El baúl de los fragmentos perdidos

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Aquello no era un suspiro, no era un gemido, era realmente un grito. Gritaba tanto que Tomás separó la cabeza de su cara. Creía que la voz que sonaba justo al lado de su oído le iba a romper el tímpano. Aquel grito no era una expresión de sensualidad. La sensualidad es la máxima movilización de los sentidos: una persona observa atentamente a la otra y escucha cada uno de los sonidos que produce. En cambio su grito pretendía aturdir a los sentidos para que no vieran ni oyeran. Quien gritaba era el propio idealismo ingenuo de su amor que quería ser la superación de todas las contradicciones, la superación de la dualidad entre el cuerpo y el alma y quién sabe si la superación del tiempo.

¿Tenía los ojos cerrados? No, pero no miraba con ellos hacia parte alguna, los tenía fijos en el vacío del techo. Por momentos giraba bruscamente la cabeza hacia uno y otro lado.

Cuando se acabó el grito, se durmió a su lado y le tuvo la mano cogida durante toda la noche.

Desde los ocho años se dormía ya con las manos entrelazadas, imaginando que tenía cogido al hombre que amaba, al hombre de su vida. Podemos entender ahora que apretara la mano de Tomás con tal terquedad: desde la infancia se había estado preparando y entrenando para ello.


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Una chica que, en lugar de llegar «más alto», tiene que servir cerveza a borrachos y los domingos lavarles la ropa sucia a sus hermanos acumula dentro de sí una reserva de vitalidad que no podrían ni soñar las personas que van a la universidad y bostezan en las bibliotecas. Teresa había leído más que ellos, había aprendido de la vida más que ellos, pero nunca será consciente de eso. Lo que diferencia a la persona que ha cursado estudios de un autodidacta no es el nivel de conocimientos, sino cierto grado de vitalidad y confianza en sí mismo. El entusiasmo con el cual Teresa se lanzó a vivir en Praga era al mismo tiempo feroz y frágil. Como si esperara que algún día alguien le dijera: «¡Tú no tienes nada que hacer aquí! ¡Regresa por donde has venido!». Todas sus ganas de vivir pendían de un hilo: de la voz de Tomás que una vez hizo que saliese a la superficie su alma tímidamente escondida en sus entrañas.

Teresa consiguió un puesto en el laboratorio fotográfico, pero eso no le bastaba. Quería ser ella misma quien hiciera las fotografías. Sabina, la amiga de Tomás, le prestó tres o cuatro libros de fotógrafos famosos, quedó con ella en una cafetería y le fue explicando lo que había de interesante en las fotografías de cada libro. Teresa la escuchaba con una silenciosa concentración, como la que pocos profesores han visto jamás en las caras de sus alumnos.

Gracias a Sabina comprendió el parentesco entre la fotografía y la pintura, obligando a Tomás a que la acompañara a todas las exposiciones que había en Praga. Pronto consiguió colocar en el semanario sus propias fotos y un día pasó del laboratorio al equipo de fotógrafos profesionales de la revista.

Esa misma noche fueron a celebrar su ascenso con los amigos a un bar y estuvieron bailando. Tomás se puso de mal humor y, al insistir ella en que le dijese qué había pasado, terminó confesándole, cuando llegaron a casa, que había sentido celos al verla bailar con su compañero.

«¿De verdad que tuviste celos?» le preguntó casi diez veces, como si le estuviera comunicando que le habían dado el premio Nóbel y ella no pudiera creérselo.

Luego le cogió por la cintura y empezó a bailar con él por la habitación. Aquél no era un baile como el que había bailado una hora antes en el bar. Era como una especie de bailoteo de aldea, un brincar enloquecido durante el cual levantaba las piernas en el aire, daba grandes saltos desmañados y lo arrastraba por la habitación de un lado a otro.

Por desgracia, al poco tiempo ella misma empezó a tener celos y sus celos no fueron para Tomás como un premio Nobel ,sino como una carga de la que no se libraría hasta poco antes de su muerte.

