Cuadernos de Historia

RETRATOS HIPERREALISTAS
Así eran Nerón, Calígula o Trajano: la IA 'devuelve la vida' a los emperadores romanos
Un diseñador gráfico ha reconstruido los rostros de 54 emperadores romanos que gobernaron durante la época del Principado y la anarquía militar


Foto: Reconstrucción de los emperadores Augusto y Maximino el Tracio. (Voshart)


Reconstrucción de los emperadores Augusto y Maximino el Tracio. (Voshart)



AUTOR
J. R. S.
Contacta al autor
@UberSojo
TAGS
HISTORIA
30/09/2020


La vida y obra de los emperadores romanos sigue produciendo fascinación siglos después, pero hasta ahora sólo había dos formas de conocer su aspecto físico: recurrir a las descripciones que dejaron por escrito los cronistas de la época o imaginarse las tonalidades perdidas del mármol donde se esculpieron sus rostros. El diseñador gráfico canadiense Daniel Voshart ha propuesto una alternativa revolucionaria a partir de la inteligencia artificial.

Valiéndose de una red neuronal —modelo informático que imita el comportamiento del cerebro animal para aprender a través de la experiencia— llamada Artbreeder, Voshart analizó más de 800 bustos hasta conseguir reconstruir con precisión los rasgos faciales, el cabello y la piel de 54 emperadores del Principado, período comprendido entre el 27 a.C. y el 235 d.C; y la anarquía militar, los turbulentos años siguientes en los que sólo un gobernante murió de causa natural. Cruzó estos modelos con los detalles extraídos de monedas, obras artísticas y textos históricos.

El resultado impresiona. En la web de Voshart pueden observarse recreaciones hiperrealistas en color de algunas de las personalidades políticas más conocidas de la historia: desde Augusto, el primer emperador romano, hasta Numeriano, que reinó junto a su hermano Carino hasta su muerte, en el 284 d.C; pasando por los míticos Trajano y Adriano, de origen hispánico, entre otros. Incluso hay lugar para la emperatriz consorte Ulpia Severina, la única mujer que gobernó por derecho propio el Imperio romano.




Pinche para ampliar la imagen. (Vashart)

Pinche para ampliar la imagen. (Vashart)




Entre el crisol de tonalidades y facciones que dominaron Occidente durante más de 300 años pasan desapercibidas dos caras recordadas como sinónimos de tiranía. Una es la de Calígula, descrito como un emperador irascible, caprichoso y depredador sexual al que se le acusa, por ejemplo, de matar por pura diversión y obligar a prostituirse a sus hermanas. La otra es la de Nerón, sobre cuyos actos se confunden mito y realidad: de él se dice que causó un incendio que devastó Roma para decorar la ciudad a su gusto.

Para 'devolver la vida' a Calígula, Voshart ajustó el modelo de Artbreeder con descripciones de su cabeza deformada y sienes hundidas. "Ojos fijos y con una mirada lo suficientemente salvaje como para torturar", rezaba otro de los textos que usó como fuente. En el caso de Nerón, ajustó la mandíbula para que fuera más redondeada y le dotó de una piel "pecosa y repulsiva" para que encajara en lo que los cronistas describían como un rostro "más agradable que atractivo".


Una reconstrucción forense
Cuando el diseñador se embarcó en el proyecto, como mera distracción durante el confinamiento, apenas sabía nada sobre los emperadores de la Antigua Roma. Vashart lo considera una ventaja: "En una reconstrucción forense, por ejemplo, sólo se tiene en cuenta información relevante sobre el cabello, la piel, o las cicatrices conocidas". "Conocer aspectos de la personalidad puede influir indebidamente en un artista, lo que lo lleva a crear un retrato con una percepción sesgada del tema", justifica en declaraciones recogidas por la revista 'Live Science'.

"Mi objetivo no era romantizar a los emperadores o hacerlos parecer heroicos. Al elegir esculturas, opté por escoger las que se hicieron cuando el emperador aún estaba vivo. Además, preferí aquellos bustos hechos con la mayor artesanía y donde el emperador fuera objetivamente más feo", defiende. "Mi teoría es que los artistas de la época probablemente intentaban halagar a sus modelos".


 
La gripe española casi mata a un presidente de EEUU un siglo antes del covid de Trump
¿Es posible que el contagio de Woodrow Wilson que casi se lo lleva por delante imprimiera un giro dramático a la Conferencia de Paz de París cambiando así la Historia?


Foto: Woodrow Wilson en la inauguración de la Conferencia de Paz de París en enero de 1919


Woodrow Wilson en la inauguración de la Conferencia de Paz de París en enero de 1919



AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN. BARCELONA
Contacta al autor
TAGS
PRIMERA GUERRA MUNDIAL
PARTIDO DEMÓCRATA
GRIPE

04/10/2020




Aquella mañana de 1919 en París Woodrow Wilson se levantó sosegado. Poco antes había confesado a su esposa tener energías para imponerse a sus socios en la Conferencia de Paz, hartos de su afán de diálogo y sedientos de venganza. La parsimonia del yanqui había airado al francés Clemenceau, quien lo acusaba de ser proalemán. Las discrepancias entre ambos mandamases dificultaban cualquier tipo de pacto. Sólo un milagro podía desbloquear las negociaciones. Y entonces Wilson enfermó de la mal llamada 'gripe española' (probablemente se originó en un campamento militar de Kansas donde se entrenaban los soldados que iban a luchar en Europa).

En 'La gran gripe' (Capitán Swing), John M. Barry disecciona fase a fase cómo sucumbió el presidente estadounidense al virus. Por la tarde de aquel 3 de abril su cuerpo se cargó de un paroxismo de toses, tan repentino que sus asesores llegaron a contemplar un hipotético envenenamiento. Durante las horas siguientes la fiebre subió hasta más de treinta y nueve grados, acompañada de frecuentes diarreas e infinitos espasmos. No podía moverse de la cama y, al agravarse de su estado, barajó la posibilidad de regresar a Washington para tratarse. La llamada gripe española había golpeado al presidente y, aunque no lo mataría -por un pelo- sí cambiaría el mundo para siempre.



'La gran gripe' (Capitán Swing)
'

La gran gripe' (Capitán Swing)



Cuando aquella pandemia que iba a llevarse a más de cincuenta millones de personas en todo el mundo se abatió, la Humanidad parecía haber olvidado su rutina de pestes, cóleras y morbos varios. La modernidad y los avances sanitarios de finales del siglo XIX disiparon el gran temor hasta que la Primera Guerra Mundial esparció el abono perfecto para resucitar el mal que se generalizaría cuando los Estados Unidos entraron en el conflicto. El motor decisivo de esta operación fue el presidente Woodrow Wilson, líder del Partido Demócrata y consciente de cómo su país podía y debía traspasar su área de influencia para intervenir a nivel global. Su elección a la Casa Blanca, donde permaneció de 1913 a 1921, supuso una continuación acentuada de las políticas de Theodore Rooseveltdesde el intervencionismo en el patio trasero, con acciones militares en México, Haití y la República Dominicana.
El rostro virulento de Wilson contrasta con el mito de un amante de la paz dedicado a propagar un orden favorable a las libertades.

Este rostro virulento entra en contradicción con el mito establecido, el de un hombre amante de la paz y dedicado a propagar un orden favorable a las libertades. Desde el estallido de la Gran Guerra esperó el instante preciso para transgredir la norma y tener un rol preponderante en el Viejo Mundo. En 1915 el hundimiento del británico RMS Lusitania, debido al torpedo de un submarino alemán, causó la pérdida de ciento catorce pasajeros de la nación de las barras y estrellas. La tentación fue grande, aunque no se consumó hasta la interceptación del telegrama Zimmermann, en marzo de 1917.

Su contenido, con la propuesta del Reich a México de colaborar la recuperación de Texas, Arizona y Nuevo México, desencadenó el momento idóneo, y así fue como el Congreso aceptó el 6 de abril de ese mismo año declarar la guerra al Imperio Alemán.
La suerte estaba echada, y en esa fecha podemos fijar sin muchas cavilaciones el giro copernicano de la Historia contemporánea, cuando Washington aprovechó el su***dio europeo para aposentarse en el trono mundial, indiscutido hasta la eclosión china.


Un cuadro clínico preocupante
La noticia del contagio de Donald Trump ha confirmado los temores de una concatenación histórica de centuria a centuria. En 1918 Woodrow Wilson era un faro para la Humanidad. La llegada de tropas e ingentes cantidades de dinero estadounidenses a Francia truncó el bloqueo de las trincheras. El frente se volvió móvil y las divisiones germánicas acusaron el golpe, asimismo catapultado por el bloqueo británico, ahogo para su economía y acicate negativo para un todo o nada absolutamente calamitoso.

Wilson, seguro de su apuesta, exhibió sin ambages un imperialismo maquillado desde enero de 1918, cuando expuso en el Congreso sus célebres catorce puntos. Entre ellos siempre se ha destacado la exigencia de autonomía para los pueblos de Austrohungría, tergiversada de modo universal entonces y ahora, la desaparición de la diplomacia secreta, la supresión de barreras económicas, la devolución de Alsacia y Lorena a Francia o la creación de una organización internacional encargada de velar por la paz, La Sociedad de Naciones, a la postre uno de sus grandes fiascos por el rechazo estadounidense a ni siquiera pertenecer a la misma.



El presidente Woodrow Wilson realiza el lanzamiento inaugural en un partido en Whasington


El presidente Woodrow Wilson realiza el lanzamiento inaugural en un partido en Whasington



Este amplio decálogo fue fundamental a la hora de formular la claudicación de las potencias de los Imperios Centrales en otoño de 1918. Wilson era el estandarte de un nuevo mundo y todo en su porte, maneras y estilo apabullaba en contraste con lo antaño aceptado como normativo. Era la democracia en su esplendor y un huracán de aire fresco para Europa, conminada a tomar ejemplo si quería aprender las lecciones del desastre. Sin embargo, otras amenazas se cernían en el cercano horizonte.

La salud de Wilson siempre fue más bien renqueante. En 1896 manifestó dolores y flaqueza en su brazo derecho, algo atribuido a una oclusión de arterias cerebrales del hemisferio izquierdo. Este problema le impulsó, como si temiera tener poco tiempo, a inmiscuirse en los asuntos nacionales. Antes de su salto a la arena política, cuando era Presidente de la prestigiosa Universidad de Princeton, padeció más ataques. En 1906 casi pierde la visión en un ojo. Los médicos consultados quisieron disuadirle de tanto trajín, pero estaba lanzado. En 1910 ganó la carrera para ser gobernador de New Jersey, y en noviembre de 1912 se impuso en los comicios nacionales como candidato del Partido Demócrata.

