Domingo en el campo

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España
Domingo en el campo
Publicado por Bibiana Candia
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Fotografía: Montecruz Foto (CC).
I

Estoy bebiéndome el primer café de pie en la cocina, a estas horas la ducha en lugar de despejarme me ha metido el frío en el cuerpo. Pienso en qué ponerme con la aprensión de quien va a un funeral, el termómetro marca siete grados y casi un noventa por ciento de humedad, la sensación térmica está cerca de cero, seguramente en el pueblo de Oranienburg, treinta y cinco kilómetros al norte de Berlín, aún hará más frío.

Son las 8:30 de la mañana de un domingo de invierno, el campo de concentración de Sachsenhausen acaba de abrir al público.

II

Me cruzo con gente que continúa la noche y con otros que vuelven a casa, a ellos no les importa que llueva, a mí las gotas de aguanieve clavándoseme en la cara ya me han hecho pensar que todo esto es una malísima idea.

Repaso mentalmente: ahora desde mi estación hasta Friedrichstrasse, allí compro la extensión de mi abono normal porque voy a salir de área urbana, luego cojo la línea uno dirección Oranienburg hasta la última parada.

Cuando estoy bajando por las escaleras hacia el andén me doy cuenta de que el metro que espero acaba de llegar, hago el último tramo en dos zancadas y salto al vagón justo cuando las puertas se cierran. Acabo de salir y ya estoy agotada.

Nadie me espera pero tengo la sensación de llegar tarde. Necesito comer algo.

III

Andén dirección Oranienburg.

La línea 1 divide Berlín de norte a suroeste. En un extremo Wannsee, el entorno idílico donde se firmó la solución final en 1942, en el otro Oranienburg, el pueblo donde se ubicó el primer campo de concentración en 1936, la idea inicial era concentrar allí a todos los presos políticos dispersos en centros de detención por todo Berlín. El campo padre de todos los campos, el primero construido a propósito como modelo para los que vendrían después y centro de entrenamiento para guardias.

En seis años viviendo aquí no me había dado cuenta, no me había parado a mirar el mapa de las líneas de metro con tanto detenimiento. La linea 1 bajando, despeñándose y creciendo como una bola de nieve, como el Reich en su carrera fulgurante. De un campo a más de mil campos, de una solución a la gran solución.

Literal como todo lo tremendo.

Las pantallas dicen que el próximo tren tardará once minutos, pido un café hirviendo y una napolitana de chocolate en el quiosco del andén. Antes de echarme el azúcar cojo el vaso de cartón con las dos manos para calentarlas, en ese momento me doy cuenta de que me he olvidado los guantes en casa. Mierda.

Y solo son las nueve y media.

IV

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Fotografía: Erik G. Trigos (CC).
Según nos alejamos de Berlín el cielo se pone más plomizo y más cargado, cada vez llueve más. En el vagón hace calor, me quito el gorro y el abrigo porque voy a estar aquí un buen rato. Es raro sentirse a gusto, menos mal que cada tanto las puertas se abren en las estaciones y entra un frío que se clava en la cara como una señal de alerta.

A ambos lados de las vías, entre los árboles, aparecen casas deliciosas y apacibles, casas con flores en las ventanas, donde criar niños sanos que jueguen en los jardines, casas con comederos de pájaros en las verjas, donde la vida transcurra como un plano secuencia y los vecinos se saluden con la mano mientras cortan el césped. Casas con un sótano en el que un psicópata podría esconder sus horrores sin levantar sospechas, porque siempre es amable y separa la basura civilizadamente. Casas normales.

Tan normales que asustan, tan normales que relajan.

Debería caer una tormenta y abrirse el suelo para confirmar que voy camino de un infierno en la tierra.

No, mejor que pare de una vez de llover.

Jersey grueso, camiseta interior, abrigo por debajo de la rodilla, botas militares, medias de lana, bufanda, los guantes se quedaron en la cocina al lado de la taza de café vacía. Me preparé para el frío, no para la lluvia.

Me acuerdo de una superviviente polaca que contó que le salvaron la vida las botas de la nieve, que era agosto cuando se la llevaron y su padre, que había luchado en la Primera Guerra Mundial, insistió en que se las pusiese antes de salir de casa.

La vida depende a veces de cosas mínimas.

V

Estación de Oranienburg.

Por suerte para de llover. En cuanto salgo del vagón y pongo un pie en el andén una ráfaga de viento me congela las orejas, me calo el gorro hasta los ojos.

Sachsenhausen está a dos kilómetros de aquí, los prisioneros solían recorrer esta distancia a paso ligero. Cuando llego a la puerta de la estación, el bus directo acaba de llegar. Los turistas nunca tienen tiempo que perder, así que se agolpan como si el conductor fuese a arrancar sin esperar a que estén todos dentro. Cuatro paradas y una voz femenina anuncia: «Gedenstäte Sachsenhausen» (‘lugar conmemorativo de Sachsenhausen’).

Dejo pasar a los apresurados delante, estamos en un calle que podría ser de una urbanización, la distancia entre las casas y la entrada es ninguna, un gato con collar bebe de un charco del suelo y nos mira con indiferencia, como un gato.

VI

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Fotografía: Galo Naranjo (CC).
10:33 h

Pido en recepción una audioguía y un mapa en español.

Camino por una pista de tierra hacia la Torre A, donde está la entrada principal. A mi izquierda, el muro, que visto desde aquí no presagia nada demasiado terrible, una pared de dos metros y medio con tres vueltas de alambre de espino en la parte superior. A la derecha, el parque de entrenamiento de la policía de Brandenburg, que desde 2006 está en el mismo sitio donde estaba el acuartelamiento de la SS. Una placa conmemorativa dice que es para que las fuerzas de seguridad sean conscientes de la historia que les precede, para que no se repita.

A continuación a la derecha, justo frente a la puerta principal, el edificio del casino del campo, donde acudían los soldados para distraerse después de la jornada. Escucho las explicaciones que da una guía a un grupo pequeño que está parado a pocos metros. Aquí se representaban cabarés y se jugaba a las cartas, era necesario relajar la tensión para sobrellevar las tareas, no olvidemos que este no era un campo como los demás, aquí los soldados estaban siendo adiestrados. Por eso los escogían muy jóvenes, porque en cuanto se les tumbaban todas las reticencias ya no había vuelta atrás. Se entregaban sin condiciones al partido, a la violencia, a la barbarie, a la muerte.

Hay una parte de todo esto en la que no había pensado nunca, la del campo no solo como un lugar de exterminio, sino de adiestramiento. Un máquina enorme que se alimenta de prisioneros condenados a muerte y produce soldados jóvenes lobotomizados, inmunes al sufrimiento humano.

Perversidad manufacturada.