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Fragmentos del Capítulo VII. Viaje en Tren hacia mi infancia.

Apreté la cara contra la ventanilla y curvé las manos junto alas sienes para que el reflejo en los cristales no me privara de la contemplación del paisaje. El Tren abandonada la sórdida zona de mugre próxima a la estación, ganaba velocidad entre las claridades de la Casa de Campo, y enfilaba hacia los nítidos azules de la Sierra de Guadarrama como si quisiera perforar un lienzo de Velázquez.

Trazó el tren una amplia curva al cruzar sobre el río y Madrid se ofreció por última vez a mi vista. Desvié la mirada, no quería verlo. Me recliné en mi asiento y hundí la cara entre mis manos fingiendo dormir. Me gustaba imaginar las horas futuras.

Apenas la máquina se puso en marcha, el recuerdo de Tonuca volvió a mí, y se alojó de nuevo en mi dolor.

Quiero estar solo – murmuré .Y al ver que Tonuca me seguía hacia mi cuarto, insistí gritando- ¡Déjame solo!

Mis dos compañeros de viaje alzaron la vista hacia mí. Me azoré profundamente al comprobar que había dicho estas últimas palabras en voz alta. Aplasté el cigarrillo contra el cenicero y dejé descassar la vista hacia el panorama de la Sierra, ocultando mi turbación.

A pesar de los túneles y puentes que perforan la montaña y salvan los desniveles de los barrancos y vaguadas, el tren no era insensible a la pendiente. La velocidad había disminuido mucho. Los bosques no eran tan espesos que no permitieran a través del enrejado de los pinos ver las laderas de enfrente, donde el ganado pastaba en libertad. Nubecillas de vapor emergían del belfo de las yeguas. Debía hacer frío en el exterior, a pesar de que el sol cegaba los ojos al reflejarse en la nieve de las cumbres más altas. Desde este punto de la Sierra no se veía Madrid; no obstante, desde Madrid sí se veía el punto en que estábamos, muy próximo a la cumbre. Comprendí entonces que había llegado al límite del espacio que Velázquez pintaba. Él fue el primero capaz de captar la dimensión del aire: en crear sensación de distancias en la pura transparencia. Los retratos del Conde Duque, o el Infante Baltasar Carlos, a caballo; los de Felipe IV de caza e incluso uno geográficamente alejado de nuestro suelo como la Rendición de Breda, tuvieron como modelos los azules de la Sierra de Guadarrama vista desde Palacio. “Más allá” de la Sierra, ni su vista ni sus pinceles alcanzaron. Yo comenzaba a penetrar en aquel “más allá”…

De Pepa Niebla, de Torcuato Luca de Tena
 
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Marchaba alrededor de la piscina, desnuda, junto a un montón de mujeres desnudas. Tomás estaba arriba en un cesto que colgaba del techo de la piscina, les gritaba, las obligaba a cantar y a hacer flexiones.

Cuando alguna hacía mal un ejercicio, le disparaba.

Quiero volver una vez más a ese sueño: el terror no empezaba en el momento en que Tomás disparaba el primer tiro. El sueño era horroroso desde el comienzo. Ir desnuda junto a las demás mujeres desnudas, marcando el paso, era para Teresa la imagen básica del horror. Cuando vivía en casa de su madre no la dejaban cerrar con llave la puerta del cuarto de baño. De ese modo, la madre quería decirle: tu cuerpo es como los demás cuerpos; no tienes derecho alguno a la vergüenza; no tienes motivo alguno para ocultar algo que se repite en decenas de millones de ejemplares. En el mundo de la madre todos los cuerpos eran iguales y marchaban en fila uno tras otro. La desnudez era para Teresa, desde su infancia, el signo de la uniformidad obligatoria del campo de concentración; el signo de la humillación.

