Pintura - Museos - Exposiciones

Munch y el arte del susto
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘El grito", del pintor noruego




'El grito' (1893), de Edvard Munch.
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El grito' (1893), de Edvard Munch. MUSEO NACIONAL DE NORUEGA


PEIO H. RIAÑO

31 MAR 2020

Hay declaraciones que truenan sin parar: “Ya no se deben pintar interiores con hombres leyendo y mujeres haciendo calceta. Debe tratarse de seres humanos vivos, que respiran, sienten, sufren y aman”. Lo escribió en sus diarios Edvard Munch, a finales del siglo XIX, mientras ponía negro sobre blanco el nacimiento del retrato del ser humano moderno. El pintor noruego huyó de las convenciones creativas, pero aceptó y animó la construcción del mito de pintor “atormentado y depresivo”. Así lo cree la historiadora Jay A. Clarke, experta en la obra del artista que en 1893 pintó El grito, y que podrá verse en el futuro Museo Nacional de Noruega, que abrirá sus puertas en 2021. La leyenda fue reforzada por la fascinación ante sus múltiples fotos de sufrimiento existencia, que enfatizan su desequilibrio emocional y su aislamiento artístico. Las crónicas más recientes le siguen llamando “maldito y bendito loco”, para subrayar una faceta que ha eclipsado su propia obra. Cientos de cartas privadas dan fe de que estaba lejos de estar loco. “El artista ajustó su tono emocional en momentos precisos con el fin de lograr los resultados que deseaba”, cuenta Clarke de este personaje en construcción.

Es el pintor favorito de la artista británica Tracey Emin, que dice estar “enamorada” de él desde su adolescencia, atraída por su expresionismo plástico y su preocupación por la complejidad de la psique humana. La Royal Academy of Arts de Londres y el Museo Munch de Oslo tenían previsto contar –en una exposición que tendría que inaugurarse el próximo noviembre– cómo Munch ha sido una inspiración constante en las habilidades artísticas de Emin. “Su madre murió cuando él era muy joven. Quiero darle una madre”, señaló la artista a The Guardian en la presentación de una monumental escultura de bronce de nueve metros de altura y 15 toneladas de peso que descansa a la entrada del museo de Oslo y representa a la madre ausente, con un hijo en sus brazos.

Hace un año supimos que el grito, en realidad. es un susto. Giulia Bartrum, responsable de pintura y dibujo alemán del British Museum, halló una litografía del cuadro, con una inscripción que dice: “Sentí un gran grito en toda la naturaleza”. Para la especialista esa es la prueba que aclara que una de las pinturas más populares de la historia “representa a una persona que escucha un susto y no, como muchas personas continúan asumiendo y debatiendo, a una persona que grita”, explicó en su día al diario británico The Telegraph. Munch, lector de sus contemporáneos Knut Hamsun, Henrik Ibsen y August Strindberg, escribió en su diario, el 22 de enero de 1892, algo que confirma esta idea. Un año antes de pintar el icono de la histeria –sobre un cartón, con óleo, temple y pastel– apuntó que caminaba con dos amigos por la carretera, mientras el sol se ponía. “Sentí un aire de melancolía. De repente, el cielo se volvió rojo como la sangre. Me detuve, me apoyé en la valla, mortalmente cansado. Sobre el fiordo negro y azulado y el pueblo caían sangre y lenguas de fuego. Mis amigos siguieron caminando. Yo me quedé allí, temblando de miedo y sentí un grito enorme, infinito, pasar por la naturaleza”. El estremecimiento de lo que se avecina.


Visita virtual: El grito (1893), de Edvard Munch, conservado en el Museo Nacional de Oslo (Noruega).



 
Goya y el misterio sin solución
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘Perro semihundido'



'Perro semihundido' (1820-23), de Goya, conservado en el Museo del Prado.


'Perro semihundido' (1820-23), de Goya, conservado en el Museo del Prado. MUSEO DEL PRADO


PEIO H. RIAÑO
1 ABR 2020

Para ser testigos de la conexión entre Edvard Munch y Francisco de Goya hay que viajar hasta Madrid y retroceder hasta el año 1846. Léon Bonnat tenía 13 años y acababa de llegar con su familia a la capital de España, donde su padre fue a probar suerte con una librería después de varios negocios fallidos en Bayona (Francia). Allí, el futuro pintor, del que aprenderán artistas como Toulouse-Lautrec, admirará a los maestros españoles en sus visitas al Prado con su padre. En 1889 vemos a Edvard Munch asistiendo a las lecciones de Bonnat en su academia parisiense. A pesar de que el maestro adora a Velázquez, el alumno se queda con Goya, de quien aprende todo lo que le convertirá en un excelente grabador. Pero también asume los protocolos para retratar a la muchedumbre, a la masa deforme y su espanto. El aragonés lo hace en las Pinturas negras (entre 1819 y 1823), sobre todo en el pasaje zombi de la Romería de San Isidro: no define sus rostros, revuelve sus rasgos y, salvo los ojos, todo es pura indefinición y deformidad. En palabras de Baudelaire, Goya tuvo el don de convertir lo monstruoso en verosímil; es decir, en humano. Las miradas descompuestas y desquiciadas de estos seres suceden en el Atardecer en el paseo Karl Johan(1892) y en el protagonista de El grito (1893), creados setenta años después de las pinturas de la Quinta del Sordo.