Los barcos estadounidenses llenos de jóvenes con gripe arribaban a Europa con muchos cadáveres en su interior
Ya en la Casa Blanca, su estado físico siguió siendo un continuo quebradero de cabeza, con cuadros de hipertensión y endurecimiento de las arterias. Pese a ello pudo seguir al frente de la nación; entre sus hombres de confianza las prioridades siempre fueron bélicas y económicas, sin alarmarse en demasía por la primera gran oleada de la mal llamada gripe española, durante la primavera de 1918. Nunca hizo declaraciones sobre la materia y desoyó las advertencias de su galeno personal, Cary Grayson, para quien era un sinsentido embarcar a tantos jóvenes aquejados de influenza hacia Europa, donde los barcos arribaban con muchos cadáveres en su interior.


El enfermo de la conferencia
En octubre de 1918 la pandemia causó más de cuatro mil muertes en París. En enero de 1919 la ciudad de la luz acogió la mayor conferencia de paz desde la vienesa de 1815. Wilson y la delegación estadounidense querían terminar su trabajo con un acuerdo sin humillaciones para propiciar un mañana exento de heridas abiertas, y al ostentar la voz cantante todas las conversaciones se encaminaron, pese a la resistencia de franceses y británicos, hacia ese fin. El tablero mutó con brusquedad el jueves 3 de abril de 1919.

Tras enfermar, los acompañantes de Wilson percibieron una inopinada metamorfosis. Su legendaria rapidez, su don incisivo se transmutaron en titubeos tan profundos como para imposibilitarle tomar cualquier tipo de decisión, algo en parte debido a su nula memoria reciente, pues no recordaba lo acaecido en las sesiones matinales, despistándose con nimiedades como obsesionarse con quien tomaba los coches oficiales. Estaba pálido, demacrado y cadavérico, en crisis espiritual y nerviosa según el premier británico, David Lloyd George, quien junto a Clemenceau tomó las riendas hasta arrancar a su homólogo norteamericano la asunción alemana de todas las responsabilidades de guerra. De este modo Wilson, irreconocible, quebraba sus principios inviolables, y lo mismo hizo con Japón, a quien transfirió las concesiones en la península china de Shandong.



The Big Four (Lloyd George, Vittorio Orlando, Georges Clemenceau, Woodrow Wilson) en la Conferencia de Paz de París


The Big Four (Lloyd George, Vittorio Orlando, Georges Clemenceau, Woodrow Wilson) en la Conferencia de Paz de París




Una ironía de Versalles es la rúbrica final. Wilson afirmó, pese a su imprevista bajada de pantalones, que de ser alemán nunca hubiera firmado el tratado. Para John Maynard Keynes, vaticinador del siguiente conflicto ante la dureza de lo firmado, el inquilino de la Casa Blanca era el mayor fraude sobre la tierra, y las quejas repercutieron en la política estadounidense, donde muchos de los consejeros y asistentes amenazaron con dimitir. Para Herbert Hoover, presidente de 1929 a 1933, los actos de Wilson querían destruir Europa.

El 2 de octubre de 1919 nuestro protagonista quedó medio paralizado por un ictus, y durante el resto de su mandato se mantuvo de modo simbólico en la cúspide de la pirámide, anulado por la enfermedad. Durante muchas décadas la mayoría de especialistas se acogieron al ictus y a los antiguos desórdenes de Wilson para explicar este último episodio. En la actualidad, sugestionados por nuestra pandemia, cobra vigor la tesis según la cual esas fiebres, postraciones y toses parisinas fueron la antesala para finiquitar a un gran hombre y reducirlo a la nada justo cuando más se necesitaba de su talento.


 
El olvidado genocidio armenio: así fue uno de los crímenes más salvajes de la humanidad
El Gobierno otomano buscó en el contexto de la Primera Guerra Mundial convertir su achacoso imperio en un Estado homogéneo formado solo por musulmanes turcos. El precio de su plan fue la muerte de un millón y medio de personas



Una columna de armenios es llevada a un campo de prisioneros por soldados otomanos, abril de 1915


Una columna de armenios es llevada a un campo de prisioneros por soldados otomanos, abril de 1915




César Cervera
07/10/2020


Son tantas las tragedias que esconde la historia de Armenia, antigua república soviética, antiguo patio trasero otomano, antiguo lugar de paso de invasores varios, que unas se solapan sobre otras hasta que ya no es posible ver todo el paisaje. Este país encajado entre fronteras ha vuelto a saltar a la actualidad esta semana con motivo del enfrentamiento militar que mantiene en Nagorno Karabaj contra Azerbaiyán.

La vieja rivalidad con Azerbaiyán, que cuenta con el apoyo turco, despierta heridas y episodios que parecían olvidados en Armenia. El país sufrió a principios del siglo XX, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, un genocidio por parte del llamado gobierno de los Jóvenes Turcos, que provocó el extermino de un millón y medio de cristianos que vivían en el Imperio otomano.

Los traidores
Durante siglos, el pueblo armenio fue fruto de ataques y todo tipo de discriminaciones por parte otomana debido a su condición religiosa (al menos la mitad de la población de este imperio era cristiano), pero no fue hasta después del Tratado de San Stefano (1878), que dio lugar a la independencia de Rumania, Serbia y Montenegro, cuando Turquía se obstinó en evitar a toda costa la creación de un estado armenio. Fue entonces cuando el nacionalismo turco tramó su plan más radical.

El Gobierno otomano buscó en el contexto de la Primera Guerra Mundial convertir su achacoso imperio en un Estado homogéneo formado solo por musulmanes turcos de cara a un conflicto que sacó a la luz las enormes deficiencias de la Sublime Puerta. Armenios, asirios y griegos quedaban fuera de una ecuación que descartaba a las personas que no fueran musulmanas....



Foto representando a las víctimas de la masacre de armenios en Erzurum, masacre anterior a la guerra.


Foto representando a las víctimas de la masacre de armenios en Erzurum, masacre anterior a la guerra.



Los armenios eran vistos por los nacionalistas turcos como una quinta columna que, en caso de combates en su territorio, se pondrían de parte de los invasores, ya fueran ingleses, franceses o rusos. Como señala la socióloga Helen Fein en «Accounting for Genocide» (1986), «la guerra fue usada para transformar a la nación de acuerdo a la fórmula de la élite gobernante y eliminando a los grupos concebidos como extranjeros, enemigos por definición».

La fecha de inicio del proceso genocida contra los «enemigos» fue el 24 de abril de 1915, el día después del desembarco aliado en Galípoli, cuando las autoridades arrestaron a diversos intelectuales y políticos armenios en Constantinopla. Cientos de intelectuales, políticos, periodistas y eclesiásticos fueron arrestados y posteriormente llevados al interior de Anatolia para su exterminio. Borrados los ojos y las cabezas de la nación armenia, el siguiente objetivo fueron los brazos y las piernas, es decir, los hombres actos para la guerra.


Los armenios eran vistos por los nacionalistas turcos como una quinta columna que, en caso de combates en su territorio, se pondrían de parte de los invasores, ya fueran ingleses, franceses o rusos

Señala Carlos Antaramián en un artículo titulado «Esbozo histórico del genocidio armenio» (Universidad Nacional Autónoma de México Nueva Época, Año LXI, núm. 228) que las autoridades turcas aprovecharon el gran número de armenios llamados a filas del Ejército para reconvertir a todos ellos en «soldados/obreros (amele taburi) destinados a construir caminos y vías férreas para luego ser aniquilados en puestos de retaguardia como “carne de cañón”, al tiempo que otros fueron fusilados en trincheras construidas por ellos mismos».


Una guerra religiosa
Tras despachar a intelectuales, políticos y jóvenes capaces de empuñar armas, el nacionalismo remató su plan con una deportación y exterminio masivo de la población indefensa con destino final en los desiertos de Siria y Mesopotamia, convertidos en símbolos macabros del horror. La excusa para su traslado de cara a la comunidad internacional fue que se habían rebelado contra el Estado, lo cual nunca ha sido posible probar, y sus terribles consecuencias aún son difíciles de calcular.



Armenios presos en el campo de concentración de Deir ez-Zor


Armenios presos en el campo de concentración de Deir ez-Zor



A partir de mayo de 1915, una tropa lastimosa de mujeres, ancianos y niños fue sometida a situaciones extremas para provocar su muerte por inanición o enfermedad, o exponiéndolos a que fueran atacados por bandas violentas. En total se establecieron alrededor de 26 campos de concentración cercanos a Siria e Irak, si bien muy pocos tuvieron la fortuna de llegar con vida.

Algunos oficiales, impacientes, asaltaban directamente a las caravanas humanas provocando matanzas que incluían quemas masivas, ahogamientos, uso de veneno y otras fórmulas propias de las SS. Cuenta en sus memorias Mardirós Chitjian, un sobreviviente que tenía entonces 14 años, la masacre de la que fue testigo en un barranco del poblado de Perri, en la provincia de Jarpert:

«Cientos de cuerpos armenios asesinados, desfigurados de las maneras más atroces que es dado imaginar; hombres, mujeres, ancianos y jóvenes, niños y bebés. Nadie se salvó. Sus cuerpos habían sido esparcidos o amontonados unos encima de otros».

Turquía negó en todo momento los crímenes y trató de revestir las medidas de legalidad. Los ejecutados lo habían sido por traidores, y los traslados forzosos se habían basado en cuestión de seguridad nacional para que los armenios no confraternizaran con el enemigo. En paralelo a las matanzas, las autoridades pusieron en marcha un plan para asentar a turcos musulmanes en los barrios y pueblos ocupados antes por la población armenia. El objetivo final era borrar la existencia de un pueblo sin encaje dentro de la nueva Turquía.

El componente de odio religioso, que sería la tónica en futuros conflictos en la zona, agitó las manos de los verdugos. Dado que el Imperio otomano había declarado la guerra santa (yihad) en noviembre de 1914, la persecución y muerte de infieles cristianos era una obligación para los musulmanes que nutrían las filas de su ejército. Solo quienes accedieron a convertirse al Islam gozaron de cierta protección en Armenia, aunque también este grupo de conversos fue perseguido por leyes que medían «la pureza religiosa».

Arnold Toynbee, autor de «The murderous Tyranny of the Turks» calculaba hacía 1986 que «solo un tercio de los dos millones de armenios de Turquía ha sobrevivido, y éstos a costa de su apostasía hacia el Islam o dejando cuanto poseían y huyendo a través de la frontera. Los refugiados vieron morir a sus mujeres y niños en los caminos y, para las mujeres, la apostasía significó la muerte en vida por el casamiento con un turco y la internación en su harem».



La victoria del silencio
Con la partición del Imperio otomano tras su derrota en Primera Guerra Mundial, se creó un proyecto de estado armenio amparado por el presidente estadounidense Woodrow Wilson que duró lo que un soplido. En la Guerra de Independencia Turca, los nacionalistas reeditaron las pugnas y recolocaron las líneas fronterizas en su beneficio. Este renacer turco evitó que los culpables del genocidio fueron debidamente juzgados y colocó a las víctimas armenias en una posición de limbo legal que dura hasta hoy.




