AMPARO MUÑOZ, la gran olvidada

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Como quien dice: vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Yo amaba a Amparo Muñoz.
Y amaba esa mirada suya que quería parecer turbulenta y era diáfana, y esa sonrisa difícil y esquinada, pero indoblegable; amaba su fragilidad contundente, que era como la vida misma, como la muerte misma, o como la piedra pómez, porosa y a la vez infranqueable.
La de Paj*s que me habré hecho evocando sus muslos y sus pezones, que tenían una carnosidad imprevisible, como si fueran labios, y ese color de atardecer visto desde un balcón, a través de las rejas.
Todas sus catástrofes, sus tropezones, sus irremediables torpezas y su manera de no rendirse me conmovían. Su mirada y esa sonrisa eran lo que siempre he querido hacer: una declaración de amor no correspondido dirigida a la vida.
La amaba.
La última vez que la vi en película fue en Familia: estaba radiante.
Como decía Andréi Biely, una mujer así añadiría una línea más a mi necrológica.
Hace tres años o así, la conocí. Qué tarde tan inolvidable.
Ella estaba buscando alguien que la ayudara a escribir sus memorias y, a través de una amiga muy querida (mi primera jefa en mi trabajo de lector de manuscritos para editoriales), nos encontramos un día.
Quedamos en el Hotel Suecia, al lado del Círculo de Bellas Artes (un sitio con solera, donde vivió, cómo no, el inevitable Hemingway, que dónde no habrá estado, el muy zascandil). No encontramos en el bar y me tomé unos whiskies con ella, que bebía algo sin alcohol. Ya estaba enferma, vino vestida con un chándal y sin maquillar. Su belleza avasallada, pero nunca rendida, seguía siendo emocionante como una voz oída al otro lado de una pared. Hablamos y nos divertimos bastante.

 
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