Mientras anoto esto en el cuaderno, el cielo se encapota y viene un aire helado. No siento la punta de los dedos.

VII

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Fotografía: Galo Naranjo (CC).
Torre A.

Sachsenhausen tiene forma de triángulo equilátero y la entrada principal, la Torre A, está justo en el centro de la base. A ras de suelo, la puerta de hierro con el «Arbeit macht frei» y la ventanilla de admisiones, en el primer piso, las oficinas y el despacho del comandante.

Un cartel pequeño y una flecha indican una entrada al edificio por una puerta lateral. No hay nadie alrededor, me da un poco de miedo que mi alemán me haya jugado una mala pasada y cuando intente entrar suene una alarma. Pero no, la puerta está abierta y el edificio vacío, dentro hay una pequeña exposición sobre la burocracia del campo, además de tener una vista privilegiada desde el despacho del comandante.

Paso de una sala a otra haciendo crujir las tablas del suelo, alrededor de los retratos de los soldados y los mandos con el título: «Die Tätter» (‘los culpables’).

Todos miran de frente a la cámara y sonríen, como buenos vecinos.

En la oficina del comandante hay una foto enorme del campo en pleno recuento, todos los prisioneros, los capos y los soldados en formación. El objetivo de la cámara apunta desde el mismo lugar donde yo estoy parada, a vista de pájaro, hace menos de ochenta años.

Marco el número 113 en la audioguía, escucho el testimonio de Walter S. C. Odiaba el graznido de los cuervos, gritaban como locos especialmente durante el recuento porque hasta que terminaban no dejaban recoger del suelo a los muertos.

En la foto los soldados y los capos llevan guantes, los prisioneros, no.

VIII

Cruzar la puerta principal, ver las vallas electrificadas a ambos lados, los barracones al fondo y que de repente todo se vuelva una especie de decorado, la sensación de estar dentro de una película. Este lugar ya lo conozco aunque nunca estuve aquí.

Seguramente es inevitable, porque gran parte de nuestra memoria de la historia contemporánea, está trufada de escenas de películas y series. La imagen real fue en blanco y negro y demasiado granulada para sentirla actual, por eso en el momento en que la definición y el color son perfectos, nuestra referencia inmediata es la ficción.

Camino al lado de las alambradas, y revivo los delirios del protagonista de Shutter Island, cuando libera Dachau y ve montones de cadáveres entre la nieve y los ojos de una niña muerta se abren de pronto mirándolo.

Los muertos pueden tener movimientos reflejos, a mi tío lo velaron con un pañuelo atado a la cabeza, como si tuviese un flemón, porque en el viaje hasta la aldea donde fue enterrado se le abrió la boca. Podría ser. Damos todo por bueno cuando tiene que ver con muertos. Ellos pueden permitírselo todo, hasta no morir y quedarse en la memoria, atormentándote.

La escena de la niña de la película me tuvo semanas sin dormir.

IX

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Fotografía: Kenneth Lee (CC).
El barracón 38.

Las paredes están cubiertas de metacrilato, supongo que para evitar que la gente escriba mensajes de amor o cosas peores. Para evitar en general, para evitar a la gente, a nosotros.

No se puede entrar en el cuarto de baño, hay una barandilla metálica que solo permite asomar la cara dentro, dos lavabos redondos enormes en el centro y una especie de cubículos alineados en el lado derecho a lo largo de la pared, donde quedarse de pie mientras una especie de aspersor rociaba con agua desde abajo con fuerza. Una ducha inversa.

Huele a madera húmeda, a frío y a hierba mojada, de repente el olor se vuelve intensamente familiar y me quedo parada tratando de recordar.

Una señora impaciente por no perderse un detalle, supongo, me da un codazo que me deja tambaleándome en medio del pasillo estrecho, pero me da igual, porque tengo seis años y estoy en la corte de las vacas de mi bisabuela, huele a madera mojada, a estiércol, a musgo. En casa de mi bisabuela no había váter, la corte era para todos.

No se pueden hacer fotos, pero no importa, la mujer vuelve a empujarme mientras saca la cámara con el aplomo con que lo haría una triunfadora, a la gente así de impetuosa no hay quien les niegue nada.

Sigo por el pasillo hasta el dormitorio, los visitantes caminamos por el suelo de madera haciéndolo crujir y tropezando con las uniones de las tablas, cualquiera diría que ya solo sabemos caminar sobre superficies perfectamente pulidas.

En la entrada de la habitación, la cama del kapo, sola. Calculo el ancho con mi mano, cuatro cuartas. Tengo las manos pequeñas, serán ochenta centímetros como máximo. En la habitación contigua los prisioneros normales llegaban a dormir hasta cuatro en una igual.

No necesito medir para darme cuenta de que yo no cabría estirada, aunque me imagino que en un lugar así lo normal será dormir casi en posición fetal, la gente se estira para dormir cuando está tranquila.

Las presas nunca se duermen del todo.

X

12:49 h

Recorro el circuito de pruebas de botas y los ojos me lloran de frío. La pista traza un semicírculo de un lado a otro del campo con diferentes superficies sobre las que caminar: grava, arena, cantos, asfalto, grava otra vez, tierra, arena, cantos, asfalto y vuelta. Durante todo el día yendo y viniendo como hámsters, hasta hacer cuarenta kilómetros diarios. O hasta morir.

El viento es cada vez más fuerte, a una chica se le escapa el mapa de las manos, corre detrás de él, su amiga lo pisa y las dos chocan. Se ríen en alto y suena casi como un insulto en medio del silencio y los gritos de los cuervos. No tiene nada de malo reírse, al contrario, menos mal que podemos reírnos, pero, aun así, se siente todo muy extraño.

Como si llevaras vestida la piel de otro.

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Fotografía: Tania Caruso (CC).
XI

En el edificio de las antiguas cocinas hay aseos para visitantes, cuando me voy a lavar las manos el agua está caliente, los dedos entran en reacción y siento un hormigueo agradable en las yemas. Me miro en el espejo, tengo la nariz roja y los ojos vidriosos.

Vuelvo a ajustarme los botones del abrigo, la bufanda hasta la boca, el gorro hasta los ojos. Las manos en los bolsillos.

Las papeleras están a rebosar de mondas de plátanos y envoltorios de comida.

A lo lejos una chica lanza lo que parece un corazón de manzana, dos cuervos se tiran en picado, el que ha sido más rápido espanta al otro con un graznido largo y desgarrado. Se me ocurre que estos cuervos quizá sean descendientes de aquellos que acechaban durante el recuento.

XII

Torre E.

