Cuadernos de Historia

Beguinas: las mentiras que hemos creído 800 años sobre las mujeres en la Edad Media y la Inquisición
El escritor Mario Escobar publica «El espejo de las almas», una novela histórica que revive la memoria de las beguinas, comunidades de mujeres que, en plena Edad Media, dedicaban su vida a ayudar a los más necesitados



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Manuel P. Villatoro
Manuel P. Villatoro
SEGUIRActualizado:26/08/2020




La historia de las beguinas sorprende por una infinidad de causas. Independientes y bondadosas, estas mujeres fueron conocidas por unirse en comunidades cerradas, apartadas de los hombres, con un único objetivo: hacer el bien y cuidar a los desamparados. Sin embargo, quizá lo más llamativo es que tomaron este camino a principios del siglo XII; pocos años después de que el Cid Campeador se enfrentara a los musulmanes y en una era en la que la figura del hombre era preponderante. Perseguidas por la inquisición, su ejemplo es uno de los muchos que demuestran que, a pesar de lo que nos han contado, la Edad Media no era tan maniqueísta como se ha extendido.

Así lo corrobora, en declaraciones a ABC, el historiador Mario Escobar. Y este autor, un superventas tanto dentro como fuera de España gracias a obras como «Canción de cuna en Aushwitz», sabe de lo que habla. No en vano se ha documentado durante meses para dar forma a la que es su nuevo libro: «El espejo de las almas» (Ediciones B, 2020). Un thriller histórico con tintes de novela negra en el que, a través de una serie de asesinatos perpetrados en una comunidad beguina, recorre la historia de estas curiosas mujeres y desvela los secretos de su triste final al lector. «A principios del XIV las monarquías y el papa querían concentrar más poder. Las órdenes mendicantes cuestionaban su autoridad moral y las ordenes militares controlaban militar y económicamente a muchos reyes. Por eso se persiguió a Templarios y beguinas, entre otros», explica.



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1-¿Quiénes eran las beguinas y cuándo nacieron?

Las beguinas eran grupos de mujeres seglares que comenzaron a unirse en comunidades hacia el siglo XII, sobre todo en los Países Bajos, Francia y Alemania. Estas mujeres vivían al margen de la sociedad y no estaban dentro de ninguna orden eclesiástica. Los beguinajes eran un grupo de casas apartados por una muralla del resto de la ciudad. Dentro no podían entrar hombres y las mujeres podían dejar el grupo en cualquier momento. La primera comunidad surge en Lieja y estaba relacionada con las ordenes mendicantes que tanto proliferaron en los siglos XII al XIV.


2-¿Cómo era su modo de vida?

Los miembros de la comunidad pertenecían a diferentes estratos sociales. Se cree que las Cruzadas habían provocado un exceso de mujeres que no podían casarse ni unirse a los monasterios establecidos. Por eso, comenzaron a reunirse en casas para intentar sobrevivir y protegerse. En el año 1173, un sacerdote llamado Bègue, de la diócesis de Lieja, reunió en esa ciudad a mujeres viudas y niñas para que se dedicaran a la contemplación y labores manuales. Las comunidades se extendieron rápidamente por los Países Bajos y Flandes. Luis XI pidió a una de las comunidades que se instalaran en París y les compró una casa para que vivieran allí.


3-¿Eran religiosas, monjas, una suerte de ONG, o todo a la vez?

Las beguinas no eran monjas, ya que no estaban ordenadas, no realizaban votos, tampoco se sometían a las autoridades eclesiásticas. Podían abandonar la comunidad cuando quisieran, de hecho algunas se casaban o se convertían posteriormente en religiosas.

El papel principal de estas mujeres era ayudar a los más necesitados que proliferaban en las ciudades que se estaban creando y creciendo por toda Europa. En especial recogían a las prost*tutas, niñas abandonadas y chicas que se habían quedado embarazadas fuera del matrimonio. Otra de sus labores principales fue la educativa, en un mundo en el que la mayoría de las mujeres no recibían ningún tipo de formación.

«El papel principal de estas mujeres era ayudar a los más necesitados que proliferaban en las ciudades que se estaban creando y creciendo por toda Europa»


4-¿Eran odiadas, o amadas por la sociedad? Su modo de vida no las haría muy queridas entre los hombres de la época…


Lo cierto es que eran muy queridas; algunos gobernantes municipales apoyaron los beaterios porque las beguinas atendían a los más necesitados y recogían a las prost*tutas. El grupo era autosuficiente, creando pequeños talleres que fabricaban telas, velas, vestidos, incluso escribían manuscritos y libros.


5-Para situarnos… ¿Cómo era la vida de las mujeres en la Edad Media?

La mujer medieval tenía dos espacios de convivencia. Por un lado estaban las que vivían en castillos, formando una pequeña corte de damas de compañía y miembros de familias nobles. Estas mujeres se dedicaban a la costura y la crianza de los hijos, pero también organizaban el ocio del castillo, como los recitales de poesía, las fiestas o contrataban trovadores. Muchas sabían leer y escribir, ya que dicha práctica era considerada femenina y los hombres no solían practicarla.

En las ciudades que estaban comenzando a florecer por todas partes, muchas mujeres trabajaban fuera del hogar, vendían todo tipo de alimentos y objetos, regentaban tiendas y servían en cantinas. También, un grupo selecto, vivía en los conventos y monasterios, servidas por otras monjas pobres que no podían pagar las altas dotes que pedía la iglesia para convertirse en monja. A pesar de que hubo algunas religiosas y reinas famosas, las mujeres estaban excluidas de la vida pública, eran consideradas como inferiores y en general menos inteligentes que los hombres.



Representación de las beguinas


Representación de las beguinas



6-¿Cómo es posible, entonces, que estas mujeres tomaran este curioso camino?

La Edad Media fue una época más permisiva de lo que creemos. Europa se había fragmentado en minúsculos estados o reinos, en muchos casos sin poder y fuerza real. Las comunicaciones eran muy escasas y los viajes peligrosos, por lo que comunidades enteras podían vivir al margen de ciertas normas, sin que las autoridades eclesiásticas o políticas se enterasen. De hecho, en la Baja Edad Mediaproliferaron todo tipo de herejías y filosofías, algunas sobrevivieron hasta la Edad Moderna, demostrando la diversidad cultural de la época.



Mario Escobar


Mario Escobar



7-La idea de que las mujeres no aportaron nada a la Edad Media es una de las grandes mentiras históricas más extendidas. ¿Podría narrar otras de esta época?, ¿se ha fotografiado mal la Edad Media desde la actualidad?

La Edad Media dio figuras tan relevantes como Juana de Arco, Doña Urraca, Hildelgarda de Bingen o Christine de Pizán. Algunas de ellas fueron grandes reinas, otras rebeldes que gobernaron ejércitos o intelectuales de la misma talla intelectual que los hombres de la época. Por ejemplo, Cristina de Pizán fue la primera en escribir una obra en defensa de las mujeres titulada «La ciudad de las damas» o Hildegarda de Bingen, que era una experta en música, escribió tratados de medicina y asesoró a reyes y papas. Podríamos seguir con la doctora Trotula de Rueggiero, la secretaria de Al-Hakan II, que fue su secretaria en Córdoba o Herrada de Landsberg, que escribió una enciclopedia en la que recopiló el conocimiento de la época.


8-¿Por qué fueron perseguidas las beguinas? Es curioso que, a la par que se cargaba contra ellas, también se hacía otro tanto contra los Templarios…
A principios del siglo XIV tanto las monarquías europeas como el papa querían concentrar más poder. Las órdenes mendicantes cuestionaban su autoridad moral y las ordenes militares controlaban militar y económicamente a muchos reyes. En ese contexto comenzó la persecución a los Templarios, que culminó con la disolución de la orden y la ejecución de sus dirigentes. Guillermo de París, uno de los inquisidores más temidos de la época y confesor de Felipe IV, fue el artífice de la persecución a los templarios, pero también llevó a la hoguera a Margarita Porete, una destacada intelectual beguina. Aliado al papa Clemente V conspiró para disolución de las beguinas y de los franciscanos. En el Concilio de Vienne se ordenó la disolución de las beguinas, pero gracias al apoyo de algunos reyes y nobles, las comunidades continuaron en activo hasta principios del siglo XXI

«En el Concilio de Vienne se ordenó la disolución de las beguinas, pero gracias al apoyo de algunos reyes y nobles, las comunidades continuaron en activo hasta principios del siglo XXI»


9-Uno de sus perseguidores fue la Inquisición. ¿Se ha exagerado el papel de la Inquisición en Alemania y los Países Bajos?, ¿ha sucedido lo mismo con la española?


La Inquisición no es un invento español, de hecho surgió en Francia para combatir a los grupos cátaros y albigenses que se estaban extendiendo por toda la cristiandad. El primer inquisidor español se puso por mediación de la Corona de Aragón en 1249. Al principio había dos inquisiciones, la episcopal, que solía reunirse puntualmente y la inquisición pontificia, compuesta en su mayoría por monjes dominicos. La inquisición episcopal no era muy eficaz y por eso el papa Gregorio IX ordenó por la bula Excommunicamus la creación de un organismo permanente y centralizado.

La inquisición desarrolló sus actividades en toda la Cristiandad, pero jamás tuvo el poder que disfrutó en los Reinos de España, ya que su alianza con la monarquía favoreció el control social, político y cultural del Imperio. Lo peor de la Inquisición jamás fue el número de victimas, fue sobre todo el estigma social, el control de la cultura a través del Índice de Libros Prohibidos, la limitación de estudiar fuera de España o de la llegada de estudiantes extranjeros. Cuando bajo el reinado de Felipe II se intentó trasladar el sistema a los territorios de Flandes y los Países Bajos se produjo una gran oposición, ya que en muchos de estos territorios se había consolidado el protestantismo.



Escobar visita una comunidad beguina


Escobar visita una comunidad beguina - M. E.



10-¿Por qué son importantes las beguinas en su nueva obra?

Quería que «El espejo de las almas» diera a conocer en España a este grupo singular. Hasta aquí llegó su eco, ya que la palabra peyorativa de «beata», viene de la tradición en contra de estas mujeres. Fueron una oportunidad perdida de que las mujeres lograran antes algunos derechos como el acceso a la educación, el trabajo remunerado, la independencia económica, el acceso a la política y la vida profesional. En la novela quiero que el público vea como un grupo de mujeres dinámicas, lograron demostrar que había otra manera de construir el mundo.


11-¿Qué tiene de realidad y qué de ficción su nueva novela?

«El espejo de las almas» es una novela histórica, la trama es ficticia y algunos de sus protagonistas, pero la ambientación, el debate teológico y la situación de las beguinas es real.


12-¿Cómo fue recibir el premio Empik de novela en Polonia este año?

Fue muy emocionante, durante el 2019 fui el escritor extranjero más leído y en febrero de este año viajé con mi familia a Varsovia pare recoger el galardón. En los próximos meses salen novelas mías en inglés, checo, búlgaro, húngaro, holandés, rumano y muchos más. Estoy orgulloso de ser un embajador de la literatura española en el mundo.


13-No detiene máquinas y sigue escribiendo… ¿Qué proyectos tiene en mente?

Siempre estoy con dos proyectos en marcha. Harpercollins publicara en la próxima primavera mi novela «La bibliotecaria de Saint-Malo», una obra sobre la persecución de los nazis de la cultura francesa y la lucha de la Resistencia. También estoy envuelto en la investigación y escritura de una novela situada en la Polonia ocupada y otra sobre el siglo XVI español.


 
Las sombras de Montessori: la pedagoga afín al fascismo que abandonó a su hijo
Una biografía relata las luces y sombras de la vida de la profesora más famosa de los tiempos modernos


Foto: María Montessori.


María Montessori.


AUTOR
DANIEL ARJONA
Contacta al autor
@elarjonauta
27/08/2020



En 1928 Maria Montessori escribe una carta a Benito Mussolini, fundador del Partido Fascista y dictador de Italia: "Me quedan aún algunos años de energía activa: y solo su protección puede lograr que las energías que conservo consigan lleva a término el plan, que sin duda la Providencia de Dios ha trazado, para ayudar a los hombres en los niños de todo el mundo: y la ha puesto, Excelencia, ante Usted para que tenga el centro irradiante en su raza, de la que Usted es el Salvador". La carta la recoge la nueva la biografía titulada 'El niño es el maestro. Vida de María Montessori' (Lumen) y escrita por la periodista Cristina De Stefano a propósito del 150 aniversario de la que fuera conocida como "la italiana más famosa del mundo", una pedagoga cuyo métodos educativos siguen hoy inspirando a miles de escuelas y colegios por todo el planeta.

Es un hecho que la positiva relación de Montessori con el fascismo a lo largo de toda una década, desde la llegada de Mussolini a la jefatura del gobierno de Italia en 1924 a la ruptura de la maestra con el régimen en 1934, ha sido convenientemente eludida en todo tipo de notas biográficas y, por supuesto, en las numerosas instituciones educativas que dicen inspirarse en su método en la actualidad. Durante la segunda mitad del siglo XX, al tiempo que su influencia crecía y crecía, apenas se publicaron biografías dignas de tal nombre sobre una mujer identificada popularmente con los principios progresistas y pacifistas. Lo cierto es que la 'pedagogía Montessori' basada en el estímulo de la personalidad y responsabilidad del menor resultaba lo suficientemente ambigua como para apasionar al dictador italiano que vio en su apelación a la autocorrección y la disciplina un fermento ideal para forjar a las nuevas generaciones fascistas.


'El niño es el maestro'. (Lumen)


'El niño es el maestro'. (Lumen)



El primer estudio serio sobre aquellos años oscuros llegó en 1994 en forma de una polémica tesis doctoral escrita por la profesora Giuliana Marazzi, de la Universidad La Sapienzia de Roma: 'Montessori e Mussolini: la colaborazione e la rottura'. Allí escribe: "La importante colaboración que se desarrolló entre la famosa educadora María Montessori y Benito Mussolini, no es muy conocida. Baste decir que, precisamente en los años del fascismo, se fundó la Ópera Montessori que aún hoy desarrolla una actividad de difusión y control sobre este método de enseñanza. Ese silencio envuelve toda la vida de la gran educadora. El deseo de dejar en la sombra algunos aspectos de su vida, en particular el hijo ilegítimo y la adhesión al fascismo, pueden explicarlo, al menos en parte. La atención de la cultura italiana siempre se ha centrado en su método, ampliamente aplicado tanto en escuelas públicas como privadas. (...) Se impuso así necesidad de anular algunos episodios de la existencia de Montessori, como la adhesión al fascismo, que podría comprometer su imagen pública, que recibió una atención casi hagiográfica".


¿Un hijo ilegítimo?
La biografía recién publicada de Cristina De Stefano no llega a la hagiografía aunque sí es positiva con la figura de Montessori. Pero, leída con detenimiento, van emergiendo elementos chocantes: la citada colaboración con el fascismo, el ferviente catolicismo de la pedagoga muchas de cuyas iniciativas contaron con el apoyo entusiasta de la Iglesia y sus inquietantes tratos con la teosofía y el misticismo, especialmente en sus últimos años en la India, cuando llegó a ser considerada por numerosos discípulos como una especie de profeta. También los dramáticos sucesos en torno al nacimiento de un hijo ilegítimo a los 28 años, al que inscribió como "hijo de padres desconocidos" y abandonó durante años entregándolo al cuidado de una nodriza.

