Cuentos Morales. Leopoldo Alas (Clarín).

La Noche-mala del Diablo

Viajaba de incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego que son su corona, y con el rabo entre piernas, enroscado a un muslo bajo la túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito.

Viajaba por el haz de la tierra y recorría a la sazón el Imperio Romano, en cuya grandeza confiaba para que le preparase por la fuerza y la humillación de las almas el dominio del mundo, que era suyo, según demostraban, con árboles genealógicos y una especie de leyes Sálicas, los abogados del infierno.

Había llegado a la Judea romana, atravesando el Gran mar como si fuera un vado; sobre las olas las plantas de Luzbel dejaban huellas de humo y chirridos del agua que quedaba hirviendo a su paso. Tomó tierra en Ascalon, y subiendo hacia el Norte por la playa estéril y desierta, antigua —240→ patria de los Filisteos, pasó, al ponerse el sol, cerca de Arimatea y de Lidda; más al llegar la noche, fría, helada, las estrellas que brillaban, y temblaban, muchas de ellas, con particular brillo y temblor, le dieron cierto miedo supersticioso; y como un ave a quien el viento, que cambia, empuja hacia donde va su ímpetu; o como nave que la tempestad envuelve, Lucifer se sintió impelido hacia Oriente, o mejor, hacia el Sudeste, camino de Emmaús, y allá fue, remontando la corriente de un flaco riachuelo.

A cada paso la noche le daba más miedo. Era clara, serena; mas, por lo mismo, temblaba el Diablo, porque cada astro era un ojo y un grito; todos le miraban y maldecían, cantando a su modo con su luz la gloria del Señor. Y además, en el ambiente sentía Satán ráfagas misteriosas, vibraciones sobrenaturales, y como aprensión de voces ocultas, de divina alegría, estremecimientos nerviosos del aire y del éter; la vida magnética del planeta se exaltaba; el Diablo se ahogaba en aquella atmósfera en que, como una tormenta, parecía próximo a estallar el prodigio. Tal como las altas nubes abaten a veces el vuelo y ruedan sobre las montañas y descienden a beber en las aguas de los valles, al demonio le parecía que aquella noche, el cielo, el de los ángeles, se había humillado y se cernía al ras de tierra; y las nieblas del río y las lejanías azuladas del horizonte le parecían legiones disfrazadas —241→ de querubines. Dejó atrás Emmaús, y guiado por instinto superior a su voluntad, siguió caminando al Sudeste, dejando a la izquierda a Jerusalén, cuyas murallas le parecieron de fuego. Llegó cerca de una majada de pastores que velaban y guardaban la vigilia de la noche sobre su ganado. No se acercó a su hoguera, ocultándose en las sombras a que no llegaban los reflejos inquietos de las llamaradas. Mas de pronto, la hoguera empezó a palidecer cual si llegara el día y la luz del sol ofuscase el vigor de su lumbre; los pastores miraron en torno y creyeron que de repente al aurora aparecía por todos los confines del cielo, y se acercaba a ellos con sus tintes de rosa. No era la aurora; eran las alas del ángel del Señor que vibraban con santa alegría, y al sacudir el aire creaban la luz. Temblaron los pastores sobrecogidos, postráronse en tierra, y ocultaban el rostro entre las manos, mientras el diablo clavaba dientes y garras en la tierra, como raíces de una planta maldita.

Lucifer oyó el confuso rumor de las palabras del Ángel, que sonaban desde lo alto como suave música escondida en los pliegues del aire; pero no comprendió lo que decía a los pastores la aparición celeste. No entendió que les decía: «No temáis, porque vengo a daros noticias de gozo, que lo será para todo el mundo. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor.

—242→
«He aquí las señas: hallaréis al niño envuelto en pañales, echado en un pesebre».

Nada de esto oyó Satanás distintamente, pero sí vio que sus aprensiones de antes se cuajaban en realidad; porque de repente, como de una emboscada, salieron de las ondas del aire legiones de ángeles, una multitud de los ejércitos celestiales que alababan a Dios y decían: «Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para los hombres».

Mas todo pasó como un sueño, volvieron a brillar la hoguera abajo y las estrellas arriba... pero el demonio daba diente con diente. Se acordó del Paraíso, del delito de Adán, de la promesa de Dios. ¡Iba a nacer el Unigénito! Dios iba a cumplir su palabra. Su infinito amor entregaba al Hijo a la crueldad y ceguera de los hombres.

Escondido en su propia sombra, que simulaba la de un nubarrón, Lucifer siguió a los pastores, que cual iluminados dejaron la majada y se encaminaron a Betlehem.

Y llegaron al mesón en que José y María se albergaban, y allí les dijeron que la casa estaba llena y que se habían acomodado José y María en el lugar más humilde de la posada: entraron y vieron al niño acostado en un pesebre.

Y mientras los pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago, entraba y salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor —243→ de Dios. Pero empezaron a entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los modelos de Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y se espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la soledad de la noche, a la triste helada, tan ensimismado, que al volver, en lo oscuro, a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago, las cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño. Parecían capa angulosa de piel repugnante y como viva; y por instinto, para librarse del relente, el Demonio, meditabundo, se embozó en las alas.

* * *

-¡Oh, noche! -pensaba-. ¡Qué noche! Después del trance de la batalla celestial perdida; después de la primera noche en las tinieblas del abismo, esta es la más terrible de mi vida inmortal.

Y la envidia de la caridad le mordía el alma, que como era de ángel, aunque caído, conservaba en el mal, en la impotencia para el bien, todas las delicadezas de percepción y gusto de su prístina condición seráfica. El diablo sabe mucho, y sabe que lo más grande, lo más noble, no es la hermosura corporal, ni el poder, ni el ingenio, ni la fortuna; que lo más grande es el amor, la abnegación. Y así, no le envidiaba a Dios sus dominios sobre la infinidad del firmamento estrellado, —244→ su sabiduría, la belleza de sus obras creadas para su gloria: envidiábale aquel amor infinito que entregaba a los dolores de la carne la naturaleza divina, y hacía del Verbo un Hombre para comunicar con los míseros mortales.

La imaginación profética, su mayor tormento, presentaba a Lucifer, envuelto en sus alas de murciélago, el espectáculo del mundo a partir de aquella noche terrible que los pueblos llamarían Noche-buena.

¡Dios penetraba en los espíritus rebeldes; el Cristo iba a reinar en las almas y en las sociedades que parecían más refractarias a su ley! Primero el humilde señorío de unos cuantos judíos pobres, ignorantes; después la atracción misteriosa ejercida sobre el mundo pagano distraído, más frívolo que pervertido en el fondo; la conversión de pueblos bárbaros, el dominio por la fe, por la esperanza, por la caridad; reino ideal, sin espada. Y el demonio sonreía con amarga complacencia imaginando lo que seguía: la cruz-cetro, el báculo-hoz, que al enganchar a la oveja descarriada le hace sangrar con el filo: el poder temporal, el imperio ortodoxo; después el Papado-Imperio, la fuerza ciega creyéndose cristiana; la Cruz sirviendo de pared a los edictos imperiales; pasquines del Estado pegados al sublime leño; sentencias de muerte clavadas allí donde se leyó INRI. Sonreía el diablo, pero no muy contento, porque —245→ bien veía que aquello duraba poco... poco en comparación de la multitud de los siglos futuros... ¡Otra vez el reinado espiritual!... Resurrección de aquellos esplendores pasajeros del siglo XIII, del Evangelio nuevo; el mundo civilizado, de vida compleja, de cultura intensa y extendida por todas las regiones, viniendo a ser, sencillamente, una gran cofradía, que se pudiera llamar o Confederación Universal o La Orden Tercera. Francisco de Asís eternamente de moda. La frase evangélica: «Siempre habrá pobres entre vosotros...» explicada, no por la miseria material, no por el egoísmo que acapara, sino por la constante imitación de San Francisco.

Los pueblos más lejanos y más extraños a la civilización cristiana, dejando sus ídolos, sus libros sagrados, para copiar, primero, a la Europa y a la América laicas, profanas, sus Estados, sus armamentos, sus leyes frívolas de formalidad política, sus artes, su industria... y después imitar su conversión, el fondo íntimo de la esencia de su cultura, el fondo cristiano. Todos los pueblos cristianos. El mundo entero viendo con nueva claridad y fuerza el profanado sentido de aquellas palabras: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella...».

«¡Oh, sí! -pensaba Lucifer llorando-. ¡Qué idea la de Dios! Hacerse hombre... Y hacerse hombre en la sangre del Hijo... Ser Hijo de Dios, nacer —246→ en un pesebre, predicar diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos... danos el pan de cada día... Hágase tu voluntad... Todos somos hermanos; Dios, Padre de todos; perdonad las injurias; dadlo todo a los pobres y seguidme... Tener la cruz... y morir en ella... perdonando... ¡Inolvidable! ¡Inolvidable!...

»En cambio... yo... -seguía pensando Lucifer- me voy haciendo viejo; dentro de poco será cada día para mí un siglo; mis años caducos no serán respetables, seré el anciano chocho, sin grave dignidad, de que se burla el vulgo y que persiguen los pilletes, no el venerable patriarca que guía un pueblo; seré después algo menos que eso: una abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica; bueno para metáforas... ¡Ay! yo no me comunico con el mundo; en mis apariciones jamás dejo mi prerrogativa diabólica, mi inviolabilidad de espíritu; tengo miedo a hacerme carne que los hombres puedan atormentar... El egoísmo estéril no me deja reproducirme... Yo no tengo Verbo, yo no tengo Hijo... Yo me inutilizaré, me haré despreciable, llegaré a verme paralítico, en un rincón del infierno, sin poder mostrarme al mundo... y mi Hijo no ocupará mi puesto. ¡El gran rey de los Abismos no tiene heredero!...».

* * *

Y como seguía sintiendo, a lo lejos los estremecimientos —247→ de alegría del Universo en la Noche-buena; aquellas señas que se hacían las estrellas, guiñándose, en la inteligencia del sublime secreto como diciéndose unas a otras: «¡Lo que acaba de suceder! Allá abajo, donde quiera, en un rincón de la Vía Láctea... ¡ha nacido Dios!». Como los ángeles insistían en revolotear sobre Betlehem, y el cielo seguía, como niebla baja, cerrazón divina, a ras de tierra, mezclados el Empíreo y la Judea, Lucifer, a quien la envidia desgarraba las inmortales entrañas del espíritu sutil, hizo un supremo esfuerzo de voluntad, quiso violentar su egoísmo y pensó: «¡Yo también quiero encarnar, yo también quiero tener un hijo, yo también quiero mi Noche buena!...».

Pero ¿en quién engendrar al Hijo del Demonio? ¿Cómo perpetuar el mal en forma humana, en algo que dure siempre sobre la tierra, y haga de mi naturaleza cosa viva, tangible, imperecedera, inolvidable! -Y abriendo las alas de murciélago, que eran ahora inmensas, y se extendieron hasta el horizonte, ocultó en aquella oscuridad las estrellas; la noche se hizo tenebrosa. Y, con la voz del trueno, Satanás declaró su deseo a las tinieblas; propuso a la Noche la cópula infernal de que debía nacer el Satán-Hombre, la humanidad diabólica.

Mas, infeliz en todo, su imaginación profética le hizo ver por adelantado el cuadro de sus inútiles —248→ esfuerzos, el constante fracaso de sus pruritos de amor diabólico, el aborto sin fin de sus conatos de paternidad maldita. ¡Terrible suerte! Antes de emprender las hazañas de su imposible triunfo, ver y saber los desengaños infalibles. ¡Ver muertos los hijos primero de engendrarlos!

Y vio que de la Noche tendría por hijos al Miedo, la Superstición, que porque es ciega se toma por la Fe; nacerían el Error sentimental, la Ciencia apasionada, es decir, falsa; el Ergotismo hueco, la Hipótesis loca, la Humildad fingida, que rinde la virtud de la Razón a la Autoridad, y hace esclavo del orgullo inconsciente a la Conciencia. Mas todos estos hijos, pálidos, como nacidos en cuevas frías, oscuras, iban muriendo poco a poco; raza de microbios que la luz del Sol aniquilaba.

Lucifer, ya que a Dios no podía, quiso imitar a Júpiter y tomar mil formas para seducir a sus Europas, y Ledas y Alcmenas; y de meretrices, cortesanas, malas vestales y reinas corrompidas, tuvo hijos bastardos que le vivían poco; todos flacos, débiles, contrahechos. Tuvo por concubinas la Duda, la Locura, la Tiranía, la Hipocresía, la Intolerancia, la Vanidad, y le nacieron hijos que se llamaban el Pesimismo, el Orgullo, el Terror, el Fanatismo. Todos vivían hambrientos, devorando el bien del mundo que trituraban en sus fauces, que eran los estragos; pero en vano, porque poco a poco se iban muriendo... Hasta hizo tálamo el —249→ demonio del pórtico de la Iglesia; pero ni la Inquisición, ni la Ignorancia, ni la Monarquía absoluta, ni la Pseudo-Escolástica, le dieron el Hijo que buscaba, el inmortal, porque todos perecían. Al fin, en la Civilización creyó haber engendrado lo que buscaba, sorprendiéndola dormida; de aquella unión forzada nació el Materialismo, sensual, frívolo, egoísta... pero murió a manos de los hijos legítimos de aquella madre casta, y Satán vio que el mundo volvía a Jesús cuando parecía llegada la hora del diablo.

¡Padre infeliz! Después de siglos y siglos de constantes afanes por dejar descendencia, ¡rodeado de sombras, de recuerdos de prole infinita desaparecida, muerta, llorando en vejez estéril! Así pudo verse Lucifer en aquella imagen de lo futuro que su fantasía atormentada le presentó en el fondo tenebroso de la noche, en cuyo seno quiso engendrar su primogénito nacido para morir. Él, inmortal, no podía dar la inmortalidad a lo que engendraba... Cada año un hijo... cada año un muerto.

Todas las Noches-Buenas, Jesús nacía en un pesebre, y los pastores le veían entre las manos puras de María, que le envolvían en pañales...

Y a la misma hora, en la soledad de la noche fría, el diablo enterraba en los abismos el hijo suyo, muerto de helado, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los besos —250→ sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte eterna.
 
Ordalías

Don Braulio Aguadet era un riquísimo señor valenciano, que tomaba muy en serio las cosas más serias de la vida; por ejemplo, la educación de sus hijos.- Para muchos era manía el afán que Aguadet mostraba por encontrar para su prole el ave fénix de los maestros, un ayo ideal, aunque tuviera tan buen diente que le comiera la mitad de la hacienda. Sus hijos no iban a la escuela por que Aguadet temía las epidemias físicas y las morales, como él decía; los microbios de la difteria y los microbios del mal ejemplo, de la enseñanza rutinaria y servil. Se acercaba para los chicos el momento crítico de pasar a la segunda enseñanza, y don Braulio ya había resuelto no dejarles tampoco asistir al Instituto. Lo que él necesitaba era el ave fénix de los preceptores; una especie de Sócrates sin colocación, que quisiera dedicarse a maestro de los Aguadet impúberos.

—252→
Pero, es claro; el ayo ideal no parecía. En vano el buen señor, con perjuicio de sus negocios, cambiaba de vecindad cada poco tiempo, y de Valencia se iba a Barcelona y de allí a la corte. El Pestalozzi que él había soñado no estaba en ninguna parte. En el extranjero no había que pensar; porque Aguadet, que leía muchos libros de pedagogía, había leído al pedagogo ilustre, que dice que es un crimen enseñar a los niños a hablar en dos lenguas a un tiempo. La boca se le hacía agua cuando en las páginas de anuncios de los periódicos ingleses leía la oferta de ayos de exportación, señores que eran doctores, académicos, publicistas y una porción de letras mayúsculas, que Aguadet no sabía lo que significaban (v. gr. Ll D. B. A. DD. etc., etc.), y que se ofrecían por poco dinero para casa de los padres, como nuestras amas de cría. Un doctor inglés de aquellos, pero vertido al castellano, era lo que él quería para sus hijos. Pero la planta no era indígena; no había por acá ayos como los soñaba Aguadet.

No faltaron pedantes de todas clases, sexos y escuelas y sectas que, al olor del buen trato que don Braulio ofrecía, acudieron, haciendo honesto alarde de sus habilidades para injertar sabios precoces en retoños vulgares y aun silvestres. Pero Aguadet, que parecía un bendito, y lo era, en el sentido de ser una excelente persona, no se dejaba engañar, y en seguida les encontraba el —253→ flaco a los variadísimos géneros del Tartufopedagógico que se le fueron presentando. Había aprendido por observación y por curiosas lecturas, los peligros de las enseñanzas demasiado artificiosas, y recordaba que hasta el famoso Filantropinum, que sirvió en Alemania de modelo a las reformas de la pedagogía intuitiva, de la enseñanza de las cosas, etc., etc., acabó de mala manera, degenerando en una porción de ridículas novedades latitudinarias. Conque al buen señor, que no se fiaba ni de Basedow en persona, ¡que le vinieran con institutrizos, como él decía, ya del género jesuítico, ya del integral, ya del rousseauniano! ¡oh, la cosa era tan peliaguda! A veces las apariencias no eran malas; pero, ¡había tantos sepulcros blanqueados por fuera!

* * *

Llegó una ocasión en que, sin esperanza ya de encontrar cosa de provecho, Aguadet trabó por accidente relaciones con un matrimonio que le había llamado la atención -era esto en Madrid- porque se les veía muy a menudo en el Real, en los estrenos del Español y de la Comedia, en butacas de orquesta, en palcos por asiento, vestidos pobremente, pero con su especie de etiqueta del harapo; muy de señores siempre, muy limpios; sin una mancha, y tal vez sin un pelo, en toda la ropa. Eran feos los dos, insignificante ella sobre todo, —254→ él de facciones y color grotescos, por lo llamativos y pronunciados. Era may rojo y muy huesudo. También los vio en los conciertos del Príncipe Alfonso y en los cuartetos del Conservatorio y en el Museo de Pinturas y en las iglesias en que había música clásica. En todas partes parecían extranjeros, y sabía él que no lo eran. Hablaban mucho entre sí, comentando seriamente lo que veían y lo que oían, olvidados del mundo que los rodeaba, pensando sólo en el arte, sin parar mientes en la sorpresa, no exenta de disimulada burla, que su aspecto estrambótico solía suscitar en todas partes.