Y aún había otro horror, nada más empezar el sueño: ¡todas las mujeres tenían que cantar! No era sólo que sus cuerpos fuesen iguales, igualmente despreciables, que fueran meros mecanismos sonoros sin alma, ¡sino que además las mujeres se alegraban de ello! ¡Aquélla era la alegre solidaridad de los imbéciles! Las mujeres estaban felices de haberse deshecho de la carga del alma, de ese ridículo orgullo, de la ilusión de la excepcionalidad, felices de ser por fin todas iguales. Teresa cantaba con ellas pero no se alegraba. Cantaba por temor a que, si no lo hiciera, las mujeres la mataran.

¿Pero qué significado tenía que Tomás les disparara y que cayeran una tras otra muertas a la piscina?

Las mujeres que se alegran de ser idénticas e indiferenciables celebran en realidad su muerte futura, que hará que su identificación sea absoluta. Por eso el disparo no era más que la feliz culminación de su marcha macabra. Por eso, después de cada disparo de la pistola, empezaban a reír alegremente y, mientras el cadáver se hundía bajo la superficie, ellas cantaban aún más alto.

¿Y por qué era precisamente Tomás el que disparaba y por qué quería matar también a Teresa?

Porque había sido él mismo quien había hecho que Teresa fuera a parar allí. Eso era lo que quería decirle a Tomás el sueño, ya que Teresa era incapaz de decírselo por su cuenta. Ella había venido a buscarlo para huir del mundo de la madre, donde todos los cuerpos eran iguales. Había venido a buscarlo para que su cuerpo se volviese único e irremplazable. Y ahora él volvía a dibujar el signo de la igualdad entre ella y las otras: a todas las besa igual, las acaricia igual, no hace ninguna, ninguna, ninguna diferencia entre el cuerpo de Teresa y otros cuerpos. De ese modo la había mandado de vuelta al mundo del que quería escapar. La había mandado a marchar desnuda junto a otras mujeres desnudas.


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Soñaba alternadamente tres seriales de sueños: el primero, en el que la atacaban las gatas, hablaba de sus sufrimientos mientras vivía; el segundo serial mostraba su ejecución en innumerables variaciones; el tercero hablaba de su vida después de muerta, en la cual su humillación se convertía en una situación que no tenía fin.

En estos sueños no había nada que descifrar. Las acusaciones que iban dirigidas a Tomás eran tan claras que lo único que él podía hacer era callar y acariciar la mano de Teresa con la cabeza gacha.

Además de explícitos, aquellos sueños eran hermosos. Esta es una circunstancia que se le escapó a Freud en su teoría de los sueños. El sueño no es sólo un mensaje (eventualmente un mensaje cifrado), sino también una actividad estética, un juego de la imaginación que representa un valor en sí mismo.

El sueño es una prueba de que la fantasía, la ensoñación referida a lo que no ha sucedido, es una de las más profundas necesidades del hombre. Esta es la raíz de la traicionera peligrosidad del sueño. Si el sueño no fuera hermoso, sería posible olvidarlo rápidamente. Pero ella regresaba constantemente a sus sueños, volvía a proyectárselos, los transformaba en leyendas. Tomás vivía bajo el hipnótico encanto de la atormentadora belleza de los sueños de Teresa.

«Teresa, Teresita, ¿adonde te me escapas? Si sueñas todos los días con la muerte, como si de verdad quisieras irte...» le dijo mientras estaban sentados uno frente al otro en un bar.

Era de día, la razón y la voluntad estaban de nuevo en el poder. Una gota de vino se deslizaba lentamente por el cristal de la copa y Teresa decía: «No es culpa mía, Tomás. Lo entiendo. Sé que me quieres. Sé que lo de las infidelidades no es ninguna tragedia...».

Lo miraba con amor, pero tenía miedo de la noche siguiente, tenía miedo de sus sueños. Su vida estaba desdoblada. El día y la noche luchaban por ella.



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Aquel que quiere permanentemente «llegar más alto» tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo.

¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.