Su propia madre le escribió: "Tú has hecho lo que ninguna mujer ha hecho en Italia y ahora por un niño lo pierdes todo"


Maria Montessori era en 1898 una joven médico con un futuro prometedor. Idealista, con aspiraciones feministas y comprometida con la reforma social y educativa tras una iluminadora visita a un hospital infantil de oligofrénicos en Roma, recibió como un mazazo la noticia de su embarazo. Su relación extramatrimonial con el padre, su colega y gran amor de su vida Giuseppe Montesano la enfrentaba en aquellos tiempos al escándalo y casi con seguridad liquidaría su carrera. Su propia madre le escribió: "Tú has hecho lo que ninguna mujer ha hecho en Italia: eres una científica, una doctora, lo eres todo, y ahora por un niño lo pierdes todo". Así, Maria tuvo finalmente su hijo en secreto y se desembarazó de él. Años más tarde recuperaría el contacto con él aunque solía presentarlo como "mi sobrino".

Escribe De Stefano, intentando comprender a su biografiada coincide en que apenas le quedaba otra salida y añade: "Nada sabemos de los pensamientos de Maria durante ese episodio dramático. Nunca habló de ello. Solo muchos años después, confesará que desde el día que nació el niño todas las noches pedía a Dios por él con una plegaria: 'Señor, dame a mí todos los dolores y a él todas las alegrías. Amén".


El legado
1932. En la Conferencia Internacional de Desarme de Ginebra, Montessori se pronuncia en su discurso a favor de la educación para la paz mientras que en los colegios italianos se está educando, con su mismo método, para la guerra inevitable que tenía que llegar. Por otra parte, las injerencias educativas de los jerarcas fascistas resultan cada vez más opresivas para una pedagoga extremadamente celosa de su proyecto. Es el momento de romper con Mussolini. Montessori prosigue con su vida errante cada vez más alejada de su país natal no sin dejar por ello de enviar admirativas cartas al Duce declarando su "patriotismo".



María Montessori.


María Montessori.



En la actualidad el estatus de María Montessori es el de una suerte de heroína global laica. No solo por las innumerables instituciones educativas que aplican su célebre método sino también porque cambió radicalmente la visión del niño de una manera que ha afectado a la sociedad en su conjunto obligando a los adultos a abandonar su posición de fuerza y superioridad con que se miden con la infancia. Porque el niño "no juega, trabaja, a veces más duramente que los adultos, que sin embargo no dudamos en interrumpirlo".

Pero Montessori fue también una figura de tintes mesiánicos, en torno a la cual fue forjándose desde el inicio un culto a la personalidad que perdura en nuestros días con auténticos prosélitos. Un conocimiento más exacto de su vida y obra parece urgente para apreciar su valor. Concluye Cristina De Stefano: "He mostrado los aspectos positivos del personaje —la fuerza del carácter, la emancipación absoluta para su época, la capacidad de visión casi paranormal— y los negativos. Maria Montessori era un genio, y los genios raramente son personas fáciles. Era autoritaria, estaba convencida de que Dios le había confiado una misión y era muy oportunista a la hora de buscar apoyos en cualquier parte. Y además era una mujer que fundó una empresa económica, cosa que muchos no le perdonan fácilmente".

 
CENTENARIO
Varsovia 1920, cuando Lenin se lanzó a un delirante plan para conquistar Europa
En el verano de hace un siglo el Ejército Rojo se lanzó a la conquista del Este del continente siguiendo un plan demencial que estuvo a punto de ser la perdición de toda la URSS


Foto: Tropas soviéticas en Polonia en 1920.


Tropas soviéticas en Polonia en 1920.


AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN
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PRIMERA GUERRA MUNDIAL
UNIÓN SOVIÉTICA (URSS)
VARSOVIA
POLONIA

29/08/2020


Nos inculcaron ser europeos, occidentales. Todo aquello más allá de Berlín es extraño, un mundo lejano, casi incomprensible, y no sólo desde la Guerra Fría. Occidente/Oriente, Oeste/Este. Esta diatriba marca la Historia de nuestro continente. Los persas derrotados por los griegos en Maratón. Los turcos a las puertas de Viena en 1683. Otros mencionarían Waterloo sin mucha razón y pocos optarían por el terrible verano de 1920 en Varsovia como batalla decisiva para definir la suerte del Viejo Mundo.

Debido a ese desdén por lo acaecido allende determinadas áreas plácidas para nuestro conocimiento, pero también al contexto, con el período de entreguerras visto como una tensa balsa de aceite hacia el siguiente conflicto, la paz de veinte años preconizada por el Mariscal Joffre o una pausa antes de caldear los ánimos y retomar el camino hacia el su***dio compulsivo.

El problema radica en simplificar los contenidos. Si aceptamos octubre de 1917 como fecha de la mayor revolución contemporánea no podemos esperar su desvanecimiento en un santiamén, menos aún si se produce en Rusia e incide, como no podría ser de otro modo, en la resolución de la Primera Guerra Mundial, combinándose ambos acontecimientos hasta volar en mil pedazos el orden establecido y obligar a una lentísima recomposición del panorama en el centro y el este de Europa. Polonia fue uno de los primeros escenarios.


Los dos países más inmaduros
Rusia se vio sacudida hasta agotarse y renacer casi por inercia. La toma del poder de Lenin y los bolcheviques implicó firmar una paz precipitada con los Imperios Centrales en Brest-Litovsk, cuando aún existían y soñaban, sobre todo el Reich Alemán, salir airosos de combatir en dos frentes, creyéndose invencibles al poseer durante un leve espejismo el trigo ucraniano y tener la espalda muy bien cubierta como consecuencia de la restructuración del gran gigante eslavo, apartado por propia voluntad de la Gran Guerra.



Lenin, Trotsky y Kamenev en un mitin en 1920.


Lenin, Trotsky y Kamenev en un mitin en 1920.



Cuando esta terminó la Mitteleuropa se descompuso como un castillo de naipes y la autodeterminación de los pueblos, preconizada en sus catorce puntos por el presidente estadounidense Woodrow Wilson, se puso en marcha como una apisonadora interesada. El 11 de noviembre de 1918, día del armisticio de Compiègne, Józef Pilsudski proclamó la república polaca. El renacimiento de su patria, auspiciado por los vencedores, establecía un limbo entre Alemania y Rusia, idóneo para contener futuros malestares.

Nacido en 1867, Pilsudski era un animal político forjado en distintas escuelas, del nacionalismo al socialismo hasta abrazar un estricto militarismo como catapulta para recuperar la vitalidad de su país, muerto y enterrado durante más de un siglo por sus clásicos oponentes y reivindicado con ardor romántico desde el contrapunto francés. Ahora, tras salir de la cárcel de Magdeburgo y recalar en Varsovia, podía dibujar Polonia como deseara al ostentar el más alto escalafón marcial, antesala de su elevación a la jefatura del Estado.




Piłsudski en 1920.


Piłsudski en 1920.


Su idea para el mismo era federal desde un profundísimo odio a Rusia, más arraigado si cabe desde su única afinidad con Lenin, pues sus hermanos mayores figuraron entre los conjurados para asesinar al zar Alejandro III en 1887. El fracaso de esta tentativa provocó el traslado de su familia a Vilna, y ese periplo lituano ayuda a explicar esa visión federativa, donde también pretendía integrar a bielorrusos y ucranianos para así aprovechar la debilidad del Kremlin en 1919, inmiscuido en una cruenta guerra civil con visos globales y entregado sin piedad a la labor de construir su quimera cuando las condiciones eran harto adversas para lograrlo.


Las dos caras de la moneda
Estas dificultades dieron alas a Pilsudski. Era la hora perfecta para extender la muralla del cristianismo, esa fraseología mesiánica de la propaganda polaca para oponerse, según rezaba la tradición, al anticristo ruso, herético, satánico y salvaje. La primera piedra de la guerra contra los bolcheviques se lanzó en abril de 1919, cuando los ejércitos polacos fueron a por Vilna, en manos soviéticas desde el 5 de enero de ese mismo año. Minsk cayó el 8 de agosto, y en octubre las tropas del Mariscal aseguraron su presencia hasta el río Daugava, adentrándose en Letonia.

El éxito de Varsovia despertó las posibilidades de firmar un tratado y postergar, pues en este duelo la última palabra tardaría en rubricarse, la partida y sus reivindicaciones hasta nuevo aviso. En realidad, ambos contendientes buscaban ganar tiempo para reorganizarse desde varios ámbitos antes de retomar las hostilidades.

Pilsudski debía tomar Kiev, entregarlo a sus aliados y ganar a cambio la región de Galitzia Oriental


Pilsudski, empecinado en su amalgama plurinacional para aplacar a su némesis, aunó esfuerzos con el directorio ucraniano de Semion Petliura; debía tomar Kiev, entregarlo a sus aliados y ganar a cambio la región de Galitzia Oriental. La ofensiva del 25 de abril de 1920 progresó a las mil maravillas y el 7 de mayo las divisiones de ambos líderes, encabezadas por el ejército polaco, penetraron en la capital de todas las disputas, pues para cierto relato aún vigente Kiev es el origen de Rusia, y por lo tanto verla capturada por sus contendientes era una afrenta a remediar sin más dilación. A partir de esa conquista uno podría imaginar la renuncia bolchevique hasta la eclosión de un viento favorable a sus intereses. Las lógicas históricas muestran cómo el gobierno ruso siempre ha impulsado su expansión mientras la flaqueza de otros le ha permitido acelerar el ritmo, retirándose a los cuarteles de invierno en caso de hallar resistencias enconadas.

Aquí se juntaba este factor con otros. Después de la Primera Guerra Mundial algunas zonas centroeuropeas experimentaron un veranillo comunista con la instauración de soviets, de Hungría a Baviera, y enormes simpatías del proletariado en unas componendas siempre más proclives a la ruptura de la unidad socialista para propiciar el surgimiento de partidos representantes de la hoz y el martillo a lo largo y ancho de la esfera europea. Lenin vivía preso de sus propias contradicciones, pues si bien juzgaba imperioso industrializar Rusia para culminar su odisea revolucionaria, también ansiaba extenderla más allá de sus fronteras y convertirla en universal. Desde esta tesitura vencer a Polonia abría la puerta para cumplir su versión de un principio marxista: los intereses del socialismo mundial son superiores a los nacionales y estatales.



'Lenin. Una biografía'.


'Lenin. Una biografía'.



Si el Ejército Rojo se resarcía de las fuerzas de Pilsudski y hacia caer Varsovia el camino hacia Berlín sería una marcha triunfal, rematada por otro contingente invasor desplegado en el sur de Polonia. El plan se activó y la mayoría de consejeros de Lenin desaconsejaron aplicarlo, tal como cuenta Victor Sebestyen en su indispensable biografía del fundador de la Unión Soviética, publicada en España por Ático de los Libros. Trotski le advirtió del peligro de cometer un error de proporciones dantescas, mientras el polaco Radek, buen conocedor de sus compatriotas, le conminó a parar las máquinas porque si emprendía el envite le vencerían y sería muy humillante. Ninguna de estas apreciaciones caló en su entusiasmo, desatado hasta mandar ejecutar un doble avance desde el centro y el sur. Durante un mes los astros se alinearon para sonreírle.


El milagro del Vístula
El 18 de mayo de 1920 Pilsudski regresó a Varsovia sintiéndose un héroe, preparado para regalar a su nación límites y dimensiones de su apogeo durante el siglo XVII con la República de las Dos Naciones, inspiradora de su credo. No podía sospechar la contraofensiva soviética, un prodigio con mucha épica y cierta trampa, legendaria por el temor engendrado y nefasta en su desarrollo estratégico.

El encargado de terminar con Polonia y abrir la senda hacia la conquista de Europa fue el joven Mijaíl Tujachevski, quien a sus veintisiete años consiguió romper el frente lituano-bielorruso el 4 de julio para forzar la retirada polacahasta imbuirse de una falsa ilusión de esplendor ante su indiscutido avance, corroborado con la paulatina claudicación de Minsk, Vilna, Grodno y Brest-Litovsk. En poco más de un mes recorrió más de setecientos quilómetros sin oposición y se plantó en las estribaciones de Varsovia, donde Pilsudski había reunido tropas y emprendido una campaña religiosa, bien secundada por el nuncio apostólico Achille Ratti, quien en menos de dos años ascendería al trono de San Pedro bajo el nombre de Pío XI.

El avance de Tujachevski era un delirio de horizonte infinito y esperanzas falaces ante el cansancio y la ausencia de aprovisionamiento


Una cosa es la mística, otra la tecnología y la previsión. El avance de Tujachevski era un delirio de horizonte infinito, esperanzas falaces ante el cansancio de su contingente y la ausencia de aprovisionamiento para recobrarse antes del embate definitivo. Todo esto podría haber sufrido un giro esencial si un tal Josif Stalin, comisario político del ejército sur, y el general Budionni no hubieran desobedecido las súplicas provenientes tanto de Moscú como de las cercanías de Varsovia en su empecinamiento por tomar Leópolis, situada a cuatrocientos quilómetros, como previo paso para lanzarse hacia Praga, Viena y Budapest, con el futuro dictador soviético ido ante la opción de alcanzar Italia.

La nula ayuda de este frente sur facilitó la tarea de Pilsudski, quien además había interceptado las comunicaciones de radio rusas y hasta tuvo un golpe de suerte al dar Tujachevski con su planificación táctica en el uniforme de un soldado muerto, sin darle credibilidad alguna al juzgarla un ardid del rival. Entre el 15 de agosto, fecha virginal por excelencia, y el 17 del mismo mes Europa tuvo el alma en vilo. La entente franco-británica contribuyó poco a la causa, aunque a posteriori los galos quisieron atribuirse el mérito de la victoria. Para el recuerdo de su participación quedará la labor observadora del jovenCharles de Gaulle, hipnotizado por la reacción de Pilsudski, quien engañó a su contrincante al concentrar la mayoría de sus divisiones en los aledaños de Varsovia, reservándose para sí la argucia de un contrataque crucial en el flanco izquierdo de los soviets con el fin de quebrar el sitio y forzar su retirada, como así sucedió pese a calificarse su maniobra como una absurdidad estratégica.




Mapa con las fronteras del tratado de Riga de 1921-22.


Mapa con las fronteras del tratado de Riga de 1921-22.



Tujachevski se retiró hacia el noroeste, en dirección al río Niemen. Cien mil de sus soldados fueron aprisionados, cuarenta mil huyeron hacia Prusia Oriental hasta ser capturados por los alemanes y tres ejércitos rusos fueron aniquilados. El desmorone soviético se completó a lo largo de ese otoño, testigo de las últimas escaramuzas de la caballería tradicional, la segunda caída de Minsk el 18 de octubre y un inmediato cese de hostilidades, iniciándose conversaciones entre ambos bandos en Riga, donde el 18 de marzo de 1921 se firmó el tratado considerado como el Versalles del Este europeo. Polonia ampliaba su frontera en más de doscientos cincuenta quilómetros más allá de la Línea Curzon, recomendada por los Aliados, no en vano era una formulación del responsable del Foreign Office británico, y desestimada para acogerse a una diversidad étnica difícil de gestionar, con más del 30% de la población repartida entre bielorrusos, ucranianos, rusos blancos y lituanos.

Rusia salía vapuleada y ofendida. A Lenin le quedaban pocos meses a pleno rendimiento antes de agonizar y paralizarse a causa de un ictus. Su imprevisto sucesor había protagonizado páginas muy optimistas y poco gloriosas durante la guerra. Nunca la olvidaría, hasta pesarle en las entrañas con lujuria, la misma empleada desde 1939, cuando la Unión Soviética de Stalin ejecutó literalmente a la inteligencia polaca a sangre fría, la misma exhibida en 1944 frente a Varsovia, destruida por los nazis mientras el Ejército Rojo apreciaba la masacre desde las alturas con vistas al mañana. Nunca una venganza se demoró tanto ni fue tan escrupulosa en su pérfido y clínico sadismo.


