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1491 UNA NUEVA HISTORIA DE LAS AMÉRICAS ANTES DE COLÓN – Charles C. Mann
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En muchas ocasiones, los títulos de los libros los carga el diablo, casi siempre en forma de departamento de marketing de la editorial de turno. Eso es lo que ha debido de pasar con éste. Situar en el encabezado: 1491 Una nueva historia de las Américas antes de Colón, sugiere exactamente eso, una novedosa sistematización histórica de los pueblos americanos antes de la llegada de los europeos. Pero no es así. Y la culpa, insisto, es de la editorial, pues la traducción literal del título original del libro es: 1491 Nuevas revelaciones sobre las Américas antes de Colón. Y eso si que refleja claramente el contenido del libro.

Charles C. Mann no es un historiador, es un periodista especializado en divulgación científica y técnica y trabaja para alguno de los más prestigiosos medios norteamericanos sobre el tema, incluida la mítica Science. Estamos, pues, ante un libro de divulgación histórica. Como tal periodista, lo primero que hace es mostrarnos el titular de su información, la premisa que intenta demostrar con el contenido de las 460 páginas que le siguen, incluidos apéndices. Y su premisa, a grandes rasgos, es la siguiente: la idea de que el continente americano era antes de la llegada de los europeos un territorio escasamente poblado; habitado por grupos humanos inmersos, salvo las excepciones de incas, aztecas o mayas, en una civilización poco desarrollada, ajenos a la tecnología, encerrados en sí mismos y en contacto idílico con la naturaleza, a la que apenas agredían, no es correcta. Antes al contrario, del estrecho de Bering a Tierra de Fuego, las tierras americanas estaban pobladas hasta esa fecha mítica por millones de personas, localizadas casi todas ellas en asentamientos permanentes; dotadas de una cultura enormemente rica y variada, con acceso a tecnologías avanzadas; con unos niveles de intercambio cultural y comercial entre ellas muy notable y con un importantísimo impacto sobre el medio natural, que cambiaron y roturaron en toda su vastedad, incluida la virginal amazonía. Todo ese universo cultural, muchos más amplio de lo que denotan los restos arqueológicos visibles de incas, mayas, aztecas y similares, despareció en muy poco tiempo después de la llegada de los europeos y durante mucho tiempo se creyó que apenas había existido. Pero existió y es constante la aparición de vestigios, rastros y datos de toda índole que respaldan la elaboración de nuevas interpretaciones históricas que certifican la existencia de un “lugar próspero, de asombrosa diversidad, con un tumulto de lenguas, con un comercio nutrido, con cultura notable; una región en la que decenas de millones de personas amaban y odiaban y adoraban igual que se hacía en cualquier otro lugar del mundo”. Son las revelaciones de las que habla en su titular original el autor de este libro.

Mann muestra el proceso cultural que ha llevado a esa errónea identificación de las tierras americanas precolombinas con el paraíso intocado poblado de buenos salvajes, tan del gusto de los indigenistas. A continuación nos abruma con una ingente cantidad de datos científicos que corroboran esa visión diferente de la vida en el continente. Tomando tres vías sobre las que desarrollar su discurso narrativo: la evaluación real del volumen de las poblaciones, su expansión por todo el continente y las pautas del desarrollo de una cultura técnicamente avanzada junto con la remodelación del territorio, va reconstruyendo lo que pudo ser la vida de esos pueblos antes de Colón. No es un análisis histórico, insisto de nuevo, sino una recopilación de las investigaciones y estudios más recientes sobre esos pueblos convenientemente vulgarizada para entendimiento general. Es pura tarea divulgadora.

El resultado es un poco dispar. Hay momentos en los que la avalancha de erudición, casi siempre contradictoria, es tal que el lector se pierde; mientras que en otros se disfruta de un caudal apreciable de información de alto interés que amplía las percepciones del lector sobre el tema. Pero, en conjunto, impresiona y se valora toda esa ingente información y el entusiasmo del autor por acercarla a sus lectores.

Vuelvo a recordar que el libro está escrito por un periodista, y eso puede ser problemático. Estamos, en el fondo, ante un gran reportaje. Un reportaje de periodista norteamericano, para más señas, lo que significa que el texto está convenientemente trufado de “datos de interés humano”, en línea con las tendencias periodísticas clásicas de ese país. Y eso puede resultar bastante molesto. Las peripecias de autor para llegar a los yacimientos arqueológicos; sus andanzas domésticas; los problemas logísticos padecidos; las charlas con personajes de todo tipo, desde las mantenidas con científicos de primera línea a las intrascendentes trabadas con taberneros y algunas experiencias personales verdaderamente audaces, como construirse una honda y hacer algunos lanzamientos de piedras, jalonan todo el texto y contribuyen a acentuar instintos insanos en el lector, como el saltarse varias páginas.

[tags]1491, Historia, América, cultura precolombina, Colón, Charles C. Mann[/tags]

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El espía que inventaba historias sobre el chocolate
Publicado por Antonio Cuesta
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Roald Dahl, 1986. Fotografía: Cordon.
Piloto de guerra, inventor de artilugios médicos, deportista, escritor, espía… hay vidas apasionantes, extravagantes, vidas insólitas que merecen ser contadas. La de Roald Dahl, el autor del inmortal Charlie y la fábrica de chocolate, es una de ellas.

Aunque nació en Gales en 1916, sus padres eran noruegos de pura cepa, Harald y Sofie. Cuatro años antes de su nacimiento, otro noruego —nada más y nada menos que el gran explorador Roald Amundsen— levantaba una bandera congelada en el Polo Sur tras una travesía suicida por las tierras del hielo infinito. En pugna con Robert Scott, se convertía en la primera persona en llegar al corazón de la Antártida y pisar el sur geográfico, lo que lo elevó a héroe nacional por antonomasia. Harald y Sofie pensaron que era buena idea homenajearlo bautizando a su hijo con el mismo nombre de pila: Roald. Llamadme lunático, pero como en la más inquietante leyenda nórdica de troles y guerreros melenudos, al tomar su nombre —y estas cosas solo pueden suceder en las tierras de Odín— una parte de los poderes sobrehumanos de Roald «el explorador» parecieron pasar al pequeño Roald: agudeza, altruismo, arrojo, astucia, audacia, autenticidad… y así hasta el final del alfabeto.

La vida suele desafiar a los colosos, despeñando en los abismos del olvido a mediocres y pusilánimes en una suerte de damnatio memoriae selectiva. El pequeño Roald estaba destinado a culminar grandes empresas, así que no habría piedad posible. Su padre falleció tempranamente, dejando huérfanos a él —con tres años— y a sus dos hermanas, Alfhild y Else —la pequeña Astri, de siete años, había muerto de apendicitis unas semanas antes—. El comienzo no fue fácil.

En lugar de regresar a Noruega en busca del cobijo familiar, su madre se empeñó en que Roald estudiara en colegios británicos, pensando que tendría una mejor formación y mayores oportunidades profesionales. Creció en Cardiff (Gales), donde pronto hizo una pandilla de amigos al más puro estilo The Famous Five (Los cinco) de Enid Blyton. De hecho, la banda de camaradas estaba constituida por cinco jovenzuelos de ocho años. Una de sus travesuras más célebres fue la que protagonizaron en la tienda de golosinas de la señora Pratchett, una vieja malvada y repugnante —al menos así la recordaba Roald— que regentaba un despacho de chucherías en el barrio de Llandaff. Aprovechando un descuido de la dueña, quisieron darle su merecido. Colaron un ratón muerto en el tarro de gobstopper, las enormes bolas de caramelo coloreadas, tan populares en el periodo de entreguerras, que inmortalizaría más tarde en Charlie y la fábrica de chocolate con el nombre de everlasting gobstopper: unos caramelos esféricos que, por mucha fruición con que se chupetearan y relamieran, jamás se reducían de tamaño ni perdían su sabor. Los reales estaban compuestos por capas y capas de distintos colores y sabores. Podían medir entre uno y ocho centímetros de diámetro, todo dependía del presupuesto infantil, y eran extremadamente duros; no en vano tenían el sobrenombre de jawbreakers, algo así como ‘rompemandíbulas’. ¡Que no se te ocurriera morderlos! Además de deliciosos también eran duraderos, lo que los hacía muy apreciados por los niños y niñas que los podían disfrutar de vez en cuando.

Como muchos otros, el episodio del ratón quedó reflejado en el diario que Roald atesoraba, esquivando como podía la curiosidad natural de sus hermanas (no hay mayor placer que, a hurtadillas, leer el diario de un hermano y poder descubrir todos sus secretos y, por encima de todo, saber qué piensa en realidad sobre nosotros). Roald iba cambiando de escondite el cuaderno con su obra mínima, a la vez que descubría el inmenso placer que le producía escribir. Los cinco amigos fueron castigados por el caso del roedor muerto en el tarro de caramelos y, como la educación tradicional victoriana prescribía, fueron debida y cruelmente azotados. No permaneció mucho tiempo en aquella escuela de barrio.

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Los jawbreakers o gobstopper, rompemandíbulas o inflamofletes Fotografía: a200/a77Wells (CC).
Roald Dahl todavía tenía mucho que aprender sobre la vida. Con trece años cambió su residencia familiar a Derbyshire, condado de Inglaterra; allí comenzaría su nueva etapa escolar en la exclusiva Escuela de Repton como alumno interno. Un lugar que no debía ser especialmente agradable. Su profesor de Lengua Inglesa se refirió a él en el boletín de calificaciones así: «Nunca he conocido a nadie que escriba palabras que signifiquen exactamente lo contrario a lo que se pretende de forma tan persistente». Seguro que era un estupendo maestro, pero desde luego no tenía olfato de editor. Las novatadas, los abusos que algunos de los alumnos mayores infligían a los más débiles y las palizas que sufrían por parte de profesores frustrados eran el pan nuestro de cada día. Así lo describe en su obra autobiográfica Boy: Tales of Childhood: «A lo largo de mi vida escolar, me horrorizó el hecho de que los maestros y los muchachos mayores pudieran, literalmente, herir a otros niños, y algunas veces con bastante severidad… no podía superarlo. Nunca lo superé. Sería injusto sugerir que todos los maestros golpeaban constantemente a todos los muchachos. Solo algunos lo hacían, pero eso fue suficiente para dejar la huella del horror en mí». Cómo olvidarlo. Roald era muchas cosas, pero no un matón de barrio. Como persona sensible y con grandeza —y no solo por el metro noventa y ocho que llegó a medir—, la crueldad y la injusticia removían sus entrañas. Eso le marcó profundamente y, por ende, a su obra. Si habéis tenido la oportunidad de leer, por ejemplo, Matilda (Londres, 1988), ilustrado por el genial Quentin Blake, aparece un personaje abyecto: la Señorita Trunchbull. Su onomatopéyico nombre lo dice todo. Una mujer forzuda y malvada que disfrutaba con el sufrimiento de los más pequeños y, de alguna manera, encarnaba la esencia del mal que Roald había conocido en primera persona. El libro arrasó en ventas y Danny DeVito lo adaptó años más tarde al cine; aunque es una película de 1996, ha soportado bien el paso del tiempo y sigue cautivando y horrorizando —a partes iguales— a los más pequeños.

Pero incluso en un averno cabían momentos de felicidad e inspiración. Y entre los mejores estaban aquellos en los que la fábrica de chocolates Cadbury enviaba sus nuevas muestras. Muy a menudo, los alumnos de Repton hacían a la vez de jueces y conejillos de indias. Los probaban y los evaluaban antes de que la marca decidiera cuáles serían sus lanzamientos comerciales de temporada. ¡Probar chocolates! ¿Quién no querría hacer algo así? Roald narró en sus memorias lo asombrosamente felices que les hacía testar las muestras de Cadbury, y cómo se convirtieron en verdaderos expertos. Su hija, Ophelia Dahl, contaba al Daily Mail hasta qué punto llegó a seducirle el chocolate: «Mi padre estaba tan fascinado con la sección transversal de la chocolatina Mars, con sus capas de chocolate, caramelo y turrón, que cuando la cortaba y la observaba, como si fuera un corte transversal de la Tierra, no se atrevía a morderla». Años más tarde sucedería —inevitablemente— lo que todos estáis imaginando; aunque para llegar a eso aún faltaba un trecho francamente excitante.

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Trabajadoras de la fábrica de chocolate Cadbury. Mitad de los años treinta.
Cuando Roald terminó sus estudios en Repton, su madre se prestó a ayudarlo para que fuera a la universidad, nada menos que a Oxford o Cambridge, y finalizara así su formación de manera sobresaliente; pero él se negó. Roald prefería trabajar en una compañía que lo enviara «a lugares lejanos y maravillosos como África o China». Poco después se enrolaba en Shell Petroleum Company: la Shell. Gracias a su brillantez y desparpajo, cumplió parte de sus deseos: dos años en Reino Unido y luego Kenia y Tanzania… Desgraciadamente —como les sucedió a miles de jóvenes por aquel entonces— uno de sus mejores momentos vitales se vio mutilado atrozmente por la Segunda Guerra Mundial.

Por una extraña razón, algunos tramos de su vida parecían discurrir de forma paralela a la del chocolate. Durante la guerra, la fábrica que poseía Cadbury en Bournville dedicó gran parte de la planta a producir asientos para los aviones de combate —a pesar de que el chocolate era considerado un alimento esencial y estaba sometido a racionamiento inflexible—; para no desmerecer, Roald se alistó en el ejército, siendo exactos, en la Royal Air Force, la temible RAF… quién sabe si siguiendo el rastro de los «asientos Cadbury». Tenía veintitrés años y comenzaba una de las etapas más azarosas de su existencia.

