El baúl de los fragmentos perdidos

8

Sabina se sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su intimidad. Como si de pronto se hubieran asomado la cabeza de Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne, la cabeza del pintor Alan y la del escultor que anda siempre apretándose el dedo, las cabezas de todas las personas que conoce en Ginebra. Se convertirá, contra su voluntad, en la rival de no sé qué mujer, que no le interesa en lo más mínimo. Franz se divorciará y ella ocupará un lugar a su lado en la cama de matrimonio. Todos podrán observarlo de cerca o de lejos, se verá obligada a hacer una especie de teatro; en lugar de ser Sabina, va a tener que desempeñar el papel de Sabina e inventar cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace público, aumenta de peso, se convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por anticipado al imaginarse ese peso.

Cenaron en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.
— ¿De verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.
Le aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa y no sabía si debía alegrarse o no. Se acordaba

de su encuentro en el compartimiento del tren en Ámsterdam. Aquella vez tuvo ganas de caer de rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque fuera por la fuerza y que nunca la dejase ir. Aquella vez deseó que terminara de una vez ese peligroso camino de traiciones. Deseó detenerse.

Ahora trataba de evocar con la mayor intensidad posible el deseo de entonces, de invocarlo, de apoyarse en él. Era en vano. La sensación de disgusto era más fuerte.

Regresaban al hotel andando, ya de noche. Los italianos que pasaban junto a ellos hacían ruido, gritaban, gesticulaban, de modo que ellos podían andar juntos sin decir palabra y no oír su propio silencio.

Después Sabina se lavó largamente en el cuarto de baño mientras Franz la esperaba en la cama tapado con la colcha. La lamparita estaba encendida como siempre.

Al regresar del cuarto de baño la apagó. Fue la primera vez que lo hizo. Franz debía haber registrado mejor aquel gesto. No le prestó atención porque no tenía significado alguno para él. Como sabemos, prefería cerrar los ojos cuando hacía el amor.

Y debido precisamente a aquellos, ojos cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería ver aquellos párpados cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el proverbio, son la ventana del alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre encima de ella con los ojos cerrados, era para ella un cuerpo sin alma. Parecía un cachorro que aún está ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene sed. Franz jodiendo, con sus hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de sus pechos. ¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si estuviera chupeteando leche! Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y por arriba un lactante que mamaba, de que por lo tanto estaba jodiendo con un bebé, la ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más cómo se mueve desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como una perra a su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!

Sabía, por supuesto, que su decisión era el colmo de la injusticia, que Franz es el mejor de los hombres que jamás ha tenido, que es inteligente, que comprende sus cuadros, que es guapo, que es bueno, pero cuanto más lo sabía, más ganas tenía de violar aquella inteligencia, aquella bondad, de violar aquella fuerza impotente.

Aquella noche lo amó con mayor intensidad que nunca porque la excitaba saber que era por última vez. Hacía el amor con él y estaba ya muy lejos de allí. Volvía a oí r a lo lejos la trompeta dorada de la traición y sabía que era una voz a la que no podría resistir. Le parecía que había aún ante ella un enorme espacio para la libertad, y la lejanía de aquel espacio la excitaba. Hacía el amor con Franz locamente, salvajemente, como nunca lo había hecho con él.

Franz gemía sobre su cuerpo y estaba seguro de entenderlo todo: Pese a que Sabina había estado callada durante la cena y no le había dicho lo que pensaba de su decisión, ahora le respondía. Ponía de manifiesto su alegría, su pasión, su aprobación, su deseo de vivir para siempre con él.

Se sentía como un jinete que va montado a caballo hacia un vacío maravilloso, hacia un vacío sin esposa, sin hija, sin hogar, hacia un maravilloso vacío barrido por la escoba de Hércules, hacia un maravilloso vacío que llenaría con su amor.

Ambos iban encima del otro como quien va a caballo. Ambos iban hacia la lejanía que anhelaban. Ambos estaban unidos por la traición que los liberaba. Franz iba en Sabina y traicionaba a su mujer, Sabina iba en Franz y traicionaba a Franz.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
9

Durante más de veinte años había visto en su mujer a su madre, a un ser dulce al que es necesario defender; aquella idea estaba demasiado arraigada en él como para que pudiera librarse de ella en dos días. Al regresar a casa sintió remordimientos, tuvo miedo de que tras su partida se hubiera derrumbado y estuviera torturada por la tristeza. Abrió tímidamente la puerta, entró en su habitación. Se detuvo un momento en silencio, escuchando: sí, estaba en casa. Tras un momento de duda fue a verla para saludarla, como era su costumbre.

Alzó las cejas con una sorpresa fingida:

-¿Has vuelto aquí? —«¿Y adonde iba a ir?» tuvo ganas de decir (con auténtica sorpresa), pero no dijo nada. Ella continuó—: Para que todo quede claro. No tengo nada en contra de que te traslades en seguida a su casa.

Cuando se lo confesó todo, el día de la partida, no tenía un plan preciso. Estaba dispuesto a discutir amistosamente al regreso cómo hacer las cosas para causarle el menor daño posible. Pero no contaba con que ella misma insistiese fría y obstinadamente en que se fuese.