Goya pintó en su segunda residencia –engullida ahora en el madrileño barrio de Puerta del Ángel– una alegoría política que narra la tensión entre la monarquía absolutista y los liberales reformistas, que apoyan la Constitución. Es la lectura del especialista Carlos Foradada, que en su libro Pinturas negras (Trea) rompe con la leyenda, fomentada por el propio artista, de la enajenación. El pintor decía y escribía que estaba loco, que esas pinturas en los muros no eran más que ensoñaciones de un mundo fantástico y grotesco. Las pesadillas ilustradas, en realidad, son reales. Son el salivazo contra el antiguo régimen de un liberal reformista, la culminación de un pintor combativo harto del país un año antes de exiliarse a Burdeos. Debía librarse de la Inquisición y montó el disparate de la locura.

Y como alegorías, estas escenas –que hoy cuelgan en el Museo del Prado– no son un misterio sin resolver, sino un misterio sin solución. A su fantasmagoría ayudó mucho la desastrosa operación de arrancado de los muros que cometió, a finales del XIX, Salvador Martínez Cubells, restaurador del Prado, que por si fuera poco retocó y repintó de manera desafortunada los originales. Así que lo que ha llegado hasta nosotros apena son sombras del original, de las que un perro emerge como la presencia más enigmática de todas. Gracias a las fotos de Jean Laurent de 1874 y a los estudios de Foradada, hoy sabemos que faltan unos pájaros revoloteando alrededor del animal. Un dato que tampoco aclara el porqué de la escena y de la parquedad que la han convertido en la más moderna de la Quinta. La historia del arte ha lanzado las hipótesis tan curiosas como dispares, y casi todas acaban en el drama y la angustia que esta imagen provoca. Y en esa falta de explicaciones y en esa necesidad de las mismas, cada espectador se asoma a la pintura con sus respuestas y al hacerlo lo que ésta devuelve es un reflejo. Porque mira a un espejo.


Visita virtual: Perro semihundido (1820-1823), de Goya, conservado en el Museo del Prado (Madrid).
https://elpais.com/cultura/2020/03/31/babelia/1585679133_376272.html
 
Muere el historiador de arte Juan José Luna a los 74 años
Fue conservador del Museo del Prado y un gran conocedor de la influencia artística francesa en España


PEIO H. RIAÑO
Madrid -
30 MAR 2020



Juan José Luna durante una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
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Juan José Luna durante una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.



Juan José Luna, ex conservador del Museo del Prado, falleció este fin de semana a los 74 años. Entró a trabajar en la institución en 1980 -aunque colaboraba desde 1969, con 23 años- y fue Jefe de pintura francesa, inglesa y alemana de 1986 a 2002, y de las pinturas del siglo XVIII, desde 2003 hasta su jubilación. Su especialidad fue la influencia del arte francés en España, sobre todo en el siglo XVIII, a pesar de la falta de interés popular por este momento histórico y de lo mucho que se lamentaba por ello. De hecho, los primeros estudios que se publicaron en España sobre las colecciones de pintura francesa se los debemos a sus investigaciones.

Su tesis doctoral, que nunca llegó a publicar, ya trataba sobre este asunto. Su interés era mostrar de qué manera la cultura francesa fue una influencia determinante en la española desde el siglo XVII, y a conservar y difundir la obra de Nicolas Poussin y Claudio de Lorena, de quienes el Prado tiene una importante representación. Además, reconoció en Velázquez al pintor por excelencia, de “mirada portentosa” con sobresalientes dotes de observación y una técnica infalible, capaz de hacer de un instante un asunto inmortal.

José Luis Díez, director del Museo de las Colecciones Reales de Patrimonio Nacional, destaca sus investigaciones sobre la pintura francesa que se conserva en España, por indicación de su maestro Diego Angulo, pero sobre todo sus dotes como comunicador. Cursos, conferencias, clases y viajes por todo el mundo a conocer y enseñar el patrimonio. “Recuerdo su exposición sobre los bodegones de Menéndez, siempre desde esa postura suya, tan personal, de acercarse a la historia del arte desde la difusión y la comunicación”, cuenta. No en vano él llevaba a gala ser catedrático de instituto en Geografía e Historia. “Fue un superviviente nato a todas las distintas épocas y direcciones que ha tenido el Prado a lo largo de todos los años que estuvo trabajando”, recuerda Díez, para quien Luna fue absolutamente fiel a sus principios y a su manera de ser, “que constituyó un estilo propio dentro y fuera del museo”.

Su momento más polémico en la institución fue con la celebración de la exposición que debía conmemorar el 250 aniversario de Goya, en 1996, aunque en el museo su área de actuación era otra. Por entonces el director era José María Luzón, quien decidió entregar dicha responsabilidad a Luna, a pesar de la opinión de la subdirectora Manuela Mena. “Aún recuerdo su excelente gestión para que el museo comprase el cuadro de Latour del Ciego tocando la zanfonía. Era un gran conocedor de la pintura europea del siglo XVIII. Perdemos a un conoisseur a la vieja usanza”, señala Luzón.

Luna también fue comisario de exposiciones dedicadas a Tiziano, Claudio de Lorena, Delacroix, Turner, Frans Hals, Clara Gangutia, Luis Meléndez o la pintura holandesa del Siglo de Oro, y autor de más de una decena de libros, centenares de artículos de investigación.

