Libros, libros, libros

5. 'Los chicos de la Nickel' - Colson Whitehead

'Los chicos de la Nickel'.


'Los chicos de la Nickel'.

El año de la pandemia fue también en EEUU —tras el asesinato de George Floyd en Mineápolis— el año de la última rebelión antirracista generalizada contra un presidente claramente supremacista que llegó a tornarse global. Y el año en el que el mejor escritor afroamericano actual, Colson Whithead ha ganado por segunda vez el Pulitzer con esta novela sobre un prometedor estudiante negro que, debido a un malentendido, acaba en un reformatorio. Un lugar donde el terror se segrega en negros hilos de violencia y dominación en un 'crescendo' inolvidable. "Uno de los libros más intensos y cuidadosamente elaborados que jamás hayas leído, sin sentimentalismos". ('Toronto Star')

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No ficción en español


1. 'Así empieza todo' - Esteban Hernández


'Así empieza todo'.


'Así empieza todo'.

El periodista Esteban Hernández disecciona con bisturí cómo está el panorama actual. Y lo que se nos viene encima. Hernández señala que hemos entrado en un nuevo ciclo con nuevos valores, ideas y fuerzas sociales. Advierte de que, con las elites completamente desconectadas de lo que ocurre, el mundo se ha fracturado en dos con tensiones a ambos lados: los territorios del sur pierden frente a los del norte, las pequeñas ciudades y el mundo rural frente a las grandes urbes, los trabajadores y los dueños de pymes frente a las firmas globales. El desafío es cómo, nosotros, la gente común, podemos enfrentarnos a todo esto.

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2. 'El síndrome Woody Allen' - Edu Galán


'El síndrome Woody Allen'.


'El síndrome Woody Allen'.

El periodista Edu Galán explica en este ensayo por qué Woody Allen entró en la espiral de las acusaciones sobre abuso sexual sin llegar a ser probadas y finalmente desestimadas en juicio, pero que incluso han llegado a provocar boicots sobre su autobiografía. Quizá una de las consecuencias más desafortunadas del movimiento MeToo. Galán habla del actual sentimentalismo y victimismo; de las nuevas formas de activismo; los tabúes sociales; la irrupción de internet y sus consecuencias comunicativas y psicológicas. Y se pregunta si podría volver a celebrar los cursos universitarios que organizó en 2008 y 2009 sobre la obra de Allen sin que los boicoteasen.

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3. 'La distancia del presente' - Daniel Bernabé


'La distancia del presente'.


'La distancia del presente'.

Después de ‘La trampa de la diversidad’, el periodista Daniel Bernabé vuelve con este ensayo en el que hace un recorrido por los acontecimientos ocurridos desde 2009. Y no son pocos: desde el inicio de la crisis económica, la del bipartidismo —que volvió a resurgir—, la de la monarquía, el refulgir de los movimientos sociales y el 15-M. Una revisión crítica y costumbrista de lo que ha significado este periodo con la aparición de la nueva política, el brote independentista y su influencia en el devenir de la Historia.

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4. 'Transeúnte de la política. Un filósofo en las Cortes Generales' - Manuel Cruz



https://cms.elconfidencial.com/front/list/'Transe%C3%BAnte%20de%20la%20pol%C3%ADtica'.



El filósofo Manuel Cruz se adentró en la política cuando fue elegido diputado en 2016 por las filas del PSOE. En 2019, resultó elegido presidente del Senado. Aquella etapa duró poco, pero al filósofo le sirvió para reflexionar —como a Daniel Bernabé— sobre esta segunda década del siglo XXI. Así, desde su perspectiva, analiza cómo en este tiempo se ha cuestionado la Transición (y por qué), el independentismo catalán y la aparición de la nueva izquierda, entre algunos de los hechos suscitados en estos últimos 10 años que, en muchos temas (y todavía no había entrado la pandemia), han sido de vértigo.

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5. 'Filosofia y consuelo de la música' - Ramón Andrés González-Cobo



'Filosofía y consuelo de la música'.


'Filosofía y consuelo de la música'.

Atención, porque es un ensayo de más de 1.000 páginas. Pero es para leerlo, dejarlo reposar, volver a leerlo. Y así entrar en el mundo que propone Ramón Andrés, en el que, como hiciera Boecio, la música nos sirve para reflexionar y consolarnos. El autor va dialogando con otros autores del pasado para insistir en que escribir sobre música no es únicamente un modo de prolongar el consuelo, sino que es una forma de conservar nuestra irrenunciable reserva de libertad.

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No ficción internacional

1. 'Sontag. Vida y obra' - Benjamin Moser



'Sontag. Vida y obra'.


'Sontag. Vida y obra'.

Está llamada a ser una de las biografías del año. De hecho, es la ganadora del Pulitzer 2020 y los elogios han ido en aumento desde su publicación. Ahora llega en español esta historia de Sue Rosenblatt y su transformación en la filósofa, intelectual, escritora y activista Susan Sontag, epítome de la modernidad de los años sesenta. Benjamin Moser cuenta cómo se fue construyendo ese ‘yo’, desde sus primeros textos a su matrimonio con Philip Rieff, su redescubrimiento sexual y sus relaciones con la dramaturga María Irene Fornés y la fotógrafa Annie Leibovitz, sus críticas literarias y sus opiniones acerca del comunismo, el feminismo, el sida, la guerra de los Balcanes o la de Vietnam.

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2. 'Con total libertad' - Zadie Smith



'Con total libertad'.


'Con total libertad'.

Este libro es una nueva recopilación de textos ensayísticos de Zadie Smith, que seguro que llenarán de placer a aquellos que ya leyeron ‘Cambiar de idea’. En ellos, habla de la cultura y la libertad artística, pero también de las redes sociales como Facebook —"500 millones de personas conscientes atrapadas en los pensamientos de un estudiante de segundo curso de Harvard"—, las bibliotecas —“un espacio público interior en el que no tienes que comprar nada para quedarte”—, además de política y de actualidad,con esa mirada fresca, empática y aguda que la caracteriza.

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3. 'País nómada' - Jessica Bruder


'País nómada'.


'País nómada'.

Ahora ha estallado el fenómeno de las autocaravanas, pero la periodista Jessica Bruder ya se recorrió 15.000 millas en este vehículo durante tres años por todo Estados Unidos. La idea era hacer una fotografía de los trabajadores itinerantes del país. Así, Bruder pasa por los campos de remolacha de Dakota del Norte hasta los campamentos de National Forest de California y el programa CamperForce de Amazon en Texas. Y descubre que como a muchos el seguro social no les llega y no pueden pagar hipotecas se han echado a la carretera formando los 'workcampers'. Y no es un nuevo movimiento de la cultura más moderna y transgresora.

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4. 'Opresión y libertad' - Simone Weil



Estos ensayos de la filósofa fueron publicados por primera vez en 1955 por Gallimard. La autora, que formó parte de la Columna Durruti en el frente de Aragón durante la Guerra Civil y que también participó en la Resistencia francesa frente a los nazis, lleva a cabo un análisis de la libertad y de la opresión política y social, de sus causas permanentes, sus mecanismos y sus formas contemporáneas, todo ello con el hilo común de una preocupación esencial por la injusticia. Murió de tuberculosis en 1943 a los 34 años de edad. Todas sus obras se publicaron después de su muerte.


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5. 'Mapas del crimen: regreso a los lugares del delito' - Drew Gray


'Mapas del crimen'.


'Mapas del crimen'.


Este libro es para los que salivan con los sucesos. Drew Gray cataloga 100 asesinatos —los más terribles del siglo XIX— en sus diferentes tipologías. Y aporta decenas de turbadoras fotografías realizadas en las escenas del crimen por los pioneros del trabajo policial, ilustraciones contemporáneas aparecidas en las revistas sensacionalistas de la época e informes policiales y judiciales, completan este macabro retrato de un tiempo que vio nacer el desarrollo de las huellas digitales, las fotos de prontuario y los perfiles criminales.

 
“Pragmática” y “con piel de cocodrilo”: lo que la ex mejor amiga de Melania Trump desvela de ella en su nuevo libro
Stephanie Winston Wilkinson, quien fuera íntima de la primera dama de EE UU, relata intimidades como la enemistad de la exmodelo con Ivanka Trump



Melania Trump y Stephanie Winston Wolkoff, en una gala benéfica en febrero de 2008 en Nueva York.


Melania Trump y Stephanie Winston Wolkoff, en una gala benéfica en febrero de 2008 en Nueva York.PATRICK MCMULLAN / PATRICK MCMULLAN VIA GETTY IMAGE


MARÍA PORCEL
Madrid - 04 SEP 2020



La “general Winston” ha hablado. Quien fuera la mejor amiga de Melania Trump durante más de una década, su confidente en almuerzos semanales y su invitada habitual en la mansión de Mar-A-Lago en Miami ha mostrado su faceta de Doctor Jekyll y Señor Hyde al revelar en un esperado libro las intimidades de la exmodelo eslovena.

Stephanie Winston Wilkinson ha lanzado esta semana, cuando quedan menos de dos meses para las elecciones que decidirán el futuro del país y de Donald Trump, su libro de memorias. Melania and Me: The Rise and Fall of My Friendship with the First Lady (Melania y yo: auge y caída de mi amistad con la primera dama), publicado junto a la editorial Gallery Books, se ha convertido en el libro número uno en Amazon. Winston —hija adoptiva del heredero de las célebres joyerías Harry Winston— conoce a Melania desde hace más de 15 años, por lo que el nivel de las confidencias se prevé de calidad. Para empezar, porque la Casa Blanca ha salido a atacarlo rápidamente asegurando que es “una extraña distorsión de la realidad”.

Winston formó durante años parte del equipo de organización de eventos de Vogue, planeando grandes fiestas como la gala del Museo Metropolitano junto a Anna Wintour, y, cuando Trump salió elegido presidente en noviembre de 2016 pasó a formar del equipo que organizó el acto de la toma de posesión. Su capacidad organizativa fue la que hizo que se la denominara “general Winston”, Sin embargo, meses después abandonó la Casa Blanca por una polémica respecto a la financiación de dicho acto. De hecho, una de las cuestiones que le afea la autora a la primera dama es que nunca la defendiera cuando se vio obligada a marcharse de su cargo, según desvelan medios como The New York Times, BBC y la CNN.
Ese fue el eje a partir del cual todo se rompió con aquella “especie de hermana mayor”, como llega a calificarla, y el germen de este volumen. Para ella aquello se convirtió en “una traición”, se sintió “apuñalada por la espalda” y entonces rompieron su amistad.



Portada del libro 'Melania y yo', de Stephanie Winston Wolkoff


Portada del libro 'Melania y yo', de Stephanie Winston Wolkoff



Ahora, Winston califica en su libro a quien fuera su buena amiga (esa con la que comía cada semana en los mejores locales de Manhattan) como alguien muy pragmático y con la “piel de cocodrilo”, ya que no le importa lo que opinen de ella. De hecho, una de sus frases más repetidas, constantemente, es: “Agradar a los demás no es mi prioridad”.

Una de las cuestiones que trata es que, como se ha comentado en más de una ocasión, Melania no se lleva nada bien con su hijastra Ivanka y al parecer había trazado todo un plan para que la joven no lograra un puesto de alto rango en el gabinete de su padre. Tampoco quería que apareciera en el retrato oficial de la familia. La primera dama denomina despectivamente a la hija de Trump “princesa” y les califica a ella y a su marido, Jared Kushner, como “serpientes”.

Su llegada a la Casa Blanca también queda reflejada en el libro, basado a menudo en recuerdos y conversaciones telefónicas. Una de las citas que recuerda Winston es que su amiga le contó que se negaba a mudarse a la residencia presidencial hasta que no fuera “renovada y redecorada, empezando por una ducha y un retrete”.

La desaparición de Melania de la vida pública durante unas semanas en mayo de 2018 también fue objeto de especulaciones. El motivo oficial fue una operación de riñón, pero se dudó sobre el estado de la primera dama. Aunque la autora del libro ya no formaba parte del personal de la Casa Blanca, todavía seguía manteniendo conversaciones con la exmodelo, y le planteó qué le parecían esos rumores de que habría estado en otro tipo de tratamientos médicos. “¿Un lifting? ¡Me daría demasiado miedo! ¿Un ataque de nervios? ¿En serio? Esa gente no me conoce“, comentaba Melania. Y entonces la primera dama citó lo que le solía decir una amiga suya: “Tú le provocas a la gente ataques de nervios, no los tienes”.

Otra de las cuestiones que se plantean son los comentarios maleducados y abusivos de Donald Trump sobre las mujeres y cómo Melania reacciona a ellos. En 2016, cuando se hizo pública la grabación en la que el entonces candidato presidencial afirmaba “cuando eres una estrella, te dejan hacerles cualquier cosa. Agarrarlas por el coxx”, su esposa la escuchó. “Estaba radiante, sonriendo. Fue como si no hubiera pasado nada”, afirma Winston. “Sabe perfectamente con quien se ha casado. Ella sabía dónde se metía, y él también”.

“Estuve allí desde el principio”, cuenta Winston Wolkoff sobre cómo ha sido la evolución de su amiga a lo largo de los años. “Fui testigo de la transformación de Melania, de tener un baño de oro a convertirse en oro de 24 quilates. Creía que tenía corazón para conectar, que era cariñosa de forma auténtica y que merecía toda nuestra atención. A través de los primeros tiempos de nuestra amistad, estuvo a la altura de lo que vi en ella. Pero ahora veo que solo queda el baño de oro, y he de preguntarme si eso es lo que siempre fue, y si yo fui la imbécil que compró el reloj de imitación en una esquina”.

 
NOVEDAD
El manuscrito perdido de Juan Marsé: un viaje a la Andalucía franquista
La editorial Lumen recupera 'Viaje al sur' del escritor catalán fallecido este verano. Crónicas de un viaje por la Andalucía de 1962 que se hallaba en los archivos de Ruedo Ibérico en Holanda



Foto: Juan Marsé, a finales de 1960, en la casa familiar de la calle Martí durante una entrevista realizada por Vázquez Montalbán. Foto: Miguel Barceló (Familia Marsé Hoyas)


Juan Marsé, a finales de 1960, en la casa familiar de la calle Martí durante una entrevista realizada por Vázquez Montalbán. Foto: Miguel Barceló (Familia Marsé Hoyas)


AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN
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TAGS
NOVELA
PARTIDO COMUNISTA

05/09/2020



Juan Marsé murió en Barcelona el pasado 18 de julio, dejándonos en apariencia una obra completa, sin muchas posibilidades de ser redondeada con testamentos póstumos. Había dos excepciones para romper la norma, ambas sedimentos de 1962. La primera era la novela 'Esta cara de la luna', desaparecida del catálogo editorial del escritor por voluntad propia, mientras la segunda era un misterioso 'Viaje al sur', de intrahistoria muy interesante tanto por su gestación como por los recientes entresijos de su redescubrimiento.

En ese año de gracia de 1962 Marsé era un joven autor con mucho futuro y una serie de cuentas a ajustar para poder volar libre, sin ataduras laborales, alejándose de su pasado hasta renunciar a su profesión de joyero en la villa de Gracia de la ciudad condal tras quince años enfrascado en esa profesión. En 1960 había publicado su ópera prima, 'Encerrados con un solo juguete', casi ganadora del Biblioteca Breve, digna de ser revisitada por su visión desoladora de los vencidos, un impresionismo topográfico algo miedoso a la hora de definir los lugares y la inclusión de muchos elementos más tarde desarrollados con mayor solvencia a nivel narrativo.