A pesar de que aquello le facilitaba las cosas, no pudo evitar la decepción. Toda la vida había tenido miedo de herirla y sólo por eso se había impuesto voluntariamente la disciplina de una monogamia idiotizante. ¡Y al cabo de veinte años de pronto comprueba que sus reparos han sido completamente inútiles y que se había privado de otras mujeres sólo por culpa de un malentendido!

Por la tarde tenía una clase y de la universidad fue directamente a casa de Sabina. Quería pedirle que le permitiese quedarse en su casa por la noche. Llamó al timbre pero no abrió nadie. Se fue al bar de enfrente y estuvo durante mucho tiempo mirando hacia la entrada de su casa.

Había anochecido ya y él no sabía qué hacer. Toda su vida había dormido con Marie-Claude en la misma cama. Si ahora regresara a casa, ¿dónde se acostaría? Podría acostarse, por supuesto, en el tresilío de la habitación contigua. ¿Pero no sería un gesto exagerado? ¿No parecería una manifestación de enemistad? ¡El quiere seguir siendo amigo de su mujer! Pero acostarse a su lado tampoco era posible. Podía oír por adelantado su irónica pregunta: cómo no prefiere dormir en la cama de Sabina. Por eso buscó una habitación en un hotel.

Al día siguiente volvió a llamar en vano a la puerta de Sabina durante todo el día.

Al tercer día fue a ver a la portera. No sabía nada y le indicó que se dirigiera a la propietaria de la casa, que era quien le había alquilado el estudio a Sabina. La llamó por teléfono y se enteró de que Sabina había rescindido el contrato dos días antes.

Fue varios días más a ver si localizaba a Sabina en su casa hasta que un día encontró la casa

abierta, tres hombres vestidos con monos cargaban los muebles y los cuadros en un gran camión de mudanzas aparcado delante de la casa.

Les preguntó adonde llevaban los muebles.
Le contestaron que tenían orden expresa de mantener en secreto la dirección.
Ya estaba a punto de ofrecerles unos cuantos billetes para que le desvelaran el secreto, cuando

de repente sintió que no tenía fuerzas para hacerlo. La tristeza lo había paralizado por completo. No entendía nada, no era capaz de explicarse nada, lo único que sabía era que había estado esperando aquel momento desde el instante en que conoció a Sabina. Había pasado lo que tenía que pasar. Franz no se resistía.

Encontró un piso pequeño en el casco antiguo. En un momento en que sabía que no iban a estar ni la mujer ni la hija, visitó su antiguo hogar para llevarse la ropa y los libros más importantes. Se cuidó mucho de no coger nada que pudiera hacerle falta a Marie-Claude.

Un día la vio a través del cristal de una cafetería. Estaba sentada con otras dos señoras y su cara, en la que una gesticulación incontrolada había marcado hace tiempo muchas arrugas, se movía temperamentalmente. Las damas la escuchaban y se reían sin parar. Franz tenía la impresión de que les estaba hablando de él. Seguro que se habría tenido que enterar de que Sabina había desaparecido de Ginebra precisamente en la misma época en que Franz decidió irse a vivir con ella. ¡Era una historia verdaderamente cómica! No podía extrañarse de ser objeto de diversión de las amigas de su mujer.

Regresó a su piso, hasta donde llegaba cada hora el sonido de las campanas de la iglesia de Saint-Pierre. Aquel mismo día le habían traído la mesa de la tienda. Olvidó a Marie-Claude y a sus amigas. Y por un momento olvidó también a Sabina. Se sentó a la mesa. Estaba contento de haberla elegido él mismo. Había vivido veinte años rodeado de muebles que no había elegido él. De todo se encargaba Marie-Claude. En realidad es la primera vez que dejaba de ser un muchacho y se independizaba. Al día siguiente había quedado con el carpintero para que le hiciese una librería. Llevaba ya varias semanas entretenido dibujando su forma, tamaño y ubicación.

Entonces se percató con sorpresa de que no era desdichado. La presencia física de Sabina era mucho menos importante de lo que había supuesto. Lo importante era la huella dorada, la huella mágica que había dejado en su vida y que nadie podría quitarle. Antes de desaparecer de su vista tuvo tiempo de poner en sus manos la escoba de Hércules, con la cual barrió de su vida todo lo que no quería. Aquella inesperada felicidad, aquella comodidad, aquel placer que le producían la libertad y la nueva vida, ése era el regalo que le había dejado.

Por lo demás, siempre prefería lo irreal a lo real. Del mismo modo en que se sentía mejor en las manifestaciones (que como ya he dicho son sólo teatro y sueño) que en la cátedra desde la que les daba clase a sus alumnos, era más feliz con la Sabina que se había convertido en una diosa invisible que con la Sabina con la que recorría el mundo y por cuyo amor temía constantemente. Le había dado la inesperada libertad del hombre que vive solo, le había regalado la luz de la seducción. Se había vuelto atractivo para las mujeres; una de sus alumnas se enamoró de él.

Y así, en un período de tiempo increíblemente breve, se transformó por completo el escenario de su vida. Hasta hacía poco tiempo vivía en una gran casa burguesa con criada, hija y esposa, y ahora reside en un piso pequeño del casco antiguo y su joven amante se queda a dormir en su casa casi todos los días. No necesita recorrer con ella los hoteles de todo el mundo y puede hacer el amor con ella en su propio piso, en su propia cama, en presencia de sus libros y de su cenicero que está encima de la mesa de noche.