Me siento en un banco detrás de la Torre E, en el vértice superior del triángulo, la audioguía acaba de contarme que justo aquí detrás estaban las casas de los mandos de las SS y sus familias, que el pueblo de Oranienburg contrataba a prisioneros para trabajos forzados y que nadie era ajeno a lo que pasaba allí dentro. El humo de los hornos crematorios se posaba a veces durante días en el pueblo como un aviso para incrédulos.

A menos de cien metros de la verja se ve una hilera de chalés impecables, casitas todas iguales con sus plantas con flores, se oye el ruido de trenes y pajaritos.

No sé si me gusta o me da pánico. En realidad las dos cosas, a partes iguales. Porque es necesario que la memoria se guarde, pero también es imprescindible vivir por encima de la memoria.

XIII

El tren me deja en Friedrichstrasse otra vez y sigue su camino a Wannsee, visualizo ahora nítidamente ese hilo imaginario y negro que divide la ciudad y une los dos puntos. Siempre estuvo ahí aunque yo no lo viese y esa es la clave de todo.

Es tan fácil vivir sin enterarse, tan fácil contaminar los hechos con imágenes ficticias, que solo conservar los lugares podrá salvarnos. Solo saber que, a pesar del ruido de fondo, hay un espacio donde la risa aún suena extraña porque se escucha el rumor de los que no se dejan morir del todo.
http://www.jotdown.es/2018/05/domingo-en-el-campo/
 
Domingo en el campo
Publicado por Bibiana Candia
oie_GZPFW0EKdM6M.jpg

Fotografía: Montecruz Foto (CC).
I

Estoy bebiéndome el primer café de pie en la cocina, a estas horas la ducha en lugar de despejarme me ha metido el frío en el cuerpo. Pienso en qué ponerme con la aprensión de quien va a un funeral, el termómetro marca siete grados y casi un noventa por ciento de humedad, la sensación térmica está cerca de cero, seguramente en el pueblo de Oranienburg, treinta y cinco kilómetros al norte de Berlín, aún hará más frío.

Son las 8:30 de la mañana de un domingo de invierno, el campo de concentración de Sachsenhausen acaba de abrir al público.

II

Me cruzo con gente que continúa la noche y con otros que vuelven a casa, a ellos no les importa que llueva, a mí las gotas de aguanieve clavándoseme en la cara ya me han hecho pensar que todo esto es una malísima idea.

Repaso mentalmente: ahora desde mi estación hasta Friedrichstrasse, allí compro la extensión de mi abono normal porque voy a salir de área urbana, luego cojo la línea uno dirección Oranienburg hasta la última parada.

Cuando estoy bajando por las escaleras hacia el andén me doy cuenta de que el metro que espero acaba de llegar, hago el último tramo en dos zancadas y salto al vagón justo cuando las puertas se cierran. Acabo de salir y ya estoy agotada.

Nadie me espera pero tengo la sensación de llegar tarde. Necesito comer algo.

III

Andén dirección Oranienburg.

La línea 1 divide Berlín de norte a suroeste. En un extremo Wannsee, el entorno idílico donde se firmó la solución final en 1942, en el otro Oranienburg, el pueblo donde se ubicó el primer campo de concentración en 1936, la idea inicial era concentrar allí a todos los presos políticos dispersos en centros de detención por todo Berlín. El campo padre de todos los campos, el primero construido a propósito como modelo para los que vendrían después y centro de entrenamiento para guardias.

En seis años viviendo aquí no me había dado cuenta, no me había parado a mirar el mapa de las líneas de metro con tanto detenimiento. La linea 1 bajando, despeñándose y creciendo como una bola de nieve, como el Reich en su carrera fulgurante. De un campo a más de mil campos, de una solución a la gran solución.

Literal como todo lo tremendo.

Las pantallas dicen que el próximo tren tardará once minutos, pido un café hirviendo y una napolitana de chocolate en el quiosco del andén. Antes de echarme el azúcar cojo el vaso de cartón con las dos manos para calentarlas, en ese momento me doy cuenta de que me he olvidado los guantes en casa. Mierda.

Y solo son las nueve y media.

IV

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Fotografía: Erik G. Trigos (CC).
Según nos alejamos de Berlín el cielo se pone más plomizo y más cargado, cada vez llueve más. En el vagón hace calor, me quito el gorro y el abrigo porque voy a estar aquí un buen rato. Es raro sentirse a gusto, menos mal que cada tanto las puertas se abren en las estaciones y entra un frío que se clava en la cara como una señal de alerta.

A ambos lados de las vías, entre los árboles, aparecen casas deliciosas y apacibles, casas con flores en las ventanas, donde criar niños sanos que jueguen en los jardines, casas con comederos de pájaros en las verjas, donde la vida transcurra como un plano secuencia y los vecinos se saluden con la mano mientras cortan el césped. Casas con un sótano en el que un psicópata podría esconder sus horrores sin levantar sospechas, porque siempre es amable y separa la basura civilizadamente. Casas normales.

Tan normales que asustan, tan normales que relajan.

Debería caer una tormenta y abrirse el suelo para confirmar que voy camino de un infierno en la tierra.

No, mejor que pare de una vez de llover.

Jersey grueso, camiseta interior, abrigo por debajo de la rodilla, botas militares, medias de lana, bufanda, los guantes se quedaron en la cocina al lado de la taza de café vacía. Me preparé para el frío, no para la lluvia.

Me acuerdo de una superviviente polaca que contó que le salvaron la vida las botas de la nieve, que era agosto cuando se la llevaron y su padre, que había luchado en la Primera Guerra Mundial, insistió en que se las pusiese antes de salir de casa.

La vida depende a veces de cosas mínimas.

V

Estación de Oranienburg.

Por suerte para de llover. En cuanto salgo del vagón y pongo un pie en el andén una ráfaga de viento me congela las orejas, me calo el gorro hasta los ojos.

Sachsenhausen está a dos kilómetros de aquí, los prisioneros solían recorrer esta distancia a paso ligero. Cuando llego a la puerta de la estación, el bus directo acaba de llegar. Los turistas nunca tienen tiempo que perder, así que se agolpan como si el conductor fuese a arrancar sin esperar a que estén todos dentro. Cuatro paradas y una voz femenina anuncia: «Gedenstäte Sachsenhausen» (‘lugar conmemorativo de Sachsenhausen’).

Dejo pasar a los apresurados delante, estamos en un calle que podría ser de una urbanización, la distancia entre las casas y la entrada es ninguna, un gato con collar bebe de un charco del suelo y nos mira con indiferencia, como un gato.

VI

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Fotografía: Galo Naranjo (CC).
10:33 h

Pido en recepción una audioguía y un mapa en español.