'Viaje al sur'
'

Viaje al sur'

Esa ficción era la invitación a una carrera, y en el caso de nuestro protagonista esta se amparaba en magníficos anfitriones como Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater o el incomparable Carlos Barral, quien en 1961 movió hilos, consiguiéndole una beca del Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización clave para la España antifranquista, como bien desarrolló Jordi Amat en su ensayo 'La primavera de Múnich' (Tusquets), centrado en la gestación del famoso contubernio en la capital bávara. Así fue como Marsé aterrizó en París. Su paso por la ciudad de la luz le sirvió para adentrarse en una serie de ambientes bien distintos a los de la gris España de principios de los sesenta.


Nuestro protagonista esta se amparaba en magníficos anfitriones como Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater o el incomparable Carlos Barral


Las dificultades para integrarse se disiparon al relacionarse con otros compatriotas, afiliándose al partido comunista sin recibir nunca el carnémientras se ganaba el estipendio con clases de conversación a unas burguesitas francesas, entre ellas Thèrese Casadesus, hija de un pianista de origen catalán, y como el nombre hace la cosa pueden intuir la inspiración para el personaje femenino de su novela más popular. Además de estas lecciones trabajó en el laboratorio de bioquímica del Instituto Pasteur y contactó con la incipiente editorial Ruedo Ibérico, proponiéndole su editor José Martínez un libro sobre Andalucía con clara intención de crítica social al estilo de 'Campos de Níjar', de Juan Goytisolo, o 'Caminando por las Hurdes', de Antonio Ferres y Armando López Salinas, ambos volúmenes ilustrados, respectivamente, con fotografías de Vicente Aranda y Oriol Maspons.


La azarosa travesía de un manuscrito
En 2015 la editorial Anagrama publicó 'Mientras llega la felicidad', de Josep María Cuenca. Esta primera biografía de Marsé tiene el poso de quien ambiciona ser definitivo sin poder serlo ante la novedad del proyecto, relevante por muchas investigaciones de calado, como la correspondiente a 'Viaje al Sur', hasta esa publicación un recuerdo remoto con el lamento de lo perdido. A partir de las pesquisas para precisar la existencia del autor de 'Si te dicen que caí' aparecieron sesenta y cuatro hojas de papel de medida holandesa, hoy en día obsoleta, y pudo reconstruirse la singladura de esa travesía andaluza, con el malogrado literato acompañado de Antonio Pérez y el fotógrafo Albert Ripoll Guspi, barcelonés en la onda del realismo social imperante por aquel entonces.



Retratos del viaje de Marsé a Andalucía en los 60 extraídos del libro 'Viaje al sur'


Retratos del viaje de Marsé a Andalucía en los 60 extraídos del libro 'Viaje al sur'



Pérez, más tarde puntal de la cultura conquense con su fundación y biblioteca, se había vinculado a Ruedo Ibérico desde el antifranquismo, peleándose con José Martínez poco antes del itinerario meridional con Marsé. Del mismo sólo sabíamos su cronología, de finales de septiembre a octubre de 1962, entre las riadas del Besós y la crisis de los misiles cubanos, y la desestimación de publicarlo al ser un texto poco comprometido desde las coordenadas de la época, donde uno debía ser comunista a ultranza sin tener un estilo propio como el de Marsé, siempre fantástico en sus críticas, inteligentes, sarcásticas y voraces desde el apego a la independencia del creador.

Andreu Jaume quiso remediar esta laguna hasta devenir un detective de primera categoría, con una serie de pistas iniciales localizadas en el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam, donde el archivo de Ruedo Ibérico se halla a buen recaudo. Antes otros intentaron la empresa de ubicar el manuscrito extraviado, entre ellos la mismísima Carmen Balcells. El editor mallorquín rescató muchas de las instantáneas de Albert Ripoll Guspi, sin dar con indicio alguno del gran tesoro de sus pesquisas, finalmente reaparecido por una carambola de la memoria de Marsé, quien décadas después de haber finiquitado esa aventura recordó la decisión de cambiar el título de 'Viaje al sur' por otro más socarrón: Andalucía mon amour.

Andreu Jaume volvió, sin mucha esperanza, a su ordenador para teclear esa gloriosa ocurrencia en la web del Instituto, y tras descender su ratón hasta las profundidades de la página abrió los ojos con estupor al leer 'Andalucía, amor perdido', manuscrito de Manolo Reyes.


Mucho más que el Pijoaparte
Manolo Reyes, sí, y esto demuestra cómo el Marsé de inicios de los sesenta vivía obsesionado con 'Últimas tardes con Teresa' hasta el punto de adoptar como nom de plume la identidad de su protagonista masculino para evitar comprometerse más aún, si bien en ese prodigioso 1962 había rubricado un manifiesto de intelectuales reclamando libertad informativa y la concesión del derecho a huelga tras la minera acaecida en Asturias durante esa turbulenta primavera, preludio de un verano aún más caliente.



Las playas andaluzas en los 60


Las playas andaluzas en los 60



Manolo Reyes tiene un solo padre y muchos partos. El primero tuvo como comadrona a Antonio Pérez, quien durante una estancia laboral en Ginebra vio, contándolo con mucha gracia Josep Maria Cuenca, a tres zánganos españoles. Uno de ellos cantaba con desparpajo, protegido por su idioma, “Si quieres que te la meta/ al estilo Cartagena/ pon el culo boca arriba/ y el vientre contra la arena.” Eran albañiles y el rapsoda se llamaba Manolo, aunque sus compinches lo denominaban Pijoaparte.

Bingo. Manolo Pérez fue el tercer hombre de ese 'Viaje al sur', y luego, sobre todo por sus desavenencias con José Martínez, se desentendió de su redacción, entregándosela a un Marsé con mucha hambre y ganas infinitas de comerse el mundo. Ambos, junto a Albert Ripoll, conocieron en Ronda al chato, jovencito introductor de los secretos del palacio del Marqués de Salvatierra, presente en 'Últimas tardes con Teresa' como espacio de abolengo marchitado y añorado por Manolo Reyes desde las alturas del Carmel; la ciudad malagueña irrumpe a su vez en la novela premiada, al fin, con el Biblioteca Breve de 1965 a través de la familia Moreau, consecuencia directa de haber conocido en esas andanzas andaluzas a la adolescente Ana María, pobre de solemnidad con estudios gracias a la mediación de unos veraneantes del Hexágono.

Dicho esto, no está de más ir, sin estropear el goce de la lectura, al meollo de la misma. Desde una posición crítica se llena un hueco para desmenuzar esos entresijos de 'Últimas tardes' y aprehender mejor su gestación, aunque si sólo nos quedáramos en esa superficie pecaríamos del mismo provincianismo diseccionado con tanta maestría por Marsé en su ruta de Sevilla a Málaga.


Andalucía y Cataluña, unidas
'Viaje al sur' es un documento de valor antropológico e histórico aumentado por una prosa de altos quilates y una estructura muy meditada que hilvana la vivencia personal con el contexto de 1962 al encabezar cada entrada con los titulares de la jornada. De este modo Marsé tiene muy presente la reciente tragedia de los aguaceros en Cataluña, excusa para unir ambas regiones en el desconsuelo de la inoperancia dictatorial, ambas juntas desde la pobreza de ser periferias, una de Barcelona, otra de todo el Estado, y compartir origen por el alud migratorio de los años cincuenta hacia el Principado, repleto de desheredados de la tierra, los otros catalanes de Candel, andaluces forzados a irse por la precariedad del terruño, entregado a los caciques de siempre y a nuevos explotadores desde el turismo y la colonización norteamericana aceptada por el régimen con el fin de salvarse.




Una familia andaluza en los 60.


Una familia andaluza en los 60.



Estos tres aspectos, más allá de la anécdota, resuenan en todo este 'Viaje al Sur', donde los forasteros son recibidos como extraterrestres al ser hispanos con curiosidad por saber más de sus compatriotas. Los señoritos de mierda,en esta ocasión andaluces, son retratados como cimas de la mediocridad humana entre su ignorancia, prepotencia cultural made in Pemán y la incontestada arrogancia de creer disponer incluso de las personas, en especial si son mujeres, algo sólo rebajado en Rota, con los marines estadounidenses como patético acicate de la sumisión entre carteles redactados en spanglish,prost*tutas a granel para sobrevivir y fiestas con aroma triste.

Como si los habitantes residieran en una burbuja irreal, creyéndose los pobres más listos por interiorizar la picaresca cuando su condición, exprimida con enorme belleza en Barbate, era la de un tercer mundo dentro del primero tapado a la cámara, impublicable en las fronteras nacionales y exótico para los turistas primigenios de esa etapa, herederos de los pioneros franceses del siglo XIX a las puertas del Spain is different acuñado por Manuel Fraga. Marsé no tiene piedad con tanta indecencia y sus palabras de hace casi sesenta años mantienen demasiadas vigencias.


 
ADELANTO EDITORIAL
El síndrome Woody Allen: se vende barato ser víctima
El Confidencial adelanta un capítulo de 'El síndrome de Woody Allen', el nuevo, polémico y esperadísimo libro de Edu Galán


Foto: Escultura de Woody Allen en Oviedo en 2017 durante una manifestación contra la Violencia de Género.


Escultura de Woody Allen en Oviedo en 2017 durante una manifestación contra la Violencia de Género.



AUTOR
EDU GALÁN
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WOODY ALLEN

06/09/2020



Una sociedad dispersa y desorientada, sentimental y dúctil, reacciona contradictoriamente reforzando la identidad de grupo, aunque sea a costa de apoyar medidas que pueden ir en contra de algunos de sus valores primigenios. Tenemos sobrados ejemplos en la actualidad: el auge nacionalista, la masificación de los populismos —incluso hasta la presidencia de Estados Unidos—, el extremismo animalista —donde se busca equiparar personas y animales— o la conspiranoia en sus diferentes formatos —terraplanismo, antivacunas—.

Todos pueden partir de buenas ideas —a saber, la preservación del lugar donde vivimos, la cercanía del político al ciudadano, el buen trato a los animales o no aceptar sin cuestionar todo lo que te diga la autoridad—, que se transforman cuando media el sentimentalismo identitario en entes impermeables al pensamiento crítico o la duda. Y, cuando esto ocurre, todas ellas necesitan de enemigos a los que desnaturalizar quitándoles matices y convirtiéndolos en "los otros", en "no míos", en "diferentes". Se les detecta, cómo no, cuando estos adversarios encuentran asperezas en el discurso identitario, cuando ponen en duda ciertas partes —que vale tanto como poner en duda el todo—, cuando apuntan contradicciones, o cuando, simplemente, no se pronuncian.


Un grupo de mujeres de Anaheim (Estados Unidos) protesta contra las vacunas. (EFE)


Un grupo de mujeres de Anaheim (Estados Unidos) protesta contra las vacunas. (EFE)



Esto ocurrió con algunas manifestaciones del Me Too, en las cuales se trasladó la exigencia de la visibilización social del acoso sexual en el trabajo a un horror identitario donde cabe la suspensión de la presunción de inocencia, a la alineación ideológica con multinacionales o al señalamiento de ficciones para que no intoxiquen la mente virgen de la población. Como ocurre con otros grupos de presión, aquí se han eliminado los matices y, por tanto, esto no solo es un problema para su discurso —que toma tintes, si no totalitarios, autoritarios— y el señalamiento que este irremisiblemente produce, sino que ataca de frente a la libertad de expresión.

Para devolver matices o, al menos, corroer un mínimo el ideario indiscutible y psicoanalítico —valga la redundancia— de estas manifestaciones he escrito algo irrelevante pero muy grandilocuente... (redoble de tambores).


Mis dudas ante sus certezas
(Cada uno de los siguientes temas podría ocupar un libro por sí mismo. De hecho, los hay dedicados enteramente a cada uno de ellos. Como mis páginas son limitadas y vuestra paciencia, más, solo esbozaré algunas de las cosas que se dan por hechas en algunos feminismos y que no me parecen tan evidentes).

Agresión, abuso, acoso, grosería o galantería, o lo difícil de todo esto (salvo para quien lo sabe todo).


Uno de los primeros pilares del Me Too, mencionado en el 'tuit' de Alyssa Milano de 2017, es el acoso sexual en el lugar de trabajo. Nadie puede dudar de que esta situación existe ni de que se produce en el peor de los lugares: donde agresor y víctima, además, tienen una relación de poder desigual o muy desigual. Ahora viene lo complicado: ¿en el acoso pueden caber todo tipo de conductas en todo tipo de contextos? ¿No hay gradación entre el acoso Weinstein y un piropo por la calle? ¿Son intercambiables la agresión, el abuso, el acoso, la grosería y la galantería? Advierte la antropóloga Marta Lamas: "Un piropo es distinto de una grosería, y una grosería es distinta de un manoseo. Una agresión sexual no es una violación, y una violación individual no es lo mismo que una violación tumultuaria".



Alyssa Milano es uno de los rostros más visibles del MeToo. (EFE)


Alyssa Milano es uno de los rostros más visibles del MeToo. (EFE)




Asimismo, ¿en qué se parecen la cultura norteamericana, la china, la mexicana de Lamas o la española y sus diferentes formas de relacionarse? ¿No existen los matices? El profesor De Lora lo aborda: "Cuando no hay vulnerabilidad ni dependencia, el acoso, si es entendido como la insinuación, flirteo o proposición (más o menos galante) para la relación sexual, no puede sino ser tolerado. Habrá, obviamente, límites dictados por ese sistema normativo que los teóricos del derecho denominan genéricamente 'reglas del trato social', reglas que están determinadas culturalmente: lo que en algunas culturas es una forma inaceptable de invasión del 'perímetro corporal' [...], en otras es una más que agradecida muestra de afectuosa cercanía; el sostenimiento de la mirada que acostumbramos en España y otros países mediterráneos resulta una acongojante intimidación para muchos anglosajones. El saludo con dos besos en la mejilla es afrentoso en China, etcétera".

Uno de los grandes problemas de algunas manifestaciones del Me Too y de algunos feminismos es la desnaturalización de la sexualidad, arrebatándole su carácter conflictivo, simbólico y de múltiple interpretación. Las enormes dificultades al interpretar la conducta humana suelen obviarse por la rapidez y simplismo que exigen los juicios populares de red social —donde además se pone de manifiesto lo peligroso de confundir sexualidad con sexismo—; y ayudan a que, de paso, vuelva a ganar el capitalismo. Lamas usa el trabajo de la jurista Vicki Schultz, 'The sanitized workplace', para explicar con precisión este proceso: "[Schultz] critica la dirección que ha tomado la batalla contra el acoso sexual y dice que impide la igualdad en el trabajo, amenaza la autonomía sexual y frena la libre expresión sexual".

"La batalla contra el acoso sexual impide la igualdad en el trabajo, amenaza la autonomía sexual y frena la libre expresión sexual"


"También señala que las políticas laborales ejercen una disciplina excesiva y castigan a las personas que son vistas como muy sexualizadas. [...] Las organizaciones están adoptando políticas sobre el acoso sexual asesoradas por sus abogados, y en ocasiones fabrican acusaciones como una forma fácil para despedir a alguien que les molesta por otra causa. [...] A ella le preocupa que en las últimas dos décadas, sin darse cuenta siquiera, muchas feministas se han vuelto cómplices de ese proyecto nefasto, que califica de neotaylorista: 'No hay lugar para las expresiones sexualizadas en el trabajo. Aquí se viene a trabajar'. Además de que se ignora la afectividad e intimidad positiva que surge entre compañeros de trabajo, Schultz señala que la prohibición sobre acoso sexual deja a los gerentes el poder de controlar no solo las expresiones sexuales, sino otros afectos de la vida, que son los que nos hacen humanos, con la excusa de que interfieren con el trabajo".