La comitiva de mujeres desnudas alrededor de la piscina, los cadáveres en el coche fúnebre, que se alegraban de que Teresa estuviese muerta como ellos, ése era el «abajo» que la espantaba, del cual ya había huido una vez, pero que la seducía en secreto. Ese era su vértigo: era la llamada de una dulce (casi alegre) renuncia a su destino y a su alma. Era la llamada de la solidaridad de los imbéciles y en sus momentos de debilidad sentía ganas de obedecer a esa llamada y volver a casa de su madre. Sentía ganas de ordenar que los marinos del alma se retirasen de la cubierta del cuerpo; de sentarse con las amigas de la madre y reírse de que una de ellas ha soltado una sonora ventosidad; de marchar con ellas desnuda alrededor de la piscina y de cantar.


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Es cierto que hasta que se fue de casa Teresa había estado luchando con su madre, pero no olvidemos que al mismo tiempo sentía por ella un amor no correspondido. Hubiera sido capaz de hacer por ella cualquier cosa con tal de que la madre se lo hubiera pedido con voz amorosa. Y si encontró la fuerza necesaria para marcharse, fue porque nunca llegó a oír esa voz.

Cuando la madre comprendió que su agresividad había perdido su poder sobre la hija, empezó a escribirle a Praga cartas llenas de lamentaciones. Se quejaba del marido, del jefe, de su salud, de sus hijos y decía que Teresa era la única persona que le quedaba en la vida. A Teresa le pareció que por fin oía la voz del amor materno, de ese amor que había estado deseando durante veinte años, y tuvo ganas de volver. Sus ganas de volver aumentaban porque se sentía débil. Las infidelidades de Tomás le descubrieron de pronto su propia impotencia, y de la sensación de impotencia nació el vértigo, el inmenso deseo de caer.

Una vez la llamó la madre. Parece que tiene cáncer. Apenas le quedan ya unos meses de vida. Aquella noticia transformó en rebelión la desesperación de Teresa por las infidelidades de Tomás; se echaba en cara haber traicionado a la madre por un hombre que no la amaba. Estaba dispuesta a olvidar todos los sufrimientos que la madre le había producido. Ahora estaba dispuesta a comprenderla. En realidad las dos estaban en la misma situación: la madre ama al padrastro igual que Teresa ama a Tomás y el padrastro hace padecer a la madre con sus infidelidades igual que Tomás tortura a Teresa. Si la madre había sido mala con Teresa, fue sólo porque sufría demasiado.

Le habló a Tomás de la enfermedad de la madre y le comunicó que se tomaría una semana de vacaciones para ir a verla. Su voz estaba llena de rebeldía.

Como si intuyese que lo que atraía a Teresa hacia la madre era el vértigo, a Tomás le disgustó la idea del viaje. Llamó al hospital de la pequeña ciudad. El sistema de control de los casos de cáncer es muy preciso en Bohemia, de modo que le fue muy fácil comprobar que a la madre de Teresa nunca le habían encontrado nada que fuese sospechoso de cáncer y que, además, durante el último año no había ido nunca al médico.

Ella le hizo caso a Tomás y no fue a ver a su madre. Pero ese mismo día se hizo un raspón en la rodilla al caerse en la calle. Su andar se volvió inseguro y casi todos los días se caía en algún sitio, se lastimaba con algo o, por lo menos, dejaba caer algo que tenía en la mano.

Había en ella un deseo insuperable de caer. Vivía en un vértigo permanente.
Aquel que se cae está diciendo: «¡Levántame!». Tomás la levantaba pacientemente.

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«Quisiera hacer el amor contigo en mi estudio, como en un escenario. Alrededor habría gente y no podrían acercarse ni un paso. Pero no podrían quitarnos los ojos de encima...»

Con el paso del tiempo, aquella imagen iba perdiendo su crueldad inicial y empezaba a excitarla. Varias veces le recordó al oído aquella situación a Tomás mientras hacían el amor.

Se le ocurrió que existía una manera de escapar de la condena que veía en las infidelidades de Tomás: ¡que la lleve consigo!, ¡que la lleve cuando vaya a ver a sus amantes! Quizás ésa sea la manera de convertir otra vez a su cuerpo en el primero y el único de todos. El cuerpo de ella se volvería un alter ego de él, su ayudante y su asistente.