Parecían intrusos... y sin embargo, infundían cierto respeto. Acudían, bien se veía, a donde acude la sociedad de los ricos, de los elegantes, siendo, probablemente, ellos pobres y de seguro sin elegancia aparente alguna. Pero iban por coincidencia de medios, para bien distintos fines; porque la sociedad elegante frecuentaba los espectáculos exquisitos, de arte fino, por lujo, por moda, por ostentación; y ellos, el matrimonio extraño, por necesidad estética, por amor a la belleza, pesándoles bien que tales primores no fuesen más baratos, aunque fueran menos aristocráticos.

Observaba don Braulio que marido y mujer escogían siempre las localidades más humildes, si las había de varias clases, desafiando muy tranquilos, o mejor, sin pensar en tales nimiedades, el —255→ mal disimulado menosprecio de los que, desde mejor punto, miraban a los intrusos como gente loca y temeraria que no pensaba en lo ridículo.

-Y sin embargo -se decía Aguadet- si la esencia de lo cursi está en lo que dice Valera, en el excesivo temor de parecerlo, estos dos son los entes menos cursis del mundo, porque se presentan con los harapos limpios y bien cosidos, con tanta natural satisfacción como un rey con manto y corona.

Tanto le llamó la atención la pareja, que no paró hasta trabar conversación con ellos; cosa facilísima, pues aquellos excelentes sujetos creían lo más natural del mundo que se comunicaran ideas e impresiones, muy particularmente cuando se gozaba en común del espectáculo de lo bello.

Marido y mujer eran ilustradísimos; hablaban de arquitectura, pintura, música y poesía, como gente que ha visto, oído, leído y meditado mucho y en muchos países. Resultaba que habían paseado por media Europa, aprovechando los trenes baratos, siempre en tercera, por no haber cuarta, y sin beber vino ni comprar chucherías inútiles. -«Era un asombro lo poco que se gastaba recorriendo el mundo civilizado. Bastaba para ello tener la vocación del verdadero peregrino de la belleza. Todo museo notable, todo teatro célebre, todo centro de gran cultura, toda maravilla de un arte, era para ellos un santuario que visitaban, no a pie, porque —256→ sería mucho más caro (por el tiempo invertido y por los zapatos gastados), pero sí alimentándose como los antiguos romeros. No llevaban el agua en una calabaza porque no era necesario, pero de agua y poco más vivían. El agua era su ídolo higiénico... Casi tenía razón el filósofo jónico, «casi todo bien procedía del agua...».

* * *

Un día, después de ser ya muy amigos y de haberlos llevado varias veces a su casa, le preguntó Aguadet al marido, don Ruperto, qué vocación tenía, para qué carrera mostraba él más aptitud y afición más decidida.

-Yo creo que he nacido para la enseñanza y la educación. Guiar un alma y un cuerpo, no echados a perder por el mundo y sus errores, es mi mayor deseo y mi vocación acaso.

Aguadet, que tal oyó, puso cada día mayor empeño en estudiar a fondo al matrimonio misterioso. No ocultaban su escasez de recursos, pero no hacían alarde de miseria, y temió que no le sería fácil, sin imprudencia, penetrar en el hogar, muy pobre de fijo, de aquellos universales dilettanti. Pero, con gran sorpresa, a la primer insinuación vio colmado su deseo. Si antes don Ruperto no le había ofrecido su casa, había sido porque no creía que ver tan pobre mansión pudiera tener ningún interés ni causar complacencia.

—257→
Don Braulio vio todo lo que quiso: la cocina, el comedor, la sala, el gabinete, todo a lo pobre, pero limpio; menos pobre por la sencillez lacónica, pudiera decirse, de las costumbres y necesidades de aquella gente. Una lógica singular guiaba sus hábitos, y por consecuencia sus necesidades; habían suprimido los pleonasmos de satisfacciones que la civilización acumula en nuestra vida. La falta de originalidad, la servil imitación de gustos y preocupaciones ajenas, según don Ruperto y consorte, nos hacen gastar inútilmente nuestro haber, con tanta dificultad, y tiempo perdido, alcanzado; y así, no nos quedan ni vagar para la contemplación de las bellezas gratuitas y no gratuitas del mundo, ni medios económicos para conseguir estas últimas. Por cubrir gastos que no satisfacen gustos ni necesidades verdaderas, espontáneas, dejamos de disfrutar de muchas cosas nobles de la vida. Pasmaba pensar, según don Ruperto, lo mucho que come de sobra el más sobrio y menos amigo de los placeres de la mesa. Además, era ridículo escoger los manjares por razón de vanidad, de rutina, de deleite grosero del paladar, etc., etcétera, cuando un estudio un poco serio y atento de la higiene moderna, nos pone en situación de comer mejor, esto es, lo que de veras nos hace falta, y muy barato. De la ropa, no se diga. Los medios de conservarla, según los recursos de la industria contemporánea, eran muchos, y constituían un —258→ arte serio y muy útil. En cuestión de muebles... en fin, sobraban casi todos. Y en cambio, era necesario viajar, leer, visitar museos, monumentos, oír música buena, etc., etc.

Don Braulio, encantado por aquellas apariencias, empezó a insinuar a don Ruperto la idea de encargarle de la educación de los Aguadet menores. Don Ruperto, también con indirectas, dio a entender que aceptaría el cargo, y que le vendría muy bien para arreglar su situación económica, nada próspera, a pesar de tanta parsimonia en los gastos; pero también dejó comprender que ni él solicitaba favores ni daría en su vida un paso para inclinar el ánimo de su nuevo amigo en aquel sentido.

Aguadet entraba cada día en más ganas de conocer a fondo aquel espíritu, aquella vida que tan poco se parecía a la de tantos y tantos pedagogos que él conocía.

De religión, de filosofía, de pedagogía, de letras, de historia, de cuanto don Braulio quiso, habló don Ruperto, «la moral era ciencia experimental, y su único laboratorio la virtud». Y la virtud era la más ardua de las empresas posibles. —259→ Así que la mayor parte de los moralistas no tenían laboratorio.

Todo esto, y muchas cosas más que Aguadet averiguó, estaba bien y le inclinaba más cada vez a entregar la educación de sus hijos al anacoreta estético, como él llamaba a don Ruperto... Pero... ¿y si era sepulcro blanqueado como tantos otros?

Y miraba y retemiraba de soslayo, a hurtadillas, de mil maneras, a su nuevo amigo, como podría meter el estoque, si fuera empleado en casillas, para buscar matute en el fondo de su carro. -Quería leer en el alma de aquel hombre, a través de aquella ropa, negra siempre, tan limpia tan rapada, tan sutil. -No acababa de ver completa pulcritud en aquella austera sencillez, en tan absoluta falta de refinamientos indumentarios, en la ausencia total de lujo y superfluidad. -Al verle, de repente, siempre le parecía un hombre sórdido, sucio... y no había tal; desde el sombrero de copa, de moda atrasada, pero reluciente y bien planchado, hasta las botas, de pacotilla, pero como soles, todo revelaba allí completa pulcritud, muchos pensamientos y cuidados domésticos consagrados a la ropa, en cuanto símbolo de dignidad humana.

Cuando don Ruperto sacaba el pañuelo, don Braulio lo miraba de reojo con atención suma; solía sorprender zurcidos muy bien hechos; manchas, nunca.

Y sin embargo, no se rendía. -«Esta virtud —260→ tendrá mácula, pensaba; aquí habrá hipocresía, comedia, bastidores y telones para que los vea el mundo».

* * *

-¡Ah! -se dijo un día Aguadet- ¡ya di con ello!... La prueba, la última, la definitiva. -Prueba de ordalías, como si dijéramos: nada de fuego, pero el agua, ¿por qué no?

-¿Sabe usted nadar, don Ruperto? -preguntó una vez don Braulio, así como al descuido.

Don Ruperto se puso un poco encarnado, y dijo por fin:

-No, señor; por esa parte mi educación está incompleta. Nunca me he decidido. De niño, mis hermanos y otros chicos mayores que yo me arrojaron al mar muchas veces para enseñarme tan útil habilidad con violencia, por sorpresa; y sólo consiguieron que tomara horror al agua... en cuanto elemento para la locomoción, se entiende; yo me baño en casa; pero en el mar o en el río no me atrevo.

-¡Malo! ¡malo! -pensó don Braulio-. Este hombre que tanto habla del agua y sus excelencias... le tiene asco al agua. ¡Malo! Sepulcro blalnqueado por fuera probablemente.

Una tarde invitó don Braulio a don Ruperto a visitar cierta quita de recreo de Aguadet, en medio —261→ de la cual había un estanque de aguas profundas, puras, cuyo fondo se veía como detrás del cristal más diáfano. Paseaban juntos, filosofando, a la orilla del agua. Don Ruperto, a ratos, perdía el hilo de la conversación por mirar el terreno que pisaba; porque don Braulio tenía la mala costumbre, por lo visto, de torcerse a la derecha al andar e impedir a su pareja seguir el camino recto; ello era que le iba echando hacia el agua, y había que pensar en no caerse al estanque, sin perjuicio de mantener la interesante conversación.

Mas hubo un momento en que don Ruperto olvidó aquel cuidado material; se le fue el santo al cielo, y cuando más metido estaba en cierto laberinto de ideas metafísicas... sintió que le faltaba tierra, que don Braulio, apoyándose en él, resbaló sobre el suelo, mientras su propio individuo caía de cabeza al estanque. Y no sintió más, porque con el susto y la impresión del agua, casi helada, perdió el conocimiento; y cuando volvió en sí, se encontró en una alcoba de la casa de campo, metido en una cama, entre cobertores, y tan desnudo como le pariera su madre.

A su lado don Braulio sonreía, radiante de satisfacción.

-No ha sido nada -le dijo-. ¡Un susto, nada más que un susto! No ha bebido usted ni dos cuartillos de agua. Además, es potable. Ello fue, que yo, distraído con la argumentación, resbalé sobre —262→ una cáscara de naranja; al caer me apoyé en usted, y usted se fue al agua...

-¿Y mi ropa? -preguntó tímidamente, pero sin vergüenza, don Ruperto.

-Descuide usted. Está puesta al fuego. Secará en seguida. La interior y la de color, toda. Siento no tener yo ahora en esta quinta ropa mía que pudiera servirle...

-¡Oh, gracias, gracias!...

A poco se levantó Aguadet de la silla que ocupaba al lado del náufrago, y fue a la cocina a ver como estaba la ropa de su amigo.

Sobre una cuerda, cerca de una buena hoguera, estaban todas las prendas negras: levita, chaleco, pantalón, corbata; en otra cuerda toda la ropa blanca... camisola, camiseta, calzoncillos, calcetines. Don Braulio pasó otra vez revista a tales prendas, que ya tenía bien miradas.

¡Qué triunfo para la sinceridad de aquella virtud austera, sencilla y noble! Don Braulio, después de recoger en el agua, ayudado por los criados se la quinta, el cuero exánime de su amigo, había tenido buen cuidado de desnudarle y examinarle toda la piel, de arriba abajo, y toda la ropa sin dejar un hilo.

De aquella inspección, resultaba que aquel don Ruperto debía, en efecto, de bañarse todos los días en casa. Y en cuanto a la ropa interior, era toda una ejecutoria de pulcritud.

—263→
-¡Oh! -pensaba don Braulio- ¡esta es la verdadera limpieza, como es la virtud verdadera la que no está destinada a que el mundo sepa de ella! Este hombre no podía venir preparado. ¿Cómo podía él sospechar que yo, hoy precisamente, había de tirarlo al agua? No venía preparado. Y hoy es sábado. Luego este hombre se muda todos los días. La tela es pobre, está muy gastada, llena de repasos, que son ejecutoria de la atenta laboriosidad de su mujer; pero ¡qué limpieza! ¡Qué buen olor a manzanas maduras, o no sé qué! ¡Oh, sí! No cabe duda; por dentro como por fuera. Los calcetines como el pensamiento, el corazón como la camisa elástica; ¡todo blanco! ¡Todo en orden! ¡Todo puro!».

Secó la ropa, y media hora después, don Ruperto se vestía en presencia de don Braulio; a este se le figuraba un sacerdote del culto de la pobreza limpia, sin jactancia ni vergüenza, que se revestía de las insignias de su honradez. Se veía claramente que se hubiera vestido con igual tranquilidad delante de un Concilio... a no vedarlo otros respetos.

Ni hacía alarde de su esmerada pulcritud, ni le causaban vergüenza aquellos zurcidos y sutilezas de la ropa blanca.

Cuando le vio otra vez empaquetado en su traje negro, don Braulio tendió la mano a don Ruperto, y le dijo:

—264→
-De modo, querido amigo, que quedamos en eso; quedamos en que desde mañana empezará usted a desasnarme los chicos...
 
Viaje redondo

La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos -para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino- se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.

—266→
A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo-relieve del muro, y unas palabras de Job.

La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.

El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.

Dos lámparas de aceite, estrellas de día, ardían delante de altares favoritos. A la Virgen del altar mayor la iluminaba un rayo de sol que atravesaba una ventana estrecha de vidrios blancos y azules.

Sobre el pavimento, de losas desiguales y mal unidas, quedaban restos del tapiz de grandes espadañas por allí esparcidas pocos días antes al celebrar —267→ una fiesta; la brisa, que entraba por una puerta lateral abierta, movía aquellas hojas marchitas, largas, como espadas rendidas ante la fe; un gorrión se asomaba de vez en cuando por aquella puerta lateral, llegaba hasta el medio de la nave, como si viniera a convertirse, y al punto, pensándolo mejor, salía como una flecha, al aire libre, al bosque, a su paganismo de ave sin conciencia, pero con alegre vida.

En el presbiterio, a la derecha, sentado en un banco, el cura, anciano, meditaba plácidamente leyendo su breviario. No había más almas vivientes en la iglesia. El gorrión y el cura.

* * *

Entraron la madre y el hijo, santiguándose, húmedas las yemas de los dedos con el agua bendita tomada a la puerta.

A los pocos pasos se arrodillaron con modestia, temerosos de ser importunos, de interrumpir al buen sacerdote, que se creía solo en la casa del Señor.

En medio de la nave se arrodillaron. La madre volvió la cabeza hacia el hijo, con un signo familiar; quería decir que empezaba el rezo; era por el alma del padre, del esposo perdido. Ella rezaba delante, el hijo representaba el coro y respondía con palabras que nada tenían que ver con las de la madre; era aquel diálogo místico algo semejante —268→ a los cuadros de ciertos pintores cristianos de Italia, de los primitivos, en los que los santos, las figuras asisten a una escena sin saber unos de otros, sin mirarse, todos juntos y todos a solas con Dios. Así estaba el cura, sin saber del gorrión, que entraba y salía, ni de la madre y el hijo que oraban allí cerca.

* * *

Entonces comenzó el milagro.

Llegó el rezo a la meditación. Cada cual meditaba aparte. La madre, por el dolor de su viudez, llegaba a Dios en seguida, a su fe pura, suave, fácil, firme, graciosa.

El hijo... tenía veinte años. Venía del mundo, de las disputas de los hombres. La muerte de su padre le había herido en lo más hondo de las en entrañas, en el núcleo de las energías que nos ayudan a resistir, a esperar, a venerar el misterio dudoso. A veces le irritaba la resignación de su madre ante la común desgracia; sentía en sí algo de la hiel de Hamlet; veía en el fervor religioso de su madre el rival feliz de su padre muerto.

Era estudiante, era poeta, era soñador. Su alma no se había separado de la fe de su madre en arranque brusco, ni por desidia y concupiscencia; como el gorrión en la iglesia aldeana, su espíritu entraba y salía en la piedad ortodoxa... Leía, estudiaba, oía a maestros de todas las escuelas; su —269→ absoluta sinceridad de pensamiento le obligaba a vacilar, a no afirmar nada con la fuerza que él hubiera sabido consagrar al objeto digno de una adhesión amorosa definitiva, inquebrantable. Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla. Y en tanto, seguía a la madre al templo, donde sabía que estaba cumpliendo una obra de caridad sólo al complacer a la que tanto quería. Además, su alma de poeta seguía siendo cristiana; los olores del templo aldeano, su frescura, su sencillez, el silencio místico, aquella atmósfera de reminiscencias voluptuosas de la niñez creyente y soñadora le embriagaban suavemente; y, sin hipocresía, se humillaba, oraba, sentía a Jesús, y repasaba con las ideas las grandezas de diecinueve siglos de victorias cristianas. Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz. No, no era un profano en la iglesia de su aldea, a pesar de sus inconstantes filosofías.

La madre, del pensamiento del padre muerto pasaba al pensamiento del hijo... acaso amenazado de muerte más terrible, de muerte espiritual, de impiedad ciega y funesta. Recordaba las lágrimas de Santa Mónica; pedía a Dios que iluminase aquel cerebro en donde habían entrado tantas —270→ cosas que ella no había transmitido con su sangre, que no eran de sus entrañas. En sus dolorosas incertidumbres respecto de la suerte moral de su hijo, su imaginación se detenía al llegar a la idea de la posible condenación. Aquel infinito terror, sublime por la inmensidad del tormento, no llegaba a dominarla, porque no concebía tanta pena. ¡El infierno para su hijo! ¡Oh, no, imposible! Dios tomaría sus medidas para evitar aquello. Las almas eran libres, sí; podían escoger el mal, la perdición... pero Dios tenía su Providencia, su Bondad infinita. El hijo se le salvaría. ¡A la oración! ¡a la oración para lograrlo!

Los dos, absortos, llegaron a olvidarse del tiempo, a salir de la sombra del péndulo que va y viene, en la cárcel del segundo que mide, eterno presidiario. Aquel fue el milagro. La previsión, el temor que imagina vicisitudes futuras, se cuajaron en realidad; se les anticipó la vida en aquellos instantes de meditación suprema.

