PASOLINI, EL ASESINATO SIN RESOLVER QUE SIGUE FASCINANDO A ITALIA
Hace unos días murió en Roma a los 59 años Giuseppe “Pino” Pelosi, a consecuencia de un cáncer. Pelosi es, hasta la fecha, el único condenado por el asesinato, en 1975, del poeta y director de cine Pier Paolo Pasolini. Pero además con él ha desaparecido el único testigo probado de aquella tragedia.
Cuando todo ocurrió, Pelosi tenía dieciséis años, era un ragazzo di vita conocido en el lumpen romano como Pino la Rana y dedicaba sus días a cometer pequeños hurtos y a vender su cuerpo apostado, a la antigua usanza, contra las murallas aurelianas, no muy lejos de la Stazione Termini. Fue allí donde, según su relato, la noche del 1 de noviembre de 1975 lo encontró Pasolini, que conducía un imponente Alfa Romeo plateado.
Siempre según Pelosi, ambos acordaron rápidamente un precio de 20.000 liras (unos 10 euros al cambio de hoy) a cambio de “magrearse un poco”; el joven subió al vehículo, que enfiló en dirección al puerto de Ostia. Durante el trayecto Pelosi dijo estar hambriento, así que la pareja se desvió para cenar en una trattoria llamada Biondo Tevere, cuya terraza ofrecía vistas al río y de la que Pasolini era cliente habitual. El joven se zampó un plato de spaghetti all'aglio, olio e peperoncino y después una pechuga de pollo.
El adulto, únicamente un plátano y una birretta. Pasada la medianoche abandonaron el restaurante y prosiguieron su camino hasta el solitario Lido de Ostia, donde detuvieron el vehículo. A partir de entonces, la declaración de Pelosi se divide en dos direcciones, correspondientes a sendas versiones enunciadas con unos treinta años de diferencia.
De acuerdo con la primera, que fue la que escuchó el tribunal que lo juzgaba por el crimen, él rechazó los avances sexuales y salió del vehículo del director de cine, quien montó en cólera y lo atacó con un bastón. En defensa propia, Pelosi le devolvió los golpes hasta dejarlo tumbado en el suelo. Entonces volvió a entrar en el Alfa Romeo para abandonar la escena, de manera tan precipitada que en su huida atropelló a Pasolini (quien, en efecto, falleció con el tórax reventado por las ruedas del coche) .
En cambio, según lo que en 2005 pudieron escuchar los espectadores del canal público de televisión Rai 3, Pasolini y él llegaron a practicar s*x* oral en el vehículo, tras lo cual salió para miccionar, y entonces aparecieron tres desconocidos que, entre insultos proferidos con un marcado acento del sur, propinaron la paliza a Pasolini y antes de marcharse amenazaron al joven Pino con matar a su familia si contaba lo ocurrido. Según esta versión, de nuevo, en su huida pasó accidentalmente por encima del cuerpo del agredido.
Pelosi fue detenido a las pocas horas circulando en dirección contraria en un Alfa Romeo robado y confesó rápidamente ser el autor del asesinato. Como hemos visto, aseguró haber actuado en solitario. El Tribunal Supremo lo condenó a nueve años y dos meses de prisión, aunque la libertad condicional le llegaría al cabo de cuatro años.
Desde el inicio se alzaron voces discordantes con la decisión judicial. En particular, la periodista Oriana Fallaci y la actriz Laura Betti aseguraban que los verdaderos autores del crimen seguían en libertad, y que sus motivaciones eran de tipo político. Acusaron de manera más o menos directa a grupos fascistas. Así lo hizo Fallaci en un artículo publicado en el diario L’Europeo apenas dos semanas después del asesinato, donde sugería que éste se había cometido con premeditación, y con la participación de al menos tres personas más.
Laura Betti, gran actriz y amiga del alma de Pasolini fallecida en 2004, fue hasta el último día de su vida defensora de la memoria del director, y nunca dejó de exigir que se abriera de nuevo el caso, asegurando que los auténticos culpables eran gente poderosa a la que le interesaba quitarse de en medio a un intelectual molesto (lo que para la extrema derecha no deja de ser un pleonasmo, como está probado desde aquel “muera la inteligencia” de Millán-Astray ).
No olvidemos que Italia estaba por aquel entonces sumida en un periodo que después se denominaría anni di piombo (“años de plomo”) , marcado por la inestabilidad en el ámbito político –con gobiernos que iban y venían y frecuentes protestas convocadas por la izquierda– y sobre todo por las acciones –en ocasiones auténticas matanzas– de grupos terroristas de ambos bandos, como las Brigate Rosse o los NAR.