Defendía la obra de arte como “un reflejo de la historia de los acontecimientos que la han determinado”, relacionada estrechamente con la cultura y la sociedad en la que se produce. Y definía, sin olvidar nunca una sobresaliente ironía, que el cometido de los estudios histórico-artísticos era “el lenguaje formal, el estilo y su proceso evolutivo”. Además, creía que el objetivo científico de su oficio era el de contribuir a la educación estética.





Zurbarán en el Museo del Prado por Juan J Luna


 
Antonio Saura y la masa que no aplaude
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘La gran muchedumbre'



El tríptico 'La gran muchedumbre' (1963), de Antonio Saura.


El tríptico 'La gran muchedumbre' (1963), de Antonio Saura. MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA



PEIO H. RIAÑO
2 ABR 2020

“Quizá reflejo de una España triste y terrible para quien tiene menos de treinta años. En ella está reflejada toda mi profunda desesperación, todo mi rechazo a esta situación monstruosa por la que pasamos”, escribió Antonio Saura sobre el perro que Goya pintó en la Quinta del Sordo y en la que insistió como ilustración de la España sin libertades. Si hubo un artista tocado por esa imagen fue Saura. El pintor informalista reconocía que desde niño se sintió “fascinado” por esa imagen que repitió en lienzo, papel y grabados. Siempre esa cabeza del perro que se asoma, en su caso mucho más desafiante que la de Goya. “Lo único que me interesa es una expresión llevada al máximo, una total liberación furiosa, un grito terrible… y muchas otras cosas más”, decía al respecto de sus versiones del perro y sobre la esencia de su pintura.

Esa liberación furiosa quedó patente en todas las dimensiones de su trabajo, pero fue en el gran formato donde reventó el gesto más reconocible. La gran muchedumbre (1963) es un inmenso tríptico de lienzos unidos que suman cinco metros de ancho y se conserva en el Museo Reina Sofía de Madrid, pero no se puede ver porque está en los almacenes. Es un retrato perfecto del drama de un desolado ejército de miedosos conformistas, que avanza hacia el espectador sin remedio. Una masa dócil y violenta, una multitud obediente y sin resistencia, ni atisbo de desafío. Es la sociedad que se consume, una muchedumbre anestesiada, angustiada y estridente; una manifestación indiferente y sin señas de pluralidad. Es tan compacta en su pensamiento como en su individualismo repetido. La masa que no aplaude desde sus balcones. Podría ser el perfecto reflejo de lo que éramos y de lo que nos ha traído hasta aquí. Antonio Saura lo había visto en el Aquelarre que Goya también hizo en la Quinta. El aragonés había adelantado en aquellas paredes, y en sus grabados, la angustia del hombre moderno ante las amenazas de la existencia. Un drama colectivo que cuajó en la contemplación de Saura, 140 años después.

“He querido reflejar en estas grandes pinturas el clamor de las masas humanas atraídas como a un fanal por un culto, por una protesta o un fanatismo, por una indignación o una súplica”, escribió el propio Saura sobre las multitudes. Y lo hizo con una manera inconfundible: para empezar, con la insistencia abrumadora en la repetición, en el alineamiento de un conjunto de formas que se multiplican en continua expansión y que puede imaginarse sin límites, como si estos tres lienzos solo fueran parte de una superficie mucho mayor, en la que la masa continua. Y la acumulación. El caos barroco que mancha la superficie blanca, confunde y crea un caos desmesurado y una imagen de Saura obsesionado en la derrota del vacío y en la acumulación de formas azarosas y formas contradictorias e irrepetibles. Siempre en expansión, siempre en una conquista asfixiante.

Visita virtual: La gran muchedumbre (1963), de Antonio Saura, conservado en el Museo Reina Sofía (Madrid).

 
Lee Krasner y la habitación propia
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘Estampida polar', de la pintora estadounidense



El cuadro 'Polar Stampede' (1960), de Lee Krasner.


El cuadro 'Polar Stampede' (1960), de Lee Krasner. SFMOMA


PEIO H. RIAÑO

3 ABR 2020

"Lee no se deja avasallar por nadie, ni siquiera por los coleccionistas. Tiene talento, mucho, pero para el gran arte hace falta una poxx, y eso no lo tiene Lee". Jackson Pollock no se equivocaba, pero fue él quien ahogó la creatividad de su mujer. La vulnerabilidad del pintor más importante de la posguerra fagocitó a Lee Krasner. “Pollock necesitaba que viviera solo para él”, recordaba la galerista y coleccionista Peggy Guggenheim sobre las razones por las que Lee había dejado de pintar. “Pollock era un tanto difícil; bebía demasiado, y entonces se ponía muy desagradable, diabólico se podría decir. Pero como señalaba Lee cada vez que yo me quejaba, “también tiene un lado angélico”, y era verdad. Era como un animal enjaulado, que nunca debería haber salido de su Wyoming natal”, explicaba la mecenas. Krasner, en pleno apogeo de Jackson, era “la intermediaria” entre el mundo y su marido.