Viñeta aparecida en prensa anglosajona sobre el silencio cómplice de los británicos.


Viñeta aparecida en prensa anglosajona sobre el silencio cómplice de los británicos.



Turquía sigue negando el genocidio y, de hecho, tiene a gran parte de sus responsables elevados en su relato nacional al papel de héroes de la patria. Solo en los últimos años ha sido posible que surjan en el país voces discrepantes a nivel historiográfico con la versión oficial que culpa a los armenios de su perdición por traicionar al imperio.

El genocidio armenio fue la primera limpieza étnica de un siglo caracterizado por estos sucesos atroces. Los paralelismos entre el genocidio armenio en la Primera Guerra Mundial y el holocausto de los judíos en la Segunda son más que evidentes, y solo el empeño turco por ocultarlo ha hecho que el primero sea un episodio histórico infinitamente menos conocido que el segundo.


 
HISTORIA
Italia, 1870: la brecha de Porta Pía y el prisionero del Vaticano
Se cumple 150 años de los rocambolescos y apasionantes acontecimientos que llevaron a la unificación y independencia del país vecino


Foto: 'Breccia di Porta Pia' (Carlo Ademollo, 1880)
'

Breccia di Porta Pia' (Carlo Ademollo, 1880)



AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN
Contacta al autor
TAGS
HISTORIA
10/10/2020



Otoño de 1870 fue la estación de todos los cambios, de los anhelos románticos consistentes en unificar naciones para completar la entonces no tan lejana primavera de los pueblos. La derrota de Luis Napoleón III en Sedánfue el acicate definitivo para el surgimiento de una Alemania unificada, mientras el retroceso de las armas francesas y la voluntaria captura del Emperador conllevaron el nacimiento de la Tercera República, enfrascada aún durante unos meses en la contienda contra el enemigo germánico mientras en París la Comuna, símbolo de un mundo a las puertas, generaba otra de carácter fratricida.
En este rompecabezas todas y cada una de las piezas encajaban con solvencia. La última de tan apasionante tablero era Italia, despierta desde esa primavera de 1848 en pos de su independencia y la creación de su reino a partir del piamontés. El 17 de marzo de 1861 se proclamó esta nueva realidad política en el parlamento de Turín, pero para completarla quedaban bastantes flecos territoriales. El primero sucumbió como consecuencia de la guerra austro-prusiana de 1866, cuando Italia, derrotada en las lides bélicas, rentabilizó el contexto europeo para conseguir de Viena la cesión de Veneto, Mantua y una porción del Friuli, gran bagaje pese a los sinsabores de no obtener las consideradas provincias irredentas de Dalmacia, Istria y el Trentino, con Trieste como urbe codiciada e imposible al ser el puerto franco del Imperio aubsbúrgico.

La coyuntura fue magnífica para avivar el creciente nacionalismo tricolor y nefasta con el tiempo al ser una de las simientes del fascismo

Esta coyuntura fue magnífica para avivar más si cabe el creciente nacionalismo tricolor y nefasta con el tiempo al ser una de las simientes del fascismo. Sin embargo, clave de bóveda del edificio era Roma, pues sin ella cualquier unificación era una caricatura de la misma, y el fruto de esta ambición se había declarado desde ese marzo de 1861, cuando el primer ministro Camillo Benso, Conde de Cavour, declaró la urbe como necesaria capital de Italia, engendrándose así un largo conflicto con los Estados Pontificios, dominadores de la Ciudad Eterna con el longevo Pío IX a la cabeza de esa maravilla forjada durante tantos siglos, de Constantino al Ochocientos donde el Pontífice veía crecer día a día la precariedad de su fortaleza como poder civil. La primera gran advertencia llegó en 1867 en Mentana, cuando Garibaldi intentó aunar su audacia militar con una fallida rebelión ciudadana en Roma, posponiéndose su toma hasta el arribo de aires más propicios, gestándose en el curso de la Historia.


El Papa, acorralado
La cuenta atrás había empezado sin remisión. Pío IX, vicario de Cristo en la tierra de 1846 a 1878, era un animal acorralado por las circunstancias. En febrero de 1870 el Concilio Vaticano I le concedió la infalibilidad papal, pomposa y vacua para combatir los acontecimientos de ese vertiginoso año, más aún cuando en agosto de 1870 la guarnición francesa destinada a protegerlo abandonó su feudo para engrosar el contingente para luchar contra los prusianos de Guillermo I y Bismarck, quien no tenía algún interés en mover un dedo a favor de la Santa Sede pese a tenerla siempre presente porque la estabilidad de su proyecto dependía parcialmente de la fidelidad de los Estados Católicos del sur de Alemania.

Ante esta perspectiva se asistió a una concatenación europea de primer nivel. La tercera República Francesa debía solucionar sus asuntos internos y tampoco era proclive a pronunciarse ante la inminente colisión entre los Estados Pontificios y el Reino de Italia, descartándose de este modo cualquier posibilidad de intervención extranjera en suelo itálico.




Pío IX


Pío IX



Durante las primeras semanas de septiembre se estableció un paulatino juego nervioso. Vittorio Emanuele II sabía tener las cartas ganadoras en su baraja, proponiendo a su adversario sentado en el solio pontificio una resolución pacífica consistente en vender la entrada en Roma como una operación para proteger al Papa, quien seguiría siendo inviolable y mantendría un Estado,similar en sus dimensiones al actual Vaticano, bajo su plena jurisdicción y soberanía, algo complementado con una asignación anual e inmunidad diplomática tanto para los nuncios enviados allende la Santa Sede como para los diplomáticos extranjeros enviados a la misma.

Al desestimarse estas prerrogativas sólo quedaba actuar, y así fue como el 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri, un cuerpo de infantería, rompieron el estado de sitio y penetraron en la Ciudad Eterna mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía de los muros aurelianos, no sin hallar resistencia por parte de la guardia suiza y los zuavos, voluntarios del Viejo Mundo obcecados en defender a Su santidad.




El 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri penetran en Roma mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía


El 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri penetran en Roma mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía




Al cabo de 24 horas la anexión era un hecho, salvo en la Basílica de San Pedro y los Palacios Vaticanos, declarándose Pío IX prisionero, y así fue como él y sus sucesores permanecieron en estos aposentos como muestra de renuncio a las nuevas coordenadas, estableciéndose la cuestión romana, en esencia un duelo al sol para redefinir el statu quo una vez este hubo mutado para la iglesia católica, huérfana de temporalidad para quedar enmarcada en lo espiritual.


Non expedit
El Estado italiano, triunfal en su cometido tras vagar su capital durante los años sesenta del siglo XIX entre Turín y Florencia, osciló entre algún gesto de acercamiento, rechazado desde la endeble fortaleza papal, y la aceleración de medidas para apuntalar su victoria, desde leyes para abolir los privilegios del clero hasta la obligación al mismo del servicio militar. Como contrapartida, Pío IX y sus sucesores prescribieron a los católicos italianos no participar en las elecciones políticas a través del 'non expedit'. Acercarse siquiera a las urnas significaba aceptar el Reino, y la disposición se mantuvo firme hasta 1919, cuando Benedicto XV lo abrogó al ser, desde 1904, casi papel mojado.

Pese a ello, esta relación tumultuosa marcó el origen de la Italia moderna, un país siempre retratado como católico hasta los topes por el desconocimiento colectivo de su fase inicial, cuando las sacudidas del siglo repercutían en todos sus ámbitos de actuación a partir de sempiternas problemáticas enhebradas con la industrialización, el consiguiente desarrollo de la clase obrera, mezcla de socialismo y anarquismo, y las desigualdades entre la prosperidad del norte y el arcaísmo de un sur medio olvidado, algo maquillado desde la construcción de un imaginario folklórico aún válido para muchos europeos.

El Papa, fuera cual fuese su nombre, seguía recluido en el Vaticano, y desde esa posición empezó a hablar con encíclicas solventes


Estos dilemas, incrementados con las aventuras coloniales y el posicionamiento del país en los designios del Viejo Mundo, se veían sobrevolados por el rumor vaticano o el murmullo del pecado original de ese septiembre. El Papa, fuera cual fuese su nombre, seguía recluido en el Vaticano, y desde esa posición empezó a hablar con encíclicas solventes para cobrar relevancia internacional y volver a predicar un ecumenismo distinto, más concienzudo y, hasta cierto punto, brillante pese al aislamiento.

Mientras tanto, los sucesivos reyes residían en el antiguo palacio veraniego del Pontífice, el Quirinal. El Parlamento de Montecitorio sólo proclamó el 20 de septiembre como día nacional en 1895, manteniéndose como tal hasta 1930, cuando el fascismo instauró el 28 de octubre como día sacrosanto para la Nación con tal de rememorar la Marcha de Roma de 1922, jornada primigenia del Régimen.


El olvido de 1870
Terminada la Segunda Guerra Mundial se procedió a una refundación. Tanto Mussolini como 1870 se volvieron reliquias molestas del guardarropa, ruinas a sepultar desde una absoluta condena de la memoria corroborada con la instauración de dos días de la patria muy apegados al presente inmediato de la posguerra. El 25 de abril recuerda la liberación del norte de Italia a manos de los partisanos, con los aliados anglosajones fuera de plano, mientras el 2 de junio rememora el referéndum de 1946 en que la ciudadanía votó a favor de la instauración de la República. Estas efemérides mandaron una papelera metafísica esas rémoras, sin liberarse de la influencia de San Pedro, mantenida con la Democracia Cristiana y reconvertida en la posmodernidad berlusconiana.

El 20 de septiembre de 2020 se celebraron en el país transalpino elecciones en nueve de sus veinte regiones y un referéndum constitucional para dilucidar si se reduce el número de parlamentarios. Las primeras son sustanciales para calibrar las tendencias tras la crisis sanitaria, donde Giuseppe Conte se elevó a una inesperada altura gobernativa al decretar el Estado de Alarma y bregar en Bruselas hasta reunir grandes consensos, idóneos para alejar todo el ruido previo, perfecto para Matteo Salvini y nocivo para el resto de formaciones. Estos meses han alterado esa pesadilla y los resultados servirán para intuir el clima venidero. Por su parte, el referéndum se sitúa en la normalidad democrática de modificar la carta magna a partir de estas votaciones, sólo anuladas si la participación es inferior al 50%.

