Qué leer.

Papeles mojados: desaparecer bajo el agua, resurgir en los libros

Publicado por Virginia Mendoza
oie_6122035zUrRi68s.jpg

Adiós a Matiora (1983). Imagen: Trete Tvorcheskoe Obedinenie / Mosfilm.
I grew up in the valley, every neighbor a friend
Until the modern world started creeping in
One day came the lawyers, with cash in hand
They swore that our village would light up the land

Slaid Cleaves, «Below»

La estrategia del alcalde de Matiora parecía incuestionable. «¿Por qué tenemos los ojos en la parte delantera de nuestras cabezas y no atrás? Para mirar hacia delante. ¡Hacia delante, no hacia atrás!», dijo a los vecinos de la isla que estaba a punto de quedar sumergida. A ellos no les resultó convincente. Le miraron en silencio y con la expresión del que no está dispuesto a ceder. Algunos gestos, aferrarse a una pala clavada en la tierra, por ejemplo, no necesitan palabras.

Matiora nunca existió. O sí.

Quien tiene que dejar su casa a la fuerza no puede olvidarla nunca, por más que la haga añicos antes de partir. Así se despiden a menudo los desterrados de sus casas. Unos las echan abajo o las queman, otros las dejan listas para las visitas que nunca recibirán, y los hay todavía más optimistas: se llevan, con la esperanza de regresar algún día, las llaves que guardarán de por vida y heredarán sus hijos. Algunos se convierten en escritores y hacen de esos lugares desaparecidos su propio universo literario. De manera simbólica o evidente, varios escritores han hecho de su escritura un ejercicio de memoria con el que tratan de hacer resurgir su pueblo de las aguas que lo cubrieron. Poco importa si es Vegamián, Mequinenza o Atalanka. Porque todos esos nombres representan lo mismo: el dolor de una minoría en pos del progreso, que los arrastra en silencio.

La primera escena de La forma del agua, de Guillermo del Toro, o el videoclip de «Sargento de hierro», de Morgan, disparan una pregunta: ¿qué sentirán al ver esto los que tienen su casa bajo un embalse? En Fresas Salvajes, de Ingmar Bergman, el profesor Borg se detiene al ver la casa en la que pasó los veranos de su infancia y donde se enamoró por primera vez. Mientras fluyen los recuerdos habla de una tristeza «asociada a los lugares en los que jugué de pequeño». Lo que siente es evidente en su caso, pero ¿qué emoción ocupa el espacio que deja el lugar asociado a la infancia cuando desaparece?

El matricidio

«Soy de las filas de los ahogados», dijo Valentin Rasputin. Matiora, aquella aldea, aquella isla rusa, en la que ambientó su novela El adiós a Matiora representaba el pueblo en el que creció y que ya no existe. Rasputin, pionero del ecologismo ruso, nació el 15 de marzo de 1937 en Ust-Udá, en Siberia. Cuando era un bebé de solo dos años su familia se mudó a Atalanka, un pueblo que fue inundado en los años sesenta para construir el embalse de una central eléctrica.

Los vecinos reconstruyeron Atalanka en otro lugar, con el mismo nombre. Como la madre, como el padre, da al hijo recién nacido el nombre del que murió. Para resucitarlo. A veces nos engañamos así.

Pero la memoria no siempre trabaja igual; no siempre se alía con los nombres: «Durante los cuarenta y cinco años que han pasado desde el día en el que, con la casa a cuestas, abandonamos estas montañas camino de la llanura, Domingo nunca volvió a hablar del pueblo, como tampoco lo hizo de Valentín, el pobre hijo que se nos murió tan pronto. Domingo prefería olvidarse del pasado y para eso lo mejor, pensaba, era no nombrarlo», escribió Julio Llamazares en Distintas formas de mirar el agua. Esta actitud, que responde a una cuestión personal, es cultural en otros lugares en los que la ausencia dolorosa altera idiomas porque no se puede nombrar lo muerto.

A Rasputin no le bastó aquel decorado y, como nunca pudo volver a la verdadera Atalanka, tuvo que revivirla a través de sus libros. En su obra más conocida, el lugar se convirtió en protagonista. Mientras escribía, el autor pensaba en Atalanka, pero decidió que el pueblo, como la isla en la que se ubicaba, se llamará Matiora, un topónimo que deriva de madre. Las construcciones de presas que proliferaron en los años sesenta en Rusia para él eran un «matricidio nacional». Matiora también era la tierra.

Mortaja de fango

oie_61230168p0Fk1dI.jpg

Adiós a Matiora (1983). Imagen: Trete Tvorcheskoe Obedinenie / Mosfilm.
En Mequinenza (Zaragoza) todo había tenido una pátina negra por el carbón hasta los años cincuenta. Pero desde el cierre de las minas que eran el sustento del pueblo y las primeras demoliciones, previas a la inundación, todo había adquirido un tono blanquecino. «A la mañana siguiente, el salón daba pena. La primera muestra del polvo que se convertiría en la obsesión del vecindario a partir de la demolición de la casa de Llorenç de Veriu lo había rebozado de una película blanquecina de apariencia espectral», escribió Jesús Moncada en Camí de sirga.

Algo parecido ocurrió a una de las protagonistas de la novela, Carlota de Torres, a quien, «a fuerza de palidecer, la piel se le volvió casi transparente». Era tan real lo que Moncada había escrito bajo la máscara de la ficción que un día en su pueblo murió una mujer y a él le dieron el pésame. Acababa de morir una de las protagonistas de la novela. Para todos era Carlota de Torres, aunque en la vida real tuviera otro nombre.

Para varios escritores la inundación de sus pueblos, de sus escenarios de infancia, se convirtió en leit motiv de su obra. No siempre fueron tan evidentes e insistentes como Jesús Moncada, que ambientó allí casi la totalidad de su obra. Aquel anhelo, a menudo, se convertía en memoria, en escenario épico y mítico o en personajes arrastrados por el desarrollismo que protagonizaban escenas con cierto componente mágico. En el caso de Moncada, se ponía en la piel de un barquero ante la inminente construcción de un puente o en la de un afilador preocupado por el futuro de su trabajo mientras sus vecinos discutían la llegada del hombre a la luna.

También daba personalidad al río. Decía que habían dejado Mequinenza «bien muerta» y con «mortaja de fango» para siempre. Del río aseguró que le dolían «las barreras que lo cortan». El Ebro se convirtió en un personaje más de sus historias. En la memoria oral local ocurre igual: los mequinenzanos hablan del Ebro como de un personaje. Agresivo, incontrolable, ahora muerto a ratos pero siempre recordado con cariño, como un abuelo tempestuoso que aporta más de lo que quita. Y a su lado, los vecinos aprendieron a convivir en armonía con su temperamento.

A Rasputin, que hizo de su pueblo símbolo de un «matricidio nacional» también le dolían los ríos. Tanto que dejó de escribir o, al menos, no publicó nada durante una época: estaba plenamente volcado en el activismo y eso era lo que se esperaba de un artista ruso comprometido.

Mientras, Julio Llamazares retrataba al hombre que se quedó solo en el pueblo del que todos se habían ido (La lluvia amarilla) y a la familia que volvió al pueblo, que es ya agua, para esparcir las cenizas del familiar que habría preferido que lo enterraran.

¿Dónde descansaremos?

Llamazares reflejó en Distintas formas de mirar el agua una de las grandes preocupaciones de los ancianos afectados por la construcción de embalses: ¿cómo descansar donde nacieron? ¿Cómo compartir tumba con los padres? La única solución, inconcebible para muchos, era la cremación. No había otra forma de volver. También Moncada acudió a ella para regresar a su vieja Mequinenza y pidió que lanzaran sus cenizas al Ebro, aunque estas se resistieron a hundirse. «Al fin y al cabo, lo importante es regresar, no para qué ni cómo», escribió Llamazares. Trataba de curarse la misma herida: Vegamián, el pueblo de su infancia, desapareció bajo el agua cuando aún era un niño.

Quizá porque todos vivieron lo mismo, separados por cientos o miles de kilómetros, a veces parece que los libros de estos autores los haya escrito la misma persona: asombra cómo coinciden las preocupaciones, las emociones y las dudas de todos sus personajes. Todos tienen algo en común, más allá del destierro. A pesar de la amenaza prolongada durante años, a veces décadas, nadie creyó, no quiso creer, que el proyecto saliera adelante; que los fueran a echar de sus casas. No es casual. Es el sentimiento de quienes vivieron esta situación; un drama que no se puede cuantificar, que nunca se compensó de verdad y que jamás podrá resarcirse.

No hay indemnización posible cuando te quitan el escenario de la infancia y no queda opción de volver a verlo ni a lo lejos.

Es una herida que nunca cicatriza.

Lo que peor llevó Domingo, protagonista de Distintas formas de mirar el agua, fue separarse de sus vecinos de siempre. Es un lamento común entre personas que en la realidad han sufrido la expropiación en idénticas circunstancias. No fue así con otros vecinos de Domingo, que después de dejar Ferreras aprendieron a fortalecer el vínculo con los nuevos vecinos porque a todos los unía el destierro.

Desde que lo echaron de su pueblo, no quiso volver ni cuando la sequía mostraba los esqueletos de las casas. Pero pidió a su mujer, a pesar de que aún veía la muerte a lo lejos, que lanzara sus cenizas al pantano. ¿Quién sabe si Domingo no iría a escondidas de su familia a reencontrarse con el pueblo sumergido? Esas cosas es mejor verlas a solas o no verlas. Sobre eso reflexiona Rasputin en El adiós a Matiora: «Suele ser así: por mucha gente que presencie un acontecimiento desagradable o vergonzoso, cada persona, sin fijarse en los demás, procura quedarse sola».

Como quien no quiere que sus hijos lo vean morir.

Muerte en primavera

En primavera arrancan tanto El adiós a Matiora como Camí de sirga. Dos formas casi idénticas de contar el mismo dolor en la época del año que más celebra la vida. Aquella primavera, la del primer párrafo de las dos novelas, era la última para Matiora y para Mequinenza. Con las flores, aparecieron las primeras muestras de abandono en la aldea rusa: las ortigas habían empezado a hacerse con el pueblo, las ventanas parecían cerradas y, las puertas de los patios, abiertas.

Siempre los hay que se van antes de que sea demasiado tarde. Una actitud que a menudo genera tensiones y divide el pueblo entre los que se van y los que se quedan hasta el final. Los últimos, a menudo, ven a los primeros como traidores que aceptaron una indemnización y no resistieron. Con esa división juegan quienes construyen grandes obras: sin dejar de ser el objetivo de la ira de muchos, logran pasar a un segundo plano.

Como los vecinos de Mequinenza temían juntos en los bares, así hacían los de Matiora: «Se reunían por las noches y conversaban en voz baja. Siempre sobre lo mismo: lo que iba a pasar. Suspiraban a menudo, profundamente, y contemplaban con temor la ribera derecha del Angará, donde se construía una nueva colonia», escribió Rasputin.

Matiora había sobrevivido a todo tipo de embates. A veces, el río Angará le robaba terreno. En los años treinta le llegó a quitar hasta treinta verstas. Mequinenza, el pueblo real, había sido escenario incluso de guerras y hasta Napoleón grabó su nombre en el arco del triunfo de París junto a un reducido número de ciudades.

A veces no queda más remedio que creer en el destino y suponerlo cruel. En la vieja Mequinenza, hoy inundada, existía el rumor de que a los pies del pueblo había una antigua ciudad sumergida que Julio César llamó Octogesa y de la que nadie ha encontrado evidencia alguna. La realidad y la ficción, en estos pueblos que inspiraron libros, siempre fueron de la mano y sus límites tienden a ser difusos. Todos ellos parecían, o así lo creían los vecinos, lugares que nunca dejarían de estar. La historia de Matiora, pueblo resistente a la violencia del río, hizo que todo pareciera «tan sólido, tan eterno, que de ninguna manera podía creerse ni en el traslado, ni en la inundación ni en la separación».

En Matiora una anciana enlutada reza a los árboles, habla a la tierra y a sus muertos y resiste hasta la inundación. Ella es una alegoría y también una heroína improbable. «Haré un cementerio nuevo, pero ¿quién me va a perdonar?», pregunta a la tierra mientras la araña, cuando se despide de sus antepasados.

Quien inventó (o recordó) a esta anciana escribió que la vida «se adapta a todo: a la piedra lisa y al inestable pantano, y si es preciso, incluso al terreno subacuático». Pero aquel engaño estaba alimentado por la esperanza de quien hubiera estado dispuesto a todo con tal de ver en pie los muros de sus recuerdos. La cruda realidad la describió Thoreau en Walden: «Una rana esta hecha para vivir en un pantano, pero un hombre no está hecho para vivir en un pantano».

Elem Klimov llevó la historia de Rasputin al cine y la llamó Proschanie, que a España llegó traducida con un título casi idéntico al libro en el que se basó: Adiós a Matiora. En una de las escenas más impactantes, la anciana parece fundirse y quemarse junto al árbol que une Matiora con el cielo, con la eternidad. Ella era la naturaleza rindiéndose y ahora guardaba su propio luto. ¿Hasta cuándo se puede resistir?
https://www.jotdown.es/2018/10/papeles-mojados-desaparecer-bajo-el-agua-resurgir-en-los-libros/
 
Noches insomnes, la imprevista obra maestra de Elizabeth Hardwick
Publicado por E. J. Rodríguez
oie_RRa419Jd9Pre.jpg

Elizabeth Hardwick,1967. Foto: Cordon.
Elizabeth Hardwick escribió su mejor libro sin pretenderlo.

Quienes se acercaban por primera vez a Hardwick quedaban sorprendidos por su acento; no esperaban encontrar, todavía casi intacto después de varias décadas residiendo en Manhattan, aquel inconfundible deje sureño en su voz. La conocían como la cerebral paisajista de la intelectualidad urbana; bohemia habitual de los clubes de jazz y fundadora de The New York Times Book Review. La conocían como la iconoclasta crítica literaria que revolucionó su oficio poniendo bajo el microscopio —o, podría decirse, en el cadalso— a los demás críticos de su tiempo. La conocían como la «escritora que escribía sobre otros escritores»; como la ensayista ganadora de la medalla de oro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias. Como una mente prodigiosa —«afilada como una daga»— capaz de impresionar a las demás mentes prodigiosas en la más cosmopolita de las ciudades. Pero ella todavía hablaba con las ondulantes vocales y las ruinosas pronunciaciones arcaizantes de su Kentucky natal. Y esa no era la única sorpresa que reservaba al mundo.

Quienes la habían conocido como crítica literaria tampoco esperaban que publicase aquella obra maestra a los sesenta y tres años de edad, ni que esa obra fuese, de entre todas las cosas, una novela. Hardwick era, sobre todo y ante todos, una ensayista. Es verdad que había escrito ya dos novelas en décadas anteriores, The Ghostly Lover y The Simple Truth, pero ambas habían naufragado en el océano de textos críticos sobre los que había edificado su inmenso prestigio profesional. Aquellas dos primeras novelas habían sabido a poco no porque en ellas no hubiese estado presente la característica prosa afilada de la escritora —aquella prosa que otros han comparado con cuchillos, bisturís, hasta con un abrasador haz de láser—, sino porque Hardwick todavía no se había descubierto a sí misma como escritora de ficción. Lo cual, por cierto, no es inhabitual. William Burroughs publicó su primer libro a los cuarenta años. Raymond Chandler iba camino de los cincuenta. Deborah Eisenberg empezó a escribir en su quinta década de vida para superar el síndrome de abstinencia del tabaco, del que había pasado media vida fumando tres paquetes diarios. Laura Ingalls empezó a trabajar como columnista a los cuarenta y cuatro años y publicó su más famosa novela veinte años más tarde, habiendo cumplido sesenta y cuatro. La diferencia es que Hardwick llevaba décadas escribiendo y publicando sobre la obra de otros, y nadie pensaba ya, como quizá ella misma tampoco lo pensaba, que pudiera, de repente y sin previo aviso, destaparse con una de las mejores novelas de finales del siglo XX.

Para colmo, había vivido siempre a la sombra de su famoso marido Robert Lowell, el más influyente de los poetas estadounidenses de la posguerra. De sus veintitrés años de matrimonio ella obtuvo poco más que un certificado de ilustre consorte. Para la prensa convencional, la agudísima inteligencia de Hardwick —la misma que le había conseguido una beca Guggenheim siendo una jovencita— y el respeto reverencial que inspiraba en el gremio de los críticos poco importaban si se la podía reducir al subtítulo de «esposa de Robert Lowell». Una esposa que había tolerado las infidelidades, caprichos y problemas mentales del hombre que, como todo pago, terminó abandonándola por otra. Hardwick también toleró que Lowell volviese a ella cuando su nueva y flamante mujer decidió que estaba harta de las locuras del poeta; ironía del destino, él murió en el asiento trasero de un taxi cuando se dirigía a casa de su querida exmujer, a la que, había decidido, echaba demasiado en falta. Lowell murió en 1977. Noches insomnes apareció, no por casualidad, en 1979. Elizabeth Hardwick, que empezaba el libro diciendo «ya no era un nosotros», había cambiado.