Víctimas y victimizados

¿Qué separa a una víctima real de alguien que adopta el papel de víctima, un victimizado? Aunque en ocasiones pueda resultar fácil de separar una de otro, lo realmente arriesgado hoy en día es afirmar en público que alguien "se hace la víctima". Porque muy pocas cosas han calado más en nuestra sociedad quelos beneficios que tiene autoproclamarse "víctima" y el respeto hacia cualquiera que se incluya en ese grupo. Daniele Giglioli se refiere a las "víctimas imaginarias" cuando escribe:

"La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. [...] No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado. Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abandona la minoría de edad! [...] Con la víctima rige más bien el lema contrario; en efecto, la minoría de edad, la impotencia y la pasividad son cosas buenas".

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio


Tras la necesidad identitaria de un enemigo, se esconde un victimizado: "En el populismo no hay amor sin enemigo, y nadie individúa a un enemigo sin sentirse su víctima real o potencial". Idéntico mecanismo sigue autocalificarse como 'oprimido': cuando te arrogas la condición de víctima u oprimido no hay forma de que en nuestra sociedad los otros no te presten atención ni acepten todas y cada una de tus exigencias y, lo más importante, se tachará de 'insensible', por tanto, 'malvado', a cualquiera que la ponga en duda. No solo esto: arrebatas a las demás 'no víctimas' la capacidad de sufrimiento o la capacidad de empatizar con el sufrimiento, que se convierte en algo tuyo e intransferible. Este proceso genera efectos perversos: la opinión de la víctima sobre lo que le ha pasado es absolutamente indudable y, en ocasiones, se le sobrevalora y se le idolatra a pesar de que no tenga más valor que el haberse declarado 'víctima'.

Lo resume, con armonía, Antonio Rico, refiriéndose al escritor Albert Espinosa: "Me niego a aceptar que la enfermedad dé altura moral ni profundidad intelectual. Me niego a confundir el reconocimiento y la empatía que le debemos a quien tenga la mala suerte de sufrir graves problemas de salud con una benevolencia condescendiente que nos haga ver una aureola de sabiduría en sus palabras".



El escritor Albert Espinosa. (EFE)


El escritor Albert Espinosa. (EFE)


Hay que ser muy aplicado para cargarte tu estatus de víctima. Por eso llama la atención uno de los pocos ejemplos recientes de víctimas reales que han dilapidado, con ganas, su estatus. Un caso que "impactó a España" —léase con la voz de Gloria Serra— fue el del profesor Jesús Neira (1953-2015), que evitó con valentía un ataque machista y acabó en coma al recibir un golpe del agresor. Tras sesenta y seis días inconsciente, se despertó y fue recibido como un héroe. La entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, le nombró presidente del Consejo Asesor del Observatorio Regional de la Violencia de Género.

A partir de ese momento, Jesús Neira comenzó a gastar todo el rédito de víctima que tenía: llamó "cucaracha" a la mujer que salvó de la agresión por defender a su atacante, le detuvieron por conducir ebrio y afirmó que "no dejaría de beber", y defendió su derecho a solicitar una licencia de armas. "Chirría que el presidente de una asociación contra la violencia solicite una licencia de armas", razonó con gran perspicacia Altamira González, presidenta de una asociación de mujeres juristas. Esto ya colmó la paciencia —incorruptible con los corruptos— de Aguirre, que destituyó a Neira de su cargo.

La hazaña de Neira acabó siendo un hito en nuestra sociedad autocomplaciente: se espantó a manotazos su condición de víctima


Incluso el diario 'Público', un digital decididamente feminista y que aplaudiría a cualquier persona que actuase como él, le quitó su categoría de "héroe popular" —que era la realidad—, calificándolo el día de su muerte como "el profesor encumbrado por Aguirre". Al final, la mayor hazaña de Neira acabó siendo un hito histórico en nuestra sociedad autocomplaciente: se espantó a manotazos —o a pistolazos, ya que tenía licencia— su condición de víctima.

(Otro caso de víctima que dilapidó su rédito fue el de Fernando García, padre de una de las niñas de Alcàsser, que se desarrolla profusamente en el documental 'El caso Alcàsser, 2019, en Netflix).

Evitar convertir a la mujer en víctima 'per se' y defender a las verdaderas víctimas sin paternalismos debería ser parte de los objetivos de un feminismo, como avisaban un grupo de mujeres encabezadas por Manuela Carmena y Empar Pineda en una carta a 'El País' en 2006: "La imagen de víctima nos hace un flaco favor a las mujeres: no considera nuestra capacidad para resistir, para hacernos un hueco, para dotarnos de poder y no ayuda a generar autoestima y empuje solidario. Lo mismo se puede decir de la visión simplificadora de los hombres: no existe una naturaleza masculina perversa o dominadora, sino rasgos sociales y culturales que fomentan la conciencia de superioridad y que, exacerbados, pueden contribuir a convertir a algunos hombres en tiranos".



Manuel Carmena, en 'La resistencia'. (YouTube)


Manuel Carmena, en 'La resistencia'. (YouTube)



En este sentido, vale la pena detenerse en el cartel, citado al principio del libro, que le colgó una marcha feminista a la estatua ovetense de Woody Allen en 2017: "Tu esposa te acusó de haber abusado de tu hija. Nadie la creyó. Mentirosa, interesada, vengativa, le gritaron. Nadie las creyó y nadie las ayudó". Quedémonos con la última frase: "Nadie las creyó y nadie las ayudó", una caracterización que refuerza Ronan Farrow siempre que puede. Sorprendente: Mia Farrow era multimillonaria a principio de los noventa. Como estamos viendo en las partes A de este libro, siempre ha vivido en la clase alta: pertenece a la realeza de Hollywood, fue una estrella absoluta en los años sesenta y setenta, pudo permitirse rechazar sin problema el dinero del divorcio con Frank Sinatra y mantenía varias casas; de dos de ellas hablamos en este libro varias veces, una en el centro de Nueva York y otra de campo en Connecticut, donde se supone se produjeron los abusos.

(En sus memorias, 'What Falls Away', Farrow describe el rancho de la zona más lujosa de Los Ángeles donde pasó su niñez. Una mansión con un jardín de dos mil metros cuadrados, "grande incluso para los estándares de Beverly Hills").

La periodista Maureen Orth, habitual defensora de la actriz, sostuvo en 'Vanity Fair' que Mia "se preocupaba frecuentemente por la falta de dinero": de todos modos, debemos aceptarle la hábil frase, ya que la preocupación es una categoría psicológica que no vale para evaluar una cuenta corriente. En definitiva, ¿qué rico no está "preocupado" por la falta de dinero? Y si estaba tan preocupada, ¿por qué continúo adoptando niños?

Farrow pertenece a la realeza de Hollywood, fue una estrella absoluta y pudo permitirse rechazar el dinero del divorcio con Sinatra


A día de hoy, algunas webs sensacionalistas calculan su fortuna en sesenta millones de dólares. ¿Qué ayuda necesitaban, ella y su hija, en 1992? La de los mejores profesionales que, en efecto, pudo contratar con el dinero heredado de su familia, el ganado con su trabajo o el posible incentivo por ganar el juicio —recordemos que hablamos, entre indemnizaciones y pensiones, de millones de dólares—, además del que podían prestarle sus amigos; el segundo marido de su madre, el empresario James Cushing o su exmarido, Frank Sinatra. Además, durante la investigación de la acusación de abusos en 1992, la niña fue examinada —como he detallado en el capítulo 3— por el médico de su familia, el doctor Vadakkekara Kavirajan y un equipo de pediatras de la Universidad Yale-Haven, y el proceso fue valorado a lo largo del juicio por la custodia por el psiquiatra Stephen Herman, presentado por Farrow, que fue defendida por los abogados Alan Dershowitz y Eleanor Alter, entre un amplísimo equipo legal. Para la apelación de Allen en 1993, Mia sustituyó a Alter por el letrado Charles A. Stillman.

A la vista de su equipo jurídico y médico y su apoyo personal —por ejemplo, Sinatra—, mediático —rodeada de amigos periodistas— y estatal —en la figura del fiscal del Estado, Frank Maco—, ¿se puede defender seriamente que "nadie las ayudó, ni las creyó, ni las escuchó"? ¿Qué necesidad hay de victimizar a Farrow? Parece evidente: el sentimentalismo cae siempre del lado de una mujer indefensa a la que nadie creyó, a la que nadie ayudó y a la que "gritaron", y no del de una mujer fuerte y muy rica, como Mia Farrow, que se defendió de su expareja —también multimillonaria— en un juicio y ganó manteniendo la custodia de sus hijos, pero no consiguió probar los abusos sexuales a su hija. La pátina de víctima no solo vende, sino que su uso hipócrita —poco tiene que ver con la falta de información sobre la actriz— hace menos víctimas a las verdaderas víctimas, al equipararlas con una persona que maneja el dinero y ayuda suficientes como para defender con fuerza sus derechos y los de su familia incluso en un sistema judicial tan dependiente del patrimonio de los querellantes como el estadounidense.



Mia Farrow y Ronan Farrow en 2015. (EFE)


Mia Farrow y Ronan Farrow en 2015. (EFE)


No se puede reprochar nada a las activistas que escribieron el cartel, pues se atrancaron en sus emociones. Nuestra sociedad rinde culto a la víctima, lo cual hace imposible evitar que su condición se manosee y se interiorice como sentencia final no solo en algunos feminismos, sino que forme parte de nuestro día a día: en publicidad, en noticias, en reivindicaciones o al convertir los quehaceres habituales de la vida en traumas. Ser víctima se vende baratísimo: si ya no te jode regresar al trabajo después del verano, sino que tienes síndrome posvacacional, o si ya basta —lo hemos visto con las microagresiones— con que el ofendido se declare víctima para que le tratemos como tal, entonces en nuestra sociedad cada habitante puede arrogarse la condición de víctima —o incluso de oprimido—. En la actualidad, a nadie se le quita la posibilidad de ser víctima sin mayor pasaporte que sentirse como tal.

La víctima y el victimizado, además, controlan algo valiosísimo en nuestra sociedad: una historia que contar. Dirigen el recorrido a la manera que lo entendía Deleuze, con su camino a transitar, con sus etapas, sus estaciones y sus desemboques, y manejan también la preponderancia instrumental que en nuestros días se le da al relato. Explica el escritor Christian Salmon: "El objetivo del marketing narrativo ya no es simplemente convencer al consumidor de que compre un producto, sino sumergirlo en un universo narrativo, meterlo en un universo creíble. Ya no se trata de seducir o convencer, sino de producir un efecto de creencia".



Manifestación feminista en París. (EFE)


Manifestación feminista en París. (EFE)



Las dinámicas del marketing actual afectan a las dinámicas sociales: las historias victimizadas sirven de mercancía y no debería extrañar que el 'hashtag' que sucedió al #MeToo sea #YoSíTeCreo —sentimental, irracional, ególatra, omnisciente— y no #TúSíMeHasConvencido. Mientras una víctima real tiene todo el derecho a que su historia sea escuchada judicialmente o a utilizarla para recabar apoyo y concienciar a la sociedad sobre su problema, el victimizado la maneja para absorber la atención, colocarse en un lugar privilegiado —el que, ya vimos, le reserva nuestra sociedad— o librarse de la responsabilidad de sus propios actos.

El victimismo lo corroe todo porque, otra vez, se coloca al sentimentalismo como medida y, en consecuencia, a la competición capitalista-emocional como base del proceso. En la búsqueda de atención, el victimismo se convierte en una mercancía cuantitativa en competición identitaria-capitalista-individualista-emocional y a su alrededor se acumulan las preguntas y, por tanto, la víctima o el victimizado entran en pelea continua por ese bien tan preciado: la atención.

¿Quién ha sufrido más? ¿Soy más víctima si estoy triste que si estoy deprimido? ¿Qué pueblo es más víctima? ¿Son víctimas los animales que nos comemos? ¿El retraso del tren me convierte en víctima? ¿Qué genocidio se puede categorizar como peor?

El victimismo y la victimización se nutren de falta de respeto a las víctimas reales, al igual que cuando se las trata de forma paternalista o se las idealiza por el mero hecho de ser víctimas. Aunque, hoy día, ¿cómo evitarlo? ¿Quién no querría tener una historia penosa —las más interesantes— que contar? ¿Quién no querría esa atención que se le dispensa a los que han sufrido de veras? ¿A quién no le gustaría el respeto instantáneo que recibe el que sufre o ha sufrido? ¿A quién no le gustaría tener una historia viral por la que le aplaudan en sus redes sociales? ¿Quién de nosotros no querría sentar a una víctima a su mesa?



'El síndrome Woody Allen'.



'El síndrome Woody Allen'.


'El síndrome Woody Allen: por qué Woody Allen ha pasado de ser inocente a culpable en diez años', del crítico Edu Galán, uno de los creadores de la revista satírica Mongolia, lo publica Debate el 10 de septiembre. En 2017 Woody Allen fue declarado culpable por una parte de la opinión pública. Con el auge del movimiento Me Too, el testimonio de su hija Dylan sobre los supuestos abusos sexuales que sufrió por parte de su padre hizo revivir con virulencia la antigua acusación de su madre, Mia Farrow, de principios de los noventa. La confesión de la niña arrancó entonces una serie de investigaciones policiales y de los servicios sociales que, sin ni siquiera llegar al juzgado, acabaron exonerando al cineasta. ¿Por qué, después de más de veinte años con el caso cerrado, el debate sobre la monstruosidad de Allen se ha recrudecido?

 
Alberto Manguel dona a Lisboa los 40.000 libros de su biblioteca
La capital portuguesa rehabilitará un palacete para acoger la valiosa colección del escritor argentino, que permanecía almacenada en Montreal desde 2015


El escritor argentino Alberto Manguel el 29 de abril de 2013 en Mondion, Francia, donde tuvo instalada su biblioteca.


El escritor argentino Alberto Manguel el 29 de abril de 2013 en Mondion, Francia, donde tuvo instalada su biblioteca.ULF ANDERSEN / GETTY IMAGES



FELIPE SÁNCHEZ
Lisboa - 08 SEP 2020


El tesoro bibliográfico de Alberto Manguel (Buenos Aires, 72 años), formado por unos 40.000 volúmenes, llevaba cinco años encerrado en cajas en un depósito de Montreal. Tras su abrupta salida de Francia, su propietario recibió varias ofertas para acoger la colección —ninguna de ellas procedente de España—. Ninguna llegó tan lejos ni le agradó tanto como la formulada a principios de este año por el alcalde de Lisboa, el socialista Fernando Medina. La propuesta incluía la creación del Centro para el Estudio de la Historia de la Lectura, a partir de la colección, en el palacete de los marqueses de Pombal, un predio del siglo XIX de arquitectura tardo barroca y neoclásica que se encontraba vacío y que requiere una restauración, que también se sufragará con fondos municipales.

Además de pagar los salarios de cuatro bibliotecarios, el Ayuntamiento le ofreció al propio Manguel la dirección del futuro centro. “Yo no podía creer que realmente me estuviera haciendo la oferta”, señaló a EL PAÍS el escritor por correo electrónico. En contrapartida, donará a la ciudad el conjunto bibliográfico, donde existen valiosos ejemplares como una Biblia del siglo XIII o una historia de la literatura donde Borges esquematizó su futuro cuento La busca de Averroes.