La guerra iba más rápido que la formación de los jóvenes pilotos, así que la RAF se vio forzada a preparar un programa de choque: el Plan de Entrenamiento Aéreo de la Commonwealth. Gracias a este programa, miles de jóvenes se adiestrarían en países de la Mancomunidad Británica de Naciones, lejos del frente. Junto a dieciséis muchachos más, Roald comenzó su instrucción en Nairobi —de esos dieciséis, solo tres sobrevivirían a la guerra—. Tras siete horas y cuarenta minutos de entrenamiento, Roald era capaz de volar solo. Continuó su preparación avanzada en la base aérea que la RAF tenía cerca de Bagdad. Después de todo, el destino le iba a dar el exotismo que tanto había añorado en su primera juventud. El 24 de agosto de 1940 obtenía su título oficial de piloto. Estaba listo para unirse al resto de chicos en el frente de combate; pero algo inesperado estaba a punto de suceder.

Apenas tres semanas después le fue asignada una misión. Debía integrarse en el escuadrón 80 de la Fuerza Aérea, para ello tendría que llegar hasta la base de la 80, tras sobrevolar el delta del Nilo y parte del desierto. Después de varias de etapas de vuelo, cuando en teoría se acercaba a su destino, advirtió que estaba completamente perdido. El avión no tenía radio ni ayudas a la navegación. Roald solo contaba con el auxilio del sol y un plano atado a su rodilla. El tiempo se consumía al igual que el combustible que quedaba en el depósito, pero la pista de aterrizaje ni siquiera se vislumbraba. La noche se cernía sobre él y su aeroplano continuaba volando en círculos en algún comprometido punto entre las tropas italianas y las británicas. No le quedaba más remedio que tratar de aterrizar su biplano en mitad del desierto. No era un desierto ideal y arenoso como el que aparece en las postales, según sus propias palabras era un desierto «lleno de piedras enormes, rocas y barrancos». La maniobra tuvo fatales consecuencias. Su Gloster Gladiator quedó completamente destruido y él, herido de gravedad: «No podía ver nada en absoluto, pero no sentía dolor. Solo quería dejarme llevar por el sueño». Dichosamente para millones de lectores, no se dejó acunar por los brazos de Morfeo. El calor de las llamas despertó su instinto de supervivencia y se arrastró como pudo, lo suficientemente lejos del calor como para no morir abrasado. Paradójicamente, las llamas que pudieron haberle consumido le salvaron. En la oscuridad absoluta del desierto, con un cielo perfecto, la pira iluminó las dunas y recovecos en varios kilómetros a la redonda. Algunos soldados amigos que había sobrevolado sin saberlo —observadores avanzados ocultos en trincheras— dieron la voz de alarma. Roald fue rescatado durante la noche.

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El biplano británico Gloster Gladiator. Fotografía: Alan Wilson (CC).
Un momento, os preguntaréis: «¿Un accidente con un avión en mitad del desierto? ¿Un escritor de cuentos de enorme éxito?… No puede ser. ¡Esa historia la conozco!»; y así es. Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, vivió unas circunstancias muy parecidas cinco años antes. Mientras volaba sobre el Sáhara libio con su Caudron Simoun tuvo que hacer un aterrizaje forzoso. Aunque sobrevivió a la peligrosa maniobra, estuvo muy cerca de morir debido a la severa deshidratación que padeció. Al cuarto día, sin agua, cuando ya no podía caminar y las alucinaciones lo dominaban, fue rescatado milagrosamente por un hombre del desierto. Esta experiencia aparece reflejada en su exquisita obra Tierra de hombres y, en parte, inspiró El principito. Sin embargo, sí que había una gran diferencia entre el accidente de Roald y el de Antoine; mientras el primero volaba como piloto de guerra en una misión, el segundo lo hacía por un premio de ciento cincuenta mil francos camino de la colorida Saigón. Desde luego no se puede negar que ambos fueran accidentes formidablemente literarios.

El golpe que Roald recibió en la cabeza durante el aterrizaje de emergencia fracturó su cráneo y lo dejó ciego. Pudo haber muerto allí mismo, pero acabó en un hospital de Alejandría donde fue tratado para recuperarse de sus lesiones. Y, como en la mejor novela de Victoria Holt, en el momento preciso entró en escena una enfermera del hospital que la Royal Navy tenía en Alejandría, Mary Welland; pero eso es otra historia. Solo os adelanto que se sentaba en su cama cada día para curar sus heridas durante una hora, y cuando Roald, contra todo pronóstico, recuperó la vista tiempo después, ella fue la primera persona que vio —no podéis negar que os recuerda necesariamente a Ralph Fiennes y Juliette Binoche recreando en el cine la novela de Michael Ondaatje, El paciente inglés—.

Los colosos son colosos por algo. Después del accidente, ningún oficial pensó que el piloto Roald Dahl volvería a volar jamás; al igual que su profesor de Lengua Inglesa, se equivocaban. Roald volvió a pilotar y entró en combate aéreo en varias ocasiones, entre ellas en la célebre batalla aérea de Atenas. En esa y otras escaramuzas derribaría varios aviones enemigos, al menos cinco. No obstante, las secuelas de su accidente continuaban afectando a sus sentidos. Fue relevado del servicio por este motivo. Y aquí comienza otra etapa que da un giro vital e inesperado a la biografía rocambolesca de Dahl. Una serie de circunstancias lo llevaron a trabajar para el MI6 —el Servicio de Inteligencia Secreto del Reino Unido— desde la embajada británica en Washington D. C. Roald iba a ser espía, pero lo más importante es que iba a volver a escribir, y eso sí que cambiaría su destino.

Sus habilidades sociales y las buenas amistades que había forjado en poco tiempo equivalieron a influencia e información. Eso atrajo la atención del famoso maestro de espías canadiense William Stephenson —lo más parecido a un James Bond que podamos imaginar—. Parte de la misión de Stephenson era que la opinión pública continuara a favor de la intervención militar de Estados Unidos en la guerra, y para eso había que contar con la prensa. En poco tiempo, además de pasar toda la información de la que disponía, Roald «el espía» se ponía manos a la obra y escribía un amplio artículo para el Saturday Evening Post —el de las portadas del ingenioso Norman Rockwell— donde narraba con todo lujo de detalles su accidente en el desierto. Después de ese hubo muchos otros. Y quizás sea el momento preciso de volver al chocolate, aunque sea dando el último rodeo.

Además de espiar, Roald no había dejado de escribir. En 1943 publicaba Los gremlins con un enorme éxito. Random House no pudo reimprimir a tiempo por la escasez de papel, pero la primera edición fue de cincuenta mil ejemplares solo para el mercado estadounidense. La historia giraba en torno a unos pseudoduendes que, según los pilotos, eran los responsables de las averías de sus aviones. La Disney compró los derechos para el cine, pero la cinta nunca llegó a producirse. Cuarenta años más tarde, Steven Spielberg se inspiraba en estos seres para filmar la película que todos hemos visto alguna vez: Gremlins. La de los reptilianos hijos bastardos —y bastante canallas— de Gizmo. Una película que, además de entretener, dio felices ideas a los niños de todo lo que se podía hacer con una batidora —poco después de que se estrenara, la Asociación Estadounidense de Cineastas tuvo que cambiar su sistema de calificación por edades—.

La guerra terminó en el año 1945, y ser espía no resultaba tan rentable, pero escribir buenas historias era otro cantar. Roald se movía con soltura entre cócteles y fiestas; pero también entre la literatura infantil y la de adultos. Así que decidió apostar por ello de forma definitiva, iba a desarrollar una carrera que lo catapultaría al olimpo de los grandes escritores del siglo XX… aunque le faltaba el último empujón. Ese fue contraer matrimonio con la actriz Patricia Neal (Óscar a la mejor actriz en 1963 por Hud). Se casaron en 1953, orientó bien a Roald y concibieron juntos a cuatro chicas y un chico.

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Roald Dahl y Patricia Neal, por Carl Van Vechten, abril de 1954. Fotografía: Biblioteca del Congreso. Washington, D.C.
Durante un paseo en Nueva York, mientras la niñera se ocupaba del pequeño Theo Dahl, un taxi atropelló el cochecito que lo transportaba. Theo solo tenía cuatro meses. El fuerte traumatismo le provocó una hidrocefalia, colocándole al borde de la muerte. No había mucho que se pudiera hacer. La presión intracraneal era excesiva, los artefactos que existían se atascaban con tanta frecuencia que eran inservibles. Viendo el sufrimiento de su hijo, Roald no dejaba de pensar en cómo ayudarlo. No perdió el tiempo y, con el asesoramiento del ingeniero hidráulico Stanley Wade y el neurocirujano Kenneth Till, diseñó un rudimentario dispositivo que era capaz de aliviar la afección. Funcionó. Lo bautizaron como válvula WDT (Wade-Dahl-Till valve). Además de salvar la vida a Theo, la válvula extracraneal se fue perfeccionando y se aplicó en miles de pacientes, la gran mayoría niños. Ninguno de los tres consintió jamás recibir regalías por su invento.

La familia volvió a Inglaterra buscando la tranquilidad. Pero dos años más tarde, Olivia Dahl, la primogénita, moría víctima de una encefalitis provocada por el virus del sarampión. Tenía siete años. Este hecho hundió a Roald por completo, nunca llegó a recuperarse del todo. Cómo hacerlo. Era 1962, y la vacuna del sarampión no sería efectiva hasta 1971. Se refugió en la escritura. Removiendo los rincones de su memoria en busca de vivencias felices que lo evadieran, brotaron sus recuerdos de Repton. Y ahí estaba el chocolate que lo redimiría una vez más. Inspirado en esos recuerdos, Roald escribía su gran obra en 1964: «Fue hermoso soñar esos sueños. Recordé esas pequeñas cajas de cartón y los chocolates recién inventados dentro de ellas, y comencé a escribir un libro llamado Charlie y la fábrica de chocolate». Al fin llegaba Charlie.

El libro cuenta la historia de Charlie Bucket, un niño muy pobre al que le cambia la vida cuando encuentra un premio colosal dentro de una chocolatina Wonka. La ilusión e inocencia de Charlie, alguien que no tiene absolutamente nada material, contrastan con la tristeza y descreimiento del otro protagonista, el inventor de golosinas Willy Wonka, un magnate del chocolate que lo tiene aparentemente todo. La historia, divertida y conmovedora, ha hecho vibrar a niños y mayores de todo el mundo. Además de chocolate, está llena de extrañas ambrosías con los efectos más locamente peligrosos y extravagantes que se puedan imaginar. ¿Una muestra? Además de los caramelos eternos everlasting gobstopper, estaba el toffe capilar, te comías un trocito y justo a la media hora te crecía una larga y sedosa cabellera, por no hablar de la barba; el chicle mágico Wonka, un chicle alimenticio para no tener que cocinar; helados calientes para días fríos, muy útiles en invierno; chicles con pegamento para padres que hablen demasiado; caramelos explosivos para los enemigos… y mis preferidas: las grajeas de arco iris rainbow drops: después de comerlas, podías escupir hasta en seis colores diferentes (siempre me pregunté dónde fue a parar el séptimo color).

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Material promocional para la edición del 40 aniversario de la película. Imagen: Warner Bros.
La historia de la fábrica de Willy Wonka tuvo tanto éxito que fue llevada al cine en dos ocasiones. La primera en 1971, con dirección de Mel Stuart y protagonizada por Gene Wilder y Peter Ostrum (hoy día es veterinario). La segunda en 2005, dirigida por Tim Burton y protagonizada por Johnny Depp y Freddie Highmore. El libro Charlie y la fábrica de chocolate ha vendido más de doscientos millones de ejemplares en todo el mundo. Son muchos ejemplares. Cualquier editor se rompería la crisma por contar con un título así en su catálogo. Y goza de una salud de hierro. Si los niños no se acaban en algún futuro distópico, cosa altamente improbable, continuará vendiéndose durante mucho tiempo. El talento y la imaginación de Roald lo valen.

Quizás sea solo casualidad y, después de todo, los poderes sobrehumanos del explorador Roald Amundsen no pasasen al pequeño Roald Dahl de ninguna de las maneras; pero, adivinad qué llevaba la ración diaria de Amundsen en su viaje a las ignotas tierras de las nieves del sur: unos 350 gramos de pemmikan (una pasta hipercalórica de carne pulverizada y deshidratada, mezclada con frutos secos y grasa), 380 gramos de galletas (lo que viene a ser «cuarto y mitad»), 60 gramos de leche en polvo… y 40 gramos de chocolate, muy cerca de lo que pesaban las irresistibles chocolatinas Wonka, las maravillosas barras de los billetes dorados con las que todos hemos soñado alguna una vez.
https://www.jotdown.es/2018/11/el-espia-que-inventaba-historias-sobre-el-chocolate/
 
La revolución cultural nazi
Publicado por Javier Bilbao
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Detalle de la cubierta de La revolución cultural nazi, de Johann Chapoutot (Alianza Editorial).
Se nos va de las manos. Basta echar un vistazo a las noticias y nos asalta la polémica por una tarta con esvástica que se sirvió en la clase de Historia de un colegio australiano. Apenas logra uno hacerse a la idea de la gravedad del asunto y se nos viene encima otro titular sobre una pareja que practicaba «rituales nazis» con su bebé en el Reino Unido. Lo que nos lleva a recordar el caso extremadamente mediático del youtuber escocés también condenado por enseñar a su perro el saludo romano. Gesto que a su vez acaban de hacer unos universitarios en Wisconsin en una foto de fin de curso rápidamente viralizada y los consabidos debates sobre los límites del humor. Un asunto de actualidad que nos reclama opiniones enfáticas, qué duda cabe, pero apenas vamos a articular palabra y algo desvía rápidamente nuestra atención: resulta que en Corea del Sur un conocido grupo de música pop está en el ojo del huracán porque uno de sus miembros llevó una gorra con un símbolo nazi.