Muchos de los atentados que en aquellos tiempos se llevaron la vida de varias personas carecían de una motivación manifiesta, y nunca se encontró a sus autores intelectuales o incluso materiales, lo que aumentaba la sensación de desconcierto. Abundaban –aun hoy lo hacen– las teorías conspirativas que tejían barrocas tramas compuestas por elementos como la mafia, las logias masónicas, la OTAN y la URSS.
Cada vez que ocurría algún hecho luctuoso del que no se disponía de una explicación era habitual que la izquierda culpara a los fascistas y la derecha a los comunistas. El propio Pasolini, en un artículo publicado en el Corriere della Sera un par de años antes de su muerte, aseguró conocer a los autores de algunos de estos atentados, que no dudó en calificar de “golpes” organizados. En la última entrevista que concedió, poco antes de recoger a Pelosi junto a la Stazione Termini, había procurado al periodista Furio Colombo un titular que quedaba a la altura de tanto maximalismo, y que por razones evidentes sería después considerado premonitorio: “Todos estamos en peligro ”.
Pero lo cierto es que no todas las personas del entorno del poeta han sido partidarias de la teoría conspirativa. Nico Naldini, primo también poeta de Pasolini, aseguró que la contumacia de atribuir complejos móviles políticos al asesinato procede de una obsesión típicamente italiana, que es la de minimizar la importancia de la homosexualidad en la vida del prohombre.
La estrategia desplegada por Fallaci, Betti y otros tendría el objetivo de “dignificar” la muerte de Pasolini, blanqueándola de su componente sexual al hacer de la víctima un mártir de la causa antifascista: en suma, venía a decir Naldini, detrás de tanta conspiranoia no había otra cosa que homofobia vergonzante. Hay que recordar en este sentido que ya muchos años antes Pasolini había sufrido en sus carnes los prejuicios de la izquierda marxista de la época. Siendo maestro rural, fue expulsado del Partido Comunista tras saberse que había pagado a unos jóvenes a cambio de relaciones sexuales. En el acta de expulsión se consignó como motivo la “indignidad moral y política ”. En aquellos tiempos, la homosexualidad era considerada básicamente un vicio burgués por la mayoría de la izquierda canónica, no mucho más permisiva con la cuestión que la extrema derecha.
Pier Paolo Pasolini había sido, todo hay que decirlo, un izquierdista bastante sui generis. Y no solamente por su homosexualidad. Su ideología, difícilmente clasificable, en ocasiones parecía deslizarse hacia un humanismo cristiano, y en sus críticas a algunos aspectos de la modernidad algunos vieron un reaccionario camuflado. Nacido en una familia de clase media, se sintió emocionalmente alejado de su padre militar, y en cambio el vínculo con su madre, Susanna, fue hasta el final muy estrecho.
Se licenció en letras por la universidad de Bolonia y se formó intelectualmente con los escritos de Marx o Antonio Gramsci, padre del Partido Comunista Italiano. Trabajó como maestro al norte de Italia antes de trasladarse a Roma junto a su madre, forzado por el episodio escandaloso que antes citábamos. Allí publicó antologías poéticas y una novela, Ragazzi di vita, ambientada en el mundo de la prostit*ción masculina, que obtuvo un considerable éxito y el consabido revuelo.
Entabló relaciones con otros escritores como el matrimonio Elsa Morante y Alberto Moravia, y también con la gente del cine. Trabajó como guionista para Fellini o Bolognini antes de dirigir en 1961 Accatone, protagonizada por un proxeneta amoral al que las duras circunstancias llevan a cometer actos muy reprobables, y después Mamma Roma, un melodrama neorrealista realzado por la interpretación de Anna Magnani y por la cruda pero poética puesta en escena de Pasolini. En estas películas, como en muchas de las siguientes del director, se ponían de manifiesto algunas de sus contradicciones.
Así, se declaraba ateo, pero deparaba a sus antihéroes un tratamiento de mártires cristianos a veces muy literal, con el empleo de música de Bach y referencias pictóricas a Andrea Mantegna. En El Evangelio según san Mateo (1964) su fascinación por la figura de Cristo resultaba evidente; había contratado para el papel a un jovencísimo y muy guapo estudiante catalán llamado Enrique Irazoqui, sin experiencia interpretativa anterior.
