True Detective en el agujero de conejo

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True Detective en el agujero de conejo
Publicado por Bárbara Ayuso
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True Detective, tercera temporada. Imagen: Warrick Page / HBO.
Empezó el día que murió Steve McQueen y ha acabado con la redención de Nic Pizzolatto. La tercera temporada de True Detective salió al ruedo con un ambiente cargado, como de ultimátum de un cornudo. De miles, más bien. A la mínima que el espectador se oliera que aquello empezaba a transitar por los senderos de la desfachatez de la segunda entrega pegaría la vuelta, como habría hecho con cualquier otra serie que signase una temporada como esa que aún avinagra. Pocas veces el mensaje es tan unánime, pero esta vez todos le habían dicho a Pizzolato lo que se esperaba de él. Todos: el público, HBO (que asumió las culpas), los críticos y posiblemente sus primos del pueblo. Más nihilismo de Cohle, menos pucheros de Vince Vaughn. Más ruralismo goth y menos planos aéreos de Los Ángeles noir. Más sordidez de la primera y más nada de la segunda.

Si está leyendo estas líneas es porque algo de eso ha ocurrido. True Detective vuelve a estar (más o menos) en su punto. Pizzolatto ha renunciado a que calibremos su propia magnificencia de creador total, y ha abierto los brazos a los consejos de David Milch y a la dirección exquisita de Jeremy Saulnier y Daniel Sackheim. Sin ahorrarse, eso sí, su buena ración de lucha de eguitos, dejando clara su incapacidad de consolidar tándems creativos. Solo le arrancarán las riendas de sus manos muertas.

Resuelta ya la desaparición de los hermanos Purcell, vayamos al meollo. Porque —ya lo saben— el misterio que había que desenredar en True Detective nunca fue ese.

De aquí en adelante, habrá abundantes SPOILERS de la tercera temporada y una amnesia en absoluto fingida: no existió la segunda temporada de la que usted me habla.

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Ya desde el opening de rostros disolviéndose en paisajes la ficción produce un sentimiento de familiaridad recuperada. Porque no es Louisiana ni hay ciervos desollados, pero nos devuelve al mismo «universo», un horizonte pariente de la primera entrega. En el estado colindante de aquella Carcosa se respira la opresión densa de thriller crepuscular, de sordidez. La serie no maquilla sus intenciones: Nic Pizzolatto toma la determinación de volver hacia atrás para ir hacia adelante.

Las hechuras son descaradamente similares: una pareja desparejada de detectives antiheróicos, un crimen con trazas rituales. Una comunidad en los márgenes, desastrada y cruel. También hay cierta sintonía en el casting: actores oscarizados e impronunciables (Mahershala Ali y Matthew McConaughey) para el protagonista; amagos de chulazos ochenteros que salieron regular (Stephen Dorff y Woody Harrelson) para el escudero. Pero no es un calco, ni una reproducción de lo visto hace casi cinco años, por mucho que en no pocas ocasiones la serie apele a su propia mitología. Desde los primeros compases ya hubo quien dijo que se plagiaba a sí misma, que repetía fórmula o que producía un desagradable déjà vu. Como si encontrar lo que andabas buscando fuera un fracaso. Como si, por otro lado, lo acontecido en las marismas de Erath se fuese a replicar en los Ozarks. Que no, no lo hace.

True Detective plantea otra historia, otro infierno en tres tiempos: la juventud, la adultez y la senectud. Los de Wayne Hays, detective y rastreador de Vietnam, un inepto social y una golosina de personaje que en carne del ubicuo Mahershala se convierte en un festín. Hays, al que no se le escapa una sonrisa ni por equivocación, vive obcecado con la desaparición de dos hermanos en 1980. Exactamente igual que cualquier detective de género, es su obsesión enfermiza la que lo define. Lo que no es tan habitual es la proeza de lograr, sutilmente, ser tres personajes distintos. Y eso no es gracias al látex y las pelucas. En cada línea temporal vemos un Wayne: al primero le atormenta el combate, al segundo la domesticidad y la frustración de lo no resuelto. Y al tercero le martiriza no acordarse de quiénes fueron los otros dos.

Y de eso va la serie: no de un niño muerto y una niña reaparecida.

El rompecabezas y el laberinto

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Lo hemos oído mil veces, sí. Es un lugar común de las tramas detectivescas que se apuntale eso de que lo relevante no es tanto la conclusión, sino el trayecto. Que va de los polis, no del caso. Pizzolatto vuelve a usar el cascarón del género como pretexto para hacer algo más que encontrar al asesino. Pero esta vez lo hace invirtiendo los dispositivos narrativos canónicos: el rompecabezas y el laberinto. En realidad, los separa.