¡La chica no era ni guapa ni fea, pero era tanto más joven que él! Y admiraba a Franz igual que hasta hacía poco tiempo admiraba Franz a Sabina. Aquello no era desagradable. Y si acaso podía interpretar el haber cambiado a Sabina por una estudiante con gafas como una pequeña degradación, su bondad era suficiente como para que la nueva amante hubiera sido bien recibida, para que sintiera por ella un amor paternal que antes nunca había podido satisfacer debido a que Marie-Anne no se comportaba como una hija, sino como una segunda Marie-Claude.

Un día visitó a su esposa y le dijo que le gustaría volver a casarse.
Marie-Claude hizo un gesto negativo con la cabeza.
— ¡Pero si el divorcio no va a cambiar nada! ¡No pierdes nada! ¡Te dejo todas las propiedades !



— No se trata de las propiedades —dijo. — Entonces, ¿de qué se trata?
— Del amor —sonrió.
— ¿Del amor? —se extrañó.

— El amor es un combate —sonreía Marie-Claude—. Combatiré todo lo que sea necesario. Hasta el final.

— ¿Que el amor es un combate? No tengo el menor deseo de combatir —dijo Franz y se marchó.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
10

Después de cuatro años pasados en Ginebra, Sabina se fue a vivir a París y no era capaz de recuperarse de la melancolía. Si alguien le hubiera preguntado qué le había pasado, no habría encontrado palabras para explicarlo.

Un drama vital siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso. Decimos que sobre la persona cae el peso de los acontecimientos. La persona soporta esa carga o no la soporta, cae bajo su peso, gana o pierde. ¿Pero qué le sucedió a Sabina? Nada. Había abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La persiguió él? ¿Se vengó? No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la levedad. Lo que había caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable levedad del ser.

Hasta ahora, los momentos de traición la llenaban de excitación y de alegría, porque ante ella se abría un camino nuevo y, al final de éste, la nueva aventura de una traición. ¿Pero qué sucederá si ese camino se acaba un buen día? Uno puede traicionar a los padres, al marido, al amor, a la patria, pero cuando ya no hay ni padres, ni marido, ni amor, ni patria, ¿qué queda por traicionar?

Sabina sentía a su alrededor el vacío. Pero ¿qué sucedería si ese vacío fuese precisamente el objetivo de todas sus traiciones?

Por supuesto, hasta ahora no había sido consciente de ello: el objetivo hacia el cual se precipita el hombre queda siempre velado. La muchacha que desea casarse, desea algo totalmente desconocido para ella. El joven que persigue la gloria no sabe qué es la gloria. Aquello que otorga sentido a nuestra actuación es siempre algo totalmente desconocido para nosotros. Sabina tampoco sabía qué objetivo se ocultaba tras su deseo de traicionar. ¿Es su objetivo la insoportable levedad del ser? Al abandonar Ginebra se le acercó considerablemente.

Llevaba ya tres años en París cuando recibió una carta de Praga. La escribía el hijo de Tomás. De algún modo se había enterado de su existencia, había conseguido su dirección y se dirigía a ella como a «la amiga más próxima» de su padre. Le comunicaba la muerte de Tomás y Teresa. Al parecer habían pasado los últimos años en un pueblo donde Tomás trabajaba como conductor de un camión. Solían ir de cuando en cuando a la ciudad más próxima y pasaban la noche allí en un hotel barato. El camino serpenteaba por los montes y el camión en el que iban se precipitó por una escarpada ladera. Sus cuerpos quedaron totalmente destrozados. La policía comprobó posteriormente que los frenos estaban en un estado catastrófico.

Era incapaz de sobreponerse a aquella noticia. El último vínculo que aún la ataba al pasado quedaba truncado.

Siguiendo su antigua costumbre pensó en calmarse paseando por un cementerio. El que estaba más próximo era el cementerio de Montparnasse. Se componía de una serie de casitas estrechas, de capillitas en miniatura construidas encima de cada tumba. Sabina no entendía por qué los muertos querían tener encima estas imitaciones de palacios. Aquel cementerio era la soberbia convertida en piedra. En lugar de haberse vuelto más razonables después de muertos, los habitantes del cementerio eran aún más necios que cuando vivos. Exhibían su importancia en esos monumentos. Los que descansaban ahí no eran padres, hermanos, hijos o abuelitas, sino dignatarios y hombres públicos, portadores de títulos, distinciones y honores; hasta los empleados de correos exponían aquí a la admiración pública su posición, su importancia social —su dignidad.

Paseando a lo largo de la alameda del cementerio vio que estaban enterrando a alguien en aquel preciso momento. El jefe de ceremonias llevaba un gran ramo de flores y entregaba a cada uno de los deudos una flor.

También le dio una a Sabina. Ella se sumó a los demás. Dieron un rodeo alrededor de muchos mausoleos hasta llegar a una tumba a la que le habían quitado la lápida. Se inclinó sobre el foso. Era profundísimo. Dejó caer la flor. Fue describiendo pequeños círculos hasta llegar al ataúd. En Bohemia las tumbas no son tan profundas. En París las tumbas son tan profundas como altas las casas. Su mirada cayó sobre la lápida que yacía a un costado de la tumba. Aquella lápida le dio pánico, de modo que se dio prisa por volver a casa.