* * *

Para el hijo, el argumento poético de la fe se iba alejando como una música guerrera que pasa, que habla, cuando está cerca, de entusiasmo patriótico, de abnegación feliz, y después al desvanecerse en el silencio lejano deja puesto a la idea de la muerte solitaria. El no pensar en los grandes problemas de la realidad con el acompañamiento —271→ sentimental de los recuerdos amados, de la tradición sagrada, llegó a parecerle un deber, una austera ley del pensamiento mismo. Como el soldado en la guerrilla se queda solo ante el peligro, acompañado de las balas enemigas, ya sin la patria, que no le ve en aquella agonía, sin música animadora, sin arengas, sólo con la guerra austera, como la pinta Coriolano el de Shakespeare, así aquel pensador sincero se quedaba solo en el desierto de sus dudas, donde era ridículo pedir amparo a una madre, a la infancia pura, como lo hubiera sido en un duelo, en una batalla. Buena o mala, próspera o contraria, no había allí más ley que la ley del pensar. Lo que fuera verdadero, aunque fuera horroroso, eso había que creer. Como el valiente, que lo es de veras, no cree tener un amuleto que le libra de las balas, sino que se mete por ellas seguro de que pueden pasar por su cuerpo como pasan por el aire; así pensaba, con valor; pero la juventud se marchitaba en la prueba: el corazón se arrugaba, encogiéndose. Dudando así, escapaba la vida. Las ilusiones sensuales perdían el atractivo de su valor incondicional; al hacerse relativas, precarias, se convertían en una comedia alegre por su argumento, triste por la fatal brevedad y vanidad de sus escenas. No se podía gozar mucho de nada. La ilusión del amor puro, de la mujer idealizada, se desvanecía también; sólo quedaba de ella jirones de ensueño flotando dispersos, —272→ desmadejados a ras de tierra, como el humo de la locomotora, el que huye por los campos con patas de araña gigante, disipándose un poco más a cada brinco sobre los prados y entre los setos...

La lógica lo quería; si la gran Idea era problema, ensueño tal vez, la mujer ensueño era fenómeno pueril, vulgaridad fortuita en el juego sin sentido y sin gracia de las fuerzas naturales...

Quedaba la naturaleza. Y el pensador, que ya no esperaba nada del amor, del cielo vaporoso fantástico, se puso a amar el terruño y su producto con la cabeza inclinada al suelo. Fue geólogo, fue botánico, fue fisiólogo... el mundo natural sin la belleza de sus formas aparentes todavía puede mostrarse grande, poético, pero triste, a veces horroroso, en su destino, como un Edipo; la naturaleza llegó a figurársela como una infinita orfandad; el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte. La lucha ciega de las cosas con las cosas; el afán sin conciencia de la vida, a costa de esta vida; el combate de las llamadas especies y de los individuos por vencer, por quedar encima un instante, matando mucho para vivir muy poco, le producía escalofríos de terror; eterna tragedia clásica, con su belleza sublime, misterioso, sí, pero terrible.

Pasaba la vida, y como en una miopía racional, el espíritu iba sintiéndose separado por nieblas, por velos del mundo exterior, plástico; volvían —273→ con más fuerzas que en la edad de los estudios académicos, las teorías idealistas a poner en duda, a desvanecer entre sutilezas lógicas la realidad objetiva del mundo; y volvía también con más fuerza que nunca la peor de las angustias metafísicas, la inseguridad del criterio, la desconfianza de la razón, dintel acaso de la locura. Un doloroso poder de intuición demoledora de análisis agudo, como una fiebre nerviosa, iba minando los tejidos más íntimos de la conciencia unitaria, consistente: todo se reducía a una especie de polvo moral, incoherente, que por lo deleznable producía vértigo, agonía...

* * *

El pensamiento de la madre, en tanto, volaba a su manera por regiones muy diferentes, pero también siniestras, obscuras. El hijo se le perdía. Se apartaba de ella, y se perdía. Muy lejos, ella lo sentía, vivía blasfemando, olvidado del amor de Dios, enemigo de su gloria. Era como si estuviera loco; pero no lo estaba, porque Dios le pedía cuenta de sus actos. Era un malvado que no mataba, ni robaba, ni deshonraba... no hacía mal a nadie, y era un malvado para Dios. Y ella rezaba, rezaba, rezaba para sacarle de aquel abismo, para atraerle al regazo en que había aprendido a creer. Cosa rara; le veía en tierra, de rodillas, en un desierto, sin comer, sin beber —274→ sin flores que admirar, sin amores que sentir, triste, solo, de hinojos siempre, las manos levantadas al cielo, los ojos fijos en el polvo, esperando sin esperanza; maldito y a su modo inocente, réprobo sin culpa, absurdo doloroso para las entrañas de la madre y de la cristiana.

«¡Más vale enterrarlo», pensaba ella. «Que viva poco y de prisa, si ha de vivir así». Y ella misma le iba haciendo la sepultura, arrojando nieve en derredor del cuerpo inmóvil del anacoreta condenado; en vez de tierra, nieve. Ya caía nieve sobre él, ya le llegaba a los hombros, ya le cubría la cabeza... ¡Señor, sálvale, sálvale, antes que desaparezca bajo la nieve en que lo sepulto!

* * *

En una crisis del espíritu del hijo, las cosas empezaron a tener un doble fondo que antes no les conocía. Era un fondo así, como si se dijera, musical. Mientras hablaban los hombres de ellas, ellas callaban; pero el curioso de la realidad, el creyente del misterio, que, a solas, se acercaba a espiar el silencio del mundo, oía que las cosas mudas cantaban a su modo. Vibraban, y esto era una música. Se quejaban de los nombres que tenían; cada nombre una calumnia. La duda de la realidad era un juego de la edad infantil del pensamiento humano; los hombres de otros días mejores apenas concebían aquellas sutilezas. Todo se iba aclarando al —275→ confundirse; se borraban los letreros de aquel jardín botánico del mundo, y aparecía la evidencia de la verdad sin nombre. Ya no se sabía cómo se llamaba en griego el árbol de la ciencia, que ahora no servía de otra cosa que de fresco albergue, de sombra para dormir una dulce siesta, confiada, de idilio. Volvía, de otra manera, la fe; los símbolos seguían siendo venerables sin ser ídolos; había una dulce reconciliación sin escritura ni estipulaciones; era un trabado de paz en que las firmas estaban puestas debajo de lo inefable.

Lo que no volvía era el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer; había un hogar para el alma, pero el ambiente, en torno, era de invierno. Los años no se arrepentían.

* * *

La madre sintió que el alma se le aliviaba de un peso horrendo. Cesó la pesadilla. La brisa le trajo hasta el rostro los aromas del bosque vecino; en cuanto gozó aquella dulzura pensó en el hijo, no según le veía en los ensueños; en el hijo que meditaba a su lado. Volvió hacia él suavemente la cabeza. El hijo también miró a la madre... Apenas se conocieron. El hijo era un anciano de cabeza gris; la madre un fantasma decrépito, una momia viva, muy pálida. El hijo se puso en pie con dificultad, encorvado; tendió la mano a la madre y la ayudó a levantarse con gran trabajo; la pobre octogenaria —276→ no podía andar sin el báculo de su hijo querido, viejo también, si no decrépito.

La besó en al frente. Se santiguó con mano trémula frente al altar mayor: comprendía y agradecía el milagro. El hijo volvía a crecer, había hecho el viaje redondo de la vida del pensamiento; no había más sino que en aquella lucha se había ganado la existencia; él ya era un anciano, y ella, po otro portento de gracia, vivía en la extrema decrepitud, próxima al último aliento, pero feliz, porque había durado hasta ver al hijo otra vez en el regazo de la fe materna. Sí, creía otra vez; no sabía ella cómo ni por qué, pero creía otra vez. Se acercaron a la puerta de columnas labradas con extraños dibujos; tomó la madre agua bendita de la pila y la ofreció al hijo, que humedeció la mente arrugada y cubierta de nieve.

En el pórtico se detuvieron. La madre no podía andar abrumada por el cansancio. Sonrió, tendiendo la mano hacia el ataúd de los pobres, una caja de pino, sucia, manchada de lodo y cera, colgada en el muro blanco.

Y con voz apagada, al perder el sentido, la anciana feliz exclamó:

-¡E esa... mañana... en esa!...
 
La trampa

¿Convenía o no la carretera? Por de pronto era una novedad, y ya tenía ese, inconveniente. Manín de Chinta, además, sentía abandonar la antigua calleja, el camín rial, un camino real que nunca había llegado a cuarto siquiera; porque, pese a todas las sextaferias que habían abrumado de trabajo a los de la parroquia, en ochavo se había quedado siempre aquella vía estrecha, ardua, monte arriba, con abismos por baches, y con peñascos, charcos y pantanos por el medio. En invierno, el ganado hundía las patas en el lodo hasta los corvejones; en verano, aquella masa, petrificada en altibajos ondeados, como olas de un mar de barro, mostraba todavía los huecos profundos de las huellas de vacas y carneros, que adornaban como arabescos el oleaje inmóvil. No importaba; por aquel camino habían llevado el carro el padre de Manín, el abuelo de Manín, todos los ascendientes de que había memoria.

—278→ manos para que no los disperse el viento del infortunio.

—291→
Se paraba la Chula en la Grandota; se sentaba la Chinta sobre un montón de grava y, con toda calma, fumaba un cigarrillo que en vez de papel tenía media hoja seca de maíz. Y Falo esperaba, silbando, pasando la mano por el lomo a la yegua torda, que se parecía al caballo que él había dejado muerto en un campo de batalla.
 
Don Patricio o el premio gordo en Melilla

-¿Por qué me llamaré yo Patricio? -se había preguntado muchas veces, para sus adentros, el señor de Caracoles, mientras metía las manos en los bolsillos de los pantalones, que siempre traía repletos de oro y plata, y sacudía con los dedos, haciéndolo sonar, el vil metal que le hacía cosquillas al saltar sobre los muslos.

? ¿Entregará usted a los de Melilla sus cuatro millones?

-Nun señores; porque yo prometí en el bien entendidu que me tocara el gordu.

-Pues el gordo es este.

-Nun, señores; esto es una broma de ustedes, que son muy graciosus; pero yo soy más graciosu todavía; porque yo nun jugué nada a la lotería, nin jugaré en mi vida hasta que sea gobiernu y sea mía la puerta. ¡Je! ¡je! ¡Si sabré yo lu que son puertas!
 
El sustituto

Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, vicio en él muy viejo e indigno de quien aseguraba al público que tenía un plectro, y acababa de escribir en una hoja de blanquísimo papel:


Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía...

digo, que mordiéndose las uñas, Eleuterio Miranda, el mejor poeta del partido judicial en que radicaba su musa, meditaba malhumorado y a punto de romper, no la lira, que no la tenía, valga la verdad, sino la pluma de ave con que estaba escribiendo una oda o elegía (según saliera), de encargo.

Era el caso que estaba la patria en un grandísimo apuro, o a lo menos así se lo habían hecho creer a los del pueblo de Miranda; y lo más escogido del lugar, con el alcalde a la cabeza, habían venido a suplicar a Eleuterio que, para solemnizar —302→ una fiesta patriótica, cuyo producto líquido se aplicaría a los gastos de la guerra, les escribiese unos versos bastante largos, todo lo retumbantes que le fuera posible, y en los cuales se hablara de Otumba, de Pavía... y otros generales ilustres, como había dicho el síndico.

Aunque Eleuterio no fuese un Tirteo ni un Píndaro, que no lo era, tampoco era manco en achaques de malicia y de buen sentido, y bien comprendía cuán ridículo resultaba, en el fondo, aquello de contribuir a salvar la patria, dado que en efecto zozobrase, con endecasílabos y heptasílabos más o menos parecidos a los de Quintana.

Si en otros tiempos, cuando él tenía dieciséis años no había estado en Madrid ni era suscritor del Fígaro de París, había sido, en efecto, poeta épico, y había cantado a la patria y los intereses morales y políticos, ahora ya era muy otro y no creía en la epopeya ni demás clases del género objetivo; no creía más que en la poesía íntima... y en la prosa de la vida. Por esta, por la prosa de los garbanzos, se decidía a pulsar la lira pindárica; porque tenía echado el ojo a la secretaría del Ayuntamiento, y le convenía estar bien con los regidores que le pedían que cantase. Considerando lo cual, volvió a morderse las uñas y a repasar lo de


Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía...

—303→
Y otra vez se detuvo, no por dificultades técnicas, pues lo que le sobraban a él eran consonantes en anto y en ía; se detuvo porque de repente le asaltó una idea en forma de recuerdo, que no tardó en convertirse en agudo remordimiento. Ello era que más adelante, al final que ya tenía tramado, pensaba exclamar, como remate de la oda, algo por el estilo:


Mas ¡ay! que temerario,
en vano quise levantar el vuelo,
por llegar al santuario
del patrio amor, en la región del cielo.
Mas, si no pudo tanto
mi débil voz, mi pobre fantasía,
corra mi sangre, como corre el llanto,
en holocausto de la patria mía.
¡Guerra! no más arguyo...
el plectro no me deis, dadme una espada:
si mi vida te doy, no te doy nada,
patria, que no sea tuyo;
porque al darte mi sangre derramada,
el ser que te debí te restituyo.

Y cuando iba a quedarse muy satisfecho, a pesar del asonante de santuario y tanto, que algo le molestaba, sintió de repente, como un silbido dentro del cerebro, una voz que gritó: ¡Ramón!

* * *

Y tuvo Eleuterio que levantarse y empezar a —304→ pasearse por su despacho; y al pasar enfrente de un espejo notó que se había puesto muy colorado.

-¡Maldito Ramón! Es decir... maldito, no, ¡pobre! Al revés, era un bendito.

Un bendito... y un valiente. Valiente... gallina... Pues Gallina le llamaban en el pueblo por su timidez; pero resultaba una, gallina valiente; como lo son todas cuando tienen cría y defienden a sus polluelos.

Ramón no tenía polluelos; al contrario, el polluelo era él; pero la que se moría de frío y de hambre era su madre, una pobre vieja que no tenía ya ni luz bastante en los ojos para seguir trabajando y dándoles a sus hijos el pan de cada día.

La madre de Ramón, viuda, llevaba en arrendamiento cierta humilde heredad de que era propietario don Pedro Miranda, padre de Eleuterio. La infeliz no pagaba la renta. ¡Qué había de pagar si no tenía con qué! Años y años se le iban echando encima con una deuda, para ella enorme. Don Pedro se aguantaba; pero al fin, como los tiempos estaban malos para todos, la contribución baldaba a chicos y grandes; un día se cargó de razón, como él dijo, y se plantó, y aseguró que ni Cristo había pasado de la cruz ni él de allí; de otro modo, que María Pendones tenía que pagar las rentas atrasadas o... dejar la finca. «O las rentas o el desahucio». A esto lo llamaba disyuntiva don Pedro, y María el acabose, el fin del mundo, la muerte —305→ suya y de sus hijos, que eran cuatro, Ramón el mayor.

Pero en esto le tocó la suerte, a Eleuterio, el hijo único de don Pedro, el mimo de su padre y de toda la familia, porque era un estuche que hasta tenía la gracia de escribir en los periódicos de la corte, privilegio de que no disfrutaba ningún otro menor de edad en el pueblo. Como no mandaban entonces los del partido de Miranda, sino sus enemigos, ni en el Ayuntamiento ni en la Diputación provincial hubo manera de declarar a Eleuterio inútil para el servicio de las armas, pues lo de poeta lírico no era exención suficiente; y el único remedio era pagar un dineral para librar al chico. Pero los tiempos eran malos; dinero contante y sonante, Dios lo diera; mas ¡oh idea feliz!

«El chico de la Pendones, el mayor... ¡justo!». Y don Pedro cambió la disyuntiva de marras y dijo: o el desahucio o pagarme las rentas atrasadas yendo Ramón a servir al rey en lugar de Eleuterio. Y dicho y hecho. La viuda de Pendones lloró, suplicó de rodillas; al llegar el momento terrible de la despedida prefería el desahucio, quedarse en la calle con sus cuatro hijos, pero con los cuatro a su lado, ni uno menos. Pero Ramón, la gallina, el enclenque sietemesino, alternando entre las tercianas y el reumatismo, tuvo energía por la primera vez de su vida, y a escondidas de su madre, se vendió, liquidó con don Pedro, y el precio —306→ de su sacrificio sirvió para pagar las rentas atrasadas y la corriente. Y tan caro supo venderse, que aún pudo sacar algunas pesetas para dejarle a su madre el pan de algunos meses... y a su novia, Pepa de Rosalía, un guardapelo que le costó un dineral, porque era nada menos que de plata sobredorada.

¿Para qué quería Pepa el pelo de Ramón, un triste mechón pálido, de hebras delgadísimas de un rubio de ceniza, que estaban vociferando la miseria fisiológica del sietemesino de la Pendones? Ahí verán ustedes. Misterios del amor. Y no lo querría Pepa por el interés. No se sabe por qué le quería. Acaso por fiel, por constante, por sincero, por humilde, por bueno. Ello era que, con escándalo de los buenos mozos del pueblo, la gallarda Pepa de Rosalía y Ramón la gallina eran novios. Pero tuvieron que separarse. Él se fue al servicio: a ella le quedó el guardapelo, y de tarde en tarde fue recibiendo cartas de puño y letra de algún cabo, porque Ramón no sabía escribir, se valía de amanuense, pocas veces gratuito, y firmaba con una cruz.

Este era el Ramón que se le atravesó entre ceja y ceja al mejor lírico de su pueblo al fraguar el final de su elegía u oda a la patria. Y el remordimiento, en forma de sarcasmo, le sugirió esta idea: «No te apures, hombre; así como D. Quijote concluía las estrofas de cierta poesía a Dulcinea, —307→ añadiendo el pie quebrado del Toboso, por escrúpulos de veracidad, así tú puedes poner una nota a tus ofrecimientos líricos de sangre derramada, diciendo, verbigracia:


Patria, la sangre que ofrecerte quiero,
en lugar de los cantos de mi lira,
no tiene mío más, si bien se mira,
que el haberme costado mi dinero.




¡Oh, cruel sarcasmo! ¡Sí, terrible vergüenza! ¡Cantar a la patria mientras el pobre gallina se estaba batiendo como el primero, allá abajo, en tierra de moros, en lugar del señorito!

Rasgó la oda, o elegía, que era lo más decente que, por lo pronto, podía hacer en servicio de la patria. Cuando vinieron el alcalde, el síndico y varios regidores a recoger los versos, pusieron el grito en el cielo al ver que Eleuterio los había dejado en blanco. Hubo alusiones embozadas a lo de la secretaría; y tanto pudo el miedo a perder la esperanza del destino, que el chico de Miranda, tuvo que obligarse a sustituir (terrible vocablo para él) los versos que faltaban con un discurso improvisado de los que él sabía pronunciar tan ricamente como cualquiera. Le llevaron al teatro, donde se celebraba la fiesta patriótica, y habló en efecto; hizo una paráfrasis en prosa, pero en prosa mejor que los versos rotos de la elegía u oda desgarrada. Entusiasmó al público; se llegó a entusiasmar —308→ él mismo de veras; en el patético epílogo se le volvió a presentar la figura pálida de Ramón... y mientras ofrecía, entre vivas y aplausos de la muchedumbre, sellar con su sangre, si la patria la necesitaba, todas aquellas palabras de amor y sacrificio, se juraba a sí propio, por dentro, echar a correr aquella misma noche camino de África, para batirse al lado de Ramón, o como pudiera, en clase de voluntario.