 
Los entresijos de la sonada boda de Anita Delgado con el marajá de Kapurthala

El rajá quedó prendado con la joven malagueña cuando la vio bailar junto a su hermana de «Las Camelias» en Madrid, con ocasión de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia.
Valle Inclán, Ricardo Baroja y el dibujante Oroz mediaron en el enlace.


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La bailarina malagueña Anita Delgado, esposa del rajá de Kapurthala

Mónica Arrizabalaga
Actualizado: 02/09/2020 08:39h

Aquella fue una boda de cuento de hadas que causó sensación cuando se conoció en España en 1908. ¡Una bailaora malagueña se había casado con el marajá de Kapurthala!

Un despacho de la agencia Reuter informaba el 28 de enero del matrimonio del rajá de dicho Estado de la India británica «con la señorita doña María Delgado, de Málaga», de la que apenas decía que «vestía elegantísima toilette, ostentando alhajas y pedrerías de deslumbradora belleza e inestimable valor».

«Con este simple despacho de la Reuter, los periodistas madrileños se volvieron locos para saber de la señorita Delgado», recordaba Ignacio Ruiz Quintano. ¿Quién era esa Ana María Delgado que había cautivado a un rico príncipe indio?

«El Imparcial» decía que «había nacido para bailaora flamenca y fue recientemente estrella de mediana magnitud en uno de los más populares café-conciertos de París».

También describía al rajá de Kapurthala, haciendo un alarde de imaginación, como a «un joven arrogante y magnífico, puro tipo del pueblo sij (león)», que llevaba «justa fama de ser uno de los más hermosos de la tierra» y cuyo temperamento era «temerariamente bravo, hasta el punto de parecerlo entre guerreros de raza, maravillosamente ataviado siempre con sedas de colores vivísimos y collares y brazaletes de piedras preciosas, soberbio y majestuoso.

La hermosa melena, atributo de su secta, le cubre los hombros, encrespada y fiera, y entre ella fulguran broches de gruesos brillantes...».

«Encantado con la historia, Julio Camba puntualizó que el rajah, aunque habría estado muy pintoresco con los atavíos de «El Imparcial», era un caballero que habitualmente vivía en París y vestía a la europea», apuntó Ruiz Quintano.

El maraja de Kapurthala, hacia 1900

El maraja de Kapurthala, hacia 1900

En ABC un despacho enviado por cable desde Bombay daba cuenta de la boda que se había celebrado con gran pompa y boato.

«Los guerreros lanzaban al viento sus gritos de combate, los sacerdotes entonaban los cánticos litúrgicos y María Delgado, por no quedarse corta ante aquella algazara, se arrancó por malagueñas y no hay para qué describir el efecto.

El entusiasmo fue tan delirante que en aquel mismo momento y mejor que con ningún tratado diplomático, la simpatía y las cordiales relaciones entre España y el Estado de Kapurthala quedaban aseguradas de modo imperecedero», resaltaba antes de añadir que «los invitados aplaudían a la novia y envidiaban la suerte del rajah», que en 1906 y con motivo de las fiestas de la boda del Rey Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg, «tuvo la ventura de conocer a la que hoy es su bella y media naranja».

El marajá de Kapurthala había acudido a la boda real como dignatario del Imperio Británico, ya que Victoria Eugenia era nieta de la reina Victoria de Inglaterra.

Durante su estancia en Madrid se acercó al Kursaal de Madrid a ver a unas malagueñas que se anunciaban como «Las Camelias» y quedó prendado por Anita, la mayor, que apenas tenía 16 años.

Jagatjit Singh, de 34, cortejó a la joven e intentó conquistarla, aunque tal vez solo pretendiera en un principio que fuera una aventura amorosa. Pero «Las Camelias» contaban con un grupo de desinteresados amigos y admiradores, que acudían a verlas y charlar con ellas por las noches, entre los que se encontraban don Ramón del Valle-Inclán, Ricardo Baroja y el dibujante Leandro Oroz, por entonces novio de Victoria, la hermana de Anita.

«El segundo nos contó muchas veces esta historia veraz, pero que parece producto de la fantasía, porque la realidad tiene a veces el capricho de superar lo que podrían inventar las imaginaciones más fogosas», relató en ABC el escritor Miguel Pérez Ferrero.

El maharajá, cautivado por los encantos de la bailarina, le enviaba mensajes apasionados invitándole a discretos paseos en cómodos y encortinados carruajes, a cenar en lugares exquisitos o a ver algún espectáculo desde la penumbra de un antepalco.

Las misivas, explicó Pérez Ferrero, «eran leídas por los autorizados contertulios, que aconsejaban como respuesta la cortesía unida a una frialdad de hielo. "Que venga por las buenas -repetía el dibujante Oroz-.

Que venga con los papeles en la mano. A casarse con todas las de la ley, como hacen las personas decentes".

«Zeremos invitados de honor en Kapurtala», decía entre burlón y como con un brillo ilusionado en los ojos el gran don Ramón María del Vallé-Inclán», .

El rajá marchó a París, desde donde siguió enviando cartas a Anita.

En una de ellas, le pidió por fin que se casara con él y le prometió que la elevaría al rango de maharaní.

«La nueva fue como una bomba en la familia de las hermanas "Camelias", y entre sus amigos protectores, literatos y artistas.

Hubo consultas y conciliábulos.

El café de Levante, de la Puerta del Sol, en la tertulia que encabezaban Valle lnclán y Jacinto Benavente, fue el centro de operaciones, la oficina diplomática que había de tratar y preparar las bodas», continuaba el biógrafo de los hermanos Machado, Pío Baroja o Ramón Pérez de Ayala.

Se decidió que Anita escribiese una primera carta de amor al maharajá, en la que aceptaría ser maharaní siempre que él admitiese ciertas exigencias suyas, como la de contraer matrimonio católico, previo a la ceremonia religiosa en Kapurthala.

Anita la redactaría y Valle Inclán, que se estaba divirtiendo de lo lindo con este asunto, la transformaría, dándole el estilo apropiado. Oroz la traduciría después al francés.

«Una tarde apareció Anita con el borrador de su carta. Empezaba: "Cerido Maharajá..." Desapareció lo de "Cerido" y casi todo, por no decir todo lo demás, y Valle-Inclán escribió un billete amoroso que es pena que no se haya conservado», se lamentaba Pérez Ferrero.

La joven viajó a París, acompañada por Oroz.

Allí fue alojada en palacios y tuvo que aprender francés y altos modales antes de casarse.

La ceremonia católica se celebró en la iglesia de Saint Germain y enseguida los esposos partieron hacia Kapurthala, para la tradicional boda sij, a la que Anita llegó a lomos de un elefante.

La joven malagueña pasó a ser la quinta esposa del marajá.

Vivió en Kapurthala, entre lujos, durante 18 años y tuvo un hijo, Ajit Singh.

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Los rumores sobre una relación amorosa con un hijastro llevaron al divorcio en 1925.

Emili J. Blasco recordaba en 2007, con motivo de una subasta de sus joyas, que ella pudo conservar todos los regalos y llevar una vida de opulencia en Europa, con una paga perpetua, con la única condición de no volverse a casar.

«No obstante, mantuvo un amor secreto con su secretario, Ginés Rodríguez, que duró hasta que ella murió en Madrid en 1962».

 
La dura vida de las prost*tutas en el gigantesco burdel de Valencia durante la Edad Media
Jaime II prohibió a las «mujeres públicas» ejercer su profesión en las calles de Valencia en 1321 y creó un prostíbulo que, a la postre, se convirtió en el más grande de Europa. Decenas de sus clientes (una buena parte extranjeros) dejaron por escrito la buena impresión que les causaron sus meretrices



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Manuel P. Villatoro
Manuel P. Villatoro
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29/08/2020



Un mal necesario mediante el que controlar los impulsos más primarios de jóvenes ansiosos y evitar que ejercieran la violencia contra las «mujeres honradas» (como eran conocidas por entonces las damas que no vendían su cuerpo por dinero). Esta era la función principal que tenían los prostíbulos para aquella primitiva España previa a los Reyes Católicos. Una idea que ya había expuesto mucho antes San Agustín mediante una sencilla -y cruel- comparación: «Quita las cloacas en el palacio y lo llenarás de hedor; quita las prost*tutas del mundo y lo llenarás de sodomía». Quizá por ello ciudades destacadas fundaron sus propias mancebías a partir del siglo XIII. Aunque también por la necesidad de apartar a las meretrices de las calles más concurridas y ubicarlas en zonas menos transitadas.

Sevilla, Barcelona... Las urbes que fundaron prostíbulos dentro de sus muros durante la Edad Media fueron muchas. Sin embargo, hubo una cuyo lupanar llegó a ser conocido en toda Europa durante los más de tres siglos que estuvo activo: Valencia. Además de contar con un tamaño considerable (agrupó -según algunas fuentes- hasta dos centenares de meretrices en sus mejores años) solía recibir los halagos de las decenas y decenas de clientes que atravesaban cada día su puerta. Esta continua clientela convirtió a la mancebía (proyectada por el rey Jaime II en 1325) en una de las mayores atracciones de la ciudad. Así fue hasta que cerró sus puertas entre 1651, cuando se ordenó a las mujeres abandonar el lugar, y 1671, año en que la última meretriz salió del lupanar.


Mal menor
El origen de la prostit*ción legalizada hay que buscarlo a mediados del siglo XIV. La medida buscaba controlar un oficio que la sociedad y las instituciones medievales consideraban impuro y encerrar entre sus muros a las mujeres de vida airada para alejarlas de las calles. Una idea que corrobora, por ejemplo, una ordenanza murciana de 1444, año en que la urbe fundó su mancebía: «Mandamos que todas las malas mujeres rameras […] salgan de la ciudad de entre las buenas mujeres e se vayan al burdel».

Aunque lo que llevó a estamentos como el religioso a aceptar la prostit*ción no fue solo eso, sino también la necesidad de controlar los impulsos de los jóvenes más alocados. Así, las meretrices ejercían un rol social al canalizar la violencia sexual para que no se ejerciese contra las mujeres honradas. Bajo estas premisas nació la prostit*ción pública (llamada así por ser legal, y no por estar sufragada por el Estado) en torno a la figura del burdel. Mes va, año viene, diferentes ciudades inauguraron sus mancebías tras expulsar de las calles y tabernas a las prost*tutas. Sevilla en 1337, Murcia en 1444 o Barcelona en 1448 son solo algunos ejemplos.

A la par, brotó a su vez la prostit*ción clandestina. Aquella que estaba al margen de la ley, que era perseguida por la justicia a golpe de sanción económica o azotes y que fue protagonizada por otras muchas meretrices que se negaron a dejar sus antiguas zonas de trabajo. Sobre estos mimbres se elevaría el prostíbulo más grande de Europa: el inaugurado en Valencia.


Nace el burdel
El origen del gigantesco burdel hay que hallarlo en la reconquista de la urbe. Fue en aquellos años en los que, tras ganar la capital al Islam, la prostit*ción arribó a la ciudad del Cid. Las meretrices ejercieron su labor en calles, posadas y hostales hasta el siglo XIV. Concretamente hasta 1321, en palabras del historiador del XIX Manuel Carboneres. Ese fue el año en el que el rey Jaime II hizo público un documento considerado hoy como uno de los primeros testimonios de la existencia de este lupanar. En el texto, el monarca afirmaba «que ninguna mujer pecadora se atreva a bailar fuera del lugar que ya tiene habilitado para estar».

Esta fecha, no obstante, es la menos popular entre los historiadores. La mayoría de los autores afirman que la primera referencia al burdel se dio algunos años después, cuando Jaime II ordenó que las mujeres públicas se abstuvieran de ejercer su profesión en las calles de la ciudad. Más allá de estas pequeñas diferencias temporales, lo que está claro es que a principios del siglo XIV ya se había habilitado un burdel para las prost*tutas de la zona cerca de «las partidas ó barrios, como diríamos ahora, de Roteros, Moreria y la Pobla».

Poco a poco, el burdel de Valencia fue adquiriendo unas características propias que le diferenciaban del resto de edificios similares. Entre ellas, contar con su propio ambiente al estar alejado del centro urbano. A nivel práctico, estaba organizado como una pequeña comunidad dirigida por un Regente. Y así se mantuvo durante más de tres siglos; años en los que terminó siendo conocido como uno de los prostíbulos más grandes de toda la Europa medieval.


Licencia para prostituirse
Durante los siglos que estuvo activo, el burdel de Valencia vio pasar decenas de mujeres públicas. A día de hoy es difícil establecer cuál fue el número máximo de meretrices que albergó el prostíbulo entre sus muros, aunque la mayoría de autores coinciden en que vivió sus mejores momentos a finales del siglo XV. En este sentido, un viajero afirmó en 1501 que contó «entre 200 y 300» trabajadoras asentadas en el lupanar. Las cifras parecen exageradas, pues la mayoría de los registros hacen referencia a la presencia de hasta un centenar.

Lo que sí está claro es que no provenían solo de dicha urbe, sino que acudían de todos los puntos de la Península. Tal era la cantidad de ciudades de las que llegaban, que nuestras protagonistas eran conocidas por su lugar de procedencia («la aragonesa» o «la de Murcia», por ejemplo). Otro tanto sucedía con las religiones que profesaban las prost*tutas. Como en el burdel las relaciones entre personas con diferentes creencias estaban prohibidas, era necesario contar con musulmanas, judías y cristianas.



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Podría parecer por el considerable número de prost*tutas que las mujeres tan solo debían llegar al burdel y ponerse a trabajar, pero nada más lejos de la realidad. Por el contrario, toda aquella dama que quisiera vender su cuerpo debía solicitar una licencia al Justicia Criminal (un cargo foral) y sumar más de 20 primaveras a sus espaldas. La molestia les resultaba provechosa a nivel económico pues, con el paso de los años, las meretrices ubicadas en este lupanar llegaron a cobrar hasta el doble que el resto de sus compañeras.

A nivel práctico, las prost*tutas trabajaban durante una buena parte del día. Su horario no estaba establecido, aunque sí fue limitado en momentos concretos para conseguir que todas las horas del día quedasen cubiertas. El momento predilecto de los clientes era al atardecer, cuando terminaba su dura jornada de trabajo. Por descontado, también influían en sus turnos eventos masivos como ferias o mercados, los cuales solían atraer a cientos de viajeros hasta Valencia.


Santificar las fiestas
El burdel de Valencia permanecía abierto durante casi todo el año. Tan sólo había unas pocas excepciones en las que cerraba sus puertas, y la mayoría se correspondían con fiestas religiosas. Las más destacadas eran las jornadas de Semana Santa. Esos días, las mujeres públicas dejaban a un lado el trabajo y eran internadas en algún centro religioso, habitualmente el Convento de las Arrepentidas de San Gregorio. Allí eran encerradas a cuenta de la propia ciudad, que sufragaba sus gastos.


Aquellas jornadas eran más que curiosas. Mediante continuas charlas y oraciones se buscaba que las prost*tutas renunciaran a su trabajo y volviesen al recto camino del Señor. Los conferenciantes les ofrecían incluso ayuda para encontrar marido y les prometían otorgarles una gran dote si pasaban por el altar (dinero que pagaba también la ciudad). A pesar de que eran muy pocas las que dejaban la prostit*ción, el retiro espiritual provocaba severos dolores de cabeza entre los rufianes, los «chulos» de la época, quienes trataban por todos los medios de boicotearlos para no perder su fuente de ingresos.

Además de Semana Santa y de otras fiestas de similar importancia como las de la virginidad de María, las autoridades prohibían a las prost*tutas trabajar antes de la misa de los domingos. Saltarse esta norma era algo muy grave. Años más tarde la ley se hizo todavía más severa y los Jurados de Valencia acordaron imponer una sanción de 20 sueldos a las mujeres del burdel si almorzaban antes de escuchar misa.