Camino por una pista de tierra hacia la Torre A, donde está la entrada principal. A mi izquierda, el muro, que visto desde aquí no presagia nada demasiado terrible, una pared de dos metros y medio con tres vueltas de alambre de espino en la parte superior. A la derecha, el parque de entrenamiento de la policía de Brandenburg, que desde 2006 está en el mismo sitio donde estaba el acuartelamiento de la SS. Una placa conmemorativa dice que es para que las fuerzas de seguridad sean conscientes de la historia que les precede, para que no se repita.

A continuación a la derecha, justo frente a la puerta principal, el edificio del casino del campo, donde acudían los soldados para distraerse después de la jornada. Escucho las explicaciones que da una guía a un grupo pequeño que está parado a pocos metros. Aquí se representaban cabarés y se jugaba a las cartas, era necesario relajar la tensión para sobrellevar las tareas, no olvidemos que este no era un campo como los demás, aquí los soldados estaban siendo adiestrados. Por eso los escogían muy jóvenes, porque en cuanto se les tumbaban todas las reticencias ya no había vuelta atrás. Se entregaban sin condiciones al partido, a la violencia, a la barbarie, a la muerte.

Hay una parte de todo esto en la que no había pensado nunca, la del campo no solo como un lugar de exterminio, sino de adiestramiento. Un máquina enorme que se alimenta de prisioneros condenados a muerte y produce soldados jóvenes lobotomizados, inmunes al sufrimiento humano.

Perversidad manufacturada.

Mientras anoto esto en el cuaderno, el cielo se encapota y viene un aire helado. No siento la punta de los dedos.

VII

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Fotografía: Galo Naranjo (CC).
Torre A.

Sachsenhausen tiene forma de triángulo equilátero y la entrada principal, la Torre A, está justo en el centro de la base. A ras de suelo, la puerta de hierro con el «Arbeit macht frei» y la ventanilla de admisiones, en el primer piso, las oficinas y el despacho del comandante.

Un cartel pequeño y una flecha indican una entrada al edificio por una puerta lateral. No hay nadie alrededor, me da un poco de miedo que mi alemán me haya jugado una mala pasada y cuando intente entrar suene una alarma. Pero no, la puerta está abierta y el edificio vacío, dentro hay una pequeña exposición sobre la burocracia del campo, además de tener una vista privilegiada desde el despacho del comandante.

Paso de una sala a otra haciendo crujir las tablas del suelo, alrededor de los retratos de los soldados y los mandos con el título: «Die Tätter» (‘los culpables’).

Todos miran de frente a la cámara y sonríen, como buenos vecinos.

En la oficina del comandante hay una foto enorme del campo en pleno recuento, todos los prisioneros, los capos y los soldados en formación. El objetivo de la cámara apunta desde el mismo lugar donde yo estoy parada, a vista de pájaro, hace menos de ochenta años.

Marco el número 113 en la audioguía, escucho el testimonio de Walter S. C. Odiaba el graznido de los cuervos, gritaban como locos especialmente durante el recuento porque hasta que terminaban no dejaban recoger del suelo a los muertos.

En la foto los soldados y los capos llevan guantes, los prisioneros, no.

VIII

Cruzar la puerta principal, ver las vallas electrificadas a ambos lados, los barracones al fondo y que de repente todo se vuelva una especie de decorado, la sensación de estar dentro de una película. Este lugar ya lo conozco aunque nunca estuve aquí.

Seguramente es inevitable, porque gran parte de nuestra memoria de la historia contemporánea, está trufada de escenas de películas y series. La imagen real fue en blanco y negro y demasiado granulada para sentirla actual, por eso en el momento en que la definición y el color son perfectos, nuestra referencia inmediata es la ficción.

Camino al lado de las alambradas, y revivo los delirios del protagonista de Shutter Island, cuando libera Dachau y ve montones de cadáveres entre la nieve y los ojos de una niña muerta se abren de pronto mirándolo.

Los muertos pueden tener movimientos reflejos, a mi tío lo velaron con un pañuelo atado a la cabeza, como si tuviese un flemón, porque en el viaje hasta la aldea donde fue enterrado se le abrió la boca. Podría ser. Damos todo por bueno cuando tiene que ver con muertos. Ellos pueden permitírselo todo, hasta no morir y quedarse en la memoria, atormentándote.

La escena de la niña de la película me tuvo semanas sin dormir.

IX

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Fotografía: Kenneth Lee (CC).
El barracón 38.

Las paredes están cubiertas de metacrilato, supongo que para evitar que la gente escriba mensajes de amor o cosas peores. Para evitar en general, para evitar a la gente, a nosotros.

No se puede entrar en el cuarto de baño, hay una barandilla metálica que solo permite asomar la cara dentro, dos lavabos redondos enormes en el centro y una especie de cubículos alineados en el lado derecho a lo largo de la pared, donde quedarse de pie mientras una especie de aspersor rociaba con agua desde abajo con fuerza. Una ducha inversa.

Huele a madera húmeda, a frío y a hierba mojada, de repente el olor se vuelve intensamente familiar y me quedo parada tratando de recordar.

Una señora impaciente por no perderse un detalle, supongo, me da un codazo que me deja tambaleándome en medio del pasillo estrecho, pero me da igual, porque tengo seis años y estoy en la corte de las vacas de mi bisabuela, huele a madera mojada, a estiércol, a musgo. En casa de mi bisabuela no había váter, la corte era para todos.

No se pueden hacer fotos, pero no importa, la mujer vuelve a empujarme mientras saca la cámara con el aplomo con que lo haría una triunfadora, a la gente así de impetuosa no hay quien les niegue nada.

Sigo por el pasillo hasta el dormitorio, los visitantes caminamos por el suelo de madera haciéndolo crujir y tropezando con las uniones de las tablas, cualquiera diría que ya solo sabemos caminar sobre superficies perfectamente pulidas.

En la entrada de la habitación, la cama del kapo, sola. Calculo el ancho con mi mano, cuatro cuartas. Tengo las manos pequeñas, serán ochenta centímetros como máximo. En la habitación contigua los prisioneros normales llegaban a dormir hasta cuatro en una igual.

No necesito medir para darme cuenta de que yo no cabría estirada, aunque me imagino que en un lugar así lo normal será dormir casi en posición fetal, la gente se estira para dormir cuando está tranquila.

Las presas nunca se duermen del todo.

X

12:49 h

Recorro el circuito de pruebas de botas y los ojos me lloran de frío. La pista traza un semicírculo de un lado a otro del campo con diferentes superficies sobre las que caminar: grava, arena, cantos, asfalto, grava otra vez, tierra, arena, cantos, asfalto y vuelta. Durante todo el día yendo y viniendo como hámsters, hasta hacer cuarenta kilómetros diarios. O hasta morir.