«Yo te desnudaré, te lavaré en el baño y después te las traeré», le susurraba mientras estaban abrazados. Deseaba que se convirtieran en un ser hermafrodita y que los cuerpos de las demás mujeres fuesen su juguete compartido.



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Convertirse en el alter ego de su vida poligámica. Tomás no quiere entenderlo, pero ella no podía librarse de aquella imagen y trataba de estrechar relaciones con Sabina. Le propuso hacerle unas fotos.

Sabina la invitó a su estudio y ella pudo ver, por fin, aquella amplia habitación en medio de la cual había una cama ancha en forma de cuadrado, como un podio.

«Es una vergüenza que no hayas venido nunca a mi casa», le decía Sabina y le enseñaba los cuadros que estaban apoyados contra la pared. Incluso sacó de alguna parte una obra antigua que había hecho cuando aún estaba en la escuela. Representaba una fábrica en construcción. La había pintado en una época en que la escuela exigía el más severo realismo (el arte no realista era considerado entonces como una subversión del socialismo) y Sabina, llevada por el espíritu deportivo de la apuesta, trataba de ser aún más severa que los profesores y pintaba sus cuadros de modo que no se reconociesen las huellas del pincel y pareciesen fotografías en color.

«Este cuadro se me estropeó. Me cayó una mancha de pintura roja. Al principio estaba muy disgustada, pero luego aquella mancha empezó a gustarme, porque parecía una grieta. Era como si la obra en construcción no fuese una obra de verdad, sino un decorado teatral cuarteado, sobre el cual la fábrica en construcción no estaba más que dibujada. Empecé a jugar con la grieta, a ampliarla, a inventar lo que se podría ver a través de ella. Así pinté mi primer ciclo de cuadros, a los que llamé tramoyas. Por supuesto que nadie podía verlos. Me hubieran echado de la escuela. Delante había siempre un mundo realista perfecto y detrás, como tras la tela rasgada de un decorado, se veía otra cosa, misteriosa o abstracta.»

Hizo una pausa y luego añadió: «Delante había una mentira comprensible y detrás una verdad incomprensible».

Teresa la escuchaba nuevamente con esa increíble concentración que pocos profesores han visto en la cara de un alumno suyo y constataba que, en efecto, todos los cuadros de Sabina, antiguos o actuales, hablan siempre de lo mismo, que son todos el encuentro simultáneo de dos temas, de dos mundos, que son como fotografías producidas por una doble exposición. Un paisaje detrás del cual reluce una lámpara de mesa. Una mano que rasga desde atrás el lienzo sobre el que está pintado un bodegón idílico, con manzanas, nueces y un árbol de navidad iluminado.

Sentía admiración por Sabina y, dado que la pintora se comportaba muy amistosamente, aquella admiración no iba acompañada por el miedo ni la desconfianza y se convertía en simpatía.

Casi olvidó que había venido a hacerle fotos. La propia Sabina se lo tuvo que recordar. Quitó la vista de los cuadros y volvió a ver la cama que estaba en medio de la habitación como en un escenario.


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Junto a la cama había una mesa de noche y encima de ella una pieza en forma de cabeza humana. Precisamente como las que emplean los peluqueros para las pelucas. Pero en aquella cabeza no había una peluca, sino un sombrero hongo. Sabina sonrió: «Era el sombrero de mi abuelo».

Teresa sólo había visto un sombrero como aquél, negro, duro, redondo, en película. Chaplin llevaba un sombrero de ésos. Sonrió, cogió el sombrero y lo estuvo examinando durante mucho tiempo. Luego dijo:

— ¿Quieres que te haga una foto con el sombrero puesto?

Sabina se rió de aquella pregunta durante largo rato. Teresa dejó a un lado el sombrero, cogió la cámara y empezó a hacer fotos.

Cuando ya llevaban casi una hora, dijo de pronto:

  • — ¿No quieres que te fotografíe desnuda?