Organización
Intramuros, el burdel no era un edificio como tal, sino que estaba formado por varias calles alrededor de las cuales se levantaban diferentes hostales (unos 15 en las mejores épocas del lupanar) y multitud de casas. Las prost*tutas que recibían la licencia del Justicia Criminal podían alquilar una habitación en la hospedería o, directamente, una de las viviendas. En ambos casos sus caseros eran los llamados hostaleros, los mandamases en la sombra de la mancebía.



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Disponer de una de estas casitas era la mejor opción para las prost*tutas, pues les permitía tener una mayor autonomía y alejarse un poco de las miradas de los hostaleros. Eran viviendas de un solo piso y pequeñas, pero las crónicas afirman que sus inquilinas se esforzaban mucho para mantenerlas limpias y cuidadas. Así, era habitual que adornaran las fachadas con flores y los jardines con arbustos aromáticos. Con todo, las meretrices seguían dependiendo de los hostaleros, los verdaderos caciques del burdel de Valencia.

Estos mandamases se encargaban de contratar a las meretrices; pactar con ellas un sueldo; interceder ante el Justicia Criminal para que las nuevas trabajadoras recibieran la licencia de mujeres públicas y atender a las damas en el día a día (especialmente cuando se ponían enfermas y no podían vender su cuerpo). Por si fuera poco, también hacían de prestamistas y dejaban dinero a las chicas para que adquirieran desde joyas, hasta vestidos. Ninguna de ellas podía abandonar el lupanar hasta que liquidara todas sus deudas. En la práctica las tenían atrapadas.


Criminalidad
La bebida y el jolgorio eran unos ingredientes perfectos para favorecer las relaciones sexuales. Sin embargo, solían derivar también en todo tipo de trifulcas entre clientes. Era entonces cuando entraban en acción los guardias del burdel. La medida más eficaz para evitar estas controversias consistía en prohibir la entrada a todo aquel que causase problemas. Así lo atestigua la sentencia del Justicia Criminal de 1553 sobre un alborotador llamado Miguel Joan Scals al que se le exigió permanecer alejado del lupanar «sot pena de correr la ciutat ab açots y de vint y cinch dies de presó».

Estos no eran los únicos problemas que se daban en el lupanar. Además, eran habituales los robos a prost*tutas, pues las joyas y los vestidos eran bienes muy golosos para los pícaros. Con todo, el que solo hubiera una salida en el burdel facilitaba la rápida identificación de los criminales y su captura. En este caso, así como en el resto, la figura que se ocupaba de aplicar la ley era el Regente. Un personaje que, además, controlaba que la prohibición de introducir armas se cumpliera e informaba al Justicia Criminal de las sanciones contra los culpables.


Clausura
El burdel de Valencia funcionó a pleno rendimiento durante décadas. Sin embargo, a mediados del siglo XVI empezó una lenta pero inexorable decadencia que culminó en 1651. El mismo año en el que Fray Pedro de Urbina (Arzobispo y Virrey de la ciudad) ordenó que las mujeres de malvivir abandonaran su trabajo y pasaran «a servir, o estar en sus casas» so pena de ser expulsadas de la ciudad en un plazo de diez días. Al religioso le costó algo más de lo que pensaba acabar con las meretrices, pues no fue hasta 1671 cuando las pocas que quedaban fueron retiradas a un convento. Así recoge Carboneres este momento en su minuciosa obra sobre el burdel.


«El de Valencia, que según parece estaba protegido por personas de gran influencia, fue de los burdeles que más se resistieron; ya le habían abandonado sus habituales inquilinas, con su cortejo de Celestinas, a quienes las autoridades obligaron a buscar otro refugio, y todavía resistían en dicho local siete mujeres, fundandose en que no tenían sitio en donde albergarse. En esta ocasión el jesuita valenciano P. Catalá diligenció que dichas mujeres fuesen conducidas al monasterio de San Gregorio de esta ciudad, en donde pasó él mismo á convertirlas, lo que consiguió con tan gran éxito, que según asegura el bibliógrafo Rodríguez, que pudo ser testigo de estos sucesos, aquellas siete pecadoras se convirtieron en siete ángeles».

El autor decimonónico señala que no fue una buena idea clausurar el burdel, pues provocó que las mujeres se «desparramaran» por las calles:

«¡En los pocos días que estuvieron en Madrid las tropas del archiduque Carlos, el rival de Felipe V, dejaron en los hospitales más de 2.000 hombres atacados del mal venéreo! ¡Prueba grande de que no basta quitar un vicio por medio de un decreto, cuando, como el presente, está fundado en nuestra flaca naturaleza!».

Video:
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Los héroes de Eyam: el pueblo que se autoencerró un año en sus casas para frenar el peor rebrote de la peste

Si eres de los que estás harto por de estar en casa por el coronavirus, quizá te interese esta historia de un encierro autoimpuesto por cientos de vecinos de una pequeña aldea inglesa, durante 14 meses, que se convirtió en un acto heroico de la medicina sin precedentes



Ilustración sobre la epidemia de Eyam, en donde sobrevivieron solo 90 de los 350 vecinos


Ilustración sobre la epidemia de Eyam, en donde sobrevivieron solo 90 de los 350 vecinos



Israel Viana
MADRID
03/09/2020



Entre las últimas noticias publicadas por ABC en relación al coronavirus, no son pocas las que aluden a la imposición de cuarentenas por parte de las autoridades para frenar esta pandemia que parece no tener fin: «Australia pone en cuarentena en hoteles a más de 70.000 personas llegadas del extranjero», «Ponen en cuarentena un edificio de Santander» y «En cuarentena 30 niños de unas colonias de Bilbao y otras 250 personas en un camping de Guipúzcoa», por poner solo unos ejemplos.

Los rebrotes del Covid-19 se están produciendo por toda España y la amenaza de una nueva cuarentena nacional, mediente otro decreto de alarma, ya se ha puesto sobre la mesa de las autoridades en más de una ocasión. Pero deben saber ustedes que hubo un pueblo inglés que, en el siglo XVII, decidió ponerse en cuarentena, sin imposición del Gobierno, durante más de un año para frenar la pandemia más desvastadora de la historia: la peste negra.

En total aguantaron 14 meses en los que ni tan siquiera salieron de sus casas, y aunque algunos de sus familiares se estuvieran muriendo de la enfermadad. Una cuarentena autoimpuesta que se convirtió en un acto heroico sin precedentes, en los que muchos vecinos soportaron sus síntomas por temos a contagiar a sus familiares, amigos o los comerciantes que veían de otros pueblos.

Su nombre es Eyam, una pequeña localidad del condado de Derbyshire, en Inglaterra, y la historia que vamos a contarles sucedió en 1666. Se estaba produciendo entonces la tercera fase de esta de peste había acabado ya con millones de europeos. La primera afectó al Imperio Bizantino en el siglo VI y mató a 50 millones de personas (25% de su población). La segunda barrió Asia occidental, Oriente Medio, el norte de África y Europa entre 1346 y 1353. Fue la epidemia más mortal de la historia de la humanidad, con más de 100 millones de muertos.


Fiebre, vómitos y espasmos
esta tercera se manifestó en diferentes brotes desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII, perjudicando sobre todo a diferentes ciudades del viejo continente, tales como Tenerife, Milán, Sevilla, Viena, Marsella, Bucarest y Londres. Esta última fue la que alcanzó al pequeño pueblo de Eyam, que que mató a 68.595 londinenses entre 1665 y 1666, según la cifra oficial. Se cree, sin embargo, que el número real de fallecidos fue de 100.000, puesto que la mayoría de los cadáveres de los barrios más pobres eran arrojados a fosas comunes para no dejar constancia en ningún registro.

Los contagiados sufrían inflamaciones dolorosas debajo del brazo, el cuello o la ingle, moretones negros debajo de la piel y, sobre todo, fiebre, vómitos y espasmos. Síntomas aterradores que solían llevar a la muerte y que se propagaban con una facilidad increíble.

Esa fue la razón principal de que lo 350 vecinos de Eyam se pusieran en cuarentena de manera voluntario, a pesar de que no les había llegado ninguna orden desde la capital del Reino. No querían salvarse sí mismos, su objetivo principal fue no contagiar a las poblaciones de los pueblos cercanos. Y, gracias a ello, salvaron la vida a decenas de miles de personas entre Sheffield y Manchester.


Fiebre, vómitos y espasmos
En Eyam tuvieron la mala suerte de que la peste negra se propagó desde Londres a otras zonas de Inglaterra por el comercio terrestre y los desplazamientos de los ciudadanos más pudientes, que huían en cuanto podían para evitar contagiarse. El Rey Carlos II, por ejemplo, se refugió en Oxford. Y el condado de Derbyshire se encontraba a tan solo 260 kilómetros al norte de la capital, por lo que en septiembre de 1665 ya había hecho su aparición la peste negra.

El responsable fue George Viccars, asistente del sastre del pueblo, Alexander Hadfield, que había viajado a la Londres para comprar las mantas y las telas que su jefe necesitaba para confeccionar las prendas que le habían encargado. No se sabe muy bien porque realizó aquel viaje, porque ya debía saber que en la metrópoli había una enfermedad que producía fiebre y vómitos y que había causado miles muertos. Y seguro que en la capital se había cruzado con numerosas casas marcadas con una cruz blanca y un vigilante en su puerta, indicando que dentro había infectados obligados a guardar cuarentena.

Lo que nunca se imaginó Viccars es que, al regresar a Eyam y desplegar el fardo en el taller de Hadfield, las telas húmedas que traía estaban plagadas de pulgas que portaban el mortal virus. Era imposible que lo supiera, pero con aquel descuido iba a provocar que su pequeño pueblo se convirtiera en uno de los más importantes de la historia de Inglaterra.


Viccars, el primer muerto
Viccars murió menos de una semana después. Su entierro quedó registrado en la iglesia local el 7 de septiembre de 1665 y se convirtió en la primera víctima de la peste negra en la aldea. Cinco semanas después ya habían fallecido 29 vecinos más y, antes de llegar a diciembre, la cifra ya era de 42. El pánico se apoderó de la comunidad, mientras se iban produciendo nuevas víctimas. En mayo de 1666 no murió nadie y, por un momento, en Eyam se pensaron que la epidemia había desaparecido.

Se equivocaron. El virus mutó y se hizo más mortal. Dejó de ser una infección transmitida por las pulgas y pasó a los pulmones. A partir de ese momento se volvió una enfermedad pulmonar que en verano regresó con más fuerza y lo arrasó todo en el pueblo. Las escenas a partir de ese momento debían parecerse mucho a las descritas por Agnolo di Tura, cronista siciliano del siglo XIV, sobre la peste en su ciudad: «Grandes fosas se cavan para la multitud de muertos y los cientos que mueren cada noche. Los cuerpos se arrojan en estas tumbas masivas y se cubren del todo. Cuando estas zanjas están llenas, se cavan nuevas zanjas. Tantos han muerto que tienen que cavarse nuevas fosas cada día».

Conociendo la tragedia de en Londres, los habitantes de Eyam tomaron cartas en el asunto de una manera mucho más radical que cualquier otro pueblo de Inglaterra o Europa. La decisión fue impulsada por el reverendo de la localidad, Thomas Stanley, en junio de 1666, aludiendo aquella el pueblo se encontraba en medio de la ruta comercial entre Sheffield y Manchester. Esto lo convertía en un enclave potencialmente peligroso para expandir la peste.


La reunión en la iglesia
Stanley anunció al pueblo que debían hacer cuarentena, pero se encontró con la resistencia de los vecinos, puesto que todavía no se había ganado su confianza en el año que llevaba en el cargo. ¿Qué podía hacer para convencerles? Le pidió ayuda al reverendo al que había sustituido, William Mompesson, que se encontraba mucho más unido a los feligreses. Se pusieron de acuerdo y convocaron a todos en la iglesia para pedirles que, por favor, se aislaran voluntariamente en sus casas para evitar el más mínimo contacto con sus vecinos y con los visitantes.

Mompesson les comunicó a sus feligreses que, además, el conde de Devonshire, que vivía cerca de Chatsworth, se había ofrecido a enviar alimentos y suministros si los aldeanos aceptaban ser puestos en cuarentena. Esta comenzó el 24 de junio de 1666. El pueblo se encerró en sus casas para que nadie pudiera entrar o salir. Los vecinos sabían que se enfrentaban a una muerte casi segura al no poder recibir ayuda médica —la cual, de todas formas, no estaba en aquella época muy asegurada todavía—, pero se consolaron con el hecho de que salvarían a decenas de miles de ingleses si no salían de su pueblo e iban a Londres o Manchester.

Todavía hoy se puede leer a la entrada de Eyam un cartel de 1666 que advierte: «Cualquier medida que se tome antes de una pandemia parecerá exagerada. Sin embargo, cualquier medida que se tome después de ella parecerá insuficiente». Mompesson estaba convencido de ello y les prometió que permanecería junto a ellos hasta el final, intentando aliviar espiritualmente su sufrimiento.


Tratamiento contra la peste
A continuación tomaron una serie de medidas sanitarias inéditas hasta la época que tuvo consecuencias decisivas para el desarrollo del tratamiento contra la peste, así como para la forma de actuar ante la propagación de cualquier enfermedad infecciosa. Delimitaron el municipio con una línea de piedras de una milla de largo que marcaba el límite de la cuarentena y colocaron carteles para advertir a los visitantes que no entraran. Elaboraron un plan para enterrar a todas las víctimas de la peste lo antes posible y lo más cerca del lugar donde habían muerto, no en el cementerio. Así evitarían que la enfermedad se propagara entre los cadáveres que esperaban sepultura. Y, por último, cerraron la iglesia para evitar la concentración de gente y trasladaron los sermones al aire libre, para poder rezar con una distancia suficiente entre ellos.

«La decisión de poner en cuarentena la aldea significó que se eliminó el contacto humano-humano, especialmente con aquellos visitantes que llegaban al pueblo. Aquello redujo significativamente el potencial de propagación del patógeno. Sin la restricción de los aldeanos, mucha más gente habría sucumbido a la enfermedad, especialmente de las aldeas vecinas. Es remarcable lo efectivo que fue el aislamiento en este caso», contaba hace unos años el doctor Michael Sweet, especialista en enfermedades en la Universidad de Derby, a la BBC.

Lo más importante es que sus medidas cambiaron en Inglaterra los parámetros médicos, puesto que se dieron cuenta de aquella cuarentena forzada había limitado la propagación del virus. Tanto es así que utilizaron sus acciones como un caso de estudio en la prevención de enfermedades. El uso de zonas de cuarentena se usa en Inglaterra hasta hoy para contener la propagación de enfermedades como la fiebre aftosa, mientras que de la idea de las monedas en vinagre hizo que surgiera el hábito de esterilizar los equipos y la ropa médica.


Los estragos del verano
Durante 14 meses nadie entró ni salió del pueblo. Los vecinos permanecieron encerrados. De las aldeas cercanas llegaba gente a dejar comida en la frontera de piedras a cambio de monedas de oro sumergidas en vinagre. Los habitantes de Eyam creían que así el metal se desinfectaría. Eso ayudó a que la peste no se propagara fuera, puesto que nadie intentó cruzar el anillo.

A pesar de ello, la epidemia empezó a hacer estragos dentro del perímetro en verano. Se registraban cinco o seis muertes por día. En los meses de septiembre y octubre, el número de fallecidos disminuyó. El 1 de noviembre, la peste desapareció. El cordón había funcionado en lo que respecta a la propagación de la enfermedad fuera de Eyam, pero cuando llegó el primer inglés del exterior, se encontró con las cifras reales: con 76 familias infectadas, murieron 260 vecinos de 350.

