es agradable ver lo fuerte que eres.
Pero para sus adentros añadió lo siguiente: Franz es fuerte, pero su fuerza se dirige sólo hacia

fuera. Con respecto a las personas con las que vive, a las que quiere, es débil. La debilidad de Franz se llama bondad. Franz nunca podría darle órdenes a Sabina. No le mandaría, como en tiempos hizo Tomás, que coloque un espejo en el suelo y ande encima de él desnuda. No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin violencia.

Sabina miraba a Franz que caminaba por la habitación con la silla levantada, aquello le parecía grotesco y la llenaba de una extraña tristeza.

Franz dejó la silla en el suelo y se sentó en ella mirando a Sabina.

— No es que no me agrade ser fuerte —dijo—, pero ¿para qué necesito estos músculos en Ginebra? Los llevo como un adorno. Como unas plumas de pavo real. En la vida me he peleado con nadie.

Sabina continuó con su meditación melancólica: ¿Y si tuviera un hombre que le diera órdenes?

¿Alguien que quisiera ser su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni siquiera cinco minutos! De lo cual se deduce que no hay hombre que le vaya bien. Ni fuerte ni débil. Dijo:

— ¿Y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra mí?
— Porque amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.
Sabina se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que aquella frase era hermosa y cierta.

En segundo lugar, de que, al pronunciarla, Franz quedaba descalificado para su vida erótica.

VIVIR EN LA VERDAD: ésta es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna carta. Franz ya no recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en Ámsterdam y de unas conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque no lo ha hecho nunca. Se siente agradablemente excitado, como un buen alumno que hubiera decidido hacer novillos por una vez en su vida.

Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad. Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la literatura en la que los autores delatan todas sus intimidades y las de sus amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso Sabina no sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede «vivir en la verdad».

Por el contrario, Franz está seguro de que la división de la vida en una esfera privada y otra pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera en su intimidad y de otra en público. «Vivir en la verdad» significa para él suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar la frase de André Bretón acerca de que le gustaría vivir «en una casa de cristal» en la que nada sea secreto y en la que todos puedan verlo.

Cuándo oyó a su mujer decirle a Sabina «¡qué feo es ese colgante!», comprendió que ya no podía seguir viviendo en la mentira. En aquel momento debía haber salido en defensa de Sabina. Si no lo hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia su amor secreto.

Al día siguiente del cóctel iría con Sabina a pasar dos días a Roma. Seguía resonando en sus oídos la frase «qué feo es ese colgante» y veía a su mujer de una manera distinta a como la había visto durante toda su vida. Su agresividad, invulnerable, ruidosa y temperamental, lo liberaba del peso de la bondad que había cargado pacientemente durante veintitrés años de matrimonio. Se acordó del enorme espacio interior de la iglesia de Ámsterdam y volvió a sentir dentro de sí el extraño, ininteligible entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.

Estaba haciendo la maleta cuando entró Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó a hablarle de los invitados del día anterior, elogiando enérgicamente algunas opiniones que había oído de ellos y condenando sarcásticamente otras.

Franz la miró largamente y luego dijo: — No hay ninguna conferencia en Roma.

No entendía:

— ¿Y entonces a qué vas?
Dijo:
—Hace ya nueve meses que tengo una amante. No quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso

viajo tanto. He pensado que debías saberlo.
Después de pronunciar las primeras palabras se asustó; el coraje que tenía al comienzo lo

abandonó. Apartó la vista para no ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía que le iba a causar con sus palabras.

Tras una pequeña pausa se oyó:
—Sí, yo también opino que debía saberlo.
La voz sonaba firme y Franz levantó la vista: Marie-Claude no se había derrumbado. Seguía

pareciéndose a aquella mujer que ayer había dicho con voz chillona «¡qué feo es ese colgante!».

Siguió:

—Y ya que eres tan valiente para comunicarme que hace nueve meses que me engañas, ¿podrías decirme con quién?

El siempre había pensado que no debía hacerle daño a Marie-Claude, que tenía que valorar a la mujer que había en ella. ¿Pero adonde había ido a parar aquella mujer que había en Marie-Claude? Dicho de otro modo, ¿adonde había ido a parar la imagen de su madre que él relacionaba con su mujer? La madre, su triste y traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había estado en ella. Se dio cuenta de aquello con repentino odio.

— No tengo ningún motivo para ocultártelo —dijo.

Aunque no la había herido la noticia de que le era infiel, no dudaba de que la heriría la noticia de quién era su rival. Por eso le habló de Sabina sin dejar de mirarla a la cara.

Poco después se reunió con Sabina en el aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él se sentía cada vez más liviano. Pensaba en que, después de nueve meses, por fin vivía en la verdad.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
Achim Von Arnim

A Bettina Brentano

"El corazón no dista de las estrellas brillantes
que el ojo mira en la distancia, bajo los sonidos
del mundo y los silenciosos cielos. La evidencia
de una luz crepuscular en el borde de la tierra
disipa la enardecida timidez de la luminosa sangre. "


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