En sus siguientes trabajos criticó la sociedad burguesa de consumo, utilizó la mitología griega para tratar los problemas del presente y algunas grandes obras de la literatura universal para celebrar el misterio y la belleza de la vida. Su última película, Salò o los últimos días de Sodoma, era una durísima metáfora antifascista que incluía escenas imposibles de ver aun hoy por públicos con el estómago medianamente delicado.
Una de las historias puestas en circulación en los últimos tiempos fue precisamente que el motivo de que Pasolini hubiera acudido hasta Ostia aquella noche no era de índole sexual, sino que era allí donde le habían convocado unos extorsionadores anónimos que al parecer tenían secuestradas las bobinas de Salò. Otros aseguraban que el móvil del crimen fue evitar que el poeta terminara de escribir un libro titulado Petróleo, para cuya elaboración estaba investigando las luchas de poder entre los magnates de los hidrocarburos Enrico Mattei y Eugenio Cefis, y en particular el accidente que acabó con la vida del primero, del que muchos hacían responsable al segundo.
Pero no fue hasta las declaraciones televisivas de Pelosi en 2005, variando completamente su versión inicial, que el caso se reabrió. Más tarde, en nuevas apariciones, Pelosi completaría su segundo relato explicando que dos de los asaltantes aquella noche eran los hermanos Borsellino, peligrosos delincuentes juveniles relacionados con la extrema derecha que habían muerto de SIDA en los años noventa. En cambio exculpaba a Giuseppe Mastini –aka Johnny lo Zingaro o Johnny el Gitano-–, amigo de los otros dos, y del que siempre se había sospechado como principal autor material: apuntemos que Mastini, en cambio, vivía en la época de aquellas nuevas declaraciones y aún sigue haciéndolo.
Entre tanta confusión, y pese al descubrimiento de muestras de ADN de varios individuos en el cadáver, lo que apoyaba la tesis de otros intervinientes, el caso acabó cerrándose de nuevo en 2015 sin que se identificasen nuevos culpables. En esencia, la versión oficial parecía mantener los mismos principios que habían llevado al todopoderoso pope de la Democracia Cristiana Giulio Andreotti a declarar sobre el caso unas palabras bastante ignominiosas: “andava crecandosi dei guai” (“estaba buscándose líos”) .
“La verdad, creo que querían darle una lección”, concluía Giuseppe “Pino” Pelosi en una de sus intervenciones ante las cámaras.
La muerte de Pino Pelosi, asesino confeso y único testigo de la muerte de Pier Paolo Pasolini, devuelve a la actualidad uno de los casos más turbios de la historia negra del siglo XX.
POR IANKO LÓPEZHace unos días murió en Roma a los 59 años Giuseppe “Pino” Pelosi, a consecuencia de un cáncer. Pelosi es, hasta la fecha, el único condenado por el asesinato, en 1975, del poeta y director de cine Pier Paolo Pasolini. Pero además con él ha desaparecido el único testigo probado de aquella tragedia.
Cuando todo ocurrió, Pelosi tenía dieciséis años, era un ragazzo di vita conocido en el lumpen romano como Pino la Rana y dedicaba sus días a cometer pequeños hurtos y a vender su cuerpo apostado, a la antigua usanza, contra las murallas aurelianas, no muy lejos de la Stazione Termini. Fue allí donde, según su relato, la noche del 1 de noviembre de 1975 lo encontró Pasolini, que conducía un imponente Alfa Romeo plateado.
Siempre según Pelosi, ambos acordaron rápidamente un precio de 20.000 liras (unos 10 euros al cambio de hoy) a cambio de “magrearse un poco”; el joven subió al vehículo, que enfiló en dirección al puerto de Ostia. Durante el trayecto Pelosi dijo estar hambriento, así que la pareja se desvió para cenar en una trattoria llamada Biondo Tevere, cuya terraza ofrecía vistas al río y de la que Pasolini era cliente habitual. El joven se zampó un plato de spaghetti all'aglio, olio e peperoncino y después una pechuga de pollo.
El adulto, únicamente un plátano y una birretta. Pasada la medianoche abandonaron el restaurante y prosiguieron su camino hasta el solitario Lido de Ostia, donde detuvieron el vehículo. A partir de entonces, la declaración de Pelosi se divide en dos direcciones, correspondientes a sendas versiones enunciadas con unos treinta años de diferencia.
De acuerdo con la primera, que fue la que escuchó el tribunal que lo juzgaba por el crimen, él rechazó los avances sexuales y salió del vehículo del director de cine, quien montó en cólera y lo atacó con un bastón. En defensa propia, Pelosi le devolvió los golpes hasta dejarlo tumbado en el suelo. Entonces volvió a entrar en el Alfa Romeo para abandonar la escena, de manera tan precipitada que en su huida atropelló a Pasolini (quien, en efecto, falleció con el tórax reventado por las ruedas del coche) .