No era la musa ni la inspiración. Era mucho más, era el suelo creativo de Pollock. La famosa imagen de 1950 tomada por el fotógrafo Hans Namuth retrató a la perfección aquella absorbente relación: ella, en un taburete lo mira, mientras él actúa sobre la pintura. Observa con atención cómo baila sobre el lienzo, tumbado en el suelo. Es más juez que testigo. ¿Más invitada que anfitriona? Krasner tuvo que conciliar con el ego de Pollock para continuar con su propia obra. Difícil: “Él dependía de la aprobación de ella, de su opinión y de su amistad”, decía Namuth. “Mi impresión de Lee era que estaba allí para ayudar a Jackson a trabajar, para ayudarle a seguir vivo. Su propia pintura era secundaria para ella”, añadía el fotógrafo amigo del matrimonio. En su casa de East Hampton (Nueva York), la distribución del espacio de sus estudios reflejaba hasta qué punto ella se mantenía en un segundo plano: el de él estaba en el granero de más tamaño; Lee trabajaba en una habitación pequeña en la que pintaba cuadros pequeños.

La artista Krasner renace el día en que la cuidadora Krasner desaparece, con el accidente mortal de su marido, en 1956. La pintora se libra de la invisibilidad y ocupa, a las dos semanas del funeral, el estudio del fallecido. En ese momento sus cuadros crecen de tamaño, en una escala sin precedentes, y lo más simbólico: levanta los lienzos del suelo y los clava en la pared. Allí, en sus viajes por el duelo, aparecen las Umber Paintings (1959-1962), una serie de 24 escenas creadas bajo los efectos del insomnio. Polar Stampede (1960) –conservado en el San Francisco Museum of Modern Art (SFMOMA)– es, entre todas ellas, una pieza clave de esta catarsis. Combativa, expansiva, íntima, rebelde y feroz en cuatro metros de ancho. “Me cansé de combatir el insomnio e intenté pintar en su lugar. Entendí que si iba a trabajar de noche, tendría que eliminar el color por completo”, dijo la artista de estos trabajos, con los que conquistó una de las cumbres más altas en el Expresionismo Abstracto. Por eso no han podido hacerla desaparecer.


Visita virtual: Polar Stampede (1960), de Lee Krasner, conservado en el Museo de Arte Moderno de San Francisco (SFMOMA).


 
Mary Cassatt y la estafa del genio
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: ‘Mujer sentada con un niño en brazos', de la pintora impresionista



El cuadro 'Mujer sentada con un niño en brazos' (1890), de Mary Cassatt.


El cuadro 'Mujer sentada con un niño en brazos' (1890), de Mary Cassatt. MUSEO DE BELLAS ARTES DE BILBAO


PEIO H. RIAÑO
5 ABR 2020



Lee Krasner fue por un día Mary Cassatt. La pintora abstracta expresionista fue arrestada en Nueva York el 1 de diciembre de 1936 junto con otros 236 manifestantes por protestar contra el abrupto despido de quinientos modelos y artistas del Works Progress Administration (WPA). Para dar empleo durante la crisis de 1929, el presidente de EE UU Franklin D. Roosevelt había puesto la inversión social a pleno rendimiento y se hicieron carreteras, presas, obras públicas, y a los artistas, actores, escritores y músicos también se les pagó por hora. Su cometido era contribuir al desarrollo cultural de la nación. En la comisaría de la policía neoyorquina se empezaron a escuchar los nombres de los arrestados: Miguel Ángel, Pedro Pablo Rubens, Pablo Picasso, Paul Cézanne, JMW Turner… Un troleo histórico al que a Krasner le costó sumarse por la escasez de nombres de mujeres artistas reconocidas por la historia del arte. Terminó dando con el de Mary Cassatt, la pintora impresionista: “No tenía muchas opciones, ya sabes, era Rosa Bonheur o Mary Cassatt”, explicó la pintora norteamericana, que por entonces todavía trabajaba bajo la notable influencia de Piet Mondrian.

Más de ocho décadas después, las referencias femeninas no se han ampliado. Hace unos meses, el BOE publicó el contenido de la evaluación de los alumnos de segundo de Bachillerato para su acceso a la universidad: en la asignatura Fundamentos del Arte II, desde el Romanticismo hasta el arte de nuestros días —dos siglos y medio de historia—, solo se cita a tres mujeres pintoras. En el bloque dedicado a las vanguardias aparecen dos de ellas (la otra es Tamara de Lempicka) bajo el epígrafe: “Compara la obra pictórica de las pintoras Berthe Morisot y Mary Cassatt con los pintores coetáneos”. El criterio no es el mismo con los artistas masculinos, que reclama al alumnado que “identifique”, “analice” o “describa”. Para la obra de ellas se pide una “comparativa” con ellos. Solas no pueden ser. La idea de “genio” es una categoría masculina inventada para excluir a las mujeres del canon, sin opciones para la formación y realización del oficio artístico. Esa noción de fuerza sobrenatural de la genialidad, que identifica a seres elegidos, intocables y supremos que disfrutan de un don desde su nacimiento y, además, no pueden ser mujer, se mantiene incólume en los libros de los estudiantes y en los museos en el siglo XXI.

Cassatt —vinculada a Degas, como Krasner a Pollock— fue una mujer de tendencias claramente feministas, que pasó de pintora de la vida moderna a retratista de la maternidad. La norteamericana, formada en París, tan hábil en el dibujo como Degas o Pissarro y mejor que ellos en el uso del color, irrumpió en un mundo de burdeles, cafés de noche y espacios reservados para la mujer que se exhibe, pero vetados para la que crea. Ella inaugura otra manera de representarlas, al margen de esa modernidad que hizo del cuerpo desnudo de la mujer su territorio de actuación. Fue la historiadora Griselda Pollock quien —un siglo después de la actividad de la pintora— rehabilita a la pintora como figura capital en el impresionismo y en el movimiento sufragista americano. Una parte del feminismo cuestiona sus visiones maternales, aunque secularizase las tradicionales imágenes de la Virgen y el niño. Así ocurre en la extraordinaria pintura que conserva y expone el Museo de Bellas Artes de Bilbao: Mujer sentada con un niño en brazos (1890). Mientras ellos se iban de fiesta, ellas custodiaban los espacios privados. Cassatt evitó el costumbrismo, a pesar de las escenas domésticas y maternales, gracias a la dignidad con la que miró a las mujeres.