  • — ¿Desnuda? —se rió Sabina.

  • — Sí —repitió Teresa valientemente su proposición.
    — Para eso necesitamos beber algo —dijo Sabina y abrió una botella de vino.
    Teresa se sentía débil, permanecía callada, mientras Sabina se paseaba por la habitación con un

    vaso de vino y hablaba de su abuelo que había sido alcalde de un pequeño pueblo; Sabina no le había conocido; lo único que le había quedado de él era ese sombrero y una fotografía en la que hay una tribuna en la cual están de pie, unos al lado de otros, varios dignatarios de pueblo; uno de ellos es el abuelo, no queda nada claro qué hacen en aquella tribuna, a lo mejor participan en alguna celebración, a lo mejor están inaugurando un monumento a otro dignatario que también lleva sombrero hongo en las celebraciones.

    Sabina estuvo largo rato hablando del sombrero y el abuelo, y cuando terminó el tercer vaso, dijo: «Espera» y se fue al cuarto de baño.

    Volvió vestida con un albornoz. Teresa cogió la cámara y la apoyó contra la mejilla. Sabina abrió el albornoz ante ella.

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    La cámara le servía a Teresa simultáneamente como ojo mecánico con el cual observaba a la amante de Tomás y como velo con el cual se cubría la cara ante ella.

    Sabina necesitaba algo de tiempo antes de decidirse a quitarse del todo el albornoz. La situación en la que se hallaba era algo más complicada de lo que había previsto. Cuando llevaban ya varios minutos de fotografías, se acercó a Teresa y le dijo: «Ahora te sacaré fotos yo a ti. Desnúdate».

    La palabra «desnúdate» la había oído Sabina muchas veces en boca de Tomás y se le había quedado grabada. Era por lo tanto una orden de Tomás que ahora le dirigía la amante de Tomás a la mujer de Tomás. El había unido a las dos mujeres con la misma frase mágica. Era su manera de transformar inesperadamente una inocente conversación con mujeres en una situación erótica: no mediante una caricia, un contacto,un elogio o un ruego, sino con una orden que daba de repente, inesperadamente, con voz suave pero con energía y autoridad, y y manteniendo la distancia física: en esos momentos nunca tocaba a la mujer.
    También a Teresa le decía con frecuencia, exactamente en el mismo tono, «¡desnúdate!» y, aunque lo dijera con suavidad, aunque apenas lo susurrase, era una orden y ella se sentía siempre excitada al obedecerla. Ahora oía la misma palabra y el deseo de obedecer era quizás aún mayor, porque obedecer a una persona extraña es particularmente demencial, una demencia que en este caso resultaba aún más hermosa porque la orden no la daba un hombre sino una mujer.

    Sabina cogió su cámara y Teresa se desnudó. Estaba ante Sabina desnuda y desarmada. Literalmente desarmada, es decir, sin la cámara con la que hasta hacía un momento se cubría la cara y apuntaba a Sabina como con un arma. Estaba entregada a la amante de Tomás. Aquella hermosa entrega la embriagaba. Deseaba que los instantes durante los cuales estaba desnuda ante ella, no acabaran nunca.

    Creo que Sabina también percibió el particular encanto de la situación; la mujer de su amante estaba ante ella, curiosamente entregada y tímida. Apretó dos o tres veces el disparador y luego, como si aquel encanto le hubiera dado miedo y quisiera alejarlo de sí, se echó a reír sonoramente.

    Teresa también rió y las dos mujeres se vistieron.


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Todos los anteriores crímenes del imperio ruso tuvieron lugar bajo la cobertura de una discreta sombra. La deportación de medio millón de lituanos, el asesinato de cientos de miles de polacos, la liquidación de los tártaros de Crimea, todo eso quedó en la memoria sin documentos fotográficos y, por lo tanto, como algo indemostrable, de lo que más tarde o más temprano se afirmará que fue mentira. En cambio, la invasión de Checoslovaquia en 1968 fue fotografiada y filmada por completo y está depositada en los archivos de todo el mundo.