Desencadenada por la pérdida, era de repente una mujer libre como lo había sido en su juventud. También se convirtió en una novelista libre que escribió su obra magna con la despreocupación de quien, sintiendo que ha enviudado de casi todo, cree estar despidiéndose de la vida. Aunque poco sabía ella que sobreviviría casi tres décadas a este libro (Hardwick murió en 2007, cumplidos ya los noventa y uno), Noches insomnes sonaba y sigue sonando a testamento. Era como una pregunta sin respuesta sobre la vida que Hardwick creía estar contemplando ya desde el vagón de cola. ¿Quién ha vivido de verdad? ¿Quién es feliz? ¿Existe alguien, en alguna parte, que no haya perdido el tiempo? De sus experiencias pasadas, de la sabiduría vital y literaria acumulada, de la capacidad de su vasto intelecto para absorber las claves de las biografías ajenas, Hardwick obtuvo su rara habilidad para la disección, como el cazador que, en apenas minutos, puede despellejar la piel de un ciervo y ponerla del revés.

Noches insomnes tomó desprevenidos a quienes no aguardaban ya la obra definitiva de Hardwick, inesperada no solo por su carácter tardío y su apabullante brillantez, sino porque era una obra sin género. Podía parecer una autobiografía en la que, sin embargo, apenas había información sobre la protagonista, también llamada Elizabeth y también natural de Kentucky y que, en realidad, se pasaba el libro dejando que los protagonistas fuesen los demás. Como quien hojea un álbum de viejas fotografías en las que siempre aparecen rostros de otras personas —casi al modo de Proust, pero con muchísima más brevedad y concisión—, la escritora superpuso recuerdo tras recuerdo, casi casi como en un sueño.

Y, como en un sueño, habla de las cosas más inesperadas. De su relación con un amigo gay con quien conformaba, según sus propias palabras, un mariage blanc, un ‘matrimonio blanco’ en el que no había s*x*, pero sí celos, peleas y reconciliaciones. De los clubes de jazz. De cómo se sentía ante la inmensa presencia de Billie Holiday cuando la visitaba en su apartamento —en alguno de aquellos apartamentos decorados a la caribeña, hogares siempre transitorios—, viéndola escapar tras una puerta para entregarse a los secretos rituales de su adicción a la heroína. También habla de empleadas de hogar consumidas por el cáncer, de burgueses europeos prisioneros de una rutina confortable e infeliz, de seductores natos con voraz apetito carnal que deciden quitarse la vida sin motivo aparente tras una interminable ristra de conquistas, de matrimonios conformistas cuyas casas son como mausoleos con «lápidas con un nombre a la espera de ser grabado». Los personajes no son personajes, son personas que viven con frecuencia en la insignificancia y el sinsentido, y que después enferman y mueren. Con la metódica neutralidad de una bióloga que estudiase las hormigas, Elizabeth Hardwick retrata la fugaz futilidad de la existencia humana en un libro que bien podría haber tenido aquel otro título: La insoportable levedad del ser. Sin sensacionalismo, sin melodrama, pero también sin algodones, describe las vidas de otros sin decir casi nada sobre su propia vida. Cree que el lector es inteligente y por eso deja que el lector entienda que ella no necesita contar su vida, como tampoco una bióloga se pondría a sí misma bajo la lupa.

Noches insomnes es, pues, un tratado testamentario sobre el ser humano. En él, incluso más que en su trabajo como crítica literaria, el formidable estilo de redacción de Hardwick —hoy, una década después de su muerte, está considerada ya entre los mejores prosistas estadounidenses— se convierte en una herramienta no solo artística, sino también quirúrgica. Cada palabra es elegida con sumo cuidado y situada en el lugar indicado para crear un efecto determinado. A veces se compara Noches insomnes con Tristes trópicos de Lévi-Strauss o incluso con Moby Dick de Herman Melville (del que Hardwick, por cierto, escribió una célebre biografía). Incluso se lo podría comparar con Nabokov por su jugueteo engañoso con la primera persona y su comentario social encubierto. Pero, para mí, tiene también el vibrante impresionismo de Joseph Conrad; Hardwick, no pocas veces, describe una cosa sin haberla presentado aún, como hacía Conrad, para situar al lector en un determinado registro emocional antes de que este sepa siquiera sobre qué está leyendo. Conrad, recordemos, pensaba sus historias en su lengua natal, la polaca, para redactarlas mentalmente en francés, lengua que dominaba desde joven, y, al fin, con gran esfuerzo, plasmarlas en inglés sobre el papel, porque el inglés era el idioma de sus editores y lectores. El resultado de este proceso que Conrad describía como una tortura es, paradójicamente, una prosa ágil y conmovedora cuya perfección asombraba a otros escritores, incrédulos al descubrir que el virtuosismo del literato más admirado en la escena británica provenía de un inmigrante polaco cuyo inglés hablado era, según quienes lo conocieron, «atroz». Leyendo a Conrad parece que escribir le resultaba tan fácil como respirar. Lo mismo sucede con Dostoyevski, quien también, pese a resultar tan fácil de leer, describía el proceso de escritura como una pesadilla. Y lo mismo sucede con Elizabeth Hardwick. El resultado de su trabajo en Noches insomnes es muy parecido al de Conrad: frases estudiadas al milímetro y párrafos cuya arquitectura nunca podría ser modificada sin destruir el equilibrio del conjunto.

La demostración de que existen distintos caminos hacia la maestría, sin embargo, es que Conrad escribió sus mejores novelas martirizándose por lo que él percibía como la imperiosa necesidad de responder a su enorme prestigio literario, mientras que Hardwick escribió Noches insomnes sin importarle ya cómo recibiese el mundo su libro. Por ello, rompió cánones, entremezcló estilos y perdió el miedo a no encajar con lo que se esperaba de ella. Sus décadas de ejercicio como aguda anatomista de la literatura hecha por otros dieron por fin fruto en un libro que solo podía nacer como hijo del matrimonio entre la sabiduría acumulada y la melancólica libertad de quien ya no cree deberle nada a nadie. Como los lienzos de la serie negra de Goya o los últimos discos de John Coltrane, Noches insomnes es una obra que la autora hizo para sí misma, como pensando en voz alta; quizá por ello contiene aquello que ningún libro escrito para los demás podría contener: el atrevimiento de mirar a la vida a los ojos, interrogándola, y la honestidad de admitir que la vida no devuelve la mirada y jamás contesta preguntas. La vida, sencillamente, pasa. Eso sí, tenemos la suerte de que algunas personas hayan tenido la habilidad de capturar en sus escritos su extraña esencia.
https://www.jotdown.es/2018/10/noches-insomnes-la-imprevista-obra-maestra-de-elizabeth-hardwick/
 
Raymond Carver, el mejor escritor de relatos del siglo (junto con Chéjov)
Publicado por Manuel de Lorenzo
oie_21420Qa7LSYL6.jpg

Foto: Robert Burdock (CC).
Recuerdo la primera vez que leí algo de Hemingway. Era un librito de cuentos que había en casa de mis padres. Ni siquiera recuerdo el título. Por aquel entonces yo estaba entusiasmado con los laberintos de Cortázar, con la exuberancia de Vargas Llosa, con la minuciosidad de García Márquez. Apenas comenzaba a asomarme al abrumador universo de Borges. La literatura, durante aquellos años de adolescencia satisfecha, comenzaba y terminaba en América Latina.

En las páginas de Hemingway encontré un desierto. Nada me fascinaba. Nada me sobrecogía. Sus relatos no eran más que palabras colocadas en orden, una detrás de otra, tediosamente fieles a las normas de la sintaxis y la gramática. Avanzabas por sus párrafos en estado de tensión, esperando los fuegos artificiales, el estallido repentino, pero entonces el cuento comenzaba a languidecer poco a poco, como si la pólvora se hubiese mojado en algún punto impreciso de sus líneas, y finalmente se apagaba. Su parecido con la literatura —o eso creía yo— era el mismo que el de un pabellón industrial y un edificio de Gaudí: sus mimbres eran los mismos, pero eso era todo.

Creo que si hubiese leído a Raymond Carver en aquella época me habría sucedido algo similar. Mi torpe sentido del gusto era incapaz de diferenciar una habitación pobremente decorada con tres o cuatro cosas de una habitación estudiadamente decorada con tres o cuatro cosas. No reparaba en la importancia de la precisión. En la oportunidad de la palabra exacta. Pero, sobre todo, nunca me había detenido a valorar su eficacia. Un texto sencillo, carente de grandes recursos literarios, parco en adjetivos y adverbios, era ante mis ojos un texto escasamente labrado. Fruto de la más neutra redacción. Tardé algún tiempo en comprender que a veces en literatura, como en tantas otras cosas, menos es más. Y es muy posible que aún no lo haya comprendido por completo.

Un par de años después, a pesar de que Borges lo inundaba ya todo y cualquier comparación con su prosa resultaba injusta, comencé a entender qué veía el mundo en Hemingway. Allí donde parecía no haber nada, a la fuerza tenía que haber algo. Quizá se tratase del ritmo. Quizá de la contundencia. Cada vez que volvía a él me parecía más difícil permanecer indiferente. Adiós a las armas o Después de la tormenta no podían ser los textos de un escribano con suerte, sino la obra de alguien que sabía qué quería escribir y, especialmente, qué no. Donde otros llenaban escenas con palabras, él las completaba con silencio y profundidad. Era una austeridad arrolladora que pronto comencé a ver en algunos que vinieron después, como J. D. Salinger o Norman Mailer, pero también en otros que vinieron antes, como Sherwood Anderson, Ring Lardner o Stephen Crane —«Pensaba que su prosa era perfecta; hasta que leí a Stephen Crane y me di cuenta de dónde lo había sacado», escribiría al respecto Gore Vidal—. Sin embargo, no volví a tener la sensación de hallarme ante semejante dominio de la contención hasta que cayó en mis manos Catedral (Anagrama, 1986), de Raymond Carver.

«Escribir tiene que ser fácil». Osvaldo Soriano explicaba hace años que ese pensamiento lo invadía cada vez que leía los relatos de Hemingway, por oposición a lo que sentía cuando leía a Faulkner. En Carver uno puede apreciar lo fácil, la belleza de lo simple. Pero al mismo tiempo es imposible no percibir lo difícil. La complejidad de tan elevado grado de concisión literaria. Suele decirse que fue su mentor, el escritor y profesor John Gardner —a cuyas clases de escritura creativa en la universidad estatal de California asistió Carver a finales de los años cincuenta, recién cumplida la mayoría de edad—, quien lo invitó a reducir a la mitad las palabras de cada frase que escribiese. Un singular ejercicio de depuración estilística que se aprecia ya en su primer libro de relatos, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, en el que Carver trabajó durante quince años hasta su publicación en 1976 —aunque en España Anagrama no lo editaría hasta 1997— y en el que se contienen, en mi opinión, varios de los textos más brillantes del autor, como «Señales», «Los patos», «Vecinos», «Gordo» o «No son tu marido».

Aunque puede que su mejor relato, por el que recibió en 1983 el premio O. Henry de relato breve y en el que la sobriedad llega a rozar por momentos lo inverosímil, sea «Parece una tontería», incluido en Catedral. Según un artículo publicado en 1998 por el escritor y periodista de The New Yorker D. T. Max, el editor de Carver en aquella época en Esquire, Gordon Lish, fue el responsable de que su prosa se volviese todavía más austera. Arthur F. Bethea transcribe unas palabras del propio autor en Technique and Sensibility in the Fiction and Poetry of Raymond Carver: «[John] Gardner decía que no usases veinticinco palabras para decir lo que puedes decir en quince. Gordon [Lish] creía que si podías decirlo en cinco palabras en lugar de quince, usases cinco palabras». La polémica que suscitó el artículo de D. T. Max se derivó, no obstante, de la afirmación de que Lish no solo terminó de pulir el estilo de Carver, sino que se atrevió a recortar y reescribir párrafos enteros de sus relatos. De hecho, «Parece una tontería» ya había sido publicado dos años antes bajo el título «El baño» con un final distinto y el doble de extensión en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor. Según D. T. Max, en esa colección Gordon Lish redujo unilateralmente el número total de palabras a la mitad y modificó el final en diez de los trece cuentos, sembrando la correspondiente duda sobre cuánto hay de Carver y cuánto de Lish en los mismos.

Es algo que ocurre, por ejemplo, con «Dile a las mujeres que nos vamos», otro de los relatos contenidos en De qué hablamos cuando hablamos de amor —publicado por Anagrama en España en 1987— y, personalmente, uno de mis favoritos de Carver, sobre el que Lish también fue acusado de aplicar la tijera suprimiendo de la trama el detonante que provoca que uno de los dos personajes principales, Jerry, asesine brutalmente a las dos chicas que Bill y él acaban de conocer. En mi opinión, si el cuento es excelente es precisamente por eso. Porque nada parece motivar semejante reacción. Porque ocurre de repente, sin que el lector pueda preverlo. Porque, a excepción de algunos indicios sobre su personalidad agresiva e impredecible, en ningún momento se refleja qué mueve a Jerry a terminar con la vida de las dos ciclistas. No hay un nexo que oriente la escena anterior hacia la del crimen salvo un punto y aparte. Y la sospecha de que la elipsis pudo haber sido idea de Lish reduce la aportación de Carver a la concepción global de la historia. La genial historia de una reacción desproporcionada, en todo caso. De un crimen sin causa. Cometido porque sí. Un planteamiento que, sea como fuere, nos dice mucho de la naturaleza de Carver como narrador.

Porque, a pesar de lo extraordinariamente útil que resulte la austeridad descriptiva para imprimir velocidad e intensidad al relato, es un error creer que Raymond Carver es solamente economía. Su gran virtud es la forma de contar las cosas, por supuesto, pero también el fondo de las mismas. Si es que ambas mitades, en el caso de Carver, pueden disociarse. A veces, la mera especificación de un gesto o una acción, como la escena que rompe la presión narrativa en «Parece una tontería» cuando de pronto leemos «”He rezado”, dijo. Él asintió», es suficiente para ofrecer todo el contexto que requiere la escena. A Carver le basta una pincelada de realidad para lograr que el lector evoque al instante la estampa de los personajes, el lugar en el que se hallan, su vestimenta, su condición social, su relación con el mundo que los rodea. Sus relatos no son habitaciones pobremente decoradas con tres o cuatro cosas, sino habitaciones estudiadamente decoradas con tres o cuatro cosas. Todas ellas colocadas en el lugar preciso. En el momento exacto. Con cinco palabras es capaz de concretar la clase de información para la que otros necesitarían veinticinco. No es solo sobriedad. No es solo Hemingway. También es geometría. Es condensación. Es eficiencia. Es literatura.

Sus relatos parecen comenzar en ninguna parte. Un poco a la manera de Roberto Bolaño en Llamadas telefónicas (Anagrama, 1997), el primer libro de cuentos del escritor chileno. Cuando uno empieza a leer, la historia ya ha comenzado. Tal vez en algún lugar de la anterior página en blanco. Uno tiene la sensación de haber llegado a la película cinco o seis minutos tarde. La extraña impresión de que se ha perdido el primer párrafo del relato y ahora debe prestar atención si quiere hacerse una composición de lugar y entender a qué altura de la trama estamos. Esa forma de contar las cosas, esa técnica narrativa, engrana perfectamente con aquello que el autor quiere contar. Y lo que Carver quiere contar no es otra cosa que lo extraordinario de la mediocridad. La trascendencia de lo insustancial. La insondable y aplastante inmensidad del universo personal e insignificante de un individuo cualquiera, casi extraído al azar de cualquier rincón de la clase media.

Carver es la voz de las tragedias mundanas. De las pequeñas desgracias privadas e invisibles que ocurren en cualquier casa, al otro lado de una puerta cerrada. Escribía sobre la gente común. Sobre su cotidianidad. Sobre sus dramas silenciosos perdidos en un océano de dramas silenciosos. En sus relatos no se plantean interrogantes. No hay juicio ni condena. Tan solo una perspectiva cenital. Ajena a la escena. Vacía. Parca en palabras. Una perspectiva desde la que poder percibir el mundo en toda su deformidad. Y para ello le bastaba con fotografiar. No precisaba de filtros. Por eso sus historias no comienzan por el principio ni terminan por el final. Se mueven en ninguna parte. Sencillamente vienen y se van, inmortalizando un momento concreto en una vida corriente, que en realidad podría ser cualquier otro momento en cualquier otra vida. Todos sus personajes, en cierta forma, son el mismo personaje. Y eso, para los que alguna vez hemos sido inconscientemente fotografiados, tiene algo de aterrador.