Pero no estamos todos, falta Chomsky. Llevaba unos días en silencio así que ha aprovechado para sembrar la controversia al usar el término «judeonazis» para referirse a Israel, pero antes de que alguien pueda indignarse vienen a hablarnos de que un padre en Kentucky disfrazó a su hijo de Hitler —que le gusta mucho la historia, dice— y de un chiflado que se lazó a gritar vivas al susodicho en mitad de un teatro en Baltimore causando gran agitación, mientras al vuelo otro titular nos deslumbra señalando no sé qué vínculo familiar que une al Führer con Arguiñano. De él —el dictador, no el cocinero— recientemente además nos han informado en los medios de que era bisexual, sadomasoquista y se cambiaba de calzoncillos cada tres días, exclusiva que casi logra hacernos olvidar que tal prenda íntima del sujeto fue subastada por cinco mil dólares, menos de los once mil quinientos dólares con los que acaba de ser vendida una foto suya junto a una niña judía.

En fin, anécdotas más o menos llamativas para distraernos hasta que nos alarman con el regreso del «Hitler de Sri Lanka», ni idea de quién será pero seguro que no trae buenas intenciones, y por si no teníamos bastante descubrimos que hay también un tal «Hitler de Culiacán». O al menos así se hace eco la prensa de cómo han bautizado sus adversarios políticos al alcalde de la ciudad. Mientras que el primer ministro de Pakistán, impaciente, no ha querido esperar a que se lo llame alguien y se ha comparado a sí mismo con él, quedándose tan ancho.

Así no hay manera, oiga, calmémonos un momento. Están sobreestimulando nuestra atención a base de titulares clickbait en una burbuja mediática imparable de hitlerismo. Pero entonces recordamos que no es cosa solo de las noticias, pues en cartelera hay una película de nazis mutantes de un género, el de terror, que los tiene en gran estima: aún están frescas en nuestra memoria las imágenes de nazis marionetas asesinas, nazis zombis, de nazis cabalgando dinosaurios y de nazis zombis a lomos de tiburones voladores. Las redes sociales no se muestran menos activas al respecto, dado que basta realizar una búsqueda del término «nazis» para comprobar que ha formado parte de setenta y ocho tuits solamente en los últimos diez minutos. Si nos centramos en el contexto de cada uno vemos que es despreocupadamente polisémico. Se lo llama cada facción política a su contraria, constantemente, en todos los países. ¿Quién en su sano juicio podría negarse a usar ese comodín en cualquier disputa ideológica? Es una contundente arma arrojadiza y saber de aquellas circunstancias nos puede resulta útil en la medida en que sirva para hacer paralelismos con la actualidad. Manoseado como provocación, desvarío, insulto, advertencia u objeto de mitificación el nazismo es a estas alturas menos un acontecimiento histórico que una representación del Mal. Por eso, entre tanto ruido, resulta de agradecer la actitud de Johann Chapoutot, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de París-Sorbona.

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Clase racial en Alemania, 1943. Fotografía: Liselotte Orgel-Köhne / Deutsches Historisches Museum.
Primo Levi dejó escrito cómo al llegar a Auschwitz fue confinado en un barracón donde debía esperar. Allí arrancó un carámbano de hielo para calmar la sed pero un guardia se acercó y se lo arrebató. ¿Por qué? Le preguntó Levi, «aquí no hay porqué», le respondió el guardia. Con esa anécdota comienza La revolución cultural nazi (Alianza Editorial) marcando así el camino que tomarán las páginas siguientes, que es precisamente el de hallar porqués. Frente a la actitud generalizada de querer cambiar el mundo antes que comprenderlo, Chapoutot opta más humildemente por el sentido opuesto. Resiste la tentación de sacar conclusiones o trazar paralelismos y busca «hacer historia, simplemente. Y comprender por qué y cómo unos hombres pudieron ver a otros hombres a través del cristal de un acuario». Estamos por tanto ante un historiador o, si nos apuran, ante un filósofo que busca conocer el objeto de su estudio antes que sus representaciones en la pared de la cueva, hoy día tal como señalábamos tan numerosas que solo generan confusión. La pregunta fundamental a la que busca dar respuesta es la que tantas veces nos hemos hecho: cómo una sociedad civilizada pudo llegar tan lejos en su barbarie. Que el conjunto de la población llegase a aceptar lo inaceptable, que viera alterada tan radicalmente su escala de valores, fue un logro que el Tercer Reich alcanzó en un periodo de tiempo sorprendentemente breve. ¿Cómo? Pues como el propio título indica mediante una revolución cultural. ¿Pero no era un movimiento contrarrevolucionario, reaccionario, que pretendía hacer volver a Alemania a sus orígenes? ¿Acaso puede hacerse una revolución en nombre de la tradición?

La respuesta que va desgranando a partir de un amplio número de fuentes es que esa tradición fue, en buena medida, inventada. La reescritura del pasado resultó tan extensa y aplicada a tantos órdenes que más bien se trataba de un traje a la medida de ese tercer reino que debía suceder al Sacro Imperio Romano Germánico y al unificado por Guillermo I en el siglo XIX. De esa manera Platón, aunque fuera griego, pasa a encarnar el ideal del hombre nórdico y su república es la primera representación del Estado totalitario anhelado por el nazismo, mientras que los sofistas que se le oponían resultaban ser «hombres de raza asiática, según nos enseña la ciencia racial» conforme a un manual de estudio de la época. El derecho romano se convierte en un elemento invasor que propagaba una visión individualista y materialista judeo-burguesa ajena a un reinventado derecho nórdico ancestral apegado a la sangre y la tierra. El cristianismo no corrió mejor suerte, pues era «la mayor peste que podía golpearnos a lo largo de la historia» en palabras de Himmler, un molesto escollo con su visión compasiva de los débiles, su universalismo y su sanción del matrimonio monógamo, al que el artífice de los campos de concentración calificaba como «obra satánica de la Iglesia católica». Otro tanto con la Revolución francesa: apenas llega el NSDAP al poder en 1933 Goebbels proclama orgullosamente «hemos borrado el año 1789 de la historia alemana». Borrar y reescribir.

Junto a ello, además, un uso intensivo de los eufemismos, metáforas y neologismos hasta crear prácticamente una neolengua. En la cúspide el Volksgemeinschaft, la comunidad del pueblo, también llamado Volkskörper, cuerpo del pueblo, una metáfora muy querida por esta doctrina pues permitía desarrollar un conjunto de símiles a partir de ella. Si el pueblo es un cuerpo, entonces deberá cuidar su salud frente a los gérmenes y parásitos. En palabras de Himmler: «el antisemitismo es una cuestión de desinfección. Erradicar las pulgas infecciosas no es asunto de ideología, sino de higiene. De igual modo, el antisemitismo nunca ha sido para nosotros un asunto de ideología sino de higiene, asunto que pronto zanjaremos, dicho sea de paso. Pronto nos habremos deshecho de los piojos». Esos «piojos» eran personas que estaban fuera de la Leistunggemeinschaft, la comunidad basada en el principio de la productividad, y que debían catalogarse como Lebensunwert, indignos de vivir. En este nuevo orden social hasta las amantes tenían su espacio, ahora llamadas de forma mucho más seria Volksnotehe,dado que su función no era otra que la de incrementar la descendencia de los más racialmente aptos. En definitiva, se trataba de una revolución moral, un cambio drástico en todos los órdenes, también en la propia conciencia y la vida íntima, que se llevó a cabo mediante la propaganda masiva, la educación, la coacción y la manipulación del lenguaje, de la historia y de las referencias tradicionales, ahora alteradas significativamente pero fingiendo que siempre habían sido así.

Un aspecto interesante que señala Johann Chapoutot es la importancia que tuvo la guerra como catalizador de todos estos cambios que hemos esbozado en las líneas anteriores. Si la recuperación económica que propició el régimen se basó en el rearme y el sostenimiento de la deuda acumulada exigía ocupar y expoliar a los países vecinos, y si buena parte del ideario nazi se basaba en el concepto del espacio vital alemán, la guerra, además, permitió con su movilización acelerar en pocos años toda esta inmensa obra de ingeniería social que de otra forma hubiera requerido décadas. En conclusión, una obra de interés la de este académico francés, y si al terminar de leerla queremos hacer paralelismos con la actualidad y llamar nazis a los demás en las discusiones de las redes sociales será, al menos, con conocimiento de causa.

https://www.jotdown.es/2018/11/la-revolucion-cultural-nazi/
 
Raúl Guerra Garrido: Lectura insólita de 'El capital'


Idioma original: castellano
Año de publicación: 1976
Valoración: Muy recomendable

Raúl Guerra Garrido tiene una gran capacidad para hacerse con pequeñas historias que pueden pasar desapercibidas, sobre las que edifica relatos que mezclan ficción y datos históricos, poniendo luz sobre realidades sociales casi siempre ignoradas. Ya lo hizo con El año del wolfram, en torno al descubrimiento en los años 40 de vetas de wolframio en Ponferrada, hecho que desató toda una trama de maniobras nacionales e internacionales que dieron para una novela de intriga ensamblada sobre el entorno de la minería del Bierzo.

En Lectura insólita de ‘El capital’ el foco se pone en la peculiar industria de la siderurgia guipuzcoana, un sector que históricamente ha presentado un perfil muy peculiar, con pequeños empresarios de la tierra, en buena parte autodidactas, que han levantado proyectos empresariales sólidos aunque de tamaño limitado, a base de iniciativa un poco loca, riesgos y mucho currelo. La excusa para adentrarse en ese mundo es nada menos que el secuestro de uno de estos industriales por parte de un grupo confusamente vinculado a ETA. El relato se desarrolla en dos líneas que se van alternando. Por una parte, el desarrollo en sí del secuestro, y simultáneamente, los testimonios de familiares, vecinos y trabajadores de la empresa en torno a la figura del secuestrado.

El asunto parece tener su origen en la muerte en accidente de un trabajador y un posterior conflicto laboral. Como es sabido, por esa época –años 70- ETA decidió involucrarse en este tipo de situaciones para acentuar su perfil obrerista, con lo que la historia es de plena actualidad en la época en que se escribe el libro. El cautiverio del empresario se desarrolla en diversas escenas que combinan breves monólogos interiores con diálogos de distinta intensidad con sus captores. Los cuadros están bien dibujados, sin deslizarse hacia el maniqueísmo o la demagogia. Los secuestradores facilitan a la víctima una edición resumida de El capital, de ahí el título, aunque no se profundiza mucho más por ese camino.

El mayor peso del relato recae en las opiniones que alguien –quizá un periodista- va recabando en el entorno del empresario. Gentes que le conocen de toda la vida hablan sobre él, muchos de ellos desde el anonimato, y se extienden sobre su vida, su personalidad, y la historia y circunstancias de la empresa. Algunos de los más veteranos se explayan en interesantes retazos de la historia guipuzcoana, la posguerra, los tiempos de la cartilla de racionamiento, el contrabando, el sálvese quien pueda. Trabajadores y vecinos nacidos en otros lugares (los ‘cacereños’, en Bizkaia ‘maketos’ o ‘coreanos’) cuentan su experiencia, el peso de su origen en una sociedad que a veces les mira con recelo. Los nativos muestran su admiración por el gran hombre que empezó trabajando la huerta y dio trabajo y prosperidad a toda la comarca. Los más jóvenes lo ven como un empresario obsoleto, paternalista, despótico, y algunos le tildan directamente de explotador.

En la figura del emprendedor intachable, del vecino generoso y campechano, van apareciendo grietas que a veces dejan ver odios secretos, vejaciones, injusticias. La gran empresa que el hombre hizo posible con su arrojo y su dedicación tiene luces y sombras, como las tiene el modelo industrial de la región. Las opiniones son plurales, el cóctel equilibrado, realista, honesto. Lo que en principio parece un problema local, gracias a ese amplio espectro, adquiere un valor universal: la sociedad es compleja, pesa la historia, los intereses o las debilidades de los individuos, su diferente posición en el puzle, y todo ello demuestra lo inane de los juicios superficiales, de los estereotipos. Ese mensaje se transmite con toda claridad al lector.

Vale que haya técnicamente algunos aspectos mejorables: los testimonios de los vecinos tienen un tono quizá demasiado uniforme, el relato del secuestro queda a veces un tanto arrinconado, y al giro final, en mi opinión muy logrado, le sobra un último fleco. Pero el conjunto me parece sumamente sólido, mantiene el interés y tiene la virtud de resultar equilibrado en un tema, localización y época sumamente delicados.