“Después de dar sepultura a mis libros cuando me fui de mi paraíso en Francia, no soñé con otra cosa que con su resurrección”, cuenta Manguel. Hasta 2015 vivió en un antiguo presbiterio en el valle del Loira, en cuyo granero había instalado su biblioteca. El escritor atribuye a sus opiniones contra el presidente conservador Nicolas Sarkozy (2007-2012) la persecución burocrática —le exigían documentos de la compra de cada volumen— de la que empezó a ser víctima, que le forzaría a marcharse a Nueva York. Entre 2016 y 2018 se ocupó de la dirección de la Biblioteca Nacional de Argentina durante el Gobierno de Macri.


Desinterés español

“Hubo muchos intentos de volver mis libros a la vida”, continúa por vía electrónica Manguel. “Una fundación fue creada en Nueva York para traerlos a Manhattan, pero los organizadores no pudieron convencer a los propietarios de que cediesen un edificio para alojarlos; luego hubo planes para instalar la biblioteca en Montreal y también en la ciudad de Quebec, y también estos fallaron. Las ciudades de México, Estambul, una aldea cerca de Nápoles también fueron propuestas”.

Para sorpresa del propietario, ninguna de las ofertas llegó de España. “Yo pensé que quizás la Casa del Lector en Madrid o alguna universidad amiga como Salamanca o Granada se interesarían por el proyecto, pero a mi gran pesar no hubo ninguna oferta”, señala. “Ninguna biblioteca es neutra”, afirma el alcalde Fernando Medina, “esta va a ser un símbolo de apertura, muy necesario para los tiempos sombríos que vivimos”. El regidor estima que en dos años la institución estará en pleno funcionamiento, aunque la idea es que se vaya abriendo progresivamente. El centro contará además con un consejo honorario en el que participarán escritores como Margaret Atwood y Salman Rushdie.
“La ciudad tiene un excelente sistema de bibliotecas, pero todas en portugués”, opina Alberto Manguel, premio Formentor en 2017. “Mi biblioteca representa varios otros idiomas europeos, así como un buen material de investigación sobre la historia de la lectura (mi tema, por supuesto)”, precisa.


El regalo de Borges

En Mientras embalo mi biblioteca (Alianza, 2017), la elegía que escribió sobre las decenas de miles de volúmenes que envió a Montreal tras verse obligado a dejar su casa en Francia, enumera algunos de los miembros más queridos de su santuario: una antología de bolsillo de Tennyson que subrayó cuando era niño; un ejemplar del De rerum natura de Lucrecio que usaba en sus clases de latín; una edición española del tratado De la guerra, de Claussewitz, que perteneció a su padre; un Quijote cuya editorial cerraron los militares en Argentina y cuyo editor, Isaías Lerner, tuvo que exiliarse; un libro de Kipling, Stalky & Co, que Borges leyó en su adolescencia en Suiza y que le regaló en 1969 al joven Manguel, que le ayudaba a leer en Buenos Aires cuando perdió la vista.

—¿Piensa conservar alguno de ellos?
—Quizás. Pero donaré muchos de mis ejemplares más queridos, como una Biblia manuscrita e iluminada, compuesta en el siglo XIII en un scriptoriumalemán, y una Historia de la literatura arábigo-andaluza, de González Palencia, firmada por Borges en 1934, con el esquema detallado, en la diminuta caligrafía borgesiana, de lo que sería, años después, su ficción La busca de Averroes. Este fue el último libro que encontré por azar en Buenos Aires el día antes de irme [en 1969, a vivir a Europa], como otro regalo de Borges o de su fantasma.

“A lo largo de estos cinco años”, recuerda Manguel, “visité mis libros en su depósito de Montreal, como uno visita a sus queridos difuntos en el cementerio, y abrí unas pocas cajas para tener en mis manos una vez más algunos de los libros, al menos por unos minutos. Ahora, felizmente, están todos embarcados rumbo a Lisboa”. El escritor y traductor se siente unido por algunos hilos a la capital portuguesa, donde presentará oficialmente la donación el próximo sábado durante una firma de libros en la Feria. “Lisboa me eligió a mí. Pero yo la hubiese elegido por su tranquilo encanto y su cultura. Y recordemos que fueron portugueses los antepasados de Jorge Luis Borges”.


LA BIBLIOTECA QUE UNE TODAS LAS DEMÁS

“Cuando a fines de los años ochenta empecé a concebir lo que acabaría siendo 'Una historia de la lectura' (Alianza, 1998), me di cuenta de que mi biblioteca —el conjunto de todas mis bibliotecas reunidas— estaba convirtiéndose en un archivo de fuentes para mi vasto proyecto”, explica Alberto Manguel. “Libros sobre la historia del libro, memorias de lectores, estudios sociológicos sobre la influencia de la imprenta, biografías de bibliotecas, y muchos temas más, empezaron a constituir el núcleo central. Y las otras secciones —desde la literatura española del Siglo de Oro hasta los libros de cocina, de teología, de misterio— se convirtieron en ejemplos de diversos tipos de lectura, contribuyendo a mi historia”.

 
Historia secreta de un crimen sin resolver
El periodista Patrick Radden Keefe convierte el asesinato en 1972 por el IRA de una viuda con 10 hijos en una disección de la ley del silencio en Irlanda del Norte y un aclamado libro




Un hombre camina ante un edificio ardiendo durante los 'Troubles' (National Library of Ireland).


Un hombre camina ante un edificio ardiendo durante los 'Troubles' (National Library of Ireland).C.DOYLE (NATIONAL LIBRARY OF IRELAND)



ANDREA AGUILAR
Madrid -
10 SEP 2020


El secuestro en Belfast, en 1972, de Jean McConville, viuda y madre de 10 niños, siempre estuvo rodeado de un espeso y ominoso silencio. Su cuerpo fue finalmente hallado en 2003, más de tres décadas después. Pero nadie sabía a ciencia cierta por qué la sacaron aquella noche de casa delante de sus hijos, diciendo que volvería en un par de horas, qué pasó, por qué no volvió y quién la mató. En 2010, Dolours Price, destacada miembro del IRA que participó en aquel crimen, decidió echar la vista atrás en una entrevista en la que habló de aquella funesta noche, y señaló a la viuda como confidente del ejército británico —extremo que sus hijos niegan—, pero sin acabar de resolver quién la disparó.

Quizá no resulte del todo extraño que en el título de la última y definitiva aportación a la historia de este crimen resuene ese silencio fatal que acompañó a los Troubles, como se denomina al conflicto de Irlanda del Norte. No digas nada es la investigación periodística en la que el estadounidense Patrick Radden Keefe aborda esos Troubles que convirtieron Irlanda del Norte en zona de guerra y dejaron unos 3.500 muertos. El libro obtuvo el Premio Orwell, el del Círculo de la Crítica de Estados Unidos y quedó finalista en el National Book Award, y, dos años después de su éxito en el mundo anglosajón, donde fue saludado como uno de los libros del año por la crítica, llega su versión en español de la mano de Reservoir Books (en catalán, Periscopi).


Un obituario de Dolours Price que hablaba de las entrevistas que esta concedió y de un archivo de historia oral en la Universidad de Boston con miembros del IRA fue lo que puso a Radden Keefe tras la pista de este crimen sin resolver. “Lo primero que me sorprendió, como alguien que llegaba de nuevas a este tema, es lo viva que está la historia. Cosas que pasaron antes de que yo naciera todavía se sienten como algo eléctrico y peligroso en Irlanda del Norte hoy”, explica por videoconferencia este reportero de 44 años de la revista The New Yorker.




Los McConville esperan a la exhumación de los restos de su madre.


Los McConville esperan a la exhumación de los restos de su madre.PAUL FAITH - PA IMAGES




Su trabajo incluye desde reportajes sobre El Chapo Guzmán hasta un memorable perfil del cocinero Anthony Bourdain con quien pasó casi un año viajando. Ahora, acaba de lanzar el podcast Winds of Change sobre el papel que jugó la CIA en la gestación y difusión de aquella canción de la banda alemana de heavy Scorpions, y también prepara un libro sobre la familia Sackler, filántropos y propietarios de la farmacéutica que vende el oxycontin, sustancia que está detrás de la brutal crisis de los opiáceos en Estados Unidos. Pero la historia del secuestro de la viuda Jean McConville le atrapó, confiesa, no solo por “el material inherentemente muy dramático con mentiras y secretos, espías y contraespías, fugas de prisión…”, sino también por la capacidad expresiva, la forma que los personajes —a ninguno de los cuales ha conocido— tenían de contar la historia. Radden Keefe es un maestro a la hora de relatar en profundidad hechos a partir de gente que se resiste a hablar con él. Dice que la clave es buscar todos los registros que permitan recrear los detalles y acercarse al máximo a los personajes.



Dolours Price, fotografiada por la revista italiana 'L’Europeo'.


Dolours Price, fotografiada por la revista italiana 'L’Europeo'.STEFAND ARCHETTI




Aunque logró resolver el crimen de McConville (sucede en el último capítulo, al revisar unas grabaciones, aunque mejor será no desvelar el enigma), el autor dice que no quería hacer una novela de misterio. Radden Keefe echa mano, con todo, de las herramientas de la novela y esto acelera y marca el tono de No digas nada. “Siempre he pensado que hay cosas en ellas que son muy útiles para el escritor de no ficción. No pido perdón, parte del reto es pensar cómo coges un tema que parece remoto y puede que incluso intimidatoriamente complejo y metes al lector dentro. La respuesta para mí está en los personajes”. ¿Es heredero del Nuevo Periodismo? “No siento que esté ahí mi fuente de inspiración, había algo chillón en ese movimiento, algo con lo que no me identifico. Me ha influido más Robert Caro [reputado biógrafo estadounidense que lleva varias décadas volcado en la historia de Lyndon Johnson], que es un riguroso reportero, y además sabe cómo escribir una escena y meterte dentro y hacer sentir que escuchas la voz y conoces a la persona; que lo estás viendo”.

Dice haber tenido sentimientos encontrados sobre todas las personas de las que escribe en el libro. Sus ideas acerca de lo que pasó fueron cambiando. “La gente es complicada y la historia es complicada y a menudo se escribe sobre los Troubles de una manera que tiende a simplificar. Gerry Adams es o un héroe total o un villano horrible. Siempre acaba en la caricatura. Pero la verdad es que es una persona increíblemente complicada y si piensas que puedes simplificarlo es que no estás discurriendo lo bastante. Lo mismo se puede decir de Dolours Price, alguien capaz de rozar la grandeza y de hacer también cosas terribles”, reflexiona. “Igual que pasa con un amigo o un miembro de tu familia, conocer a alguien bien, y pensar en ellos de una manera honesta, es tener sentimientos encontrados y cambiar de idea porque todos somos complejos”.




El político norirlandés Gerry Adams.


El político norirlandés Gerry Adams.KELVIN BOYES (CAMERA PRESS)



Cuando empezó a leer sobre los Troubles le chocó las muchas versiones que había sobre lo ocurrido y también lo partidistas que eran. “Puedes leer dos libros sobre el mismo periodo y pensar que están contando historias totalmente distintas”, cuenta. Su propósito era construir un relato que permitiera al lector sentir de cerca a los personajes de Dolours Price, Gerry Adams y Brendan Hughes, otro destacado miembro del IRA, y que fuera “desapasionado, para que nadie pensara que estaba haciendo un defensa de una de las dos partes”. ¿Quiere decir que buscaba la objetividad, esa que hoy se pone en cuestión desde los medios estadounidenses, que tratan de dilucidar si es una aspiración legítima o siquiera útil? “No creo que haya una sola verdad y no creo que deba haberla. Es peligroso el mito que sostiene lo contrario. Pero soy periodista y mi manera de trabajar es salir y hablar con cuantas personas puedo”, responde. En No digas nada incluye casi 100 páginas de notas: “Explico de dónde sale cada afirmación que hago, lo muestro todo y creo que esto es importante porque yo no soy la voz de Dios”.




No digas nada / Say Nothing: A True Story of Murder and Memory in Northern  Ireland (Best Seller) (Spanish Edition): Keefe, Patrick Radden:  9788417910556: Amazon.com: Books





 
Los últimos años del arquitecto del Holocausto
'Babelia' adelanta un fragmento de 'El desafortunado', de Ariel Magnus, que reconstruye la última época en libertad de Adolf Eichmann, uno de los criminales más enigmáticos del nazismo



BABELIA

15 SEP 2020

Adolf Eichmann en una sesión de su juicio celebrado en Israel, el 17 de diciembre de 1961.


Adolf Eichmann en una sesión de su juicio celebrado en Israel, el 17 de diciembre de 1961. GETTY




AFTER OFFICE
Dénmelo ahora y lo destruiré con mis propias manos. Harry Mulisch

¿Quién me mandó meterme aquí?


Me siento completamente fuera de lugar, por más que este living bien podría ser el de la casa de mis padres: el juego de sillones de respaldo bajo retapizado de manera periódica aunque salga muy caro porque se sabe que los muebles nuevos vienen cada vez peor; las lámparas de pie repartidas de manera estratégica por la sala para crear un efecto acogedor que la estridente araña colgando del centro exacto del techo amenaza todo el tiempo con destruir; el piso de parqué oscuro adornado con alfombras de estilos distintos y no necesariamente compatibles; el pequeño hogar empotrado en una esquina que hace décadas no se llena de leños pero que nadie decide tampoco convertir a gas; las cortinas siempre corridas para que no se vea desde la calle y este olor a casa de familia alemana que parece emanar de los libros escritos en ese idioma que se alinean sobre los estantes del amplio aparador donde también se guarda la vajilla para los días de fiesta, esas sí a celebrarse en fechas distintas que en mi familia: absolutamente todo podría estar, de hecho sigue estando, en la casa donde me crie junto a mis hermanos, a tan pocas cuadras de distancia que haría a tiempo de salir corriendo, comentárselo a mi padre y volver antes de que la dueña de casa reaparezca con las tazas de porcelana hechas casi en Alemania (Polonia) acompañadas de unos Spekulatius o unos Brezel comprados en Renania, la panadería alemana donde trabajé de joven a las órdenes de un pastelero muy gordo y bastante nazi.

Se me ocurre lo de correr a contarle a mi padre porque fue él quien de alguna manera me impulsó a escribir el libro que me trajo a su vez hasta este chalet casi vecino al que solo le estaría faltando una mezuzá en la puerta para ser el de él. El impulso nació del odio descontrolado que mi padre sentía por Adolf Eichmann, muy superior al que le despertaban los demás jerarcas nazis, incluido el otro Adolf, al que tal vez influenciado por Chaplin consideraba un personaje grotesco, indigno hasta de desdén. Cada tanto me repetía que Eichmann era la única persona en el mundo que de no haber estado muerta él hubiera querido asesinar con sus propias manos. Unas manos, conviene aclarar, con las que no podía ni ahogar a los gatitos que caían en el jardín de nuestra casa tras ser rechazados por sus madres y que por eso pasaban a engrosar nuestro zoológico casero hasta que les encontrábamos nuevo dueño.

Nunca entendí del todo el rencor específico por ese hombrecito gris, que además había sido juzgado y colgado, cuando había tantos que escaparon al debido castigo, además de ser mucho más atractivos como genios del mal. Tal vez tuviera que ver con que mi padre es arquitecto y a Eichmann lo apodaban así, el arquitecto del holocausto, o quizá porque vivió sus últimos años en Argentina, aunque de esos había muchos otros también.

Para averiguar el origen de los sentimientos de mi padre, quién sabe si no para poder compartirlos, se me ocurrió en algún momento investigar y escribir sobre los años que el genocida pasó en Argentina. Cuando le comenté mi intención, mi padre me dijo que no lo hiciera, que esa lacra humana no merecía que nadie se ocupara de ella, mucho menos el nieto de una sobreviviente de sus crímenes. Como seguí firme en mi propósito, me amenazó con que si decía algo bueno de Eichmann en mi libro, una sola cosa, no me dirigiría nunca más la palabra.