El viento es cada vez más fuerte, a una chica se le escapa el mapa de las manos, corre detrás de él, su amiga lo pisa y las dos chocan. Se ríen en alto y suena casi como un insulto en medio del silencio y los gritos de los cuervos. No tiene nada de malo reírse, al contrario, menos mal que podemos reírnos, pero, aun así, se siente todo muy extraño.

Como si llevaras vestida la piel de otro.

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Fotografía: Tania Caruso (CC).
XI

En el edificio de las antiguas cocinas hay aseos para visitantes, cuando me voy a lavar las manos el agua está caliente, los dedos entran en reacción y siento un hormigueo agradable en las yemas. Me miro en el espejo, tengo la nariz roja y los ojos vidriosos.

Vuelvo a ajustarme los botones del abrigo, la bufanda hasta la boca, el gorro hasta los ojos. Las manos en los bolsillos.

Las papeleras están a rebosar de mondas de plátanos y envoltorios de comida.

A lo lejos una chica lanza lo que parece un corazón de manzana, dos cuervos se tiran en picado, el que ha sido más rápido espanta al otro con un graznido largo y desgarrado. Se me ocurre que estos cuervos quizá sean descendientes de aquellos que acechaban durante el recuento.

XII

Torre E.

Me siento en un banco detrás de la Torre E, en el vértice superior del triángulo, la audioguía acaba de contarme que justo aquí detrás estaban las casas de los mandos de las SS y sus familias, que el pueblo de Oranienburg contrataba a prisioneros para trabajos forzados y que nadie era ajeno a lo que pasaba allí dentro. El humo de los hornos crematorios se posaba a veces durante días en el pueblo como un aviso para incrédulos.

A menos de cien metros de la verja se ve una hilera de chalés impecables, casitas todas iguales con sus plantas con flores, se oye el ruido de trenes y pajaritos.

No sé si me gusta o me da pánico. En realidad las dos cosas, a partes iguales. Porque es necesario que la memoria se guarde, pero también es imprescindible vivir por encima de la memoria.

XIII

El tren me deja en Friedrichstrasse otra vez y sigue su camino a Wannsee, visualizo ahora nítidamente ese hilo imaginario y negro que divide la ciudad y une los dos puntos. Siempre estuvo ahí aunque yo no lo viese y esa es la clave de todo.

Es tan fácil vivir sin enterarse, tan fácil contaminar los hechos con imágenes ficticias, que solo conservar los lugares podrá salvarnos. Solo saber que, a pesar del ruido de fondo, hay un espacio donde la risa aún suena extraña porque se escucha el rumor de los que no se dejan morir del todo.
http://www.jotdown.es/2018/05/domingo-en-el-campo/
Que tristeza, entre pensando mmm un domingo en campo, que divertido, voy a leer lo que nos recomienda @Serendi , seguro que es un paseo por un lugar precioso
El tema ,de este hilo llega al alma.
Es bueno leerlos, aunque nos duela
Hay que tener siempre presente las injusticias que se cometieron, para no volver a cometer en un futuro los mismos errores
 
Que tristeza, entre pensando mmm un domingo en campo, que divertido, voy a leer lo que nos recomienda @Serendi , seguro que es un paseo por un lugar precioso
El tema ,de este hilo llega al alma.
Es bueno leerlos, aunque nos duela
Hay que tener siempre presente las injusticias que se cometieron, para no volver a cometer en un futuro los mismos errores
Buenos días @Sakuraa , efectivamente el título no deja adivinar el contenido, pero como es natural al postearlo tuve que respetar el que así lo denominara el articulista.
Es un muestrario de horrores en el que la intolerancia, la exclusión y el creerse "una raza superior" motivaron estas atrocidades que permanentemente deben estar presentes en la memoria histórica de los pueblos para que no se vuelvan a repetir; de ahí el famoso dicho "el pueblo que olvida su historia, está obligado a repetirla".
Como lectura complementaria, entre la inmensa bibliografía sobre el particular, reseño el siguiente título, editado en España en el 2015. Saludos cordiales, Serendi

KL: HISTORIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN NAZIS – Nikolaus Wachsmann
Publicado por Rodrigo | Visto 3325 veces

El 22 de marzo de 1933 fue una fecha clave en la andadura del Tercer Reich: fue el día de la apertura del campo de concentración de Dachau, el primero de los que conformarían la vasta y mortífera red de campos de concentración nazis. En aquella aciaga jornada, un centenar de individuos, principalmente comunistas de Munich, fueron recluidos en lo que había sido una fábrica de munición, sometiéndoselos a lo que eufemísticamente se denominó un régimen de “custodia protectora”. Los doce años transcurridos entre la inauguración y la liberación de Dachau harían irreconocible su aspecto original, no solo por la reedificación y el crecimiento del campo sino, además, por el régimen deparado a los internos: el trato benigno de los días iniciales, cuando la policía del Land de Baviera ejercía la custodia del recinto, se convertiría en la proverbial brutalidad de la SS, bajo cuya férula fallecieron cerca de 40.000 prisioneros. Dachau fue la primera estación de la infraestructura del terror nazi, y la única que permaneció en funcionamiento hasta el colapso del Tercer Reich; sentó las bases para la fundación de otros veintiséis campos principales, a los que hay que sumar la friolera de 1.100 recintos secundarios, muchos de los cuales supieron de una existencia efímera. El KL, del alemán Konzentrationslager (en el habla coloquial de la SS, término aplicado de manera genérica a toda la red), fue en verdad lo que su primer descriptor sistemático, el superviviente de Buchenwald Eugen Kogon, calificó como el “Estado de la SS”: fue el coto de acción privilegiado de la infame Orden Negra y una realización paradigmática del ideario nacionalsocialista, que modeló en él un submundo premunido de una lógica, unas normas y unos estándares valóricos incomparables en su sordidez. Al igual que otras instituciones, el sistema concentracionario nazi debió su condición primigenia a la improvisación, y a lo largo de su trayectoria experimentó una serie de cambios en todas las facetas imaginables, desde la administrativa hasta la relacionada con el tamaño y los propósitos de cada campo. En términos proporcionales, por otra parte, ni siquiera su equivalente soviético, el Gulag, resultó tan letal. Mientras el 90% de los prisioneros de los campos de concentración soviéticos lograron sobrevivir, más de la mitad de los reclusos del KL fallecieron. Pero la mortandad en las estaciones del sistema nazi no se verificó de forma pareja, y no cabe concebirlo a éste como un entramado de duplicados de Auschwitz de distintos tamaños y diversa duración.