P.S.: Menudo favor que le hace al libro el prólogo de ese buen escritor que es Isaac Montero. No sólo es un compendio (afortunadamente breve) de lugares comunes para un análisis político de vía estrecha, sino –todavía mucho peor- su contenido no tiene prácticamente ninguna relación con lo que el relato cuenta en realidad. Vamos, que se diría que ni siquiera se lo ha leído, y ha aprovechado para soltar su speach. Mi recomendación es que no lean ustedes ese prólogo. O, mejor aún, que lo lean después de terminar el libro. Así verán si tengo o no razón.
http://unlibroaldia.blogspot.com/2018/12/raul-guerra-garrido-lectura-insolita-de.html
 
Pedro Mairal: Una noche con Sabrina Love


Idioma original: español
Año de publicación: 1998
Valoración: muy recomendable

Este es el debut de Pedro Mairal, escritor del que La uruguaya me dejó una inmejorable impresión, gracias al estimable logro de retratar, desde una situación relativamente cotidiana, la esencia del individuo masculino en su teórica madurez. La repercusión de esta novela despertó cierto interés general por la obra del autor argentino y Asteroide decidió recuperar esta opera prima que ya fue premiada, dos décadas atrás, y añadirle un prólogo del propio autor que resulta ser un valioso texto.
Puede que en esta decisión pesara el hecho de que las dos historias tienen ciertos trazos comunes. Las dos retratan a hombres en edades "complicadas": la adolescencia en fase final y la madurez. La cercanía de los 20 aquí (Daniel, el protagonista, tiene 17) y la de los 40 en La uruguaya. Hombres que se desplazan fuera de su hábitat para asuntos relacionados con la entrepierna. Cuyo destino es la incerteza.
En Una noche con Sabrina Love el adolescente Daniel, empleado precario de un almacén frigorifico de aves, accediendo de forma irregular a un canal por** resulta agraciado en un curioso sorteo a través de una línea telefónica de pago. Su número es el escogido entre miles de concursantes para pasar una noche con Sabrina Love, por**-star que presenta una especie de consultorio o programa en horario de madrugada. El sueño de Daniel, debutar en manos de una voluptuosa profesional, se materializará, pero Daniel, que vive en la miseria y bastante lejos del estudio en que tiene que producirse el encuentro, en Buenos Aires, no dispone de medio alguno para llegar allí: ni vehículo, ni dinero, apenas ha podido hacer que su hermano le apañe un alojamiento en casa de un amigo. Además, es menor de edad y ha tenido que mentir a la productora del programa para que le permitan acudir a disfrutar de su premio.
En fin: una situación original, pero que no daría para mucho, quizás, en manos de otros escritores. Mairal se las apaña para convertirlo en una centena de paginas que retratan una sociedad, o eso he percibido de una manera subliminal. O sea, Mairal me ha enredado con sus malas artes y he visto una sociedad rural alejada de la urbe, una nación joven, ansiosa e ilusionada pero aún inacabada, precaria y torpe en la acometida de sus propósitos (y sin ánimo de ofender: la semana en que acabo esta reseña los dos hechos argentinos más recientes son el lío de la vuelta de la final de la Libertadores y las lágrimas de Macri). Jodido Mairal, ahora me da por ejemplificar en ese Daniel a toda una nación. Y no: puede que Daniel solo represente al género masculino gobernado por las gónadas como el tipo de La uruguaya.
Daniel, regreso a la sinopsis de un libro que hay que leer para hacerse una idea de toda su carga, traza una especie de odisea hasta llegar a Buenos Aires. Sus encuentros son, todos, dignos de mención, y es curioso que de todos ellos, de todos esos intentos de conseguir alcanzar su sueño, solo salga malparado cuando unos soldados uniformados le despojan de la poca plata que acarrea. Otro símbolo: un camionero parece conocer muy de cerca a quien causó la muerte de sus padres en un accidente en una de esas curvas peligrosas de carreteras en muy mal estado.
Y ya paro: no me extraña el premio ni los elogios de figuras como Bioy Casares. Lo que parece una simple estampa costumbrista se adereza de manera que se blinda en la memoria. Vaya con Mairal.
http://unlibroaldia.blogspot.com/2018/12/pedro-mairal-una-noche-con-sabrina-love.html
 
Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes



Idioma original:
Inglés
Título original: Of murder considered as one of the Fine Arts
Traductor: Diego Ruiz
Año de publicación: Entre 1827 y 1854
Valoración: Recomendable (o algo más)

Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes recopila tres textos salidos de la pluma de Thomas de Quincey: "Primera" y "Segunda memoria" (los cuales se publicaron originalmente por entregas), además de un "Post Scriptum". Las dos piezas iniciales, redactadas en formato conferencia, son una obra maestra del humor negro. La última, una crónica periodística de calidad excepcional.

“Primera memoria” fue publicada en 1827 en la revista Blakwood's Magazine. En ella se ficciona una conferencia impartida en la Asociación de Conocedores del Asesinato, asociación que reivindica el asesinato como forma de arte. El ponente asevera que todo asesinato puede (y debe) ser criticado y juzgado estéticamente. El asesinato es un acto reprobable, claro, pero una vez ya ha sido consumado, ¿por qué no admirarlo si así lo merece? Aspectos como el sujeto asesinado, los instrumentos, el tiempo o el lugar son los que determinarán la calidad de la obra. La “Segunda memoria”, publicada originalmente en la misma revista que su predecesora el año 1839*, viene a continuación. Es otra conferencia que ahonda todavía más en las peculiares inquietudes estéticas de la Asociación.

En ambos textos, escritos, por cierto, con precisión y elegancia, De Quincey hace gala de un exquisito humor inglés, permeado en todo momento por el sarcasmo y la ironía. El pasaje más conocido de este libro es una prueba indiscutible de ello: «Uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia al robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente.»

Por último tenemos un “Post Scriptum”, fechado en 1854. Esta parte se añadió a posteriori, quizás porque el autor sentía remordimientos por la supuesta frivolidad que había mostrado en las dos "memorias". ¿Qué podíamos esperar? Ya en sus extraordinarias Confesiones de un inglés comedor de opio se acobardó, y en la versión revisada de las mismas añadió un fuerte componente de moralidad. Personalmente, considero que la broma Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes era más que tolerable dado el tono irónico de la misma, y que no hacía falta un cierre como éste. Sin embargo, hay que reconocer que “Post Scriptum” es el texto más bien escrito del libro, por lo que su lectura es una auténtica gozada. En él, el autor finalmente se posiciona abiertamente en el asunto, sin la máscara del humor o la crítica social. Mediante una crónica periodística, describe minuciosamente los asesinatos cometidos por John Williams en 1812 y por los hermanos M'Kean en las proximidades de Manchester, con crudo realismo.

El mensaje Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes es evidente. En primer lugar, De Quincey critica el morbo que ciertos sucesos sórdidos generan en la raza humana. Dejad que os cite un fragmento de la primera conferencia para avalar esta afirmación: «El mundo en general -señores- está sediento de sangre; todo lo que desea en un crimen es que la efusión de sangre sea copiosa (...). Pero el conocedor ilustrado tiene más refinado gusto, el resultado de nuestro arte, como el de todas las demás artes liberales, es humanizar el corazón (...).» El hecho de que el autor señale una flaqueza humana y haga que en una Sociedad de refinados caballeros la justifiquen dota a todo el relato de una aguda misantropía. Por otro lado, también ayuda el uso constante de citas en latín** o académicas. El aire culto que desprende el libro, que en ningún momento consigue camuflar las atrocidades que en él se dicen, actúa como crítica soterrada a los círculos elitistas que se dicen elevados.

En resumen, Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes es un ejercicio de genialidad que ha influenciado sobremanera a multitud de creadores, desde Marcel Schwob hasta Jorge Luis Borges. Sienta como un soplo de aire fresco en tiempos tan políticamente correctos como los que vivimos hoy en día. Y por sí misma, la lectura de este libro es imaginativa y ociosa: presenta una fabulación totalmente creativa, como la Historia universal de la infamia, teñida por un tono deliciosamente cínico, como el de El diccionario del Diablo. Vamos, que mejor carta de presentación, imposible.

*En el libro se le atribuye esta fecha a la “Segunda Memoria”, aunque en algunos sitios web consultados durante la gestación de esta reseña se afirma que esta data del 1829.

**Jamás traducidas en anotaciones de pie de página en la edición de Renacimiento, supongo que para dotar de mayor pedantería todavía al texto.
http://unlibroaldia.blogspot.com/2018/12/thomas-de-quincey-del-asesinato.html
 
Stig Sæterbakken: Siamés



Idioma original:
noruego
Título original: Siamesisk
Traducción: Øyvind Fossan y Cristina Gómez-Baggethun
Año de publicación: 1997
Valoración: bastante recomendable

Los que me hayáis ido siguiendo en ULAD desde hace un tiempo, sabréis que tengo cierta debilidad por la literatura nórdica y es comprensible pues en ella encontramos no únicamente a grandes autores recientes como Karl Ove Knausgård (vale... me gusta provocar un poco) y Frode Tiller, sino también a clásicos como Hamsun, Ibsen o Strindberg. Pero siempre quedan grandes autores escondidos, menos conocidos, pero que por casualidad o acierto, aparecen de golpe en el mercado literario. Este es un claro ejemplo de ello, pues descubrí a Sæterbakken el año pasado con su «A través de la noche» y supuso mi calificación directa de mejor libro del año. Y ahora, Mármara Ediciones se ha lanzado con la edición de un nuevo libro del autor, y esto siempre es motivo de celebración.

El argumento de esta novela es breve, brevísimo. Tenemos a Edwin y Erna, matrimonio de avanzada edad que vive de manera bastante aislada del mundo exterior. Él, ciego y aquejado de una enfermedad que le tiene postrado en una mecedora; ella, con una grave deficiencia auditiva. Solo se tienen el uno al otro y poco más, y aun así, casi ni eso, porque lo que Sæterbakken nos cuenta es la historia de esta pareja de ancianos, una relación desgastada tras años de relación, y en los que la salud (especialmente la de él, tras su pérdida de visión) influye de manera directa, y provoca que aumente el deterioro en el afecto entre ellos, erosiona su vida conjunta y mina la relación; una relación forjada a través de los años, pero en la que el paso del tiempo hace mella, pesa, desgasta y carcome.

Así, y aunque centrando la novela en sus dos protagonistas, la narración se decanta especialmente hacia Edwin; en él el tiempo avanza de manera inexorable y deteriora irremediablemente su salud, y con ello también su manera de ser, pues su carácter se va agriando con el paso del tiempo; su salud se empobrece y las horas sentado en su mecedora le aburren hasta el hastío; y su ceguera no ayuda, pues cada vez se muestra más desconfiado hacia su mujer, por no cuidarle lo suficiente, por dejarlo apartado en la negritud de su ceguera, en la solitud de su oscuridad; tal es así que llega a afirmar que «me molesta su ausencia tanto como su presencia». Así, cada uno vive el paso del tiempo de manera diferente, siendo para él algo únicamente inevitable, afirmando que «para ella son días divididos en horas y horas divididas en minutos, pero para mí no es más que una apestosa oscuridad.» o también sentenciando que «mi futuro es la oscuridad». Así, la oscuridad no únicamente viene dada por su condición física sino también anímica y mental, una oscuridad de la que no puede salir ni tan siquiera saber su final, pues ha perdido consciencia de toda noción del tiempo. Sin ver los días pasar, sin tener otras distracciones que las propias ocupaciones mentales, las tinieblas se ciernen sobre él esperando que llegue, inexorablemente, la noche definitiva. La soledad que experimenta el protagonista encerrado en su ceguera es tal que llega a desear una enfermedad grave para que se acuerden de él, hablen de él, se preocupen por él; tal es la desesperación y el aburrimiento que desea enfermar gravemente para así apartar los nimios pensamientos que ocupan su mente y con ello poder reemplazarlos por algo más grave, más profundo. Así, el tono del libro arrastra al protagonista hacia la decadencia humana, hasta los límites de la desesperación, hacia la decrepitud más intensa que lo conduzca de manera inexorable por el camino del hartazgo hasta el destino final.

Estructuralmente, la narración es un acierto, pues alterna la narración entre los dos protagonistas y nos permite ver, de esta manera, ambos puntos de vista. También el autor acierta en la extensión, pues el argumento es muy simple en cuanto a los hechos, sobre lo que sucede, y el número de páginas que el autor le dedica es suficiente para meternos en la historia sin que se haga cuesta arriba o monótona. Sæterbakken sabe calibrar perfectamente el ritmo, evitando caer en redundancias o pesadez lectora por reiteración de situaciones.

Estilísticamente, el libro sorprende, pues, aunque ya conocíamos la calidad de la prosa del autor por su anterior obra «A través de la noche», en este caso el estilo es bastante diferente. El autor sostiene durante todo el relato un estilo seco, de tono desconfiado, duro, pesimista, que recuerda en gran parte a Strindberg (autor publicado por la misma editorial), pero también a Hamsun, por la manera de tratar las relaciones humanas, por la solitud que desprende y por la incomprensión profesada. Así, el autor desprende mucha agonía en este relato, pues no únicamente la ceguera aísla a Edwin, sino también la desconfianza hacia su mujer, que le aparta de cualquier mundo exterior; la animadversión hacia ella crece a medida que pasa el tiempo, llegando incluso a dudar sobre si finge la sordera porque la favorece, y le permite hacer ver que no oye lo que no le interesa oír, pero a la vez, reconoce que es atenta con él, «¿Qué haría yo sin ella? Siento la necesidad de agradecérselo, pero sé que nunca seré capaz de hacerlo…». En esta extraña, pero constante dualidad afectiva, el autor se mueve perfectamente retratando un matrimonio que llega al límite como pareja, pero también a nivel individual.