No volvimos a hablar del tema, y yo realmente dejé el proyecto en suspenso, asustado por posibles represalias familiares, hasta que en un asado de domingo, de la nada, porque mi padre ni siquiera bebe, me hizo una confesión que me dejó helado, por su banalidad atroz: siempre había querido saber, me dijo, qué vino tomó Eichmann antes de subirse al patíbulo. ¿Se lo podría averiguar si escribía la novela? Tras pensarlo a fondo, continuó, había llegado a la conclusión de que así como fueron judíos quienes encontraron y ajusticiaron al que en su opinión era el mayor criminal de todos los tiempos, quizá no fuera del todo paradójico ni errado que también fuera un judío el que se encargara de capturar al personaje y condenarlo a la ficción.

Ahora que terminé con mi cometido, o con el de mi padre, salí a caminar por el barrio, a despejar la mente, aunque con la vaga idea de recorrer los escenarios de la novela, que estuve evitando todo este tiempo, al igual que las películas sobre el tema, para no contaminármelos de presente. Nada más difícil de entender que el pasado cuando ocurre en el mismo lugar que nuestra vida actual, incluido el pasado propio. Si pudiéramos cambiar de cuerpo creo que nos costaría menos percibir cuánto hemos envejecido.

El primer objetivo de mi caminata era Chacabuco 4261, la casa en la que más tiempo vivieron los Eichmann durante su estadía en el país. A fines de los cincuenta, el agente que envió el Mossad para corroborar los datos que les había hecho llegar Lothar Hermann, el judío ciego padre de Silvia, desestimó la pista por considerar esta parte de Olivos como un barrio demasiado pobre para que se escondiera un jerarca nazi. El chalet estaba aún en pie, con su parte delantera y la trasera, a la que parecía que le hubieran agregado un segundo piso y un garaje. En el terreno de al lado habían construido un complejo de departamentos de dos cuerpos, espantoso y fuera de sitio, pero el resto de la cuadra seguía siendo de casas más o menos bajas. En la esquina con Paraná, una calle muy transitada por desembocar en lo que hoy es la inmensa autopista Panamericana, había un negocio de frenos y embragues, frente al que me pregunté si no sería la continuación del taller de motocicletas en el que había trabajado Dieter Eichmann en el momento del secuestro de su padre.

Tuve que refrenar mi instinto periodístico para no tocar el timbre de la casa y pedir que me dejaran pasar. No salí a seguir investigando, me recordé, sino a clausurar de una vez todo este pasado horrible visitando sus ruinas. Nada hubiera ganado, por lo demás, viendo el interior totalmente modificado de una vivienda como cualquier otra, salvo por el inquilino que se alojó en ella hace sesenta años. Había leído por ahí que a la casa de lo que ahora es Garibaldi 6067 en San Fernando iban buses cargados de turistas y que cuando la demolieron, a principios de este siglo, el lugar se llenó de curiosos. Aunque es cierto que la casa era la misma, no debe haber nada más diferente al San Fernando de aquella época que el San Fernando actual. A la vez, en la página de Wikipedia lo único que se dice de esa zona específica de San Fernando es que allí vivió el criminal de guerra Adolf Eichmann, como si nunca hubiera ocurrido otra cosa digna de mención. Y lo más triste, a riesgo de sobreestimar a nuestra nueva Enciclopedia Británica, es que probablemente sea cierto.

Pero más allá de las casas, lo que sentí caminando por estas calles fue que la presencia de Eichmann y de todos los nazis que se vinieron en la misma época había cambiado la geografía en su parte más sutil: el aire. Saber que aquí vivió ese asesino de masas había dejado la atmósfera enrarecida para siempre, como una nube tóxica que se expandiera hasta abarcar, aunque diluida, el país entero. La misma nube que cubre Alemania desde que terminó la guerra y empezó el trabajo de olvidarla, la misma nube que cubre Occidente y que no se termina de diluir, ni siquiera con la ayuda de más nubes holocáusticas. Esa era otra de las razones por la que no quería recorrer la parte parda del barrio, me di cuenta en ese momento: una vez finalizado el recorrido, yo debía seguir viviendo aquí. Se supone que la caja de vidrio en la que exhibieron a Eichmann en Jerusalén no buscaba cuidarlo de un eventual ataque sino que nadie en la sala tuviera que respirar el mismo oxígeno, una idea tan precisa del rechazo físico que genera la presencia de ese genocida, aun cuando ya no esté de cuerpo presente, que casi da igual que no sea más que un mito.

Ponerme patético tampoco era parte del plan peripatético, así que seguí mi nazi tour hacia la mansión de Mengele en Virrey Vertiz 970, con la idea de pasar antes por Monasterio 1429, que era donde al parecer guardaban por un rato a los inmigrantes legalmente ilegales ni bien llegaban, en su mayoría después de haberse escondido en monasterios italianos de verdad. Me quedé de este lado de la avenida Maipú para antes darme una vuelta por La Casona de Valentín Vergara 2547, donde ahora funcionaba una residencia geriátrica pero que a principios de los cincuenta había albergado la editorial Dürer, epicentro intelectual del nazismo trasnochado mediante Der Weg, esa revista que parecía escrita en los años treinta y que no era más antisemita solo porque no les alcanzaba el presupuesto para hacerla de más páginas.

Camino a lo que en materia cerebral ya era un vejestorio en los años cincuenta me crucé con la calle Libertad y decidí ver por fuera el búnker donde Eichmann cedió a la vanidad del libro propio. La casa con el número 2755, mucho más importante que la de los Eichmann, tenía plantado delante un palo borracho; de haberlo sabido lo habría puesto en la novela, no solo por el nombre sino por el tronco lleno de pinchos, un árbol entre ridículo e inhóspito, muy simbólico de la residencia que custodiaba. Me encendí un cigarrillo (volví a fumar mientras escribía la novela) sin saber muy bien qué pensar ante ese sitio cargado de historia, cuando del interior salió una señora y me preguntó qué andaba buscando, menos desconfiada que curiosa.

—¿Sabía que su casa es célebre? —le dije, entendiendo su inquietud ante mis merodeos.

—Lo sé, mis suegros se la compraron a Sassen.

Era una señora de unos setenta años, tal vez un poco más, muy flaca y bastante alta, de ojos claros, tupida cabellera entrecana y una nariz incongruentemente ancha en el rostro de pajarito, como si se hubiera hecho una cirugía para agrandarla en lugar de estilizarla. Llevaba puesta una bata de seda fucsia y pantuflas de gamuza, pero se notaba que debajo estaba vestida de calle, con pantalones de lino beige y una camisa estampada.

—¿Lo conoció?

—¿A Sassen? Creo que sí, pero no me acuerdo. Y usted por qué...

—Estoy escribiendo un libro sobre Eichmann.

—Ah, ¿quiere pasar?

La invitación me agarró desprevenido, desprevenidamente la acepté y aquí estoy entonces, esperando que Gertrudis, según dijo que se llamaba, vuelva de la cocina con el café que me ofreció para que yo pudiera acompañar mi cigarrillo, y de paso fumarse uno ella también. Somos pocos los fumadores que vamos quedando y el solo hecho de compartir el vicio genera una confianza mutua que de otro modo podría tardar años en establecerse.

—¿Me dijo entonces que está escribiendo un libro sobre Eichmann? —Reaparece con la bandeja de plata que imaginé y las tazas de porcelana que imaginé, aunque acompañadas no de Brezel sino de cuadraditos de Apfelstrudel, por supuesto que de la panadería Renania.

—Ya lo terminé, gracias a Dios. O al Diablo, en este caso.

—Eichmann vivía por esta zona. Mi marido, que en paz descanse, decía que de chico lo había visto más de una vez caminando por la calle.

—¿Su marido era alemán? —pregunto ingenuamente, dándole a la palabra el matiz inverso al que le daría un alemán preguntándome lo mismo a mí.

—No, argentino. Yo también. Nuestros padres eran alemanes, o sea, de él, el padre era austriaco y la madre, alemana. Los míos eran ambos alemanes.

Le convido al fin el cigarrillo que se ganó en buena ley, aunque intuyendo que lo debe tener prohibido y que me está usando de excusa para hacer algo que si entra algún hijo, suponiendo que tenga, me lo echará en cara a mí.

—Yo leí un libro sobre Eichmann —dice, degustando con tal fruición el tabaco que me tiento y procedo a encenderme otro—. Sobre cómo lo atraparon los del Mossad. Un libro apasionante, se lee como una novela.

Le pregunto cuál, no me sabe decir y le comento que hay tres libros escritos por exagentes israelíes. El primero en aparecer fue el del jefe del operativo, Isser Har’el, publicado en 1975 y basado en buena parte en el testimonio de Peter Malkin, que fue el que atrapó físicamente a Eichmann y que sacó su propio libro en 1990. Siete años más tarde salió, por último, la versión de Zvi Aharoni, que en realidad se llamaba Hermann Arndt, había nacido en Frankfurt (Oder) y fue el que interrogó a Eichmann. Gertrudis me dice que no se acuerda del autor pero que lo que más le impresionó fue la parte en que Eichmann les reza en hebreo a los del Mossad para demostrarles que es un amigo de los judíos, por lo que me veo en la obligación de decirle que eso lo dice Har’el, que no estuvo en el operativo, porque se lo contó Peter Malkin, que inventa la mitad de las cosas, empezando por la fantasía de que estuvo hablando con Eichmann mientras lo cuidaba, cuando lo cierto es que no tenían ninguna lengua en común.

—Lamento tener que informarle que eso que recuerda nunca ocurrió, lo mismo que varias otras cosas que se relatan en el libro.

—Lo de que lo llevaron al baño y cada vez que, bueno, que soltaba un gas pedía perdón, ¿tampoco es cierto?

—¿A usted qué le parece?

—Qué cosa —dice, decepcionada de que el libro que se leía como una novela resultara efectivamente una novela.

Vuelve a preguntarme por la mía y le hablo del odio visceral de mi padre por Eichmann, de cómo de ese odio nació mi curiosidad y la idea de escribir el libro, aunque más no fuera para averiguar qué marca de vino había tomado antes de que lo ahorcaran.

—En ese sentido yo también cumplí órdenes —me doy cuenta recién ahora—. No me puedo hacer responsable del resultado más que como cómplice. Lo mío fue Beihilfe zum Wort.*

—¿Sabe alemán?

Pasando a ese idioma le confieso la culpa y el miedo que siento ante lo que opinará mi padre por no haber descrito a Eichmann como el monstruo que pintó el fiscal durante el juicio, ni tampoco como el imbécil que popularizó Hanna Arendt, una mujer tan inteligente que para demostrar su desprecio por el villano de su libro no quiso reconocerle ni una pizca de la aptitud humana que ella más valoraba. Mucho menos me salió como un robot, o sea un imbécil en el sentido neutro del término, aunque sea la tesis del gran Harry Mulisch, que también estuvo en Jerusalén.

—¿Y cómo lo describe entonces?

—No sé. Como un mediocre que llegó lejos.

Un tarado bastante vivo. Un acomplejado con sed de venganza. Un antisemita de manual, aunque sin instrucciones de uso. Un sorete que aprendió a disimular su olor. Un fanático vencido por el egoísmo. Un cínico sentimental. Un valiente de la cobardía. Un pobre tipo rico en malevolencia. Un asesino tímido. Un desafortunado al que la suerte acompañó demasiado tiempo.

Me tiembla el ojo izquierdo y me lo calmo con un dedo, fingiendo que es por el humo del cigarrillo. Desde que la novela entró en el tramo final que empecé a notarme en la cara tics similares a los que tenía Eichmann.

—Para no saber, son un montón de definiciones —me consuela Gertrudis, tomando otro cigarrillo del paquete que dejé adrede sobre la mesa—. Quizá no haya nada que entender.

—No, no, claro que hay mucho para entender —me apresuro a rechazar el escepticismo, convencido como estoy de que si el sueño de la razón cría Eichmanns, su vigilia tiene que poder explicárnoslos—. El problema es que la comprensión no es una constante en casos como estos. No es como saber el punto de ebullición del agua. Tampoco es un progreso bien ordenadito desde la ignorancia hasta la erudición. Lo veo más bien como un vaivén. Hay cosas que no entendemos y después entendemos y más tarde dejamos de entender otra vez y pasa el tiempo y vuelven a parecernos evidentes, siempre de acuerdo a cómo nos vamos desarrollando nosotros mismos.

—Eichmann como un espejo —dice Gertrudis—. Un espejo negro. Muy simbólico.

—Sí, pero cuidado. Los nazis tenían una obsesión con la sangre en términos simbólicos que terminó siendo una obsesión por la sangre en términos bien concretos.

Se hace un silencio concreto que tiene también algo de simbólico. Es como si participaran de él las voces de Sassen y Eichmann y todo el círculo Dürer que de alguna manera siguen flotando entre estas paredes magnetofónicas.

—Hablando de cuestiones simbólicas —digo—, Eichmann le puso a Klement como fecha de nacimiento el 23 de mayo, que fue exactamente el día en que Ben-Gurión le anunció al mundo su captura.

—Ay, no sé —suspira Gertrudis—. A veces siento que lo mejor sería olvidarse un poco de todo eso. Cuénteme su propia historia.

Entiendo al fin que estoy siendo interrogado, recuerdo que vine acá siguiendo la misma ruta que debe haber seguido Eichmann en su momento y siento que debo hacer algo para salir de esta trampa en la que me he metido solito. Sin embargo, hablo.

Le cuento a Gertrudis que también mi familia llegó a este país desde Alemania, aunque en su caso huyendo de los que luego tuvieron que huir, la mayoría a priori y una, la Oma Ella, a posteriori. Para hacer más dramático mi relato, me limito a la historia de la Oma, resaltando que llegó a este lado del mundo el mismo año que Sassen.

—Una de las curiosidades de la historia de mi abuela es que siguió trabajando de enfermera en el hospital judío de Hamburgo hasta bien entrada la guerra y renunció a su puesto cuando un paciente le contó que había oído que su madre ciega estaba en Theresienstadt. Con uno de los últimos trenes que salieron de esa ciudad, cargado con los judíos condecorados de la Primera Guerra Mundial que hasta entonces habían quedado eximidos, la Oma se autodeportó, cumpliendo con su deber de hija a un extremo que hubiera dejado sorprendido al propio rey del cumplimiento del deber.

En el geriátrico, como llamaban los nazis a ese gueto, se encontró efectivamente con su mamá y se dedicó a cuidarla, lo mismo que a sus nuevos pacientes como enfermera. Hasta que llegó el día en que a la madre le tocó el turno de ser deportada a Auschwitz.

—Según me contó la Oma, fue a ver al rabino Beck, jefe espiritual de la ciudadela, y le preguntó qué debía hacer, porque todo el mundo sabía que Auschwitz era la muerte. «Vas a sobrevivir», me dijo la Oma que le dijo Beck, un vaticinio que se hubiera cumplido incluso si no sobrevivía, porque nadie se hubiera enterado nunca de que le había dicho esa barbaridad.