Los fotógrafos y los camarógrafos checos se dieron cuenta de que sólo ellos podían hacer lo iónico que todavía podía hacerse: conservar para un futuro lejano la imagen de la violencia. Teresa se pasó siete días enteros en la calle fotografiando a los soldados y oficiales rusos en todas las situaciones que resultaban comprometedoras para ellos. Los rusos no sabían qué hacer. Habían recibido instrucciones precisas acerca de cómo debían comportarse cuando alguien les disparase o les tirase piedras, pero nadie les había dicho qué tenían que hacer cuando alguien les apuntase con el objetivo de una cámara.

Sacó un montón de carretes. La mitad de ellos se los regaló sin revelar a periodistas extranjeros (la frontera seguía abierta, los periodistas venían al menos por unos días y agradecían cualquier documento que pudieran conseguir). Muchas de aquellas fotos aparecieron en los más diversos periódicos extranjeros: había tanques, puños amenazantes, casas semiderruidas, muertos cubiertos con la ensangrentada bandera roja, blanca y azul, jóvenes que iban en moto a una enloquecida velocidad alrededor de los tanques y agitaban banderas nacionales con largos mástiles, jovencitas con faldas increíblemente cortas que provocaban a los pobres soldados rusos, sexualmente hambrientos, besándose ante sus ojos con viandantes desconocidos. He dicho ya que la invasión rusa no fue sólo una tragedia sino también una fiesta del odio, llena de una extraña (y ya inexplicable) euforia.


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Teresa se llevó a Suiza unas cincuenta fotografías que reveló ella misma cuidadosamente con todo su arte. Fue a ofrecerlas a un gran semanario. El redactor la recibió con amabilidad (todos los checos llevaban aún alrededor de la cabeza la aureola de su desgracia, que enternecía a los buenos suizos), la invitó a sentarse en un sillón, miró las fotos, las elogió y le explicó que ahora, cuando ya había transcurrido cierto tiempo desde los acontecimientos, no había («¡a pesar de que son muy hermosas!») posibilidad alguna de publicarlas.

«¡Pero en Praga nada ha terminado!», protestó e intentó explicarle en mal alemán que ahora,

precisamente cuando el país está ocupado, se crean en las fábricas, pese a todo, consejos de autogestión, que los estudiantes están en huelga en protesta por la ocupación y que todo el país sigue viviendo a su modo. ¡Eso es lo que resulta increíble! ¡Y ya no le interesa a nadie!

El redactor se puso contento al ver entrar en la habitación a una mujer enérgica, que interrumpió su conversación. La mujer le entregó una carpeta y le dijo:

— Aquí está el reportaje de la playa nudista.

El redactor era una persona fina y temía que la checa que había fotografiado los tanques considerase que retratar a gente desnuda en la playa era una frivolidad. Por eso colocó la carpeta muy lejos, al borde de la mesa y le dijo en seguida a la mujer que acababa de llegar:

— Te presento a una compañera tuya de Praga. Me ha traído unas fotos preciosas. La mujer le dio la mano a Teresa y cogió sus fotos.
— Échele mientras tanto una mirada a las mías —dijo.
Teresa estiró el brazo hasta la carpeta y sacó las fotos.

El redactor le dijo a Teresa con voz casi de disculpa:
— Esto es exactamente lo contrario de lo que ha fotografiado usted.
Teresa dijo:
— Qué va. Si es lo mismo.
Nadie entendió aquella frase y a mí mismo me causa cierta dificultad explicar lo que quería decir Teresa al comparar a una playa nudista con la invasión rusa.
. Estuvo observando las fotografías y se fijó durante largo rato en una en la que aparecían los cuatro miembros de una familia: la madre desnuda, inclinada hacia los hijos, de modo que le colgaban unas grandes t*tas, como le cuelgan a las cabras o a las vacas; detrás, el padre igualmente inclinado, cuyo paquete parecía también una especie de ubre en miniatura.