Ambos comicios se insertan en prácticas de una Nación madura, con leves resquicios de heridas pretéritas sin alcanzar los niveles de España. Ambos comicios responden a una rutina aceptada por todos, con el referéndum como piedra de toque para sellar la evolución del sistema, lleno de arenas movedizas y aun así con cimientos bien pertrechados. 1870 fue el pistoletazo de salida, y si no se conmemora ni siquiera se comenta en estas últimas fechas es por ser un legado anterior de un proceso inagotable en la tierra con más sedimentos pasados en toda Europa. Quizá ese silencio, más que un trauma por cómo acaeció, esconde muchas lecciones y avisos para otros navegantes mediterráneos.


 
Demokratía y guerra fría (I): y en el principio fue Atenas

publicado por Alejandro García

1602417396628.png
Los héroes de Maratón. Fotografía: Cordon Press


Ni siquiera la irrupción de la pandemia en el escenario mundial ha borrado del todo el debate sobre a dónde vamos como sociedad, políticamente hablando. Se ha instaurado en diversos ámbitos una reclamación de más democracia como el medio para atajar la desigualdad, tanto real como supuesta. De hecho, es una palabra que continuamente aparece por todas partes en boca de cualquiera, ya sean medios de comunicación o conversaciones de barra de bar y que, junto con «libertad», debe ser una de las dos excusas más manidas para cometer cualquier tipo de tropelías. A cualquiera le vienen unos cuantos ejemplos a la cabeza. Se reclama incansablemente como remedio a todo mal político una variedad de democracia más «directa», con una supervisión más cercana por parte de la ciudadanía.

Aunque pueda parecer gratificante ver lo arraigado que está el concepto de democracia en la mentalidad popular, se pueden albergar ciertas sospechas de que sea solo de boquilla, o una adaptación libre de la novela. ¿Cuánto sabemos de un tipo de gobierno que, como nos contaron en el colegio, nació hace mucho, mucho tiempo en la Grecia clásica, concretamente en una ciudad que no hace mucho sufría los embates de una oligarquía adinerada cada día más insolente y desvergonzada, la antiguamente bella Atenas? El primer ejemplo de una democracia en funcionamiento no solo es excepcional, sino que se trata de un caso de estudio esencial para comprender en qué consistía, qué condiciones son necesarias y cuáles son sus ventajas e inconvenientes —que los tiene—. Resulta llamativo que un escolar español actual solo trate el asunto de pasada, con solo doce años de edad, sin la profundidad necesaria como para captar sus implicaciones, así que urge llenar este agujero negro.

Allá por el siglo VI a. C., Atenas, como cualquier otra polis arcaica que se precie, estaba dirigida por un tirano con un nombre de dudoso gusto, Pisístrato. Esto no significa que el hombre se paseara de uniforme y se divirtiera enviando gente a prisión mientras reía malignamente; originalmente un tirano se refiere a un miembro de la oligarquía de la ciudad, un aristócrata que gracias a apoyos y maniobras políticas se erigía con el poder, ejercido personalmente. Este tipo de gobierno en un principio no se veía como algo necesariamente malo; de hecho, era el típico de las pequeñas ciudades-Estado griegas de entonces, que se componían de una capital con su templo, su ágora y su gimnasio, por un lado, y del campo circundante por el otro, con sus campesinos en sus chozas y su ganado. Las polis las gobiernan un reducido grupo formado por los ciudadanos más pudientes, que además son los que salen a partirse la cara por ella. Lógico, puesto que son los únicos que se pueden costear el armamento.

Pero hete aquí que las ciudades se organizan, prosperan y crecen. También el comercio, la economía y la población. La sociedad se vuelve más compleja, aparecen nuevas facciones políticas más amplias y la aristocracia se divide en bandos. Más ciudadanos propietarios implica más personas pidiendo acceso a la política, y el sistema de tiranías obviamente no les satisface. Ni tampoco a algunos de los ilustres, que deben disputar e intrigar continuamente para ocupar los cargos. ¿Todo este rollo qué quiere decir? Que, en las ciudades más pujantes como Atenas, la tiranía «pasa de moda», ya no sirve. Es tiempo de crisis internas, o como lo llamaba Tucídides, de stasis, una especie de bloqueo de fuerzas enfrentadas. A leches si hace falta, por supuesto. A la muerte de Pisístrato hay unas cuantas de estas luchas por el poder (con sus imprescindibles asesinatos) que ahorraremos para ir directos al final: hacia el 514 la tiranía está bastante desacreditada y sin embargo nos quedan dos candidatos a la gloria, de los que se alzará triunfante un personaje de sugerente nombre, Clístenes. Este aristócrata de la controvertida familia de los Alcmeónidas, habitual en todos los follones políticos atenienses, va a sentar las bases de la posterior democracia popular. Aupado al poder por la vía tradicional, parirá una «reforma electoral» que ríanse ustedes de la modélica transición española.

Los atenienses, como buenos indoeuropeos, se dividían en tribus por cuestiones de parentela, clanes y demás asuntos familiares. Las tribus, además, servían como una especie de unidad política tradicional, y hacían de centro de reclutamiento, colegio electoral y asamblea de tipo social. Pues bien, Clístenes dividió el Ática en tres partes (la ciudad, la costa y el interior) y cada una la dividió a su vez en diez, según la distribución de aldeas con entidad administrativa (los demos, origen de nuestra palabreja) y la voluntad emanada de su escroto. Después procedió a inventarse diez tribus nuevas cogiendo un cachito del campo, un cachito de la ciudad y uno del interior para cada una de ellas, les puso nombre y un lacito, y a correr. ¿Para qué este manejo? Los expertos con pajarita y gafas de culo de vaso todavía discuten los motivos de Clístenes, porque en realidad nadie lo sabe, pero se pueden adivinar algunas intenciones detrás. Por un lado, esta reordenación lo dejaba todo atado y bien atado; el poder político de los partidarios de la tiranía quedaba repartido y por tanto diluido. Por el otro, todas las tribus tenían una patita puesta en el centro del meollo; Atenas, y por tanto desde ahí se podía controlar y participar en la política. Nada se cocinaba fuera de la ciudad.

¿Cuál era la utilidad de este «rediseño creativo» del mapa electoral? Pues qué pregunta, elegir al nuevo gobierno. Aquí va la explicación de cómo se organizaba el mondongo político; no dolerá mucho, un pinchacito nada más. En la antigua tiranía, en Atenas mandaban nueve magistrados o arcontes, elegidos por la asamblea de tribus antiguas entre los que importaban algo. Su labor estaba supervisada por un grupo de ex altos cargos que decidían además sobre cualquier cosa: justicia, política interior y exterior, legislación, etc. Esta banda de vejetes estirados se reunía en la colina de Ares y por eso se llamaba el tribunal del Areópago. En otras palabras, las clases más altas lo controlan todo.

Ahora la cosa cambiará bastante y el demos hace su entrada triunfal en política. Al aristocrático Areópago se le deja en paños menores y conservará únicamente el poder judicial y la «auditoría» de los magistrados. Los otros asuntos pasan al Consejo de los quinientos, o mucho más bonito en griego, la boulé. Cada flamante comunidad autónoma-tribu elige cada año entre sus varones mayores de edad a cincuenta representantes para la boulé. Como es un jaleo juntar a quinientos tipos cada pocos días para tratar asuntos, sobre todo tipos que se dedican a otras tareas, se establecía una «comisión permanente» rotatoria de cincuenta , así que cada tribu se encargaba del Consejo una parte del año (este consejo redux se llamaba pritanía). ¿Y a qué se dedicaban exactamente? Pues a preparar los temas que se iban a tratar en el epicentro del sistema, el lugar donde se ventilaba todo, el corazón de la demokratía… la asamblea popular. En griego, la ekklesía.

La asamblea ahora tomaba en última instancia las decisiones; política exterior e interior, si se iba a la guerra, votaba las leyes… siempre siguiendo el «orden del día» preparado por el Consejo. Aquí se elegían los cargos de magistrado y los strategos del ejército de entre los propuestos por cada tribu. El sistema se completaba con toda una serie de medidas para impedir pillar el sillón y enquistarse en el poder, incluido el sorteo o la imposibilidad de presentarse más de dos veces a la pritanía. Pero la joya de la corona de Clístenes, el arma definitiva antitiranos para el mantenimiento del equilibrio político y la paz social, era el famoso ostracismo. Una vez al año el demos ateniense podía votar si se expulsaba a alguien de la ciudad, cual Gran Hermano VIP, siempre que acudieran más de seis mil, que debía ser, siguiendo la metodología ojimétrica, algo más de la mitad de la asamblea popular. El nombre se grababa en un trozo de teja (ostrakón) y el que obtenía mayor número de votos debía exiliarse. Este procedimiento va a dar grandes ratos de diversión en el futuro, como veremos.

Esto puede parecer una democracia, y en el fondo lo era, aunque en una fase bastante embrionaria y bastorra. Porque aún nos falta un cacho de trozo de trecho para llegar a la auténtica democracia radikal popular, entre otras causas porque como buenos indoeuropeos (otra vez), los atenienses se clasificaban y ordenaban por clases sociales en función del algoritmo «tanto tienes, tanto vales». Había un par de grupos que se quedaban marginados en esta idílica e innovadora felicidad política: los thetes, los que trabajaban alquilando sus servicios para otro, no podían acceder a los cargos aunque participaran en la asamblea. Lo que dejaba al cincuenta por ciento de los varones adultos atenienses fuera de la cosa pública. Pero no se vayan todavía, aún hay más; los hektemoroi, aquellos que tenían deudas que pagar con parte de la cosecha, los «hipotecados», esos ni podían ir a la asamblea siquiera. ¿Las mujeres? No me haga reír, hombre, this is Hellas.

Aun así, era un invento revolucionario sin igual en toda Grecia, producto entre otras cosas de la riqueza y la importancia que iba adquiriendo Atenas en el mundo griego. Y ahora que ya conocemos cómo se gobernaban los habitantes del Ática, pasaremos a ver a la joven democracia en acción, porque se avecinan muchas curvas y unas cuantas pruebas de fuego para el sistema, que lo dejarán bastante cambiado.

La primera —y decisiva— patata caliente que cae en campo ateniense es nada menos que la primera expedición persa. Tras pedirles la tierra y el agua y que los mandaran a freír espárragos, nuestros amigos orientales desembarcaron en Maratón, el único sitio llano disponible que encontraron. Claro que también se encontraron a un montón de hoplitas atenienses al mando del noble Milcíades, con el resultado de todos conocido. La rotunda victoria dio mucho prestigio a la recién estrenada democracia y salvó el primer punto para el equipo griego, pero pese a lo que pudiera parecer, en vez de convertirse en un factor de unidad, dividió las opiniones y complicó mucho la política de la polis, como si de españoles se tratara. A grandes y groseros rasgos, Maratón dio lugar a dos bandos principales; uno era el «aristocrático», en el que militaban algunas de las mayores fortunas de la ciudad y que encabezaba entre otros el propio Milcíades; representaba a la fuerza de hoplitas, propietarios de la tierra, la forma tradicional de hacer la guerra. Así que no hace falta insistir en el prestigio que tenían después de la batalla y lo convencidos que estaban de que esa era la manera correcta de hacer las cosas. No solo eso, sino que Milcíades era dueño y señor del Quersoneso y por tanto tenía el riñón forrado, hasta el punto de que se le acusaba de haber ejercido la tiranía por allá.