Volvió entonces a subirse a un Transport por voluntad propia, la petisa de veintipocos años que había tenido que huir de su pueblo natal porque los vecinos les hacían la vida imposible y cuya hermana ya había sido deportada y exterminada después de que se la llevaran de la casa de una tía casada con un alemán (también mi abuela decía «alemán» para referirse a los alemanes no judíos). Una vez que llegaron a Auschwitz, Mengele en persona, según su recuerdo (y por qué quitarle el modesto consuelo de haber sido víctima no de un asesino cualquiera sino de uno de renombre mundial), Mengele la separó de su madre, y cuando ella quiso seguirla incluso a la cámara de gas, le dio una patada en la cara que se la desfiguró para siempre. No se la pudo hacer curar, porque sabía que si iba a la enfermería le daban una inyección de la que no se volvía. A favor de la veracidad de su recuerdo, hay que decir que el experimento forzoso de ver cuánto demora en sanar por sí sola una herida de ese tipo solo podría haber sido pergeñado por el perverso que según ella la provocó.

La Oma llegó tan tarde a Auschwitz que no le tatuaron el clásico número en el brazo, pero a cambio no se perdió de participar de la evacuación a pie, una de las tantas marchas de la muerte que ella —para contento de Eichmann y de todos los que creen que el nombre de esas marchas es propaganda mosaica— tuvo la fortuna de sobrevivir. Su último trabajo no remunerado fue apilar cadáveres en el campo de concentración de BergenBelsen, hasta que las fuerzas no le dieron para más y se tiró ella misma en la pila a dejarse morir. Siempre quise saber el nombre del soldado norteamericano que se dio cuenta de que aún respiraba y la salvó.

—Esa es la historia de mi abuela —concluyo, pensando que en realidad es la mía, porque ahora soy el que la cuenta—. Del escritorio de Eichmann salió dos veces la orden para deportar a mi bisabuela y mi abuela la siguió por propia voluntad, para contrarrestar esas órdenes. Y para que yo pueda sentarme hoy acá a relatar lo que realmente pasó, que fue muy distinto a lo que contó Eichmann en este mismo lugar. Dicen que el que ríe último ríe mejor, pero callan que lo mismo le pasa al que llora.

Me pongo de pie, respirando hondo un aire purificado por la presencia casi física de mi abuela, como si su pequeño cuerpo hubiera sobrevivido incluso a su propia muerte, que ocurrió en paz y de puro vieja, y ahora poblara este recinto junto a su enorme espíritu inmortal. Me siento un chamán que ha sido convocado para espantar a los malos espíritus de una casa: nadie merece vivir entre nazis, ni siquiera una posible nazi. Solo me avergüenza tener que secarme la cara, no ser fuerte como la Oma, a la que jamás le vi derramar una lágrima por lo que le tocó vivir.

—Bueno, pero al final —me sonríe Gertrudis, ya de pie, intentando descomprimir la situación, aunque renuente a avanzar hacia la puerta, como un invitado que no se quiere ir— ¿averiguó lo del vino que quería saber su padre?

—Parece ser que se tomó media botella de un tinto seco israelí, de la bodega Carmel, propiedad de la familia Rothschild. —Repito información marca Malkin encontrada en la web, a modo de agradecimiento por la hospitalidad—. La misma familia, incidentalmente, dueña del palacio vienés que los nazis usurparon para instalar la Oficina Central de Emigración Judía, comandada por Eichmann.

—Igual lo que a mí me gustaría saber es si alguien se atrevió a tomar lo que quedó en la botella.

Me paro junto a la puerta, a la que fui yo el que la acompañó a ella más que al revés. Su duda parece ganarle en intrascendencia a la de mi padre, pero en el fondo es bastante simbólica. Así que le contesto concretamente que eso también lo averigüé y que el resto de la botella se la tomó mi abuela, del pico, a nuestra salud.


El desafortunado - Ariel Magnus | Planeta de Libros



'El desafortunado'
Autor: Ariel Magnus

Editorial: Seix Barral. 2020

Formato: Tapa blanda o bolsillo


Sipnosis

Desde que terminó la guerra, el nazi Adolf Eichmann ha vivido escondido. En 1950 se establece en la Argentina peronista bajo el nombre falso de Ricardo Klement y consigue trabajo al amparo del gobierno y la comunidad alemana. Dos años después, su mujer y sus hijos se reúnen allí con él, y comienza entonces una vida plácida y discreta como padre de familia, hasta que es capturado por el Mossad en 1960. El desafortunado recrea los últimos años de libertad de uno de los criminales de guerra más enigmáticos del nazismo, en un tiempo y un lugar en el que víctimas y verdugos intentaban dejar atrás el epicentro del horror. El egocentrismo y frialdad de Eichmann contrastan hábilmente con la vulnerabilidad cotidiana familiar en una narración contada por primera vez desde el punto de vista del llamado «arquitecto del Holocausto», el hombre responsable de las deportaciones masivas de los judíos a los campos de concentración. Ariel Magnus se acerca en esta espléndida novela a un personaje complejo y a un pasado inefable, y va más allá al incluir un epílogo en el que el testimonio personal y sorprendente del propio autor se contrapone al retrato aséptico de una figura histórica terrible. «Una novela magnética y perturbadora.» Javier Cercas


 
Meritocracia: la trampa del sueño americano
'Babelia' adelanta un fragmento de 'La tiranía del mérito', del famoso profesor de Filosofía Michael J. Sandel, que desmonta la retórica del ascenso social


BABELIA
17 SEP 2020


Michael J. Sandel, el año pasado en Madrid.


Michael J. Sandel, el año pasado en Madrid. INMA FLORES



El filósofo Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953), galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018, aborda en su nuevo libro la retórica de la meritocracia fomentada por los popes progresistas, que ha llevado a un legítimo resentimiento de las clases trabajadoras. Este es un extracto del primer capítulo.

Ganadores y perdedores


Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes ya de por sí, pero igual de alarmante es el hecho de que los partidos y los políticos tradicionales comprendan tan poco y tan mal el descontento que está agitando las aguas de la política en todo el mundo.

Hay quienes denuncian el aumento significativo del nacionalismo populista reduciéndolo a poco más que una reacción racista y xenófoba contra la inmigración y el multiculturalismo. Otros lo conciben básicamente en términos económicos y dicen que es una protesta contra la pérdida de empleos provocada por la globalización comercial y las nuevas tecnologías.

Con todo, es un error no ver más que la faceta de intolerancia y fanatismo que encierra la protesta populista, o no interpretarla más que como una queja económica. Y es que, al igual que ocurrió con el triunfo del Brexit en Reino Unido, la elección de Donald Trump en 2016 fue una airada condena a décadas de desigualdad en aumento y de extensión de una versión de la globalización que beneficia a quienes ya están en la cima pero deja a los ciudadanos corrientes sumidos en una sensación de desamparo. También fue una expresión de reproche a un enfoque tecnocrático de la política que hace oídos sordos al malestar de las personas que se sienten abandonadas por la evolución de la economía y la cultura.

La dura realidad es que Trump resultó elegido porque supo explotar un abundante manantial de ansiedades, frustraciones y agravios legítimos a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente. Parecida dificultad afrontan las democracias europeas. Si alguna esperanza tienen esos partidos de recuperar el apoyo popular, esta pasa necesariamente por que se replanteen su misión y su sentido. Para ello, deberían aprender de toda esa protesta populista que los ha desplazado, pero no reproduciendo su xenofobia y su estridente nacionalismo, sino tomándose en serio los agravios legítimos que aparecen ahora entrelazados con sentimientos tan desagradables.

Esa reflexión debería empezar por el reconocimiento de que esos agravios no son solo económicos, sino también morales y culturales; de que no tienen que ver únicamente con los salarios y los puestos de trabajo, sino que atañen asimismo a la estima social.

Los partidos tradicionales y la élite gobernante, viéndose ahora convertidos en el blanco de la protesta populista tienen dificultades para entender lo que ocurre. Lo normal es que su diagnosis del descontento vaya en alguno de los dos siguientes sentidos: o bien lo interpretan como animadversión hacia los inmigrantes y las minorías raciales y étnicas, o bien lo ven como una reacción de angustia ante la globalización y el cambio tecnológico. Ambos diagnósticos pasan por alto algo importante.



Diagnosis del descontento populista


Meritocracia: la trampa del sueño americano




Según el primero de esos diagnósticos, el enfado populista contra la élite es principalmente una reacción adversa contra la creciente diversidad racial, étnica y de género. Acostumbrados a dominar la jerarquía social, los votantes varones blancos de clase trabajadora que apoyaron a Trump se sienten amenazados por la perspectiva de convertirse en una minoría en «su» país, «extranjeros en su propia tierra». Tienen la sensación de que ellos son más víctimas de discriminación que las mujeres o las minorías raciales y se sienten oprimidos por las exigencias del discurso público de lo «políticamente correcto». Este diagnóstico —la idea del estatus social herido— pone de relieve los rasgos más inquietantes del sentimiento populista, como el «nativismo», la misoginia y el racismo expresados en público tanto por Trump como por otros populistas nacionalistas.

El segundo diagnóstico atribuye el malestar de la clase trabajadora a la perplejidad y el desencajamiento causados por el veloz ritmo de los cambios en una era de globalización y tecnología. En el nuevo orden económico, la noción del trabajo vinculado a una carrera laboral para toda la vida es ya cosa del pasado; lo que ahora importa es la innovación, la flexibilidad, el emprendimiento y la disposición constante a adquirir nuevas aptitudes. El problema, según esta explicación, es que muchos trabajadores se sienten molestos por esa obligación de reinventarse que se deriva del hecho de que los puestos de trabajo que antes ocupaban se deslocalicen ahora hacia países donde los salarios son más bajos o se asignen a robots. Añoran —incluso con gran nostalgia— las comunidades locales y las trayectorias laborales estables del pasado. Sintiéndose desubicados ante las fuerzas inexorables de la globalización y la tecnología, estos trabajadores arremeten contra los inmigrantes, el libre comercio y la élite dirigente. Pero la suya es una furia descaminada, pues no se dan cuenta de que están clamando contra fuerzas imperturbables. El mejor modo de abordar su preocupación es poniendo en marcha programas de formación laboral y otras medidas indicadas para ayudarles a adaptarse a los imperativos del cambio global y tecnológico.

Cada uno de estos diagnósticos contiene una parte de verdad, pero ninguno de ellos hace verdadera justicia al populismo. Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad por haber creado las condiciones que han erosionado la dignidad del trabajo e infundido en muchas personas una sensación de afrenta y de impotencia. La rebaja de la categoría económica y cultural de la población trabajadora en décadas recientes no es el resultado de unas fuerzas inexorables, sino la consecuencia del modo en que han gobernado la élite y los partidos políticos tradicionales.

Esa élite está ahora alarmada, y con razón, ante la amenaza que Trump y otros autócratas con respaldo populista representan para las normas democráticas, pero no admite su papel como causante del resentimiento que desembocó en la reacción populista. No ve que las turbulencias que ahora estamos presenciando son una respuesta política a un fracaso igualmente político de proporciones históricas.

La tecnocracia y la globalización favorable al mercado


En el centro mismo de ese fracaso encontramos el modo en que los partidos tradicionales han concebido y aplicado el proyecto de la globalización durante las cuatro últimas décadas. Dos son los aspectos de ese proyecto que originaron las condiciones que hoy alimentan la protesta populista. Uno es su forma tecnocrática de concebir el bien público; el otro es su modo meritocrático de definir a los ganadores y a los perdedores.

La concepción tecnocrática de la política está ligada a una fe en los mercados; no necesariamente en un capitalismo sin límites, de laissez faire, pero sí en la idea más general de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. Este modo de concebir la política es tecnocrático por cuanto vacía el discurso público de argumentos morales sustantivos y trata materias susceptibles de discusión ideológica como si fueran simples cuestiones de eficiencia económica y, por lo tanto, un coto reservado a los expertos.

No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los Estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global.

Al mismo tiempo, el enfoque tecnocrático de la gobernanza iba tratando muchas cuestiones públicas como asuntos necesitados de una competencia técnica que no estaba al alcance de los ciudadanos de a pie. Con ello se fue angostando el ámbito del debate democrático, se fueron vaciando de contenido los términos del discurso público y se fue generando una sensación creciente de desempoderamiento.

Esta concepción de la globalización como un fenómeno tecnocrático y favorecedor del mercado fue adoptada por los partidos tradicionales tanto de la izquierda como de la derecha. Pero sería esa aceptación del pensamiento y los valores de mercado por parte de los partidos de centroizquierda la que demostraría ser más trascendental, tanto para el proyecto globalizador mismo como para la protesta populista que seguiría a continuación. Para cuando Trump resultó elegido, el Partido Demócrata ya se había convertido en una formación del «liberalismo» tecnocrático, más afín a la clase de los profesionales con titulación superior que al electorado obrero y de clase media que, en su día, había constituido su base. Lo mismo ocurría en Gran Bretaña con el Partido Laborista en el momento del referéndum del Brexit, y también con los partidos socialdemócratas europeos.

Los orígenes de esta transformación se remontan a la década de 1980. Ronald Reagan y Margaret Thatcher defendían que el Estado era el problema y que los mercados eran la solución. Cuando abandonaron la escena política, los políticos de centroizquierda que los sucedieron —Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Gerhard Schröder en Alemania— moderaron aquella fe en el mercado, pero, al mismo tiempo, la consolidaron. Suavizaron las aristas más hirientes de los mercados incontrolados, pero no cuestionaron la premisa central de la era Reagan-Thatcher, la de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para alcanzar el bien público. En consonancia con aquella fe, adoptaron esa versión de la globalización amiga de los mercados y aceptaron gustosos la creciente financiarización de la economía.

En la década de 1990, la Administración Clinton formó un frente común con los republicanos en la promoción de acuerdos comerciales globales y en la desregulación del sector financiero. Las ventajas de esas políticas fueron a parar mayormente a quienes se encontraban en la cima social, pero los demócratas hicieron poco por abordar la desigualdad, cada vez más profunda, y el poder del dinero en la política, cada vez mayor. Tras desviarse de su misión tradicional de domesticación del capitalismo y de sujeción del poder económico a la rendición de cuentas democrática, el progresismo de centroizquierda perdió su capacidad inspiradora.

Todo eso pareció cambiar cuando Barack Obama entró en la escena política. En su campaña para las presidenciales de 2008, supo ofrecer una alternativa emocionante al lenguaje gerencial, tecnocrá- tico, que había terminado caracterizando al discurso público de la izquierda «liberal». Mostró que la política progresista podía hablar también el idioma del sentido moral y espiritual.

Pero la energía moral y el idealismo cívico que inspiró como candidato no se trasladaron a su presidencia. Tras asumir el cargo en plena crisis financiera, nombró a asesores económicos que habían promovido la desregulación de las finanzas durante la era Clinton. Alentado por ellos, rescató a los bancos bajo unas condiciones que los exoneraban de rendir cuentas por su conducta previa —justamente la que había desembocado en la crisis— y que ofrecían escasa ayuda a quienes habían perdido sus viviendas.

Acallada así su voz moral, Obama se dedicó más a aplacar la ira popular contra Wall Street que a articularla. Esa indignación, causada por el rescate y persistente en el ambiente, ensombreció la presidencia de Obama y, en última instancia, alimentó un ánimo de protesta populista que se extendió a un extremo y otro del espectro político: a la izquierda, con fenómenos como el movimiento Occupy y la candidatura de Bernie Sanders, y a la derecha, con el movimiento del Tea Party y la elección de Trump.

La revuelta populista en Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa es una reacción negativa dirigida, en general, contra las élites, pero sus víctimas más visibles han sido los partidos políticos liberal-progresistas y de centroizquierda: el Partido Demócrata en Estados Unidos, el Partido Laborista en Gran Bretaña, el Partido Socialdemócrata (SPD) en Alemania (cuyo porcentaje de votos se hundió hasta un mínimo histórico en las elecciones federales de 2017), el Partido Demócrata en Italia (que obtuvo menos del 20 por ciento de los sufragios) y el Partido Socialista en Francia (cuyo candidato presidencial cosechó únicamente el 6 por ciento de los votos en la primera ronda de las elecciones de 2017).