* * *

Y lo hizo como lo pensó. Pero al llegar a Málaga para embarcar, supo que entre los heridos que habían llegado de África dos días antes estaba en el hospital un pobre soldado de su pueblo. Tuvo un presentimiento; corrió al hospital, y... en efecto, vio al pobre Ramón Pendones próximo a la agonía.

Estaba herido, pero levemente. No era eso lo que le mataba, sino lo de siempre: la fiebre. Con la mala vida de campaña, las tercianas se le habían convertido en no sabía qué fuego y qué nieve que le habían consumido hasta dejarle hecho ceniza. Había sido durante un mes largo un héroe de hospital. ¡Lo que había sufrido! ¡Lo mal que había comido, bebido, dormido! ¡Cuánto dolor en torno; qué tristeza fría, qué frío intenso, qué angustia, qué morriña! Y ¿cómo había sido lo de la herida? Pues nada; que una noche, estando de —309→ guardia, y con una... que llamaban desintería que no se podía tener, se había separado un poco de su puesto, así, como... por decencia por no apestarse a sí mismo después, y allí, acurrucado, en un rayo de luna... ¡zas! un morito le había visto, al parecer, y, lo dicho ¡zas!... había hecho blanco. Pero en blando. Total nada; aquello nada. Pero el frío, la fatiga, los sustos, la tristeza, ¡aquello sí!... y la fiebre, la reina de sus males, le mataba sin remedio.

Y murió Ramón Pendones en brazos del señorito, muy agradecido y recomendándole a su madre, y a su novia.

Y el señorito, más poeta, más creador de lo que él mismo pensaba, pero poeta épico, objetivo, salió de Málaga, pasó el charco y se fue derecho al capitán de Ramón, un bravo de talento, y buen corazón y fantasía, y le dijo:

-Vengo de Málaga; allí ha muerto en el hospital Ramón Pendones, soldado de esta compañía. He pasado el mar para ocupar el puesto del difunto. Hágase usted cuenta que Pendones ha sanado y que yo soy Pendones. Él era mi sustituto, ocupaba mi puesto en las filas y yo quiero ocupar el suyo. Que la madre y la novia de mi pobre sustituto no sepan todavía que ha muerto; que no sepan jamás que ha muerto en un hospital, oscuramente, de tristeza y de fiebre...

El capitán comprendió a Miranda.

—310→
-Corriente -le dijo- por ahora usted será Pendones; pero después, en acabándose la guerra... ya ve usted...

-Oh, eso queda de mi cuenta -replicó Eleuterio.

Y desde aquel día Pendones, dado de alta, respondió siempre otra vez a la lista. Los compañeros que notaron el cambio celebraron la idea del señorito, y el secreto del sustituto fue el secreto de la compañía.

Antes de morir, Ramón habla dicho a Eleuterio cómo se comunicaba con su madre y su novia. El mismo cabo que solía escribirle las cartas, escribía ahora las que le dictaba Miranda, que también las firmaba con una cruz; pues no quería escribir él por si reconocían la letra en el pueblo.

-Pero todo eso -preguntaba el cabo amanuense- ¿para qué les sirve a la madre y a la novia si al fin han de saber...?

-Deja, deja -respondía Eleuterio ensimismado-. Siempre es un respiro... Después... Dios dirá.

La idea de Eleuterio era muy sencilla, y el modo de ponerla en práctica lo fue mucho más. Quería pagar a Ramón la vida que había dado en su lugar; quería ser sustituto del sustituto y dejar a los seres queridos de Ramón una buena herencia de fama, de gloria y algo de provecho.

Y, en efecto, estuvo acechando la ocasión de portarse como un héroe, pero como mi héroe de —311→ veras. Murió matando una porción de moros, salvando una bandera, suspendiendo una retirada y convirtiéndola, con su glorioso ejemplo, en una victoria esplendorosa.

No en vano era, además de valiente, poeta, y más poeta épico de lo que él pensaba: sus recuerdos de la Iliada del Ramayana, de la Eneida, de Los Lusiadas, de la Araucana, del Bernardo, etcétera, etc., llenaron su fantasía para inspirarle un bell morir. Hasta para ser héroe, artista, dramático, se necesita imaginación. Murió, no como había muerto el pobre Ramón en su casa, sino con distinción, con elegancia; su muerte fue sonada; no pudo ser un héroe anónimo; y, aunque simple soldado, su hazaña y gloriosos fin llamaron la atención y excitaron el entusiasmo de todo el ejército; el general en jefe le consagró públicos y solemnes elogios; se le ascendió después de muerto; su nombre figuró en letras grandes en todos los periódicos, diciendo: «Un héroe: Ramón Pendones»; y para su madre hubo el producto de una cruz póstuma, pensionada, que la ayudó, de por vida a pagar la renta a don Pedro Miranda, cuyo único hijo, por cierto, había muerto también, probablemente en la guerra, según barruntaban los del pueblo, pero sin que se supiera cómo ni dónde.

* * *

Cuando el capitán, años después, en secreto —312→ siempre, refería a sus íntimos la historia, solían muchos decir:

«La abnegación de Eleuterio fue exagerada. No estaba obligado a tanto. Al fin, el otro era sustituto; pagado estaba y voluntariamente había hecho el trato».

Era verdad. Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son prosistas.
 
El señor Isla

¡Quién lo vio y quién lo ve! En otro tiempo creía en Dios, en el prójimo, en las leyes de la Historia providencialmente regida, en el arte; creía en la ciencia, en la eficacia de la actividad, en los resultados milagrosos del espíritu de asociación...

Estaba delgado, la grasa se la consumía el ir y venir, el estar en todo.

Era de la comisión de esto y de lo otro, bullía en el salón de sesiones del Congreso, en las cervecerías donde se hace y se deshace literatura, en los saloncillos de los teatros, en las librerías; escribía en varios periódicos y revistas, publicaba libros... y por fin, hasta estrenó una comedia sociológica en que ponía la organización actual del mundo civil y económico de oro y azul en preciosas redondillas, que Dios y él sabían el trabajo que le costaban. El que no conociese al Isla de entonces, podía creer, a juzgar por las redondillas de su comedia, —314→ que era un hombre que estaba desesperado y tragaba mucha hiel; que era un Proudhon próximo a tirarse de cabeza en el estanque grande del Retiro, o en el Manzanares, a la primera avenida; pero ¡quia! Por aquellos días, sobre todo después que le aplaudieron las redondillas incendiarias, estaba isla muy satisfecho, amaba todo, creía en la justicia social, de que no encontraban trazas los personajes de la comedia.

Había que verle sonriente, repartiendo apretones de manos entre cómicos, diputados, periodistas, músicos y danzantes; y más era de admirar y envidiar por su alegría, cuando pisaba las tablas entre damas y galanes para recibir los aplausos de aquella sociedad, de quien decía poco antes uno de los personajes:


Sociedad en lucha fiera
contra mí desde el nacer,
nada te quiero deber...
ni el ser; ¡déjame que muera!

No era pesimista y demagogo más que en tres actos y en verso, porque vestía bien aquello de venir al teatro a combatir las preocupaciones reinantes y reivindicar derechos no sabía él a punto fijo de quién, pero vamos, de alguien que debía de padecer hambre y sed de justicia. Y allí estaba él, Isla, para aplacar la sed y el hambre de aquellos desgraciados, que no conocía, con escenas de —315→ relumbrón, golpes de efecto, monólogos filosóficos y de palenque en la última quintilla.


Sí, conciencia, en vano lucho
en esta fiera batalla;
tú eres necia, el mundo ducho...
Me vencerá la canalla
si te escucho... ¡no te escucho!

Y cobraba los derechos de autor de reparaciones sociales, salvaba los fueros de la justicia, recibía parabienes y vivía feliz.

Estaba en todas partes, todo le interesaba; el suceso del día, fuera religioso, económico, científico, político, artístico... o de toros y loterías, le impresionaba tanto, que siempre parecía que iba con él la cosa.

Había quien juraba haberle visto en una boda el mismo día y a la misma hora en que otros le habían hablado en un entierro.

* * *

Pero, amigo; poco a poco la gente empezó a cansarse de tanto ver, oír, oler y palpar al señor Isla. Los periódicos y las revistas le traspapelaban los artículos. Los editores buscaban disculpas para no admitirle los libros. En círculos literarios y políticos, en tertulias y cafés, iba siendo uno de tantos, de los que son coro por mucho que alboroten y aunque se las echen de originales... ¡Malo, malo, —316→ malo! Isla empezó a sospechar si tendrían razón los personajes de su comedia, que tantas perrerías decían de la sociedad.

Por si acaso, escribió un drama en que el pesimismo ya se tiraba a las paredes, de puro desesperado. El drama no era ni mejor ni peor que la comedia. Pero había pasado tiempo; el público había visto otras cosas... en fin, ya no hacían efecto las redondillas con dinamita. El drama en cuanto pasó; pasó... en silencio.

Al año siguiente se presentó Isla otra vez en la escena; venía con una alta comedia llena de amarga ironía, con personajes misteriosos, que hablaban con una concisión sibilítica que ponía los pelos de punta. Cada galán podía llamarse Apocalipsis.

Y la alta comedia, desde su altura, cayó al foso.

Y lo mismo sucedió a otra que vino dos años después. En vano en esta los personajes que hablaban prosa florida, poética, veían algún rayo de luz; el público no quiso apreciar aquellas esperanzas de salvación social en lo que valían.

Mientras las comedias se le iban haciendo a Isla más alegres, menos pesimistas, a él se le iba agriando el carácter. No con redondillas, pero sí con interjecciones, muy redondas también, se quejaba el poeta de su suerte, y del mal gusto reinante, y de la frívola y mudable sociedad. Él envejecía, —317→ se anticuaba, se repetía; la sociedad no; y ¡claro! no se entendían.

* * *

Por esto, para vengarse, para insultar al mundo, tomó casa en las afueras, muy lejos, donde no llegaba siquiera el tranvía.

Y en aquella Tebaida, donde todavía costaba no pocos reales el pie cuadrado de terreno, entre solares que no tardaría en invadir y llenar de piedra, teja y madera la pícara sociedad, el señor Isla (que iba engordando, engordando, para aislar su corazón y su espíritu del mundo ambiente), despreciaba al universo y se acostaba muy temprano.

Se acostaba muy temprano para protestar a su manera contra las novísimas tendencias del teatro que no contaban para nada con él, con el antiguo Juvenal sociológico en tres actos y en verso.

No perdonaba ocasión de hacer saber al mundo literario que él, Isla, se acostaba con las gallinas, juzgando una decadencia criminal y deletérea el trasnochar y ahogarse en la atmósfera infecta de los teatros.

-¡El teatro! -decía-; ¡puf! género falso, antihigiénico, enfermizo, artificial, pueril... ¡La naturaleza, dadme la naturaleza! y extendía los brazos hacia los solares en venta.

* * *

—318→
Gozaba cuando le venían a pedir un pensamiento para un álbum dedicado a una eminencia, o una firma para otro homenaje cualquiera, o una interview respecto de algún asunto de actualidad... gozaba negándose rotundamente a echar una rúbrica ni decir palabra. ¡Su opinión! Él no tenía opinión sobre aquellas fruslerías. Que todo estaba perdido, que le dejasen en paz; esa era su opinión.

Prohibía que su nombre sonase para nada en ninguna parte. Lo único que hubiera visto con buenos ojos, hubiera sido que la Gaceta publicase todos los días, junto al parte oficial de la salud de los reyes esta noticia: «El señor Isla se acostó anoche a las ocho y cuarto; de modo que cuando se levantaba el telón en los teatros, ya estaba él durmiendo».

En una ocasión un periódico, en la lista de los literatos que habían acompañado al cementerio el cadáver de cierto escritor insigne, puso el nombre del señor Isla.

¡Qué indignación la suya! Estuvo a punto de publicar un comunicado protestando; pero lo dejó por no exhibirse.

No se enteraba jamás de los ministerios que subían y bajaban, ni de las catástrofes nacionales, ni de los grandes triunfos del arte. Leía libros extranjeros y siempre antiguos. A él que no le hablasen de la actualidad.

—319→
Aspiraba a una especie de nirvana en que se desvanecía todo... menos el señor Isla, con su gran panza actual, sus recuerdos, sus memorias que estaba escribiendo, su teatro satírico-sociológico en tres actos y en verso.

Creía vivir en plena vida natural, sencilla. Plantaba, en un huerto de prosperidad imposible, árboles frutales, flores, legumbres... y después no volvía a pensar en ellos, y se olvidaba del sitio en que los había enterrado.

-¡Oh, la naturaleza! ¡la naturaleza! -exclamaba mirando a los solares tristes, pardos, con ojos cargados de aburrimiento y de bilis.

Y la cabeza se le cubría de canas, y el alma de escamas y de espinas.

Creía ser un filósofo práctico; un San pablo del desierto...

Que no sabía ir dejando el puesto; ir marchándose. Quería parar el tiempo y llenar todo el espacio.

Se empeñaba en ser isla para tomarse, a solas, por continente.
 
Snob

Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que esteban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

—322→
En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.

Rosario, que era por el alma un puro artificio, pretendía poseer la sencillez, el sincero candor, como si tan altos dones fueran cosa fácil de adquirir para una muchachuela como ella, en resumidas cuentas mal educada. Segura de su belleza plástica, creía que por añadidura se le debía el encanto de la gracia inocente. Esplendorosa planta de estufa, quería que se la tomase por violeta escondida y humilde. Al montón de los admiradores les engañaban tales apariencias; los más adoraban en ella, con más entusiasmo que su evidente —323→ belleza de hembra y de estatua, aquella naturalidad contrahecha, con la misma fe estúpida con que veían idilios en los episodios del galanteo en una fiesta de un jardín amañada por un Tecrito con faldas, ayudado por algún Mosco o Bion, revistero de salones.

Si Rosario hubiera sido bas bleue, una literata, siquiera una romántica rezagada, hubiera podido tener cierto fondo, aunque repugnante, para las formas de falsa naturalidad, de sencillez prístina y de paraíso. Pero su espíritu sólo estaba ocupado por vanidades de sociedad y por inclinaciones sensuales, egoístas y prosaicas: era lo que habían hecho de él la vida frívola, sin ideas, de instinto y rutina, de sensualidad rastrera y trivial en que desde el nacer se la había tenido metida como en una pajarera.

Era aquella alma de multitud, un poco de ruido de muchedumbre metido en un cuerpo de diosa de museo. Se creía distinguida, ser aparte, excepcional, musa de la soledad y el silencio, y era algo así como número del programa de unas fiestas.

No había alcanzado los tiempos en que ciertos ensueños literarios eran populares, aun en nuestro país, y no podía imitar a heroínas de poemas, ni fingir efectos de luna en las aguas muertas de su espíritu, charca triste, sin fondo misterioso ni poesía en la orilla. No sabía nada de cuanto imaginó en el mundo para figurarse la vida interesante, —324→ transcendental; y era hasta cómico el contraste de sus posturas, gestos y demás artificios de expresión, con la ruin trivialidad de sus juicios, reflexiones, deseos, gustos y tendencias. Póngase algún ejemplo: afectaba naturalidad, sencillez, encantadora gracia para decir que... le gustaba más el género chico que el grande en el teatro, o que prefería un artículo de Taboada a unos versos de Felipe Pérez, o que no le resultaba la Cibeles donde la habían puesto.

La de Alzueta había visitado tierra extranjera, sí, y de ello estaba muy orgullosa, y por ello tenía no pocas máculas; pero de lo extranjero sólo conocía superficies, cosas de las guías y de las ilustraciones, sección de grabados. Modas, fiestas, causas ruidosas, vida de ferrocarril y de exposición, preocupaciones de clase... esto era lo que Rosario podía ver y considerar fuera de su patria lo mismo que en ella. Por lo cual no podía ni siquiera imitar a esas mujeres, tal vez no más apreciables que ella, pero más amenas, que saben distinguirse por esos mundos, con aventuras ideales, con teosofías, empresas raras de caridad o de socialismo, idolatrías de arte, fetichismos de adoración al genio, etc., etc., o lo que es menos malo que todo eso, grandes exageraciones y extravagancias amorosas. De esta especie de gran mundo espiritual, falso y pernicioso, pero menos vulgar y pedestre, nada sabía Rosario.

—325→
Hablaba mucho, discutía mucho, era un ergotista invencible en las carreras de resistencia; nunca le faltaba un argumento baladí de esos que no tienen respuesta por su misma insustancialidad e incongruencia. Entendía de todo aproximadamente, como esos periodistas que hoy abundan, los cuales, según las estaciones y las circunstancias, son críticos de teatro, de pintura, de tribunales, de sport, de libros, de política o de salones. Defendía a Wagner a gritos en el Real, sin oír, ni dejar oír a los demás lo mismo que estaba alabando. Era la musa de la vulgaridad del día, del sufragio universal de la tontería ambiente. Su estilo, hablando, era el de esos gacetilleros sosos que hoy tenemos, que por toda gracia usan algunas muletillas insignificantes, frases hechas y convencionalismos pasajeros. Daba pena oír de aquella boca tan hermosa, hecha para callar divinos misterios de la poesía, tantas sandeces envueltas en latas, infundios, y otros terminachos bajos y feos. Me resulta, no me resulta, decía a cada instante aquel juez con faldas, que olvidaba su hermosura por su ergotismo. Les veía o no la punta a las cosas y las despreciaba si estaban mandadas recoger. Mareaba aquella hermosa hembra, que parecía un periódico de esos llenos de crónicas insulsas que suelen tener tantos compradores.