La otra facción había visto motivos de inquietud tras el primer asalto; no en vano los persas habían movido su flota como Pedro por su casa. No era de recibo que a una ciudad costera como Atenas le chorrearan así en su cara; el arma definitiva debía ser una flota como Zeus manda y un puerto nuevecito (El Pireo), conjuntamente con una serie de fortificaciones que debían ir desde la Acrópolis hasta allí, lo que se conocería como «los Muros Largos». La figura más destacada de esta «corriente de opinión» era el visionario de Temístocles, y no se trataba de un oportunismo a causa de la guerra. En realidad, el auténtico motivo para proponer estas medidas era un enemigo mucho más modesto pero que llevaba pintándoles la cara a los atenienses desde ni se sabe: la polis de Egina. Los modestos eginetas disponían de una respetable flota y hostilizaban a los áticos dónde y cuándo querían desde hacía años, impidiéndoles dominar las aguas egeas. Así que Temístocles y sus partidarios en realidad estaban mirando más allá de la cuestión persa y planeaban una futura expansión ateniense, que debía ser, sí o sí, marítima. El problema es que construir una flota era algo carísimo, y una muralla ni les cuento, y la pasta gansa estaba en el otro bando. Además, también estaba el problemilla persa en la agenda: más o menos todo el mundo esperaba la próxima iniciativa de Oriente, así que las opiniones oscilaban entre los que rechazaban un hipotético dominio del rey de reyes y los que pensaban que a lo mejor no era para tanto.

1602417483263.png
Arístides. Fotografía: Cordon Press.


Las primeras bofetadas en la arena política correrán a cargo del dúo mencionado. Tras su gran victoria, Milcíades se animó a perseguir a los persas (lo cual indica que la facción aristocrática tampoco le hacía ascos a eso de expandirse) y trató de liberar las islas Cícladas, llevándose una derrota en Paros que además le dejó malherido. Temístocles y sus partidarios estrenaron aquí el ostracismo, acusando al derrotado de «decepcionar al pueblo ateniense» y le condenaron al exilio y a pagar un multazo que no se llegó a cobrar, pues Milcíades se murió antes. El invento de la teja no solo se emplea ya para alejar personajes peligrosos, sino como modo de «regular» el efecto del exceso de fama y prestigio de individuos concretos en la democracia.

No se sabe mucho de los acontecimientos de los años posteriores en la ciudad, pero el baile de figuras condenadas al ostracismo y la indecisa política exterior ateniense, que daba un pasito-palante-pasito-patrás en sus relaciones con los persas nos hace suponer que no se aburrieron precisamente. A Temístocles le saldrá un rival en la figura de Arístides, con fama de justo, virtuoso, incorruptible y repelente niño Vicente, si bien ambos coincidían en política exterior. Pero hay dos hechos que van a decantar la balanza definitivamente del lado «naval»: el primero, el descubrimiento accidental de un montón de plata en las minas de Laurión, con lo que el asunto del dinero quedaba resuelto. El segundo, que Jerjes —convertido en drag queen en 300—optó por invadir Grecia y jugar la revancha. Los partidarios de dar la mano blandita al persa tuvieron que largarse o quedarse callados, y el proyecto de Temístocles salió adelante. En un plazo razonablemente corto de tiempo y justo para estrenar en la guerra, Atenas puso doscientos trirremes en el agua. Que no funcionaban solas, por cierto; hubo que reclutar a los thetes para que sirvieran como remeros en la marina, lo cual a la larga tuvo la previsible contrapartida política, como nuestro hombre ya preveía y esperaba, no en vano contaba con su apoyo social.

Como todos sabemos, Atenas y Esparta se coaligaron para rechazar la invasión y el «muro de madera» flotante que erigió Temístocles sirvió para poner a la población ateniense a salvo del ataque persa, acabar con su flota en la espectacular victoria de Salamina, salvar a Grecia y en última instancia, al mundo occidental como lo conocemos, si nos ponemos épicos. Después por tierra, en Micala y Platea, los espartanos remataron la faena. Es el triunfo en las Guerras Médicas el que va a transformar decisivamente a Atenas en una democracia «completa» y en muchas cosas más.
 
Demokratía y guerra fría (II): El Telón de Bronce

publicado por Alejandro García

1602487094063.png
Temístocles. Fotografía: Cordon Press.


En estos momentos Atenas y Esparta son un remedo primitivo de los Estados Unidos y la URSS de finales de la Segunda Guerra Mundial; son aliados contra el mismo enemigo y tienen el conflicto de cara, y aparentemente son amiguitas. Pero se están jugando muchas papeletas para malos rollos futuros. Sus sistemas políticos son la noche y el día y ambas están destinadas a jugar papel de superpotencia. La diferencia es que Esparta no tiene ningunas ganas de gobernar el Egeo, por lo que esto implica en cuanto a crecer y transformarse, mientras que Atenas no solo lo mira con ojitos, sino que su metamorfosis ya ha comenzado. Cosa que a los lacedemonios tampoco es que les haga mucha gracia. Aunque hay buen rollo oficial entre ambos, quien vio venir el futuro con claridad fue, cómo no, Temístocles.

En cuanto las operaciones bélicas se alejaron de la Grecia continental, los espartanos propusieron, muy sutiles ellos, que estaría genial que se desmontaran todas las fortificaciones y murallas de las polis, con la excusa de que muchas ciudades aliadas del persa se habían tenido que tomar por asalto. Las risas fueron grandes en Atenas, que había sido saqueada por el enemigo y que en aquel mismo momento se encontraba enfrascada en poner sus muros en pie, objetivo en el que estaban pensando realmente los laconios. Temístocles, cual capitán Panaka, urdió una estratagema, plantándose en Esparta a entretenerlos con una patraña mientras mujeres y niños acababan las obras corriendo (479 a. C.). Para cuando los espartanos se asomaron por Atenas, la muralla se había completado a una velocidad que ni las constructoras hispánicas. Esto no les hizo demasiada gracia a los rústicos chicos sureños, que tomaron buena nota de la matrícula del ateniense.

Para acabar de liarla, el «Alto Mando Aliado» despachó la flota ateniense bajo mando espartano a pegar guantazos por ahí y tuvo lugar el feo asunto de la corrupción de Pausanias. Una vez destituido el lacedemonio y puesto al mando un ateniense, un «Telón de Bronce» iba a caer entre las polis. Esparta se desmarcó del asunto mientras que Atenas aceptó encantada de la vida ponerse al mando y para ello Arístides fundó una coalición, la Liga de Delos (477 a. C.). Delos-que-pagan, porque en esencia Atenas ponía los barcos, soldaditos y caballos y los demás aflojaban la cartera. Esta subcontratación de la cosa bélica traería consecuencias inimaginables. Pero de momento quedémonos con que los espartanos no olvidan, así que se las apañaron para acusar a Temístocles de estar implicado en la subversión de Pausanias. ¿Qué tiene que ver esto con la democracia? En pocas palabras, va a ser su sustento.

1602487877139.png
La flota ateniense. Fotografía: Cordon Press


La flota ha ganado la guerra, y ya no son los propietarios agrícolas y sus lanzas los que defienden Atenas en solitario. La marina no solo es el orgullo de la polis, sino su futuro. Es imprescindible para continuar las operaciones, mantener la Liga (y el cobro de contribución correspondiente) y arrojar al persa del resto de Grecia, así que los modestos van a querer ver su poder político aumentado e irrumpir a saco en la fiesta de la democracia. La facción «democrática» va a salir muy reforzada de la guerra y los acontecimientos posteriores, adquiriendo un tono claramente antiespartano y proexpansionista, como su líder. De hecho, una de las primeras medidas que tomará el demos es quitarse de en medio a la figura oligárquica del momento, Arístides, votando su ostracismo.

Pero paradójicamente, la facción aristocrática también va a reforzarse. Los hoplitas se han batido como machotes y el Areópago, reducto aristocrático, ha adquirido mucho prestigio tras dirigir la evacuación de la ciudad en momentos de grave peligro. Además, cuenta ahora con una joven promesa, el hijo de Milcíades, Cimón, que además ha heredado la inmensa fortuna de papi. Para colmo, muchos de sus cabecillas son strategos del ejército que tan brillantemente conduce la guerra contra Persia; el propio Cimón es puesto al mando de la expedición de la Liga para correr a gorrazos al persa hasta su tierra. Sin embargo, esta facción es partidaria de la amistad con Esparta, «home of the hoplites» y polis oligárquica por antonomasia. La lucha política, pues, se va a recrudecer y tendrá como objetivo al hombre que ahora ostenta el título de «más popular de Atenas», el hombre en el cénit de su carrera, Temístocles, que se ha puesto además un poco chulito y al que los espartanos y sus amigos difaman. En 472 es condenado al ostracismo en una votación de la que se han encontrado abundantes ostrakón prefabricadas con su nombre ya impreso. Las irregularidades se inventaron ayer, como se ve.

Mientras tanto, la Liga de Delos se consolida a la vez que el fantasma del peligro persa se aleja. Cimón se hincha a repartir leches de tal modo que los aliados empiezan a plantearse que a lo mejor no hace falta ya la pseudo-OTAN esta. Sin embargo, a los atenienses les va muy bien esto de cobrar sus servicios militares por adelantado, y ese dinerito está haciendo mucho bien en Atenas, porque entre otras cosas servirá para sufragar la adquisición de muchos esclavos y la presencia en las asambleas de los más modestos; el imperialismo ateniense sostiene la democracia popular.

La organización de la Liga ya tiene mala pinta y no responde que digamos al modelo democrático: se reúnen dos órganos por separado, el de los atenienses y el del resto, así que ya se pueden imaginar qué clase de igualdad garantiza eso si el voto de Atenas vale por el de todos los demás juntos. Cuando se huelen que la Liga es un instrumento al servicio de la polis ática, algunas ciudades tratan de salirse. Pero la Liga de Delos es una especie de antecedente de instituciones futuras como la Iglesia católica o las compañías de telefonía móvil; es muy fácil entrar, pero salir es harina de otro costal. Naxos en 470 y Tasos en 465 tratan de borrarse del club y son correspondientemente represaliados por los atenienses, que mandan colonos —clerucos— a todas partes y se aseguran por encima de todo el cobro de sus servicios. ¿El persa? Bien, gracias.