— ¿No le gusta? —preguntó el redactor.
— Está estupendamente hecha.
— Más bien parece que es el tema lo que le choca —dijo la fotógrafa—. Se le nota en seguida

que usted no es de las que van a una playa nudista. — No —dijo Teresa.

El redactor sonrió:
— Al fin y al cabo, se nota de dónde viene. Los países comunistas son terriblemente puritanos. La fotógrafa dijo con maternal amabilidad:
— ¡No hay nada de particular en los cuerpos desnudos! ¡Son normales! ¡Todo lo que es normal, es bello!

Teresa recordó a su madre cuando andaba desnuda por la casa. Oía en su interior una risa que sonaba en algún lugar a sus espaldas,mientras corría a cerrar las cortinas para que nadie viese a la madre desnuda.


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La fotógrafa invitó a Teresa a tomar un café.

— Las fotos que ha hecho son muy interesantes. He notado que tiene un enorme sentido del cuerpo femenino. ¡Ya sabe a lo que me refiero! ¡Esas jóvenes en posturas provocativas!

— ¿Las que se besan frente a los tanques rusos? —Sí. Sería usted una estupenda fotógrafa de moda. Claro que para eso necesitaría ponerse en contacto con alguna modelo. Lo mejor es que sea alguien que esté empezando, como usted. Luego podría hacer una serie de fotos de muestra para alguna firma. Claro que le haría falta algo de tiempo antes de salir adelante. Mientras tanto, sólo hay una cosa que podría hacer por usted. Presentarle al redactor que lleva la sección de jardinería. Es posible que allí necesiten fotos de cactus, rosas y cosas de ésas. —Muchas gracias —dijo Teresa sinceramente, porque notaba que la mujer que estaba frente a ella tenía buena voluntad.

Pero luego se dijo: ¿por qué iba a tener que hacer fotos de cactus? Y le repugnó la idea de tener que pasar una vez más por lo que había pasado ya en Praga: la lucha por el puesto, por la carrera, por cada foto publicada,

Nunca había sido ambiciosa por orgullo. Lo que quería era escapar del mundo de la madre. Sí, lo tenía completa mente claro: fotografiaba con gran ahínco, pero podía dedicar aquel ahínco a cualquier otra actividad, porque la fotografía no era más que un medio para llegar «más lejos y más alto» y vivir junto a Tomás. Dijo: — Sabe, mi marido es médico y puede mantenerme. No necesito dedicarme a la fotografía.

La fotógrafa dijo: — ¡No entiendo cómo puede dejar la fotografía después de haber hecho unos retratos hermosos!
Sí, las fotografías de los días de la invasión fueron otra cosa. Aquéllas no las había hecho motivada por Tomás, sino por pasión.

Pero no por la pasión por la fotografía, sino por la pasión del odio. Una situación así nunca volverá ya a repetirse. Además, aquellas fotografías, que hizo apasionadamente, nadie las quiere ya porque no son actuales. Sólo el cactus es eternamente actual. Y los cactus no le interesan.

Dijo:
— Es usted muy amable. Pero prefiero quedarme en casa. No necesito un empleo.

La fotógrafa dijo:
— ¿Y se encuentra a gusto quedándose en casa?

Teresa dijo:
— Más que fotografiando cactus.

La fotógrafa dijo:
— Aunque fotografíe cactus, es su vida. Si vive sólo para su marido, no es su vida. Teresa se sintió repentinamente irritada:
— Mi vida es mi hombre y no los cactus.

También la fotógrafa hablaba con irritación:
— ¿Es capaz de decir que se siente feliz?

Teresa dijo (con la misma irritación):
— ¡Claro que me siento feliz!

La fotógrafa dijo:
— Eso sólo lo puede decir una mujer muy... —no quiso terminar de decir lo que pensaba. Teresa lo completó: — Quiere decir: una mujer muy limitada.

La fotógrafa se contuvo y dijo:
— Limitada, no. Anacrónica.

Teresa dijo pensativa:
— Tiene razón. Eso es exactamente lo que mi hombre dice de mí.

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