Como otras muchas de su clase, fundaba su patriotismo en hablar con cierta sequedad algo chulesca, —326→ en huir del eufemismo y la perífrasis, aun para tratar materias que reclaman el litote por bien del decoro. Pocas cosas más repugnantes que esas formas crudas que cierta parte de nuestras damas aristocráticas, y sus imitadores, afectan como sello de nacionalidad. El contraste de esos malos modos, de ese rompe y rasgainoportuno con las demás formas especiales de la vida elegante, delicada y ceremoniosa, es, puro chillón, escándalo. Rosario, imitando a ciertas damas de alto copete, era de las que más exageraban ese vicio, que en ella resaltaba con desgraciada originalidad, por su prurito de ser natural y sencilla con redomado artificio.

* * *

Esta mujer, que era así, por triste sarcasmo de la realidad, bellísima de cuerpo, ridícula en espíritu, aunque esto último lo notaban pocos; esta mujer se aburría ya en Palmera, en medio de sus triunfos; porque, en resumidas cuentas, ninguno de sus flamantes adoradores le parecía digno de que ella fijase en él su atención ni por un día.

Pero una tarde, paseando por la playa, vio llegar por el mar, del Norte lejano, en un yate muy elegante, de grandes velas triangulares, tersas, largo, estrecho, sutil, como un espíritu de las hondas, vio llegar el Lohengrin de sus ensueños.

Era un joven inglés, Aleck Bryant, hijo de —327→ opulentísimo landlord de Pembroke. El rubicundo Alejandro venía, por un capricho, desde Milford, a la ventura, mar adelante; y llegaba a Palmera nada más que por seguir cierta línea recta... Pero a los pocos días procuraba aclimatarse; le gustaba aquella España del Norte, que no se parecía a la de sus lecturas, y sí más bien a la verde Erin que él dejaba al Noroeste. Lo más escogido de la colonia elegante que veraneaba en Palmera acogió con los brazos abiertos al noble inglés, como era natural; se disputaban su amistad y compañía los sportmen de más tono... y, desde luego, las muchachas más seductoras de la alta sociedad le convirtieron en una especie de premio extraordinario en aquella constante exposición de coquetería.

Bryant era guapo, robusto, riquísimo, instruido, elegante, gran viajero, hombre de mundo y de sport, tenía sprit, en fin, todos los dones del catecismo de los barbarismos de la distinción y de la crema.

Rosario Alzueta pronto vio en él buena presa. Era digno de su orgullo. Se le presentaron, y ella, para seducirle, sacó todos los chismes de matar corazones, el fondo del baúl de su naturalidad de jardín inglés falsificado, además, echó mano de su caudal de gracias y habilidades exóticas. Poco tardó Aleck Bryant en saber que la de Alzueta había corrido en velocípedo nada menos que sobre la arena de Battersea Park. Hablaba, como si fueran —328→ amigas suyas, de la famosa Mss. Humfrey y de las ilustres velocipedistas duquesa de Portland, condesa de Dudley, marquesa de Hastings, y hasta indicaba haber tenido ciertas relaciones con la princesa Maud de Gales, la duquesa de York y la mismísima reina de Italia.

Supo Bryant, a la fuerza, que en la famosa disputa de las damas biciclistas acerca del traje propio para tal ejercicio, Rosario Alzueta se adhería al partido aristocrático, que estaba por la falda (skirt).

El noble inglés escuchaba a la hermosa Africana sonriente, en silencio, devorándola con los ojos azules, dulces entre malicia; apenas se enteraba de lo que le decía en un francés que parecía mal castellano. Era, sin duda, la mujer más hermosa de los baños; y mientras no siguiera su viaje, Alejandro no tenía por qué separarse de ella; y no se separaba, a no ser cuando lo exigían las muchas correrías del valiente excursionista por aquel pintoresco país.

Rosario ya no dudaba de la preferencia. ¡Qué victoria!

* * *

Pero una noche, en el paseo que amenizaba la música de un regimiento, sentada Rosario en su trono de deidad del bosque municipal, si no bajo —329→ la copa de una encina, cabe las ramas de un castaño de Indias... oyó, allí muy cerca, algunas sillas más atrás, una conversación en francés que entendió vagamente, y que la interesaba mucho. Un caballero extranjero, amigo nuevo de Bryant, procedente de Biarritz, hablaba con el inglés, de ella, de Rosario; estaba segura. No podía coger todos los pormenores del diálogo; pero la sustancia sí. Ello era que el extranjero, sin sospechar que ella los oía, preguntaba a Bryant si era cierto que le interesaba aquella hermosísima española morena. Cuando llegó lo más importante de la respuesta del inglés, disimuladamente Rosario volvió uno poco la cabeza y pudo observar la fisonomía, el gesto del que juzgaba su adorador más rendido... ¡Cosa extraña! En el francés del viajero británico la de Alzueta quiso oír alabanzas de su belleza, de que ella jamás había dudado; pero algo más debía decir el mozo, porque el tono de su voz, el gesto que acompañaba a sus palabras, no significaban entusiasmo, sino cierta desdeñosa lástima sincera, algo mezclado de tenue y discreta burla... En fin, pudo oír perfectamente que Alejandro Bryant de ella, de Rosario. Que era... snob.

«¡Snob!». La de Alzueta conocía la palabreja, pero no sabía a punto fijo lo que significaba... Temía que no fuese nada bueno.

Una terrible corazonada la hizo ponerse roja —330→ de vergüenza: un presentimiento le decía que snob era la manera de decir cursi en inglés.

Aquella noche no durmió, dándole vueltas en el cerebro a la dichosa cuestión filológica.

Al día siguiente, en la playa, preguntó a un amigo, catedrático de retórica en un instituto, qué significaba snob. El catedrático se extendió en consideraciones... Según el diccionario que él tenía, significaba hombre vulgar, de pretensiones; Thackeray, en su famosa novela Vanity fair, (la feria de la vanidad), usaba el vocablo en el sentido necio, estúpido, majadero o cosa por el estilo... y por ahí adelante. Rosario dejó al erudito con la palabra en la boca. Bryant no la había llamado necia, ni vulgar, ni presuntuosa... no, no era eso... ¡Snob! ¡snob! Cuando aquella misma tarde encontró al inglés, siempre sonriente, en la garden party de la marquesa de X**, Rosario le leyó en los ojos en seguida la traducción de la dichosa palabreja...

¡Ay! Sí; en los diccionarios el significado no sería exacto; pero en aquella mirada, la dulce malicia de los ojos azules, al gritar:

-¡Snob! ¡snob! -estaba gritando:

-¡Cursi! ¡cursi!
 
"Flirtation" legítima

Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestrosferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos —332→ de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda... Dadme que cante... Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo. Don Diego velaba (los demás dormían) el sueño de la Soberanía nacional; y era hombre que a las dos de la madrugada (en las sesiones permanentes, que eran su encanto), desatado el nudo de la corbata, sueltos algunos botones del chaleco, y a veces enseñando un poco de la faja de seda encarnada, estaba dándole vueltas —333→ la elocuencia de los números y llenándose la boca con toneladas y caballos de vapor, y apastando al preopinante (que estaría en la cama) bajo el peso de millones de kilos de corned beef, alias tasajo, que venían de los Estados Unidos cargados de amenazas, como nuevas hordas de Hunnos en forma de carne salada.

En vano se le dormían los de la comisión, y los ministros de guardia, y los maceros... él se creía el Cicerón de los datos concluyentes y el Demóstenes del arancel y de los certificados de origen. Era feliz, pero en el cielo de su dicha había una nube: la prensa. De las burlas de diputados y ministros no hacía caso; ¡todo envidia! Pero las cuchufletas en papel impreso le desconcertaban, le aturdían. En cuanto a un periódico se le ocurría reírse de él, ya creía don Diego que España entera se apresuraba a comprar el diario de la mañana para tener el gusto y el mal corazón de morirse de risa a costa del ilustrísimo señor don Diego Paredes. Cada gacetilla burlona le parecía una sentencia definitiva; creía que la opinión la formaban aquellos papeles, y que el mundo entero estaba obligado a creer que él era un mamarracho, si los periódicos daban en emplear el látigo de la sátira contra su talento, su oratoria, sus números, sus versos.

El ridículo don Diego no fue muy popular, en su aspecto cómico, hasta que dio con él el demonio —334→ de Masito Caces, Tomás Caces, un escritor de gran crédito, adquirido con una sátira tan chusca como descarada. Masito escribió por casualidad en su periódico, muy popular, un articulejo pintando a don Diego en la tribuna, en noche de velar las armas junto a la pila del presupuesto. La descripción, en caricatura, hizo mucha gracia; Caces volvió a poco sobre el asunto, y otra vez con buen éxito: vio en don Diego un gran filón; lo estudió a fondo y encontró en él un modelo que ni a peso de oro. La fama de Masito creció en un tercio y quinto a la poesía, a la oratoria, a la estadística de don Diego Paredes. Goces llegó a poseer tan bien a su personaje, que en las aventuras, gestos, palabras, y versos, y discursos enteros que le atribuía, el público adivinaba que así debía ser el famoso personaje.

Lo que no sabía Caces era que don Diego, admirador en general de los escritores satíricos, a él, a Masito, le había consagrado un culto verdadero de entusiasmo literario, de mucho tiempo atrás, desde la época en que Caces no se acordaba para nada del ilustre prócer. ¡Cuál sería el terror de Paredes al verse flagelado tan sin piedad y a la continua por aquel látigo, que, a su juicio, era capaz de derribar un trono de un trallazo! Don Diego no dormía, don Diego lloraba en secreto, se aprendía de memoria los palos de su admirado enemigo, y hubiera dado un ojo de la cara por —335→ comprarlo, por hacerlo suyo, o a lo menos, reducirlo al silencio.

* * *

Masito Caces veraneaba en una hermosa villa del Norte. Allí vio una tarde, en una gira campestre, una mujer que le hizo decir para sus adentros: «Si yo creyera en el ideal todavía, le encontraría a esa mujer un aire de familia con el ideal». Pero no hizo caso... hasta que volvió a ver a aquella joven al día siguiente en la playa. Era más baja que otra cosa, trigueña, de cabello muy abundante, en ondas; boca fresca, ojos como los que tantas veces alaba el Ramayana, como aquellos tan nobles y tan dulces de Sita, de figura de almendra. Las cejas arcos del amor. ¡Y cómo miraba! ¡Con qué franqueza y cuán sin malicia ni coquetería! miraba para ver, para enterarse... ¡y no volvía a mirar! Eso era lo peor, no volvía a mirar. Lo peor y lo mejor. Caces estaba cansado de la especie de ley fisiológica y psicológica que hace de casi toda mujer una coqueta, frustrada, por lo menos.

En pocos días se enteró Caces de quién era la niña que cada vez le llegaba más adentro, que a sus años (cerca de cuarenta) le hizo sentir cosas parecidas a las más fuertes y memorables de su juventud, que había sido una continua orgía de idealidad apasionada. Gustaba a todos; pero los —336→ Tenorios de oficio la dejaban en paz, porque todo asedio era inútil. No hacía caso de nadie. Y esto con la mayor modestia. No era orgullosa, no afectaba desdén; no era fría, ni insustancial. Se adivinaba en sus ojos, en su boca, en su frente, en muchos gestos suyos, que había allí siete libros de amor posible, cerrados con siete sellos. El caso era tener la clave.

Nadie se jactaba de haber sorprendido en Sita (como la llamaba Caces, antes de saber quién era) la menor señal de preferencia; nadie podía gozar esa dulce vanidad de sorprender que una virgen casta nos mire a hurtadillas, con relación a Sita.

Y Caces, que nunca había sido presuntuoso en materia de seducción, y menos que nunca desde que se iba haciendo viejo; Caces... con tanta sorpresa como placer tuvo que declararse (a sí mismo nada más) que la gran indiferente... había llegado a notar que él la miraba mucho; y que se le había conocido que lo iba agradeciendo; y que gozaba al verse por Caces contemplada... Y una noche, en el teatro, Tomás notó que su amor último, primero se había retirado un poco, en su palco, tapándose con una columna, y que, en el último entreacto, de repente, se había adelantado, y se había apoyado en el antepecho, conmovida, llenos los ojos de efluvios de pasión, y que un momento, rapidísimo, se había atrevido a fijar la mirada en la suya, en la del periodista satírico en vacaciones. —337→ ¡Virgen santísima qué instante! Aquello sí que era gozar como si no hubiera el infierno del desencanto definitivo, irremisible.

Para abreviar: aquello se repitió... una vez... dos... muchas.

Sita, con gran parsimonia, admitía (y pagaba en billetes de mil pesetas, es decir, con pocas pero muy ricas miradas) la adoración respetuosa, apasionada en silencio, de Caces. Y así pasó el verano... y así comenzó el invierno en Madrid, donde se encontraron.

Caces, ya enamorado, y no sin esperanza, había dejado de llamar Sita a la de los ojos dignos de ser cantados os Valmiki. La llamaba... Elena Paredes. Por su nombre y apellido. Era hija única de don Diego Paredes, viudo.

* * *

«¿Por qué habrá dejado en paz al bueno de don Diego ese diablo de Masito? Ni por casualidad le alude en sus sátiras políticas».

Así decía la gente.

¡Qué había de burlarse de Paredes el pobre Caces, si tenía el ilustre prócer aquella hija que robaba corazones, y a él le tenía en el quinto cielo!

Trabajo le costaba echar de la pluma, a cuyos puntos se venía él sólo, el nombre del orador grotesco —338→ y soporífero; pero ¡no faltaba más! Aunque Masito suponía que Elena ignoraba las judiadas que él había escrito contra su padre, t creía que ella no leería su periódico, ni se metería en las quisicosas de la vida pública de don Diego, sin embargo, por delicadeza, por creerlo deber del amor, se abstenía de atacar ni citar siquiera al ilustre Paredes.

Mucho tiempo estuvo sin atreverse a pasar de su adoración muda; temía un fracaso por lo arriesgado de su intento. Elena era una buena proporción, bella, de fama envidiable, y... muy joven. Él no era rico... y no tenía nada de Adonis... y era ya, para tal niña, algo viejo.

Pero en una ocasión que le pareció propicia, y en que juzgó ridículo no aprovechar los momentos, Caces, con ciertos rodeos, con fina retórica natural y sencilla (la más capciosa retórica), entre pruebas de respeto mezclado de pasión indomable... se declaró verbalmente.

Sus palabras, su actitud, causaron hondo efecto en Elena Paredes.

Pero la sustancia de la respuesta fue como sigue:

«Yo no he querido a nadie todavía; tengo del amor una idea acaso exagerada; el hombre que primero me llamó la atención fue usted. Mi padre me había enseñado a admirar el talento de usted hace mucho tiempo, antes de conocerle de vista. Después —339→ me enseñó a ver en usted el enemigo mayor de la tranquilidad de mi casa. Somos solos mi padre y yo; nos queremos mucho... yo le adoro: es muy nervioso, muy impresionable; padece infinito con los ataques de la prensa. Los artículos de usted, a quien tanto admira, le dejaban confuso, avergonzado... y a mí ¡me han hecho llorar tantas veces! La primera vez que, allá, en los baños, me dijeron: ese es Caces, le miré a usted mucho tempo seguido sin que usted me viera. Casi me daba ira no encontrarle antipático, odioso. Después noté que usted empezaba a fijarse en mí. La impresión fue grande y dulce... me halagaba aquella contemplación; y además, yo sentía que me daba una ventaja que yo debía de aprovechar no sabía cómo, pero sin duda. Dejé pasar el tiempo, me dejé mirar... querer, pues usted dice que llegó a tanto. Poco a poco formé mi plan. Los sucesos me ayudaron a inventarlo. Noté después de algunos meses, que usted ya no molestaba a mi padre. Él, que nada sabía de... mis coqueterías, de mi flirtation, también empezó a respirar tranquilo. Hablaba en el Congreso, escribía en verso y en prosa... y usted le dejaba en paz. ¡Pobre papá de mi alma! ¡Está tan solo! ¡Quería tanto a mi madre! ¡Es tan nervioso! ¡Le impresiona tanto todo! Al fin llegué a ver claramente que usted, por mí, porque yo le gustaba, ya no mortificaba a mi padre. Se lo agradecí... y aproveché sus buenas disposiciones. Si —340→ antes no sabía yo fijamente por qué me dejaba adorar con gusto y dudaba de la legitimidad de mis tenues insinuaciones, ahora ya, sin miedo, sin remordimiento, le miraba a usted, le alentaba, para asegurar la paz de mi casa; para tener contento al hombre que más quiero en el mundo. Ya lo sabe usted todo... Temía este momento. Podía seguir dándole esperanzas... pero así, de palabra... el engaño me parecería ya una traición con mi firma. Lo demás, lo que hubo hasta hoy... al fin es lo que se llama en inglés flirtation. No pasa de ahí. ¿Se cree usted con derechos? Alguno tiene; el que ahora usa... el de atreverse a declararse. Pero yo soy libre todavía. ¿Que he coqueteado un poco? Puede ser. Puede haber sido... principalmente por ver feliz a mi padre. ¿Que acaso podría yo llegar a quererle a usted? Acaso. Pero no quiero ponerme a ello. Mientras mi padre viva seré suya, su hija, su compañera inseparable. Y de usted no seré nunca. No es venganza. Pero yo... no puedo ser esposa de quien ha puesto en ridículo a mi padre. Esas burlas separan más que la sangre. En todo caso, y perdóneme usted si soy pedante (por eso le he leído a usted) tengo más vocación de Antígona que de Julieta. Yo, lo repito, no he querido venganza, sino defender nuestra dicha. Ahora usted, si se cree ofendido, burlado, puede satisfacer su despecho, puede vengarse, volver a las andadas, a hacerme llorar otra vez —341→ riéndose y haciendo al público reírse de mi padre».

Y como Case no era un miserable, dicho se está que se quedó con las calabazas y sin aquel filón de sátira y caricaturas a la pluma que le proporcionaban las ridículas pretensiones de don Diego Paredes, el pobre viudo, el padre de Elena, el ilustre prócer, a quien tanto quería su hija única.
 
El caballero de la mesa redonda

Ya hacía frío en Termas-altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías; el comedor, largo y ancho como una catedral, de paredes desnudas, pintadas de colores alegres que hacían estornudar por su frescura, tomaba aires de mercado cubierto.

lo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido... si hubiera podido contarla.
 
El caballero de la mesa redonda

Ya hacía frío en Termas-altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías; el comedor, largo y ancho como una catedral, de paredes desnudas, pintadas de colores alegres que hacían estornudar por su frescura, tomaba aires de mercado cubierto.