Por un lado, tenemos la trama de los niños que desaparecen en bicicleta. Las pistas, los sospechosos, los falsos culpables son las piezas del rompecabezas. Una trama insuficientemente compleja como para soportar ocho horas de arquitectura dramática, reconozcámoslo. El camino a la resolución no ha sido laberíntico, sino todo lo contrario: un paseo bastante predecible. En torno al cuarto capítulo ya poblaban internet teorías que se han revelado acertadísimas sobre quiénes y por qué fueron ese día a Devil’s Den e impidieron que Julie y Will regresaran a casa. Dos capítulos antes del desenlace, ya era público (Imdb mediante) el nombre de la actriz que interpretaría a la hija de una adulta Julie. El nivel de predictibilidad era altísimo.

Y no por una particular pericia del espectador atento, sino porque —o eso dice— Pizzolatto lo dispuso así. Aunque colocó alguna que otra falsa bandera (ese cura atribulado, las muñequitas de Paj* y el guiño a los West Memphis Three) en general, todo estaba ya insinuado desde bien pronto. El jardinero con «Ardoin» serigrafiado en la furgoneta, la nada sutil mención a la muerte de la nieta de Hoyt o el desgraciado al que colgaron el muerto in absentia. No quería jugar la carta a un gran giro de guion sobre quién era el culpable. Pero sabía que el público sí lo buscaría, ávido de acertijos.

De ahí la subtrama del documental, que no solo oficia como artefacto argumental para azuzar la conciencia de un septuagenario derrotado. En época de indiscutible esplendor de los whoduint y el True Crime, la serie se saca de la manga una periodista con hambre de respuestas sobre una investigación de hace treinta años. Y ella, a la caza de su propio Serial, hace exactamente lo que Pizzolatto creyó que haríamos nosotros: tejer conspiraciones con hilo rojo. Ante ese rompecabezas deslavazado Elisa Montgomery (Sarah Gadon) juega a los detectives. Especula, aventura y conecta escenas aparentemente sospechosas. Construye una certeza imposible. Incluso zarandea el recuerdo de Cohle y Hart. Con esta herramienta meta narrativa Pizzolatto pretendía darle un delicado pescozón a los que gustan de ver conspiraciones donde, a veces, solo hay chapuzas. Y lo hizo, incluso, bajando a la tierra mortal (entrando a sus comentarios en Instagram) repartiendo noes a todos aquellos que se afanaban en ver concomitancias: «No hay un plot twist. Esto no es Lost», avisó.

Morder el anzuelo suponía dejarse llevar por las hipótesis de redes de pederastia o de tráfico de niños; las crípticas simbologías de espirales y manos enlazadas. También, como hicieron algunos medios estadounidenses, ensamblar realidad y pantalla: la palma se la lleva esta afinadísima teoría que conectaba la serie con, atención, Bill Clinton. Era jugosísima. Pero lo que de verdad implicaba colocarse un gorrito de papel de aluminio era creer que, le pasara lo que le pasara a los críos, ese Mal metafísico de la primera entrega acabaría siendo el responsable final, de una u otra forma.

Pero no, nada de eso. No había una gran conspiración de un gran malvado, y Michael Rooker no ofició complot alguno como lo que podría haber sido un insuperable Rey Amarillo. Ni pederastia, ni la oscuridad ganando a la luz ni nada que se le parezca. El laberinto siempre fue Waynes y su memoria rota. Porque él ya había resuelto el rompecabezas en 1990. Aunque solo le faltara una pieza. Una niña que no está realmente muerta.

Adiós buddy movie

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Así como la primera era una serie metafísica y atmosférica, la tercera temporada de True Detective ha sido una serie de personajes. De los tres Waynes e, inesperadamente, de Amelia (Carmen Ejogo). Es en cómo se cimenta esa relación, cómo se nutre y (sobre todo) en cómo se intoxica, donde la ficción ha colocado su núcleo, aunque no lo viéramos venir. Sus idas y venidas no eran un conflicto de fondo, sino una manera de explorar la personalidad traumada de Hayes, desnudándola en el ambiente más vulnerable e íntimo posible: el hogar. Ahí es donde él se muestra frustrado, desconfiado o saboteado, incapaz de decir en alto ni una tercera parte de lo que le bulle. ¿Por qué abandonó el caso Purcell por segunda vez? ¿Qué ocurrió en esos veinte años? La respuesta es Amelia. Dejaron de resolver las fricciones a polvos para avanzar sobre las ruinas de un fracaso que sintieron compartido. Algo que podría dar la razón a lo que muchísimos análisis han señalado sobre cómo True Detective está genuinamente obsesionada con la masculinidad moderna.