Los años, el contexto, las tendencias o la equidad —honestamente, lo ignoro— quisieron que muchos de los grandes escritores de la segunda mitad del siglo XX repudiasen en mayor o menor medida a Ernest Hemingway. Vladimir Nabokov lo despreciaba pública y manifiestamente. Ricardo Piglia ha calificado los textos de sus últimos años —especialmente El viejo y el mar— como «mala literatura»: «No conozco un ejemplo más patético (salvo, quizás, el de Salinger) de autodestrucción de una escritura que el de Ernest Hemingway». Jorge Luis Borges, que era brillante hasta para ser un cabrón desalmado, dijo de él tras su muerte: «Hemingway se dio cuenta de que era un mal escritor y se disparó un tiro en la cabeza. Ese hecho de alguna manera lo redime». De Raymond Carver, por ahora, uno no acostumbra a leer más que elogios. Sin embargo algo me dice que, con el tiempo, cuando el viento vuelva a cambiar y escribir ya no tenga que ser fácil —una vez más—, serán muchos los que carguen las tintas contra su estilo.

Solo espero que en ese momento recuerden que alguna vez Roberto Bolaño dijo que Carver era el mejor escritor de relatos del siglo junto con Chéjov. Vaya usted a saber a qué siglo se refería, eso sí. Pero llevarle la contraria a Bolaño en cuestiones literarias, en cualquier caso, es posicionarse voluntariamente en contra de la razón.
https://www.jotdown.es/2018/10/raym...critor-de-relatos-del-siglo-junto-con-chejov/
 
El fabuloso reino de Poyais: venga a morir a la Costa de los Mosquitos
Publicado por E. J. Rodríguez
oie_4Ps4s0AR2U68.jpg

Gregor MacGregor retratado por George Watson, ca 1804. Imagen: National Gallery of Scotland.
El principado de Poyais era un lugar fabuloso. En todos los sentidos. Situado en la costa de la actual Honduras, constituía un entorno privilegiado, protegido de los posibles invasores por pequeñas cadenas montañosas. Su tierra era tan fértil que las plantaciones de maíz producían tres cosechas al año en vez de la cosecha única —o dos, en condiciones muy excepcionales— que era posible obtener en otros lugares. El lucrativo tabaco crecía casi por sí solo. Abundaba el pasto para el ganado. La caza y la pesca eran tan abundantes que, en una única y ligera jornada, un hombre podía procurar el alimento semanal para toda su familia, y más. Los ríos y arroyos que discurrían por zonas agrestes llevaban consigo pepitas de oro. Había vetas de plata esperando a los más intrépidos. Una colonia británica, próspera pero insuficiente, apenas daba de sí para explotar todos estos recursos. Todo lo que Poyais necesitaba para convertirse en un enclave cardinal del Caribe era nuevos inversores y colonos. A principios de la década de 1820 un militar escocés llamado Gregor MacGregor recorría Gran Bretaña buscando con afán esos inversores. Recaudó ingentes cantidades de dinero con la venta de bonos de deuda pública de aquella Jauja americana y de concesiones para establecerse allí.

El problema era que Poyais no existía. Es decir, MacGregor sí había adquirido un territorio situado en la costa caribeña de la actual Honduras y cuya superficie era algo mayor que la de Galicia o Valencia. Pero no se parecía en nada al país maravilloso que describían sus coloridas campañas publicitarias. Era un extenso, sí, pero impracticable pedazo de selva en la Costa de los Mosquitos donde no podía plantarse y donde el ganado no tenía nada que comer ni manera de sobrevivir. No había oro ni plata, ni nada digno del esfuerzo de pelear contra el entorno hostil y las enfermedades exóticas para las que los organismos europeos no estaban preparados. Ni siquiera había establecimientos; en el pasado, los pocos intentos de mantener bases o colonias en el lugar habían fracasado con estrépito. Poyais era un infierno tropical. Con él, MacGregor ganó el equivalente de cientos de millones de euros mediante una de las mayores estafas de todos los tiempos. Ya de paso, envió a un puñado de colonos a una muerte prácticamente segura, mientras él se revolcaba con regocijo en su recién adquirida fortuna.

La accidentada carrera militar de Gregor MacGregor

Nacido en una familia no muy rica pero de origen ilustre —el clan Gregor, al que había pertenecido el legendario rebelde Rob Roy— e hijo de un capitán de la marina mercante, Gregor MacGregor descubrió bien pronto que la aburrida vida de pequeñoburgués en la gris Escocia no era el tipo de vida que quería llevar. Con solo dieciséis años y fallecido su padre, ingresó en el ejército británico gracias al esforzado desembolso económico de su familia, que le compró un puesto por el equivalente de unos cuarenta mil euros actuales. Era una manera de asegurar su futuro, una práctica común por entonces. Su entusiasmo le valió el nombramiento como teniente en cuestión de apenas unos meses. Para continuar ascendiendo con rapidez, sin embargo, necesitaba comprar los galones; el ejército británico, clasista y nada meritocrático, funcionaba mediante un sistema de venta de rangos destinado a evitar que los militares de clase baja acaparasen los puestos de mando. Para ascender a capitán solo por los méritos un teniente de clase baja requería cumplir un mínimo siete años de servicio y esperar a que llegase el nombramiento. Con dinero, sin embargo, ese nombramiento se podía obtener tan pronto hubiese un puesto disponible.

Sin dinero ni influencias, pues, MacGregor estaba condenado al ostracismo militar. Solucionó este inconveniente gracias a su aspecto distinguido y sus maneras refinadas o, dicho de otro modo, contrayendo matrimonio con María Bowater, hija de un almirante de la Armada Real y familiar directa de un miembro del Parlamento. María venía acompañada de una sustanciosa dote, ingresos regulares asegurados y contactos con las altas esferas militares y políticas. Poco después MacGregor pudo comprar el ascenso a capitán, que no era barato: el equivalente de ochenta y cinco mil euros. Destinado a una guarnición de Gibraltar, el jovencísimo oficial se hizo notar por su afición por los signos externos del escalafón: uniformes, insignias, medallas. Esto provocaba hondas antipatías entre los soldados y hasta entre algunos de sus colegas oficiales, pero la obsesión por la apariencia sería un rasgo que mantendría durante toda su carrera y con el que engañaría a mucha gente.

En 1809, tras algunos años en la guarnición del peñón, fue trasladado a Portugal para luchar contras las tropas napoleónicas. En la primavera de 1810 participó en la batalla de Albuera, donde el 57º Regimiento de Infantería, en el que servía como oficial, se ganó el legendario apodo de los Die-Hards, los «duros de matar». Sin embargo esto le sirvió de poco; unos días después fue «invitado» a abandonar el ejército por desavenencias con otros oficiales. Se le devolvió el dinero que había pagado por su puesto y su ascenso. Según parece sus superiores directos estaban hartos de él. Durante su carrera militar los testimonios de sus colegas fueron de lo más diverso. Algunos lo consideraban valioso; para la mayor parte era un individuo petulante, insoportable e inútil

Regresó a Inglaterra para presumir de sus hazañas militares, que solía describir con pintoresco colorido, exagerando su papel en ellas. Sin embargo, cuando su joven esposa murió al cabo de un año, MacGregor se quedó sin su sustento económico y sin su principal apoyo en la sociedad londinense. Sin conocer otra vida que la militar y sin experiencia alguna en algún otro oficio, no tenía manera de salir adelante excepto, quizá, retornar a Escocia y hacerse cargo de una pequeña propiedad que había heredado, lo cual lo hubiese condenado a esa gris vida de campesino que quería evitar. Se fijó en las guerras de independencia que estaban estallando en la América española. En Londres había conocido al general Francisco de Miranda, líder de la revuelta venezolana y personaje carismático que había recorriendo Europa causando una gran impresión allá donde iba. Decidido a ofrecerle sus servicios, MacGregor vendió lo que tenía —mayormente, aquella modesta propiedad familiar en Escocia— y embarcó con destino a América.

Hizo escala en Jamaica, donde tuvo tiempo de desbabarse contemplando la cómoda y lujosa existencia que llevaban los administradores de las plantaciones y puestos comerciales, pero supo que allí no había sitio para él porque, para prosperar en Jamaica, se necesitaba de buenas referencias, en especial cartas de recomendación firmadas por personajes influyentes de la sociedad inglesa. MacGregor ya no disponía de ese tipo de contactos. A su pesar continuó el trayecto hacia Caracas. Llegó a una Venezuela sumida en el caos. Para empezar, la propia Caracas había sido arrasada por un terremoto apenas unas horas antes de que MacGregor desembarcara. Por otro lado, la guerra no le iba bien al bando republicano de Miranda, que además estaba perdiendo apoyo popular y amenazaba con desbaratarse por causa de las disensiones internas. Aun así, Miranda era su única oportunidad para forjar una nueva carrera, así que MacGregor le pidió un puesto como estaba previsto. Embelleció su pasado, recordando que había pertenecido a los famosos «duros de matar» y aireando la supuesta recepción de la cruz de la Orden de Cristo que las autoridades portuguesas, según él, le habían concedido por su distinción en la lucha. Miranda, impresionado, lo reclutó y lo puso al mando de un batallón de caballería. MacGregor tuvo suerte: su primera intervención fue exitosa y produjo una gran primera impresión entre sus superiores, aunque sus desempeños militares iban a ser bastante irregulares en el futuro. Su carrera se convertiría en un ir y venir de un lugar a otro, siempre buscando algún escenario bélico en el que hacerse un nombre, y cayendo en una creciente e inexplicable espiral de egolatría.

El seductor escocés aseguró su posición contrayendo segundas nupcias con Josefa Aristeguieta, prima de otro de los principales generales rebeldes, Simón Bolívar. Gracias a este enlace MacGregor fue ascendido a general de brigada. Sin embargo la guerra iba de mal en peor. Miranda fue hecho prisionero y terminó firmando un armisticio con la corona española, rendición que no fue aceptada por el nuevo líder de la revolución. Un desencantado Bolívar huyó a la isla de Curaçao para planear la manera de salvar la causa. Necesitaría algo de tiempo para recomponer su ejército y regresar al continente para intentar un segundo asalto.

MacGregor debió de sentir que la inactividad lo perjudicaba, pues no tardó en buscar nuevas aventuras en las Provincias Unidas de la Nueva Granada, la fugaz y caótica república colombiana que duró solo cinco años y que hoy es recordada como la «Patria Boba». Las actividades militares de MacGregor allí fueron, como de costumbre, recordadas de forma contradictoria según la fuente. Para algunos de quienes sirvieron junto a él fue un oficial valioso por su experiencia en las guerras napoleónicas y su formación militar moderna. Para otros era un fanfarrón insoportable. En todo caso no hizo cosas dignas de mención. La república neogranadina se estaba derrumbando.

Por fin le llegaron las buenas noticias de que Bolívar había conseguido reunir un ejército con el que había conquistado Caracas. MacGregor pensó que era buen momento para regresar a Venezuela. Al poco de llegar resultó que también esta segunda intentona de Bolívar se estaba viniendo abajo. Las tropas españolas estaban haciendo retroceder a los rebeldes en todos los frentes. El escocés, al mando de un grupo de soldados, se vio obligado a retirarse a la ciudad de Cartagena, que pronto fue sitiada por los barcos del bando realista. Los rebeldes huyeron a bordo de varios cañoneros, rompiendo el cerco español sin perder ninguna nave, una hazaña en la que MacGregor tuvo un papel destacado. Mientras esto sucedía Bolívar era derrotado de nuevo. Y de nuevo Bolívar se puso a la tarea de recomponer su ejército.

Cuando Bolívar reunió una fuerza importante entró por tercera vez en la lucha. Le dio a MacGregor un nuevo puesto como general de brigada. Como ya era costumbre, las tropas realistas contraatacaron con éxito la ofensiva de Bolívar. MacGregor decidió retirarse con las suyas propias, recorriendo varios cientos de kilómetros hasta la ciudad de Barcelona. Fue una huida digna de película; con tropas escasas y la sola presencia, como aliados, de un grupo de combatientes indígenas armados con arcos, MacGregor era perseguido muy de cerca por la caballería española. Se vio obligado, incluso, a abandonar a los heridos durante la marcha. Por fin consiguió tender una trampa a los jinetes enemigos, conduciéndolos hacia un pantano donde la principal ventaja de la caballería, la capacidad para cargar a toda velocidad, quedaba inutilizada por completo. Con sus monturas inmovilizadas en el fango, los realistas vieron cómo caía sobre ellos una lluvia de flechas. Indefensos ante el ataque final conducido por MacGregor, terminaron desbaratados. Aquella fue la mayor hazaña militar del escocés y una de las pocas sobre la que no hay dudas razonables respecto al papel que desempeñó. El propio Bolívar quedó impresionado al saber de lo sucedido y, durante un periodo, tuvo a MacGregor en muy alta estima.

oie_27134015BAoEmG4n.jpg

Medalla de la Isla de Amelia, 1817. Imagen: John J. Ford Jr. Collection (DP).
La siguiente misión del ahora famoso MacGregor consistía en capturar algún puerto en Florida, posesión española desde la que los rebeldes podrían crear un valioso canal de suministros y comercio con Norteamérica. MacGregor viajó a los Estados Unidos para recaudar fondos y conseguir reclutas; un número de estadounidenses se alistaron en su unidad bajo la promesa de buenos salarios y recompensas. En 1817 MacGregor se embarcó con apenas un puñado de hombres, dejando a la mayoría de sus reclutas estadounidenses atrás, y tomó rumbo a la isla de Amelia, que forma parte del archipiélago que, a modo de barrera natural, bordea la costa de Florida. En Amelia, una isla insignificante, había una guarnición española minúscula y una comunidad de piratas y delincuentes que se refugiaban allí cuando no estaban cometiendo fechorías en otros lugares. Los soldados españoles, pensando que MacGregor llegaba acompañado de los varios miles de hombres que había reclutado, huyeron. El escocés, con unas pocas decenas de efectivos, tomó una isla medio vacía sin pegar un solo tiro.

Con la captura de Amelia se dispararon sus delirios grandilocuentes. Se empeñó en convertirla en el primer territorio de lo que, en sus cada vez más febriles visiones, debía ser la «República de las Floridas». MacGregor estaba decidido a convertirse en el Bolívar de la región. Diseñó una bandera —cruz verde sobre fondo blanco— y declaró la independencia. Casi nadie le hizo caso. Los piratas, que constituían el grueso de sus nuevos «súbditos», no vieron con buenos ojos que pretendiese ponerles impuestos y se limitaron a hacer como si MacGregor no estuviese allí. Los traficantes de esclavos se disgustaron cuando el autoproclamado gobernante les arrebataba a los esclavos para revenderlos. Los propios soldados de MacGregor estaban también descontentos porque su jefe les había prohibido el pillaje; todo bien valioso debía ir a las arcas de su nueva revolución. Para colmo, MacGregor empezó a pagarles en «dólares amelianos» acuñados por él mismo y cuyo valor resultaba más que dudoso; era el principio de una costumbre que ya rara vez quebraría, la de no pagar a sus hombres.

Un contingente español (ahora sí, más importante) empezó a reunirse en la costa opuesta. El enemigo era bien visible desde la isla, porque apenas los separaban unas decenas de metros de aguas poco profundas. MacGregor supo que la corta vida de su República de las Floridas había llegado a su fin. Entonces inauguró otra de sus costumbres funestas: la de abandonar a una parte de sus hombres a su suerte mientras él emprendía la huida. Dejó una guarnición en Amelia, comandada por uno de los estadounidenses a quienes había conseguido liar en su insensata empresa. Después, entre los gritos e insultos de sus supuestos conciudadanos republicanos, subió a un barco para marcharse. Mientras los soldados de la isla Amelia trataban de defenderse del asalto español, MacGregor se relajaba en las Bahamas, dedicado a encargar medallones conmemorativos dedicados a sí mismo, en los que podían leerse lemas tan tragicómicos, dada la situación, como Veni Vidi Vici o Duce Mac Gregorio Libertas Floridarium («MacGregor, líder libertador de Florida»). Estaba permitiendo que la fantasía sobre sus supuestas hazañas se impusiera sobre la triste realidad de sus derrotas y su cobardía.