Si quieren tener alguna esperanza de volver a ganarse el apoyo popular, estos partidos necesitan reconsiderar su actual estilo de gobierno tecnocrático y orientado al mercado. También tienen que replantearse algo más sutil, pero no menos trascendental: las actitudes relativas al éxito y el fracaso que han acompañado a la desigualdad en aumento de las últimas décadas. Deben preguntarse por qué quienes no han prosperado en la nueva economía tienen la impresión de que los ganadores los desprecian.

La retórica del ascenso social


Así pues, ¿qué es lo que ha incitado ese resentimiento hacia la élite que albergan muchos votantes de clase obrera y de clase media? La respuesta comienza por la creciente desigualdad de las últimas décadas, pero no termina ahí. En última instancia, tiene que ver con el cambio de los términos del reconocimiento y la estima sociales.

La era de la globalización ha repartido sus premios de un modo desigual, por decirlo con suavidad. En Estados Unidos, la mayor parte de los incrementos de renta experimentados desde finales de la década de los setenta del siglo XX han ido a parar al 10% más rico de la población, mientras que la mitad más pobre prácticamente no ha visto ninguno. En términos reales, la media de la renta anual individual de los varones en edad de trabajar, unos 36.000 dólares, es menor que la de cuatro décadas atrás. En la actualidad, el 1% más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50% más pobre.

Pero ni siquiera este estallido de desigualdad es la fuente principal de la ira populista. Los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que, sea cual sea el punto de partida de una persona en la vida, esta siempre podrá llegar muy alto desde la nada. Esa fe en la posibilidad de la movilidad ascendente es un elemento central del «sueño americano».

Conforme a esa fe, los partidos tradicionales y sus políticos han respondido a la creciente desigualdad invocando la necesidad de aplicar una mayor igualdad de oportunidades: reciclando formativamente a los trabajadores cuyos empleos han desaparecido debido a la globalización y la tecnología; mejorando el acceso a la educación superior, y eliminando las barreras raciales, étnicas y de género. Esta retórica de las oportunidades la resume el conocido lema según el cual, si alguien trabaja duro y cumple las normas, debe poder ascender «hasta donde sus aptitudes lo lleven».

En época reciente, diversos políticos de ambos partidos han reiterado esa máxima hasta la saciedad. Ronald Reagan, George W. Bush y Marco Rubio, entre los republicanos, y Bill Clinton, Barack Obama y Hillary Clinton, entre los demócratas, la han invocado. Obama se aficionó a una variante de esa misma idea tomada de una canción pop: You can make it if you try («Puedes conseguirlo si pones tu empeño en ello»). Durante su presidencia, usó esa frase en discursos y declaraciones públicas en más de 140 ocasiones.

Sin embargo, la retórica del ascenso suena ahora a vacía. En la economía actual no es fácil ascender. Los estadounidenses que nacen en familias pobres tienden a seguir siendo pobres al llegar a adultos. Solo alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20 por ciento más pobre según la escala de renta estadounidense logra formar parte del 20 por ciento más rico durante su vida; la mayoría no llegan siquiera a ascender hasta el nivel de la clase media. Resulta más fácil ascender desde orígenes pobres en Canadá, o en Alemania, Dinamarca y otros países europeos, que en Estados Unidos.

Esto casa mal con la histórica creencia de que la movilidad es la respuesta estadounidense a la desigualdad. Estados Unidos, tendemos a decirnos a nosotros mismos, puede permitirse preocuparse menos por la desigualdad que las sociedades europeas, más constreñidas por los orígenes de clase, porque aquí es posible ascender. El 70 por ciento de los estadounidenses creen que el pobre puede salir por sí solo de la pobreza, cuando solo el 35 por ciento de los europeos piensan así. Esta fe en la movilidad tal vez explique por qué Estados Unidos tiene un Estado de bienestar menos generoso que el de la mayoría de los grandes países europeos.

Hoy en día, no obstante, los países con mayor movilidad tienden a ser también aquellos con mayor igualdad. La capacidad de ascender, al parecer, no depende tanto del deseo de salir de la pobreza como del acceso a la educación, la sanidad y otros recursos que preparan a las personas para tener éxito en el mundo laboral.

El estallido de desigualdad observado en décadas recientes no ha acelerado la movilidad ascendente, sino todo lo contrario; ha permitido que quienes ya estaban en la cúspide consoliden sus ventajas y las transmitan a sus hijos. Durante el último medio siglo, las universidades han ido retirando todas las barreras raciales, religiosas, étnicas y de género que antaño no permitían que en ellas entrara nadie más que los hijos de los privilegiados. El test de acceso SAT (iniciales en inglés de «test de aptitud académica») nació precisamente para favorecer que la admisión de nuevo alumnado en las universidades se basara en los méritos educativos demostrados por los estudiantes y no en su pedigrí de clase o familiar. Pero la meritocracia actual ha fraguado en una especie de aristocracia hereditaria.

Dos tercios del alumnado de Harvard y Stanford proceden del quintil superior de la escala de renta. A pesar de las generosas políticas de ayudas económicas al estudio, menos del 4 por ciento de los estudiantes de centros de la Ivy League proceden del quintil más pobre de la población. En Harvard y otras universidades de ese selecto club, abundan más los estudiantes de familias del 1 por ciento más rico del país (con rentas superiores a los 630.000 dólares anuales) que los de aquellas que se sitúan en la mitad inferior en la distribución de renta.



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La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?
Michael J. Sandel
Traducción de Albino Santos Mosquera
Debate, 2020
336 páginas. 10,99 euros


La fe estadounidense en que, si trabaja y tiene talento, cualquiera puede ascender socialmente ya no encaja con los hechos observados sobre el terreno. Esto tal vez explica por qué la retórica de las oportunidades ha dejado de tener la fuerza inspiradora de antaño. La movilidad ya no puede compensar la desigualdad. Toda respuesta seria a la brecha entre ricos y pobres debe tener muy en cuenta las desigualdades de poder y riqueza, y no conformarse simplemente con el proyecto de ayudar a las personas a luchar por subir una escalera cuyos peldaños están cada vez más separados entre sí.

 
Todos quieren a Miguel Delibes
La Biblioteca Nacional celebra el centenario del autor de ‘El camino’ con una gran exposición. La familia del escritor dona a la institución el manuscrito de su polémico discurso de ingreso en la RAE


JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Madrid -
18 SEP 2020


Miguel Delibes lanzándose al agua en la piscina de su casa de Sedano (Burgos). En torno a 1961.


Miguel Delibes lanzándose al agua en la piscina de su casa de Sedano (Burgos). En torno a 1961.ARCHIVO DE LA FUNDACIÓN MIGUEL DELIBES




“¿Qué hace Miguel Delibes a lo largo del día?”, le preguntaron al propio escritor en sus últimos años. Su respuesta: “Quejarse”. En la primavera de 1998, pocos días después de poner el punto final a El hereje, su última novela, le detectaron un cáncer de colon que requirió varias operaciones. La agresividad del tratamiento minó su humor y su movilidad, pero no su retranca. La enfermedad parecía una condena demasiado dura para un hombre que no había parado. Nacido el 17 de octubre de 1920 en Valladolid y fallecido en la misma ciudad en 2010, había sido catedrático de Derecho Mercantil por las mañanas y director de El Norte de Castilla por las tardes; autor de 50 libros escritos a mano, padre de siete hijos y viudo desde los 54 años; cazador, fumador y paseante infatigable; aficionado al cine, al fútbol y al ciclismo; fanático del correo postal, académico de la RAE y premio Cervantes.


Todas esas facetas están presentes en la exposición, comisariada por el periodista Jesús Marchamalo, que la Biblioteca Nacional de Madrid dedica a su figura hasta el 15 de noviembre, momento en que viajará a la sala vallisoletana de la Pasión. La inauguración de la muestra estaba prevista para el pasado 20 de marzo, pero la declaración del estado de alarma contra el coronavirus obligó a dejar colgadas las 310 piezas que la conforman, entre manuscritos, libros, cartas, fotografías de Oriol Maspons o Ramón Masats y, por supuesto, el retrato de la esposa del escritor, Ángeles de Castro, firmado por Eduardo García Benito, que presidía la habitación en la que escribía y que inspiró la novela que dedicó a su prematura muerte: Mujer de rojo sobre fondo gris. Las restricciones impuestas por la pandemia han limitado el acceso a 160 personas por hora además de hacer obligatoria la cita previa.


Con motivo de la inauguración final, presidida ayer por los Reyes Felipe y Letizia, los hijos de Miguel Delibes han donado a la biblioteca del paseo de Recoletos el manuscrito original del discurso que su padre pronunció en 1975 durante la ceremonia de ingreso en la Real Academia Española. Manuscrita en un cuaderno de hojas cuadriculadas, aquella alocución alertando de los peligros que suponía para la naturaleza el progreso descontrolado fue considerada entonces el aviso de un aguafiestas en una España que se disponía a dar carpetazo a cuatro décadas de dictadura y retraso. Hoy es leída como la reflexión de un ecologista pionero al que el tiempo le ha dado la razón. Él se tenía simplemente por un “hombre de campo” que había leído alarmado a la naturalista estadounidense Rachel Carson, que sospechaba que el DDT estaba acabando con los petirrojos y que sabía que se habían detectado cantidades desproporcionadas de insecticida en la leche materna. Esto último se lo dijo su hijo mayor, Miguel, futuro director de la Estación Biológica de Doñana. En 2005, las conversaciones entre ambos quedarían recogidas en un volumen de título demoledor: La tierra herida.




Manuscrito de la novela 'Cinco horas con Mario' (1966).


Manuscrito de la novela 'Cinco horas con Mario' (1966).




Si el catálogo —en el que colaboran Bernardo Atxaga, Aroa Moreno, Gustavo Martín Garzo, Pilar Adón, Joaquín Araújo, Sergio del Molino, Lola Herrera o José Sacristán— es una prueba de la vigencia intergeneracional del mundo de Miguel Delibes, la exposición es una estupenda biografía en tres dimensiones de un autor al que Ana Santos Aramburo, directora de la Biblioteca Nacional, calificó ayer como “un superventas de buena literatura”. Desde el telegrama que en 1948 le anunciaba que había ganado el premio Nadal hasta el esquema de un auto de fe dibujado por él mismo para El hereje, pasando por cartas de Pío Baroja, Vicente Aleixandre, Carmen Martín Gaite o Charlton Heston —al que conoció durante el rodaje de El Cid—, todos los Delibes están representados en la muestra. Incluido el que en 1954 hizo de extra en el Mr. Arkadin de Orson Welles y luego vio cómo nueve de sus novelas eran llevadas al cine. También el que en 1938, con 18 años, dibujó en su cuaderno el perfil del crucero Canarias de la armada franquista. Como tripulante de ese barco pasó los años de la Guerra Civil, un tiempo al que terminaría dedicando la novela Madera de héroe.

Aquella experiencia, con todo, no le serviría para sortear los resortes del Régimen. En la exposición se recogen sus continuos encontronazos con la censura, que primero forzaron su abandono de la dirección de El Norte de Castilla y luego afectaron a su obra literaria: torpedeando la adaptación cinematográfica de Mi idolatrado hijo Sisí u obligando a arrancar una hoja de cada ejemplar de El príncipe destronado, ya encuadernado, y a encolar otra a mano. Todo por esta frase: “¡Qué jodío chico! ¡No piensa más que en matar, parece un general!”.

Consciente del cambio de sensibilidad social, el propio comisario recordó ayer otro de los universos abordados en la muestra: la caza. “La tratamos”, explicó Marchamalo, “según la entendía Miguel Delibes, como algo apegado al mundo rural, sostenible. Siempre detestó la caza de los señoritos, los safaris, la competencia por el número de piezas”. Esa repulsión —sumada a la defensa de los humillados y sometidos que recorre su obra— fue uno de los detonantes de una de sus novelas más populares, Los santos inocentes. Publicada en 1981, Mario Camus la convirtió tres años más tarde en un clásico instantáneo del cine español. Alfredo Landa y Paco Rabal se llevaron el premio de interpretación del festival de Cannes en una edición en la que competían con estrellas mundiales como Marcello Mastroianni o Anthony Hopkins. En la Biblioteca Nacional se puede escuchar a José Sacristán leyendo las primeras páginas del libro y, metros más allá, a Rabal en el papel de Azarías llamando a otro de los grandes personajes de Miguel Delibes, un pájaro esta vez, la Milana.

 
Ted Chiang: “La ciencia-ficción hace creíble cualquier premisa de la filosofía”
Autor del relato que inspiró la película La llegada, el pope de lo fantástico especulativo (y redactor de manuales de 'software') repiensa la relación entre humanidad y tecnología en 'Exhalación', su segundo libro de cuentos en 30 años



LAURA FERNÁNDEZ

19 SEP 2020


El escritor estadounidense Ted Chiang.


El escritor estadounidense Ted Chiang. ALAN BERNER




Descuelga el teléfono virtual en lo que parece su despacho, allá en el lejano y aún no tan frío Seattle. Hay una pared forrada de libros a sus espaldas. Lleva cascos, es por la mañana. Dice que empezó a escribir a los 11 años, después de leer a Isaac Asimov. Cuando se le pregunta si se considera más un filósofo que un escritor de ciencia-ficción, se ríe. No a carcajadas, porque todo en Ted Chiang (Nueva York, 53 años) es contención. Ha escrito apenas 19 relatos en 30 años, pero con todos ha dado en algún tipo de blanco. El mundo le conoce por lo que Denis Villeneuve y Eric Heisserer hicieron con uno de ellos. El libro se titulaba La historia de tu vida y ponía al ser humano contra las cuerdas del orden narrativo, y de su propia condición de máquina del tiempo. De eso iba La llegada, la película que protagonizó Amy Adams, en la piel de una heroína atípica que intenta comunicarse con una raza extraterrestre para la que no existe el tiempo. Todo para ellos ocurre a la vez, porque su lenguaje no comprende el pasado, el presente y el futuro. “No me consideraría filósofo, pero es cierto que escribo sobre cuestiones filosóficas. La ciencia-ficción es perfecta para eso. Hace atractiva y creíble cualquier premisa del pensamiento. Hoy el mundo leería más filosofía si, en vez de redactar tratados, los filósofos hubiesen escrito relatos de ciencia-ficción”, responde.

El autor no teme la etiqueta. Ocupa la cima del género fantástico desde la publicación de su primer libro de relatos, en 2002, y se siente cómodo en esa condición tan altamente literaria que lo vuelve indistinguible de cualquier otro tipo de género, que lo convierte, en realidad, en un género en sí mismo, y a él, en el alumno más aventajado de Isaac Asimov. No cree que el término tenga nada de malo. “La ciencia-ficción es un género poderoso, nos abre camino. Explora la inevitabilidad del cambio”, dice.

Sus discursos son largos. Se detiene a pensar a menudo, se hace el silencio entonces, un silencio que tiende a romper con un “you” — pronunciado exactamente como se lee—, una muletilla que es como una pequeña base desde la que partir en otra dirección, o seguir sumergiéndose en la misma. Acaba de publicar Exhalación (Sexto Piso / Mai Més en catalán), su segunda colección de relatos. Tres de los nueve cuentos incluidos en ella ganaron en su momento el Premio Hugo. En total, y con tan solo los mencionados 19 relatos publicados, Chiang ha sido distinguido, entre otros, con cuatro Hugo, cuatro Nebula, seis Locus y el British Science Fiction Association Award. Es la primera vez que ocurre algo así. Que alguien con tan poca obra haya ganado tantos premios y supuesto semejante revolución.