Se pasó el día pensando en aquella lápida. ¿Por qué la había asustado tanto?
Se respondió: Si una tumba está cubierta por una lápida, el muerto ya nunca podrá salir.
Pero si el muerto nunca sale, ¿no da lo mismo que esté cubierto de tierra o de piedra?
No da lo mismo: Cuando cubrimos la tumba con una piedra, significa que no queremos que el

muerto regrese. La pesada lápida le dice al muerto: «¡Quédate donde estás!».
Sabina se acuerda de la tumba de su padre. Encima del ataúd hay tierra, de la tierra crecen

flores y el arce estira sus raíces hacia el ataúd, de modo que podemos imaginarnos que, a través de esas raíces y esas flores, sale de la tumba. Si su padre hubiese estado cubierto por una lápida, nunca hubiera podido ir a hablar con él después de su muerte, nunca hubiera podido oír en la corona del árbol su voz que la perdonaba.

¿Qué aspecto tendrá el cementerio donde yacen Teresa y Tomás?

Volvió a pensar en ellos. Solían ir a la ciudad más próxima a pasar la noche en el hotel que allí había. Aquel párrafo de la carta llamó su atención. Indicaba que eran felices. Volvió a ver a Tomás como si fuera uno de sus cuadros: delante, Don Juan como un decorado falso pintado por un pintor ingenuo; a través de una grieta en el decorado, podía verse a Tristán. Había muerto como Tristán, no como Don Juan. Los padres de Sabina murieron en una misma semana. Tomás y Teresa en un mismo instante. Sintió nostalgia de Franz.

En cierta ocasión, le había hablado de sus paseos por los cementerios, se estremeció de asco y dijo que los cementerios eran depósitos de huesos y piedras. En ese momento se abrió entre ellos un abismo de incomprensiones. Hasta hoy, en Montparnasse, no había entendido qué quería decir. Le da pena haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran permanecido más tiempo juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras que decían. Sus vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente como unos amantes muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera empezado a fundirse con la música del otro. Pero ya es tarde.

Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará en París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.


La insoportable levedad del ser
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11

Todos los amigos de Franz sabían de Marie-Claude y todos sabían de su estudiante con grandes gafas. Pero de quien no sabían era de Sabina. Franz se equivocaba al pensar que su esposa hablaba de ella con sus amigas. Sabina era una mujer hermosa y Marie-Claude no quería que la gente comparara mentalmente la cara de las dos.

El temía que los descubriesen y por eso nunca tuvo ningún cuadro suyo, ningún dibujo, ni siquiera una pequeña fotografía. De modo que desapareció de su vida sin dejar huella. No existían pruebas tangibles de que hubiera pasado con ella el mejor año de su vida.

Por eso le gustaba aún más serle fiel.

Cuando se quedan solos en la habitación, su joven amante levanta a veces la vista del libro y le mira inquisitivamente: «¿En qué piensas?», pregunta.

Franz está sentado en el sillón y tiene los ojos fijos en el techo. Cualquiera que sea la respuesta que le dé, seguro que piensa en Sabina.

Cuando publica algún trabajo en una revista especializada, su estudiante es la primera lectora y quiere discutirlo con él. Pero él piensa en qué diría Sabina si lo leyese. Todo lo que hace lo hace para Sabina y lo hace de modo que le guste a Sabina.

Es una infidelidad muy inocente, como hecha a medida para Franz, que nunca sería capaz de

hacerle daño a la estudiante de las gafas. El culto a Sabina era para él más una cuestión de religión que de amor.

Además, de la teología de esa religión se desprende que su joven amante le ha sido enviada por Sabina. Por eso entre su amor terrenal y su amor celestial reina una paz absoluta. Y si el amor celestial contiene necesariamente (por ser celestial) una elevada proporción de elementos inexplicables e incomprensibles (recordemos el diccionario de palabras incomprendidas, ¡esa larga lista de malentendidos!), su amor terrenal está basado en una verdadera comprensión.

La estudiante es mucho más joven que Sabina, la composición musical de su vida está apenas esbozada y en ella incluye, agradecida, motivos tomados de Franz. La Gran Marcha de Franz también es su credo. La música es para ella una embriaguez dionisíaca, igual que para él. Van con frecuencia a bailar. Viven en la verdad, nada de lo que hacen ha de ser secreto para nadie. Frecuentan la compañía de amigos, compañeros y hasta personas desconocidas, disfrutan estando, bebiendo y charlando con ellos. Con frecuencia hacen excursiones a los Alpes. Franz se agacha, la muchacha salta sobre su espalda y él corre llevándola por los prados y recitando a gritos un largo poema alemán que le enseñó su mamá cuando era niño. La muchacha se ríe, se abraza a su cuello y admira sus piernas, su espalda y su torso.

Lo único que a ella se le escapa es la particular simpatía que siente Franz por ese país ocupado por los rusos. En el aniversario de la ocupación, una especie de sociedad checa de Ginebra organiza una celebración conmemorativa. En la sala hay poca gente. El orador tiene el pelo cano ondulado, de peluquería. Lee un largo discurso que aburre hasta a los pocos entusiastas que han ido a oírlo. Habla en un francés sin faltas pero con un acento terrible. De vez en cuando, para subrayar una idea, levanta el dedo índice, como si amenazara a la gente que está en la sala.