Llegaron nuevas órdenes: debía participar en la conquista de Panamá. Desde Bahamas regresó a las Islas británicas, donde reclutó un millar de soldados ingleses con las habituales promesas de buenos sueldos y premios varios. La primera parte de su misión consistía en la toma del fuerte costero Porto Bello. Haciendo gala de gran astucia la cumplió sin pegar un solo tiro, durante la noche, esquivando las barricadas que los defensores realistas habían situado en torno a la pequeña localidad. Las tropas españolas habían esperado un enfrentamiento directo y, para su sorpresa, se vieron despojadas del fuerte en cuanto amaneció.

En Porto Bello MacGregor parecía ya por completo absorbido por una manía egocéntrica que le hacía verse como una figura legendaria destinada a pasar a la historia. Pensaba en volver a Nueva Granada para liberarla y convertirse en el gran líder de lo que hoy es Colombia. Sin embargo parecía haber desarrollado un pánico cerval ante la idea de volver a enfrentarse cara a cara con los españoles. Pese a tener ordenes de continuar su marcha hacia la ciudad de Panamá se quedó en el fuerte, dedicado al diseño de nuevos medallones. En su cabeza estaba creando una cofradía caballeresca, encabezada por él mismo, cuyo emblema sería una cruz verde sobre fondo blanco: la misma bandera que había ondeado en la ya extinta pseudorepública floridana que había pretendido fundar en la isla Amelia. Se inspiraba en la Orden de Cristo portuguesa, cuya historia se remontaba a la edad media.

Enfrascado en los diseños de medallas y uniformes, se desentendió de todas las labores de mando efectivo y ni siquiera se molestaba en pagar el salario de sus soldados. Solo evitó un motín generalizado cuando repartió, por fin, algo del dinero que les había prometido. Por lo demás, nada parecía preocuparle excepto sus fantasías neotemplarias. Ni siquiera estableció mecanismos de vigilancia en torno al fuerte y cuando, como era de prever, las tropas españolas regresaron para intentar recapturar el fuerte, se encontraron —para su sorpresa— el camino completamente despejado. MacGregor solo supo del contraataque porque le despertó el ruido de los disparos. Lanzó su colchón por la ventana de su habitación, que daba a una playa, y saltó sobre él. Después quedó inconsciente en el agua y fue rescatado, de manera milagrosa, por uno de sus barcos. Cuando recuperó la consciencia y vio la que había liada en tierra, lejos de retornar en ayuda de los soldados y oficiales que no habían conseguido salir de Porto Bello, ordenó que su barco huyese hacia alta mar. Poco después destituyó al capitán del buque, una medida muy extrema que podía constituir un crimen penado con la muerte y que incluso altos mandos debían evitar en lo posible; ni siquiera un general solía atreverse a discutir el mando de un capitán, máxima autoridad cuando estaba a bordo de su buque. MacGregor justificaría la acción por la «indisciplina y ebriedad» de la tripulación.

Nadie le exigió explicaciones por aquella destitución, pero su exiguo ejército iba quedando diezmado por la incapacidad del escocés para cumplir con el pago de los sueldos. Incluso las raciones flaqueaban. Sus planes grandilocuentes para liberar Nueva Granada y convertirse en el Bolívar de la actual Colombia amenazaban con venirse abajo cuando quedó claro que casi nadie quería seguir bajo su mando. Los soldados pasaban hambre y privaciones mientras MacGregor diseñaba nuevos uniformes para los oficiales y premiaba a sus favoritos con la inútil medalla de «la Orden de la Cruz Verde».

El miedo a enfrentarse a los españoles hizo que, cuando llegaron a Nueva Granada y uno de sus oficiales desembarcó para tomar el fuerte colombiano de Río de la Hacha, MacGregor no quisiera abandonar el barco. Cuando la bandera rebelde ondeó en el fuerte tampoco quiso desembarcar, aduciendo que podría tratarse de una trampa de los españoles. Solo aceptó pisar tierra cuando su oficial retornó en persona para decirle que, en efecto, habían conquistado el fuerte. MacGregor obtuvo un recibimiento no muy cariñoso de los soldados, que lo acusaban de cobardía y cubrieron su caminata de insultos y escupitajos. Refugiándose una vez más en sus fantasías, MacGregor empezó a referirse a sí mismo como «Su Majestad el Inca de Nueva Granada», repartiendo cruces y absteniéndose de intentar imponer cualquier rutina o disciplina entre sus hombres. Cuando los españoles retornaron huyó de nuevo, dejando a un número de sus soldados abandonados a una más que segura matanza. Sus oficiales, o los que aún no se habían marchado o habían caído en manos realistas, no entendían cómo era posible que semejante individuo hubiese alcanzado una tan elevada reputación militar. Uno de ellos, al regresar a Inglaterra el año siguiente, escribió un libro titulado Memorias de Gregor MacGregor, en el que narraba la sucesión de despropósitos de que ahora se autodenominaba Inca. El libro no tuvo gran circulación, suponemos, o nadie hubiese vuelto a confiar en MacGregor jamás.

Si en el Reino Unido nadie sabía de su incompetencia, en América su reputación sí terminó hecha añicos. En Jamaica había una orden de captura contra él por piratería. Su mujer Josefa y su pequeño hijo Gregorio, que aún residían allí, habían sido desahuciados y solo por la mediación de un oficial habían podido esconderse en la choza de unos esclavos. El propio Bolívar, a quien ya habían llegado los informes sobre la cobardía y desobediencia de MacGregor, lo tildó de traidor y ordenó que, de retornar a Venezuela, se lo ahorcase sin juicio previo. Las guerras de independencia había terminado para el escocés, pero no así sus sueños de convertirse en el reyezuelo de algún territorio.

Proscrito por Bolívar, MacGregor huyó a Centroamérica. Se estableció en la Costa de los Mosquitos, así llamada como referencia a la población local, los miskitu sambu o «miskitos», a quienes los españoles habían apodado «mosquitos zambos». Los miskitos eran mestizos («zambos»), descendientes de una mezcla de indígenas y esclavos africanos. Su líder era el rey George Frederic Augustus I, que solo era rey a nivel simbólico, pues el supuesto reino de los miskitos pertenecía al Imperio británico. Aunque el rey George gobernaba, en la práctica muchos de los asuntos estaban en manos de la habitual troupe de funcionarios y administradores que actuaban en nombre de la corona inglesa. Aun así, George podía decidir sobre las concesiones de tierras. Cuando MacGregor llegó a la corte de George Frederic traía consigo botines varios. Pagando con joyas y un cargamento de ron requisados durante sus andanzas consiguió que el rey de los miskitos le cediera la propiedad de un amplio territorio selvático de la costa, que no interesaba a nadie porque no había nada que hacer en él. Años antes los ingleses habían intentado crear alguna base colonial, pero el lugar era demasiado inhóspito e insalubre, y se habían marchado dejando tras de sí unas cuantas tumbas. En 1800, antes de que MacGregor comprase el territorio, también los españoles habían pretendido establecer una colonia, pero habían sido masacrados por los nativos.

Aquella selva tropical era inhabitable para los europeos y para los criollos, que seguían siendo también, en su forma de vida, fundamentalmente europeos. MacGregor, sin embargo, imaginó un país rico y avanzado. Decidió bautizar el territorio como «Poyais» por el nombre de una tribu nativa, los payas. Y volvió a Gran Bretaña para presumir de su nueva posesión.

oie_271337484LASbZAy.jpg

Un dólar, Banco de Poyais (ca. 1820). Imagen: National Museum of American History.
La estafa más grande de la historia

Aquella venta le otorgaba la propiedad privada del terreno, pero no conllevaba privilegios administrativos ni ningún título civil o nobiliario concomitante. Sin embargo MacGregor retornó a Inglaterra y empezó a presentarse en sociedad como el «cacique» de Poyais. Aunque el término tiene hoy connotaciones negativas, en la época era un título equivalente al de «príncipe», alguien de rango intermedio entre un gobernador y un virrey. Era un término que los españoles habían tomado de los indios taíno, que se referían a los líderes tribales como cakchiqueles o cakchicuanes. A ojos europeos un cacique americano era una figura colonial importante y, sobre todo, una puerta para inversiones comerciales en territorios aún por explotar.

MacGregor había obtenido gran experiencia como recaudador de fondos en Estados Unidos, durante la preparación de su fallida campaña de conquista de Florida, y en Inglaterra, durante la preparación de su también fallida campaña de liberación de Nueva Granada. Había hecho un uso nefasto de aquellos fondos y recursos, pero los detalles sobre el ignominioso fin de su carrera militar no eran conocidos en las islas británicas, pese a las advertencias de algunos de sus antiguos oficiales. El escocés, con un gran dominio de las relaciones públicas, consiguió que se lo asociara no con sus fracasos sino solo con su antigua pertenencia a los legendarios Die-Hard de las guerras napoleónicas o con la heroica retirada hacia Barcelona. Su amor por el oropel, los títulos falsos y las medallas conmemorativas lo convirtieron en una atracción muy cotizada en los salones londinenses y no había anfitrión de veladas elegantes que no quisiera invitarlo como parte del espectáculo.

Sus delirios de grandeza resultaron ser contagiosos en Inglaterra. La alta sociedad estaba fascinada por las descripciones que MacGregor hacía de Poyais, desde el diseño de los uniformes de su supuesto ejército hasta un sistema político de tres cámaras (frente a las dos que existían en Inglaterra) englobado en una constitución farragosa y altisonante.

En 1821, cuando MacGregor empezó con su campaña publicitaria sobre Poyais, sus mentiras eran creíbles. El continente americano se estaba atomizando en el caos de las guerras de independencia y los nuevos Estados aparecían y desaparecían de la noche a la mañana. Figuras como el administrador colonial o el virrey eran habituales, así que un militar escocés que se presentase como cacique de un territorio ultramarino no tenía nada de raro. Desde Inglaterra era difícil comprobar cuánto de verdad había en los relatos de MacGregor. Debía de ser obvio que su descripción contenía exageraciones, como la abundancia de oro (que de todos modos no era tan increíble) o las tres cosechas de maíz por año; pero en cualquier campaña publicitaria se asumía, ya por entonces, cierto grado de hipérbole. En conjunto no sonaba inverosímil que un territorio americano fuese fértil, rico y prometedor. Había muchos ejemplos y las riquezas americanas formaban parte del paisaje europeo desde mucho tiempo atrás. La famosa «plata española», que procedía de América y llevaba siglos circulando por Europa, se había convertido en el estándar monetario internacional incluso en Asia. Por ejemplo, el que los chinos empezasen a acumular plata española, sumiendo al Imperio británico en un peligroso déficit comercial, fue la cusa primaria de las célebres Guerras del Opio. América era vista como una inmensa mina y, por qué no, Poyais era uno de tantos territorios que ofrecían oportunidades nuevas. MacGregor incluso inventó una capital, San José, en la que había un teatro, una catedral, mansiones y paseos pavimentados adornados por columnatas. Todo lo que había visto en las ciudades más prósperas de América lo incluyó en su elaborada mentira, Y todo era creíble. Se sabía que ciudades así existían de una punta a otra del Nuevo Mundo.

Tan verosímiles eran las mentiras que MacGregor consiguió que el banco de Escocia imprimiese una tanda de dólares de Poyais; en su momento a nadie se le ocurrió que aquella moneda no sirviera para nada. También obtuvo enormes préstamos bancarios a cuenta de las inexistentes riquezas de Poyais. Y, lo más lucrativo de todo, empezó a emitir bonos de deuda pública cuya rentabilidad (un 6%) era superior a la que ofrecían los bancos centrales de las naciones europeas. También esto era creíble. Aunque los bonos de deuda de las nuevas repúblicas sudamericanas como Perú o Chile inspiraban menos confianza porque el futuro de estos Estados era todavía incierto, su elevado interés conseguía atraer a los compradores. En caso de que esos Estados sobrevivieran, los bonos ofrecerían no solamente un retorno de capital apreciable, sino la posibilidad de obtener una entrada preferente en los negocios y concesiones de los nuevos países. Por entonces, para alguien que no conocía de cerca la situación americana, invertir en Poyais no parecía más alocado que invertir en Venezuela.

Las patrañas de MacGregor encontraron especial eco en su tierra, Escocia. Los escoceses carecían de imperio colonial, aunque en 1698 habían intentado asegurarse un papel importante en el comercio mundial con la conquista de una parte de Panamá, a la que llamarían Nueva Caledonia y en la que establecerían una ruta terrestre que uniese los océanos Atlántico y Pacífico (por supuesto, todavía no existía un canal entre ambos océanos). El intento escocés se topó con la oposición española y, en una guerra marcada por las fiebres tropicales que afectaron a ambos bandos, los españoles vencieron. Aquello había causado tal desconsuelo y pesimismo en Escocia que, en 1707, apenas diez años después de la debacle, el parlamento escocés aprobó la unión con el reino de Inglaterra.

Ahora, más de un siglo después, Gregor MacGregor ofrecía la posibilidad de que los escoceses pudieran tener, por fin, una colonia propia. Como a MacGregor no le bastaba el dineral que estaba obteniendo con los préstamos y bonos, puso a la venta concesiones de tierras en Poyais. Muchas familias vendieron lo que tenían para obtener una oportunidad en aquel país fértil y rico que MacGregor publicitaba con folletos, ilustraciones y hasta canciones. Hasta apareció un libro titulado Sketch of the Mosquito Coast, including the Territory of Poyais, escrito por Thomas Strangeway, aunque obviamente encargado por MacGregor. Es una lectura fascinante que, en un estilo elegante y científico, describe durante más de trescientas páginas las bondades de la región (está disponible de manera gratuita, por si alguien quiere pasar el rato hojeándolo). Todo esto servía para engañar a gentes de toda condición. Entre los compradores de licencias para establecerse en Poyais no había solo pobres o campesinos, sino también artesanos, médicos y hasta un banquero. Cuando la demanda de concesiones crecía, MacGregor aumentaba los precios. Pero seguía vendiendo, y pronto había ya varios cientos de personas dispuestas a emigrar. La carencia de escrúpulos de MacGregor a la hora de engañar a los futuros colonos era tal que hablaba de Poyais como de una tierra «saludable» y muy indicada para la constitución física de los europeos; tanto, que sus balnearios estaban repletos de colonos procedentes de otros rincones del Caribe que acudían a Poyais descansar y reponerse de los males tropicales.

A finales de 1822 el primer barco con colonos llegó a Poyais; en concreto, a un supuesto puerto establecido en la desembocadura del río Negro. Atónitos, varios centenares de hombres, mujeres y niños desembarcaron en una costa «que complace a los ojos», pero en la que no había ni rastro del puerto. No había colonos, ni casas, ni muelles, ni tierras cultivables. No había nada. Todo era jungla. Se establecieron como pudieron en las playas y enviaron algunas expediciones para encontrar civilización, ante la posibilidad de que hubiesen desembarcado en un sitio equivocado. Solo encontraron los cimientos de un antiguo edificio, reducido ya a escombros. Y, hallazgo tétrico, un improvisado cementerio. Empezó a cundir el pánico. El líder de la expedición, un coronel llamado Hall, zarpó para intentar localizar a las autoridades de la inexistente ciudad de San José y avisarles de que los nuevos colonos habían llegado. En primavera de 1823 llegó el segundo contingente de ilusionados escoceses, que se unieron al campamento con la misma sensación de perplejidad y angustia. Poco después Hall regresó con las chocantes nuevas de que no había ni rastro de la capital ni de otro tipo de civilización. Habiendo comprobado que las autoridades británicas no habían efectuado ningún movimiento para rescatarlos, Hall partió de nuevo para contactar con George Frederic Augustos I, el rey de los miskitos.

Las circunstancias de los colonos eran malas, pero habían sobrevivido los primeros meses gracias a sus reservas de provisiones y medicinas, además de por la presencia de algunos doctores en el grupo. Sin embargo con la estación de las lluvias empezaron a llegar los más peligrosos habitantes de la región: los mosquitos. Además de soportar un clima terrible con fuertes vientos y constantes tormentas, los infortunados colonos empezaron a enfermar debido a las picaduras; la malaria y la fiebre amarilla se extendieron entre ellos con rapidez. Los médicos no podían hacer nada frente a estos males tropicales. El campamento se transformó en un escenario de pesadilla, repleto de sufrimiento y agonía. Uno de los colonos, incluso, se suicidó con la pistola que había llevado consigo.

Días después quiso la casualidad que los colonos fuesen encontrados por un buque en el que viajaba Marshall Bennet, un rico comerciante que ejercía como magistrado jefe —un alto cargo colonial, semejante al de gobernador— en Belice. Incrédulo, Bennet contempló el dantesco espectáculo del campamento y escuchó los terribles relatos de los colonos. En los días pasados, le dijeron, habían muerto diez personas, incluidos tres niños. Les respondió que no existía el país de Poyais, ni la ciudad de San José, ni un cacicado legal en la zona, que era un pedazo de jungla inhabitable. Al saber que el barco de Hall estaba por regresar en cualquier momento, les rogó que no perdiesen tiempo y abandonasen aquella costa, asegurando que todos morirían si se quedaban.