Visita virtual: Mujer sentada con un niño en brazos (1890), de Mary Cassatt, conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.


 
Hokusai y la ola gigante
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: 'La gran ola de Kanagawa'



'La gran ola de Kanagawa' (1830-31) de Hokusai.


'La gran ola de Kanagawa' (1830-31) de Hokusai. METROPOLITAN MUSEUM OF ART



PEIO H. RIAÑO
6 ABR 2020

Mary Cassatt fue artista de museo, donde observó entusiasmada a Velázquez, Correggio, Ingres y Rubens. Pero estas referencias palidecieron cuando la pintora norteamericana entró en la gran exposición de artes gráficas japonesas de la Escuela de Bellas Artes de París, que deslumbró a la capital francesa entre abril y mayo de 1890. En la muestra se exhibían más de setecientos grabados ukiyo-e (estampas costumbristas de finales del siglo XVIII y principios del XIX) y cuatrocientos libros ilustrados. Había ejemplos de Utamaro y de Hokusai. Tras la visita de la exposición escribe emocionada a la también pintora impresionista Berthe Morisot: “En serio, no debes faltar. Cualquiera que haya visto los grabados a color no podrá considerar que haya soñado jamás con algo más hermoso. Yo sueño con ellos, y no pienso en nada más que en crear grabados en cobre. Henry Fantin-Latour, que estaba allí el primer día que yo fui, estaba en éxtasis […]. Debes ver a los japoneses: ven tan pronto como te sea posible”. El impacto empujó a experimentar a Cassatt –que la visitó varias veces– con nuevas técnicas, colores y composiciones de estilo japonés.

Monet reconoció que los artistas japoneses ayudaron a los impresionistas a liberar al blanco y al negro “de las tinieblas del claroscuro”. Recogieron la nitidez de aquellos colores exóticos, pero no terminaron de asumir el espíritu de la naturaleza al que atendían los artistas orientales. De todos ellos, el gran paisajista fue Katsushika Hokusai, con sus 36 vistas del Monte Fuji y la simplicidad con la que trabajaba. Apenas tres colores (azul, marrón y verde) y una expresión máxima. El contraste de estas xilografías contrastaban con los grandes óleos europeos. La gran ola de Kanagawa, la escena con mayor fuerza dramática de todas las reunidas en la colección, y que tanto determinó los cambios lumínicos de Cassatt, está incluida en esa sobre el Monte Fuji. El artista japonés abrió la estampa a una experiencia mística y recogió el espíritu divino de la naturaleza, para difundirlo de manera popular gracias a la reproducción múltiple del grabado y su bajo precio, durante el período Edo (1603-1868). Las llamadas ukiyo-e hanga, o “imágenes del mundo flotante”, fueron un arte reservado a consumidores privilegiados.

Cuando el aislamiento propio del periodo Edo cedió lugar al aperturismo del periodo Meiji, en 1868, la estampa japonesa inundó el mercado del arte europeo. Lo que más llenó a la historia del arte occidental de la manera de Hokusai fue el vacío. El artista construía los acontecimientos de la escena a partir del blanco y de la ausencia de explicaciones. Cuanto menos, más: es el valor de lo insípido lo más sabroso del arte japonés. Y el camino que silencia y bloquea lo innecesario.


Visita virtual: La gran ola de Kanagawa (1830-31), de Hokusai –con copias conservadas en distintas colecciones, como el Metropolitan Museum (Nueva York), el British Museum (Londres), la Biblioteca Nacional de Francia (París) o el Museo Hokusai (Tokio)–, en Google Arts and Culture.


 
Mondrian y la destrucción del arte
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: una composición abstracta del pintor holandés




El cuadro 'Abstraction' (1939-42), de Piet Mondrian, conservado en el Kimbell Art Museum.


El cuadro 'Abstraction' (1939-42), de Piet Mondrian, conservado en el Kimbell Art Museum. MONDRIAN FOUNDATION


PEIO H. RIAÑO
7 ABR 2020

En 1905 Piet Mondrian está en Amsterdam y entra en una exposición retrospectiva de Vincent Van Gogh, fallecido cinco años antes. Queda impresionado por el uso del color y de la pincelada. Él también es un buen escritor de cartas y cuenta que la primera vez que vio su trabajo lo admiró por el deseo de escapar de una visión literal de la realidad. Van Gogh había sido capaz de desplazar el horizonte de la pintura, desafiando y empujando los límites que impone la resignación. En ese momento el joven Mondrian aprende algo para el Mondrian maduro: otro mundo es posible si es capaz de romper con las prisiones de lo posible. Pierde el miedo a la utopía y a resistirse a la realidad que se afirmaba como única. Después de hacer unos cuantos paisajes nocturnos a la manera expresiva de Van Gogh, abandona estas fórmulas: “Tenía que buscar el camino verdadero solo”, escribe Mondrian relatando su trayecto hacia la abstracción, a la que llegó una década después, al tiempo que Kandinsky. Ambos lo hicieron con diez años de retraso respecto a la pintora sueca Hilma af Klint, la pionera no reconocida.