Así están las cosas ahí fuera, pero… ¿qué ocurre en Atenas mientras tanto, una vez expulsado Temístocles? Pues el partido aristocrático, con Cimón a la cabeza, tratará de mantener a raya a los demócratas con un recurso muy actual; el evergetismo. ¿Qué es esto? Pues sencillamente que Cimón gastará parte de su dinero en abrir sus huertos, sus terrenos y su bolsillo para regalar al personal comida y sustento. Como nada es gratis en este mundo, una vez que pasas a ser mantenido de alguien te conviertes en su clientela, y como si de un precursor del camello moderno se tratara, si quieres seguir chupando del bote, en la ekklesía votarás lo que yo te diga. El pesebrismo se inventó hace veinticinco siglos. Así es como Cimón cree manejar el sistema político, pero un oportuno resbalón dará alas a sus enemigos políticos. En 462 a. C., Esparta sufre un tremendo terremoto y pide ayuda ante la rebelión de sus montones de hilotas. Cimón, que es muy proespartano él, convence a la asamblea de que le deje ir con cuatro mil hoplitas.

1602487946111.png
Cimón. Fotografía: Cordon Press.


Aparte de que los lacedemonios lo envían rápido a hacer gárgaras, porque no quieren saber nada de los atenienses y sus peligrosísimas innovaciones políticas, en su ausencia los cabecillas demócratas, Efialtes y el gran Pericles, han reformado la constitución de Atenas, sin referéndum ni nada. El Areópago es despojado de sus poderes auditores, que pasan a la boulé y la Asamblea del demos y se queda en lo justo para ver casos penales; los thetes ven su poder incrementado.

Cimón volvió de Esparta con sus hoplitas todo despechado después de que sus amigos espartanos le dijeran que preferían una relación a distancia y que se fuera por donde había venido… solo para encontrarse un bonito ostracismo que le dejará fuera de combate en 462 a. C. Los ánimos en Atenas andaban revueltos y la respuesta de los lacedemonios no gustó mucho; de esta manera, la torpeza espartana demostró no tener límites, porque la influencia en Atenas de los partidarios de llevarse bien con los madelman peloponesios se redujo al nivel del salario mínimo español.

Esto dejó las manos libres a los demócratas para «rediseñar» la política exterior ateniense sin deberle nada a los pueblerinos del sur, por lo que se dedicaron a reforzar su imperio, con la flota en una mano y la lanza en la otra. Atenas no podía renunciar al pingüe negocio de la Liga de Delos, puesto que los ingresos que obtenían son directamente responsables de lo que exageradamente se conoce como «el siglo de Pericles», momento cumbre de la cultura, las artes y todo eso en lo que se gasta la pasta cuando sale por las orejas. Hay que decir, eso sí, que al menos tuvieron la deferencia de prescindir de parques temáticos desiertos y resquebrajados diseños de Calatrava y erigir obras de las que aún pueden verse. Pero no solo se empleaba el dinero para eso; lógicamente se invertía en barcos, caballos y guerreros, y también en una creación del propio Pericles: la subvención. También conocida como óbolo.

¿Para qué este invento del demonio? Básicamente porque para ejercer la politeia hay que ser un ocioso con mucho tiempo libre, y dicho perfil suele coincidir con el aristocrático. Las bases de la democracia, los marinos, se encontraban lejos de Atenas, persiguiendo al persa y metiendo aliados en cintura por el Egeo. Los hoplitas también tenían la cosa difícil para acudir a las asambleas, puesto que los que no guerreaban se dedicaban a sus tierras, y en general, para quien debía buscarse la vida currando era complicado pasarse por allá. Así que si bien la desarticulación (temporal) de la facción aristocrática acabó con la compra de voluntades que Cimón practicaba, la democrática tenía problemas para ejercer el poder desde una asamblea casi vacía compuesta por los más pudientes. En realidad, el óbolo no era mucho dinero, ni la mitad de un salario diario normal; pero poco es mejor que nada, así que los tribunales y las sesiones de la ekklesía comenzaron a llenarse de gente menesterosa que iba allí a cobrar, y si se tercia, a venderse. Una medida que en principio parecía una buena idea, destinada a que el pueblo pudiera tener algo de independencia política, acabó a la larga convirtiéndose en una fuente de problemas. Cosa que al pobre Pericles le va a pasar bastante a menudo, pero eso ya se verá más tarde.

Sea como fuere, finiquitada la práctica del evergetismo y por tanto el control de los ricachos sobre el demos a golpe de talonario, este volvió a tomar las riendas del Estado de la manita del gran Pericles. Que era un señor paradójico, puesto que se trataba de un líder democrático de origen y talante aristocrático; este extraño equilibrio contribuye también a la no menos paradójica situación de que los ciudadanos atenienses y su democracia se vuelvan bastante «aristocráticos» en sus decisiones. Que estaban estaban sobre todo encaminadas a mantener, ampliar y fortalecer el sistema que les permitía gobernarse: el imperialismo. Vamos a patearnos la política exterior de Washington… Atenas.

Se basó esta en dos líneas principales de actuación; una consistió en mangonear en el área alrededor del Ática, lo que incluía Grecia Central y las ciudades de la costa norte del Peloponeso. Un juego bastante peligroso, puesto que si bien los atenienses se limitaron a molestar a algunos miembros de la Liga del Peloponeso (quienes, como buenos griegos, peleaban entre ellos), afectaba indirectamente a Esparta, riesgo que al parecer les importaba tres pepinos. Así, Atenas se alió con Tesalia (expartidaria del persa en las Guerras Médicas) y Argos, en virtud de sus malas relaciones con Esparta, y también consiguió atraerse a Mégara, que como tenía un contencioso con Corinto, no vio mayor problema en pasarse a la Liga de Delos. Por fin Atenas podía rendir cuentas pendientes con potencias marítimas vecinas como Egina, Corinto y sus amiguitos.

Ciudades todas ellas que veían con mucha alarma la enorme expansión ateniense, que amenazaba con estrangularlas y someterlas, y ahí entroncamos con la segunda línea: la guerra con Persia como excusa para incorporar ciudades a la Liga de Delos, ergo a la cuenta de resultados. Después de la galleta tremenda que se llevaron en Eurimedonte los persas a manos de Cimón (antes de que lo largaran), la marcha de las operaciones iba cuesta abajo, y cada vez más los atenienses estaban más ocupados en instalar clerucos por ahí y en favorecer al partido del demos de las ciudades de la Liga que en otros asuntos. Esta exportación de la democracia en realidad era solo aparente, puesto que, si bien los atenienses en política interna no se metían, el demos de cada ciudad aliada en política exterior ni pinchaba ni cortaba, así que se trataba de una democracia bastante poco soberana que nos recuerda algo a todos.

Todo esto, además de suponer una escalada de tensión que acabará muy mal, como el agorero de Tucídides no se cansa de repetir, exigirá a Atenas un esfuerzo muy grande, y como ya sabían las viejas castellanas en su día, «quien mucho abarca, poco aprieta». Para resumir, la triple alianza Atenas-Argos-Mégara empezó a darse piñazos con Corinto & Asociados, lo que preocupó lo suficiente a los lacedemonios como para sacar a sus muchachos a pasear por Grecia central. Además, por entonces Atenas se había metido en Egipto a chinchar al persa; demasiados frentes abiertos, así que Pericles echó marcha atrás. En democrático consenso con la facción aristocrática y aprovechando que el ostracismo de Cimón caducaba, consiguió que el forrado ateniense negociara con sus amiguitos espartanos una tregua para acto seguido ir a hacer lo que más le gustaba: correr detrás de los persas cual toro sanferminero en pos de un grupo de australianos borrachos. Pero hete aquí que en Chipre Cimón palmó, y muerto el mayor partidario de la guerra, no quedó otro remedio que firmar la paz (de Calias, en 449 a. C.), muy necesaria para ambos bandos.

Sin embargo, este armisticio dejó a Atenas en un compromiso; una vez finiquitado el objetivo para el que se creó la Liga, los aliados comenzaron a pensar que iba siendo hora de disolver el club de los paganos. Cosa que a los atenienses ni se les pasaba por la cabeza, ya que los subsidios les permitían mantener veinte mil bocas de ciudadanos aproximadamente. Así que hizo justo lo contrario, reforzar el control sobre la Liga, animar amistosamente a punta de lanza a entrar a nuevos «amigos», reprimir las rebeliones contra esta hegemonía (Eubea, el incidente de Samos, Bizancio) y buscarse nuevos conflictos que la justificaran. Vuelta la burra al trigo: Esparta se enfada, se da un paseo por Beocia, se enseñan todos los dientes, se va salvando la situación como se puede, etcétera. Pero en el fondo, dado que ni Esparta ni Atenas modificaban sus políticas esenciales, todos sabían que el equilibrio no se podía mantener siempre y que al final se iba a liar parda. Uno de estos listos era por supuesto Pericles, que ya había creado un fondo de reserva de mil talentos de oro y tenía un plan bélico diseñado para cuando estallara lo que al final estalló en 431; la guerra mundial griega, más conocida como Guerra del Peloponeso.
 
Así fue la revolución militar que comenzaron los Reyes Católicos y culminó con los Tercios españoles
Gonzálo Fernández de Córdoba sacó el máximo potencial a una infantería que era inferior en número a su enemigo francés, adoptó tácticas novedosas en los campos de batalla y alentó el empleo sistemático del arcabuz



El Gran Capitán de Augusto Ferrer Dalmau - Augusto Ferrer-Dalmau


"El Gran Capitán" de Augusto Ferrer Dalmau - Augusto Ferrer-Dalmau



Cesar Cervera
14/10/2020



Pocos personajes de la historia de España está tan mitificado como Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y a la vez resulta tan desconocido más allá de los tópicos de serie. Incluso su aspecto físico está basado en construcciones posteriores, más propias del romanticismo que del periodo en el que vivió. Con frecuencia se habla del castellano, que ejerció como general durante las campañas italianas que realizaron los Reyes Católicos a finales del siglo XV, como el fundador de los Tercios o la persona que dio forma a su germen. Sin embargo, sus peones no eran técnicamente soldados de los Tercios, que se organizaron como tal ya durante el reinado de Carlos V.


La llamada ordenanza de Génova (1536) en su tercer párrafo menciona por primera vez la palabra tercio y da instrucciones sobre su estructura y sus requerimientos de pago, aunque es posible que el origen de la infantería se remonte a 1534, cuando el Emperador Carlos V dio orden de reorganizar las compañías que la Corona española mantenía en Italia. Se cree que su nombre hace referencia a que los tercios estaban conformados por 3.000 hombres, pese a que rara vez se cumplía este patrón, o bien al hecho de que los soldados se repartían originalmente en tres grupos: un tercio armado de picas, otro de escudados, y un tercero con ballesteros.