Hall, en efecto, reapareció tres días después, acompañado por el rey de los miskitos, que había escuchado con estupor la noticia de que una colonia se estaba organizando en aquel mortífero litoral y había querido verlo con sus propios ojos. George Frederic les dijo a los colonos que jamás había concedido título alguno a MacGregor y que, por tanto, las concesiones vendidas por el escocés eran inválidas y todos estaban allí en condición de inmigrantes ilegales. Anunció que, en vista del engaño, había decidido expropiar las tierras que había vendido a MacGregor. Los colonos fueron embarcados con rumbo a Belice, excepto medio centenar de ellos, tan enfermos que no estaban en condiciones de viajar y, por decirlo como es, fueron abandonados a la muerte en aquella playa. Al desembarcar en Belice varios de los supervivientes tuvieron que ser llevados en brazos porque no podían ni caminar. Muchos murieron allí. Un oficial local, horrorizado, hizo zarpar un buque con destino a las islas británicas para comunicar a los futuros colonos que lo de viajar a Río Negro era una locura.

oie_2713373DhB3sXOD.jpg

Vista del puerto del Río Negro en el territorio de Poyais (Costa de los Mosquitos) realizado por Thomas Strangeways en 1822 (DP).
Siete buques más habían zarpado ya con rumbo a Poyais. Uno de ellos llegó a Río Negro parta encontrar un campamento abandonado y repleto de cadáveres; al verlo, el capitán decidió tomar rumbo a Belice, donde desembarcaron los viajeros a la espera de decidir qué hacer. Otro barco llegó a Belice para hacer escala; no llevaba pasajeros, pero sí pertrechos y materiales destinados a Río Negro. Las autoridades locales comunicaron a su capitán que no había colonia a la que llevar su cargamento, así que este fue vendido en Belice mediante subasta. En las islas británicas la armada tuvo que organizar una búsqueda de emergencia para intentar localizar a los cinco barcos que todavía navegaban con rumbo a Río Negro. Por fortuna para sus ocupantes los cinco barcos fueron detenidos a tiempo.

En octubre de aquel mismo año 1823 estalló el escándalo. Regresaron a Gran Bretaña los primeros supervivientes del desastre de Poyais. El relato que hicieron conmocionó a la nación. MacGregor huyó a Francia, estableciéndose en París mientras la prensa inglesa describía los detalles más sórdidos de su descomunal estafa. Aun así algunos de los colonos supervivientes pensaban todavía que MacGregor era inocente y que habían sido sus ayudantes quienes habían perpetrado el engaño. El propio MacGregor inició una de las primeras campañas masivas contra la prensa —lo de fake news viene de antiguo—, asegurando que Poyais existía de verdad y amenazando con presentar denuncias por calumnia contra los principales periódicos británicos.

Desde París, a despecho del escándalo organizado en su país —por entonces estas noticias no viajaban con rapidez, si es que viajaban en absoluto— y sin importarle que su estafa hubiese causado la muerte de varias decenas de personas, trató de involucrar a instituciones e inversores españoles en un nuevo intento de colonizar Poyais. Ocultando su antigua colaboración con Miranda y Bolívar, pues su currículum revolucionario no quedaba muy bien ante el rey hispano, llegó a escribir a la corte de Fernando VII con la oferta de convertir Poyais en un territorio de la corona. En España, sin embargo, la experiencia con esta clase de aventureros era bien amplia y antigua. Había, en general, un mayor conocimiento acerca de cómo solían funcionar las cosas en el Caribe y, como era de esperar, nadie respondió a los ofrecimientos del escocés.

En Francia tuvo más éxito. Consiguió liar a Nouvelle Neustrie, una empresa cuya principal aspiración era la de establecer bases comerciales en América, en el proyecto de fundar una nueva colonia. Para no constar como administrador de la colonia —algo que lo convertiría en el responsable de cualquier previsible desastre—, vendió a Nouvelle Neustrie un terreno de dos mil kilómetros cuadrados en el que establecer su puesto comercial. Así MacGregor podía decir que se había limitado a vender el terreno y que el uso que después se hiciera del mismo no era asunto suyo. Por lo demás, inició una campaña publicitaria similar a la que tan bien había funcionado en su país, incluyendo la publicación de una nueva constitución de Poyais, tan rebuscada y pomposa como a él le gustaba. Esta vez, sin embargo, no emitió falsos bonos de deuda pública, quizá porque en los mercados financieros ya debía de ser conocida la estafa anterior. Pero el público de a pie desconocía el asunto inglés, y casi un centenar de franceses habían caído ya en la trampa de soñar con una vida mejor en el fabuloso país de Poyais y habían comprado licencias de ocupación de tierras.

Las autoridades galas empezaron a olerse que algo no iba bien. Esto quizá se debía al carácter más exhaustivo y estructurado de la burocracia francesa. A los funcionarios que expedían los pasaportes les extrañó la repentina oleada de peticiones de documentos o sellos con destino a un país llamado Poyais, de cuya existencia no tenían constancia. Elevaron sus sospechas a sus superiores. El gobierno francés contactó con Nouvelle Neustrie y ordenó que un barco que estaba ya a punto de partir para llevar a decenas de colonos a Poyais permaneciese en puerto. Poco después, el secretario personal de MacGregor y uno de sus socios fueron detenidos en París. El propio MacGregor se ocultó en la campiña durante tres meses, pero al final fue encontrado y detenido también.

A la espera de la detención de otro de sus cómplices —un francés apellidado Lehuby, que había huido a Holanda— para poder juzgar a todos los acusados en conjunto, MacGregor pasó varios meses en prisión preventiva, pero no dejó de hacer ruido desde su celda. Primero intentó convencer al juez de que, como cacique de Poyais que era, gozaba de inmunidad diplomática. Cuando esto no funcionó, escribió un apasionado manifiesto en el que aseguraba que la prisión preventiva «bajo cargos de los que el acusado no tiene noticia» contravenía los derechos humanos. Cuando tampoco esto hizo efecto, se revistió con sus antiguas escarapelas revolucionarias y aseguró que su encarcelamiento era parte de una conspiración española para impedir que Poyais se convirtiese en protectorado francés (esto lo decía el mismo hombre que, solo unos meses antes, le había ofrecido Poyais a la corona española). Una vez celebrado el juicio, los tres jueces del tribunal decretaron la absolución de MacGregor. Esta sorprendente decisión se debió a la ausencia del cuarto acusado, Lehuby, a quien los abogados defensores cargaron con todas las culpas para eximir a sus propios clientes. Además, Lehuby se había llevado consigo o había destruido varios documentos clave para el caso. La fiscalía, a pesar de que MacGregorya había organizado una estafa semejante en el Reino Unido, no encontró pruebas de que no hubiese sido engañado por Lehuby.

Pocos días después de su absolución, sin embargo, llegó la noticia de que las autoridades francesas habían conseguido la extradición de Lehuby desde Holanda, posibilitando la repetición del juicio. Esto supuso que MacGregor fuese condenado a trece meses por falsificación, aunque, de manera igualmente inexplicable, se libró de todos los demás cargos.

MacGregor se marchó con su familia a Inglaterra, donde fue detenido al poco de poner pie en tierra. Salió de entre rejas tan rápidamente como había entrado. No se sabe por qué se le detuvo, ya que no hubo lista de cargos de por medio. Es posible que la detención se produjese de manera automática por algún tipo de deuda elevada que MacGregor mantenía con alguien y que se lo liberase enseguida porque, al poco de ser detenido, hiciese frente a esa deuda en metálico (dinero para pagar no le faltaba). En cualquier caso, el asunto de Poyais ya no estaba de actualidad en las islas. Envalentonado, MacGregor comenzó a emitir nuevos bonos de deuda, pero no conseguía venderlos porque los siempre molestos periódicos se empeñaban en recordar la estafa anterior. El escocés también trató de vender nuevas concesiones de tierras, pero tuvo que dejarlo cuando el nuevo rey de los miskitos, Robert Charles Frederic, puso a la venta las suyas propias que, estas sí, eran por completo legales.

MacGregor volvió a vivir a Escocia y, dado que no sabía hacer otra cosa y el ejército británico le estaba vetado, durante los siguientes trece años continuó intentando vender bonos y concesiones, aunque con un éxito cada vez menor. En 1836 redactó la última de las constituciones de Poyais, cuyo territorio estaba ya reducido a una minúscula república que solo ocupaba el imaginario puerto de Río Negro y en la que no existía ya la ciudad de San José. En aquella constitución se proclamaba ya no cacique, sino presidente. Cuando su esposa Josefa falleció en 1838, MacGregor embarcó hacia Venezuela, cosa que pudo hacer porque Simón Bolívar, que detestaba con pasión al escocés, había muerto ocho años atrás. Sin Bolívar de por medio la orden de ajusticiar a MacGregor había sido olvidada.

Solicitó la ciudadanía venezolana y la restitución de su rango de general en el ejército. El presidente José Antonio Páez y el ministro de defensa Rafael Urdaneta, ambos veteranos de la guerra de independencia, apoyaron su causa, sin duda porque no habían tenido que estar bajo su mando. Los que los venezolanos recordaban de MacGregor era, sobre todo, su heroica retirada hacia Barcelona. El resto de su vergonzosa carrera militar parecía ser solo conocido por quienes la habían sufrido en primera persona. En una nación nueva y necesitada de parafernalia épica, todo icono era bienvenido. En 1839 Gregor MacGregor se convertía en ciudadano de Venezuela y en general de división en la reserva, lo que le daba derecho a una pensión. Durante los siguientes seis años, los últimos de su vida, residió en Caracas, donde era considerado un icono revolucionario. Gregor MacGregor murió en 1845. Su funeral, celebrado con todos los honores en la catedral de Caracas, fue propio de un héroe de guerra y un hombre de Estado. Escoltando su ataúd desfilaron el nuevo presidente del país, los ministros y los altos mandos del ejército.

Hoy, el país imaginario de Poyais continúa siendo un pedazo de selva indómita.
https://www.jotdown.es/2018/10/el-f...is-venga-a-morir-a-la-costa-de-los-mosquitos/
 
El entusiasmo espacial y la arquitectura soviética
Publicado por Jelena Prokopljević
oie_z0JNhbonIj0J.jpg

La Soyuz MS-05 (2017). Fotografía: NASA (CC).
En 2011 la editorial Taschen publicó el libro CCCP (1), Cosmic Communist Constructions Photographed, del fotógrafo francés Frédéric Chaubin. En la introducción el libro habla de las intenciones de su autor de documentar su particular investigación de arqueología del presente y estos edificios, según él, olvidados y desconocidos. Desde el punto de vista occidental, como también por el lamentable estado de conservación de algunos de ellos, estos grandes equipamientos públicos construidos en las últimas dos décadas de la existencia de la URSS constituyen una especie de cementerio de formas arquitectónicas espectaculares como si se tratara de una lejana civilización desaparecida. Ciertamente, CCCP no es la única publicación con el mismo planteamiento que, a través de preciosas fotografías, presenta la decadencia del mundo socialista, pero tiene la particularidad de acercarse, aunque de manera retórica, al impacto que tuvo la conquista del espacio en la cultura y arquitectura soviética. Aun así, en él no aparece ni el monumento a Yuri Gagarin, inaugurado en 1980, ni el Museo de la Cosmonáutica de 1981, que ocupa la base del Monumento a los Conquistadores del Espacio, el obelisco de 107 m de titanio, en su momento el más alto de mundo (entre las construcciones de titanio).

La fascinación por el desarrollo científico y la conquista del espacio han estado presentes en todas las etapas de la URSS. La Revolución socialista conllevaba una gran promesa para el futuro y los discursos políticos hacían guiños a la utopía de progreso que, aparte de la supremacía nacional, les acercaría los «otros mundos». La ciencia ficción rusa, muy popular ya en los años prerrevolucionarios, había preparado el terreno y la sociedad sabía que la electrificación e industrialización darían paso a la era del espacio. En su Estrella roja de 1908, Aleksandr A. Bogdánov describió una sociedad socialista y la situó en Marte, y unos años más tarde, en La fiesta de la inmortalidad, describió el mundo del futuro: «Ya no existían ciudades como antiguamente. Gracias a la facilidad y universalidad del transporte aéreo, la gente no temía las distancias y se instalaba por todo el planeta en lujosas villas rodeadas de flores y vegetación. Cada villa tenía un espectroteléfono que las mantenía en contacto con los teatros, periódicos e instituciones públicas. Cualquiera podía disfrutar en su propia casa con la actuación de sus cantantes favoritos, ver en su pantalla de cristal pulido una representación teatral, escuchar los discursos de distintos oradores, charlar con sus conocidos…».

Varios proyectos arquitectónicos daban cuenta de este sueño del futuro. En Vkhutemas, la nueva escuela de arquitectura fundada en 1920 por decreto de Lenin, en paralelo a la más conocida Bauhaus de Alemania, se habían pensado las ciudades sobre muelles que se movían según gira el Sol o que se concentraban en edificios largos sobre pilares para mantener intacta la naturaleza debajo. El proyecto de Georgy Krutikov, con el que se graduó en 1928, fue más allá (2). El proyecto, conocido como la Ciudad Voladora, especulaba sobre el asentamiento humano; en él, la zona de trabajo —complejos industriales y explotaciones mineras— junto con el comercio y el ocio estarían situados sobre la superficie terrestre, mientras que la zona residencial, con los equipamientos educativos y culturales, formaría estructuras flotantes, una especie de colmenas en el aire. Los ciudadanos estarían en movilidad permanente, viajando en sus cápsulas individuales, que se acoplaban a las viviendas. Colonizar el espacio era la mejor manera para solucionar la crisis de la vivienda heredada y desprenderse definitivamente de la ciudad burguesa.

Stalin utilizó el interés popular en los temas relacionados con la ciencia y la exploración del espacio, aunque sus investigaciones no eran prioritarias en los primeros planes quinquenales. En la era pre-Sputnik, los científicos y los astrofísicos se consideraban héroes y su trabajo se utilizaba en los discursos nacionalistas para enaltecer el poder soviético por encima del occidental. El 1 de mayo de 1935, Konstantín Tsiolkovski, el teórico de la astronáutica y conocido como el abuelo del programa espacial de la URSS, dio un discurso desde la Plaza Roja de Moscú en el que habló sobre el futuro de los viajes espaciales de los humanos. El discurso fue trasmitido en todo el país (a sus once zonas horarias) y tuvo un gran impacto social.

En los tiempos de las grandes purgas estalinistas, algunos ingenieros importantes fueron encarcelados acusados de sabotaje, espionaje o actividad contrarrevolucionaria. Serguéi Koroliov, director del programa espacial soviético desde los años cincuenta, pasó seis años en un gulag, algunos meses en el durísimo campo de Kolyma, de los cuales su salud cargó con secuelas permanentes. Durante la Segunda Guerra Mundial, al ver que su industria aeronáutica quedaba por detrás de los avances del Tercer Reich, Stalin redujo las condenas de los ingenieros y los confinó a Sharashka, un campo de trabajo intelectual, conocido como el gulag de los ingenieros, situado cerca de Moscú. Koroliov trabajó junto a varios especialistas de aeronáutica bajo la dirección de Andréi Túpolev en el diseño de aviones y bombarderos que llevaron su nombre.

La muerte de Stalin en 1953 cambió el rumbo de la cultura y tecnología soviéticas. En arquitectura se revisó el estilo monumental del estalinismo, que produjo edificios de gran escala y un particular estilo neoclásico revolucionario. Se consideró excesivo, parte del culto a la personalidad del líder y culpable de grandes despilfarros de material y mano de obra que no ayudaron a solucionar la endémica falta de viviendas. Como remedio, se impuso la industrialización general del proceso constructivo y la preferencia por sistemas prefabricados en la edificación de grandes complejos residenciales. Al mismo tiempo se emprendió el programa espacial, resultando en el lanzamiento del primer satélite Sputnik el 4 de octubre de 1957, que puso a la aeronáutica soviética por delante de la estadounidense.