La chica de las gafas está sentada al lado de Franz, tratando de no bostezar. En cambio Franz sonríe feliz. Mira al hombre de pelo cano, que le resulta simpático con su curioso dedo índice y todo. Le parece que ese hombre es un mensajero secreto, un ángel, que mantiene la comunicación entre él y su diosa. Cierra los ojos tal como los cerraba encima del cuerpo de Sabina en quince hoteles europeos y uno norteamericano.


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Cuarta Parte.

El alma y el cuerpo.

1

Teresa, a la una y media de la mañana, se metió en el cuarto de baño, se puso el pijama y se acostó junto a Tomás. Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo notó en su pelo un perfume extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo olfateó como un perro y entonces comprendió: era el olor de un s*x* de mujer.

A las seis sonó el despertador. Era la hora de Karenin. Se despertaba mucho antes que ellos, pero no se atrevía a molestarlos. Esperaba impaciente al campanilleo que le daba derecho a saltar encima de la cama, pisarlos y empujarlos con la cabeza. Hace mucho tiempo trataron de impedírselo, echándolo de la cama, pero él fue más testarudo que ellos y al final conquistó sus derechos. Además ella había llegado últimamente a la conclusión de que era agradable que Karenin la invitara a empezar el día. Para él el momento de despertarse era pura felicidad: se extrañaba ingenua y tontamente de estar otra vez entre los vivos y se alegraba sinceramente de ello. Ella, en cambio, se despertaba con una sensación de desagrado, deseando que la noche continuase para no abrir los ojos.

Ahora estaba en el vestíbulo mirando hacia el perchero del que colgaba la correa con el collar. Ella se lo abrochó al cuello y se fueron juntos a la tienda. Compró leche, pan, mantequilla y, como siempre, un panecillo para él. Al volver, el perro iba a su lado con el panecillo en la boca. Miraba con orgullo y seguramente le sentaba muy bien que la gente se fijase en él e hiciese comentarios.

Al llegar a casa se acostaba con el panecillo a la entrada de la habitación, esperando que Tomás lo viese, se agachase, empezase a gruñir y a fingir que quería robarle el pan. Aquello se repetía todos los días: se perseguían por toda la casa por lo menos durante cinco minutos, hasta que Karenin se metía debajo de la mesa y engullía rápidamente el panecillo.

Pero esta vez sus exigencias de que la ceremonia matinal se llevase a cabo fueron vanas. Tomás tenía en la mesa un pequeño transistor y lo escuchaba.


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2

En la radio emitían un programa sobre la emigración checa. Era un montaje de conversaciones privadas grabadas en secreto por algún espía checo que se había infiltrado entre los emigrantes y después había regresado a Praga con gran revuelo. Eran conversaciones sin importancia en las que a veces se oía alguna palabra fuerte sobre el régimen de ocupación, pero también frases en las que un emigrante le llamaba a otro idiota o estafador. Eran precisamente estas frases las que ocupaban la parte principal del reportaje: pretendían demostrar no sólo que las personas en cuestión hablan mal de la Unión Soviética (lo cual no hubiera indignado a nadie en Bohemia), sino que además se calumnian mutuamente y que para ello emplean palabras groseras. Es curioso, la gente emplea palabras groseras de la mañana a la noche pero, cuando oye hablar por la radio a una persona conocida, a la que aprecia, utilizando la palabra «mierda» en cada frase, se siente decepcionada.

— Esto empezó con Prochazka —dijo Tomás y siguió escuchando.

Jan Prochazka fue un novelista checo, un hombre de cuarenta años con la vitalidad de un toro, que antes ya de 1968 empezó a criticar en voz muy alta la situación política. Era uno de los hombres más populares de la primavera de Praga, de aquella vertiginosa liberalización del comunismo que acabó con la invasión rusa. Poco después empezó el acoso contra él en todos los periódicos, pero cuanto más lo acosaban, más lo quería la gente. Por eso la radio empezó (en 1970) a emitir un serial con conversaciones que Prochazka había mantenido dos años antes (o sea en la primavera de 1968) con el profesor Vaclav Cerny. ¡Ninguno de los dos sospechaba entonces que en la casa del profesor hubiera un sistema secreto de escucha y que cada paso que daban estuviera vigilado! Prochazka divertía a sus amigos con hipérboles y exageraciones. Ahora esas exageraciones podían oírse en forma de serial por la radio. La policía secreta, que era la que dirigía el programa, había subrayado cuidadosamente los párrafos en los que el novelista se reía de sus amigos, por ejemplo de Dubcek. La gente, aunque aprovecha cualquier oportunidad para hablar mal de sus amigos, se indignaba más con su querido Prochazka que con la policía secreta.

Tomás apagó la radio y dijo:

— La policía secreta existe en todo el mundo. ¡Pero que se permita emitir públicamente sus grabaciones por la radio, eso no existe más que en Bohemia! ¡Eso no tiene punto de comparación!