Sobre el papel, cada tercio estaba conformado por entre 2.500 a 3.000 soldados –aunque la cifra solía ser muy inferior– bajo el mando de un solo maestre de campo, nombrado directamente por el Rey, que era capitán efectivo de la primera compañía de las doce disponibles. Segundo en rango estaba el sargento mayor, que, además, era capitán de la segunda compañía. El resto de las compañías, cada una de 250 soldados, estaba a las órdenes de distintos capitanes. Al alistamiento efectuado por cada capitán se presentaban antiguos veteranos, labriegos, campesinos, hidalgos, etc.


¿Un genio de la guerra?
Gonzalo Fernández de Córdoba concentró su carrera militar en cuestión de una década. A las guerras italianas acudió bordeando los cincuenta años siendo un segundón de una familia noble andaluza y con una cuestión no militar, su intervención en las negociaciones con Boabdil para rendir Granada, como hecho más notorio de su biografía. En la península vecina, en cualquier caso, mostró el genio militar que llevaba dentro en batallas tan destacadas como Ceriñola o Garellano, asimismo tuvo tiempo de luchar contra los turcos en Cefalonia. Sus principales méritos fueron sacar el máximo potencial a una infantería que era inferior en número a su enemigo francés, adoptar tácticas novedosas en los campos de batalla y alentar el empleo sistemático del arcabuz.

Ahora bien, lo que resulta más difícil de calibrar es cuál fue su influencia en la revolución militar que se desarrolló a principios de la Edad Moderna. Como señala el hispanista Henry Kamen en su obra «Poder y gloria: los héroes de la España Imperial» (Austral), el primer obstáculo para responder a esta cuestión es la falta de obra teórica del castellano: «Sus victorias hablan por sí mismas. Pero los cronistas de la época, que eran los mejor situados para juzgar sus éxitos, no mencionan que Gonzalo introdujera innovación alguna en formación de tropas o materias relacionadas con las armas de fuego».




El Gran Capitán encuentra el cadáver de Luis de Armagnac


El Gran Capitán encuentra el cadáver de Luis de Armagnac




Según aprecia el autor del siglo XVI Diego de Salazar en «Tratado de Re Militari», Fernández de Córdoba sí entrevió una infantería que se parecía mucho a los tercios: un escuadrón dividido en doce compañías de quinientos soldados. Dos de ellas, solo de piqueros; el resto formadas por rodelas, dardos y cien arcabuceros. No obstante, nada indica que esta idea del Gran Capitán fuera llevada a la práctica y, siendo justos con los hechos, hasta la batalla de Bicoca (1522) no se puede apreciar un uso decisivo y sistemático de las armas con gran potencia por parte de la infantería española. Esto es, quince años después de que el Gran Capitán abandonara Italia.

En opinión del historiador René Quatrefages, autor de «La Revolución Militar Moderna. El crisol español», si hay alguien al que se le puede atribuir crear el germen de los tercios es a los Reyes Católicos, quienes impusieron «el modelo suizo» en sus ejércitos como evolución de lo que había ya funcionado en la fase final de la Reconquista, incluida la presencia de arcabuceros. En el primer contingente enviado a Italia se aprecia la preferencia de los reyes por la infantería, con cinco mil infantes frente a solo seiscientas lanzas de caballería.

La ordenanza de 1496 sentó, según Quatrefages, «las bases de la organización de esa administración militar que permitió a España crear, enviar y mantener ejércitos y armadas en los cuatro confines del mundo cristiano a lo largo de muchos decenios».

Las innovaciones organizativas no fueron así fruto de la experiencia italiana, sino de unas órdenes muy concretas dictadas desde España previamente. En 1504, los Reyes Católicos extendieron las órdenes anteriores al resto de sus fuerzas militares, presentes tanto en España, Italia como en el norte de África. La «nueva infantería» pasó de ser un contingente provincial a una fuerza relativamente homogénea. Esta fuerza en constante evolución fue lo que recibiría Carlos V y convertiría en lo que serían los Tercios.


El aumento de la potencia de fuego
El Gran Capitán nunca fundó, organizó o encabezó los Tercios, pero sí puso énfasis en el uso de la infantería española. La principal infantería que tuvo a su mando en Italia fueron los llamados peones castellanos, en gran parte veteranos de la Guerra de Granada, donde ya había sido habitual la combinación de picas, arcabuces, ballestas y espadas roperas.

La infantería española sufrió en sus primeros choques contra los disciplinados bloques de piqueros suizos, pero pronto aportaron varias novedades tácticas que desarbolaron estos cuatros. Armados con rodelas (escudos pequeños) y espadas, la infantería española se infiltraba entre las filas de los piqueros enemigos y combatían cuerpo a cuerpo durante el choque de vanguardias, donde las picas españolas las solían sujetar los alemanes, de mayor altura.



Tercios marchando en formación durante la batalla de Nieuport, en 1600.


Tercios marchando en formación durante la batalla de Nieuport, en 1600.




Pero, sin duda, el gran hecho diferenciador de la infantería española fue la importancia que cobraron las armas a distancia en combinación con las picas. La introducción de las alas de ballesteros, y con el tiempo los arcabuceros, obligaban a los muros de piqueros a defenderse más allá de su frontal. El Gran Capitán comprendió antes que nadie, desde luego antes que sus adversarios, la importancia de las armas de fuego y puso los cimientos para que los «españoles adoptaran las armas de fuego mucho antes que los franceses, los ingleses o los italianos», en palabras del historiador británico Charles Oman («A History of the Art of War in the XVI Century»).

Con el paso de los años, los ejércitos hispánicos fueron incrementando el número de arcabuceros hasta alcanzar más de la mitad de todos los efectivos de sus fuerzas. El Gran Duque de Alba fue quien añadió a la ecuación los mosquetes, de mayor alcance y precisión, en la infantería española. En la primera operación que encabezó hacia los Países Bajos ordenó entregar a cada compañía quince mosquetes, que debían hacer fuego apoyados en una horquilla hecha con madera de espino.

«Únicamente arriesgaría mi persona, mi imperio y todos mis bienes al valor de sus mechas encendidas», se le oyó pronunciar a Carlos V en una ocasión. El número de mosquetes y arcabuces fue aumentando progresivamente a lo largo de los siglos XVI y XVII.

El enorme prestigio dentro y fuera de la península de la infantería también fue consecuencia de la aventura italiana del Gran Capitán. A partir de estas campañas cada vez más nobles españoles aceptaron combatir a pie, junto a esta pujante infantería. Ese año, 1503, apareció el término “ynfante” en la contabilidad militar como nueva denominación de los peones castellanos.


 
Demokratía y guerra fría (y III): la unidad de los demócratas

publicado por Alejandro García

1603018258959.png
Ilustración de una representación de la obra de Shakespeare Pericles, Prince of Tyre.


El primer movimiento que Pericles previó fue el de siempre de los espartanos, dada su legendaria flexibilidad táctica: aprovechando que tenían los hoplitas más vigoréxicos, los pusieron de nuevo en Grecia Central con el objetivo de arrasar el Ática. Para prevenirlo, el ateniense había diseñado un plan defensivo que consistía en meter a todos los campesinos y el ganado que cupiera dentro de la polis, a esperar que los laconios se aburrieran de quemar campos mientras la poderosa flota ateniense venía al rescate. Parecía una buena idea… si no fuera porque hacinar a tanta gente de higiene discutible suele traer complicaciones en forma de enfermedades. En cuanto se declaró la peste (un tercio de la población murió) y como siempre cuando las cosas se tuercen, la Asamblea popular culpó a Pericles y le destituyó del cargo de stratego, en un arrebato de desesperación. Como obviamente esto no solucionó nada de nada, y Pericles era con mucho lo mejor que tenían, le volvieron a elegir en otro vaivén emocional. Pero el Gran Hombre contrajo la enfermedad, y después de ver morir a sus hijos, falleció personalmente en 429 a. C.

Mal momento para pasar a la posteridad, puesto que no solo Atenas estaba en graves aprietos, sino que las vedetes políticas que le sucedieron eran como para agarrarse bien los calzones; los herederos demócratas eran Nicias, un señor tranquilo y temeroso, muy (demasiado) partidario de dar la mano blanda, y Cleón, el «curtidor», un tipo más bien rudo y vulgar, partidario de la guerra (sobre todo si iban otros) y al cual le encantaba la demagogia. De hecho, su advenimiento supuso la época dorada de una figura producto de esta última, del sistema político y de la enorme afición por los pleitos típicamente ateniense: el sicofante, profesional de la denuncia interpuesta a cambio de dinero. Para que se hagan una idea, en 428 a Mitilene de Lesbos le dio por hacer lo que venía siendo ya habitual: sublevarse para salirse de la Liga, y la propuesta de Cleón consistió en cargárselos a todos para demostrar que, ya que el imperio era una tiranía y que no lo iban a soltar, se fueran grabando el mensaje a fuego. Cuando ya habían despachado las naves para allá, la propuesta se echó atrás y hubo que enviar otra a avisar del cambio de planes.

Si esto parece preocupante, lo que hay al otro lado del espectro es directamente para echarse a temblar. En el campo aristocrático, el inclasificable, irrepetible, el maestro de chaqueteros, ego en acción, cizañero mayor y cabroncete con pintas… el gran Alcibíades. Se trataba de un jovencísimo aristócrata que aprendió de Pericles a combinar porte distinguido y colaboración con la democracia. Pero a diferencia de aquel, Alcibíades era un amoral al que le encantaba pisar todos los charcos que se le ponían delante (llegó a meterse en la cama de Sócrates para comprobar si podía corromperlo… cosas de griegos); en realidad podría decirse que la facción que lideraba era la de Alcibíades.

El muchacho empezó fuerte, urdiendo una alianza con Argos, Mantinea y Élide, destinada a fastidiar en el propio Peloponeso por el conocido y fiable método de la puñalada trapera. Argos no tardó en pegarle a su vecino Epidauro y Alcibíades se las apañó para convencer a sus aliados de atacar a los pobres arcadios, aliados de Esparta pero que se mantenían quietecitos. La trama acabó en fracaso porque los machoman espartanos derrotaron a Alcibíades en Mantinea, con la previsible consecuencia de que Argos perdió la cuenta de las veces que había cambiado de bando y la estrategia ateniense en la zona quedó comprometida. Pero esto no desanimó a Alcibíades de seguir intrigando, esta vez con el episodio de la expedición a Italia.

Después de varias idas y venidas que incluyen la conversión por parte de Atenas de la pobre ciudad de Melos en terreno urbanizable por no haber hecho nada, la democracia puso sus ojos en un nuevo escenario, exótico y lejano: Sicilia. Aprovechando el enésimo conflicto entre ciudades griegas, Egesta y Siracusa, a los atenienses se les ofreció la posibilidad de intervenir allá. Habitualmente se achaca a la mala cabeza del populacho la decisión arriesgada de enviar la expedición, pero se podría ir más allá; da toda la impresión de que el demos de Atenas sabía perfectamente qué se traía entre manos, y tenía muy claro que su hegemonía (y por tanto, su independencia política) estaba ligada a la expansión imperialista. Con todos los frentes comprometidos, Sicilia parecía una opción de abrir «nuevos mercados» con los que obtener riquezas y ganar a los aldeanos cuarteleros de abajo. Así que se votó a favor del cuento de la lechera: Nicias, Alcibíades y otro señor intrascendente encabezarían un ejército que iría a atacar Siracusa.