(Clic en la imagen para ampliar). Estudio para el interior de la Soyuz realizado por Galina Balashova (1970–1974). Imagen: Archiv Galina Balaschowa publicado en Balashova: Architect of the Soviet Space Programme.
Especialmente desde el viaje de Yuri Gagarin alrededor de la Tierra el 12 de abril de 1962, los temas cósmicos empezaron a formar parte de la vida diaria. Los astronautas se convirtieron en héroes nacionales y en Moscú se construyó el monumento de titanio a Gagarin. Los motivos espaciales empezaron a inspirar los objetos cotidianos, así aparecieron los modelos de aspiradoras Chaika y Saturnas, mientras que los nombres de Sputnik, Laika o Kosmos también se convirtieron en marcas de cigarrillos. La popular revista Tehnika Molodezhi (‘técnica para los jóvenes’), que se publica mensualmente desde 1933, empezó a partir de 1950 a publicar cada vez más artículos e imágenes sobre exploración espacial. Durante la década de los sesenta y especialmente desde el viaje de Gagarin, la revista se dedicó a publicar proyectos utópicos de asentamientos humanos en la Luna, en Marte o en Venus, con naves, vehículos de superficie dura, robots y otras máquinas imprescindibles e inexplicables. Los diseños eran de ciencia ficción y de cómic al mismo tiempo: coloridos, de líneas simples, de formas aerodinámicas y curvadas, con edificios-burbuja y construcciones que desafiaban la gravedad.

La arquitectura de los años sesenta, de la era Jruschov, pretendía ser más funcional que espectacular y, sobre todo, economía era el imperativo para evitar los excesos de Stalin. Se llevaban a cabo numerosas investigaciones en el campo de materiales y elementos modulares para su producción masiva en la industria, pero la forma arquitectónica tardó más de una década en adoptar la espectacularidad de la era espacial. Los años setenta y ochenta, cuando la carrera espacial ya había terminado, fueron tiempos de más extravagancia formal y fue cuando se construyeron obras como el Sanatorio Druzhba en Yalta, el edificio ministerial en Tiflis o la Academia de las Artes y Ciencias de Moscú.

Galina Balashova estudió Arquitectura en Moscú y en 1961 —con solo veintiséis años— fue empleada por el Instituto de Investigación y Desarrollo, Oficina OKB-1 de Diseño Experimental, el núcleo del programa espacial soviético. En plena era Jruschov, Balashova era la única arquitecta que se dedicaba a diseñar los interiores de las naves espaciales, preparando la flota soviética para vuelos tripulados. Su jefe directo era Serguéi Koroliov o «el Diseñador Jefe», como solía ser identificado en clave.

El legado de Galina Balashova es espectacular y hasta hace poco desconocido por el secretismo que envolvía la investigación espacial: en 2015 fue expuesto en el Museo de Arquitectura de Frankfurt y se publicó en el libro Galina Balashova: Architect of the Soviet Space Programme (3). Su trabajo consistía en crear unos interiores habitables en las naves espaciales, así que participó en proyectos para las naves Soyuz, el transbordador Burán y la estación Mir. La particularidad del diseño consistía en dotar de humanidad y calidez a los espacios reducidos de las cápsulas y hacer que estos espacios, altamente tecnológicos, fueran psicológicamente aceptables para que los astronautas pudieran pasar allí más tiempo. Esto pasaba por domesticar visualmente estos espacios llenos de tubos, botones y palancas y dotarlos de sentido de orientación, diferenciando con claridad el suelo de las paredes y del techo, algo a priori innecesario en el espacio sin gravedad. Gran parte del éxito de Balashova residía en el uso de formas sencillas y reconocibles del mobiliario doméstico: sofás, sillas, escritorios, cajones o armarios, en la transformabilidad de los elementos, como también en la aplicación de un sistema de colores muy actual en su época: verdes, azules claros, ocres, marrones y naranjas que ha ido variando en todos sus diseños.

El Museo de Cosmonaútica de Moscú (4) exhibe las naves Mir y Soyuz y, aparte de su abrumadora complejidad tecnológica, también se puede apreciar la simplicidad acogedora de sus interiores. A pesar de estar rodeada durante años de astronautas, Galina Balashova no se sentía atraída por los viajes espaciales. Para la única arquitecta realmente cósmica, la arquitectura, la creación de espacios armoniosos y funcionales, siempre ha sido mayor desafío que la carrera espacial.

_______________________________________________________________________

(1) CCCP hace alusión a las siglas en cirílico de la URSS: Сою́з Сове́тских Социалисти́ческих Респу́блик.

(2) En 2015 la editorial Tenov de Barcelona publicó este proyecto en el libro Gueorgui Krútikov. La ciudad voladora, utopía y realidad, de Selim Omárovich Jan-Magomédov. Traducción de Miquel Cabal Guarro.

(3) Meuser Philipp. Galina Balashova: Architect of the Soviet Space Programme. Berlin: Dom Publishers, 2014.

(4) La página del Museo ofrece un tour virtual donde se pueden ver estas naves.
https://www.jotdown.es/2018/10/el-entusiasmo-espacial-y-la-arquitectura-sovietica/
 
Nada debajo del vestido
Publicado por Juan Tallón
oie_JSm8ErT5jXE5.jpg

Eyes Wide Shut (1999). Imagen: Warner Bros.
Estamos solos, pero a veces una frase proporciona compañía, o una certeza a la que agarrarse, o una esperanza, como la que albergan los villanos cuando se reencuentran con 007 y dicen continuamente «Volvemos a vernos, señor Bond», con el vano propósito de acabar al fin con él. La frase fetiche no siempre contiene épica, o una promesa de felicidad. A menudo llama poco la atención. Cesare Pavese, arrastrado por su desencanto, siempre recurría a una expresión incapaz de hazañas, en forma de manotazo: «¡Me importa un bledo!». También Azorín deslizaba en muchos de sus libros un «siempre es tarde» que pasaba desapercibido, aunque al final podía quedarte la sensación de que nunca llegará ese tren.

No es fácil dar con una frase así, en forma de guante, hecha a medida, que sirva para que el autor se ría por dentro. Por regla general no existe, o está debidamente escondida. Los autores incluso intentan no repetir nunca la misma, para no encariñarse. Les gusta permanecer a solas con sus millones de oraciones, sin recordar ninguna en concreto. Construir una frase fetiche que se emplee siguiendo una pauta para iluminar un momento oscuro, o proveer un sueño, parece algo tan sencillo que bien pudiera ser muy difícil. Hay en ella una especie de pistoletazo al aire. Cuando la escuchas, sabes que va a suceder algo, aunque ignores el qué. Frank Columbo, el teniente de homicidios de Los Ángeles que interpretaba Peter Falk, tejía desordenadamente sus investigaciones, mientras fumaba puros apestosos, vestía una vieja gabardina y se movía en un Peugeot 403 Grande Luxe Cabriolet destartalado. En general avanzaba sin grandes certezas, hasta que, a punto de dejar marchar al sospechoso, le decía: «Por cierto, una última pregunta…». Segundos después, esclarecía el crimen.

Una oración favorita simboliza el agujero de la cerradura por el que entra un angosto haz de luz, insignificante como una cerilla. Pero hasta una cerilla es mucho. Los personajes de Faulkner se pasan sus novelas prendiendo una en mitad de la oscuridad. La frase «encendió una cerilla» aparece en casi todas sus obras. Esa cerilla trasciende al cigarro o la pipa, y a su luz Faulkner describe el pequeño universo que alumbra, como en Sartoris, cuando señala: «Snopes encontró una cerilla en el bolsillo y la encendió protegiéndola con la palma de la mano; ayudado por su luz escogió una de las prendas, descubriendo además mientras la cerilla terminaba de consumirse un paquete de cartas en el fondo del cajón». Conviene ser cuidadoso con una frase fetiche, por pequeña y banal que resulte, pues en ocasiones encierra todas las demás.

Los autores escriben muchas veces sin una razón para hacerlo, y su frase favorita carece de cualquier intención o utilidad; es solo un juego. La literatura, como ya sostenía Roberto Bolaño, solo sirve para la literatura. En los años en que Juan Marsé y Juan García Hortelano escribían juntos guiones para Germán Lorente, el argumento era casi siempre la historia de un intelectual en crisis, en la Costa del Sol, que se hacia acompañar por un pianista. Marsé contaba que «el negro aparecía, en la parte descriptiva del guion, presentado con la misma frase: Chico Lionel al piano hacía más nostálgica la presencia de Scott Fitzgerald». No significaba nada. De hecho, confiesa Marsé a Josep María Cuencaque la frase «era una estupidez como una casa».

Hay que ser un lector atento para encontrar el párrafo amado de un escritor, pues en ocasiones coincide con su párrafo secreto. Me costó cuatro libros hallar la frase favorita de George Simenon. Cada vez que la descubría debajo de otras proposiciones más grandes sentía que la página me abanicaba. Suena así: «Llevaba un vestido y era evidente que no llevaba nada debajo». Vive en La viuda, La bailarina del Gai-Moulin, en Maigret en Nueva York y en muchas otras novelas. Búsquenla.

En algunos textos varía ligeramente, pero mantiene el espíritu. En Barrio negro, por ejemplo, se afirma que «una negrita, que no tendría quince años, se sentó bajo la galería, llevaba un vestido verde, nada debajo, tenía piernas flacas, la cintura flexible, y estaba hojeando una revista ilustrada». En Por si algo me ocurriera, la mujer «debajo del vestido no llevaba ropa interior, solamente la piel sobre la cual el tejido negro se deslizaba libremente». En El gato alguien «bebió vino tinto directamente de la botella y cuando bajó Nelly, que iba en zapatillas y casi no llevaba nada debajo del vestido negro, no se le ocurrió qué decirle». Lo mismo pasa en El efecto de la luna: «Llevaba de la mañana a la noche el mismo vestido de seda negra bajo el que ahora Timar sabía que estaba desnuda y ese detalle le turbaba hasta tal punto que, con frecuencia, se veía obligado a mirar hacia otra parte».

Las frases simples, sin accesorios, debajo de las que solo hay un sustantivo y un verbo desnudos, persiguen a uno horas, semanas, años, o toda la vida.

https://www.jotdown.es/2018/11/debajo-del-vestido/
 
Otro inútil diccionario de japonés
Publicado por Bárbara Ayuso
oie_25191859TlIhRIVq.jpg

Tokio, 1991. Fotografía: Andrew Stawicki / Getty.
Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 32.


«Hay cosas de las que no te protege una jaula». Lo piensa mientras las puertas automáticas se cierran a su espalda y el tren acelera. Se sienta, porque aún hay bancas libres. A esta hora siempre las hay. Está (lo sabe) abandonando la zona núbil en un descenso irrevocable hacia la invisibilidad. La publicidad ha dejado de cortejar comercialmente su atención y la televisión rara vez expone a alguien con sus mismas canas. Las que tienen su edad intentan que no lo parezca.

Pero —al menos— dos veces al día vuelven a interpelarla, prorrogando su obsolescencia. «Si eres mujer, protégete: utiliza al vagón segregado», recomiendan los carteles de la estación, adornados por ilustraciones de colegialas sonrientes que se ponen a salvo de una amenaza no dibujada. Es la hora punta del acoso en Osaka, Tokio, Nagoya. Ella supera los treinta, más de cuarenta o quizá cincuenta años. Va o vuelve del trabajo. Y, aunque apenas hay peligro porque está fuera de plazo — lo dicen las estadísticas (1)—, escoge subir al vagón del letrero rosa. «Solo mujeres», indica el apeadero.

Allí todas hablan el mismo idioma: el joseigo o fujingo. Un dialecto propio, compuesto por palabras intrínsecamente femeninas (onna kotoba) parecidas a las que utilizó hace mil años Sei Shōnagon para escribir el hoy venerado Libro de la almohada. Entonces eran solo apuntes sin importancia sobre las cosas que para ellas tenían importancia: lo común, lo cotidiano, lo doméstico. Asuntos sin estatus suficiente para ocupar asiento en el vocabulario oficial nipón. Se valieron de palabras vernáculas y vocablos prestados para referirse a aquello que la mitad masculina escogía ignorar. Así opera el pensamiento mágico, quién lo niega: si no se nombra, no existe.

El caso es que no existe cosa tal como la Real Academia del joseigo, ni un diccionario oficial —u oficioso— que recopile los términos y giros lingüísticos de la lengua de las japonesas. Quizá porque carece de carácter secreto y/o excluyente (los varones, si quisieran, podrían entenderlo. Pero no quieren, claro), nadie reclama ni reivindica su capital identitario. De lo que no hay duda es de que supone un dialecto en constante ampliación. Su repertorio aumenta por momentos, con nuevos términos que hablan de realidades no siempre novedosas. Ni mucho menos populares.

Esa esfera ha sido conquistada, léxicamente, por lo otaku, lo kawaii, el hentai, el anime, los sudoku, las geishas y los samuráis. El sushi, el ramen, el umami o la filosofía wabi-sabi. Haikus y retretes sofisticados. Los cerezos en flor. Sayonara. Kamikazes, origamis, sumo y otro puñado de términos tan conocidos e inocuos que los respetablemente occidentales exhibimos como souvenirs del orientalismo de postal. Añadido a la extraordinaria capacidad del idioma para confinar la belleza en un solo término (dos ejemplos: komorebi significa ‘la luz que se filtra a través de las hojas de los árboles’ y gaman, la ‘capacidad de luchar cuando se cree que todo está perdido’), la lengua japonesa podría considerarse como una verdadera sucursal de lo guay.

Probablemente no haya razones para esbozar un glosario con los otros términos, los menos vistosos y más encapotados. Tampoco necesidad de otro sucinto repertorio de japonés, existiendo ya los cruciales, anexados a las guías Michelin o Lonely Planet, que no compilan términos en joseigo, del argot femenino o coloquial, pero cuya utilidad es evidente.

Y, aun así, aquí está. Otro inútil diccionario de japonés.

Baishun. Tal y como aparece definido en la ley de 1956, baishun consiste en ‘poner a la venta la primavera o juventud’. Es la florida y eufemística manera que los japoneses utilizan para referirse a la prostit*ción, una práctica declarada ilegal que en realidad se acomoda más a las hechuras de lo alegal. Para hacer compatible esta legislación (aprobada durante la ocupación estadounidense) con los burdeles, los barrios rojos y, en general, el pingüe negocio del s*x*, la propia norma proporciona el truco: solo la penetración se considera relación sexual. Con el resto de prácticas puede comerciarse libremente sin que planee la sombra del delito. Así surgieron los pink salons, lugares donde solo se practican felaciones; los telekura, clubes donde se abona un precio astronómico por una llamada telefónica con una chica con la que se concierta una cita (las relaciones son gratis [sic]), o los imekura, burdeles temáticos en los que —de nuevo— se abona todo, menos la eventual relación. En distritos como Tobita Shinchi (Osaka) o Yoshiwara (Tokio) las jóvenes retan al potencial cliente mirándole directamente desde los escaparates acristalados a pie de calle. A su lado, sentada también en cuclillas pero de espaldas al público, espera una mujer de más edad, la mama-san. Ella se encargará de cobrar las masturbaciones, masajes o s*x* oral dispensados por la joven. La penetración —de producirse— no tiene coste alguno.

Chikan express: Traducido significa ‘tren perverso’ o ‘tren pervertido’. Durante los años noventa comenzó a llamarse así a la línea Midōsuji de la ciudad de Osaka, debido al descomunal número de abusos sexuales que sufrían las chicas que viajaban en él. Japón fue el primer país del mundo en crear los vagones solo para mujeres, en respuesta a la expansión incontrolada de los chikan, que —cada vez de formas más sofisticadas— aprovechan el anonimato de la muchedumbre para excederse con sus compañeras de trayecto. Actualmente existen vagones de mujeres solo en las horas punta o durante toda la jornada, dependiendo del trayecto, la compañía y la localidad. Aun así, más de cien mil mujeres al año son víctimas de este comportamiento depredador. Una cifra como otra cualquiera: en realidad podría tratarse del doble, o incluso el triple (2).


Chikan: No es equivalente a ‘pervertido’, como podría deducirse del punto anterior. En realidad, describe un acto, literalmente el de ‘buscar a tientas’, aunque abarca una nutrida colección de verbos: estrujar, sobar, manosear… a las mujeres sin su consentimiento. No se consideró infracción hasta que en 1990 —forzados por un par de casos que ofuscaron la atención internacional— se incluyó como delito en el artículo 176 del Código Penal, con lo que meter la mano bajo las faldas dejó de ser una pícara travesura: «Ser chikan es ilegal. No te dejes llevar por el impulso del momento», recuerdan, aún, los carteles en las más bulliciosas estaciones de Japón.

Tchikan: Es, digamos, el término «afrancesado» para la misma realidad. Empezó a extenderse el pasado año, cuando se publicó en Francia el libro homónimo que narra la experiencia real de la japonesa Kumi Sasaki. Con la ayuda del editor Thierry Marchaisse, la joven desentierra los abusos sufridos a diario, de los doce a los dieciocho años, en el metro de Tokio. El volumen aún no ha sido traducido al japonés, ni cabe esperar que lo sea en un futuro próximo. La acogida que tuvo el testimonio de Sasaki en su país natal no fue exactamente cálida.