Así, en esta novela, el autor nos habla de la soledad, y de cómo el paso del tiempo va haciendo mella en un matrimonio que, sin apenas diversiones o sin poder salir de casa, engulle cualquier atisbo de cariño hasta convertir las personas en alguien extraño, como si la persona que tienen enfrente fuera alguien totalmente diferente, ajeno a su pasado, ajeno a los sentimientos que les despertaron tiempo atrás. La pareja se convierte en una carga, y la rutina se impone a la voluntad o al deseo. Con esta idea Edwin afirma que «estando casado con una mujer te conviertes en un mentiroso, te sientes obligado a mentir constantemente. Si no lo hicieras, la convivencia sería imposible».

Con esta novela, Sæterbakken nos hace partícipes de la decadencia humana, como seres individuales, pero también en las relaciones, arrastrándonos a un viaje vital en el que no hay salida posible, no hay una luz al final del túnel, únicamente hay un negro abismo que nos tienta y nos absorbe hasta acabar con cualquier motivo que nos empuje a desear seguir un día más. El libro retrata de manera dura y directa el paso del tiempo y el deterioro en la salud, propia y de pareja, arrastrando el alma de un ser hacia su propia devastación, aborreciendo su vida y su cuerpo, dando vía libre a una espiral de autodestrucción que le lleva a desear la muerte y pensar en ella, en todas las maneras posibles, hasta llegar a considerar una victoria el fin de la vida.

También de Sæterbakken en ULAD: A través de la noche

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Escritoras en la sombra
Publicado por Ágata Sala
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Colette, 1941. Fotografía: Cordon.
No dejan pasar nunca la ocasión de decirte que las mujeres deben dejar la pluma
y repasar los calcetines de sus maridos.

Rosalía de Castro en Carta a Eduarda (1866)

Ser mujer nunca ha sido de por sí tarea fácil. Y ser mujer y escritora todavía menos. Hubo un tiempo en que las mujeres ni escribían ni leían. La literatura era un terreno reservado exclusivamente a los hombres y de ellas solo se esperaba que tuvieran hijos y atendieran las tareas del hogar, en ningún caso que se volcaran en una labor intelectual. Sin embargo, a pesar de estos impedimentos, algunas autoras desafiaron los convencionalismos y lograron ingeniárselas para poder publicar sus escritos en un mundo en el que carecían de derechos. Ocultarse bajo un seudónimo masculino, firmar la obra como anónima y escribir a escondidas son algunas de las herramientas que emplearon un gran número de escritoras para hacer llegar sus voces al público y evitar que fueran considerados textos menores por el simple hecho de estar escritos por una mujer. Fueron unas auténticas revolucionarias, pioneras en su ámbito, y hoy figuran entre los grandes de la literatura. Ya lo advirtió en una ocasión Arthur Rimbaud: «Cuando termine la absoluta servidumbre de la mujer, cuando viva para sí y por sí, cuando el hombre la haya dejado libre, ella será poeta. ¡También ella!».

El anonimato fue la primera estrategia empleada por la mujer para poder mostrar su verdadera vocación literaria. Condenadas a la clandestinidad, las escritoras se veían obligadas a publicar sin revelar su identidad. Jane Austen fue un buen ejemplo de ello, ya que tanto Sentido y sensibilidad(1811) como la posterior Orgullo y prejuicio (1813) llegaron a las editoriales como manuscritos anónimos. No fue hasta su muerte cuando Jane Austen pudo firmar con su verdadero nombre. Persuasión, publicada a título póstumo en 1817, fue la primera novela firmada por la escritora, que tuvo una carrera demasiado corta a causa de una enfermedad que la llevó a la tumba con tan solo cuarenta y dos años.

Sus obras pasaron desapercibidas hasta que la gran literata Virginia Woolf la reivindicara en Una habitación propia, destacando la originalidad de sus novelas y un modo de narrar muy personal e inteligente. Austen nunca tuvo una habitación propia y tuvo que limitarse a escribir en el salón de casa, ocultando los textos en su cesto de costura cuando alguien se acercaba. Eso sí, tuvo la suerte de poder leer todo lo que quiso gracias a la gran biblioteca que tenía su padre, quien a pesar de los tiempos que corrían trató de ayudar a su hija contactando con una editorial, consciente de su talento literario.

Y si Jane Austen optó por el anonimato las hermanas Brönte decidieron firmar sus obras con seudónimo masculino para tratar de hacerse un hueco en un mundo tan adverso. Hijas de un clérigo protestante, Charlotte, Emily y Anne huían de las rigideces de la Inglaterra victoriana, que las condenaba simplemente a casarse o, en caso de no lograrlo, a invertir su tiempo en la enseñanza. Pero las Brönte eran distintas. Leían a Byron, a Walter Scott y a todo aquel autor que caía entre sus manos. Y escribían sin parar, ya desde muy niñas. Nada de lo que se esperaría de las hijas de un sacerdote.

Inmersas en una situación económica y familiar complicada, las hermanas optaron en 1846 por intentar publicar una selección de poemas y los firmaron como Currer, Ellis y Acton Bell, tres supuestos hermanos tras los cuales se ocultaban las Brönte. Aunque solo vendieron un ejemplar, Charlotte animó a sus hermanas a seguir probando suerte con la literatura y convirtieron la casa familiar de Haworth en su refugio literario, escondiéndose de su propio hermano y de los vecinos.

Fruto de ese intenso trabajo, Charlotte publicaría Jane Eyre, Emily mostraría su talento literario en Cumbres borrascosas y Anne, la más joven de las tres, lanzaría Agnes Grey. Las tres emplearon de nuevo los mismos seudónimos y, a pesar de ello, recibieron numerosas críticas y reproches morales por mostrar a una mujer distinta, rebelde. Fue Charlotte quien, tras la muerte de sus hermanos, decidió despojarse de la máscara y dar a conocer a los auténticos hermanos Bell, pudiendo disfrutar en vida del éxito de sus obras.

Así pues, el seudónimo fue un recurso de lo más habitual. Aurore Dupin, Caterina Albert o Karen Blixen son otras de las autoras que escogieron el disfraz masculino; era su manera de abrirse paso y de poder expresarse ante el mundo, teniendo en cuenta los prejuicios de la época y que carecían del apoyo de sus familiares más cercanos.

Aurore Dupin fue una escritora marcada por el escándalo, una maldita en toda regla, que escogió como nombre de guerra George Sand. Ya de muy joven decidió vestirse como un hombre, no porque se sintiera un varón sino porque la ropa le parecía más cómoda y le permitía moverse libremente por las calles de París. Fumaba en público y decía todo lo que pensaba, sin miramientos y sin importarle las críticas que su comportamiento conllevaba a mediados del siglo XIX. En 1832 publicó su primera novela, Indiana, con la que estrenaría el seudónimo que la acompañaría para siempre. Tras sus relaciones tormentosas con hombres como Alfred de Musset o Frédéric Chopin y una vida ajetreada —Balzac la apodaba la «leona de Berry»—, decidió retirarse a Nohant, donde escribiría la autobiográfica Historia de mi vida, Ella y él y los veinticinco volúmenes de Correspondencia, así como el Diario íntimo que se publicaría años después de su muerte.

Si Aurore Dupin escogió ser George Sand, la catalana Caterina Albert optó por esconderse tras el nombre de Virgili Alacseal en un primer momento para quedarse definitivamente con el seudónimo de Víctor Català. El monólogo teatral Infanticida le permitió ganar los Jocs Florals de Olot en 1898, pero a raíz de la polémica que se levantó tras conocerse que era obra de una mujer decidió preservar su verdadera identidad y firmar sus trabajos, a partir de entonces, como Víctor Català.

También la aristócrata danesa Karen Blixen, conocida sobre todo por la inolvidable Memorias de África, tuvo sus dificultades para poder dedicarse a escribir y lograr ser publicada. Karen Blixen fue durante años Isak Dinesen, aunque previamente firmaría como Osceola algunos cuentos en revistas danesas. No fue hasta la publicación de su primera obra, Siete cuentos góticos (1934), a la vuelta de sus diecisiete años de estancia en una granja de Kenia, cuando se convirtió por primera vez en Isak Dinesen, a pesar de que su identidad era más que conocida. Este nombre la acompañó también en su célebre Memorias de África, un relato nostálgico de su vida al frente de la plantación de café africana. En cambio, su única novela, Los vengadores angélicos, salió publicada bajo el seudónimo de Pierre Andrézel.

Pero el anonimato o el esconderse tras un nombre masculino no fue suficiente en algunos casos y escritoras como la francesa Colette tuvieron que aceptar que sus maridos firmaran las obras que ellas escribían. Una usurpación en toda regla que Rosalía de Castro denunció sin tapujos en su Carta a Eduarda: «Los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo… Únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar necias y aún erradas preocupaciones pero… ¡ay de ti entonces! Ya nada de lo que escribes es tuyo… Se acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas».

La polémica Colette fue una de las víctimas de esta apropiación. De hecho, fue su marido, un periodista de cierta reputación, quien la animó a escribir la exitosa serie de novelas Claudine para luego él firmarlas sin remordimientos. A cambio, simplemente le pasaba una pequeña asignación y le compró una casa en el campo, lo que a Colette le pareció insuficiente. Tanto que decidió divorciarse y anunciar, a los cuatro vientos, la auténtica autoría de las obras. Supuso el despertar de una autora que logró seducir a numerosos lectores con sus novelas sobre el universo femenino, las relaciones personales o el deseo sexual.

A diferencia de todas estas autoras, que de un modo u otro escondieron su identidad con el objetivo de poder publicar, la poeta estadounidense Emily Dickinson escribió como la que más —casi mil ochocientos poemas—, pero nunca permitió que nadie leyera sus textos. Era consciente de que para publicar debía cambiar algunos aspectos de su obra; no quiso hacerlo y escribió por y para ella.

Su vida, a pesar de pertenecer a una clase acomodada, no fue fácil. Las muertes de dos personas muy cercanas a ella, un amigo de la familia con quien la unía un fuerte vínculo intelectual y un pastor felizmente casado por quien se sentía atraída, la destruyeron por completo y su único refugio fue la poesía. Enferma ya desde muy joven, se encerró durante años en casa de su padre y solo salía para ir a misa o pasear a su perro. «Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma», aseguraba en una carta al editor y periodista Thomas W. Higginson.

Tras su muerte, en 1886, la hermana de Emily sacó a la luz la grandeza de su obra, plagada de una simbología y un mundo interior en ocasiones de difícil comprensión. Emily Dickinson fue una transgresora en el desafiante uso del lenguaje, la mezcla de géneros literarios y la puntuación, tan característica de sus poemas, y se negó a publicar en un mundo que nunca la entendería.

I’m Nobody! Who are you?
Are you — Nobody — too?
Then there’s a pair of us!
Don’t tell! They’d advertise — you know!

How dreary — to be — somebody!
How public — like a frog —
To tell one’s name — the livelong June —
To an admiring Bog!.

Emily Dickinson.

https://www.jotdown.es/2018/12/escritoras-en-la-sombra/
 
La decadencia de Yugoslavia
Publicado por Álvaro Corazón Rural
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Viejos partisanos de la II Guerra Mundial se reúnen alrededor de la tumba de Tito.
Hay menos quince grados en Belgrado. Nieve por todas partes, hielo en cada esquina. Te puedes partir el espinazo como te descentres un segundo al caminar. Los autobuses han estado días sin funcionar. Un taxi tardaba ochenta minutos de media en recogerte. La ciudad colapsada. Se fue la calefacción en el barrio central y el responsable de Energía tuvo que ir a dar la cara al día siguiente en prime time en la televisión pública en una dura entrevista. Un pequeño caos.

Y en medio, los refugiados, cuyo flujo nunca se ha interrumpido; los que no querían dormir en los albergues recibían mantas y abrigos para pasar la noche en largas colas cuyas fotografías se han difundido por las redes sociales de toda Europa. El temporal ha sido tan duro que por las mañanas aparecían perros callejeros congelados por las esquinas.

Cuando haces el recorrido habitual del aeropuerto al centro de la ciudad el taxista, al ver que eres extranjero —no falla—, te señala con precisión dónde está el restaurante de los padres de Djokovic, héroe nacional. Luego pasa irremediablemente por delante del antiguo Palacio de la Federación, donde se hizo en 1961 la primera conferencia de los jefes de Estado y Gobiernos de la agrupación del Movimiento de Países No Alineados, pero ahí ya no dice ni moco. Serbia ya no es Yugoslavia.

Tampoco se pronuncia al cruzar con el taxi el río Sava por el puente Stari Savski. Lo construyeron los alemanes durante la ocupación, pero cuando estaban retirándose acosados por los partisanos decidieron volarlo. Sin embargo, un maestro de escuela que vivía al lado, Miladin Zaric, vio las cargas colocadas y cortó los cables de los detonadores. Fue el único puente de toda Europa, junto al de Remagen, que los nazis quisieron y no pudieron dinamitar. No te mencionará a este héroe de Yugoslavia. Al ver que eres español, te chinchará con Nadal.

El camino seguirá por la plaza Slavija hasta el antiguo edificio del Estado Mayor del Ejército yugoslavo, que es una ruina de escombros en el mismo centro de la ciudad. En el esqueleto que queda en pie todavía se ven los agujeros de los misiles de la OTAN que lo destruyeron en 1999. Es ahí donde quedo con Miguel Rodríguez Andreu, director de la revista Balkania, la empresa más duradera hasta el momento para acercar la realidad e historia de la región a nuestra lengua.