Se conoce el caso de una mujer, Elizabeth Hancock, que enterró a seis de sus hijos y su esposo en un mes. La llegada del calor había hecho que las pulgas estuvieran más activas y la peste se extendiera sin control por todo el municipio. «Mis oídos nunca han escuchado lamentos tan lamentables. Mi nariz nunca ha olido olores tan penetrantes y mis ojos nunca han visto espectáculos tan dantescos», escribió Mompesson en una de sus cartas.


 
El manuscrito perdido de Juan Marsé: un viaje a la Andalucía franquista
La editorial Lumen recupera 'Viaje al sur' del escritor catalán fallecido este verano. Crónicas de un viaje por la Andalucía de 1962 que se hallaba en los archivos de Ruedo Ibérico en Holanda

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Juan Marsé, a finales de 1960, en la casa familiar de la calle Martí durante una entrevista realizada por Vázquez Montalbán.
Foto: Miguel Barceló (Familia Marsé Hoyas)

JORDI COROMINAS I JULIÁN
05/09/2020 05:00

Juan Marsé murió en Barcelona el pasado 18 de julio, dejándonos en apariencia una obra completa, sin muchas posibilidades de ser redondeada con testamentos póstumos. Había dos excepciones para romper la norma, ambas sedimentos de 1962. La primera era la novela 'Esta cara de la luna', desaparecida del catálogo editorial del escritor por voluntad propia, mientras la segunda era un misterioso 'Viaje al sur', de intrahistoria muy interesante tanto por su gestación como por los recientes entresijos de su redescubrimiento.

En ese año de gracia de 1962 Marsé era un joven autor con mucho futuro y una serie de cuentas a ajustar para poder volar libre, sin ataduras laborales, alejándose de su pasado hasta renunciar a su profesión de joyero en la villa de Gracia de la ciudad condal tras quince años enfrascado en esa profesión. En 1960 había publicado su ópera prima, 'Encerrados con un solo juguete', casi ganadora del Biblioteca Breve, digna de ser revisitada por su visión desoladora de los vencidos, un impresionismo topográfico algo miedoso a la hora de definir los lugares y la inclusión de muchos elementos más tarde desarrollados con mayor solvencia a nivel narrativo.

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Esa ficción era la invitación a una carrera, y en el caso de nuestro protagonista esta se amparaba en magníficos anfitriones como Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater o el incomparable Carlos Barral, quien en 1961 movió hilos, consiguiéndole una beca del Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización clave para la España antifranquista, como bien desarrolló Jordi Amat en su ensayo 'La primavera de Múnich' (Tusquets), centrado en la gestación del famoso contubernio en la capital bávara. Así fue como Marsé aterrizó en París. Su paso por la ciudad de la luz le sirvió para adentrarse en una serie de ambientes bien distintos a los de la gris España de principios de los sesenta.

Las dificultades para integrarse se disiparon al relacionarse con otros compatriotas, afiliándose al partido comunista sin recibir nunca el carné mientras se ganaba el estipendio con clases de conversación a unas burguesitas francesas, entre ellas Thèrese Casadesus, hija de un pianista de origen catalán, y como el nombre hace la cosa pueden intuir la inspiración para el personaje femenino de su novela más popular. Además de estas lecciones trabajó en el laboratorio de bioquímica del Instituto Pasteur y contactó con la incipiente editorial Ruedo Ibérico, proponiéndole su editor José Martínez un libro sobre Andalucía con clara intención de crítica social al estilo de 'Campos de Níjar', de Juan Goytisolo, o 'Caminando por las Hurdes', de Antonio Ferres y Armando López Salinas, ambos volúmenes ilustrados, respectivamente, con fotografías de Vicente Aranda y Oriol Maspons.

La azarosa travesía de un manuscrito

En 2015 la editorial Anagrama publicó 'Mientras llega la felicidad', de Josep María Cuenca. Esta primera biografía de Marsé tiene el poso de quien ambiciona ser definitivo sin poder serlo ante la novedad del proyecto, relevante por muchas investigaciones de calado, como la correspondiente a 'Viaje al Sur', hasta esa publicación un recuerdo remoto con el lamento de lo perdido. A partir de las pesquisas para precisar la existencia del autor de 'Si te dicen que caí' aparecieron sesenta y cuatro hojas de papel de medida holandesa, hoy en día obsoleta, y pudo reconstruirse la singladura de esa travesía andaluza, con el malogrado literato acompañado de Antonio Pérez y el fotógrafo Albert Ripoll Guspi, barcelonés en la onda del realismo social imperante por aquel entonces.



Retratos del viaje de Marsé a Andalucía en los 60 extraídos del libro 'Viaje al sur'

Retratos del viaje de Marsé a Andalucía en los 60 extraídos del libro 'Viaje al sur'

Pérez, más tarde puntal de la cultura conquense con su fundación y biblioteca, se había vinculado a Ruedo Ibérico desde el antifranquismo, peleándose con José Martínez poco antes del itinerario meridional con Marsé. Del mismo sólo sabíamos su cronología, de finales de septiembre a octubre de 1962, entre las riadas del Besós y la crisis de los misiles cubanos, y la desestimación de publicarlo al ser un texto poco comprometido desde las coordenadas de la época, donde uno debía ser comunista a ultranza sin tener un estilo propio como el de Marsé, siempre fantástico en sus críticas, inteligentes, sarcásticas y voraces desde el apego a la independencia del creador.

Andreu Jaume quiso remediar esta laguna hasta devenir un detective de primera categoría, con una serie de pistas iniciales localizadas en el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam, donde el archivo de Ruedo Ibérico se halla a buen recaudo. Antes otros intentaron la empresa de ubicar el manuscrito extraviado, entre ellos la mismísima Carmen Balcells. El editor mallorquín rescató muchas de las instantáneas de Albert Ripoll Guspi, sin dar con indicio alguno del gran tesoro de sus pesquisas, finalmente reaparecido por una carambola de la memoria de Marsé, quien décadas después de haber finiquitado esa aventura recordó la decisión de cambiar el título de 'Viaje al sur' por otro más socarrón: Andalucía mon amour.

Andreu Jaume volvió, sin mucha esperanza, a su ordenador para teclear esa gloriosa ocurrencia en la web del Instituto, y tras descender su ratón hasta las profundidades de la página abrió los ojos con estupor al leer 'Andalucía, amor perdido', manuscrito de Manolo Reyes.

Mucho más que el Pijoaparte

Manolo Reyes, sí, y esto demuestra cómo el Marsé de inicios de los sesenta vivía obsesionado con 'Últimas tardes con Teresa' hasta el punto de adoptar como nom de plume la identidad de su protagonista masculino para evitar comprometerse más aún, si bien en ese prodigioso 1962 había rubricado un manifiesto de intelectuales reclamando libertad informativa y la concesión del derecho a huelga tras la minera acaecida en Asturias durante esa turbulenta primavera, preludio de un verano aún más caliente.



Las playas andaluzas en los 60

Las playas andaluzas en los 60

Manolo Reyes tiene un solo padre y muchos partos. El primero tuvo como comadrona a Antonio Pérez, quien durante una estancia laboral en Ginebra vio, contándolo con mucha gracia Josep Maria Cuenca, a tres zánganos españoles. Uno de ellos cantaba con desparpajo, protegido por su idioma, “Si quieres que te la meta/ al estilo Cartagena/ pon el culo boca arriba/ y el vientre contra la arena.” Eran albañiles y el rapsoda se llamaba Manolo, aunque sus compinches lo denominaban Pijoaparte.

“Si quieres que te la meta/ al estilo Cartagena/ pon el culo boca arriba/ y el vientre contra la arena”

Bingo. Manolo Pérez fue el tercer hombre de ese 'Viaje al sur', y luego, sobre todo por sus desavenencias con José Martínez, se desentendió de su redacción, entregándosela a un Marsé con mucha hambre y ganas infinitas de comerse el mundo. Ambos, junto a Albert Ripoll, conocieron en Ronda al chato, jovencito introductor de los secretos del palacio del Marqués de Salvatierra, presente en 'Últimas tardes con Teresa' como espacio de abolengo marchitado y añorado por Manolo Reyes desde las alturas del Carmel; la ciudad malagueña irrumpe a su vez en la novela premiada, al fin, con el Biblioteca Breve de 1965 a través de la familia Moreau, consecuencia directa de haber conocido en esas andanzas andaluzas a la adolescente Ana María, pobre de solemnidad con estudios gracias a la mediación de unos veraneantes del Hexágono.

Dicho esto, no está de más ir, sin estropear el goce de la lectura, al meollo de la misma. Desde una posición crítica se llena un hueco para desmenuzar esos entresijos de 'Últimas tardes' y aprehender mejor su gestación, aunque si sólo nos quedáramos en esa superficie pecaríamos del mismo provincianismo diseccionado con tanta maestría por Marsé en su ruta de Sevilla a Málaga.

Andalucía y Cataluña, unidas

'Viaje al sur' es un documento de valor antropológico e histórico aumentado por una prosa de altos quilates y una estructura muy meditada que hilvana la vivencia personal con el contexto de 1962 al encabezar cada entrada con los titulares de la jornada. De este modo Marsé tiene muy presente la reciente tragedia de los aguaceros en Cataluña, excusa para unir ambas regiones en el desconsuelo de la inoperancia dictatorial, ambas juntas desde la pobreza de ser periferias, una de Barcelona, otra de todo el Estado, y compartir origen por el alud migratorio de los años cincuenta hacia el Principado, repleto de desheredados de la tierra, los otros catalanes de Candel, andaluces forzados a irse por la precariedad del terruño, entregado a los caciques de siempre y a nuevos explotadores desde el turismo y la colonización norteamericana aceptada por el régimen con el fin de salvarse.



Una familia andaluza en los 60.

Una familia andaluza en los 60.

Estos tres aspectos, más allá de la anécdota, resuenan en todo este 'Viaje al Sur', donde los forasteros son recibidos como extraterrestres al ser hispanos con curiosidad por saber más de sus compatriotas. Los señoritos de mierda, en esta ocasión andaluces, son retratados como cimas de la mediocridad humana entre su ignorancia, prepotencia cultural made in Pemán y la incontestada arrogancia de creer disponer incluso de las personas, en especial si son mujeres, algo sólo rebajado en Rota, con los marines estadounidenses como patético acicate de la sumisión entre carteles redactados en spanglish, prost*tutas a granel para sobrevivir y fiestas con aroma triste.

Como si los habitantes residieran en una burbuja irreal, creyéndose los pobres más listos por interiorizar la picaresca cuando su condición, exprimida con enorme belleza en Barbate, era la de un tercer mundo dentro del primero tapado a la cámara, impublicable en las fronteras nacionales y exótico para los turistas primigenios de esa etapa, herederos de los pioneros franceses del siglo XIX a las puertas del Spain is different acuñado por Manuel Fraga. Marsé no tiene piedad con tanta indecencia y sus palabras de hace casi sesenta años mantienen demasiadas vigencias.

 
Cuando los libros de texto llamaban a los nativos australianos “feos de costumbres sucias”
La división entre razas superiores e inferiores se aplicó con sangrientas consecuencias a las relaciones entre potencias y colonias, recuerda el historiador Julián Casanova en su libro sobre el violento siglo XX


JULIÁN CASANOVA

06 SEP 2020


Un misionero señala a la mano cortada de un aldeano congoleño, símbolo de la brutalidad colonial, a principios del siglo XX.


Un misionero señala a la mano cortada de un aldeano congoleño, símbolo de la brutalidad colonial, a principios del siglo XX.


Ya antes de 1914 hubo un movimiento eugenésico que defendió la esterilización obligatoria de hombres y mujeres con discapacidad, sospechosos de transmitir enfermedades o calificados de “asociales”. Sir Francis Galton, sobrino de Charles Darwin, escribió en 1908 que el primer objetivo de la eugenesia, vista también en otros países europeos como una ciencia “progresista”, era limitar la tasa de nacimiento de los “no aptos”. En Alemania, la esterilización de los seres “inferiores” fue una idea “que comenzó a ganar terreno en círculos médicos”. En Estados Unidos, la manía eugenésica se extendió a finales del siglo XIX y XX y se pasaron leyes en 27 Estados que limitaban el número de los considerados “genéticamente incapacitados”: inmigrantes, judíos, negros, enfermos mentales y “delincuentes inmorales”.

Junto a los incapacitados y “asociales”, las minorías étnicas, con los judíos como los mejor identificados, fueron objeto de ataques racistas. La judeofobia, presente en la sociedad europea desde hacía siglos, recibió en esos años un impulso del racismo biológico que difundía la idea de que los judíos eran genéticamente diferentes e inferiores. Ya antes de 1914, pero sobre todo tras la subida al poder de Hitler, el antisemitismo más radical invocó a esas supuestas investigaciones científicas para favorecer políticas de exterminio de los judíos. En Europa Central y del Este, el protagonismo de la minoría judía, “su diferente estructura social y ocupacional”, su alta representación en ámbitos decisivos de la economía y de la sociedad y su bien preservada y cuidada “identidad” se convirtieron en los puntos de partida de la llamada “cuestión judía”. El “expansionismo judío”, la ocupación de las posiciones más productivas y rentables de la sociedad, fue percibido como un obstáculo para el avance social de las masas “nativas”.

Los libros de texto en Gran Bretaña subrayaban la inferioridad racial de los pueblos sometidos. Los nativos australianos eran “feos (…) con costumbres degradantes y sucias”. Los malayos estaban siempre al acecho, como “bestias de caza (…) para saciar su sed de sangre y saqueo”. Dado ese salvajismo, el dominio británico, de la “raza Anglo-Sajona”, como la llamó Joseph Chamberlain, estaba justificado. (…) Esa división entre razas superiores e inferiores se aplicó, sobre todo, y con violentas consecuencias, a las relaciones entre las grandes potencias y sus colonias. La superioridad de la raza blanca respecto a los pueblos de África y Asia era cultural, económica y biológica. En palabras de Volker R. Berghahn, “la invasión de etnonacionalismo europeo en la ‘pelea por las colonias’ fue tan profunda que no solo destruyó las economías locales y los sistemas políticos, sino, en muchos casos, la cultura y las gentes de las sociedades coloniales”.
El historiador Adam Hochschild ha calificado al colonialismo europeo como “el tercer sistema totalitario”, anterior en el tiempo al comunismo y al fascismo
El imperialismo tuvo efectos devastadores y la violencia utilizada para sofocar la resistencia indígena anticipó lo que tanto impactó después, porque se creía que nunca antes había ocurrido, en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial. Las políticas racistas y de exterminio dejaron baños de sangre, con varios millones de víctimas entre todos ellos, en el dominio británico de Sudáfrica, el alemán de África del Sureste, la actual Namibia, y especialmente en el de Leopoldo II como “reino soberano” en el Congo. De todo ello ofreció un influyente análisis Hannah Arendt en 1951, en sus Origins of Totalitarianism; y más recientemente, Adam Hochschild, a partir de sus investigaciones sobre el Congo belga, ha calificado al colonialismo europeo como “el tercer sistema totalitario”, anterior en el tiempo al comunismo y al fascismo, los dos ejemplos clásicos desde los cuales se elaboró el concepto de totalitarismo.

El reino de Bélgica había comenzado su independencia en 1830, tras siglos de ser un territorio codiciado por varias potencias europeas, y no tenía tradición colonial. Fue su segundo monarca, Leopoldo II, el responsable del imperio, quien persiguió y aseguró la propiedad de un territorio en África. Cuando los Estados Unidos y las potencias europeas lo reconocieron en 1885, llamado État Indépendant du Congo, era una colonia personal de Leopoldo y así permaneció hasta que en 1908 la cedió, bajo presión, a Bélgica. En ese momento, su Estado y sociedad heredaron el pesado y violento legado de abusos y la tradición de propaganda nacionalista e imperial que se mantuvo durante décadas.