En cambio, según lo que en 2005 pudieron escuchar los espectadores del canal público de televisión Rai 3, Pasolini y él llegaron a practicar s*x* oral en el vehículo, tras lo cual salió para miccionar, y entonces aparecieron tres desconocidos que, entre insultos proferidos con un marcado acento del sur, propinaron la paliza a Pasolini y antes de marcharse amenazaron al joven Pino con matar a su familia si contaba lo ocurrido. Según esta versión, de nuevo, en su huida pasó accidentalmente por encima del cuerpo del agredido.
Pelosi fue detenido a las pocas horas circulando en dirección contraria en un Alfa Romeo robado y confesó rápidamente ser el autor del asesinato. Como hemos visto, aseguró haber actuado en solitario. El Tribunal Supremo lo condenó a nueve años y dos meses de prisión, aunque la libertad condicional le llegaría al cabo de cuatro años.
Desde el inicio se alzaron voces discordantes con la decisión judicial. En particular, la periodista Oriana Fallaci y la actriz Laura Betti aseguraban que los verdaderos autores del crimen seguían en libertad, y que sus motivaciones eran de tipo político. Acusaron de manera más o menos directa a grupos fascistas. Así lo hizo Fallaci en un artículo publicado en el diario L’Europeo apenas dos semanas después del asesinato, donde sugería que éste se había cometido con premeditación, y con la participación de al menos tres personas más.
Laura Betti, gran actriz y amiga del alma de Pasolini fallecida en 2004, fue hasta el último día de su vida defensora de la memoria del director, y nunca dejó de exigir que se abriera de nuevo el caso, asegurando que los auténticos culpables eran gente poderosa a la que le interesaba quitarse de en medio a un intelectual molesto (lo que para la extrema derecha no deja de ser un pleonasmo, como está probado desde aquel “muera la inteligencia” de Millán-Astray ).
No olvidemos que Italia estaba por aquel entonces sumida en un periodo que después se denominaría anni di piombo (“años de plomo”) , marcado por la inestabilidad en el ámbito político –con gobiernos que iban y venían y frecuentes protestas convocadas por la izquierda– y sobre todo por las acciones –en ocasiones auténticas matanzas– de grupos terroristas de ambos bandos, como las Brigate Rosse o los NAR.
Muchos de los atentados que en aquellos tiempos se llevaron la vida de varias personas carecían de una motivación manifiesta, y nunca se encontró a sus autores intelectuales o incluso materiales, lo que aumentaba la sensación de desconcierto. Abundaban –aun hoy lo hacen– las teorías conspirativas que tejían barrocas tramas compuestas por elementos como la mafia, las logias masónicas, la OTAN y la URSS.
Cada vez que ocurría algún hecho luctuoso del que no se disponía de una explicación era habitual que la izquierda culpara a los fascistas y la derecha a los comunistas. El propio Pasolini, en un artículo publicado en el Corriere della Sera un par de años antes de su muerte, aseguró conocer a los autores de algunos de estos atentados, que no dudó en calificar de “golpes” organizados. En la última entrevista que concedió, poco antes de recoger a Pelosi junto a la Stazione Termini, había procurado al periodista Furio Colombo un titular que quedaba a la altura de tanto maximalismo, y que por razones evidentes sería después considerado premonitorio: “Todos estamos en peligro ”.
Pero lo cierto es que no todas las personas del entorno del poeta han sido partidarias de la teoría conspirativa. Nico Naldini, primo también poeta de Pasolini, aseguró que la contumacia de atribuir complejos móviles políticos al asesinato procede de una obsesión típicamente italiana, que es la de minimizar la importancia de la homosexualidad en la vida del prohombre.
La estrategia desplegada por Fallaci, Betti y otros tendría el objetivo de “dignificar” la muerte de Pasolini, blanqueándola de su componente sexual al hacer de la víctima un mártir de la causa antifascista: en suma, venía a decir Naldini, detrás de tanta conspiranoia no había otra cosa que homofobia vergonzante. Hay que recordar en este sentido que ya muchos años antes Pasolini había sufrido en sus carnes los prejuicios de la izquierda marxista de la época. Siendo maestro rural, fue expulsado del Partido Comunista tras saberse que había pagado a unos jóvenes a cambio de relaciones sexuales. En el acta de expulsión se consignó como motivo la “indignidad moral y política ”. En aquellos tiempos, la homosexualidad era considerada básicamente un vicio burgués por la mayoría de la izquierda canónica, no mucho más permisiva con la cuestión que la extrema derecha.