Sin embargo, en las vísperas de la partida ocurrió lo que los historiadores pudorosos denominan «la mutilación de los Hermes», que puestos a usar eufemismos podrían haber optado por llamarla «el cambio de s*x* instantáneo de los Hermes», y se habría entendido mejor. Las estatuas de este dios estaban por toda la ciudad, las clases populares eran muy devotas suyas, era protector de caminos y comunicaciones… en fin, los atenienses se desayunaron con un sacrilegio en toda línea, una masacre de pililas pétreas, y dado que los antiguos eran más supersticiosos todavía que hoy en día, enseguida se tomó como un mal presagio. Los rumores empezaron a extenderse por la ciudad, y pronto cundió el temor a una conspiración antidemocrática cuyos caminos llevaban derechitos… a Alcibíades. Del que, quien más o quien menos, sospechaba que acataba la democracia solo por conveniencia. En vista del follón, y para evitar un juicio y un retraso, la expedición partió corriendo para Italia. Aventura que acabará en un desastre absoluto a la larga y que pesará mucho en la derrota final ateniense, pero no adelantemos: la nave oficial del Estado se presentó en Siracusa para recoger a Alcibíades y llevarlo a procesar a Atenas, momento en que nuestro antihéroe aprovechó para fugarse a Esparta. Una vez allá hizo unas polémicas declaraciones en las que culpaba a Atenas de la guerra, animaba al resto de polis a unirse contra ella y afirmaba que él había colaborado con la democracia por obligación, pero que no le parecía la mejor forma de gobierno. Aunque los placeres de la vida espartana no eran suficientes para un alma inquieta como la de Alcibíades, y pronto se largaría de allá muerto del asco.

La guerra iba tan mal después de lo de Sicilia, que en 413 los atenienses decidieron nombrar una comisión de diez expertos (probouloi) para que examinaran la situación y buscaran soluciones. Esto, que de entrada parece inocuo, es el principio de la reacción aristocrática. Alcibíades, al año siguiente, reapareció en zona persa y se llegó hasta Samos, donde estaba fondeada la flota ateniense (el pilar de la democracia) para iniciar conversaciones secretas con ellos. El muchacho ofrecía la ayuda monetaria del rey de reyes si le ayudaban a volver a Atenas y cambiar la constitución. Los marinos no eran idiotas y pronto llegaron a la conclusión de que Alcibíades los quería usar para obviar una condenilla a muerte de nada que pesaba sobre él y retornar en plan triunfador enrolado en el otro bando. Pero poderoso caballero; los marineros no cobraban regularmente, y aunque partidarios de la democracia, se tragaron el sapo a regañadientes por el cochino y vil metal.

El plan estaba en marcha: una vez obtenido el beneplácito de la marina, los aristócratas mandaron a Pisandro a la capital para preparar el ambiente. Este habló ante la asamblea, proponiendo un cambio constitucional para «gobernarse mejor», reducir el número de candidatos a las magistraturas y limitar la soberanía de la asamblea. Pisandro insistió bastante en el argumento del oro persa, necesario para ganar la guerra, y obtuvo permiso para negociar con el exenemigo de toda la vida. Pero este hombre era también una especie de agente doble y tenía la inconfesable misión de agitar el ambiente en Atenas. Intrigó con la ayuda de los círculos aristocráticos, que difundieron la necesidad de recortes y más recortes para salir de la crisis: para ganar la guerra era imprescindible cambiar la constitución, bajar los salarios, eliminar los óbolos y limitar el número de los que podían participar en política, concretamente unos cinco mil hoplitas. Estos argumentos se acompañaron de algunos asesinatos políticos de la facción democrática y el sustrato del golpe estaba puesto.

Pero el éxito de toda esta trama dependía de las conversaciones con el persa; cuando el sátrapa Tisafernes se subió a la parra con sus demandas, todo el tinglado se vino abajo. Solo cabía la huida hacia adelante. Pisandro volvió a Atenas y propuso sumar veinte tipos a los diez anteriores para formar una comisión. Una vez se salió con la suya, esta gente convocó la Asamblea y les hizo votar la suspensión de un derecho constitucional clave; la paranomon graphé, por la que cualquier ciudadano podía acusar legalmente a quien propusiera un proyecto de ley inconstitucional. Una vez aprobada por la intimidada asamblea, el golpe de Estado era completamente legal. Se impuso un consejo de cuatrocientos que decidiría los cinco mil con derecho a participar en política y con la flota bien lejos, aquí paz y después gloria.

A los marinos en Samos esto les sentó como una patada cuando se enteraron y aquí Alcibíades y sus amigos tuvieron que recurrir a todas sus dotes diplomáticas para aplacarlos. Bueno, en realidad Alcibíades quiso atraerse el apoyo democrático para poder retornar a Atenas y se convirtió en portavoz de la marina, pidiendo quitar a los cuatrocientos y dejarlos en la boulé de siempre. Como comprenderán, esta diversidad de intereses particulares provocó confusión en las filas aristocráticas, y Atenas asiste a un rosario de idas y venidas, proclamas, sublevaciones de hoplitas, de marineros, intentos de negociar con Esparta… en definitiva, un caos horroroso del cual no daremos detalles. Para acortar, en todo este embrollo los cinco mil hoplitas se impusieron, liquidaron el consejo de los aristócratas y lideraron la «transición» a la democracia de nuevo; el golpe antidemocrático se había superado, lo que indica la fuerza con que había arraigado esta opción política en los atenienses.

Pero como la alegría no suele durar mucho en la casa del pobre, la guerra continuaba y presentaba un aspecto francamente preocupante. Sin embargo, el incombustible Alcibíades, inmune al parecer a los efectos de tanto cambio de bando, lideraba las operaciones atenienses en el nuevo escenario bélico, los estrechos, por donde pasaba el aprovisionamiento de grano de la polis. Que en principio parecían propicias, con varios éxitos esperanzadores que forzaron a Esparta a pedir un armisticio y que permitieron a nuestro intrigante favorito por fin entrar en su casa de forma triunfal (407). Pero ah, los dioses son crueles y la batalla naval de las Arginusas provocó una crisis política: Atenas venció, pero una tormenta impidió recoger los cadáveres de los caídos. Los griegos se tomaban muy en serio esto de enterrar sus muertos en casa (véase Antígona), y mezclado con tensiones políticas obtenemos un juicio sumarísimo con ejecución de los strategos al mando. El desastre se completó con la estrepitosa derrota de Egospótamos, producto de la ineptitud ateniense, a pesar de las advertencias de Alcibíades.

Y ahí sí que se terminó la guerra, y como en Star Wars, el imperio se derrumbó de golpe. Bloqueada por tierra y mar, Atenas se rinde y los espartanos aparecen por el horizonte para supervisar la instauración de un nuevo régimen. En realidad, a los muchachotes peloponesios les importa bastante poco lo que hagan los atenienses mientras estén callados y no molesten su hegemonía, pero los más radicales de los oligarcas locales aprovechan (escudados en la protección espartana) para elegir lo que se llamó el gobierno de los Treinta Tiranos, que acapararon los cargos políticos y confeccionaron una lista de solo tres mil personas con derechos políticos. Pero la democracia era muy resistente y se necesitaba algo más que eso para destruirla del todo; los exiliados de Atenas, comandados por Trasíbulo, resistieron contra viento y marea todo lo que les echaron encima y a base de encabezonarse consiguieron derrocar el gobierno oligárquico. La intervención de Esparta solo sirvió para exiliar a los partidarios de la aristocracia en Eleusis, que se convirtió en municipio aparte, hasta que en 401 fue invadido-absorbido de nuevo por Atenas, se ejecutó a los altos cargos y se invitó al resto a una reconciliación y amnistía general, en modélica transición ateniense.

La democracia sobrevivirá pues en Atenas, a pesar de todos estos vaivenes, aunque con todos sus defectos, como cualquier otro régimen político (muy especialmente su vulnerabilidad a la demagogia) y sus excesos, como la lamentable condena y ejecución de Sócrates. Inscrita en la histeria política postconflicto, dado que el filósofo era amigo de ilustres antidemócratas como Alcibíades o Critias, uno de los tiranos, y era bastante heterodoxo en sus creencias. También tendrá la democracia radical representantes destacados y bastante recalcitrantes como Demóstenes, pero paradójicamente acabará sometiéndose por el mismo mecanismo por el que Atenas, en los tiempos de la Liga de Delos, subyugaba a sus aliados: viendo impedida su libertad de acción en política exterior. Así, después de sacudirse el dominio espartano a base de la tradicional combinación de alianzas y traiciones típicamente helenas, durante el periodo en que Tebas predomina, Atenas intentará equilibrar la balanza política aliándose con ella y de paso fundar una segunda Liga Ático-Délica, pero sin las connotaciones tiránicas de la anterior. Solución chapuza y salchichera que no servirá ni para refundar el imperio ni para congraciarse con nadie, y mucho menos para pagar los gastos de la Liga y el ejército de Atenas, que se alquilará como mercenario por estas fechas (siglo IV a. C.).

1603018324670.png
Demóstenes. Fotografía: Cordon Press.

Pero los buenos tiempos han pasado y ahora es Tebas quien corta el bacalao. Fugazmente, porque el ocaso definitivo viene a manos de los macedonios del rey Filipo, empeñado en dar ejemplo al resto de Grecia sometiendo a sus principales sopranos. El rey tuerto la emprenderá con Atenas una y otra vez hasta conseguir doblegarla (dado que era la ciudad con mayor prestigio entre los griegos), y de esta manera la democracia ateniense se verá supeditada a lo que digan otros. Eso sí, le fue mucho mejor que a Tebas, que fue vilmente arrasada por Filipo y su hijo Álex.

El declive de Atenas es imparable hasta la llegada de los prácticos y oligárquicos romanos, que se adueñan de la provincia y la llenan de acueductos, pretores, legionarios y recaudadores de impuestos. Eso sí, el concepto de democracia perdurará, y a través de la neblina de la Edad Media y Moderna (veintitantos siglos, año más o año menos), rebrotará en la conciencia de los burgueses europeos hacia mediados del XIX, hasta reeditarla vía el modelo actual, donde arraiga en países desarrollados y pudientes con expansivas políticas económicas. Que bien mirado, tampoco se diferencia mucho del original, ¿no?
 
Back