Mondrian no quería vivir en la prisión de los sentimientos particulares, pretendía la expresión de un lenguaje común y accesible a cualquiera: “Aunque era completamente consciente de que nunca podríamos ser absolutamente “objetivos”, sentí que uno puede volverse cada vez menos subjetivo, hasta que lo subjetivo ya no predomine en su trabajo. Más y más excluía de mi pintura todas las líneas curvas, hasta que finalmente mis composiciones consistían solo en lineas verticales y horizontales”, dejó escrito el pintor. Era su paisaje, otro mundo posible. Y lo levanta en París, en su estudio de Montparnasse, cuando termina la Primera Guerra Mundial, en la que no participa. Desde 1921 aparecen los planos blancos y vacíos, combinados con los colores primarios, y con las gruesas líneas negras que dividen el lienzo en rectángulos de todos los tamaños. En ellos lo superfluo no tenía hueco, solo belleza, sencillez y equilibrio. “Incluso los caminos de renovación del arte conducen a su aniquilación”, apuntó. Y fulminó al naturalismo, al expresionismo simbólico, rompió con Braque y Picasso, y abandonó al grupo De Stijl porque a su compañero Theo van Doesburg se le ocurrió un día hacer una línea curva. Europa se había agotado para Mondrian.

Lo que apunta en París lo remata en Nueva York, a partir de 1940. Llega con 68 años, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, y en Manhattan descubre una ciudad que se le revela como la perfecta manifestación de la “nueva vida” (modernidad) y su pintura se revoluciona, se hace menos obvia, rompe la estabilidad, se desequilibra. Escucha el boogie-woogie jazz. No solo lo pintaba, también lo bailaba. Lee Krasner lo recordaba como un bailarín brillante. “Consideré la intencionalidad del auténtico boogie-woogie como idéntica a la mía en pintura: destrucción de la melodía, lo que equivale a la destrucción de medios puros, esto es, ritmo dinámico”, dijo. En Abstraction (1939-1942) –conservado en el Kimbell Art Museum, en Fort Worth (Texas)– Mondrian alcanza la sensación dinámica cuando elimina las líneas negras e introduce otras de varios colores (rojas, amarillas, azules y nunca, nunca, verdes). La muerte del arte iba a ser la expresión de su victoria definitiva en la nueva ciudad.


Visita virtual: Abstraction (1839-1942), de Mondrian, conservado en el Kimbell Art Museum (Fort Worth, Texas), en Google Arts and Culture.


 
¿Qué planes culturales puedo hacer hoy en casa? Miércoles 8



Imagen del Museo Vitra de Diseño, construido en 1989 en Weil am Rhein, Alemania. Yo no soy un <i>starchitect</i>, sólo soy un arquitecto, señala Gehry.


Imagen del Museo Vitra de Diseño, construido en 1989 en Weil am Rhein, Alemania. "Yo no soy un starchitect, sólo soy un arquitecto", señala Gehry.



08/04/2020
Arte
Un puente entre el arte y el diseño. El museo Vitra, ubicado en Weil am Rhein (Alemania), muy cerca de la ciudad suiza de Basilea, es uno de los grandes referentes mundiales en materia de diseño y arquitectura. Dentro de su curvilíneo edificio, creado por Frank Gehry, se guardan algunas de las sillas, mesas y objetos de decoración más espectaculares de la era moderna. Este miércoles 8, la institución abre las puertas de su campus virtual para invitar al público a unirse a la charla que el director del museo, Mateo Kries, mantendrá con Paola Antonelli, comisaria del MoMA de Nueva York. A partir de las 18:00, los dos profesionales debatirán sobre las implicaciones para las instituciones culturales y los diseñadores de la la crisis actual, tanto en EEUU como en Europa, en una conversación que se retransmitirá a través del canal de Instagram del Vitra Design Museum. Otros temas que se tratarán son el actual cierre del MoMA tras su reciente reapertura, así como el porvenir de la Broken Nature Triennale de Milán, comisariada por Antonelli.

 
Roy Lichtenstein y la broma ‘pop’
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: 'Whaam!'



Roy Lichtenstein y la broma ‘pop’




PEIO H. RIAÑO
9 ABR 2020

Los artistas pop nacieron para estar en nuestros pechos, estampados en camisetas. Derribaron el muro que separaba la publicidad del arte y el producto de la obra maestra. En definitiva, la alta de la baja cultura. Arte para todos los públicos, pero no para todos los bolsillos: fueron más populares en sus referencias que en sus precios. Roy Lichtenstein creó imágenes directas e inmediatas, a partir de los asuntos más insignificantes. Retóricas de lo cotidiano capaces de producir belleza en un mundo (el del producto) incapaz de producirla. De ahí su admiración por la extrema sencillez de la propuesta de Piet Mondrian. En 1964 el artista norteamericano hizo una copia de las composiciones del neerlandés –en la obra Non-Objective I–, pero incluyó su firma personal: rellenó con puntos de plantilla Ben-Day algunos de los rectángulos. Parodiaba a quien admiraba. Desde ese momento la paleta del artista se limitó a los colores primarios que usó Mondrian, también en sus famosas versiones de las viñetas subidas a lienzo. Frente a los dilemas y al melodrama existencial del expresionismo abstracto, Lichtenstein contestó a la pompa trascendental de artistas como Rothko, quien curiosamente también adoraba a Mondrian, de quien dijo que era “el artista más sensual”.