También se podría, si se quiere, tomar al compañero Roland West como el gran represaliado del tándem matrimonial. Esta vez no hay buddy movie sureña, ni carismáticos diálogos entre conductor y copiloto. A Dorff no le toca solo la peor caracterización y los pelucones más infames, sino un rol menos lucido. Pero también más dulce. Su nexo con el padre Tom Purcell es delicado y desgarrador, así como su entrañable exilio perruno. Aunque es en la escena en el porche, en su reencuentro con el amigo lamentable que lo abandonó, donde se gana un pedacito de posteridad. Esa secuencia, además de conmovedora, destila un algo tan auténtico que casi duele físicamente.

«No recuerdo mi vida», le confiesa Purple Hays. Y juntos, renqueantes, vuelven a perseguir un fantasma, aunque solo uno de ellos encuentre. Aunque vuelva a olvidarlo.

Del flat circle al fuego

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«Time is a flat circle», decía la primera. «Time is the fire in wich we burn», replica la tercera.

No hay metáfora posible: el fuego está haciendo trizas los recuerdos de Hays, arrasando los pasillos del laberinto. Está emboscado por su propia demencia. Es indiscutible que el arco sobre el alzhéimer ha sido el más sugestivo, el más intricado. Ver al excombatiente luchando para reconstruir tanto el misterio como su vida ha sido desasosegante y convincente, aunque no llegue al nivel de filigrana del séptimo episodio de Castle Rock con la inmensa Sissy Spacek.

Pero el desenlace, el último capítulo, ha dejado mucho que desear. Es llamativo que la serie concentre la mayoría de los traspiés en el cierre. No porque, como hemos dicho, la resolución del presente de la niña Purcell estuviera clara desde hacía rato, sino porque… ¿hacía falta ese monólogo expositivo de Junius con flashback tan masticadito? ¿Por qué de repente estamos viendo Se ha escrito un crimen? Y, aún sabiendo que Amelia (y su libro) contenían la llave, que el volumen se caiga precisamente en el párrafo providencial solo puede calificarse de truco trilero. Si pretendía ser un deus ex machina, quedó cutre. Si quería ser epifánico… bueno, entonces es aún peor. Y francamente, tampoco habría pasado nada si el espectro de Amelia hubiera sido un poco menos parlanchín y psicomágico.

Pero, al margen de eso, la serie hace lo que se propuso: deja que su protagonista salga del agujero de conejo por el que se precipitó él mismo. Dentro no habitaba el mal con mayúsculas, como dice Alberto Nahum, sino uno más pequeño, vestido con minúsculas. El de una mujer enferma y un desafortunado accidente, la tragedia en lugar de la perversión. Resulta que la niña estaba fuera del agujero, esperándole. Se llamaba Becca.

La acogida no ha sido tan entusiasta como el César volviendo a Roma, pero Pizzolatto podría darse por satisfecho. Las alusiones literarias de esta temporada no reactivarán (lamentablemente) los poemas de Delmore Schwartz y Robert Penn Warren como ya hizo con Robert W. Chambers y Ambrose Bierce, pero al menos el público no volverá a verse a obligado a fingir que esta temporada nunca sucedió. Lo hizo, y con bastante solvencia. No perdurará como clásico instantáneo, pero logra recuperar la «marca» True Detective sin demasiados rasguños, con algunos destellos memorables como el despreciable personaje de Mamie Gummer o el suicide by cop tras la secuencia del tiroteo.

Rematadas y ahorcadas las teorías conspirativas, ahora se abre la veda de los diferentes niveles de lectura y los sobreanálisis. Así lo ha querido su creador, signando un final alegórico en el que Hays desaparece en la jungla vietnamita. Han brotado interpretaciones para todos los paladares: ¿Murió Wayne en Vietnam y ese soleado final rodeado de familiares y amigo es una ficción que se cuenta para alcanzar la catarsis, el nirvana o el renacimiento? El showrunner se ha apresurado a precisar que ni siquiera ha visto La escalera de Jacob, pero ¿podría entenderse la temporada como un homenaje a la Exótica de Atom Egoyan? ¿Y a «Incidente en el puente de Owl Creek»? ¿A ninguno?

Bueno, Pizzolatto, la pregunta quizá no sea ninguna de esas. Lo cierto es que True Detective sí responde a la única incógnita unánime: sí, la primera temporada sigue siendo imbatible.

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https://www.jotdown.es/2019/02/true-detective-en-el-agujero-de-conejo/
 
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