Ted Chiang: “La ciencia-ficción hace creíble cualquier premisa de la filosofía”





¿Por qué escribe tan poco? “Oh, ojalá pudiera escribir más. Ojalá pudiera escribir con una mayor celeridad, pero me resulta imposible. Tardo meses, a veces, años, en desarrollar una idea. Me asaltan ideas todo el tiempo, pero solo me quedo con las que me atormentan. Las que vuelven una y otra vez. Entonces trato de encontrar la manera de convertirlas en un cuento”, responde. Es un proceso altamente artesanal. Pasa con esas ideas tanto tiempo que eso explica, dice, por qué escribe siempre sobre lo que él considera “el lado bueno de la naturaleza humana”. “Quiero decir, tengo buenos y malos días, como todo el mundo. La política norteamericana me resulta, por ejemplo, descorazonadora, y me hace pensar en lo peor del ser humano. Pero no quiero pasar meses, ni años, que es lo que tardo en escribir mis relatos, como he dicho, pensando en lo peor del ser humano. Quiero pensar en lo mejor, porque la gente puede ser maravillosa. En cierto sentido lucho contra mi propia condición, porque tiendo a ser cínico y pesimista. Supongo que la ficción es una especie de armadura que no me deja caer”, dice.

Con ascendencia china, Chiang estudió Informática y se dedica a redactar manuales de software. Hay un relato en Exhalación, ‘El ciclo de vida de los elementos de software’, que nos imagina criando a seres virtuales tan reales y autoconscientes como los androides de Philip K. Dick. “Me gusta Philip K. Dick, pero no he leído todos sus libros. En ese relato me pregunto cómo se hace una persona, y a la vez deconstruyo la idea del robot. Siempre me he preguntado por qué la ciencia-ficción ha creído que el robot o el androide es, de entrada, perfecto. Todos los relatos nos dicen que lo encargas a la fábrica, llega a tu casa, lo enciendes y ya es el perfecto mayordomo. Te obedece, es leal. No hace nada mal. Y encima tiene autoconciencia. ¿De veras hemos creído que podemos programar a una persona sin más?”, expone.

La memoria es, junto a la absurda y ególatra necesidad del ser humano de buscar otras civilizaciones fuera de este planeta —“cuando hay tantas en este planeta con las que comunicarse”, dice, refiriéndose a los animales—, uno de los temas centrales del libro, y de su obra. “¿A qué escritor no le interesa la memoria? Somos lo que elegimos recordar”, dice. El relato ‘La verdad del hecho, la verdad del sentimiento’, nació de una de esas ideas que volvían a su cabeza todo el tiempo. “Leí un artículo sobre una mujer que no tenía memoria episódica. Es decir, recordaba cosas, pero no en forma de escenas. Por ejemplo, sabía que estaba casada y que había ido de luna de miel a Hawái, pero no recordaba nada de esa luna de miel. Sabe que ha sido niña, pero no tiene ni un solo recuerdo de su infancia. No podía quitármela de la cabeza. Y pensé en escribir sobre lo contrario, sobre poder llegar a recordarlo todo con exactitud. ¿Quién seríamos entonces? ¿Seríamos alguien?”, relata.




LA LLEGADA (2016) Tráiler Oficial Español








Sobre la actual pandemia —“oh, soy un afortunado, no tengo por qué salir de casa, así que no estoy expuesto, y tampoco tengo hijos de los que preocuparme”, dice—, asegura que no había forma de prevenir nuestro comportamiento, por más que la ciencia-ficción llevase años ensayando una situación parecida. ¿Y eso por qué? “Porque toda ficción tiende al drama, y siempre que se ha dado una plaga en alguna de ellas, todo va muy rápido: todo el mundo se contagia y todo el mundo muere. El real es un escenario más moderado, menos dramático. En la ficción, la sociedad colapsa al instante, y eso no es porque pensemos que sería así, sino porque los escritores están advirtiendo de la fragilidad de nuestro sistema, de la fragilidad del sentido de la civilización. Es un temor, no es una realidad.

La pandemia nos ha enseñado que la gente no es tan mala como cree el cine de desastres, por ejemplo. Nos hemos ayudado, nos estamos ayudando, y empezamos a ser conscientes de lo que verdaderamente importa, incluso en el ámbito laboral. Los trabajos que importan son aquellos que traen comida a casa y fabrican cosas y nos curan”, responde. En cualquier caso, considera, repite, que si hay “algo sobre lo que pretende aleccionarnos la ciencia-ficción es sobre que debemos estar abiertos al cambio”. No en vano, nació para tratar de explicar el futuro a las criaturas del pasado que éramos cuando estalló la Revolución Industrial. “Hasta entonces todo había sido previsible, a partir de entonces, todo era un misterio”, dice.

¿Y qué opina del auge de la ciencia-ficción china? ¿Por qué cree que a Occidente le interesa sobremanera estos días? “Por un lado, creo que es solo cosa del éxito que tuvo La trilogía de los tres cuerpos, de Cixin Liu. Económicamente y como tendencia, supongo que es el nuevo noir escandinavo. Tan sencillo como eso. Por otro, creo que hay algo interesante en la nueva ciencia-ficción china que quizá también tenga algo que ver con esa pequeña ola, y es que es muy parecida a la ciencia-ficción de la edad de oro norteamericana, aquella ciencia-ficción triunfalista que soñaba con las estrellas y viajaba a las estrellas. Supongo que es un alivio ver que alguien sigue soñando cuando en Occidente se ve el futuro como lo plantea Interstellar, como un gran desierto sin esperanza.

Lo que no tengo tan claro es que ese triunfalismo acabe siendo algo más que un gesto vacío, que es lo que será mientras no haya un gran blockbuster cinematográfico chino que llegue a todo el mundo. Y estoy hablando de cine. Cine chino de ciencia-ficción que sea popular en todo el mundo”, considera. Hablando de cine, ¿algún otro de sus relatos va a dar el salto a la pequeña o la gran pantalla en breve? “Hay algo en marcha, pero no he firmado nada aún, así que no lo sé”, contesta. Sigue siendo por la mañana en Seattle, es un día de principios de septiembre, ¿le da vueltas a alguna idea en estos momentos? “Siempre lo hago, pero a veces, la idea desaparece, así que mejor no hablar de ella”.


 
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Foto: Imagen de Leonardo DiCaprio en 'El lobo de Wall Street'


Imagen de Leonardo DiCaprio en 'El lobo de Wall Street'




AUTOR
CULTURA
21/09/2020



Compre con el rumor, venda con la noticia. La Bolsa, esa mágica quimera que deslumbra a tantos inversores en ciernes, es algo más que un arcano de imposible comprensión sujeto a las puras leyes del azar y la locura de los hombres (que también). Se puede aprender mucho sobre inversión, mercados, bolsa, patrimonio, dinero y educación financiera leyendo un puñado de libros fundamentales que servirán a su vez de puerta a otros títulos y forjarán poco a poco, una conciencia firmemente asentada de los riesgos y posibilidades de tan apasionante aventura. Saber y ganar.


1. 'El inversor inteligente' - Benjamin Graham


'El inversor inteligente' (Deusto)


'El inversor inteligente' (Deusto)


Probablemente el mejor libroparara aprender a invertir en bolsa de todos los tiempos, la Biblia de los mercados, el gran clásico de los clásicos de la Bolsa a largo plazo, ojo, que apuesta por la creación de valor y no por la especulación de casino. Escrito en 1949 por el sabio Benjamin Graham y actualizado en sucesivas ediciones, el más de medio siglo pasado desde entonces ha ido dando la razón a todas y cada una de sus afirmaciones. Obra fundamental tanto para inversores consolidados como amateurs primerizos, repleta de buena divulgación basada en la propia experiencia e impagables ejemplos, 'El inversor inteligente' es un tesoro de conocimiento financiero que no puede faltar en ninguna biblioteca.

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2. 'Padre rico, padre pobre' - Robert T. Kiyosaki

'Padre rico, padre pobre' (Debolsillo)
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Padre rico, padre pobre' (Debolsillo)

Un superventas entrañable de la educación financiera que pretende argumentar que las salvajes diferencias que separan a ricos y pobres tienen más que ver con el tipo de cultura que se transmite en ambos grupos que con razones de mérito o ventajas adquiridas. Un libro paradójico, desmitificador y tremendamente ameno que han devorado ya millones de personas en todo el mundo que han aprendido así que, frente a lo que pensaban, su casa no es una inversión y la educación de sus hijos, mucho menos esencial de lo que creían. Robert T. Kiyosakiescribió después de este un montón de títulos también muy vendidos e interesantes pero ninguno con el sabor y la frescura de esta obra.

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3. 'Dinero: domina el juego' - Tonny Robins

'Dinero: domina el juego' (Deusto)



'Dinero: domina el juego' (Deusto)

¿Qué mejor para ser como Ray Dalio, Warren Buffett, Carl Icahn y Steve Forbes qué preguntarles a ellos mismos cómo hicieron para conseguirlo, para convertirse en auténticas primeras figuras en el arte de amasar dinero con dinero? Es de ello de lo que se ocupa en estas páginas el gran gurú mundial de la superación personal Tony Robbins a lo largo de más de medio centenar de entrevistas. E incluye su particular versión de las siete reglas fundamentales para alcanzar de una vez por todas la libertad financiera y, con ella, la tranquilidad personal y familiar de por vida.

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4. 'El lobo de Wall Street' - Jordan Belfort

'El lobo de Wall Street' (Booket)


'El lobo de Wall Street' (Booket)

Las finanzas también pueden sazonarse con toda clase de drogas, s*x* desenfrenado y espectaculares chanchullos. Palabra de Jordan Belfort, más conocido como 'el lobo de Wall Street', fundador de la mítica firma Stratton Oakmont y autor de estas divertidísimas memorias llevadas al cine por Martin Scorsese que sirven al tiempo de excelente introducción a la excitante locura de los mercados bursátiles. Tras convertirse en un joven multimillonario a principios de los noventa con sus agresivas y engañosas estrategias bursátiles, Belfort fue enchironado por malversar cerca de 150 millones de euros de pequeños y grandes inversores. El empresario colaboró con la justicia para reducir su condena y aprovechó para reinventarse como bróker que ha visto por fin la luz.

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5. 'La gran apuesta' - Michael Lewis

'La gran apuesta' (Debolsillo)



'La gran apuesta' (Debolsillo)

Michael Lewis no sólo es el mejor periodista financiero de su generación, uno de los más grandes divulgadores de los últimos años y además un tipo divertido y prolífico al que merece la pena seguirle la pista. Después de contar sus demenciales pinitos literarios como bróker en los 80 en la genial 'El póker del mentiroso', logró aquí en 'La gran apuesta' (también llevada al cine) uno de las más brillantes resúmenes de la epidemia de ceguera, autoengaño y vicios compartidos que condujo a la gran crisis de 2008 a través del fabuloso y minoritario grupo de frikis que supo preverla y forrarse con ello tumbando a los más grandes. Imprescindible.

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Milan Kundera, profeta por fin en su tierra
El escritor checo, que vive en París desde que se exiliara a Francia en 1975 para escapar de la dictadura comunista en la entonces Checoslovaquia, ha sido galardonado con el prestigioso premio Franz Kafka, que se concede en su país natal



El escritor checo Milan Kundera


El escritor checo Milan Kundera - AFP



MADRID Actualizado:23/09/2020

El escritor Milan Kundera ha sido galardonado con el prestigioso premio Franz Kafka 2020, que conceden la Sociedad Franz Kafka y la ciudad de Praga. Este reconocimiento, que se le otorga en reconocimiento a toda su trayectoria, supone la reconciliación definitiva entre Kundera y su país de origen, ya que el autor se exilió en 1975 a Francia huyendo de la dictadura comunista de la entonces Checoslovaquia.

«Su obra representa no sólo una contribución extraordinaria a la cultura checa (...) sino que ha tenido un eco en la cultura europa y mundial, después de haberse vertido en mas de cuarenta idiomas», sostiene el jurado del premio sobre el escritor, que tiene 91 años. Al recibir la noticia del galardón, Kundera mostró su alegría y aseguró sentirse «honrado, en especial porque se trata del premio Kafka, el premio de un colega escritor», informa Efe. El escritor, que decidió este año donar su biblioteca y archivo a su ciudad natal, Brno, dijo, además, sentir por Kafka «una cercanía por encima de otros».

Kundera nació el 1 de abril de 1929 en Brno (actual República Checa). Estudió en el Carolinum de Praga y se formó en Cine en el Instituto de Estudios Cinematográficos de la capital checoslovaca. En ese centro, además de escribir y tocar jazz, música que interpretó desde su adolescencia (su padre era el pianista y musicólogo Ludvik Kunderaku), Kundera impartió clases de Historia del Cine.

En 1948 se afilió al Partido Comunista, pero dos años más tarde fue expulsado por sus posiciones individualistas, según los dirigentes. Más tarde, Kundera regresó al partido, pero en 1970 se alejó definitivamente de su ideología al no estar de acuerdo con sus posiciones totalitarias y colectivistas.


Del reconocimiento al exilio
Sus primeros textos publicados fueron de carácter poético, en libros como «El hombre es mi jardín» (1953) o «Monólogos» (1957). Aunque Kundera se dio a conocer en el ámbito literario con «La broma» (1967), una sátira del comunismo estalinista que le valió el reconocimiento en su país. Sin embargo, con la reinstauración de un Gobierno fiel a la URSS se le vetó como escritor en Checoslovaquia, prohibiéndose sus libros. En ese momento, Kundera se vio obligado a exiliarse.

Tras fijar su residencia a mediados de la década de los setenta en París, donde vive actualmente con su mujer, la compositora Vera Hrabankova, con la que se casó en 1967, Kundera siguió manteniendo una difícil relación con su país de origen, incluso tras la llegada de la democracia. En 1978, la dictadura comunista le retiró la nacionalidad por su exilio y el escritor obtuvo la francesa en 1982. De hecho, a partir de 1994 adoptó el francés como lengua literaria y ha llegado a negarse a revisar las traducciones al checo de su obra. En París, ejerció como profesor en la Escuela de Ciencias Sociales y enseñó Literatura en la Universidad de Rennes.

En 2019, Kundera aceptó la nacionalidad checa que le ofreció el actual primer ministro, Andrej Babis, como desagravio al trato que le dio el anterior régimen. En los últimos años, se han producido gestos de reconciliación entre Kundera, el escritor checo más popular después de Kafka, y su país natal, al que, sin embargo, no ha regresado en 23 años. Entre las obras más conocidas de Kundera están, además de la ya mencionada «La broma», «El libro de la risa y el olvido» (1979), «La inmortalidad» (1990) y, sobre todo, «La insoportable levedad del ser» (1984), su novela más vendida y traducida.

El premio Kafka, que se concede desde 2001 y es uno de los más prestigiosos del mundo, homenajea a autores contemporáneos cuya obra tiene una calidad literaria «excepcional» y trasciende fronteras. En ediciones anteriores, han resultado galardonados Philip Roth, Amos Oz, Haruki Murakami, Margaret Atwood, Claudio Magris o Peter Handke, último premio Nobel de Literatura. El galardón consiste en una estatuilla de bronce que representa al autor checo realizada por el escultor Jaroslav Róna y un premio en metálico de 10.000 dólares (unos 8.863 euros).


 
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