Leopoldo II había ascendido al trono en 1865 con el sueño de adquirir una colonia y, tras probar varias opciones, se aseguró un amplio territorio en África central. A partir de ese momento, además de rey de Bélgica, fue “rey soberano” del État Indépendant du Congo. Pese al reconocimiento, su interés por extender la ocupación, explotación y el territorio entró en conflicto con otras potencias europeas. El resultado, en palabras de Matthew G. Stanard, “fue un régimen represor, militar y agresivo”. Declaró monopolios sobre todas las materias primas, gigantescas concesiones a compañías europeas e inició la explotación masiva de marfil y caucho. Y así continuó el modelo por él creado desde 1908 a 1960, periodo en el que el Estado, el capital privado y la Iglesia católica formaron los tres pilares básicos del imperialismo belga en África, con una propaganda a gran escala que legitimaba ese entramado con amplios apoyos sociales.

Leopoldo II era admirado en muchas partes de Europa como un monarca “filántropo” que acogió a misioneros cristianos en su posesión particular del Congo, derrotó a los comerciantes de esclavos que explotaban a los pueblos indígenas e invertía su dinero en obras públicas que beneficiaban a los africanos. Frente a esa visión, nuevas investigaciones han subrayado en las dos últimas décadas las diferentes manifestaciones de torturas, violación y exterminio que conectaron las atrocidades en esa colonia con el Holocausto judío. La codicia y la determinación de utilizar esos territorios para su propio beneficio, sobre todo con la explotación del marfil y del caucho, cuya demanda se había disparado con el uso extendido de la bicicleta y la aparición del automóvil, llevaron a Leopoldo II y a sus tropas coloniales a reprimir brutalmente las resistencias. Las tristemente famosas expediciones de “pacificación” convirtieron en norma diaria la tortura, el asesinato y la muerte de niños y mujeres por hambre y enfermedades. Diez millones de víctimas mortales causaron aquella “codicia y terror” entre 1890 y 1914. Fue “el Horror, el Horror”, narrado por Joseph Conrad en Heart of Darkness (1902). En ese Congo propiedad personal del rey, el capitán Léon Rom tenía cabezas empaladas en el jardín de su casa, y otro oficial, Guillaume Van Kerckhoven, dirigía violentas expediciones de castigo y daba recompensas por las cabezas que le llevaban (…).

Aunque puede calificarse el dominio de Bélgica en el Congo, con Leopoldo II y en los años posteriores, como un “crimen de dimensiones genocidas”, las atrocidades allí cometidas no fueron tan diferentes a las de otras potencias imperialistas. La Administración francesa en el vecino Moyen-Congo, y sus concesiones a importantes compañías, tuvo un buen récord de abusos de trabajadores que, tras numerosas denuncias, llevó al Gobierno francés a restringir en 1907 el uso de trabajos forzosos. Los alemanes en África del Suroeste, desde 1904 a 1907, mataron al 80% de los herero y casi el 50% de los nama. La conquista alemana del territorio había comenzado en 1885 con la llegada del inspector imperial Dr. Heinrich Göring, el padre del futuro líder nazi Hermann Göring.


Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, profesor visitante en la Central European University de Budapest y autor, entre otros, de ‘La historia social y los historiadores’. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Una violencia indómita’, de editorial Crítica, que se publica este 8 de septiembre.

 
NOVEDADES
Las cinco novelas históricas españolas más atractivas de septiembre
Los grandes temas de nuestro pasado brillan en un puñado de libros recientes



Foto: Detalle de portada de 'Línea de fuego', de Arturo Pérez-Reverte.


Detalle de portada de 'Línea de fuego', de Arturo Pérez-Reverte.



AUTOR
CULTURA
03/09/2020



Una del siglo XIV, otra del XV, dos del XIX y una última del XX. Cuatro centurias de historia de España, cinco novelas históricas del uno al otro confín. Arturo Pérez-Reverte, Pilar Méndez Jiménez, Juan Pedro Cosano, Martí Gironell y María Oruña acaban de publicar o están a punto de hacerlo los títulos más atractivos y seductores de un género que siguen legiones de lectores. Páginas y más páginas para perderse en hazañas y dramas, con héroes y villanos, y olvidarse, dentro de lo posible, del otoño y el invierno más amenazadores que se recuerden. Hasta que regrese la primavera.


1. 'Línea de fuego' - Arturo Pérez-Reverte


'Línea de fuego'.



'Línea de fuego'.

Será probablemente el libro más vendida del otoño. Arturo Pérez-Reverte aún no había novelado la guerra civil española a la que sí le había dedicado un manual de historia. Ahora se lanza a contar la peripecia de un grupo de soldados republicanos que, en julio de 1938, cruza el Ebro para establecer la cabeza de puente de Castellets del Segre, donde combatirán a sangre y fuego durante 10 días en la batalla más dura y sanguinaria de nuestra contienda fratricida. Combinando la abundante documentación sobre los hechos, las cartas, los diarios, las noticias y confidencias, el escritor español se sumerge en el dolor de ambos bandos a la búsqueda de la ecuanimidad posible. Porque, como ha escrito, "cubrí varias de ellas como reportero, y hay un momento en que descubres que una guerra civil no es la lucha del bien contra el mal... Solo el horror enfrentado a otro horror".

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2. 'Los mares de la canela' - Pilar Méndez Jiménez


'Los mares de la canela'.



'Los mares de la canela'.

Una increíble aventura épica contada a lo grande en el vasto triángulo espacial de tierras y mares que forman Galicia, Filipinas y la isla de Kulangsu, en china. La escritora Pilar Méndez Jiménezdespliega en estas páginas el periplo de la joven Elba que en el siglo XIX se vio obligada a huir de la cerrazón de su pequeña sociedad rural en ruta hacia el Extremo Oriente, hacia 'Los mares de la canela' en los que conocerá el dolor y la incomprensión pero también la ayuda y solidaridad de una silenciosa cadena de mujeres que recorre todos los océanos de la Tierra. Una narración emocionante y muy bien contada.

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3. 'El rey del Perú' - Juan Pedro Cosano

'El rey del Perú'.


'El rey del Perú'.

Cerca de cumplirse quinientos años de la conquista del Perú, el abogado y novelista Juan Pedro Cosano se ocupa en este libro torrencial de uno de los episodios más desconocidos de aquella gesta: la historia de la venganza de Gonzalo Pizarro tras el asesinato de su hermano Francisco. Su alzamiento contra la Corona obedecía tanto a la revancha como a la codicia en disputa por los riquísimos territorios recién conquistados. En palabras de su autor: "No se puede entender la conquista sin tener en cuenta un factor esencial: la crueldad mostrada por los incas sobre los pueblos conquistados, sin cuya ayuda la dominación española tampoco habría sido posible".

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4. 'Palabra de judío' - Martí Gironell


'Palabra de judío'.



'Palabra de judío'.

En la segunda entrega del bestseller 'El puente de los judíos' Martí Gironell acompaña al maestro de obras Pere Baró quien recibe el encargo de la villa real de Besalú de reconstruir el puente que trescientos años atrás había levantado el constructor Primo Llombard. Una riada lo destruyó, lo que pone en riesgo la expansión comercial de la ciudad. Un joven judío, Kim, descendiente de los Llombard, halla la manera de participar en las obras, que se detendrán por causas que se verá obligado a investigar. Una aventura medieval y vital que protagonizan Kim y Ester, una chica cristiana que trabaja en Barcelona entre el hospital de la Almoina y el barrio judío. Así, judíos y cristianos viven su compleja realidad mientras nos adentramos en las insólitas costumbres del siglo XIV.

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5. María Oruña - 'El bosque de los cuatro vientos'

'El bosque de los cuatro vientos'.



'El bosque de los cuatro vientos'.

Con más 200.000 lectores a sus espaldas, fieles seguidores de las andanzas de su inspectora Valentina Redondo, ahora la escritora gallega María Oruña lleva su dominio de la novela negra a la novela histórica en 'El bosque de los cuatro vientos'. Una historia en dos tiempo, principios del XIX cuando el doctor Vallejo viaja de Valladolid a Galicia junto a su hija Marina para servir como médico en un monasterio de Ourense donde se está cociendo la caída de la Iglesia y el final del Antiguo Régimen, y el presente, donde seguimos las investigaciones del antropólogo Jon Bécquer que a la busca de piezas históricas perdidas se topa con un cadáver con un hábito benedictino en la huerta del antiguo monasterio.

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Historia de las pandemias (I)

publicado por E.J.Rodríguez

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Plague in an Ancient City, de Michael Sweerts


Por fuera, el cuerpo no estaba muy caliente al tacto. Tampoco pálido en apariencia, aunque sí rojizo, lívido y cubierto de pequeñas pústulas y úlceras. Por dentro, sin embargo, el cuerpo ardía. El paciente no podía soportar ropajes o sábanas incluso de la más ligera factura, ni estar de otro modo que completamente desnudo. Lo que más deseaban los enfermos era arrojarse al agua fría. Así lo hicieron quienes no estaban siendo atendidos y que, padeciendo las agonías de una sed insaciable, se sumergieron en los depósitos que recogen el agua de lluvia. Sin embargo, [para el alivio de los síntomas] no suponía mucha diferencia el que bebieran poco o mucho. Además, nunca cesaba de torturarlos la miserable sensación de no ser capaces de descansar o dormir. (…) Era el horrible espectáculo de los hombres muriendo como ovejas. (Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso)

Al siglo V antes de nuestra se lo suele apodar el «siglo de Pericles», pero bien podríamos llamarlo el siglo de la primera pandemia. O, para ser más precisos, el siglo de la primera pandemia bien documentada. Porque habían ocurrido otras antes, pero de esas no nos han llegado crónicas tan detalladas. La «plaga de Atenas» se produjo en el año 430 a. C., apenas unos meses después de que hubiese estallado la guerra en Grecia. Se enfrentaban dos alianzas: la Liga de Delos, encabezada por Atenas, y la Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta. Sin que lo hubiese esperado ninguna de las dos partes, un tercer combatiente invisible demostró ser más letal que cualquier ejército: durante tres oleadas ocurridas en un periodo de cinco años, la horrorosa plaga aniquiló a decenas y decenas de millares de griegos. Solo en Atenas hubo cien mil víctimas; la ciudad perdió la cuarta parte de la población en menos de un lustro.

La plaga había llegado desde el mar. Afectó primero a la ciudad costera de El Pireo que, situada a unos pocos kilómetros de Atenas, ejercía como puerto de entrada para los alimentos y mercancías que se consumían en la capital. Cuando empezaron a enfermar y morir cientos de personas, muchos creyeron que un comando de espartanos había conseguido sortear las murallas y se habían infiltrado en El Pireo para envenenar los depósitos de agua y alimentos. Poco después, la mortandad se extendió a la propia Atenas y todos descartaron la hipótesis del envenenamiento, que se quedaba corta para explicar una marea de muerte cuyas cifras empeoraban día tras día.

El historiador ateniense Tucídides fue quien compuso la crónica clásica de aquella pandemia. No solo fue testigo testigo directo del brote de Atenas, sino que resultó contagiado, aunque se contó entre los afortunados que pudieron recuperarse. En sus escritos, Tucídides expresó un profundo horror ante «una pestilencia de tal extensión y mortalidad como no se recordaba en lugar alguno». Enumeró una larga lista de síntomas que iban dominando cada estadio de la enfermedad: fiebre, estornudos, dolores, inflamación ocular, tos, halitosis, sangrado faríngeo, vómitos, insomnio, llagas, pústulas, sensación de calor intolerable, sed insaciable, y por último una etapa de agresivas diarreas, las cuales provocaban una «extrema debilidad corporal» a la que, en un pavoroso porcentaje de casos, seguía la muerte.

La enfermedad no entendía de clases sociales. Pericles, el famoso y respetado líder de los atenienses, lideraba las tropas de la alianza de Delos cuando recibió la noticia de que sus dos hijos se habían contagiado y habían muerto. Quedó sumido en el llanto y la desesperación. Pocos meses después, el propio Pericles desarrolló síntomas, quedando tendido en una cama incapaz de levantarse, y no tardando en fallecer. Tucídides comentó con pesar que la mayor tasa de mortalidad se daba precisamente entre quienes cuidaban a los enfermos: «Los médicos no fueron de utilidad porque ignoraban cuál era la manera indicada de tratar la plaga, y morían en mayor cantidad que nadie ellos mismos, pues eran quienes visitaban a los enfermos con mayor frecuencia». Los atenienses pronto entendieron que no había manera de hacer frente al desastre. Ningún sistema funcionaba. Quien tenía que morir, moría. La medicina no funcionaba. Los recursos religiosos y mágicos como rezos, sacrificios y adivinaciones también se probaron inútiles, hasta el punto de que «la abrumadora naturaleza del desastre puso fin a todas esas prácticas». Ni los médicos ni los dioses podían aliviar los síntomas.

A pesar de la detallada descripción de Tucídides, es muy difícil determinar qué enfermedad concreta provocó la plaga de Atenas. Es posible que nunca se llegue a saber. Se han formulado hipótesis para todos los gustos. Algunos creen que pudo ser una enfermedad hoy desaparecida, o una que sigue existiendo pero ha perdido su poder letal, motivo por el que ya no somos capaces de reconocerla en el relato. Otros han señalado males como la peste bubónica, la viruela, el tifus o algún tipo de fiebre hemorrágica. Se ha especulado incluso con la posibilidad de que fuese una epidemia de ébola, ya que se sabe que la enfermedad procedía de África, desde donde zarpaban casi todos los barcos que atracaban en El Pireo. El propio Tucídides averiguó que el primer brote se había producido en Etiopía; de allí, la plaga se había extendido a Egipto, Libia y Persia, antes de desembarcar en Grecia.

De las pandemias anteriores se sabe poco, y menos conforme se retrocede en el tiempo. En el año 1200 a. C., una plaga mortal había viajado desde China hasta Mesopotamia y hoy se cree, aunque no con seguridad, que pudo tratarse de la gripe. En el 1320 a. C., el Imperio hitita se vio sacudido por una oleada epidémica, probablemente viruela, cuyos sucesivos rebrotes se prolongaron durante veinte años, diezmando la población. Algunas epidemias todavía más antiguas carecen de menciones escritas, pero han podido ser confirmadas mediante descubrimientos arqueológicos. Por ejemplo, en algunas de las más antiguas momias egipcias se ha encontrado ADN del bacilo Mycobacterium tuberculosis; además, sus columnas vertebrales presentan lesiones consistentes con las que cabe esperar en la espondilitis tuberculosa, también conocida como enfermedad de Pott. Otro ejemplo: en algunos yacimientos de la Edad de Bronce se han encontrado restos humanos con material genético de la bacteria Yersinia pestis, responsable de la peste bubónica.

Con anterioridad a la aparición de grandes ciudades, sin embargo, la extensión de las epidemias debió estar limitada por lo reducido y disperso de la población humana; la cual, además, rara vez viajaba grandes distancias. Porque, desde una perspectiva histórica, casi siempre han sido dos factores fundamentales los que han favorecido la rápida extensión de las pandemias: una alta densidad de población, y un intenso movimiento de personas y mercancías. Es un hecho que la civilización trajo consigo una mayor tasa de contagios. El aumento de asentamientos urbanos en los que miles de personas compartían espacios reducidos, y la proliferación del comercio internacional, establecieron las condiciones que permitieron que las epidemias, hasta entonces más localizadas, empezasen a ser vez más catastróficas. Las epidemias localizadas habían causado mucho dolor en poblaciones pequeñas, de eso no cabe duda, pero las pandemias que arrasaban diversos enclaves geográficos (y, en desgraciadas ocasiones, continentes enteros) adquirieron el poder de cambiar la faz de las naciones y hasta el rumbo de las épocas.