— Sí lo tiene —dijo Teresa—. Cuando yo tenía catorce años, escribía en secreto mi diario. Tenía pavor de que alguien lo leyese. Lo guardaba en el desván. Mi madre lo localizó. Un día a la hora de comer, mientras estábamos tolos inclinados sobre el plato de sopa, lo sacó del bolsillo y dijo: «¡Prestad todos atención!» y lo leyó, y a cada frase se partía de risa. Todos se reían tanto que no podían ni comer.


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3

Siempre trataba de convencerla de que le dejara desayunar solo y siguiera durmiendo. No dio su brazo a torcer. Tomás trabajaba desde las siete hasta las cuatro y ella desde las cuatro hasta medianoche. Si no desayunase con él, no hubieran podido charlar más que los domingos. Por eso se levantaba a la misma hora que él y, cuando se marchaba, volvía a acostarse y seguía durmiendo.

Pero esta vez tenía miedo de quedarse dormida porque a las diez quería ir a la sauna en los baños de la isla de Zofín. Había muchos candidatos, poco sitio y la única manera de entrar era con enchufe. Por suerte, la que vendía las entradas era la mujer de un profesor al que habían echado de la universidad. El profesor era amigo de un antiguo paciente de Tomás. Tomás se lo dijo al paciente, el paciente se lo dijo al profesor, el profesor sé lo dijo a su mujer y Teresa tenía siempre, una vez por semana, una entrada reservada.

Iba a pie. Odiaba los tranvías permanentemente repletos, en los que los pasajeros se apretujaban en abrazos llenos de odio, se pisaban los pies, se arrancaban los botones de los abrigos y se gritaban insultos.

Lloviznaba. Los apresurados peatones abrían los paraguas y en un momento la acera estuvo repleta. Los paraguas chocaban unos contra otros. Los hombres eran amables y, cuando pasaban junto a Teresa, levantaban la empuñadura del paraguas por encima de la cabeza para que pudiera pasar. Pero las mujeres no se apartaban. Miraban hacia delante con dureza y cada una de ellas esperaba que la otra reconociese su debilidad y retrocediese. El encuentro entre paraguas era una prueba de fuerzas. Teresa al principio se apartaba, pero cuando comprendió que su amabilidad nunca era correspondida, cogió el paraguas con la misma firmeza que las demás. Varias veces chocó violentamente contra el paraguas de enfrente, pero nadie dijo «disculpe». Por lo general nadie decía nada, dos o tres veces oyó decir «¡imbécil!» o «¡mierda!».

Entre las mujeres que iban armadas de paraguas las había jóvenes y viejas, pero las más decididas luchadoras eran precisamente las jóvenes. Teresa recordó los días de la invasión. Las muchachas con minifaldas llevaban mástiles con banderas nacionales. Aquél era un atentado sexual contra los soldados, mantenidos durante varios años en régimen de abstinencia. Debían sentirse en Praga como en un planeta inventado por un autor de ciencia ficción, un planeta de mujeres increíblemente elegantes que demostraban su desprecio subidas a unas piernas largas y hermosas como no se habían visto en toda Rusia durante los cinco o seis últimos siglos.

Hizo entonces muchas fotos de aquellas mujeres jóvenes con los tanques al fondo. ¡Las admiraba! Y precisamente esas mismas mujeres eran las que chocaban hoy con ella, insolentes y malvadas. En lugar de banderas llevaban paraguas, pero los llevaban con el mismo orgullo. Estaban dispuestas a luchar contra un ejército enemigo con la misma obstinación que contra un paraguas que no está dispuesto a cederles el paso.


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4

Llegó hasta la plaza de la Ciudad Vieja, con la severa iglesia de Tyn y las casas barrocas formando un cuadrilátero irregular. El antiguo Ayuntamiento del siglo catorce, que alguna vez ocupó todo un lado de la plaza, llevaba ya veintisiete años en ruinas. Varsovia, Dresden, Colonia, Budapest

fueron terriblemente destruidas en la última guerra, pero sus habitantes volvieron después a edificarlas y reconstruyeron generalmente con todo cuidado los viejos barrios históricos. Los praguenses se sentían acomplejados ante esas ciudades. El único edificio famoso que la guerra les destruyó fue el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. Decidieron dejarlo en ruinas como eterno recuerdo para que ningún polaco o alemán pudiera echarles en cara que habían padecido poco. Ante las gloriosas ruinas, que debían ser un eterno alegato contra la guerra, habían construido con tubos metálicos la tribuna para alguna manifestación a la que el partido comunista había mandado ir ayer, o mandaría ir mañana, a los habitantes de Praga.

Teresa observaba el Ayuntamiento derruido cuando de pronto le recordó a su madre: aquella perversa necesidad de mostrar sus escombros, de vanagloriarse de su fealdad, de mostrar su miseria, de desnudar el muñón de la mano amputada y obligar a todo el mundo a mirarlo. Últimamente todo le recuerda a la madre. Le parece que el mundo de la madre, del que escapó hace diez años, regresa a ella y la rodea por todas partes. Por eso había hablado por la mañana de cuando la madre leyó a la hora del almuerzo su diario íntimo ante la familia divertida. Cuando una conversación privada ante una botella de vino se emite públicamente por la radio, ¿qué explicación puede darse sino la de que el mundo entero se ha convertido en un campo de concentración?