Los restos del ministerio contiguo han estado desde entonces al descubierto, cargados de simbolismo, pero por fin los están retirando, bajo la atenta mirada de un cartel mastodóntico de promoción de las fuerzas armadas serbias con una bella soldado saludando. A Miguel, que lleva aquí muchos años viviendo, le parece bien. Cree que ya es hora. Cambia la faz de la ciudad. Hasta hoy ha sido lo primero que veía el turista recién llegado. Eso condiciona cualquier experiencia, eclipsa los múltiples atractivos culturales y de todo tipo de la región y pone el foco en la guerra ante todo, explica. Basta ya de exportar esa imagen de muerte y destrucción. Sobre todo, porque de aquí emanó uno de los lemas ideológicos más nobles: «Bratstvo i jedinstvo» («hermandad y unidad»). Gran ejemplo para todos los pueblos del mundo.

Le pregunto si van por ahí los tiros con el nombre de su revista, Balkania, que me suena al viejo sueño de Tito de establecer una confederación balcánica que incluyera a Bulgaria, Albania e incluso Grecia. Hubiera sido una Unión Soviética del sur, pero se fue al traste, entre otros motivos, por el boicoteo que hizo Stalin de la política exterior yugoslava en los años cuarenta.

A Miguel le hace algo de gracia la comparación: «La gran diferencia entre Tito y Stalin en aquella época era la descentralización. Tito era muy consciente de lo ambicioso y arriesgado de su proyecto porque conocía muy bien la fortaleza de la nación. La II Guerra Mundial en Yugoslavia fue un conflicto ideológico, pero también una guerra civil, e incluso étnica. El genocidio de serbios a manos de croatas ustaše y las matanzas de musulmanes por serbios četniks fueron crímenes nacionalistas. Tito sabía que establecer un solo país era un desafío mayúsculo y, en parte por su ascendencia austrohúngara, quiso implantar un pequeño imperio, algo como la monarquía dual, pero en comunista».

La federación yugoslava se constituyó con seis naciones y el reconocimiento de las nacionalidades minoritarias albanesa, húngara, turca, rutena, romaní… hasta dieciocho, incluyendo la de los que se consideraban solamente yugoslavos. Una prueba de que no fue fácil establecer un armazón legal para esta complejidad étnica fue que se escribieron y aprobaron cuatro constituciones en treinta años. En el 46, 53, 63 y en el 74.

El motivo de tanta corrección del marco legal elemental fue que el rumbo del país nunca estuvo del todo claro. Yugoslavia fue más estalinista que el estalinismo hasta que rompieron con Moscú e iniciaron entonces una línea basada en un socialismo mucho más benevolente que el soviético. El invento no estuvo exento de duras purgas a los llamados estalinistas mientras en los demás países socialistas europeos se purgaba a los acusados de titistas, pero marcó una línea que apreciaron en Occidente.

Este nuevo modelo contó con la ayuda y financiación estadounidense, del FMI y del Banco Mundial. Pero cuando, llegado el momento, en los sesenta, la evolución económica y social lograda precisó reformas democráticas que, como señaló el historiador François Fejtö, ya no podían ser solo teóricas como hasta entonces, Tito echó el freno y reculó. Yugoslavia era un carrusel de emociones políticas un tanto impredecibles.

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Stari savski most, el puente viejo sobre el Sava en Belgrado.
No obstante, durante esos primeros años de comunismo picapedrero, el nivel de vida alcanzó cotas hasta entonces nunca soñadas. Tal y como cuenta Miguel: «En esta parte del mundo, en la primera mitad del siglo XX, vivieron las guerras balcánicas, luego en la Primera Guerra Mundial se perdió un tercio de la población y, después, en la Segunda Guerra Mundial, murió la octava parte. Fueron cincuenta años de historia terroríficos. No hay una familia que no tenga muertos en alguna de esas guerras o directamente en todas. No encontrarás a nadie que no estuviera afectado. Por eso, lo que vino después con Tito fue una bonanza económica con la que en solo diez años, entre los cincuenta y sesenta, las condiciones de vida multiplicaron sus niveles».

A finales de los setenta, por el contrario, el desarrolló económico se estancó definitivamente y rápidamente el país enfiló la cuesta abajo. Por primera vez empezó a haber problemas para pagar la deuda externa y la productividad no respondía. En estos años, el déficit del país se llegó a cubrir en un 60 % con las remesas que enviaban los trabajadores en el extranjero, detalla Miguel.

Nevenka era economista en los ochenta, ahora está jubilada. Pero no guarda un recuerdo especialmente malo de esa década, para ella lo realmente duro llegó después, en los años noventa, con las guerras de secesión. En cualquier caso, me cuenta: «En los ochenta, los sueldos empezaron a ponerse un poco inestables y yo lo que hacía, cuando podía, era irme a Turquía y a Hungría a comprar ropa y productos de limpieza que luego vendía en Belgrado, donde no había o escaseaban».

Otra mujer jubilada, Marija, coincide en que lo grave de verdad fueron los noventa, en los que estuvo varios años yendo a trabajar sin cobrar ni un solo mes, pero sin poder abandonar su puesto de trabajo para poderse luego jubilar. Ella recuerda: «En el 84 me casé y todavía podíamos coger un crédito para un piso, no estaba mal. Aunque mi primo por aquel entonces se iba a Turquía a traer gasolina, que no había. A los que nunca les faltaba nada era a los que estaban relacionados con el partido o trabajaban en fábricas controladas por los sindicatos estatales. A ellos les daban carne, aceite… Eran los únicos que en sus casas siempre tenían detergente, por ejemplo».

Pero la crisis en los ochenta era en todo el mundo socialista, no solo en Yugoslavia. Marko, un obrero de cincuenta años, en la época, cuando escaseaba el trabajo, cogía la furgoneta y se iba a Rumanía a vender productos básicos: «Yo era contrabandista, pero de pimienta [se ríe]. Llevaba pimienta a Rumanía porque allí sí que no podían comprar nada. A los guardias de fronteras les sobornaba con queso. Una vez uno me pidió algo más, yo no tenía nada que darle, y se conformó con mi chaqueta. Con eso ya pude cruzar. Con otro policía de la aduana hice amistad y un día me pidió que le trajera algo a su hijo. No entendí muy bien lo que pidió, porque nos comunicábamos como podíamos en dos idiomas distintos, pero le llevé chicles y chucherías. Al llegar, el policía me estaba esperando con él en la frontera y el crío se llevó un disgusto. Lo que me había pedido era ¡pašteta! [paté]. El chaval lo que quería era comer paté».

«Dinero no faltaba, pero había problemas para comprar lo que necesitaras —sigue Miguel—; los húngaros iban a Subotica, en el norte de Serbia, a comprar lo que no había en Hungría, y los yugoslavos se movían de república en república, o iban a Budapest, Tesalónica o a Trieste porque ahí sí contaban con otros productos que no encontraban en su propio país. El caso más paradigmático que describe muy bien toda esta situación es cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Invierno en Sarajevo. Muchas tiendas de Yugoslavia se quedaron vacías para suministrar a la capital bosnia. Estabas en Belgrado, tenías dinero, pero no podías comprar papel del WC. Eso sí, en los noventa ya no hubo ni bienes ni dinero».

Le pregunto a Jasna, de veintiocho años, cómo recuerda su infancia en esa década maldita, los noventa, si es cierto lo que dice Miguel, y sí. Lo confirma: «Lo que nunca olvidaré de la carestía que hubo de todo eran los chicles Orbit. Aquí, al ser de importación, eran carísimos, prohibitivos, un paquete costaba un salario, pero había gente que los traía del extranjero de contrabando. Entonces, por la calle te encontrabas a los traficantes de divisas, de marcos alemanes y dólares, que iban por las esquinas diciendo “Devize, devize”, que parecía un zumbido de moscas, y entre medias salía otro “Orbit, Orbit, Orbit”, que traficaba con chicles. Así estábamos».

Sin embargo, Miguel considera que el trauma de la guerra de los noventa ha sido muy dañino por motivos obvios, pero muy especialmente porque ha impedido ser autocríticos con los problemas económicos que venían ya de los setenta. «No hay más que ver toda la excelente cinematografía yugoslava —explica—, localizaciones más y más decadentes, en la que los guiones no pueden eludir la picaresca, la pequeña corrupción y el tráfico de influencias que se iban extendiendo por la sociedad».

Miguel de repente para un momento, piensa, y matiza: «Pero, claro, a veces es cierto que no les queda otra que hablar bien del régimen, les había proporcionado mucho. Ahora hay, por ejemplo, muchosjubilados que han pasado más tiempo como pensionistas que trabajando. También los permisos de maternidad eran largos, y siguen siendo de los más amplios de Europa. Cuando empezaron las movilizaciones en los países socialistas, aquí hubo huelgas, pero el nivel de agitación social no llegaría a ser tan alto hasta finales de los ochenta. Hay, de hecho, un vídeo de una exposición que hubo en el Museo de Historia de Yugoslavia, el que está anexo al mausoleo de Tito, donde se ve a un periodista durante los ochenta entrevistar a la gente por la calle en esa época y preguntarles si creen que se merecen lo que tienen… y los entrevistados dudan [risas]».

La yugonostalgia actual es un fenómeno apreciable en todas las antiguas repúblicas. En Belgrado hay varios restaurantes decorados al estilo partisano, con carteles comunistas, donde no faltan referencias a la guerra de España, y bustos de Tito en cada estantería. El último de estas características que ha abierto, en el bohemio barrio de Savamala, se llama directamente SRFJ (República Socialista Federativa de Yugoslavia) y tiene seis mesas, una por cada república con el nombre y el mapa de cada una. Los propietarios son un bosnio y un montenegrino, que me dicen: «Cuando hay un cumpleaños o algo así, tenemos que juntar todas las mesas, entonces tenemos la Yugoslavia unida otra vez y ahí tenemos la señal de que eso es un fiestón».

Quizá Croacia pueda ser la más reticente a este tipo de guiños al pasado, pero si buscas un bar en Zagreb a altas horas de la madrugada verás que en los flyers y carteles el atractivo que destacan de cada local es que pinchan yugo-rock, grupos de punk y nueva ola de los ochenta que en Yugoslavia fueron prácticamente coetáneos a los del Reino Unido.

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Un chaval visita la tumba de Tito con su padre en Dan mladosti, el viejo Día de la Juventud que supuestamente coincidía con el cumpleñaos de Tito.
Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué tantos sectores se refugiaron en el nacionalismo cuando vinieron mal dadas y acabaron reventando el país? Miguel cree que en tan poco tiempo la sociedad no pudo cambiar tanto como para crear un hombre nuevo, socialista y yugoslavo, que nada tuviese que ver con el pasado: «Hay que tener en cuenta que Tito cogió un país en el que un 75 % de la población eran campesinos. Cuando luego ponía fábricas, lo hacía en el interior, lejos de las fronteras por si la URSS los invadía. No hay que olvidar que esa amenaza existió durante muchos años, y se cumplió en Hungría y Checoslovaquia, y fue utilizada para cohesionar a la población frente a un enemigo exterior que cada vez lo fue menos. Los trabajadores de esas factorías eran obreros industriales, sí, pero luego el fin de semana se volvían al campo. El vínculo con el pueblo nunca se acababa y por eso no se podía terminar de desactivar el nacionalismo étnico. Si hasta los trabajadores yugoslavos que fueron a Alemania como Gastarbeiters decían que sus vecinos se quejaban de que tenían el balcón lleno de pimientos colgados para hacer ajvar (una sabrosa salsa local). Eran trabajadores urbanos, pero su mente y costumbres seguían en el pueblo de origen».

En este punto, Nevenka me cuenta un chiste: «Preocupación en serbocroata se dice briga, en la época de Tito teníamos muchas: Bulgaria, Rumanía, Italia, Grecia y Albania [risas]. Pero quién nos iba a decir que la más gorda éramos nosotros mismos». No le falta razón, pero no solo por los manidos tópicos sobre los nacionalismos y odios atávicos de los Balcanes. El problema también estaba en la propia Constitución del país, que pretendía ser un impulso contrario, de conciliar diferencias, pero cuya lectura en el momento crítico estuvo caracterizada por sus ambigüedades y pasajes francamente contradictorios.

Isidro García está en Jordania trabajando con los refugiados sirios. Fue cooperante durante años en Bosnia y Herzegovina. Su tesis doctoral, presentada el año pasado, investiga la relación entre el derecho al desarrollo y el derecho de autodeterminación según el caso de la desintegración de Yugoslavia. Conoce muy bien la Constitución del 74 y decido pegarle una llamada: «Fue un tema de agria disputa —me comenta de entrada—. El prólogo decía claramente que eran los pueblos de Yugoslavia los que por su derecho de autodeterminación, que incluía el derecho a la secesión, libremente se agrupaban y creaban una comunidad federal y socialista. Ahora bien, eso era el prólogo, nada más».

El problema estaba en los principios ideológicos que habían inspirado el texto. Sigue Isidro: «Esa Constitución en su articulado asumía que el problema nacional ya lo habían dejado atrás. En la ideología marxista tradicional, la cuestión nacional se superaba con la creación de federaciones que avanzarían juntas hacia el Estado comunista. Había un principio y un final definido. No necesitaban mayores aclaraciones. Entonces se asumía que los pueblos ya se habían autodeterminado y esas repúblicas eran la expresión de su autodeterminación. Sin más».