Pier Paolo Pasolini había sido, todo hay que decirlo, un izquierdista bastante sui generis. Y no solamente por su homosexualidad. Su ideología, difícilmente clasificable, en ocasiones parecía deslizarse hacia un humanismo cristiano, y en sus críticas a algunos aspectos de la modernidad algunos vieron un reaccionario camuflado. Nacido en una familia de clase media, se sintió emocionalmente alejado de su padre militar, y en cambio el vínculo con su madre, Susanna, fue hasta el final muy estrecho.
Se licenció en letras por la universidad de Bolonia y se formó intelectualmente con los escritos de Marx o Antonio Gramsci, padre del Partido Comunista Italiano. Trabajó como maestro al norte de Italia antes de trasladarse a Roma junto a su madre, forzado por el episodio escandaloso que antes citábamos. Allí publicó antologías poéticas y una novela, Ragazzi di vita, ambientada en el mundo de la prostit*ción masculina, que obtuvo un considerable éxito y el consabido revuelo.
Entabló relaciones con otros escritores como el matrimonio Elsa Morante y Alberto Moravia, y también con la gente del cine. Trabajó como guionista para Fellini o Bolognini antes de dirigir en 1961 Accatone, protagonizada por un proxeneta amoral al que las duras circunstancias llevan a cometer actos muy reprobables, y después Mamma Roma, un melodrama neorrealista realzado por la interpretación de Anna Magnani y por la cruda pero poética puesta en escena de Pasolini. En estas películas, como en muchas de las siguientes del director, se ponían de manifiesto algunas de sus contradicciones.
Así, se declaraba ateo, pero deparaba a sus antihéroes un tratamiento de mártires cristianos a veces muy literal, con el empleo de música de Bach y referencias pictóricas a Andrea Mantegna. En El Evangelio según san Mateo (1964) su fascinación por la figura de Cristo resultaba evidente; había contratado para el papel a un jovencísimo y muy guapo estudiante catalán llamado Enrique Irazoqui, sin experiencia interpretativa anterior.
En sus siguientes trabajos criticó la sociedad burguesa de consumo, utilizó la mitología griega para tratar los problemas del presente y algunas grandes obras de la literatura universal para celebrar el misterio y la belleza de la vida. Su última película, Salò o los últimos días de Sodoma, era una durísima metáfora antifascista que incluía escenas imposibles de ver aun hoy por públicos con el estómago medianamente delicado.
Una de las historias puestas en circulación en los últimos tiempos fue precisamente que el motivo de que Pasolini hubiera acudido hasta Ostia aquella noche no era de índole sexual, sino que era allí donde le habían convocado unos extorsionadores anónimos que al parecer tenían secuestradas las bobinas de Salò. Otros aseguraban que el móvil del crimen fue evitar que el poeta terminara de escribir un libro titulado Petróleo, para cuya elaboración estaba investigando las luchas de poder entre los magnates de los hidrocarburos Enrico Mattei y Eugenio Cefis, y en particular el accidente que acabó con la vida del primero, del que muchos hacían responsable al segundo.
Pero no fue hasta las declaraciones televisivas de Pelosi en 2005, variando completamente su versión inicial, que el caso se reabrió. Más tarde, en nuevas apariciones, Pelosi completaría su segundo relato explicando que dos de los asaltantes aquella noche eran los hermanos Borsellino, peligrosos delincuentes juveniles relacionados con la extrema derecha que habían muerto de SIDA en los años noventa. En cambio exculpaba a Giuseppe Mastini –aka Johnny lo Zingaro o Johnny el Gitano-–, amigo de los otros dos, y del que siempre se había sospechado como principal autor material: apuntemos que Mastini, en cambio, vivía en la época de aquellas nuevas declaraciones y aún sigue haciéndolo.
Entre tanta confusión, y pese al descubrimiento de muestras de ADN de varios individuos en el cadáver, lo que apoyaba la tesis de otros intervinientes, el caso acabó cerrándose de nuevo en 2015 sin que se identificasen nuevos culpables. En esencia, la versión oficial parecía mantener los mismos principios que habían llevado al todopoderoso pope de la Democracia Cristiana Giulio Andreotti a declarar sobre el caso unas palabras bastante ignominiosas: “andava crecandosi dei guai” (“estaba buscándose líos”) .
“La verdad, creo que querían darle una lección”, concluía Giuseppe “Pino” Pelosi en una de sus intervenciones ante las cámaras.