Whaam! se exhibió por primera vez en la Galería Leo Castelli en Nueva York, en 1963 (y fue comprada por la Tate Gallery, en 1966). Lichtenstein reproduce –o recompone, como prefería llamarlo él– una de las viñetas del cómic All American Men Of War (1962). El lienzo monumental planteaba una idea básica del pop: las ideas quedan abolidas. No hay mensaje, no pretende animar a la reflexión. Es pura y simple celebración. Una fiesta en la que vale todo y todos entran, una tregua de la conciencia. Una parte de la crítica ha querido ver en el cuadro de Lichtenstein su percepción de la civilización estadounidense al amplificar una imagen de cómic bélica. Pura anestesia, un chute de arquetipos ideales para las paredes de cualquier salón: es el arte sin firma ni molestia. “El hiperconsumismo nos libera de cualquier otro imperativo que no sea el de consumir sin descanso”, escribe Serge Latouche, profesor emérito de Ciencias Económicas en la Universidad Paris-Sud. Lichtenstein lo explicaba así: “Nosotros pensamos que la generación anterior intentaba alcanzar su subconsciente, mientras que los artistas pop intentamos distanciaron de nuestra obra. Yo deseo que mi obra tenga un aire programado e impersonal, pero no creo ser impersonal mientras la realizo”.


Visita virtual: Whaam! (1963), de Roy Lichtenstein, conservado en la Tate Modern (Londres).

 
Keith Haring contra la insumisión
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: 'Untitled (1982)'


Untitled (1982), de Keith Haring, en el MoMA de Nueva York.


Untitled (1982), de Keith Haring, en el MoMA de Nueva York.




PEIO H. RIAÑO

9 ABR 2020


lenguaje significa imaginar una forma de vida. Lo hizo Keith Haringen Nueva York, en los ochenta. Una década, hasta su muerte en 1990, en la que actuó sin pausa, en cualquier lugar y a la vista de todos. Tres virtudes que el arte sublime contempla como perversiones de la creación auténtica, que se hace sin prisa, en un lienzo y en secreto. Los mandamientos dictan que sin óleo no hay gloria ni posteridad. Haring vivió el arte con la urgencia de lo que va a desaparecer. Tan frágil como un graffiti en la pared, tan fuerte como una rebelión. A Roy Lichtenstein le pareció que Haring tenía un enorme talento para componer sobre la marcha escritos que improvisaba y no corregía. “Supongo que Keith miró nuestro arte pop, nuestras figuras de dibujos animados y se dio cuenta de que podrían ser arte”, dijo uno de los padres del pop, cuyos orígenes se remontan al expresionismo abstracto. Haring, no: era el relevo pop neto, había mamado el graffiti y la televisión como forma de expresión irremediable y natural, aunque nunca llegara a ser un escritor de grafito. No era un rebotado de la intelectualidad, ni un decepcionado con la angustia existencial. Era pura vida sin destilar procedente de Reading (Pensilvania), donde casi un cuarto de la población vive por debajo del umbral de pobreza.


“Keith era un showman”, remató con ternura Lichtenstein, que vio en el joven la culminación de su proyecto de fama en Nueva York. En parte tenía razón: la gente lo veía trabajar con sus tizas sobre los carteles del metro y Tseng Kwong Chi lo seguía y lo fotografiaba mientras ejecutaba los dibujos. Era una performance, era algo más que fama. Como escribía recientemente Álex Vicente en estas páginas, Haring adoptó “los códigos gráficos del mundo capitalista para inocular en él ideas susceptibles de destruir su dogma blanco y heterosexual. Cada dólar gastado en los productos derivados que reutilizan los motivos de sus obras supone una victoria para su causa”. El lenguaje imaginado por Haring fue la expresión desobediente de un diccionario contra la docilidad. Y uno de sus mejores ejemplos está en las paredes del baño The Center: Lesbian, Gay, Bisexual & Transgender Community Center, en Manhattan, donde en 1989 pintó un mural para celebrar el vigésimo aniversario de los disturbios de Stonewall, considerado el comienzo del movimiento de Liberación Gay y Derechos LGBT. El MoMA de Nueva York conserva un enorme mural de papel, de 1982, dividido en dos partes y con una extensión que supera los 17 metros de longitud.

Jeffrey Deitch, galerista, escribió en 1982 que “Haring nunca ha tenido que esperar a que alguien se le ofrezca para organizar una exposición. Su arte emerge directamente cuando está listo e invade las calles”. Tenía el metro. Haring encuentra en los vagones la edad dorada del graffiti y “una increíble sensibilidad pop de dibujo animado”, que provenía de chavales que crecieron viendo dibujos animados y con “un concepto del color aprendido en la televisión”. Haring también incumplía todos los mandatos del graffiti cuando sacaba sus tizas y actuaba sobre la publicidad de las paradas sin esconderse. Con una tiza dibujó una nueva forma de vida, era el arma perfecta de la insumisión.

Visita virtual: Untitled (1982), de Keith Haring. Conservado en el MoMA de Nueva York.