¿Cómo explicaban las pandemias los humanos de tiempos antiguos? Depende de la época y el lugar. Aunque hoy nos parezca extraño, el concepto de contagio no siempre fue universalmente aceptado. Hoy entendemos que el contagio de persona a persona es, junto a las picaduras de ciertos insectos como los mosquitos, el mecanismo fundamental por el que las epidemias se extienden, pero estamos seguros de ello porque sabemos de la existencia de los gérmenes. Quienes no sospechaban la existencia de virus o bacterias, no siempre tenían motivos para creer en la teoría del contagio. Es verdad que, desde la antigua Grecia, la teoría del contagio fue defendida (aun sin saber de la existencia de los gérmenes) por estudiosos de distintas culturas. Pero no siempre fue aceptada por la gente de a pie o por las autoridades. Muchos se resistieron a reconocer la existencia de un mecanismo puramente físico por el que un individuo enfermo transmitiese su enfermedad a un individuo sano. Era todavía menos habitual que se contemplase la posibilidad de una transmisión asintomática. Así, muchas personas a lo largo de la historia desoyeron a los estudiosos y atribuyeron las enfermedades grupales a los dioses y la magia. O, siendo más terrenales, a debilidades corporales provocadas por el estilo de vida, o a factores accidentales con potencial para afectar a toda una población, como los envenenamientos, o las contaminaciones de las fuentes de agua. Y, sobre todo, a la pestilencia procedente de lugares insalubres, en especial allá donde había cadáveres o materia orgánica en descomposición.

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Hipócrates en la plaga de Atenas. (Alamy)

Los antiguos estudiosos griegos creían en el contagio, sobre todo después de haber experimentado la plaga ateniense. Tucídides, aunque vivió dos milenios antes de que fuesen descubiertos los microbios, nunca albergó dudas sobre el hecho, para él indiscutible, de que la plaga se había trasmitido de una persona a otra. Los griegos llegaron a considerar contagiosas enfermedades como la tuberculosis, la lepra, la rabia, la sarna y la oftalmía (inflamación de los ojos). No eran los únicos. Por aquella misma época, en la India, el médico Súsruta escribió un tratado conocido como Sushruta Samhita, (El tratado de Súsruta), donde explicó que ciertas enfermedades infecciosas podían transmitirse con facilidad entre personas. De hecho, enumeró varias prácticas cotidianas en las que, aseguraba, existía riesgo de contraer la lepra, la tuberculosis, los procesos febriles y diversas afecciones oculares. Entre esas prácticas citó el acto sexual y otros tipos de contacto físico, el dormir en una misma cama (aun sin contacto físico), el hablar cerca de otra persona, el comer en la misma mesa (aun sin compartir alimentos), y el prestar ropajes, guirnaldas y otros accesorios de la vestimenta. También en la Biblia hebrea se pueden encontrar referencias a males que los antiguos israelitas consideraban transmisibles, en especial enfermedades de la piel como la lepra, la leishmaniosis cutánea (que en realidad no es contagiosa, pero ellos pensaban que sí) o el bejel, una afección cutánea infantil causada por una bacteria idéntica a la que provoca la sífilis venérea.

Tucídides y Súsruta no supieron describir el mecanismo interno de la enfermedad, pero sí compartían la creencia de que el contagio no necesita necesariamente del contacto físico, y que la cercanía a un enfermo, aunque sin tocarlo, basta para contagiarse de su mal. Otros autores antiguos llegarían a compartir esta misma observación, más obvia durante las grandes epidemias. Pero, si los antiguos desconocían los microbios, ¿cuál pensaban que era el agente contagioso? Una hipótesis común, tanto en Europa y África como en Oriente, achacaría las infecciones al aire contaminado que procedía de la corrupción de los tejidos. Este gas recibió diversos nombres: en la Europa grecolatina se lo llamaba miasma, término griego que significa «contaminación». En China se lo conocía como zhangki, y en India tenía el (para nosotros los hispanoparlantes) sonoro nombre putigandha, que significa «pestilencia». La aceptación tan extendida del concepto de miasma se debía a una observación universal: toda carne en descomposición produce gases pestilentes. Eso hizo que en diferentes culturas se interpretase el proceso infeccioso como el resultado de la aspiración de los gases procedentes de materia putrefacta.

La escuela médica imperante en la antigua Grecia fue la teoría hipocrática. Según Hipócrates, la salud precisaba del equilibro entre los cuatro fluidos corporales fundamentales del cuerpo humano, o humores: sangre, bilis amarilla, bilis negra, y flema. Dependiendo de cuáles humores fuesen afectados, se manifestaban los síntomas de una u otra enfermedad. Los griegos, siempre amantes de la armonía teórica, vieron que los cuatro humores encajaban de forma bella y elegante con la teoría física de Empédocles, que definía toda materia como una combinación de cuatro elementos básicos: agua, fuego, tierra y aire. También encajaba con las cuatro estaciones del año, y con las cuatro etapas de la vida humana: infancia, juventud, edad adulta y vejez. A Hipócrates se lo considera el padre de la medicina por ser el primero en proponer un mecanismo físico, y no apoyado en lo sobrenatural, para explicar el proceso patológico. El desequilibro de los humores se producía como efecto de un mal estilo de vida y una mala alimentación, o diversos factores ambientales. También aportó cosas importantes a la epidemiología: en el 412 a. C. describió una gran epidemia, con síntomas compatibles con la gripe, que afectó al norte de Grecia y que duró un año. También en el 412, Tito Livio describió exactamente lo mismo, así que hablamos de una pandemia europea. Hipócrates fue el primer sabio que clasificó las infecciones contagiosas en endémicas (con presencia constante en una población) y epidémicas (llegadas desde fuera). También distinguió entre patologías agudas y crónicas, y dividió las enfermedades en fases, señalando una fase concreta, la crisis, como el momento que, en una enfermedad grave, determinaba el futuro del paciente. Hoy, más de dos mil años después, seguimos hablando de estado crítico.

En cuanto a la idea del contagio por miasma, encajaba bien dentro de la medicina hipocrática, aunque fue tomando varias formas conforme avanzaba el tiempo. En su forma básica, el contagio por miasma se producía cuando una persona lo inspiraba. Una vez en su cuerpo, el miasma provocaba una pérdida de balance entre los humores, lo cual podía ocasionar la corrupción de los tejidos. Dicha corrupción sería responsable de dos procesos: por un lado, los síntomas de la enfermedad; por el otro, la creación de nuevo miasma dentro del organismo enfermo. En esta fase, al respirar el paciente, exhalaba el miasma procedente de la corrupción de sus propios tejidos, y así podía contagiar a quienes estaban cerca. De esta manera, los estudiosos griegos se explicaron el contagio a distancia. Pero se toparon con una duda. El miasma no podía contagiar por el mero hecho de ser un gas pestilente, pues hay muchos tipos de aire pestilente, y no todos ellos provocan infecciones contagiosas. Así pues, ¿qué era exactamente lo que hacía que el miasma transmitiese una enfermedad contagiosa? Dedujeron que el aire corrupto no provocaba enfermdad como lo haría un gas venenoso, por efecto de su propia naturaleza intrínseca, sino mediante alguna sustancia invisible contenida en él, que era la verdadera responsable de la infección. Imaginaron que el miasma estaba repleto de pequeñas partículas de materia orgánica corrupta, los miásmata, que no podían ser vistas. Al ser inspirados por una persona, los miásmata quedaban depositados en su organismo, donde iniciaban un proceso de corrupción de manera parecida a como una manzana podrida hace que se pudran las demás manzanas de un cesto.

¿Cómo detectar el miasma? Era invisible y la única característica física perceptible que se le suponía era el hedor. Pero Tucídides, durante la plaga ateniense, observó que muchos contagios se producían de manera inadvertida. En esos casos, los contagiados no habían sido capaces de detectar el olor del miasma. Dedujo que la pestilencia contagiosa no siempre tenía por qué ser detectable para el olfato humano. Se preguntó, en cambio, si los animales eran capaces de olerla, y esta curiosidad sirvió para demostrar (a ojos de los griegos) la existencia del miasma. Durante el brote de Atenas, Tucídides observó un hecho que al principio lo dejó desconcertado: no pudo ver animales carroñeros en torno a los cadáveres humanos que eran depositados en el exterior de la ciudad. Por lo general, después de un desastre o una batalla, quedaban cadáveres abandonados que siempre atraían a ciertos tipos de animales dispuestos a comérselos. Los animales carroñeros más visibles y fáciles de distinguir en la distancia eran las aves. Pero las víctimas mortales de la plaga no atraían a los animales y ni siquiera aparecían las aves rapaces sobrevolando a los muertos. Tucídides, intrigado, pensó que solo había dos maneras de explicar este fenómeno. Una, que durante los primeros días los animales carroñeros sí hubiesen acudido para alimentarse de los cadáveres, pero que, al quedar contagiados ellos mismos, habrían muerto en masa, motivo por el que ya no se los veía. La otra posibilidad era que los animales, que por lo general tienen mejor olfato que los humanos, hubiesen sido capaces de detectar el miasma y sencillamente hubiesen rechazado alimentarse con la carne contaminada. Cualquiera de esas dos opciones parecía probar la existencia del miasma, pues, o bien podía ser detectado por los animales salvajes, o bien les provocaba el contagio.

Esto, sin embargo, planteaba un nuevo problema. Si se asumía que el miasma era contagioso porque portaba miásmatas que eran producto de la putrefacción, el comportamiento de los animales carroñeros antes de la plaga parecía desmentirlo. Es decir: cuando no había plaga, los animales carroñeros comían carne descompuesta, teóricamente repleta de miásmatas, y no parecían contagiarse de nada. Esto hizo que los estudiosos griegos empezaran a pensar que el miasma no era contagioso por el hecho de contener partículas de putrefacción. No era la putrefacción en sí misma la que provocaba enfermedades contagiosas. Tenía que existir otra sustancia que a veces surgía de la carne putrefacta o enferma, pero otras veces no. Para explicar esto, redefinieron la naturaleza teórica de los miásmata. Los compararon con otras partículas bien conocidas que flotaban en el aire, como el polen o las esporas, que, pese a no ser siempre visibles, tenían la poderosa capacidad de crear nuevas plantas desde la nada. El filósofo romano Lucrecio propuso la existencia de «semillas de enfermedad», y muchos otros autores, a lo largo de los siglos, recurrieron al mismo paralelismo con semillas o esporas. Del mismo modo que de una diminuta semilla puede nacer un gran árbol, de una diminuta partícula invisible, o de determinado número de ellas, puede surgir una enfermedad grave.

Ya en nuestra era, en tiempos del Imperio romano, el famoso médico griego Galeno se enfrentó también a una pandemia, la llamada «peste antonina», que comenzó con un brote, probablemente de viruela, entre los legionarios romanos estacionados en Persia. Los soldados que regresaban a casa diseminaron la enfermedad, que en poco tiempo se extendió por todo el imperio, infectando a unos veinte millones de personas en dos oleadas separadas por nueve años. La tasa de mortalidad era aterradora: una de cada cuatro personas que desarrollaban síntomas, moría. La pandemia se cobró cinco millones de vidas y, en lo peor de lo que hoy llamamos «curva pandémica», llegaron a morir dos mil personas al día solamente en la ciudad de Roma. El historiador hispano Paulo Orosio, al rememorar aquella plaga, escribió que hubo aldeas españolas e italianas que quedaron completamente vacías. También se contagiaron los bárbaros galos y germanos que habitaban en las fronteras del imperio, aunque en esos casos están peor documentados los efectos demográficos.

Galeno, para explicar la rapidez con que se había extendido la pandemia, retomó la idea de unas esporas invisibles que provocaban la enfermedad. Además, sugirió que la acumulación de estas semillas en el organismo podía explicar el hecho sorprendente de que individuos que parecían recuperados de la enfermedad recayesen de repente en la fase de síntomas graves. Teniendo en cuenta que la microbiología no existía porque no había manera de detectar los gérmenes, las semillas y esporas continuaban siendo una muy buena explicación. Aunque hubo quien se acercó más a la verdad. El militar y erudito romano Marco Terencio Varrón llegó a especular con la existencia de criaturas tan pequeñas que eran invisibles y podían flotar en el aire. Al ser inspiradas, estas criaturas podían provocar enfermedades de manera activa. Varrón, claro, no podía demostrar la existencia de tales criaturas, pero estaba completamente convencido de su existencia. Las llamó animalcula (animálculos, «animalillos»), aunque no creía que estuviesen en todas partes, sino que se concentraban en los humedales, donde surgían por generación espontánea. Varrón ni siquiera habló de los animálculos infecciosos en un texto médico, sino en un tratado sobre agricultura, donde advertía a los campesinos sobre los peligros de establecer sus hogares cerca de zonas pantanosas. Antes de Varrón, la comprobada peligrosidad de las aguas estancadas ya había preocupado al agrónomo Lucio Jonio Columela, que también estaba convencido de que los pantanos eran fuente de enfermedades. Pero Columela se atuvo a la noción habitual de pestilencia y nunca imaginó criaturas microscópicas. Así, podríamos decir que Varrón fue el primer microbiólogo de la historia, aunque las criaturas que él imaginaba debían de parecerse poco a las bacterias y virus como los conocemos hoy. En este sentido, los animálculos de Varrón eran como los átomos de Leucipo y Demócrito: hoy no se consideran científicamente válidos, pero continúan asombrando porque demuestran una profunda intuición y una inteligencia clarividente en personas que no tenían medios tecnológicos para llegar a tales conclusiones mediante la observación. Eso sí, la ocurrencia de Varrón no ganó la partida a la teoría de las semillas, más querida por la mayoría de estudiosos.

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El ángel de la muerte golpea la puerta en la plaga de Roma. Grabado de Levasseur a partir de un original de Delaunay.

Las pandemias estaban empeorando con la llegada del primer milenio de nuestra era. Se extendían con rapidez por las regiones ricas, que eran las más densamente pobladas, las que disponían de mejores comunicaciones y las que mantenían una mayor actividad comercial. Las dos mitades del Imperio romano, Egipto o China, eran terrenos abonados para las pandemias. Asia central no estaba tan densamente poblada, pero las caravanas comerciales y las hordas nómadas portaban las infecciones de un lugar a otro. En los territorios costeros, el atraque de un solo barco infectado podía desencadenar un caos sobre tierra firme. Corrían mejor suerte territorios insulares donde el comercio exterior aún no era tan intenso, como las islas británicas o Japón; eso sí, cuando una epidemia llegaba a las costas de estas islas, se encontraba con una población menos acostumbrada a afrontar estos cataclismos y, lo peor, también desprovista de inmunidad.

A partir del siglo VI, Europa empezó a ser asolada por una enfermedad que permaneció como misterio para muchos historiadores posteriores, aunque hoy existe consenso a la hora de identificarla como la primera gran pandemia de peste bubónica, varios siglos anterior a la segunda gran pandemia bubónica, la conocida como peste negra medieval. En un proceso típico de la peste bubónica (aunque también propio de otras pandemias como la viruela), aquella primera gran pandemia golpeó con gran fuerza durante una oleada inicial muy extensa y destructiva, seguida de otras oleadas que, aunque con impacto y extensión decreciente, llegaban cada pocos años o cada pocas décadas. También era típico de la enfermedad la aparición inesperada de rebrotes en regiones muy localizadas que ya habían sufrido una ola reciente. Sumando todas las oleadas y rebrotes, la primera gran pandemia de peste bubónica se prolongó durante más de doscientos años.