Teresa utilizaba aquella palabra desde la infancia cuando quería explicar la impresión que le producía la vida en su familia. El campo de concentración es un mundo en el que las personas viven permanentemente juntas, de día y de noche. La crueldad y la violencia no son más que rasgos secundarios (y no imprescindibles). El campo de concentración es la liquidación total de la vida privada. Prochazka, que no podía charlar tranquilamente con su amigo, junto a una botella de vino, en la intimidad, vivía (¡sin saberlo, ése fue su fatal error!) en un campo de concentración. Teresa vivía en un campo de concentración cuando estaba en casa de su madre. Desde entonces sabe que el campo de concentración no es algo excepcional, digno de asombro, sino, por el contrario, algo dado de antemano, básico, en lo que el hombre nace y de lo que sólo logra huir poniendo en juego todas sus fuerzas.


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5

En tres bancos ubicados uno más alto que el otro, en forma de terraza, estaban sentadas las mujeres, tan juntas unas de otras que se tocaban. Al lado de Teresa sudaba una señora de unos treinta años con una cara muy bella. De los hombros le colgaban dos pechos increíblemente grandes, que se balanceaban al menor movimiento. La señora se levantó y Teresa comprobó que su trasero se parecía a dos enormes bolsas y que no guardaba relación alguna con la cara.

Es posible que aquella mujer también se mire con frecuencia al espejo, que observe su cuerpo y quiera entrever a través de él su alma, tal como lo intenta Teresa desde la infancia. Seguro que alguna vez ha creído ingenuamente que podría utilizar el cuerpo como reclamo del alma. Pero ¡cuan monstruosa tenía que ser el alma que se pareciera a ese cuerpo, a ese colgador con cuatro bolsas!

Teresa se levantó y fue a ducharse. Después salió al exterior. Seguía lloviznando. Se detuvo encima de un tablero de madera bajo el cual fluía el Moldava, eran unos cuantos metros cuadrados en los que una alta valla de madera defendía a las damas de las miradas de la ciudad. Miró hacia abajo y vio en la superficie del río la cara de la mujer en la que había estado pensando poco antes.

La mujer le sonreía. Tenía una nariz delicada, grandes ojos castaños y una mirada infantil. Subió por la escalerilla y, bajo el tierno rostro, volvieron a aparecer las dos bolsas que se balanceaban y esparcían a su alrededor pequeñas gotas de agua fría.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
6

Entró a vestirse. Estaba ante un gran espejo.

No, en su cuerpo no había nada monstruoso. No tenía bolsas colgantes bajo los hombros, sino unos pechos bastante pequeños. La madre se reía de ella porque no eran debidamente grandes, de modo

que tenía complejos, de los que no se libró hasta conocer a Tomás. Pero, aunque hoy era capaz de aceptar su tamaño, le molestaban los grandes círculos demasiado oscuros que rodeaban los pezones. Si hubiera podido diseñar su propio cuerpo, tendría unos pezones poco llamativos, tiernos, que apenas atravesaran la cúpula de los pechos y que por su color apenas se diferenciaran del resto de la piel. Aquella gran diana de color rojo intenso le daba la impresión de haber sido pintada por un pintor de pueblo con la pretensión de hacer arte erótico para los pobres.

Se miraba y se imaginaba qué sucedería si su nariz aumentase un milímetro diario. ¿Cuántos días tardaría su cara en no parecerse a sí misma?

Y si las distintas partes de su cuerpo empezasen a aumentar y disminuir de tamaño hasta que Teresa dejase por completo de parecerse a sí misma, ¿seguiría siendo; ella misma, seguiría siendo Teresa?

Claro. Aunque Teresa no se pareciese en nada a Teresa, su alma, dentro, seguiría siendo la misma y lo único que ocurriría es que observaría con asombro lo que le pasaba al cuerpo.

Pero entonces ¿qué relación hay entre Teresa y su cuerpo? ¿Tiene su cuerpo algún derecho al nombre de Teresa? Y si no tiene derecho, ¿a qué se refiere el nombre? ¿Sólo a algo incorpóreo, inmaterial?

(Estas son las preguntas que le dan vueltas en la cabeza a Teresa desde la infancia. Y es que las preguntas verdaderamente serias son aquéllas que pueden ser formuladas hasta por un niño. Sólo las preguntas más ingenuas son verdaderamente serias. Son preguntas que no tienen respuesta. Una pregunta que no tiene respuesta es una barrera que no puede atravesarse. Dicho de otro modo: precisamente las preguntas que no tienen respuesta son las que determinan las posibilidades del ser humano, son las que trazan las fronteras de la existencia del hombre.)

Teresa está ante el espejo como hechizada y mira su cuerpo como si fuera ajeno; ajeno y sin embargo adjudicado precisamente a ella.
Aquel cuerpo no tenía fuerzas suficientes como para ser el único cuerpo en la vida de Tomás. Aquel cuerpo la había decepcionado y
traicionado. ¡Hoy tuvo que estar toda la noche oliendo en su pelo el perfume del s*x* de una mujer extraña!

De pronto tiene ganas de despedir a ese cuerpo como a una criada. ¡Permanecer junto a Tomás sólo como alma y que el cuerpo saliera a recorrer el mundo para comportarse allí tal como otros cuerpos femeninos se comportan con los cuerpos masculinos! Si su cuerpo no es capaz de convertirse en el único cuerpo para Tomás y si ha perdido la batalla más importante de su vida, ¡que se vaya!