Sha mail, o su abreviatura Sha mae: Se refiere a los correos electrónicos con imágenes adjuntas que se envían directamente desde el dispositivo con el que se toma la fotografía. Desde que a inicios de los 2000 se popularizaron los teléfonos con cámara incorporada, Japón ha tenido que modificar el softwarede modelos tan populares con el iPhone. El país vivió una proliferación de webs dedicadas a recopilar fotografías up skirt (‘por debajo de la falda’) tomadas furtivamente en el transporte público. El término sha mail llegó a asociarse con este tipo de perversión y desde 2001 es imposible silenciar la cámara de cualquier smartphone adquirido en el país. El loable objetivo es que el chasquido alerte a las mujeres y disuada al depravado, aunque cualquier otra aplicación fotográfica ajena al sistema operativo del teléfono sirve de alternativa a quien se empeñe.

oie_25192112IBWG4o2a.jpg

Tokio, 1991. Fotografía: Peter Sibbald / Cordon Press.
Sekuhara: Una palabra joven, aún en la veintena, que vino al mundo más de tres décadas después que su análoga estadounidense. Significa ‘acoso sexual’, aunque antes de 1989 no significaba nada. Al hostigamiento de esta índole no hacía falta referirse, porque no existía [sic]. Hasta que una mujer en Fukuoka demandó a su jefe y sufrió un verdadero calvario. Él no la había tocado, pero sí había intentado que renunciara a su puesto (después de que ella exigiera cobrar el mismo salario que sus compañeros de departamento por idéntica responsabilidad) a través de constantes comentarios sexuales. Tras un largo proceso, a ella la indemnizaron y sekuhara se convirtió en la palabra del año, aunque la mayoría desconoce aún cómo usarla.

Matahara: Término que se acuñó, como quien dice, hace tres días. Es una contracción de las voces inglesas de maternity (‘maternidad’) y harassment (‘acoso’), consistente en hostigar laboralmente a las mujeres que se quedan embarazadas. Un problema social acuciante (más del 40 % de las trabajadoras que se quedaron embarazadas aseguran haberlo sufrido y el riesgo al que somete a las gestantes es inestimable), pero aún carente de respaldo o definición legal.


Yobai: Antes de bautizarse como sekuhara, al acoso sexual adoptaba muchos otros vocablos, al menos desde la perspectiva actual. Entre otros, el yobai, considerada una milenaria técnica de cortejo. Literalmente significa ‘arrastrarse por la noche’ y hasta el siglo XIX fue una práctica habitual en el Japón rural: el hombre se colaba por la noche en el dormitorio de la mujer de su gusto para mantener relaciones sexuales. Cada zona tenía sus particularidades en el «arte» del yobai. En algunos lugares solo los habitantes de la localidad tenían derecho a «arrastrarse» por las alcobas ajenas, en otros exclusivamente podía visitarse a viudas o casadas. El estado civil de ellos, en la mayoría de los casos, carecía de importancia.

Joshi kosei osampo: Textualmente ‘paseos honorables con chicas de secundaria’. Los centros neurálgicos de las ciudades japonesas están plagados de JK Cafes (siglas de joshi kosei, ‘colegiala’) donde los hombres desembolsan fortunas para que chicas muy jóvenes —en turbia ambigüedad con la edad real y la figurada— les lean la fortuna, hablen o paseen con ellos. Los dueños de estos negocios se aferran a la ley: técnicamente, la chica no oferta servicios sexuales. Si tras el paseo opta por acabar la velada en un love hotel, lo hará (alegan) sin contrapartida económica. Una sordidez prácticamente ilimitada, pero con gradación. Se han desarticulado JK Cafes en los que los clientes pagaban para ver a menores hacer grullas de papiroflexia con las manos dentro de la ropa interior (inspirado en una especie de leyenda popular (3)), mientras que en zonas tan turísticas como Akihabara los extranjeros son insistentemente interceptados por jóvenes ataviadas como criadas sexies para llevarlos a los maid cafes, que son exactamente lo que parecen. Allí les dispensan trato de senseis a cambio de que ellos las conviden a una cena, unas copas, una noche en el karaoke o un bolso de marca. Los precios en las puertas de los cafés tasan el coste del tiempo de cada joven. Por hora.

Nadeshiko Sushi: Comercio ubicado en Akihabara, la zona zero de la cultura geek de Tokio. Encajado entre estos locales maids y JK, Nadeshiko suele pasar desapercibido como uno más. Pero no lo es. El letrero de su puerta advierte que está prohibido tocar o fotografiar a las cocineras, esperarlas a la salida de su jornada o pedirles el teléfono. Son mujeres y chefs de sushi, una combinación insólita. Este es el único establecimiento, de los treinta y cinco mil dedicados al sushi en todo Japón, con una mujer —Yuki Chizui— al frente de la cocina. Las escuelas gastronómicas niponas vetan a las estudiantes que pretenden dedicarse a esta especialidad (un entrenamiento de casi diez años) debido a arraigadas creencias sobre las manos femeninas. A saber: que sus extremidades están más cálidas que las de los hombres —y eso estropea la temperatura del arroz y el pescado—, que son demasiado pequeña… Aunque la explicación más frecuente la proporcionó Yoshikazu Ono, hijo del chef Jiro Ono, una auténtica celebridad del firmamento Michelin: «Las mujeres no pueden cocinar sushi porque menstrúan. Es necesario tener un paladar muy equilibrado, y el periodo provoca desequilibrios en la percepción del gusto». El local no difiere mucho de cualquier otro establecimiento de sushi de la ciudad, salvo, quizás, en la distribución de sexos: la mayor parte de los clientes son hombres y la totalidad de empleadas mujeres, que visten con un yukata (versión más ligera de un kimono) y no con el tradicional uniforme blanco de los chefs de sushi. Chizui explica que comenzaron respetando el atuendo clásico, pero nadie acudía al local. Su lema es «fresh and kawaii», algo así como ‘fresco y cuqui’. El propietario e ideólogo, por cierto, es un hombre.

Takako Tonooka: En puridad, se trata de un juego de palabras sin demasiado intríngulis, un seudónimo que cumplió su cometido (como si dijéramos Pepa Pérez) de mantener en el anonimato a una joven que se percató de que el manoseo que sufría habitualmente en el metro de improviso comenzó a tomar un cariz diferente: no era arbitrario. Los hombres que aprovechaban los zarandeos del trayecto para frotarse contra ella y desabrocharle la ropa la escogían entre el resto de pasajeras. La buscaban. Acabó descubriendo que una expareja había publicado en una web de chikan su itinerario y horarios semanales, animando al resto de pervertidos a abusar de ella como venganza. La madre de una compañera de Takako Tonooka reaccionó con una campaña de crowdfunding para financiar un proyecto de disuasión. Consistía en unas chapas con dibujos y mensajes anti-chikan, que las jóvenes colocarían a la vista en bolsos y abrigos. La policía ferroviaria de Saitama también distribuyó en 2016 unas pegatinas antiabusos. Su lema era «No me toques» y, si el tocón persistía, la pegatina incluía en su reverso una especie de parche de tinta negra con el que podía marcar al agresor. Tanto las chapas como los sellos son inencontrables.

Juken jigoku: Término empleado para referirse a los exámenes de la selectividad japonesa o, más concretamente, al estrés que generan. Traducido al inglés sería algo así como ‘examination hell’. Es, digamos, el infierno más evidente. Pero dentro de ese averno palpita otro más, exclusivamente femenino. En esas fechas, las líneas de metro que conducen a los centros de exámenes se atestan de chikan y pervertidos. Es su particular carnaval, porque las jóvenes apenas oponen resistencia a los manoseos, una auténtica barra libre. Si alertaran del abuso, tendrían que abandonar el vagón, avisar a las autoridades de la estación y acudir a la policía. Perderían la posibilidad de examinarse por incomparecencia o retraso y deberían esperar otro año entero para repetir la prueba. Los acosadores lo saben y explotan la tesitura para organizarse con eficacia militar a través de internet. Ellas —aconsejadas por los folletos que se reparten durante las jornadas de concienciación anti-chikan— se arman con alfileres para defenderse de las manos anónimas que las toquetean con impunidad.

NANPA o Nampa: La imagen es cotidiana: una jauría de jóvenes heterosexuales bien vestidos se abalanza sobre una chica (o un grupo de ellas, aunque es menos común) en una zona peatonal especialmente populosa. El NANPA se define como técnica de cortejo, aunque tiene más de caza mayor por la violencia de su acometida. Lo prueban, además, las páginas dedicadas a desentrañar sus trucos, que aconsejan fijar objetivos en chicas concretas, especialmente aquellas que vayan solas, lleven el pelo teñido o vistan de colores claros. Después de que en espacios tan concurridos como Shibuya se hayan producido secuestros y otros delitos que alegaban ser inofensivas técnicas de NANPA, algunas discotecas, karaokes o bares de copas desalientan su práctica. No muy concienzudamente, también es cierto: «Se desaconseja practicar un excesivo NANPA», puede leerse en algunos rótulos.


Black Box: En inglés significa ‘caja negra’ y la policía nipona utiliza el término para referirse a los casos que creen que jamás serán aclarados. Podría, además, tener una connotación extra: deshonra. Eso es lo que ha sufrido la periodista Shiori Ito por decidirse a denunciar una violación ante la policía. La historia completa tiene mal resumen: Ito presentó pruebas (grabaciones de cámaras de seguridad, informes médicos…) de que el también periodista, y biógrafo del primer ministro japonés, Noriyuki Yamaguchi abusó sexualmente de ella en un hotel de Tokio, el 3 de abril de 2015. Los acontecimientos que se produjeron a continuación condensan la actitud del país hacia este tipo de conductas: el primer ministro paralizó personalmente la detención de Yamaguchi, se dio carpetazo a la investigación e Ito se convirtió en una apestada. No hubo alboroto social por la evidente corrupción e injerencia política, ni tampoco escándalo por las flagrantes evidencias de la violación. Tras rocambolescas desestimaciones fiscales, batallas legales y callejones sin salida, el pasado octubre Shiori Ito lanzó su libro Black Box. La casualidad quiso que coincidiera con el estallido del caso Weinstein y la sensibilización internacional ante los crímenes sexuales… pero ni por esas. Japón volvió a ignorar a Ito y, con ello, las estadísticas que esta incluyó en su obra: si una mujer se emborracha, el 35 % de los japoneses considera que está dando vía libre, sexualmente hablando. Si cena o bebe con alguien a solas, el 23 % considerará que está dando su aprobación a un coito posterior. Cuando a finales de marzo varias periodistas denunciaron que habían sufrido acoso sexual por parte del viceministro de Finanzas, Junichi Fukuda, la reacción fue similar. Nulo escándalo y aceptación silenciosa. No le hizo falta siquiera negarlo. Su jefe, el líder del ministerio Tarō Asō, dijo que no despediría a su segundo porque estimaba que estaba «suficientemente arrepentido» por lo sucedido.

Concluimos este glosario constatando su absoluta inutilidad: no hemos dado con la traducción de un término que haría de corolario, y que quizá palpite en la motivación misma del compendio. En japonés no existe nada llamado «consentimiento sexual». Las leyes de violación ni lo mencionan. Si se preguntan cuál es el término jurídico para definir el acto de forzar a alguien a mantener relaciones sexuales aprovechándose de su falta de conciencia o incapacidad para resistirse, se lo decimos: Quasi-rape. Es decir: ‘cuasi violación’.

***

«Hay cosas de las que no te protege una jaula», se repite. Pueden mirarte a través de los barrotes, como si te masticaran. Desde el vagón vecino pueden fotografiarte, señalarte, poner en ti una diana. Ignorarte o esperarte a la salida. Esclavizarte y —como si fueran Huxley— convencerte de tu buena suerte de esclava. Pero seguirás sin una palabra en joseigo para definir lo que hermana al archipiélago de Japón y a este mismo vagón: la sensación de verse cercado y a la vez protegido por el mar.

2.jpg

Tokio, 2018. Fotografía: Carl Court / Getty.
_______________________________________________________________________


(1) El rango de edad de las japonesas que sufren acoso en los trenes no deja lugar a dudas: según los datos de la ONU-Mujeres, el 70 % de las menores de treinta años ha sufrido tocamientos indeseados en el transporte público. De los cuarenta a los cincuenta años, el porcentaje se rebaja hasta el 8 %. Además, el 30 % de las mujeres que lo sufren son menores de edad.

(2) Según los informes de la Policía Ferroviaria y la Agencia Nacional de Policía, el 89,1 % de las mujeres que sufrieron abuso no reportaron el incidente.

(3) Se dice que Sadako Sasaki fue una niña de doce años que vivía en Hiroshima cuando cayó la bomba atómica. Enfermó de leucemia debido a la radiación y se propuso hacer diez mil grullas de celulosa para conseguir sanar. Murió antes de llegar a las novecientas.

https://www.jotdown.es/2018/11/otro-inutil-diccionario-de-japones/
 
Zona de rescate: Casi tan salvaje, de Isabel González
Publicado por Fernando Iwasaki
oie_1Ai1Uhgz1bbK.jpg

Detalle de la cubierta de Casi tan salvaje, de Isabel González.
¿Cuántos días permanece un título recién salido de las prensas en la mesa de novedades de las librerías? Dependiendo del género, la editorial y la trayectoria del autor o autora, como mucho quizá llegue a la semana. Por esa razón intuyo que el primer libro de relatos de una escritora novel tiene todas las papeletas para disfrutar del breve recorrido de una estrella fugaz. Un fogonazo, un chisporroteo y puede que una salva en el mejor de los casos. Por eso me haría ilusión dedicarle unas líneas a Casi tan salvaje de Isabel González, publicado por Páginas de Espuma en 2012.

A diferencia de América Latina, en España los libros de cuentos no forman parte de los mecanismos de consagración. La argentina Samanta Schweblin (1978), por ejemplo, se convirtió en una autora consagrada con apenas tres libros de relatos, dos de los cuales ya son considerados genuinas obras maestras. A saber, Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015). ¿Quiénes son las contemporáneas de Samanta Schweblin en España? Sara Mesa (1976) y Marina Perezagua (1978), dos estupendas narradoras que ya cuentan con una extensa bibliografía, pero que le deben a sus novelas el mayor porcentaje de su bien ganado prestigio. Isabel González (1972) rompió como escritora diez y hasta quince años más tarde que otras autoras españolas contemporáneas suyas como Patricia Esteban Erlés (1972) y Espido Freire (1974), lo que significa que además perdió el plus de la precocidad, factor que por desgracia cotiza mucho en el mercado editorial español, como si la juventud fuera un valor literario en sí mismo. No obstante, de haber sido argentina o mexicana, Casi tan salvajesería ahora mismo un libro de culto para la narrativa breve en español.

Sin embargo, Casi tan salvaje dialoga de maravilla con las óperas primas de las más brillantes autoras latinoamericanas nacidas en la década de los ochenta, como la boliviana Liliana Colanzi (1981), la chilena Paulina Flores (1988), la ecuatoriana Mónica Ojeda (1988) y las mexicanas Fernanda Melchor (1982) y Valeria Luiselli (1983), con la diferencia de que los relatos de Isabel González tienen un poso de melancolía, memoria y resentimiento. Digamos que todas tienen en común la verosimilitud de sus ficciones, pero que solo Isabel González transmite una cierta veracidad. Y como lo verosímil no es lo mismo que lo veraz (que tampoco es lo verdadero), Isabel González no habla de heridas porque prefiere contar la historia de las cicatrices.

La escritura de González está constelada de imágenes poderosas («ese olor a gata recién parida de los lugares cerrados donde se practica s*x*»), denuestos implacables («de camino a la Escuela de Teatro pensé en todos los seres deformes que había conocido. Cojos y tuertos, tullidos y quemados, enanos y Alfredo») y sobre todo reflexiones de una penetrante ironía e inteligencia. Por ejemplo: «¿Quién es más manco? —le pregunté— ¿El que pierde una mano o el que nace sin ella?», o esta genial explicación sobre la incongruencia del célebre cuento infantil «Cenicienta»: «Si a las doce todo vuelve a su ser, si el carruaje se vuelve calabaza y los cocheros ratones y el vestido de fiesta harapos, ¿por qué el zapato de cristal no se vuelve pantufla?».