A las guerras se llegó por muchos motivos más, pero uno de ellos, nada desdeñable, fue la interpretación de este texto, concluye: «Se distinguía entre nación, nacionalidades y minorías, pero todas eran, de acuerdo con el artículo 265, iguales, para no caer en el principio que tanto aborrecían de que hay pueblos inferiores a otros por su propia naturaleza. La disputa se articuló por tanto en torno a si el derecho a la secesión era tal, porque estaba en la Constitución, o no, porque estaba solo en el prólogo. Y, luego, ¿de quién era? Unos nacionalistas argumentaban que de los pueblos, cuyos límites no coincidían con las fronteras de las repúblicas que formaban Yugoslavia, y los nacionalistas a los que la división territorial les favorecía sostenían que ese derecho recaía en las repúblicas. Especificado no estaba nada, eso está claro. Tanto que al final tuvo que llegar la Comisión de Arbitraje de Badinter de la comunidad internacional y decidió que serían los límites de las repúblicas, y ese fue el criterio que se siguió. Pero no era nada fácil decidir si eran las repúblicas o los pueblos porque para la doctrina política yugoslava los pueblos ya se habían manifestado y su voluntad era unirse».

Había otro problema más en ese texto. Como apuntó en sus investigaciones publicadas en BalkaniaAntonio Moneo-Lain, actualmente en el Banco Interamericano de Desarrollo, la arquitectura estatal que diseñó estaba descentralizada hasta tal punto que vació de contenido al Gobierno federal. «Para un político yugoslavo de la época terminaba siendo más atractivo ser alguien en el Gobierno de la república, en Liubliana o Zagreb, que en el Gobierno de toda la Federación yugoslava. Cuando se dan esos desequilibrios es que algo pasa», advierte Miguel. A la hora de emprender reformas económicas en el momento en el que el país iniciaba la deriva, no hubo una dirección central que pudiera marcar una sola línea. Sin un poder ejecutivo real del Gobierno federal, los intereses de las repúblicas ricas eran contrapuestos a los de las menos desarrolladas. En consecuencia, los ochenta se caracterizaron política y económicamente por una gran parálisis.

En esos años, la brecha entre el partido, los burócratas y las élites, y el resto de ciudadanos no hizo más que acentuarse. Milovan Djilas, el viejo camarada de Tito, ya lo advirtió en su libro La nueva clase, donde denunciaba la aparición de una burguesía roja dominante equiparable a la capitalista. Los conflictos en el seno de la federación, antes de perfilarse las primeras independencias de Eslovenia y Croacia, tuvieron este signo. De hecho, las protestas más relevantes se llamaron «antiburocráticas». Pero quienes supieron explotar ese descontento fueron los políticos nacionalistas, que, con el apoyo recibido, ahora sí, encaminaron al país hacia la desintegración traumática.

Miguel cree que la clave estuvo después del 68. Tito a principios de los setenta confrontó las manifestaciones, pero también purgó a destacados líderes de la Liga Comunista, de corte liberal, sobre todo en Croacia y Serbia, como Miko Tripalo o Latinka Perović, y los sustituyó por gente del ala dura y autoritaria. El director de Balkania entiende que ellos, si hubieran seguido en puestos de importancia, podrían haber sido capaces de liderar la transición que, por otra parte, tuvieron que afrontar más tarde o más temprano todos los países socialistas europeos. Pero la oposición al socialismo solo la protagonizaron los nacionalistas. Nadie tuvo más fuerza que ellos en aquella etapa crítica.

Por eso es importante subrayar que la desintegración no fue inevitable. El italiano Alfredo Sasso, autor de una tesis sobre los movimientos no nacionalistas en Bosnia entre 1989 y 1991, me cuenta con un café que, en realidad, en las primeras elecciones croatas los nacionalistas ganaron por un estrecho margen. Hubo una resistencia, no suficiente, pero sí importante, a la sinrazón.

Sin embargo, con un discurso nacionalista en cada república, ya no hubo prácticamente nada que hacer. Aunque las conclusiones de su investigación coinciden con algo que me ha comentado antes Miguel: «Quizá no hubiera muchos yugoslavos a favor de Yugoslavia, pero muy pocos estaban en contra».
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El talento en tiempos del coaching
Publicado por Bárbara Ayuso
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Agatha Christie y Lyn Dramer, 1972. Fotografía: Cordon Press.
Hay gente que tiene talento y hay gente que no, les supongo al corriente de esta vulgar obviedad. O quizá no, quizá discrepen. Al fin y al cabo, Doris Lessing consideraba que el talento era algo bastante común a la raza humana y lo escaso era la constancia. En sintonía con el pensamiento de Charles Darwin: «Salvo los tontos, los hombres no nos diferenciamos mucho en cuanto a intelecto, solo en ahínco y trabajo duro», decía.

Hola, Charles, Doris: soy 2018. Vengo a advertiros que, involuntariamente, habéis sido padres de un monstruo. Se enmascara de optimismo, de motivación luminosa, pero no es más que execrable palabrería. Gracias a él, hablar de compositores que alumbran sinfonías a los tiernos cuatro años, maestros de ajedrez prepúberes o carteros cincuentones con extraordinarias capacidades literarias equivale a dibujarse una diana en el pecho. Porque implica conceder que todos ellos —Mozart, Bobby Fischer o Bukowski— gozaban de una capacidad innata que les fue negada a sus congéneres, convirtiéndoles ya no en ejemplares únicos, sino en paladines de la injusticia de una genética caprichosa. Reconocer que existen los «mejor dotados», agraciados con algo mejor que el resto, no deja de ser un espaldarazo a eso de que la vida es una tómbola que rifa dones al buen tuntún.

Aunque se trata de un debate ancestral (el de la genética versus esfuerzo, el talento que se tiene o se consigue), en los últimos tiempos la discusión ha tomado sus derivas más estúpidas. Todo comenzó, o eso nos parece, con unos tipos llamados Anders Ericsson y Robert Pool a principios de los noventa. Con la honorable intención de establecer empíricamente si existía o no el talento innato, los psicólogos iniciaron una investigación de referencia en la Academia de Música de Berlín. Como cualquier compañía aérea hace durante el embarque con sus pasajeros, dividieron a los violinistas en tres grupos: los de mayor potencial, los que estaban en tierra de nadie y los considerados menos virtuosos. Estudiaron el número de horas invertidas en la práctica del instrumento de cada uno de ellos, poniendo bajo la lupa el esfuerzo respectivo. El sociólogo y periodista Malcolm Gladwell divulgó en el libro Fuera de serie (Taurus) las conclusiones, originando lo que se llamaría posteriormente «la regla de las diez mil horas». Esta sostiene que lo único que distinguía a un virtuoso de un mediocre era el esfuerzo invertido en practicar la disciplina. El talento quedó atrapado en un simplón promedio: si practicas más, mejor serás. En lo que sea. Sin distingos de materia o especialidad, como cualquier receta mágica. Talento igual a perseverancia.

Gladwell, reconvertido en gurú del éxito, no sorteó la provocativa enseñanza que se derivaba de aquello, sino que la abrazó con gusto: «Lo único que te separa de ser Bill Gates o The Beatles es una década de práctica intensa». Ya está. Ericsson se cargó de un zarpazo la razonable obviedad con la que comenzábamos el texto: «Pensar que hay gente con un don natural para algo y gente que no lo tiene puede generar diferencias desde un principio. Sin darnos cuenta, animaremos a los talentosos y desalentaremos a los que no lo son, logrando que se cumpla la profecía autorrealizada», afirmó. Tabula rasa a la humanidad.

Con el terreno abonado de tanta teoría de buen corazón, el monstruo no tardó en aparecer. En hablar. En cobrar por decir lo que decía y hacerlo con un entusiasmo grimoso: «¡Querer es poder!», bramaba, subido a un escenario. «¡Eres capaz de todo!», decía a propios y extraños. «¡Que nada impida conseguir tus sueños!», «¡Puedes ser todo lo que te propongas!», «¡No dejes que nadie te diga lo que no puedes ser!», «¡No te des por vencido!»… Un bombardeo de proclamas que no pronunciaban émulos de un Ratoncito Pérez para adultos, sino adultos. Coaches. Gentes que ayudan a «llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser». Profesionales del optimismo sentimentaloide, de la motivación a granel, de las sonrisas empaquetadas y de las patrañas. Vendehúmos creadores y cebadores de una mitología majadera que nos ha arrastrado hasta donde estamos. En un momento de la historia en la que osar decirle a alguien «no, no tienes talento para la música/la escritura/equis deporte» te convierte instantáneamente en un ogro cínico, errado e irrespetuoso. Una era en la que, paradójicamente, hay más formatos televisivos volcados en la búsqueda de individuos con vistosas capacidades que nunca conviviendo con la mayor cota de intolerancia a ser excluido del vagón de los «talentosos». Autoindulgencia a borbotones.

***

Por alguna razón, la poesía ha sido la disciplina más rápidamente devorada y bastardeada por este coaching de lo artístico. Para ella no hacía falta tener talento innato, sino, simplemente, practicar. Según expone el crítico y novelista Ben Lerner en El odio a la poesía (Alpha Decay), esto podría deberse a que desde pequeños se nos dice que todos somos poetas por el mero hecho de ser humanos. Porque la poesía es, en última instancia, eso: sentimientos. ¿Y quién carece de ellos? ¿Por qué no hacer pinitos?

De los hombros
Me salen brazos
Y de ellos
Manos

[…]

Me pidió que le regalara
una poesía
bonita.
Entonces,
le di un espejo.

¿Lo ven? Sentimiento en bruto. Versos libérrimos, efervescentes, liberados del corsé formal de la métrica. Expulsen de inmediato la palabra «poetastro», les dirá un coach. Se trata de alguien buscando «la mejor versión de sí mismo», al que solo le hacen falta unas cuantas horas más de práctica para convertirse en un genio, si acaso no lo es ya.

***

Como muchas, la revista polaca Vida Literaria recibía decenas de manuscritos de sus lectores, aspirantes a escritores. En 1960 optaron por capitalizar todo ese material. A partir de entonces los redactores se encargaron de responder, públicamente, a los poemas de los lectores, ofreciéndoles consejo y valoración en la sección «Correo Literario». La que décadas después se convertiría en Premio Nobel de Literatura, Wislawa Szymborska, era una de las encargadas de atender las dudas que corroían a los aspirantes, junto a Wlodzimierz Maciag. «Mi novio dice que soy demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de los versos que adjunto?», preguntó una lectora. «Creemos que es usted, efectivamente, una chica muy guapa», respondió Szymborska, que no escatimó jamás en audacia ni en ingenio. Solo en contemplaciones.

En cuanto a la dicotomía talento-esfuerzo, ella se alineaba más con Oscar Wilde —«Lo que no te dé la naturaleza, no se puede aprender»— que con Darwin o Lessing. Su paciente y prolongada pedagogía poética era contraria a dinamitar la clásica distinción entre Mozart y Salieri. El segundo, disciplinado y metódico, invirtió más horas y sudor entre partituras que el primero, quien, a pesar de todo, era claramente superior. ¿Por qué? Szymborska lo tenía claro: porque el talento existía. Y, aunque era complejo de definir o delimitar en un «dícese», era tan innegable su existencia como esperpéntico tratar de esconderlo. «Es un concepto difícil de definir científicamente. Pero eso todavía no significa que algo que cuesta definir no exista», contó en una entrevista, recogida en Correo Literario (Nórdica). «El talento… algunos lo tienen, y otros no lo tendrán nunca», reflexionaba. Eso no significaba, en modo alguno, que desalentara la práctica, el estudio o la disciplina de galeote. Al contrario. Impelía a leer con voracidad, a buscar (otros) talentos si el de las letras fallaba. Y lo hacía con jarrazos de agua fría.

Szymborska empezó siendo una mala poeta, del mismo modo que Flaubert — confesaba él—empezó siendo un pésimo escritor. Charlotte, Emily y Anne Brontë se dedicaron, durante sus inicios, a replicar libros de época con mediocres resultados. Despertaron, domesticaron, encauzaron esa chispa talentosa: «Ninguna clase magistral, por mucha atención que uno ponga, puede ayudar a crear talento. En el mejor de los casos puede ayudar a ese talento, en caso de que ya exista, claro», respondió la poeta polaca en otra ocasión. Si hablaba o no de las charlas TED es un extremo que no estamos en posición de desmentir.

Como idea, la meritocracia del talento posee un incalculable atractivo. Pensar que prosperarán aquellos que más sudor inviertan se parece bastante a la (idea de) justicia que manejamos. Y para eso también tiene respuesta Szymborska: «En verdad, sería justo y admirable que la intensidad del sentimiento por sí sola determinara el valor artístico del poema». Parece que está hablando de poesía, pero no solo.

Estaba lanzando al futuro otras reflexiones, si cabe, mucho más valiosas: que no todo se consigue a base de esfuerzo. Que uno puede esforzarse mal. No todos valemos para todo. A veces hay que rendirse y no pasa nada. Soñar es sano, no poner límite a lo que crees que puedes lograr, no. Probablemente no seas especial. Ser crítico con uno mismo es una obligación. Hasta el verso libre tiene reglas.

«Utilizas el verso libre como si su libertad fuera absoluta. Pero la poesía (a pesar de lo que pueda decirse) es, era y será un juego. Y, como todos los niños saben, los juegos tienen reglas. ¿Por qué lo olvidan los adultos?», se preguntaba. Y, como en todas sus interrogaciones, deslizaba un par de certezas:

Escribir frases

Bonitas

Con saltos de línea

No es poesía

Tampoco es poesía que se vuelva loco el botón de Intro o que encadenes un par de ripios cuya estima no sobrepasará la de un pie de foto bañado en pretensión. «En la prosa puede haber de todo, hasta poesía. En la poesía tiene que haber solo poesía», reza otra de sus píldoras de sabiduría.