Para comenzar, una parte de la toponimia del KL (Belzec, Sobibor, Treblinka, etc.) designa no a campos de concentración propiamente dichos sino a campos de exterminio, en que la muerte era por lo general dispensada de manera inmediata; el complejo de Auschwitz, por su parte, ocupaba un lugar singularísimo en el sistema, difiriendo su estructura, su funcionamiento y las dinámicas de su mortalidad de cuanto pudo observarse en los restantes campos. La realidad del sistema alemán de campos de concentración fue asaz compleja y variopinta, su devenir estuvo surcado de vuelcos de todo tipo. (Apunta Wachsmann que Auschwitz fue «la joya de la corona [de la SS]: un modelo de colaboración con la industria, un puesto avanzado para las colonias alemanas y su principal campo de exterminio»; su misma magnitud y su especificidad lo vuelven inadecuado como parámetro excluyente del KL.) Símbolo del terror hitleriano, el sistema concentracionario exigía una historia panorámica que hiciese hincapié en dichas cuestiones, una historia como la que ofrece justamente el alemán Nikolaus Wachsman en una obra de reciente publicación, objeto de la presente reseña.

Empeñado en delinear una visión del KL que dé cuenta de su índole multiforme, además de superar los yerros de las consideraciones abstractas que sobre él han vertido pensadores y cientistas sociales (filósofos, sociólogos, politólogos), Wachsmann acomete su indagación desde una perspectiva que fusiona dos elementos: a) la realidad cotidiana de los campos de concentración como un microcosmos, obteniendo el máximo provecho del corpus de testimonios de los reclusos y de sus verdugos (de los primeros, nombres como Primo Levi, Jean Améry y Margarete Buber-Neumann son sólo los más famosos entre muchos otros); y b) la inserción de la red de campos en la realidad global del Tercer Reich, escudriñando la ligazón del KL con las dinámicas políticas, económicas y militares del régimen nazi así como el lugar del sistema en el mapa social de la nación alemana (los campos más allá de las alambradas, incluyendo el cómo eran percibidos por la población urbana y rural y el cómo interactuaban con ella).

Aparte de simbolizar la consubstancial criminalidad del nazismo, los campos de concentración eran la expresión quintaesenciada de la condición del Tercer Reich como régimen policial y estado totalitario, en que muy tempranamente se impuso la represión como mecanismo fundamental de gobierno, con las fuerzas paramilitares de la SA y la SS sustituyendo más pronto que tarde a los organismos policiales en la persecución de las agrupaciones de izquierda –y con un ensañamiento exponencialmente mayor-. Para la instauración del KL, los nazis no tenían necesidad alguna de imitar experiencias extranjeras como la del Gulag: les bastaba con echar mano de una tradición nacional de disciplinamiento y control, en que el sistema penitenciario y el ejército alemanes proporcionaban suficiente modelo de inspiración –tanto en lo referente a las prácticas punitivas aplicadas a los reclusos como en lo relativo a las formalidades y la rutina laboral de los guardias, que reproducían en gran medida los modos de la vida castrense-. El sistema era la niña de los ojos de Himmler, que no perdía ocasión de defenderlo como el mejor modo de proteger al estado alemán de sus enemigos internos; también era para él la más útil de las herramientas a la hora de incrementar su poder personal, y el hecho de verse como dirigente supremo de una suerte de imperio privado en los márgenes del Reich no hacía sino acicatear su vanidad, que corría pareja con su voluntad homicida. Pero Hitler no le iba a la zaga en cuanto al propósito de sostener un instrumento del terror como los campos. Después de todo, una iniciativa como la que representaba el KL no hubiera podido llevarse a cabo sin su consentimiento, y fue Hitler quien tuvo la última palabra la vez que los primeros campos estuvieron cerca de ser clausurados, en 1935: no sólo ordenó mantenerlos sino que aumentó el financiamiento de la red con vistas a su expansión; al mismo tiempo, incrementó las prerrogativas del líder de la SS, dotando de paso a este cuerpo de una autonomía tal que lo instalaba por encima de la ley. Himmler y los más activos de sus subordinados en la SS, responsables del KL, materializaban en grado extremo el principio de “trabajar en la dirección del Führer”, fundamental en el andamiaje y la mecánica del Tercer Reich.

La descripción poliédrica del Kl emprendida por Wachsmann atiende aspectos como el de la integración funcional del sistema de campos en la economía del Reich, una faceta fervorosamente impulsada por Himmler y potenciada por la guerra –aunque nunca en la escala soñada por el Reichsführer-; la estructura y el funcionamiento diversificados y siempre cambiantes de los campos; el sórdido día a día del personal SS y de los internos; el rol y las características de la violencia ejercida sistemáticamente sobre éstos; el lugar del sistema concentracionario en las políticas de exterminio del régimen, con especial énfasis –como cabe esperar- en la Solución Final; los experimentos con seres humanos en Dachau, Ravensbrück, Auschwitz y otros lugares, llevados a cabo por médicos como Sigmund Rasher, Claus Schilling y Joseph Mengele, entre otros; o, en fin, los mecanismos de adaptación de los agentes de la SS a los cometidos de terror y asesinato en masa al interior de los campos. A este respecto, el análisis de Wachsmann se asoma a una faceta espeluznante de la condición humana, habida cuenta de la disposición de individuos corrientes –no unos anormales patológicos- a convertirse en asesinos profesionales. En el proceso intervenía una serie de factores asociados con el adoctrinamiento intensivo, comprendidos la identidad corporativa de los miembros de la SS como soldados políticos y como élite de la “comunidad del pueblo”, la deshumanización de las víctimas (subsumidas indistintamente en el colectivo pernicioso del “enemigo judeobolchevique”, o el de los elementos socialmente disfuncionales) y la conceptualización de las tareas de exterminio como una prolongación de la denodada guerra contra los adversarios del Reich. Los factores ideológicos eran reforzados por mecanismos propios de las dinámicas psicosociales, en que la presión social, la conformidad de grupo, la complicidad compartida y el sistema de gratificaciones y castigos anulaban las inhibiciones morales y vencían los escrúpulos de los verdugos reticentes. Tal cual observa Wachsmann, el mundo de los campos de concentración invertía los valores al punto de que los agentes SS que se resistían al abrumador status quoeran tachados de cobardes, y a la larga la rutinización de las labores asesinas solía insensibilizar al personal; esto, cuando no estaba ya embrutecido por su participación en las atrocidades del frente oriental (por ejemplo, las ejecuciones masivas perpetradas en suelo polaco o soviético por los Einsatzgruppen).