 
LA RESTAURACIÓN DE UNA OBRA MALDITA
Cara a cara con la Piedad que Miguel Ángel quiso destruir
La esculpió ya anciano y no por encargo, si no para su propia tumba. Sin embargo, el resultado no le convenció y, a martillazos, Miguel Ángel arremetió contra la figura para destruirla



Foto: Foto: EFE


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EFE


Cada día Paola y Emanuela se ponen ante la Piedad de Miguel Ángel en Florencia para restaurarla. Su misión es limpiar la pátina de suciedadacumulada durante siglos pero también conocer mejor una de las últimas y más enigmáticas obras del gran genio del Renacimiento.
La escultura llama la atención en los pasillos del Museo de la Obra de la catedral florentina, protegida tras una mampara de cristal para que todos los visitantes puedan apreciar en directo su delicada manutención, también explicada con paneles interactivos.



Foto: EFE


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Con sus más de dos metros de altura, la Piedad aparece imponente ante quienes pasan a sus pies. Sus cuatro personajes, Cristo muerto, la Virgen, María Magdalena o un Nicodemo al que Miguel Ángel presta su rostro, siguen ahí, como imbuidos en su dramatismo centenario.
A su alrededor hay pocas cosas para no entorpecer la labor de las investigadoras: algunos tomos con los bocetos que se conocen de esta importante pieza, una mesa con pinceles e instrumental, una escalerilla para alcanzar su parte más alta y unos potentes focos, cuenta Gonzalo Sánchez, de la Agencia EFE.
Es la joya del museo. Miguel Ángel empezó a esculpirla ya anciano, en 1547, con 72 años. No lo hizo por encargo, como en otras muchas ocasiones, sino para su propia tumba, que debía estar en la basílica romana de Santa María La Mayor y no en la florentina de Santa Cruz.

Sin embargo, los resultados que emergían de aquel enorme bloque de mármol no le convencían y en 1555 arremetió a martillazos contra la figura para destruirla. Así empieza la historia de la obra maldita del genio que, pese a sus furibundos deseos, llegó a nuestros días.


La restauración de una obra maltratada
Se puede afirmar que la primera restauración de esta obra se dio justo después de su destrucción y corrió a cuenta de un discípulo de Miguel Ángel, Tiberio Calcagni, que recompuso las partes rotas para vendérsela al rico Francesco Bandini.

Entre 1722 y 1981 la Piedad de Buonarroti permaneció a salvo en el altar de la catedral florentina, pero eso no evitó que a lo largo de todos estos años hayan surgido desperfectos en su superficie que ahora deberán ser reparados.

"La obra presenta un estado sin problemas desde el punto de vista estructural, pero estéticamente está cubierta por una gran cantidad de sedimentos y suciedad en su superficie", explica a Efe una de las restauradoras, Paola Rosa, mientras supervisa atentamente la piedra.



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La experta, ayudada por Emanuela Peiretti, escruta la obra indicando sus manchas, en su mayor parte gotas de cera de los cirios de la catedral, ahora ennegrecidas y solidificadas. La Piedad está también manchada por el humo de las velas y el mármol absorbió la sustancia oleosa que se empleó para calcarla en 1882. En su dorso tiene dos orificios tapados con cemento porque fue además apuñalada por el agarrador metálico de una escalera cercana.

Por el momento, en esta fase inicial, las científicas se limitarán a estudiar la pieza, para lo que ya han extraído varias muestras, y limpiarán con agua desionizada la suciedad más superficial.

En este proceso, subraya Rosa, otro "objetivo importante" es sacar nueva información sobre la Piedad. Una pregunta que ronda siempre es qué partes son obra del cincel de Miguel Ángel y cuáles fueron añadidas a la postre por su listo discípulo. Para ello se recurrirá a los isótopos, que desvelará la zona de proveniencia del mármol: "Podremos comprender si Calcagni recuperó las partes originales de Miguel Ángel y las ensambló o las sustituyó con otros fragmentos de piedra", señala.

"Esto es muy importante. Será una óptima ocasión para reconstruir un poco la historia del arte", sostiene la restauradora.


Una escultura maldita en el ocaso del genio


Foto: EFE


Foto: EFE



Pero ese es solo uno de los misterios que rodean a esta Piedad que su propio hacedor llegó a detestar ¿Las razones? La impureza del mármol y la insatisfacción típica de Buonarroti, entre otras, tal y como recoge el gran biógrafo del Renacimiento, Giorgio Vasari.
La escultura presenta zonas pulidas y otras toscas, si bienno está claro si el "non finito" es adrede o es que la obra simplemente quedó inacabada tras la muerte de Miguel Ángel en 1564.Se cree que la única imagen pulida, la de María Magdalena (además del torso de Jesús), fue terminada por Calcagni. En efecto desentona dentro de la composición, pues la cabeza de la devota seguidora de Cristo es mucho más pequeña que la del resto de figuras.


Falta también la pierna izquierda de Cristo. Se cree que fue mutilada por la rabia del artista al encontrar una veta de mala calidad. Es probable que su discípulo pusiera una nueva, de hecho aún se aprecia el ensamblaje, pero luego fue retirada.
Con esta restauración, la primera, la historia parece obstinada en preservar una obra que su propio hacedor quiso olvidar. Y ahí se puede ver a Miguel Ángel, prestando su rostro de nariz rota a un Nicodemo que carga en brazos a Jesús, como queriendo expiar sus culpas, envuelto en los harapos con los que fue visto en sus últimos y místicos días en este mundo.

 
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