Se bajaba a almorzar y a comer, con abrigo; las señoras se envolvían en sus chales y mantones; a cada momento se oía una voz imperativa, que gritaba:

-¡Cierre usted esa puerta!

Los pocos comensales se apiñaban a la cabecera de la mesa del centro, lejos de la entrada temible. Detrás de la puerta de cristales que comunicaba con el vestíbulo de jaspes de colores del país, se veía, como en un escaparate, la figura lánguida del músico piamontés, de larga melena y levita —344→ raída, que unos dedos flacos y sucios por las cuerdas del arpa. Las tristes notas se ahogaban entre el estrépito del viento y de la lluvia, que azotaba de vez en cuando los vidrios de las ventanas largas y estrechas.

Diez o doce huéspedes, últimas golondrinas valetudinarias de aquel verano triste de casa de baños, almorzaban taciturnos, apiñándose, como buscando calor unos en otros. Al empezar el almuerzo sólo se hablaba de tarde en tarde para reclamar con voz imperiosa cualquier pormenor del servicio. Los camareros, con los cuales ya se tenía bastante confianza para reprenderles las faltas, sufrían el mal humor de los huéspedes de la otoñada, como ellos decían. Se acercaba el día de las grandes propinas, y esto contribuía al mal talante de los bañistas, a darles audacia y tono de déspotas, y también a la paciencia de los criados.

Allí no se le tomaba a mal a nadie sus malos modos, sus quejas importunas; se contaba con ellos; era una ley natural; los fondistas y camareros venían observando cómo se cumplía todos los años al fin de la temporada. Además, también aquellos arranques de misantropía se ponían en la cuenta aunque disimuladamente. El dueño de las Termas-altas vivía con sus rentas, es decir, con sus bañistas. Presidía la mesa; oía las murmuraciones de los enfermos sin turbarse, sin... oírlas, en rigor; ni él las tomaba a mal, ni los pupilos se recataban —345→ para desahogar en su presencia. Era un pacto tácito que ellos descargasen la bilis de aquel modo y que él no les hiciera caso. Ni se emprendían las reformas que se pedían ni se coartaba el derecho de reclamarlas.

Decir que aquello estaba perdido, que la casa amenazaba ruina, que el viento entraba por todas partes, que el agua mineral ya no estaba caliente siquiera, ni tibia; que en aquel país llovía demasiado en otoño, tal vez por culpa del señor Campeche (el dueño de los baños), era lo que constituía los lugares comunes de la conversación. Algunas veces el mismo señor Campeche se descuidaba, y no sabiendo de qué hablarle a un forastero, le decía de corrido, como quien repite una lección de memoria: «Pero ¿ha visto usted qué clima más endemoniado? ¡Siempre lloviendo! ¡Cómo se aburre uno aquí!».

Nadie diría que aquellas eran las mismas Termas-altas que se abrían por primavera al público. En Mayo llegaba el señor Campeche rozagante, alegre, silbando, azotándose el vientre ampuloso con el puño de marfil de su junquillo; apeábase de su cochecillo de dos ruedas pintado de amarillo, reluciente; daba un vistazo a los baños, a la fonda, a los jardines ya llenos de pájaros, locos de alegría, los primeros huéspedes; y tentándose el bolsillo, se decidía a emprender lo que él llamaba mejoras enfáticamente.

—346→
Las mejoras se reducían a dar una mano de cal a todo el edificio, y a pintar los frisos azules de verde, o los verdes de azul; también solía arreglar los grifos de los baños si estaban completamente destrozados, tapar alguna grieta, remedar tal cual pila de mármol falso; y para colmo de reformas, blanqueaba el hospital de pobres viejos, que ostentaban en la miserable portada un presuntuosísimo letrero que decía, en griego, con letras gordas coloradas: «Gerontocomía». Aquella palabreja solía aparecer en las pesadillas de lo enfermos que acudían a Termas-altas.

Las primeras bromas de los bañistas noveles se referían siempre al rótulo griego: la mayor parte se marchaban sin saber lo que significaba. El mismo Campeche no estaba seguro de que aquello tuviera traducción posible. A una señora que acudía a las Termas desde treinta años atrás la llamaban doña Gerontocomía.

Además, había mucho lavoteo y mucho limpiar muebles y poner lo de allí aquí y revolverlo todo. Cuando llegaban los primeros bañistas, ya se sabía, todo lo encontraban cambiado de arriba abajo. Obreros y criadas iban y venían; no podía uno arrimarse a ninguna pared ni puerta, porque todas untaban, y el ruido de los martillos y sierras atronaba la casa; olía todo a aguarrás; el piso, de pino estrecho, siempre estaba encharcado o lleno de arena, porque, en lo de fregar y dejarlo —347→ todo como un sol, Campeche era inexorable.

-Mucho ruido y pocas nueces -decía doña Gerontocomía, levantando un poco las enaguas y saltando de charco en charco por las siempre húmedas galerías.

Lo cierto es que Campeche, a pesar de todo aquel aparato reformista, que tanto estrépito y desconcierto producía, gastaba muy poco cada año en mejorar su finca, que, según los huéspedes de otoño, era una ruina.

Siempre lo mismo: los parroquianos de primavera, alegres, aturdidos, optimistas, encontraban aquello flamante; era el mejor establecimiento balneario de España y del extranjero; ¿y las aguas? el que no sanara sería bien descontentadizo.

Y el señor Campeche, ¡qué fino! ¡qué atento! ¡qué celoso defensor de la fama de sus Termas! Ello era verdad que las obras, las mejoras, molestaban bastante; que no dejaban dormir en paz la mañana, ni la siesta, no andar en zapatillas por la casa; pero, en fin, se veía vida, animación, alegría, pruebas de prosperidad, movimiento simpático.

-Señores -decía Campeche, sonriendo y encogiendo los hombros, hundidos al parecer bajo el peso de tanta responsabilidad-; perdonen ustedes; este año se han atrasado mucho las obras... ya lo sé; ¡ha habido tanto que hacer! Desde Enero estamos dale que le darás. Sobre todo, la nueva crujía del hospital de pobres viejos...

—348→
Lo gracioso estaba en que los mismos a quienes engañaba por la primavera el señor Campeche, o que se dejaban engañar, eran, en parte, los que en otoño desacreditaban a gritos el establecimiento y hablaban de su próxima venida en las mismas barbas del propietario. Este convencionalismo ya no lo extrañaba nadie, era universalmente admitido. Cuando se iba en la primera temporada todo estaba bien; cuando se iba en la otoñada todo estaba mal.

En primavera, y parte del verano también, los bañistas daban y recibían bromas perpetuas. Podía haber aguas mejores que aquellas desde el aspecto hidroterápico, pero baños más famosos por las grandes chanzas permitidas, no los había. Como no todos los humanos tienen las mismas pulgas, sea en primavera o en invierno, más de una vez y más de dos hubo allí desafíos, que jamás llegaron a un funesto desenlace; y más de diez veces por temporada había bofetadas, o por lo menos insultos atroces.

Pero lo regular era que se tolerasen las bromas y que se devolvieran con creces. Se notaba que los jóvenes, que durante todo el invierno, en la vecina capital, se distinguían por lo taciturnos, retraídos y nada despiertos, eran precisamente los que en Termas-altas sacaban más los pies del plato y tenían ocurrencias más peregrinas y hacían las mayores atrocidades, palabra —349→ técnica, que significaba tanto como dar en el hito.

Famoso era, en tal concepto, hacía muchos años, un joven enfermo del hígado, de color de cordobán, que en la ciudad no hablaba con nadie.

Una tarde de lluvia, aquel joven hipocondríaco llegó a caballo a los baños del señor Campeche. Se apeó; se acercó a un amigo, a quien preguntó con voz de sepulcro:

-¿Es cierto que aquí hacen ustedes atrocidades?

-Sí, señor, es cierto...

-El médico me ha mandado mirar correr el agua, y distraerme. He visto correr las cataratas del Niágara... y como si fuese un surtidor... nada. Voy a ver si distrayéndome... voy a hacer también alguna atrocidad... ¡este hígado!

Y, en efecto, se fue a la cuadra, montó otra vez en su caballo, picó espuela... y se metió en el comedor de la fonda, saludando muy serio a los presentes.

La broma produjo bastante impresión; algunas señoras se desmayaron; en fin, todo fue como se pedía; el joven del hígado enfermo, que en vano había visitado el Niágara, mejoró, recibió cordiales felicitaciones, y confesó que hacía muchos años que no se había divertido tanto. Sin embargo, algunos envidiosos comenzaron a murmurar, diciendo que aquello no era completamente original, que prescindiendo de Raimundo Lulio, quien según —350→ la leyenda había entrado a caballo en la iglesia siguiendo a una dama, ya allí mismo, en aquel mismo comedor, se había presentado jinete en un burro garañón, y todo era montar, un diputado provincial, famoso por esto y por haberle rajado una ingle a un elector, de una navajada, años adelante. El joven del hígado supo que se murmuraba, y dispuesto a eclipsar a todos los diputados provinciales del mundo, al día siguiente se distinguió de una vez para siempre del vulgo de los bromistas con una hazaña que dejó la perpetua memoria a que antes me refería.

Y fue que, colocando, con gran trabajo, encima de la balaustrada de una galería abierta sobre el comedor, una gran cómoda, que bien pesaría dos quintales, sobre una de las mesas en que estaban comiendo hasta doce señoras y unos veinte caballeros.

No murió nadie, pero fue por casualidad; ¡el del hígado hizo lo que pudo!

La mesa y la cómoda se hicieron pedazos, el piso se hundió, del servicio de plata, cristal, etcétera, no se supo más; los síncopes pasaron de veinte, hubo tres desafíos, se marcharon catorce huéspedes.

Los más recalcitrantes tuvieron que confesar este hecho evidente: que como la broma de la cómoda no se había dado ninguna. En cuanto al señor Campeche, tuvo el buen gusto de no decir una —351→ palabra al héroe de la atrocidad; estaba en las costumbres.

Nadie se explicaba, satisfactoriamente a lo menos, por qué en los meses alegres de Mayo y Junio, y aun en los de calor, Termas-altas era una Arcadia balnearia; y en otoño, un hospital triste, aburrido, frío, donde todos tenían mal humor.

Probablemente contribuiría el clima a esta diferencia. El paisaje era de los más hermosos de litoral del Norte; verdura por todas partes, colinas como macetas de flores, riachuelos, bosques, un lago de verdad, accidentes románticos del terreno, tales como grutas, islas en miniatura, cascadas, y hasta una sima en lo alto de un monte cónico, que el señor Campeche juraba que era el cráter de un volcán apagado. A los incrédulos les amenazaba con los testimonios escritos que constaban en el Ayuntamiento, allí, a legua y media de la casa.

El cráter era el elemento legendario de aquella topografía, que había convertido en una industria el dueño del balneario.

Pero, si el país ofrecía tales delicias naturales, en cuanto empezaba Septiembre se aguaba la fiesta; nublas, vientos, aguaceros, días sin fin de lluvia fría y triste, de horizonte de plomo, un frío húmedo que hacía pensar en el de la sepultura; tales eran los achaques de la estación en aquel delicioso país de panorama. En vano Campeche —352→ entonces enseñaba a los nuevos huéspedes fotografías del cráter y de las cataratas.

¡Si el cráter estuviera en ebullición, le decían, menos mal: se calentaría uno al amor del cráter!... En cuanto a cataratas... allí estaban abiertas las del cielo. ¿Por qué venían en otoño enfermos a Termas-altas? Porque, comprados o no por Campeche, los médicos de toda la provincia aseguraban que lal mejor temporada de baños, higiénica y terapéuticamente considerada, era la de Septiembre y Octubre.

De modo, que por el verano venían los que querían divertirse, y por el otoño los que querían curarse. Tal vez esto, no menos que las variaciones meteorológicas, era causa de la desigualdad de humores en las diferentes temporadas.

En aquellos días tristes del mes de Octubre, en que los huéspedes del gran hotel de Termas-altas se apiñaban hacia la cabecera d ela mesa, en el comedor frío y húmedo, a los postres, la conversación, antes floja y malhumorada, se animaba un tanto, aunque fuera para maldecir con nuevos alientos de la vida insoportable de aquel caserón y del abuso de las propinas. Se hablaba mucho —353→ también de la virtud curativa de las aguas, tópico de conversación que en la temporada primera era casi de mal tono. La mayor parte de los enfermos se declaraban escépticos, unos en absoluto, negando la eficacia de toda clase de baños, otros con relación a los de Termas-altas.

Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada al mísero piamontés del arpa disputar en vano al viento y a los chaparrones el privilegio de halagar las orejas de los comensales, la animación biliosa de última hora había crecido en razón directa del mal humor taciturno con que el almuerzo había comenzado.

Se negó allí todo: el cráter, las cataratas, las mejoras del establecimiento, la eficacia y hasta la temperatura oficial de las aguas, el buen gusto de las bromas pesadas del verano, la hermosura del paisaje, la existencia del sol en tales regiones, ¿y qué más? hasta la fama de bellas y no muy timoratas que gozaban las muchachas del contorno se puso en tela de juicio.

Un matrimonio tísico, de cincuenta años por cada lado, de gesto de vinagre, aseguró que las chicas de aquellas aldeas eran feas, pero honradas a fuerza de salvajes; y que las aventuras que se referían, no eran más que invenciones del señor Campeche para atraer parroquianos y gente profana, es decir, solterones sanos como manzanas, que no venían allí más que a alborotar.

—354→
-No me parece muy correcto -decía el vejete, cuyas palabras sancionaba su mujer con cabezadas solemnes- no me parece muy correcto desacreditar a todo el s*x* débil de un partido judicial entero, con el propósito de llamar la atención y atraer gente de dudosa procedencia y de malas costumbres.

Este señor, que así hablaba, era fiscal de la Audiencia, y su mujer le ayudaba a echar la cuenta por los dedos, cuando se trataba de pedir años de presidio, y de sumar o restar en virtud de las circunstancias agravantes o atenuantes. La fiscala se había acostumbrado de tal suerte al tecnicismo penal, que cuando le preguntaban cómo le gustaban los baños, si muy fríos o muy calientes, respondía:

-¿Sabe usted? ¡Me gusta tomarlos desde el grado medio al máximo.

Como siempre, negó aquella mañana el fiscal la hermosura de las muchachas del contorno y la facilidad de los idilios consumados al raso en aquellas frondosidades.

-Pues hombre -se atrevió a decir un don Canuto Cancio, antiguo procurador, que respetaba mucho al fiscal, y le aborrecía mucho más, por pedante, como él decía-; pues hombre, don Mamerto no tiene fama de embustero... y, con permiso de usted, señor fiscal, y salvo su superior criterio... y su conocimiento del mundo... don —355→ Mamerto asegura... en el seno de la confianza, por supuesto, que él, que la Galinda y la de Rico Páez... y la molinera...

-Lo de la molinera es un hecho -interrumpió otro comensal.

-Y a la de Rico Páez la he visto yo con don Mamerto en la llosa de Pancho, al oscurecer, este mismo año, en Junio -dijo otro huésped.

-A usted, don Canuto -se dignó contestar el fiscal, despreciando a los interruptores, a quienes no conocía- a usted le hacen comulgar con ruedas de molino.

La fiscala, asegurando sobre la afilada nariz los lentes de miope, miró a don Canuto con desdén, y con aire de desafío, como retándole a desmentir a su marido:

-¡De molino! -aseguró la altiva señora.

-Ese don Mamerto...

Expectación general; cesa el sonido de tenedores; los camareros se detienen a oír lo que va a orar el señor fiscal contra don Mamerto, el ídolo de Termas-altas. El mismo señor Campeche, que oye sonriendo que le desacrediten las aguas, frunce el entrecejo, temiendo que el señor fiscal se extralimite en esta ocasión.

-Ese don Mamerto...

El fiscal vacila. Duda si su autoridad es suficiente para arriesgarse a decir algo que lastime la fama de don Mamerto.

—356→
-Ese don Mamerto -exclama con voz de trueno un coronel retirado, que ocupa al lado de Campeche la cabecera- es un modelo de caballeros, incapaz de mentir, y mucho menos de darse tono con aventuras falsas y fortunas soñadas, ¡entiéndalo usted, señor mío!

Los fiscales se vuelven, con sillas y todo, hacia el coronel, el cual desde este momento asume la responsabilidad de todo lo que allí pase, según inveterada costumbre, siempre que se agrian las cuestiones a la mesa.

Don Canuto es el que echa la liebre siempre, y si le insultan o desprecian, calla y se vuelve hacia el coronel, como diciéndole: «¡ahora usted empieza!»; y el coronel, que nunca tira la piedra, porque es muy prudente, jamás esconde la mano, y aun suele utilizarla, plantándola en la mejilla del lucero del alba si le irrita.

Don Diego, con su gota y todo, defiende las tradiciones de la mesa; y nada más tradicional y respetable allí que don Mamerto Anchoriz, nuestro héroe.

Es don Mamerto Anchoriz un señor que se presenta todos los años en Termas-altas dos veces, a pasar ocho días por Mayo o Junio y otros ocho en lo peor de la otoñada, cuando más llueve, por hacer compañía a aquellos señores y animar un poco a la gente. Nada de esto ni de otras muchas cosas importantes ignora el fiscal, y por eso hace mal en —357→ poner reparos a un hombre que es sagrado en Termas-altas.

Verdad es que hasta ahora el señor fiscal no ha dicho más que: «Ese don Mamerto...»; pero lo ha dicho dos veces, y según el coronel, a don Mamerto no se le llama ese; en fin, él hipoteca las espaldas y asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. «Y ¡ojalá ocurra algo -piensan muchos huéspedes- porque todo es preferible, hasta la muerte de un fiscal, a la monotonía de aquella existencia!».

El fiscal prevé un conflicto, porque ni su carácter, ni su dignidad, ni su posición social le permiten mostrar pusilanimidad, ni retirar palabras, ni aun dejar de decir las que tiene deliberado propósito de decir. En cuanto a la fiscala, todavía tiene muchas más agallas que su marido; e irritada en su grado máximo, echa sapos y culebras, dispuesta a defender la dignidad de la toga como gato panza arriba, en el caso que su cónyuge no se muestre bastante enérgico.

Pero se muestra; porque dice, cogiendo un cuchillo por la hoja y golpeando el mantel pausadamente con el mango, en señal de tenacidad de carácter, y fijeza de opiniones, y serenidad de ánimo:

-Señor coronel, nada he dicho que pueda ofenderle a usted o al señor don Mamerto; pero toda vez que usted se adelanta a mis juicios, con el ánimo de cohibir la libre manifestación de mi pensamiento, —358→ he de decir, sin ambages ni rodeos, todo, absolutamente todo lo que pienso del señor Anchoriz.