El descubrimiento de los campos de concentración por las tropas aliadas, en las postrimerías de la guerra, hubiera debido hacer de revulsivo de la conciencia de la nación alemana, mas lo cierto es que alimentó el mito de la invisibilidad de los campos: muchos alemanes alegaron un desconocimiento total de lo que ocurría en ellos, refugiándose en una mixtura de victimismo y amnesia generalizados. Prefirieron olvidar que el régimen hitleriano no había ocultado en absoluto la existencia de tales recintos, antes bien, en los primeros tiempos les había dado amplia difusión en la prensa como muestra de su determinación de aplastar a la izquierda –lo que concitaba el apoyo de gran parte de la población- pero también como medida disuasoria. Luego, cuando la marcha de la guerra puso en manos del régimen a millones de los llamados “infrahumanos” (prisioneros de guerra soviéticos, extranjeros forzados a realizar un trabajo esclavo, judíos), ni la mayor de las discreciones podía embozar la realidad de los campos de concentración diseminados a lo largo y lo ancho del Reich. Ni hablar de las “marchas de la muerte” de las etapas finales de la guerra, que hicieron de muchos alemanes corrientes unos testigos de la aberrante brutalidad que anidaba en suelo patrio… pero que con tanta frecuencia se negaron a reconocer (por de pronto, entre los que presenciaron las marchas no fueron pocos los que pensaron que “algo debían haber hecho” aquellos famélicos desarrapados para llegar a tan lamentable condición). Haría falta el transcurso de varias décadas para que la memoria alemana de la guerra y del pasado nazi asimilase el horror del sistema concentracionrio.

En conjunto, la de Wachsmann es una obra robusta y necesaria, que no agota necesariamente su ámbito de estudio pero que sí establece un hito de referencia en lo tocante al conocimiento del Tercer Reich.

– Nikolaus Wachsmann, KL: Historia de los campos de concentración nazis. Crítica, Barcelona, 2015. 1136 pp.

http://www.hislibris.com/kl-historia-de-los-campos-de-concentracion-nazis-nikolaus-wachsmann/
 
Buenos días @Sakuraa , efectivamente el título no deja adivinar el contenido, pero como es natural al postearlo tuve que respetar el que así lo denominara el articulista.
Es un muestrario de horrores en el que la intolerancia, la exclusión y el creerse "una raza superior" motivaron estas atrocidades que permanentemente deben estar presentes en la memoria histórica de los pueblos para que no se vuelvan a repetir; de ahí el famoso dicho "el pueblo que olvida su historia, está obligado a repetirla".
Como lectura complementaria, entre la inmensa bibliografía sobre el particular, reseño el siguiente título, editado en España en el 2015. Saludos cordiales, Serendi

KL: HISTORIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN NAZIS – Nikolaus Wachsmann
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El 22 de marzo de 1933 fue una fecha clave en la andadura del Tercer Reich: fue el día de la apertura del campo de concentración de Dachau, el primero de los que conformarían la vasta y mortífera red de campos de concentración nazis. En aquella aciaga jornada, un centenar de individuos, principalmente comunistas de Munich, fueron recluidos en lo que había sido una fábrica de munición, sometiéndoselos a lo que eufemísticamente se denominó un régimen de “custodia protectora”. Los doce años transcurridos entre la inauguración y la liberación de Dachau harían irreconocible su aspecto original, no solo por la reedificación y el crecimiento del campo sino, además, por el régimen deparado a los internos: el trato benigno de los días iniciales, cuando la policía del Land de Baviera ejercía la custodia del recinto, se convertiría en la proverbial brutalidad de la SS, bajo cuya férula fallecieron cerca de 40.000 prisioneros. Dachau fue la primera estación de la infraestructura del terror nazi, y la única que permaneció en funcionamiento hasta el colapso del Tercer Reich; sentó las bases para la fundación de otros veintiséis campos principales, a los que hay que sumar la friolera de 1.100 recintos secundarios, muchos de los cuales supieron de una existencia efímera. El KL, del alemán Konzentrationslager (en el habla coloquial de la SS, término aplicado de manera genérica a toda la red), fue en verdad lo que su primer descriptor sistemático, el superviviente de Buchenwald Eugen Kogon, calificó como el “Estado de la SS”: fue el coto de acción privilegiado de la infame Orden Negra y una realización paradigmática del ideario nacionalsocialista, que modeló en él un submundo premunido de una lógica, unas normas y unos estándares valóricos incomparables en su sordidez. Al igual que otras instituciones, el sistema concentracionario nazi debió su condición primigenia a la improvisación, y a lo largo de su trayectoria experimentó una serie de cambios en todas las facetas imaginables, desde la administrativa hasta la relacionada con el tamaño y los propósitos de cada campo. En términos proporcionales, por otra parte, ni siquiera su equivalente soviético, el Gulag, resultó tan letal. Mientras el 90% de los prisioneros de los campos de concentración soviéticos lograron sobrevivir, más de la mitad de los reclusos del KL fallecieron. Pero la mortandad en las estaciones del sistema nazi no se verificó de forma pareja, y no cabe concebirlo a éste como un entramado de duplicados de Auschwitz de distintos tamaños y diversa duración.

Para comenzar, una parte de la toponimia del KL (Belzec, Sobibor, Treblinka, etc.) designa no a campos de concentración propiamente dichos sino a campos de exterminio, en que la muerte era por lo general dispensada de manera inmediata; el complejo de Auschwitz, por su parte, ocupaba un lugar singularísimo en el sistema, difiriendo su estructura, su funcionamiento y las dinámicas de su mortalidad de cuanto pudo observarse en los restantes campos. La realidad del sistema alemán de campos de concentración fue asaz compleja y variopinta, su devenir estuvo surcado de vuelcos de todo tipo. (Apunta Wachsmann que Auschwitz fue «la joya de la corona [de la SS]: un modelo de colaboración con la industria, un puesto avanzado para las colonias alemanas y su principal campo de exterminio»; su misma magnitud y su especificidad lo vuelven inadecuado como parámetro excluyente del KL.) Símbolo del terror hitleriano, el sistema concentracionario exigía una historia panorámica que hiciese hincapié en dichas cuestiones, una historia como la que ofrece justamente el alemán Nikolaus Wachsman en una obra de reciente publicación, objeto de la presente reseña.

Empeñado en delinear una visión del KL que dé cuenta de su índole multiforme, además de superar los yerros de las consideraciones abstractas que sobre él han vertido pensadores y cientistas sociales (filósofos, sociólogos, politólogos), Wachsmann acomete su indagación desde una perspectiva que fusiona dos elementos: a) la realidad cotidiana de los campos de concentración como un microcosmos, obteniendo el máximo provecho del corpus de testimonios de los reclusos y de sus verdugos (de los primeros, nombres como Primo Levi, Jean Améry y Margarete Buber-Neumann son sólo los más famosos entre muchos otros); y b) la inserción de la red de campos en la realidad global del Tercer Reich, escudriñando la ligazón del KL con las dinámicas políticas, económicas y militares del régimen nazi así como el lugar del sistema en el mapa social de la nación alemana (los campos más allá de las alambradas, incluyendo el cómo eran percibidos por la población urbana y rural y el cómo interactuaban con ella).