La ciencia, por cierto, está emprendiendo el camino de regreso hacia Szymborska, corriendo en dirección contraria al coaching. Al menos, en este campo. El propio Gladwell, aunque continúa desdeñando la idea de talento innato, ha introducido matices a su razonamiento inicial de que diez años de práctica se convalidan con virtuosismo en cualquier materia. Admite que existen algunas (especialmente las deportivas) donde la edad de inicio o las condiciones físicas tienen una importancia igual o superior en la ecuación. «Podría jugar al ajedrez durante cien años y nunca me hará ser un gran maestro», ha admitido. Zach Hambrick, uno de los discípulos de Ericsson, pasó años creyendo que si no se había convertido en un talentoso golfista era porque se rindió demasiado rápido. Hasta que el razonamiento empezó a hacer aguas. Acabó dirigiendo su propia investigación al respecto, esta vez cambiando el instrumento y abriendo el espectro de las profesiones. Las conclusiones harían palidecer a cualquier coach porque no solo refutaban la teoría de las diez mil horas, sino también la tesis de que cualquier éxito está al alcance de nuestra mano.

Tras la publicación de los resultados, Hambrick se lamentó de cómo muchos se le echaron encima, acusándole de «matar sueños» y aspiraciones. Había demostrado al mundo que no importa cuántas horas pase frente al tablero: es difícil que se convierta en Fischer. ¿Imposible? No, poco probable, en términos relativos. A veces la historia que nos cuenta la ciencia es la historia que queremos escuchar. Para eso están los coach, reconozcámosles el talento.

Para todo lo demás, está la poesía.

La creatividad no es un talento, es una manera de trabajar.

John Cleese.

https://www.jotdown.es/2018/12/el-talento-en-tiempos-del-coaching/
 
Guerra al calco anglicista
Publicado por Carlos Mayoral
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Benito Pérez Galdós, 1901. Imagen: Blanco y Negro (510) (DP).
La guerra del siglo XXI será lingüística o no será. Son numerosos los frentes abiertos alrededor de esta confrontación gramatical, que lo mismo incluye una tilde en un adverbio que una coma entre sujeto y verbo. Entre ambos fuegos se sitúa el castellanohablante, que ve cómo las balas sobrevuelan su cabeza, sin saber si será un proyectil en forma de imperativo o de posesivo el que se adentre en su corazón podrido por las clases de Lengua. No habrá paz hasta que los nazis gramaticales perezcan, ni fumaremos de su pipa hasta que los anarquistas ortográficos acaten la ley. Pero tranquilo, españolito que vienes al mundo. El día que una de las dos ortografías deje de helarte el corazón, solo podrá ser por dos motivos: o se ha extinguido la raza humana, o alguien con criterio le ha pegado fuego a la torre de Babel. Ya se ha dejado caer por el párrafo que el castellanohablante tiene más frentes abiertos que las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, pues de entre todos esos frentes hay uno con el que debe tener especial cuidado si no quiere perecer en el campo: la llegada descontrolada del calco semántico procedente del inglés. Decía Unamuno que la llegada de nuevas palabras debe servir para añadir nuevos matices e ideas al idioma… cuán equivocado estaba el viejo.

El problema de esta llegada irracional de nuevos términos originarios de la lengua de Shakespeare es que, a menudo, no aportan nada. ¿A qué se puede deber entonces este desembarco masivo de anglicismos innecesarios? Primero, a que España siempre ha observado las islas británicas con admiración. Desde que Fraga volvió de Londres con bombín hemos colocado a Dickens por encima de Galdós; a Clapton por encima de Paco de Lucía; a Churchill por encima de Hernán Cortés; a Beckham por encima de Raúl. Por otro lado, nuestro acomodo en el autobús capitalista ya es un hecho, y conducimos a gusto sobre esta american way of life mientras entonamos canciones de Rihanna a todo trapo. El anglófono ha colonizado nuestra otrora lengua dominante, y solo nos queda doblar la cerviz servilmente para no quedarnos atrás en este mundo globalizado.

Ahora bien, una cosa es dejar la puerta del préstamo lingüístico abierta para enriquecer nuestra lengua con novedades llegadas allende los mares, y otra muy diferente es que en esta guerra se cuele un término como «bizarro». Sí, el horror. Según la RAE, este palabro ya puede utilizarse para referirse a la «rareza». Hasta hace no mucho, la Academia decía esto: «En español significa “valiente, esforzado” […] debe evitarse su uso con el sentido de raro o extravagante, calco semántico censurable del inglés bizarre». Sucumbimos a la moda anglófona y el pueblo ya utiliza «bizarro» para referirse a lo raro cuando antes ya contaba con maravillas como estrafalario, extravagante, esperpéntico, peculiar, estrambótico, insólito, infrecuente, inusual… Todas ellas formas hermosas, con sus pequeños matices. ¿Quién necesita bizarros en esta lengua?

Luego está el asunto informático. Es un hecho que la tecnología nos ha secuestrado las meninges y ha añadido cookies, webs, links, routers, users, passwords, hackers y quién sabe cuántos términos demoníacos más a nuestro imaginario. Sin embargo, cada vez que la palabra «remover» es utilizada con el significado «borrar», en un calco horripilante del inglés to remove, la guerra recrudece, los cañones resuenan estruendosos, las banderas se agitan al aire y el apocalipsis bélico alcanza su cota más alta. ¿Quién demonios decide utilizar «remover» en lugar de borrar, suprimir o eliminar sin que su alma se vuelva negra como el retrato de Dorian en la bodega? ¿De verdad añade algún tipo de matiz esta relación semántica? ¿No le bastaba a «remover» con su sempiterna definición: «Mover algo, agitándolo o dándole vueltas, generalmente para que sus distintos elementos se mezclen»?

Como en toda guerra, el asunto sexual tiene mucho peso en el correcto desempeñar de los quehaceres bélicos. Troya fue arrasada por una mirada de Helena, la Península fue ocupada por los musulmanes gracias a un lío de faldas y todos sabemos cómo acabó Egipto después de que el Senado de Roma se hartara de los favores que Marco Antonio le dispensaba a Cleopatra. En esta guerra ortográfica, el s*x* también tiene mucho que decir. ¿En qué momento de la línea cronológica del castellano, alguien decidió que podemos «tener s*x*»? Parece que este calco horrible (del inglés to have sex) no sabe que todos tenemos s*x*, a menos que alguien haya perdido sus órganos genitales por mutilación o malformación, o quizás nos tomen a todos por maniquíes de la calle Preciados, con nuestra entrepierna difuminada por el pudor. Menos tener s*x* y más follxx, castellanohablantes, o habrán ganado ellos la guerra sin paliativos.

En este mismo plano también habrá que censurar la aparición del adjetivo «excitante» cuando alguien quiere referirse a algo emocionante, apasionante, emotivo, conmovedor… Este calco del inglés excitingle roba la identidad a nuestro viejo verbo «excitar», que cuenta con definiciones tan maravillosas como «Ocasionar o estimular un sentimiento o pasión» y «Despertar deseo sexual». Definitivamente, cuando en las series americanas un padre encuentra «excitante» la actuación de su hijo en el último partido de béisbol del curso, no se está refiriendo al mismo tipo de excitación que hemos conocido aquí durante todos estos años de paz lingüística hoy quebrantada. Fuera del terreno del s*x*, empiezan a surgir por el campo de batalla aquellos que, sin morir al cometer semejante atrocidad, se deciden por el término «colapsar» para referirse al verbo «derrumbar» (to collapse). Para derrumbe o, esperen, que voy a lucirme, derribo, demolición, destrozo, destrucción, hundimiento o ruina, ya tenemos este idioma que se oculta famélico detrás de las trincheras. No sé si colapsado, pero seguro que sí harto de ver cómo se despersonaliza en favor de la lengua global. Otro crimen se produce cuando en cada capítulo de CSI los científicos encuentran «evidencias» en lugar de «pruebas». El detective Pepe Carvalho se revolverá en su tumba previendo que serán evidencias y no indicios, pistas o señales aquello que marque sus novelas. Lo único que evidencia este batiburrillo de calcos, dicho sea de paso, es que pronto terminará la guerra y dará con nuestros huesos en el calabozo.

Otro asunto, este ya desde el frente sintáctico, es la utilización de «esperar por» en vez del castellanísimo «esperar a». Este calco, triunfo del anglicista wait for, consigue que ahora espere por ti en lugar de esperarte a ti, que es como se ha esperado aquí toda la vida desde que Sara Montielesperara fumando quién sabe a quién en alguna película de los años cincuenta. La preposición «por» en esta construcción hace tanto daño que casi obliga a retroceder hasta la fortaleza buscando víveres. Algo parecido ocurre con el verbo «aplicar». Verbo transitivo donde los haya (el DRAE aporta hasta siete acepciones diferentes, todas ellas transitivas), de un tiempo a esta parte se ha ido utilizando de manera intransitiva, calco del inglés apply. De esta forma, los castellanohablantes se inclinan por decir, ahora, que tal o cual cosa no aplica. Solo queda, cielo nublado mediante, beber té sobre una pradera del Saddleworth. En este mismo plano, no es menos humillante el último de los calcos. Ya me he encontrado varias veces con pancartas dirigidas al corazón del idioma en las que puede leerse «Vota Rajoy» o «Vota Pdro», en lugar de la clásica construcción sintáctica «Vota por Rajoy» o «Vota a Pdro». Ni siquiera en la política, vicio inmutable que el hispano carga sobre sus espaldas, nos mantenemos originales.

Al otro lado del fuego, la guerra sigue. El calco continúa avanzando y sus ráfagas se sienten en el frente cada vez con más fuerza. Es muy probable que pronto gane la batalla y el ejército pureta, cautivo y desarmado, vea cómo las tropas anglicistas alcanzan sus últimos objetivos militares. Solo queda esperar (no sé si aquí cabe «esperar por») que en el resto de frentes la cosa vaya mejor. Porque la guerra del siglo XXI será lingüística o no será.
https://www.jotdown.es/2018/12/guerra-al-calco-anglicista/
 
Jeffrey Eugenides: Las vírgenes suicidas



Idioma original:
inglés
Titulo original: The Virgin Suicides
Año de publicación: 1993
Traducción: Roser Berdagué
Valoración: muy recomendable

No acabo de tener muy clara esa traducción del título. Aunque le añada épica, no sé si esa era la intención de Eugenides, y yo no sé muy bien qué opción sugeriría (¿Los suicidios de vírgenes? ¿Los suicidios vírgenes?), pero en fin, no soy un experto en estas cuestiones y el título no acaba interfiriendo.

Entrando en materia, esta es una novela particularmente difícil de reseñar sin revelar aspectos claves en su desarrollo. Más, habiendo servido de inspiración para la película homónima que sirvió de debut a Sofia Coppola (y cuya banda sonora se encargó al dúo electrónico francés Air), es posible que algunos de nuestros lectores ya sepan de qué va el tema, así que me permitiré un único y tramposo spoiler: esta novela sería casi el negativo de un libro como Tenemos que hablar de Kevin.

Y es que la temática del libro parte de un planteamiento incómodo que se desvela apenas en unos primeros párrafos: las cinco hijas adolescentes del matrimonio Lisbon se han suicidado. Primero lo ha hecho la menor, Cecilia, apenas 13 años, en un truculento primer episodio que marca el ritmo del libro, que pasa a desarrollarse como una narración ligeramente policial, como si quien se sienta a describir los hechos debe hacerlo desde una aparente pero imposible frialdad, desde una lógica ligeramente investigativa que queda neutralizada ante lo sórdida de la situación: cinco chicas sanas de una familia aparentemente normal deciden acabar con sus vidas.

Entonces esta es una novela de misterio y casi de terror. Sabemos lo que ha pasado, nos acercamos lentamente al terrible momento en que ello sucede (en todo momento parecemos estar leyendo una narración con una perspectiva de lejanía), pero no queremos llegar a él y a la vez nos preguntamos (aunque vayamos intuyéndolo) por qué va a suceder o por qué ha sucedido y qué terrible situación va a convertir ese hecho en algo lógico e inevitable. Y Eugenides es un maestro en llevarnos de la mano por ese camino inhóspito al final del cual todo el rato parece esconderse algo terrible. La clave de la novela acaba siendo ese papel extraño que se reserva el narrador, sin diálogos apenas, sin situarse en modo alguno en un espacio temporal concreto, sin una posición contundente ante los hechos, a veces parece que la novela vaya a ser un alegato y esa impresión se desvanece apenas unos párrafos más allá. Toda la narración mantiene un tono trágico, pero escéptico, como un funambulista atónito ante la tragedia pero respetuoso, casi reverente, con ese solemne matiz de la voluntariedad de la elección.

Las vírgenes suicidas no es un canto a la vida, ni una exaltación de la angustia adolescente y sus inextricables vericuetos. Tampoco una denuncia de los resortes autoritarios de la educación basada en tal o cual precepto cultural o religioso. Es un simple y fascinante tránsito por unos hechos tan aparentemente exagerados e inconcebibles como objetivamente posibles. Escrito con una contundencia severa y a ratos fría y casi cómplice, adoptando esa tonalidad pastel propia del lenguaje visual de películas como Donnie Darko o Edward Scissorhands. La de los USA de las urbanizaciones y las comunidades y las ventanas tras las que habitan realidades incomprensibles.
http://unlibroaldia.blogspot.com/2018/12/jeffrey-eugenides-las-virgenes-suicidas.html
 
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