-Se guardará usted de decir nada que sea en su desprestigio...

-Diré, y digo, y tengo y mantengo, que el tal don Mamerto es un viejo verde...

Ni la cómoda, que en día memorable, cayó desde la galería sobre la mesa, produjo efecto más estrepitoso que el de estas palabras del representante del ministerio fiscal. Tal fue la indignación en los comensales, hasta en los criados, que el mismo furor del coronel se perdió en el oleaje del general escándalo, y por aquella vez no pudo asumir responsabilidad alguna.

Fiscal y fiscala quedaron anonadados bajo el universal anatema, y aprendieron a respetar la opinión de la multitud y el peso de la tradición, ante los cuales poco vale el prestigio de la misma ley; y es de extrañar que el señor fiscal no supiera que ya en Roma la costumbre, esto es, la tradición, la historia, tenía fuerza superior a la ley escrita.

El coronel les llegó a tener lástima, y no desafió ni al marido ni a la mujer.

Pero, menos delicado Perico, un camarero fanático de don Mamerto, se encargó de dar a la pareja el golpe de gracia, diciendo modestamente, pero con la fuerza de los hechos consumados:

—359→
-El señor Anchoriz ha llegado esta mañana; se está bañando y ha dicho que vendría a almorzar en seguida.

Conmoción eléctrica. A don Canuto se le caen las lágrimas... Se le figura que ya no llueve... que ha vuelto la primavera... Todo lo perdona, y sin pizca de ironía saluda al señor fiscal y señora, que se retiran dignamente a su cuarto después de una profunda inclinación de cabeza.

El coronel exige que no se le diga nada de lo ocurrido a Anchoriz; no quiere que sepa el pequeño servicio que acaba de hacer saliendo por su honor.

-Estas cosas no se hacen porque se agradezcan, sino porque salen de dentro.

-Convenido; no se le dirá nada. Pero ¡qué alegría! ¡Ha llegado don Mamerto! No podía faltar. ¡Y qué delicadeza! Precisamente con aquel tiempo de perros. ¡Qué abnegación!

El piamontés del portal se levanta de pronto, y con pulso firme y potente arranca al arpa melancólica los acordes solemnes de la marcha real.

-¡Él es! -Todos en pie-. ¡Viva don Mamerto! -Las servilletas ondean como blancos gallardetes-. ¡Viva!


Don Mamerto Anchoriz, acostumbrado a estas —360→ ovaciones, no se turbó un momento. Con el sombrero de Paj* fina negra y blanca, de la estrecha y redonda, saludó al concurso, mientras la sonrisa majestuosa y benévola de sus labios finos y sonrosados brillaba bajo el bien rizado bigote, entre las patillas anchas, negras y lustrosas.

Era alto y fornido, de tez blanca y suave, de mano pequeña y delicada, con uñas de color de rosa. Sobre el vientre, un poco abultado, poco, despedía relámpagos de blancura un chaleco de la más rica tela, y cazadora y pantalón de alpaca de seda gris completaban el traje de tan arrogante buen mozo, cuya pierna había, en todas las épocas de nuestra historia constitucional, sin contar las dos primeras, atraído las miradas de las mujeres de todas las clases sociales.

Desde los quince años había sido don Mamerto el mejor mozo de su tierra, y según la malicia, medio siglo llevaba de seducir casadas y solteras, viudas y monjas, marquesas y ribeteadoras, aldeanas y bailarinas. Es claro que exageraba la malicia. Don Mamerto no podía tener setenta y cinco años ni mucho menos, pero sí era seguro que tenía muchos más de los que aparentaba; y no se diga de los que él confesaba, porque él no confesaba nada, ni de sus años se le había oído hablar nunca.

Lo cierto era que las generaciones pasaban y se sucedían, y Anchoriz era el mismo para todas —361→ ellas, el Anchoriz de patillas negras, de labios sonrosados, de ojos suaves y brillantes, de puños tersos blancos como nieve, de pantalón inglés del mejor corte, de arrogante apostura, de elegancia discreta, seria y sólida; el Anchoriz, eterno arquetipo de buenos mozos, adorno de toda fiesta, espectador de todo espectáculo, parte de toda alegría pública, elemento de la animación y de la algazara a todas horas y en todos sitios.

Jamás se le había visto en un entierro, ni los enfermos le debieron visitas, ni dio limosnas en su vida, ni prestó un cuarto, ni hizo un favor de cuenta, ni votó a nadie diputado ni concejal, ni dejó de engañar a cuantos maridos pudo, ni de padres ni de hermanos se cuidó para seducir doncellas; y, sabiéndolo así toda la provincia, no había hombre mejor quisto en ella, y todos decían: -¡Oh, Anchoriz! ¡Un cumplido caballero! ¡Y qué bien conservado!

También se decía de él que si hubiera leído hubiera sido un sabio, porque talento natural no le había como el suyo, y del mundo sabía cuanto había que saber.

No era muy rico, pero vivía como si lo fuera. Durante muchos años no había tenido oficio ni beneficio, sino un hermano acaudalado con quien no vivía (porque su casa era siempre la mejor fonda del pueblo), pero que pagaba todos sus gastos, a lo que se creía; todo a pretexto de una herencia —362→ que no acababa de repartirse. Ni el hermano se quejaba, ni el mundo murmuraba. Murió aquel pariente, y dividida la herencia, se vio y se calculó que la parte de Mamerto era exigua; mas él había seguido siendo el mismo, feliz, bien comido, elegante, sin privarse de nada. Por fin se había descubierto que de poco tiempo a aquella parte era Anchoriz administrador general del duque de Ardanzuelo, aunque nada le administraba, porque los mayordomos particulares del duque se lo daban todo hecho a Mamerto.

El palacio del magnate estaba a la disposición del administrador general; y por ostentación, por vanidad o por lo que fuese, haciendo un paréntesis en su vida de fonda, Anchoriz se fue a vivir al gran caserón de Ardanzuelo. Sin embargo, la comida la hacía traer de la fonda. Pasaron seis meses, y el público notó que Anchoriz adelgazaba y palidecía.

¡Anchoriz triste, Anchoriz malucho! ¿Iba a acabarse el mundo? Los médicos más distinguidos de la ciudad se creyeron en el deber de estudiar al enfermo, sin alarmarle, por supuesto. No pudieron dar en el quid de la enfermedad. Fue él, Mamerto mismo, quien acertó con el diagnóstico y la cura. Una tarde se presentó en la cocina del Hotel del Águila, su antigua vivienda; se acercó al cocinero, y sonriendo, después de darle una palmada en el hombro, exclamó:

—363→
-Perico, pon hoy tropiezos en la sopa.

-¿En qué sopa?

-En la de casa, en la sopa de todos...

-Pero... ¿el señorito come aquí hoy?

-Sí, hoy, mañana... y todos los días; pon tropiezos.

Los tropiezos eran pedacitos de jamón, aderezo familiar de la sopa, que Mamerto amaba como un dulce recuerdo del hogar paterno; él, que en la comida era un perfecto gentlemán y había sabido despreciar desde muy joven la cocina española y burlarse del puchero y los guisotes, comía, siempre que podía, sopa grasienta con pedacitos de jamón, lujo de los grandes banquetes de su padre a que para toda la vida se había aficionado. Era el único recuerdo que consagraba a la tradición, a la familia. No creía en la religión de sus mayores (aunque tampoco se metía con ella para nada, según su frase); no creía en los buenos resultados de la monogamia, ni en los afectos naturales engendrados por la sangre; no creía en la patria; no creía más que en la sopa con tropiezos. Era su única preocupación, su única antigualla.

Cuando él vivía en la fonda se comía a menudo la sopa de don Mamerto.

Al oír aquella noticia, el cocinero se enterneció, se enterneció el pinche, y las muchachas encargadas de la limpieza de los cuartos lloraron de alegría, o cantaron, según el temperamento. El —364→ número 6, que había sido durante tantos años de don Mamerto, estaba vacío desde que él lo había dejado. Allí volvió aquella misma noche. La viuda de Uria, dueña del hotel, dijo solemnemente a los criados que aquel día era inolvidable, para la casa.

Cuando el huésped querido ocupó en el comedor el puesto de la mesa que tantos años había sido suyo, hubo en la estancia un silencio elocuente, una emoción profunda en criados y comensales antiguos.

Los huéspedes nuevos miraban también con respeto al héroe de la noche. En cuanto a Mamerto, risueño, impasible con los ojos en el plato sopero, enfriaba su sopa de tropiezos con la naturalidad y modestia y tranquila parsimonia que eran sus rasgos característicos.

Se conocía que, como siempre en situación semejante, aquel hombre no pensaba más que en la sopa.

Aquella sencillez con que supo volver a sus hábitos el caballero sin tacha, recordó a un comisionista erudito el caso de Fray Luis de León cuando volvió a su cátedra de Salamanca, después de su larga prisión: -«Decíamos ayer», había dicho Fray Luis. Pues Mamerto parecía estar diciendo: -Comíamos ayer...

Desde que volvió a la fonda, se notó por días, casi por horas, la mejoría. En pocas semanas volvió —365→ a ser el mismo de siempre, y la ciudad durmió tranquila.

Jamás había estado enfermo, ni pensaba estarlo. Muchas y muy complicadas eran las causas que contribuían a esta perfecta salud, que era la suprema ambición de Anchoriz, su única ocupación seria; pero si algún entrometido se atrevía a preguntarle: -Hombre, ¿qué receta tiene usted para estar siempre bueno?- Mamerto contestaba sonriendo: -No lea usted nunca después de comer.

Y si el que consultaba le merecía algún interés, añadía Anchoriz: -Ni antes.

Es claro que esta receta vulgar la daba para despachar a los importunos; su sistema higiénico, su filosofía, no era cosa que pudiera exponerse como los aforismos médicos de un sacamuelas. ¡Ahí era nada! ¡Querer inquirir el secreto de una salud inalterable!

Ciertamente que, en el programa de su vida, siempre sana, entraba la abstención de la lectura; pero no era esto sino parte muy secundaria del sistema.

¡Leer! Claro que no; ¿para qué? La lectura suponía —366→ cierta curiosidad nociva, una impaciencia espiritual, una falta de equilibrio que contradecían las condiciones del bienestar verdadero. En rigor, el no leer, más que causa de salud, era efecto de la salud; no estaba sano porque no leía, sino que no leía... porque estaba sano.

Nada de cuanto pudiera decir un escritor podía importarle a él absolutamente nada.

No aborrecía Anchoriz la literatura y la ciencia, no; las despreciaba como despreciaba las boticas, y a los boticarios, y a los médicos, y a los enfermos. Ante un ataque de nervios, ante un rasgo de heroísmo, ante un chispazo de ingenio, Mamerto sonreía con lástima; todo aquello era lo mismo: desequilibrio, anuncio de pronta muerte, una idea equivocada de la existencia. No concebía un desafío, ni una mala palabra, ni una buena obra. El principio de la vida era el egoísmo absoluto. Sacrificar a los demás algo que fuera más allá de los servicios que impone la cortesía, era perderse. No hacer jamás nada en bien del prójimo, era obra dificilísima, casi milagrosa; cierto, por eso él no había conocido más hombre feliz que uno: Mamerto Anchoriz.

De este gran principio del egoísmo absoluto nacían todas las reglas de conducta, que daban por resultado aquella plácida existencia, que Ancharia pensaba prolongar indefinidamente. ¿Había de morir? Allá se vería. Todas las afirmaciones rotundas —367→ le empalagaban; no había nada seguro respecto de nada; el que hasta la fecha se hubiesen muerto todos los hombres conocidos, no era una prueba absoluta de que en adelante se muriesen todos también.

La ciencia decía que todo organismo se gasta, que todo lo infinito perece... ¡Conversación! ¡La ciencia decía tantas cosas! El no negaba la posibilidad y aun la probabilidad de la muerte; pero, en fin, no era cosa segura, lo que se llama segura, y esto bastaba para su tranquilidad. Lo importante además no era este aspecto metafísico y abstracto de la cuestión, sino su aspecto práctico, es decir, el no morirse.

-Mientras yo viva, poco importa que sea mortal. Una cosa es mortal y otra cosa es muerto. -Recordaba haber oído que, según Buffon, todo hombre, por viejo que sea, puede tener la legítima esperanza de vivir todavía un año: Gran sabio era, sin duda, este señor Buffon, y digno de no haberse muerto. Él, Anchoriz, pensaba tener siempre el cuerpo en disposición de funcionar más de un año; y así, la muerte, que al fin era, por lo que a él se refería, sólo una palabra, una amenaza, una creación fantástica, iría retrocediendo, y la vida ganándole terreno. Por otra parte, él sabía cómo morían esos ancianos que son ejemplos de longevidad: acaban como pajarillos, como recién nacidos. Se extinguen sin lamentos; en ellos el estómago y —368→ toda la vida vegetal sobrevive al cerebro y a cuanto anuncia la existencia del alma...

Pues morir así, en rigor, tampoco es morir. Él esperaba, suponiendo lo peor, esto es, morirse al cabo, pasar a mejor vida cuando ya no lo sintiera... y expirar como un viejecito, a quien había conocido pregonando: -¡Quesos de Villalón! ¡El quesero! -desde el lecho de muerte, y jurando y perjurando que ya era la hora de comer... No, aquello no era morir... Y allá... hacia los ciento veinte años... y pico... ¡qué diablos!, el trago no era tan fuerte. En todo caso, ya lo pensaría.

Y entretanto vivía tranquilo, sereno; sub specie aeternitatis.

Así era el hombre a quien con tanta alegría y solemne agasajos recibieron los comensales de Termas-altas, tan aburridos poco antes en aquel comedor frío y húmedo, en aquella mañana de la otoñada triste.

Por de pronto, nada se le dijo del incidente de los fiscales; toda la conversación fue para las noticias frescas, picantes, que traía de la ciudad don Mamerto.

—369→
Bodas, bailes, escándalos de amor y del juego, romerías... de todo esto desembuchó el floreciente gallo, muy satisfecho porque podía con tal abundancia saciar la curiosidad de aquellos buenos amigos (a muchos de los cuales sólo los conocía para servicios... de mentirijillas). El coronel le preguntó después qué había de la guerra civil, y qué de una explosión de grisú en las minas de Langreo. Anchoriz puso cara compungida, se limpió los labios con la servilleta y declaró que de tan lamentable catástrofe y de las luchas de nuestros hermanos no tenía la más insignificante noticia.

Y poco después jugaba al tresillo en la sala de recreo (¡de recreo, y tenía un piano que tocaban a ocho manos los bañistas!) sonriente, seguro de ganar a unos chancletas que se consideraban muy honrados con tal compañero, tan fino, tan jovial, y a quien no había quien diese un codillo.

Por la noche, gracias a la influencia de Anchoriz, se reanudaron los rigodones y la Virginia; que no se bailaban desde fines de Julio. Don Mamerto no solía bailar; pero en aquella velada memorable se dignó invitar una dama que metida en un rincón detrás de una mesa de juego, con cara de pocos amigos, parecía estar despreciando todas aquellas frivolidades mundanas, con gesto avinagrado y haciendo calceta. Sí, calceta; no se avergonzaba de ello.

Era la fiscala. Anchoriz ya sabía (se lo habían —370→ dicho al tomar café) el incidente del almuerzo. Por lo mismo, se iba derecho al enemigo, seguro de vencerlo.

En efecto, después de una repulsa y varios melindres, la fiscala en persona salió a bailar del brazo de don Mamerto. Una salva de aplausos acogió a la pareja. ¡Lo que es la gloria! A la fiscala se le puso cara de Pascua.

La vanidad le llenaba el mezquino espíritu. Poca vanidad bastaba para llenar recinto tan estrecho. Sin más que una finísima invitación, una mirada de caballero galante, algunas sonrisas en que la salud y la buena sangre hacían veces de poética espiritualidad, Anchoriz había conquistado a la fiscala. Esta señora, al sentir su brazo sostenido por el de aquel buen mozo... de hoja perenne, es decir, siempre en sus verdores, vio el mundo, y a don Mamerto particularmente, desde otro punto de vista,

bajo el punto de vista de las flores,

y perdonó a Anchoriz... porque había amado mucho.

Cinco o seis días estuvo nuestro héroe haciendo las delicias de los rezagados de Termas-altas. Y buena falta hacía animar y consolar a los que se quedaban, porque los que dejaban el balneario parecía que se llevaban la alegría.

-¿Qué será - decía la fiscala a don Mamerto, —371→ a quien llegó a hacer confidente de cierto romanticismo histórico que tenía ella debajo del Código penal en que consistía lo más de su corazón; -qué será que toma una tanto cariño a todas estas personas que conoce de tan poco tiempo; y que al despedirse de cada cual parece que se le deja llevar un pedazo del alma? ¿Será la intimidad del trato, lo excepcional de las relaciones en estos sitios y en estas circunstancias?

-Sí, señora -contestaba don Mamerto, sonriendo- algo es eso; pero la causa principal de este sentimentalismo de final de verano consiste en la mucha fruta que se come y en la salsa de tomate. Estos alimentos debilitan... y los nervios se exaltan... y de ahí ese repentino amor al prójimo y tendencia a ver en todo lo que pasa y se va motivo de melancolía...

-¡El tomate! Estas tristezas que causan estas ausencias... ¿las produce el tomate?...

-Sí, señora; pero sobre todo, la fruta; la de hueso particularmente. Los melocotones crían bilis y la bilis engendra esas penas de tan frívolo motivo.

Por lo demás, a Anchoriz no le costaba trabajo procurar la alegría de los otros, porque él estaba como unas castañuelas. A pesar de la fruta, no le importaba un bledo de los que se iban ni de los que se quedaban; con tal que no faltase gente, que fueran estos o los otros, le importaba un rábano. —372→ Por eso no comprendía cómo se afligían tanto algunos cuando se moría alguien. «¿Por qué lloran las muertes y se festejan los nacimientos? Vean ustedes el periódico -exclamaba-. Parte de la alcaldía: día de hoy; cuatro defunciones, seis nacimientos. Vamos ganando dos. Y siempre es lo mismo».