Aparte de simbolizar la consubstancial criminalidad del nazismo, los campos de concentración eran la expresión quintaesenciada de la condición del Tercer Reich como régimen policial y estado totalitario, en que muy tempranamente se impuso la represión como mecanismo fundamental de gobierno, con las fuerzas paramilitares de la SA y la SS sustituyendo más pronto que tarde a los organismos policiales en la persecución de las agrupaciones de izquierda –y con un ensañamiento exponencialmente mayor-. Para la instauración del KL, los nazis no tenían necesidad alguna de imitar experiencias extranjeras como la del Gulag: les bastaba con echar mano de una tradición nacional de disciplinamiento y control, en que el sistema penitenciario y el ejército alemanes proporcionaban suficiente modelo de inspiración –tanto en lo referente a las prácticas punitivas aplicadas a los reclusos como en lo relativo a las formalidades y la rutina laboral de los guardias, que reproducían en gran medida los modos de la vida castrense-. El sistema era la niña de los ojos de Himmler, que no perdía ocasión de defenderlo como el mejor modo de proteger al estado alemán de sus enemigos internos; también era para él la más útil de las herramientas a la hora de incrementar su poder personal, y el hecho de verse como dirigente supremo de una suerte de imperio privado en los márgenes del Reich no hacía sino acicatear su vanidad, que corría pareja con su voluntad homicida. Pero Hitler no le iba a la zaga en cuanto al propósito de sostener un instrumento del terror como los campos. Después de todo, una iniciativa como la que representaba el KL no hubiera podido llevarse a cabo sin su consentimiento, y fue Hitler quien tuvo la última palabra la vez que los primeros campos estuvieron cerca de ser clausurados, en 1935: no sólo ordenó mantenerlos sino que aumentó el financiamiento de la red con vistas a su expansión; al mismo tiempo, incrementó las prerrogativas del líder de la SS, dotando de paso a este cuerpo de una autonomía tal que lo instalaba por encima de la ley. Himmler y los más activos de sus subordinados en la SS, responsables del KL, materializaban en grado extremo el principio de “trabajar en la dirección del Führer”, fundamental en el andamiaje y la mecánica del Tercer Reich.

La descripción poliédrica del Kl emprendida por Wachsmann atiende aspectos como el de la integración funcional del sistema de campos en la economía del Reich, una faceta fervorosamente impulsada por Himmler y potenciada por la guerra –aunque nunca en la escala soñada por el Reichsführer-; la estructura y el funcionamiento diversificados y siempre cambiantes de los campos; el sórdido día a día del personal SS y de los internos; el rol y las características de la violencia ejercida sistemáticamente sobre éstos; el lugar del sistema concentracionario en las políticas de exterminio del régimen, con especial énfasis –como cabe esperar- en la Solución Final; los experimentos con seres humanos en Dachau, Ravensbrück, Auschwitz y otros lugares, llevados a cabo por médicos como Sigmund Rasher, Claus Schilling y Joseph Mengele, entre otros; o, en fin, los mecanismos de adaptación de los agentes de la SS a los cometidos de terror y asesinato en masa al interior de los campos. A este respecto, el análisis de Wachsmann se asoma a una faceta espeluznante de la condición humana, habida cuenta de la disposición de individuos corrientes –no unos anormales patológicos- a convertirse en asesinos profesionales. En el proceso intervenía una serie de factores asociados con el adoctrinamiento intensivo, comprendidos la identidad corporativa de los miembros de la SS como soldados políticos y como élite de la “comunidad del pueblo”, la deshumanización de las víctimas (subsumidas indistintamente en el colectivo pernicioso del “enemigo judeobolchevique”, o el de los elementos socialmente disfuncionales) y la conceptualización de las tareas de exterminio como una prolongación de la denodada guerra contra los adversarios del Reich. Los factores ideológicos eran reforzados por mecanismos propios de las dinámicas psicosociales, en que la presión social, la conformidad de grupo, la complicidad compartida y el sistema de gratificaciones y castigos anulaban las inhibiciones morales y vencían los escrúpulos de los verdugos reticentes. Tal cual observa Wachsmann, el mundo de los campos de concentración invertía los valores al punto de que los agentes SS que se resistían al abrumador status quoeran tachados de cobardes, y a la larga la rutinización de las labores asesinas solía insensibilizar al personal; esto, cuando no estaba ya embrutecido por su participación en las atrocidades del frente oriental (por ejemplo, las ejecuciones masivas perpetradas en suelo polaco o soviético por los Einsatzgruppen).

El descubrimiento de los campos de concentración por las tropas aliadas, en las postrimerías de la guerra, hubiera debido hacer de revulsivo de la conciencia de la nación alemana, mas lo cierto es que alimentó el mito de la invisibilidad de los campos: muchos alemanes alegaron un desconocimiento total de lo que ocurría en ellos, refugiándose en una mixtura de victimismo y amnesia generalizados. Prefirieron olvidar que el régimen hitleriano no había ocultado en absoluto la existencia de tales recintos, antes bien, en los primeros tiempos les había dado amplia difusión en la prensa como muestra de su determinación de aplastar a la izquierda –lo que concitaba el apoyo de gran parte de la población- pero también como medida disuasoria. Luego, cuando la marcha de la guerra puso en manos del régimen a millones de los llamados “infrahumanos” (prisioneros de guerra soviéticos, extranjeros forzados a realizar un trabajo esclavo, judíos), ni la mayor de las discreciones podía embozar la realidad de los campos de concentración diseminados a lo largo y lo ancho del Reich. Ni hablar de las “marchas de la muerte” de las etapas finales de la guerra, que hicieron de muchos alemanes corrientes unos testigos de la aberrante brutalidad que anidaba en suelo patrio… pero que con tanta frecuencia se negaron a reconocer (por de pronto, entre los que presenciaron las marchas no fueron pocos los que pensaron que “algo debían haber hecho” aquellos famélicos desarrapados para llegar a tan lamentable condición). Haría falta el transcurso de varias décadas para que la memoria alemana de la guerra y del pasado nazi asimilase el horror del sistema concentracionrio.

En conjunto, la de Wachsmann es una obra robusta y necesaria, que no agota necesariamente su ámbito de estudio pero que sí establece un hito de referencia en lo tocante al conocimiento del Tercer Reich.

– Nikolaus Wachsmann, KL: Historia de los campos de concentración nazis. Crítica, Barcelona, 2015. 1136 pp.

http://www.hislibris.com/kl-historia-de-los-campos-de-concentracion-nazis-nikolaus-wachsmann/
 
Me has pillado justo escribiendo en el hilo de Estonia, sobre el museo de la KGB
Creo que podre subirlo, esta noche
 
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