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
7

Regresó a casa, almorzó sin ganas, de pie en la cocina. A las tres y media le puso el collar a Karenin y se fue con él (otra vez andando) al barrio donde estaba su hotel. Trabajaba allí de camarera en el bar desde que la echaron de la revista. Fue unos meses después de su regreso de Zurich; no le perdonaron los siete días que estuvo fotografiando a los tanques rusos. Consiguió aquel puesto gracias a la ayuda de unos amigos: se refugiaron allí junto a ella otras personas a las que habían echado entonces del trabajo. En la caja había un antiguo profesor de teología; en recepción, un embajador.

Volvía a temer por sus piernas. Antes, cuando trabajaba en el restaurante de la pequeña ciudad, veía con horror los muslos de sus compañeras, llenos de varices. Era la enfermedad de todas las camareras, obligadas a pasar la vida andando, corriendo o de pie y llevando una pesada carga. Ahora el trabajo era más cómodo que antes en la pequeña ciudad. Pese a que antes de empezar su turno tenía que cargar con los pesados cajones de cerveza y agua mineral, luego ya no tenía otro trabajo que permanecer tras la barra, servir licores a los clientes y limpiar entre tanto los vasos en una pequeña pila instalada a un costado del bar. Karenin yacía durante todo el tiempo pacientemente a sus pies.

Cuando terminaba de sacar las cuentas y le llevaba el dinero al director del hotel, era ya bastante más de medianoche. Después iba a despedirse del embajador que tenía el servicio nocturno. Detrás del alargado mostrador de la recepción había una puerta que conducía a una pequeña habitación en la que había una cama estrecha en la que podía echar una cabezada. Encima de la cama había unas fotografías enmarcadas: en todas aparecía él con otras personas que sonreían al objetivo o le daban la mano o estaban sentadas a su lado tras una mesa y firmaban algo. Algunas de las fotografías estaban provistas de firma y dedicatoria.

En lugar destacado colgaba una foto en la cual, junto a la cabeza del embajador, sonreía la cara de John F. Kennedy.

Esta vez el embajador no charlaba con el presidente de los Estados Unidos, sino con un desconocido de unos sesenta años que dejó de hablar al ver a Teresa.

— Es una amiga —dijo el embajador—, puedes hablar con tranquilidad —después se dirigió a Teresa—: Acaban de condenar a su hijo a cinco años.

Se enteró de que el hijo del sexagenario había estado vigilando, en los primeros días de la ocupación, la entrada de un edificio en el que se alojaba un servicio especial del ejército soviético. Estaba claro que los checos que salían de allí eran agentes al servicio de los rusos. Les seguía junto con sus amigos, identificaba las matrículas de sus coches y les pasaba la información a los redactores de la emisora ilegal checa, que advertía de ello a la población. A uno de los agentes le dieron una paliza con la ayuda de los amigos.

El sexagenario dijo:
-Esta fotografía fue el único cuerpo del delito. Lo negó todo hasta que se la enseñaron.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un recorte:
—Salió en el «Times», en el otoño de 1968.
En la foto había un joven que cogía a un hombre por el cuello. La gente lo miraba. Debajo de la foto decía: castigo al colaboracionista.

Teresa suspiró con alivio. No, la fotografía no era suya.
Después se fue a casa con Karenin, andando por la Praga nocturna. Pensaba en los días que

había pasado fotografiando los tanques. Qué ingenuos, pensaban que estaban arriesgando la vida por la patria y, sin saberlo, trabajaban para la policía rusa.

Llegó a casa a la una y media. Tomás ya dormía. Su pelo olía a s*x* de mujer.


La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 
8

¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía.

Teresa está detrás de la barra y los clientes a los que sirve bebidas, coquetean con ella. ¿Le desagrada esa permanente marea de piropos, frases ambiguas, anécdotas, ofrecimientos, sonrisas y miradas? En absoluto. Siente un deseo irrefrenable de que su cuerpo (ese cuerpo extraño que debería irse a recorrer el mundo) se exponga a ese oleaje.

Tomás siempre ha pretendido convencerla de que el amor y la sexualidad son dos cosas distintas. Nunca quiso entenderlo. Ahora está rodeada de hombres por los que no siente la menor simpatía. ¿Qué pasaría si hiciese el amor con ellos? Tiene ganas de hacer la prueba, al menos en esa forma de promesa sin garantías a la que se llama coquetería.

Para que no haya confusiones: No pretende tomarse la revancha con Tomás. Lo que quiere es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa hace una tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!

Si para otras mujeres la coquetería es una segunda naturaleza, una rutina sin importancia, para Teresa se ha convertido en el punto clave de una importante investigación que tiene por objeto enseñarle de qué es capaz. Pero precisamente por ser para ella algo tan importante y serio, su coquetería carece de levedad, es forzada, voluntaria, exagerada. El equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que reside precisamente el virtuosismo en la coquetería!) queda roto. Promete con demasiado fervor, sin dejar suficientemente clara la falta de garantías de la promesa. En otras palabras, le parece a todo el mundo excepcionalmente accesible. Y cuando los hombres reclaman después el cumplimiento de lo que a su juicio les fue prometido, topan con una violenta resistencia que no pueden explicarse más que suponiendo que Teresa es mala y taimada.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 

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