Por otro lado, los temas de los relatos de Isabel González exploran lo sórdido, lo cruel y lo abyecto en contextos inesperados, como sucede en «Trasplante», donde unos padres buscan niños que puedan donarle órganos a su bebé; «Líneas», donde la maquetadora de una redacción aprende trucos para maquillar los estragos del cáncer; «Monoteísmo», donde tres hermanos evitan hablar de los distintos amantes de su madre para no herirse entre ellos, o como «Casi tan salvaje», donde madre e hija comparten al mismo amante para horror y lástima de la hija/nieta/hijastra. Recuerdo que en los versos de una de sus canciones Silvio Rodríguez decía «ya no te espero, porque de esperarte hay odio / en una noche de novios, / en los hábitos del Cielo, / en madre de un hijo ciego». Pues bien, los cuentos de Casi tan salvaje hablan de odios semejantes.

La sexualidad es otro de los territorios literarios de Isabel González, quien borda el género en cuentos como «Una dirección», «La mujer inolvidable», «Decexo» y «Mi vuelta al mundo», aunque si pudiera destacar un relato por encima de todos sería «Material a aportar por el alumno: gomaespuma para prótesis y deformidades», porque ahí González convierte una anécdota menor y hasta ridícula en una historia majestuosa gracias a la mala leche contenida, los juegos de palabras, varias sentencias afiladas como verduguillos y unas provocadoras paradojas.

Como en España confundimos la impertinencia con la vanguardia o el ateísmo con la blasfemia, muchas veces pensamos que lo bestia es lo mismo que lo salvaje y no es así. Por eso deseo expresar mi admiración por los relatos de Isabel González, donde lo salvaje se manifiesta como signo, pensamiento, bricolaje o mentalidad, incrustado en lo más profundo de nuestra presunta sociedad civilizada.

_______________________________________________________________________

Algunos libros nunca disfrutaron de la atención que merecían y ciertos autores fallecidos en su plenitud corren el riego de ser olvidados. En Zona de Rescate compartiré mis lecturas de ambas regiones —la Zona Fantasma y la Zona Negativa— porque la memoria literaria es tan importante como la otra. Distancia de rescate (¡gracias, Samanta!): 1985, año de mi venida a España.
https://www.jotdown.es/2018/11/zona-de-rescate-casi-tan-salvaje-de-isabel-gonzalez/
 
TRAICIÓN, DE WALTER MOSLEY. UNA NUEVA SAGA POLICIACA QUE PROMETE
Traición, de Walter Mosley, Premio RBA de Novela Negra 2018. Reseña de Juan Infante.
COMPARTIR:
juan_infante_escritor_autor_equipo-moonmagazine.jpg
JUAN INFANTE5 NOVIEMBRE, 2018

Reseña de Traición, de Walter Mosley, por Juan Infante.

Traición. El retorno de Walter Mosley
En los años noventa Walter Mosley era uno de mis escritores de novela negra favoritos. Recuerdo Betty la negra, Un perro amarillo y sobre todo El demonio vestido de azul. Los editaba Anagrama y los devoraba según eran distribuidos en las librerías.

Además, estaba Easy Rawlins, un detective duro, veterano de la Segunda Guerra Mundial, un personaje muy logrado, tierno a la vez que comprometido.

Muchos años sin volver a leerle y ahora aparece Traición, Premio RBA de Novela Negra 2018.

Es otro el protagonista que toma el relevo: Joe King Oliver, uno de los mejores investigadores de Nueva York, un buen policía, honesto y comprometido con la justicia. Sólo tenía una debilidad y lo sabía: las mujeres. Ésta le perdió; víctima de una trampa, acabó en la prisión de Rikers Island, donde sufrió toda clase de calamidades.

Cuando sale, abandonado por su esposa, empieza a ejercer de detective privado con la ayuda de su única hija, Aja-Denise, todavía muy joven, a la que adora. Ella es su sostén y quizás lo único que ya le importa en esta vida.

Entonces empieza a investigar qué colegas le tendieron la trampa y al mismo tiempo acepta ayudar a un periodista, activista radical del movimiento negro, pendiente de la pena de muerte.

Pero Oliver es un hombre escéptico, sabe que su honestidad no le sirvió de nada y ahora sus métodos serán aquellos que más le convengan.

Con Traición, Mosley comienza una nueva serie, con un nuevo detective de protagonista. Como en su día Easy Rawlins, Joe King Oliver nos creará adicción y nos hará seguirle. Promete.

Con #Traición (@RBALibros), Walter Mosley comienza una nueva serie, con un nuevo detective de protagonista. Como en su día Easy Rawlins, Joe King Oliver nos creará adicción y nos hará seguirle. Promete. @JuanInfante10.CLIC PARA TUITEAR
La corrupción policial, el racismo, una vida sin futuro: es el ambiente en que se mueve Traición; la desesperanza arraiga y Mosley nos devuelve al mundo más negro de las novelas policiacas.

Maya Velasco Natalías en una excelente reseña de Traición, la situaba como «una novela policiaca al más genuino estilo norteamericano de los años veinte».

En una reciente entrevista, Mosley nos habla del jazz en la novela «El jazz es básico en este libro… Oliver escucha a muchos músicos geniales que transmiten el dolor de la vida. El jazz es la música de los negros de América, una experiencia destilada, es el género que mejor sirve para entender los conflictos raciales».

Precisamente el nombre del protagonista es el del trompetista de Nueva Orléans, el mítico Joe King Oliver, que tanto influyó en Louis Armstrong. No es casual, es todo un guiño a la importancia que da el autor al jazz, en todo el movimiento de emancipación «de los negros de América».

La corrupción policial, el racismo, una vida sin futuro: es el ambiente en que se mueve #Traición (@RBALibros); la desesperanza arraiga y Mosley nos devuelve al mundo más negro de las #novelas policiacas. #Reseña: @JuanInfante10.CLIC PARA TUITEAR
A Mosley se le ha catalogado como un heredero de Raymond Chandler; puede ser, pero quizás lo veo más cerca de Chester Himes. Como Joe King Oliver, estuvo en la cárcel y allí empezó a escribir.

En cualquier caso, Chandler o Himes, su calidad es innegable. Creo que con esta nueva saga tenemos asegurado un buen futuro literario.
https://www.moonmagazine.info/traicion-de-walter-mosley-saga-policiaca/
 
Carmen Conde


Carmen Conde y Antonio Oliver en el faro de San Pedro (Cartagena) en 1927
Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver


Carmen Conde en su domicilio madrileño en 1985
Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver

ServletLink


Carmen Conde

La escritora Carmen Conde Abellán, alias 'Florentina del Mar' o 'Magdalena Noguera', está considerada una de las mejores poetisas españolas. Tuvo el honor de ser la primera mujer que ingresó en la Real Academia Española, ocupando el sillón "K" desde el 28 de enero de 1979 hasta su muerte, el 8 de enero de 1996.

Creció en Cartagena, donde conoció a su marido, el también poeta Antonio Oliver. Juntos llevaron a cabo un gran número de iniciativas en pro de la cultura, como la fundación de la primera Unviersidad Popular de Cartagena. Tras la guerra civil, el matrimonio se instaló en Madrid, donde frecuentaron el círculo de intelectuales de la llamada Generación del 27.

Aunque en su obra predomina la poesía, ha escrito teatro, prosa, libros para niños, estudios, antologías, etc.

Fuentes

Bibliografía

- Barceló Jiménez, J., y Cárceles Alemán, A.: Escritoras murcianas, Real Academia Alfonso X el Sabio. Murcia, 1986.

- Martín González, M.V.: La huella de Murcia en la producción literaria de Carmen Conde Abellán, Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Cartagena y Real Academia Alfonso X el Sabio. Cartagena-Murcia, 1998.

- Rubio Paredes, JM.: La obra juvenil de Carmen Conde, Ediciones Torremozas. Madrid, 1990.

Internet

- Patronato Carmen Conde - Antonio Oliver: www.patronatocondeoliver.es

http://www.regmurcia.com/servlet/s.Sl?sit=c,371,m,1448&r=ReP-1531-DETALLE_REPORTAJESPADRE
 
La vida robada de John Lennon
Los diarios del cantante asesinado siguen causando la ruina a los que intentan explotarlosDIEGO A. MANRIQUE
19 NOV 2018 - 00:00 CET
1542550061_551211_1542559082_noticia_normal.jpg

Uno de los diarios de John Lennon.
Tiene toda la pinta de ser una Historia Interminable, un Halcón maltés en versión neoyorquina. La semana pasada, las autoridades alemanas anunciaban que se iba a procesar al intermediario que en 2014 había ofrecido a una casa de subastas berlinesa los diarios, las gafas y una serie de objetos que habían pertenecido a John Lennon. Ninguna broma: el hombre había recibido 785.000 euros en concepto de adelanto por parte de su alijo. El material ya ha sido devuelto a la viuda.

Los diarios han tenido una vida agitada desde el asesinato de John, el 8 de diciembre de 1980. Su asistente personal, Frederic Seaman, se los llevó del edificio Dakota, con la intención -dijo luego- de entregárselos a Julian Lennon, el maltratado primer hijo del cantante. Como excusa ("John me lo pidió"), resultó un tanto endeble. Además, se los pasó a un periodista, Robert Rosen, que se ocupó de transcribirlos.

Cuando los Beatles rompieron los esquemas
La codicia hizo su efecto. Entraron en escena otras personas, empeñadas en rentabilizar el hallazgo. Los diarios (en origen, unas agendas publicadas por la revista The New Yorker) fueron sustraídos posteriormente del domicilio de Rosen. Seaman fue detenido por policías al servicio de Yoko que, según su narración, le apalizaron para que entregara los manuscritos. En 1983, Seaman se reconoció culpable de hurto agravado y fue condenado a cinco años en libertad condicional.

Los diarios volvieron al Dakota pero Yoko no tomó medidas especiales para protegerlos. Y fueron birlados nuevamente, junto con cartas y grabaciones. En esta ocasión, el ladrón fue Koral Karsan, el chófer de Ono. A finales de 2006, el hombre intentó chantajear a su jefa -de la que aseguraba haber sido amante- de modo muy torpe. Retenido en una de las peores cárceles de Nueva York, Rikers Island, Karsan optó por reconocer su culpabilidad, a cambio de ser deportado rápidamente a su Turquía natal.

Por lo que parece, Yoko y sus abogados no hicieron demasiados esfuerzos por localizar las piezas sustraídas por Karsan. Que recalaron finalmente, como se ha contado, en Alemania. Los diarios ya eran más reliquias que documentos: los llamados "años del Dakota" han sido explorados minuciosamente en numerosos libros, incluyendo los publicados por Seaman (The Last Days of John Lennon) y Rosen (Nowhere man: los últimos días de John Lennon, en la versión española).

Es decir, que ya no escandaliza saber de la fascinación de John y Yoko por creencias irracionales (astrología, numerología, clarividencia, algo llamado direccionalismo), la sorda competencia con Paul McCartney o el desequilibrio en la relación de la pareja, con una esposa que se permitía todas las libertades mientras controlaba hasta el dinero que podía gastar su marido.

En los casi 40 años que han pasado tras el asesinato, Ono se ha revelado como una hábil gestora de su patrimonio, perpetuando una visión edulcorada del difunto y promocionando su propia obra. Sin embargo, Yoko no tiene una gran cultura rock y seguramente desconoce Unfaithful Servant, uno de los grandes temas de The Band. La canción de Robbie Robertson es un lamento sombrío que avisa que suelen terminar mal las relaciones entre la señora de la casa y el criado.

Se adhiere a los criterios de
https://elpais.com/cultura/2018/11/18/actualidad/1542550061_551211.html
 
Zona de rescate: La voz dormida, de Dulce Chacón
Publicado por Fernando Iwasaki
oie_qotc49Qn7Iqk.jpg

Detalle de la cubierta de La voz dormida, de Dulce Chacón.
Dulce Chacón siempre me recordó a Roberto Bolaño. De hecho, ambos fallecieron el mismo año y los dos fueron conscientes del aprecio y la admiración de sus lectores en circunstancias muy trágicas, pues disfrutaron en vida de un efímero éxito literario que la muerte les impidió saborear mejor. En el caso de Dulce Chacón, gracias a su novela La voz dormida (2002), uno de los grandes títulos que —junto a Soldados de Salamina (2001) y Los girasoles ciegos (2004)— contribuyó a la configuración de la guerra civil como el más fecundo de los territorios literarios de la narrativa española contemporánea.

La obra más conocida de Dulce Chacón antes de La voz dormida (Alfaguara) fue Cielos de barro(Planeta) —ganadora del Premio Azorín de Novela del año 2000—, aunque tras su fallecimiento fueron reeditados sus poemarios, novelas y obras de teatro. Así, cuando Benito Zambrano llevó La voz dormida al cine en 2011, la memoria de Dulce Chacón permanecía vigente y vigorosa, pero algo había cambiado ya en la «lectura» de las ficciones sobre la guerra civil. De hecho, si La voz dormida hubiera aparecido por primera vez en nuestros días, quizá su fortuna editorial habría sido muy diferente.

Hasta que Javier Cercas, Dulce Chacón y Alberto Méndez no publicaron sus respectivas obras sobre la guerra civil a comienzos de los años dos mil, el tema no había sido abordado de manera frontal por los narradores españoles contemporáneos, a pesar del buen suceso de Luna de lobos (1985) de Julio Llamazares, Las máscaras del héroe (1996) de Juan Manuel de Prada o El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas, en cuyas obras la guerra civil era una atmósfera antes que una trama. No obstante, sin esos títulos y sobre todo sin Las armas y las letras (1994) de Andrés Trapiello, quizá los libros de Cercas, Chacón y Méndez no habrían sido los mismos. El caso es que Soldados de Salamina, La voz dormida y Los girasoles ciegos se convirtieron en fenómenos editoriales, crearon escuela y estoy persuadido de que allanaron el camino de la Ley de Memoria Histórica de 2007. Hasta ahí todo muy razonable, pero años más tarde se les reprochó su éxito, les echaron la culpa de las docenas de pésimas imitaciones y hasta les aplicaron una versión sui generis de la Ley de Memoria Histórica porque fueron acusados de contemporizar, relativizar e incluso de buscar la equidistancia entre víctimas y verdugos. En el caso de La voz dormida he leído acusaciones absurdas contra su presunto «final feliz», dizque expresado en un indulto franquista y en la boda religiosa de Jaime y Pepita.

Mi idea es que Dulce Chacón escribió una novela extraordinaria, para lo cual se documentó y luego arriesgó, porque en 2002 escribir sobre la guerra civil todavía no era una apuesta segura ni garantía de ningún éxito. Todo lo contrario, pues gobernaba el Partido Popular y Dulce Chacón fue una decidida activista contra la guerra de Irak. Por otro lado, cuando la novela apareció nada hacía presagiar que el signo del gobierno español cambiaría en 2004 y por eso creo que La voz dormida triunfó en las librerías y en el boca a boca de los lectores a pesar de las circunstancias políticas. Por otro lado, una novela como La voz dormida tuvo que haberse cocido durante varios años de investigación, entrevistas y corrección de borradores, lo que significa que tampoco fue una obra escrita al socaire del éxito de Soldados de Salamina, cuyas ventas tampoco fueron especialmente sobresalientes hasta el otoño de 2001, cuando Dulce Chacón ya había entregado el manuscrito a sus editores.

Lectora de teatro y ella misma autora dramática, Dulce Chacón aplicó en La voz dormida todos sus conocimientos de la escena y el discurso teatral, desde los diálogos hasta los monólogos, pasando por la construcción de espacios, la lectura de dramaturgos de posguerra como Sanchis Sinisterra o Buero Vallejo y sobre todo la redacción del fastuoso dramatis personæ de la primera parte de la novela, donde presentó una por una a todas las mujeres que convivían en aquella lóbrega cárcel de Las Ventas. La plasticidad teatral de La voz dormida tuvo que ser muy útil para su posterior adaptación al cine, aunque solo Benito Zambrano podría corroborar esta intuición.

Dulce Chacón falleció cuando había llegado a su plenitud como narradora. No le escatimo ningún mérito porque pienso que ya he demostrado que La voz dormida no fue el resultado de ninguna estrategia comercial. Tal vez hasta su páncreas sufrió mientras la escribía, porque Dulce Chacón siempre quiso darle voz al dolor de las mujeres y así sus criaturas hablaban a través de sus cuerpos maltratados, heridos, torturados, gestantes, enfermos, violados o febriles, pero siempre dolientes. Y ahora la voz dormida es la suya.

_______________________________________________________________________

Algunos libros nunca disfrutaron de la atención que merecían y ciertos autores fallecidos en su plenitud corren el riego de ser olvidados. En Zona de Rescate compartiré mis lecturas de ambas regiones —la Zona Fantasma y la Zona Negativa— porque la memoria literaria es tan importante como la otra. Distancia de rescate (¡gracias, Samanta!): 1985, año de mi venida a España.

https://www.jotdown.es/2018/11/zona-de-rescate-la-voz-dormida-de-dulce-chacon/
 
Back