Comenzó en el año 541 con la llamada plaga de Justiniano, que duró unos ocho años y afectó a muchos territorios, aunque cebándose sobre todo con la mitad oriental del antiguo Imperio romano, el Imperio bizantino. Aunque en la memoria colectiva y en la cultura general de nuestro tiempo no quede un recuerdo tan marcado de aquella pandemia como de la peste negra medieval, su poder de devastación fue comparable. La plaga de Justiniano mató a decenas de millones de personas; se estima que pudo desaparecer entre un tercio y la mitad de la población europea en menos de una década. En términos mundiales, conllevó la pérdida, según diferentes estimaciones, de entre una décima parte y una cuarta parte de la población mundial. Durante el pico de la pandemia, morían cinco mil personas al día solo en la ciudad de Constantinopla. Lo peor de aquella primera oleada terminó en el 549, aunque aún habría rebrotes localizados durante varias décadas más, sobre todo en ciudades de Francia, donde la plaga no llegó a extinguirse hasta comienzos del siguiente siglo. Después de aquel primer asalto, que fue con mucho el peor, la peste bubónica retornaría a Europa y Próximo Oriente de manera esporádica durante algo más de dos siglos.

Cuando la plaga llegaba a una ciudad, había poco que hacer salvo confinarse. Ya por entonces se hablaba de la higiene como una necesidad en el caso de brotes infecciosos, lo cual era muy razonable, pero inútil en el caso de la peste bubónica. Solo el distanciamiento social era efectivo. Por supuesto, los pobres vivían hacinados y eran víctimas propiciatorias para el contagio, pero los ricos no siempre podían aislarse por completo, pues necesitaban del comercio para mantener su nivel de vida, o siquiera para llenar sus despensas. Y el comercio era un método ideal para la transmisión de la peste. Un terrateniente quizá podía aislarse en una residencia campestre, pero los ricos solían vivir en las ciudades donde, por lo general, todos los alimentos eran importados. Así, cuando en el año 590 se produjo un brote en la ciudad de Roma, pobres y ricos enfermaron por igual. El brote llegó a matar al mismísimo papa Pelagio II, prueba de que nadie estaba a salvo. En el 627, cuando la peste se cebó con el reino sasánida de Mesopotamia, no solo mató a la mitad de la población (lo cual equivale casi a decir que mató a la mitad de la población pobre, pues pobre era casi todo el mundo), sino que el propio rey Kavad II se contagió y murió.

Hoy hablamos de las transformaciones sociales provocadas por el coronavirus SARS-CoV-2, pero las antiguas pandemias no solamente provocaban muertes y más pobreza, sino que, además de debilitar imperios enteros, originaban cambios imprevistos en términos étnicos y hasta religiosos. Entre los años 638 y 639, una ola de peste bubónica asoló Siria, país que justo entonces estaba sufriendo una terrible sequía. La peste diezmó la población nativa mayoritariamente cristiana. Los musulmanes asentados en el territorio eran sobre todo destacamentos militares árabes que, encerrados en sus propias fortalezas, se libraron del contagio. Cuando Siria quedó despoblada, los soldados musulmanes animaron a que sus congéneres la ocuparan. Eso sí, no olvidaron que los desastres les habían permitido conquistar el territorio y recordarían la terrible época de la sequía y la peste como «el año de las cenizas».

En el 664, las islas británicas, hasta entonces indemnes, fueron asoladas por un brote de peste que se prolongó durante cinco años. Su inicio coincidió con un eclipse solar y un terremoto, así que los nativos se sintieron desconcertados y una fiebre supersticiosa se extendió por las islas. El territorio menos afectado por la peste fue Escocia, lo cual dio lugar a pintorescas hipótesis religiosas. En Escocia era habitual la presencia de misioneros irlandeses que viajaban hasta allí para extender la fe cristiana entre los habitantes locales, los pictos. Uno de esos misioneros irlandeses había sido Columba de Iona, así llamado porque había ejercido como abad del monasterio de la isla escocesa de Iona. Tras su muerte, Columba fue santificado. Pues bien, cuando la peste llegó a las islas, era otro misionero irlandés, Adomnán de Iona, quien ejercía como abad en el mismo monasterio. Adomnán era un individuo muy influyente no solo en el plano religioso, sino también en el político, y siempre se escuchaba lo que él tenía que decir sobre casi cualquier asunto. Al llegar la plaga, afirmaba que era un castigo divino y que los escoceses se habían salvado, gracias a la intercesión ante Dios del irlandés san Columba. Por supuesto, Adomnán se consideraba parte de los protegidos por su ilustre compatriota celestial, y estaba tan convencido de la inmunidad que se le había concedido como premio a su tarea evangelizadora, que no tuvo inconveniente en relacionarse con los enfermos de peste. Pese a lo cual, curiosamente, ni Adomnán, ni los miembros de su reducido séquito llegaron a enfermar, lo que sin duda lo llenó de piadosa satisfacción (aunque quién sabe cuánto contribuyó a extender la enfermedad ejerciendo un papel que entonces no se concebía: portador asintomático).

Las dos últimas grandes olas de la primera pandemia de peste bubónica de la Antigüedad se produjeron en los años 698 y 746, cebándose una vez más con el Imperio bizantino y Oriente Medio, y ya de paso golpeando algunas regiones africanas. Después de esto, en Europa se produjo un largo periodo de relativa calma pandémica que, entre otros motivos, se vio favorecida por la despoblación y, de manera paradójica, por el empobrecimiento de los antiguos imperios. Baste señalar que las oleadas de Europa occidental fueron teniendo menos impacto conforme la población se disgregaba en un proceso de ruralización que daría lugar al feudalismo. De hecho, y exceptuando la mencionada oleada británica, la mitad occidental del antiguo Imperio romano apenas fue tocada por la peste después del año VI. Mientras tanto, la mitad oriental, más rica y más poblada, tuvo que soportar olas graves hasta bien entrado el siglo VIII. Tras eso, la peste bubónica desapareció del Mediterráneo y no se volvió a tener noticia de ella durante cientos de años, hasta el punto de que, cuando retornó en el siglo XIV para desatar una segunda pandemia internacional, los europeos pensaron que se enfrentaban a una enfermedad nunca vista y no consiguieron asociarla con la pandemia del primer milenio.

(Continuará)


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RECOMENDACIONES
Los 10 mejores libros de historia de la Segunda Guerra Mundial
En el 80 aniversario de la conquista de Francia por la Alemania nazi, recopilamos los mejores ensayos históricos sobre la contienda

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CULTURA
10/09/2020



¿Cuáles son los mejores libros sobre la Segunda Guerra Mundial? Los títulos de historia esenciales, los ensayos más importantes, las narraciones más poderosas. Desde la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939 hasta la rendición de Japón el 15 de agosto de 1945, pasando por la invasión de Francia, la Batalla de Inglaterra, la guerra en África, Stalingrado, el Día D, las batallas del Pacífico... En el 80 aniversario de la conquista de Francia por la Alemania nazi, recopilamos los mejores estudios históricos sobre la contienda.



1. 'La Segunda Guerra Mundial' - Winston Churchill



'La Segunda Guerra Mundial' (La Esfera).


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De muy pocos acontecimientos decisivos en la historia de la humanidad tenemos la narración de primera mano de uno de sus principales protagonistas. Si tenemos la suerte además de que el autor en cuestión sea un grandísimo escritor, el resultado bien puede merecer, como ocurrió en este caso, el premio Nobel de Literatura. 'La Segunda Guerra Mundial' del premier británico sir Winston Churchill no fue concebida como una obra unitaria por el hombre que prometió, y cumplió, no rendirse nunca sino que reunió diferentes libros y materiales escritos al albur de los acontecimientos que estremecieron al mundo. El resultado es aún mejor. Y esta nueva edición de La Esfera de los Libros prologada por Pedro J. Ramírez en un solo volumen de más de mil páginas, en lugar de los dos de la anterior", si bien puede lastimar las muñecas más sensibles, resulta más económica.
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2. 'La Segunda Guerra Mundial' - Anthony Beevor



'La Segunda Guerra Mundial'.


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El gran historiador británico Anthony Beevor ha escrito algunas de las mejores obras sobre operaciones y batallas concretas de la contienda —Stalingrado, Creta, Las Ardenas, Berlín...—, pero además cuenta en su haber con la que quizás sea la mejor historia total, y actual, de la Segunda Guerra Mundial en 'solo' 1.200 páginas. Pero, lejos de que su extensión se convierta en una pesada carga, el libro se devora como un novelón trepidante y fabuloso en cuyas páginas confluyen la pericia narrativa de su autor, su capacidad para ir de los más grandes acontecimientos a los actos de humanidad más pequeños que se reflejan por ejemplo las cartas y diarios de los combatientes y su espectacular y legendario trabajo documental.
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3. 'El Tercer Reich: una historia de la Alemania nazi' - Thomas Childers



'El Tercer Reich' (Crítica).
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El Tercer Reich' (Crítica).

Hay tantas buenas historias de la Alemania nazi que desencadenaría el mayor conflicto bélico de la historia, tantas biografías excepcionales de Adolf Hitler, tantos ensayos sobre cómo se pierden la democracia y las libertades, que no es tarea sencilla elegir solo uno. Si nos decantamos por el magnífico estudio del profesor Thomas Childers es por que se trata del ensayo de carácter global más reciente, actualizado y completo. Desde el caos de la posguerra alemana de los años veinte en la que se incubó el huevo de la serpiente nazi hasta el gran apocalipsis final que destruyó medio planeta y acabó con la vida de más de 50 millones de personas. Y todo comenzó por un eslogan que les resultará familiar: "Hacer a Alemania grande de nuevo"...
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4. 'La extraña derrota' - Marc Bloch


'La extraña derrota' (Crítica).


'La extraña derrota' (Crítica).

Para descansar entre tanto tocho imponente, este librito es una delicia. También esconde una historia triste. Marc Bloch no solo fue uno de los más grandes historiadores del siglo XX, fundador de la mítica escuela Annales, sino que también servía como capitán de Estado Mayor de Francia en 1940 cuando las defensas de su país se hundieron ante la embestida alemana en la derrota más inesperada y vergonzosa de la historia de su país. Aquí analiza con una lucidez impresionante las razones del desastre: "la enseñanza de la historia en nuestras escuelas militares persuadió a los jefes de 1914 de que su guerra sería como la de Napoleón y, a los jefes de 1939, de que la suya sería como la de 1914". Tras participar en la Resistencia francesa contra el ocupante, Bloch fue torturado y asesinado por la Gestapo en junio de 1944.
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5. 'Diario de Anne Frank'

'Diario de Anne Frank' (Plaza & Janés).


'Diario de Anne Frank' (Plaza & Janés).

Uno de los libros más importantes de nuestra tradición lo escribió en forma de diario una muchacha judía holandesa oculta en una buhardilla de Amsterdam junto a otras ocho personas entre junio de 1942 y agosto de 1944 cuando fue finalmente descubierta por los nazis y enviada al campo de concentración de Berger-Belsen donde moriría de tifus un año después. Un testimonio único y conmovedor de sensibilidad desarbolante del que el presidente Kennedy afirmó: "De entre los muchos que, a lo largo de la historia, han hablado en nombre de la dignidad humana en tiempos de sufrimiento y muerte, no hay ninguna voz que tenga más peso que la de Anne Frank". Una obra por la que no pasa el tiempo y que puede leerse y releerse como si siempre fuera la primera vez.

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6. 'Tierras de sangre' - Timothy Snyder



'Tierras de sangre'.


'Tierras de sangre'.

Un libro impresionante sobre la masacre interminable que, sobre las tierras orientales de Europa, con Polonia y Ucrania como epicentros, propició esa pinza homicida formada por Hitler y Stalin durante la Segunda Guerra Mundial. La cifra de seis millones de judíos asesinados en el Holocausto es bien conocida pero quizás no tanto los otros ocho millones de víctimas, en su mayoría civiles, en las 'Tierras de sangre' del continente. Con los que, por cierto, no se utilizaron balas, bombas o gases: sencillamente, se les mató de hambre. El historiador Timothy Snyder reúne una vastísima documentación original para dar fe, desde de las terribles matanzas que oscurecerán para siempre la historia de Occidente.

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7. 'Los cañones del atardecer' - Rick Atkinson



'Los cañones del atardecer' (Crítica).
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Los cañones del atardecer' (Crítica).

Rick Atkinson ha cubierto asaltos aéreos en Afganistán e Irak para The Washington Post, conquistado cuatro Pulitzer de Historia y periodismo y escrito la Trilogía de la Liberación, un vastísimo proyecto sin precedentes en el que narra, detalle a detalle y golpe a golpe, la reconquista aliada de Europa de las garras nazis en la II Guerra Mundial. El Día D y Las Ardenas son los heroicos y ensordecedores escenarios de 'Los cañones del atardecer', la conclusión de la saga que empieza en las playas francesas de Normandía que los aliados tomaron, calados hasta los huesos, el 6 de junio de 1944, aquel desembarco heroico tantas veces contado en los libros y en el cine, aunque no agotado. Apenas unos meses después, en Navidad, cuando los aliados una vez salvada la hazaña más difícil, se dirigían victoriosos hacia la capital del Tercer Reich, Hitler contraatacó sorpresivamente con 200.000 hombres en las empinadas y glaciares montañas de Las Ardenas, en Bélgica. Atkinson nos lo cuenta todo a lo largo de 1.000 páginas tan detallistas como vibrantes.

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8. 'Némesis: la derrota de Japón' - Max Hastings



'Némesis'.


'Némesis'.

No hubo una sola Segunda Guerra Mundial, defiende Max Hastings, autor de 'Se desataron todos los infiernos' o 'Armagedón', sino dos, completamente distintas: la que se desarrolló en Europa y la que tuvo por escenario el oriente de Asia y el Pacífico, con más de treinta millones de muertos. Este libro nos habla de esta “otra” guerra, no menos dramática y trascendental, pero hasta hoy demasiado olvidada. Basándose en un gran trabajo de documentación y en la recogida de testimonios de los supervivientes, Hastings recupera esta epopeya, en una sucesión de episodios que van desde la historia del “ejército olvidado” de los británicos en Birmania hasta la invasión soviética de Manchuria.

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9. 'Hiroshima' - John Hersey



'Hiroshima' (Debolsillo).


'Hiroshima' (Debolsillo).

John Hersey cambió la historia del periodismo en el verano de 1946 con un reportaje sobre los habitantes de Hiroshima. Entonces ya era un reconocido reportero de guerra. Un año después de la clausura nuclear de la II Guerra Mundial, Hersey publicó el reportaje 'Hiroshima' en las páginas de 'The New Yorker'. El texto fue fundamental por motivos políticos y periodísticos. Por un lado, fue la primera vez que el estadounidense medio se enfrentó a los supervivientes del holocausto nuclear; por el otro, Hersey inventó (sin saberlo) el nuevo periodismo, dos décadas antes de la creación de esa etiqueta para agrupar a Truman Capote ('A sangre fría') y al resto de periodistas literarios de los sesenta. No, Hersey no es el único padre del nuevo periodismo, pero sí es uno de los más evidentes.

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10. 'Continente salvaje'

'Continente salvaje'.



Continente salvaje'.


El escenario posapocalíptico que describía el historiador Keith Loween 'Continente salvaje', no era fruto de la imaginación de un guionista de Hollywood. Fue un apocalipsis real. Así arranca esta estremecedora e impactante historia de la posguerra: ""No hay cines ni teatros, ni desde luego televisión. Nadie ha visto un periódico durante semanas. La radio funciona de vez en cuando, pero la señal es remota y casi siempre en una lengua extranjera. No hay trenes ni vehículos a motor. No hay teléfonos ni telegramas, oficinas de correros, comunicación de ningún tipo excepto la que se transmite del boca a boca. Es un mundo en que las fronteras entre países parecen haberse disuelto, dejando un único paisaje infinito por donde la gente viaja buscando comunidades que ya no existen. Ya no hay gobiernos, ni a nivel nacional, ni tan siquiera local. No hay universidades, ni bibliotecas, ni archivos. No hay acceso a ningún tipo de información".

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