Así era que en los anuncios de marcha de los bañistas él veía nada más motivo de diversión. A pocas simpatías que hubiese ganado en el establecimiento el huésped que se despedía, Anchoriz organizaba, con ocasión del viaje, una jarana, una broma de buen gusto, que consistía en confabularse muchos de los bañistas, hacerse los distraídos a la hora de las despedidas y dejar que se amoscase el que se marchaba, creyendo que se le olvidaba y no se le decía adiós. Y cuando iba a montar en el coche que debía llevarle a la estación, ¡zas! la manifestación salía al pórtico, en formación solemne, cantando la marcha real y tocando los platillos con piedras del río. Y el amoscado huésped se marchaba contentísimo, satisfecho de su popularidad en el balneario, y seguro de que allí dejaba una porción de verdaderos amigos, no menos firmes por poco probados.

Y Anchoriz, que tan buen amigo de esta clase era, tan fiel a la amistad en el holgorio y tan decidido a no acompañar a nadie en el sentimiento, ¿qué pensaba de la amistad de los demás respecto —373→ de él? ¿Sería un escéptico? ¿Negaríase toda esperanza de que los demás fueran con él más caritativos que él con los demás? No; no pensaba en eso. Desechaba por importunas estas comparaciones, como la idea de la muerte. No quería meterse en honduras, averiguando adónde llegaba el egoísmo ajeno. Estas investigaciones no le convenían al suyo.

Si el hombre era malo, egoísta, lo mejor era no tener ocasión de llegar a conocerlo por experiencia. Por lo cual, sin decidir la cuestión en sentido pesimista, por si acaso, Anchoriz hacía con la amistad, lo que don Quijote con la segunda celada, no la ponía a prueba. Y su egoísmo, agarrándose al interés, a toda ganancia posible, al amparo de la ley, que asegura lo que se ganó, con caridad o sin ella, procuraba vivir sin necesitar de nadie, a fuerza de no hacer nada por quien pudiera necesitar del alegre y servicial don Mamerto.

La alegría, algo afectada, por lo mismo que todos temían la tristeza de la soledad y del mal tiempo, que se iban acentuando, había llegado al colmo, gracias siempre al señor Anchoriz, cuando una mañana, por cierto de excepcional hermosura en el cielo, de sol esplendoroso y brisa templada, un camarero anunció en el comedor, que don Mamerto no bajaba a comer a la mesa redonda porque se sentía algo indispuesto.

Todos los comensales se volvieron hacia el portador de tal noticia.

—374→
-¿Está en la cama? -preguntaron muchos.

-Sí, en la cama; y ha mandado al doctor Casado que vaya a verle.

-¡Anchoriz en la cama! ¡Al mediodía!

Consternación general; y aún más que eso, asombro: así, como si el sol a las doce del día no hubiera dejado todavía las ociosas plumas de su clásico lecho, ni los brazos de la deidad con quien el mito le supone amontonado.

Sin acabar los postres, una comisión del seno... de la mesa redonda fue a visitar a don Mamerto a su cuarto, sin perjuicio de que todos los bañistas, uno por uno, acudiesen después a cumplir con este deber como lo calificó el representante del ministerio público, que, aunque a regaña dientes, se había reconciliado con el Tenorio averiado, gracias a la influencia de la fiscala.

El médico del establecimiento, muy amigo de divertirse y de tratar en broma la medicina, particularmente la hidroterapia, apenas había querido tomarle el pulso ni mirarle a don Mamerto. «¿Qué había de tener Anchoriz? Nada. Al día siguiente ya estaría a las ocho tomando una —375→ ducha...». Pues no estuvo. En vez de la ducha, tuvo que tomar con paciencia los 39 grados de fiebre con que Dios quiso... no probarle, que demasiado sabía Dios qué sujeto era Anchoriz, sino mortificarle.

Los dos primeros días de enfermedad don Mamerto, con la mayor finura del mundo, no permitió que los amigos y amigas que venían a verle entraran en su alcoba; no podían pasar del gabinete, que era como los demás de la casa, es decir, los de primera clase; con esta diferencia, que la mesa y la cómoda parecían escaparate de objetos de tocador: docenas de peines, de cepillos para la cabeza, para las uñas, para los dientes; jeringuillas a docenas también; cientos de botes, frascos, tarros, barras de cosméticos; triángulos de tul para fijar las guías de los bigotes; cajas de jabón; misteriosos artefactos de química, aplicada a la senectud refractaria; y mil cachivaches más de estuche, de neceser, de cuarto de cómico.

Desde el gabinete se le hablaba, y en la alcoba sólo entraba el camarero y el doctor. Al principio don Mamerto contestaba a las almas caritativas que le iban a preguntar por la salud, precisamente cuando la había perdido, con gran amabilidad, esforzando la voz para que le oyeran bien desde fuera, con el tono correcto y finísimo y jovial de siempre. Parecía pedir perdón al público por aquella molestia que le causaba tan inoportunamente —376→ cayendo en cama e interrumpiendo la general alegría, que él había renovado. Tampoco él creía en la importancia de su mal a pesar de la fiebre; en este punto estaba de acuerdo con el médico de la casa. ¿Malo de cuidado él? No faltaba más.

Pero como la cosa se iba haciendo pesada, la fiebre no cedía, la debilidad iba trabajando, el cuerpo se le molía y el aburrimiento le asediaba, don Mamerto, por las molestias, t el doctor, por la fiebre, empezaron a alarmarse.

La gente invadió la alcoba y el enfermo no tuvo fuerza para resistir la invasión. Es más: aunque tenía sus motivos para no dejar entrar a nadie, pudo más el deseo de ver seres humanos en rededor, de encontrar caras amigas que pudiesen mostrarle con gestos de compasión que participaban de su disgusto, aunque fuera en cantidades exiguas. Quería apoyarse en el prójimo para padecer; enterar al mundo entero de aquel disgusto tan interesante: la enfermedad de Anchoriz; hasta deseaba contagiar el dolor a los demás, para ver si así él se libraba de penas.

Los bañistas, al ver en el lecho del dolor a don Mamerto, se hicieron cruces... mentalmente. ¡Lo que somos! ¡Es decir, lo que era Anchoriz! Con cuatro o cinco días de fiebre, y de no pintarse, veinte años se le habían echado encima.

Parecía decrépito: parecía su padre resucitado. Bien conocía él que efecto causaba, pero ya no estaba —377→ para vanidades y coqueterías; quería que le compadeciesen, ante todo. Y sí; le compadecían; y le hacían mucha compañía, demasiada; parecía aquello un jubileo. ¡Qué entrar y salir! Todos le querían velar. Todos querían llevar cuenta con las horas de tomar medicinas y con las clases y porciones de estas. Tocaron a poner sinapismos en las pantorrillas... y resultó que nadie sabía hacerlo con aseo y eficacia más que la fiscala. Esta señora no vaciló un momento, los puso con gran pulcritud y manos de madre. Era de las damas que más asiduamente visitaban al enfermo; pero ya había notado Anchoriz que tomaba precauciones para no hacer ruido, para no molestarle, que tenían en olvido todos los demás. Cuando la sintió ponerle los sinapismos, advirtió, en la suavidad y calma con que la angulosa dama le movía el cuerpo y la ropa de la cama, algo así como un tierno recuerdo de la lejana infancia; pensó en la madre que había perdido muy pronto. Aunque era tan fea, sobre todo tan ridícula por su figura, por su empaque y por sus cómicas manías, le tomó apego y quiso que ella le arreglase el embozo y las almohadas. Era una delicia sentirla maniobrar con movimientos tan delicados y eficaces, que parecían caricias y medicinas.

Don Mamerto, con la debilidad, se hacía más observador, y empezó, como buen crítico, a ser algo pesimista respecto de las pequeñeces de —378→ la vida ordinaria. No era oro todo lo que relucía. Echaba de ver que, los más, tomaban al cuidarle como un entretenimiento. Muchos hacían que hacían. Y no pocos empezaban a cansarse. Algunos ya escaseaban las visitas y atenciones. Otros se le despidieron porque se les acababa la temporada, y le dejaron solo; es decir, sin el ancho mundo que ellos ¡egoístas! iban a cruzar, a correr, ¡a gozar!

¡Cosa más rara! El Anchoriz enfermo acabó por notar un gran parecido entre el carácter de todas aquellas personas tan sanas que le iban abandonando, y el carácter del Anchoriz, robusto y frescote, que él siempre había sido. Hacían con él lo que él siempre había hecho con todos. Pero no era lo mismo. En los demás no estaba bien.

Aquel buen tiempo que parecía haber traído consigo Anchoriz, se fue al traste; los aguaceros volvieron a poner sitio a Termas-altas; parte de la guarnición sitiada se rindió al enemigo, el hastío, y salió de la plaza sin honores de ningún género, porque ya no estaba allí, a la puerta, don Mamerto, para despedir a los que escapaban, con la marcha real.

—379→ lo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido... si hubiera podido contarla
 
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La tara

Pasillo cómico.

Efectivamente: el teatro representa un pasillo en una fonda. Una dama elegante,mince y frèle, que diría un traductor, envuelta en una mano, a ser posible misteriosamente, se detiene delante del cuarto número 13. Llama discretamente a la puerta con los ¡oh prosa! Nudillos de la mano derecha, (derecha, no del espectador, sino de la tapada). Se abre la puerta, entra la dama y termina la primera escena, que como ustedes ven, es muda. No se rompen moldes, ni siquiera un plato, a lo menos por ahora.

Escena segunda.- Ni vista ni oída. El pasillo sólo.

Pasa... un buen rato. Llega un caballero que está pasando un mal rato... pero esto ya constituye la escena tercera. Se conoce que está disgustado en que blasfema entre dientes (¡adiós moldes!) —386→ y da patadas, pietinando sobre la plaza, como diría el traductor de marras.

Se detiene ante la puerta del cuarto número 13. ¡Nada! Es decir, que a la otra puerta, aunque llama también con los nudillos. Llama con el puño del bastón. Nada. Llama a gritos blasfemando y rompiendo moldes y casi cinchas.


UNA VOZ DENTRO.- ¿Quién va?...

EL CABALLERO DEL PASILLO.- Soy López. ¿Es usted Pérez?

LA VOZ.- Servidor de usted. ¿Qué se le ofrecía al señor López?

LÓPEZ.- Que me entregue usted a la... (Moldes nuevos.) de mi mujer, viva o muerta.

PÉREZ.- ¡Caballero!...

LÓPEZ.- ¡Señor mío!...

PÉREZ.- Ni viva ni muerta; aquí no tengo ninguna mujer, ni de usted, ni de nadie...

LÓPEZ.- ¡Abra usted, cobarde, o descerrajo la puerta a tiros!

PÉREZ.- ...

(En fin, se insultan ad libitum; pero, por fin, y después de estar sin contestar a LÓPEZ como unos tres minutos, PÉREZ abre la puerta.)

Mutación.- El cuarto número 13. Es un cuarto con dos camas. A derecha e izquierda, arrimados a la pared, sendos armarios de espejo, que se parecen como dos gotas de agua... y como dos armarios completamente iguales. No hablan. El de la derecha —387→ está abierto, el de la izquierda cerrado. LÓPEZ se precipita furioso hacia el armario cerrado, y sólo ve su brutal imagen.


LÓPEZ.- ¡Ahí está la muy!... (M. n.)

PÉREZ.- ¡Pero señor López! ¿Cómo ha de estar ahí una señora? ¡Como no esté descuartizada! Serénese usted y repare que estos dos armarios son completamente iguales; repare usted que ese que está abierto consta de varios cajones separados por tableros horizontales, y lo mismo le sucede al que está cerrado. Es más, si usted quiere podemos registrar los armarios de las habitaciones contiguas, donde no hay huéspedes, y verá usted que todos los armarios de todos los cuartos son absolutamente iguales, y todos tienen tableros; están divididos en cajones. ¿Quiere usted que su señora de usted se haya metido en píldoras dentro de ese armario?

Mientras habla PÉREZ, LÓPEZ mira debajo de las camas, donde no hay nada ni nadie; palpa las paredes, que no ocultan ninguna puerta secreta; se asoma al balcón, donde no está su mujer.


LÓPEZ.- Veamos esos otros armarios de otros cuartos... pero yo miraré desde la puerta para no perder de vista esta habitación (Lo hacen como lo dicen.) . En el número 14 no hay huésped. Registran los armarios de este cuarto, idénticos a los del 13, y los dos están divididos en cajones por tableros horizontales.

—388→
LÓPEZ.- (En el cuarto número 13, donde se cierra por dentro, con PÉREZ.) Está bien; pero como yo estoy seguro de que mi mujer se ha metido aquí... porque la conozco... y he sorprendido con... en fin, ¡como yo sé que está aquí!... y no se habrá tirado por el balcón, ni aquí hay puertas falsas, ni está entre esos colchones (Dando palos sobre las camas.) y ese armario está cerrado... tiene que estar ahí dentro. Abra usted o lo abro yo a tiros.

PÉREZ .- (Con cierta energía.) De ningún modo. Ahí guardo yo mi secreto, un secreto de industria que no puede ver nadie. Yo le daré a usted todas las pruebas racionales que quiera y se me ocurran para convencerle de que es absurdo pensar que ahí dentro esté una mujer; pero abrir, de ningún modo. Primero doy parte a la policía, o grito diciendo: «¡Socorro, ladrones!».

LÓPEZ.- ¡Señor Pérez!

PÉREZ.- ¡Señor López! ¡Ah, se me ocurre una idea! Voy a convencerle a usted de que es imposible que su señora de usted esté ahí dentro. Aguarde usted cinco minutos. Queda usted en su cuarto... es decir, en el mío: vigile usted para que no se escape... y soy con usted en seguida.

Desaparece PÉREZ, y LÓPEZ se queda contemplando su terrible figura en el espejo del armario cerrado.

No hay monólogo, aunque no estaría del todo mal, ni sería contrario a las leyes naturales que —389→ LÓPEZ increpase hipotéticamente a su mujer, en el supuesto de que estaba en el armario.

Vuelve PÉREZ acompañado de cuatro mozos de cordel, que son como armarios en lo de no hablar, cargados con una báscula que le han prestado a PÉREZ en la portería de la fonda. Paga PÉREZ a los mozos y los despide.


LÓPEZ.- ¿Para qué es eso?

PÉREZ.- ¿Sabe usted, señor López, aproximadamente, cuánto pesa su señora de usted?

LÓPEZ.- ¡Como que es mi cruz! Sí, señor, yo la hacía pesarse muy a menudo, porque la quería mucho, y me preocupaba verla tan delgada... La última vez que se pesó, hará una semana, pesaba 56 kilos.

PÉREZ.- Perfectamente. El artefacto que yo tengo ahí dentro, y que es mi secreto, pesa algo, pero mucho menos que puede pesar una mujer. Bueno; pues ahora, vamos a pesar los dos armarios. Primero este, el abierto, para conocer la tara del otro; pesemos después el cerrado, y la diferencia acusará el peso del artefacto, que es mi secreto. Verá usted que pesa mucho menos que su señora de usted... y se marchará usted y me dejará tranquilo.

LÓPEZ.- (Después de pensarlo.) Convenido. Mi mujer es capaz de ocultarme cualquier cosa... pero lo que pesa... No puede ocultarlo.

Entre los dos colocan el armario abierto sobre —390→ la báscula: lo pesan; LÓPEZ apunta en un papel el número de kilos que pesa el mueble.

Cogen entre los dos el armario cerrado, después de dejar libre la báscula, y lo pesan en ella también. La diferencia de peso entre los dos armarios es de 40 kilos, que pesa de más el armario cerrado.


PÉREZ.- (Triunfante.) Ya lo ve usted, caballero. Le han engañado a usted, y ha venido a ofender a dos inocentes: por lo menos a uno, a mí. Su esposa de usted no puede estar en ese armario... a no ser que en una semana haya perdido 16 kilos de peso. Si usted tiene una mujer que pesa nada más 40 kilos... no merece la pena de seguirle los pasos.

LÓPEZ.- (Meditando.) Efectivamente... Este armario abierto está vacío... son iguales los dos, y este otro pesa 40 kilos más... y mi mujer pesa 56... luego, descontada la tara, no es mi mujer el artefacto que queda allá dentro.

-¡Caballero! ¡Me he equivocado! Respetaré el secreto de su industria de usted... Usted dispense.

LÓPEZ se dirige a la puerta. PÉREZ le acompaña haciendo cortesías y respirando con fuerza.

Al llegar al umbral, LÓPEZ se da una palmada en la frente, y exclama: «¡Ah!». Pero no dice ahora lo comprendo todo, porque eso no es de los nuevos moldes. Se lanza sobre el armario abierto, desarma —391→ los cuatro tableros que separan los cajones, echa los tableros sobre la báscula, que está desocupada, los pesa... mira... ¡16 kilos! Lo que va de 40 a 56, es decir, del peso del artefacto al peso de su mujer... Se precipita sobre una de las camas, levanta un colchón, descubre dos tableros; se lanza sobre, la otra cama, descubre otros dos tableros... mira triunfante y con terrible ironía (antiguos moldes) al señor de PÉREZ, y dice con voz ronca, lenta y tono atrozmente sardónico:

-¡Caballero! si no quiere usted morir de cinco tiros (Saca un revólver.) , llame usted a ese timbre y diga usted que suba el dueño de la fonda.

Se hace todo como se pide.


LÓPEZ.- (Al AMO DE LA FONDA.) Caballero, por razones que usted no puede saber, este mueble (El armario cerrado.) , es para mí de un valor artístico inapreciable. Así como está, sin abrirlo, necesito trasladarlo ahora mismo a mi casa. El señor Pérez tiene conmigo una deuda que me va a satisfacer ahora mismo, abonando a usted por ese armario la cantidad que usted exija... y le advierto, en conciencia, que este mueble vale mucho más de lo que usted puede figurarse: para mí vale más que para nadie; pero aun para el señor Pérez y para cualquiera vale mucho... Conque... pida usted... pida usted... que todo lo pagará el señor Pérez.

EL FONDISTA.- Señor, yo... pediría... mil pesetas...

—392→
LÓPEZ.- ¡Mucho más!... ¡mucho más!...

El FONDISTA va subiendo; LÓPEZ dice siempre: ¡más, mucho más!...

Y pos fin hace cargar a cuatro mozos de cordel con el armario cerrado, por el cual el señor PÉREZ abona al dueño del mueble cuarenta mil reales, a mil reales por kilo de lo que pesaba el artefacto, que era su secreto.
 

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