Cuentos Morales. Leopoldo Alas (Clarín).

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Prólogo

Muy corto. Me paso la vida disertando acerca de materia estética, pero no me gusta hacerlo tratándose de mis propias obras. Esto no es un programa literario, ni defensa de escuela, tendencia o cosa por el estilo; es, sencillamente, una breve explicación del título de este libro. No digo Cuentos morales en el sentido de querer, con ellos, procurar que el lector se edifique, como se dice; mejore sus costumbres, si no las tiene inmejorables; y declaro que no aspiro a esos laureles que ciertas gentes, que confunden la ética con la estética, tienen reservados para las buenas intenciones.

Yo soy, y espero ser mientras viva, partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el de su sustantividad independiente. No hay moda literaria, ni reacción que valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser morales ni inmorales, como los Estados no pueden ser ateos ni católicos, a no ser en el —VI→ mundo de los tropos peligrosos. Aun reduciendo el significado de moral a la virtud que una cosa pueda tener para moralizar a los que cabe que sean seres morales (los individuos racionales), diré que mis cuentos no son morales en tal concepto. Los llamo así, porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior, ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad.

Al dar ese tinte general a estos cuentos (como lo tienen otros antes publicados y muchos que se publicarán, si Dios quiere, más adelante) no sigo inspiración ajena, ni tendencias de escuela, ni pruritos de la moda, ni nada que se le parezca: no sigo más que naturales impulsos que la edad imprime en quien llega a la mía y es, por vocación y hasta por oficio, inclinado a reflexionar un poco. Ya lo han dicho muchos escritores insignes: el lado moral de la vida preocupa al hombre amigo de pensar, más que cuando la vida empieza, o está en su florecimiento, cuando nos vamos haciendo ricos de experiencia del mundo... para aprender a dejarlo dignamente. Tal vez esto —VII→ contribuya a que el progreso moral no sea tan rápido como otros: los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de la vida... lo que más les importa es morirse.

Yo no soy viejo todavía; pero, como si lo fuera... porque ya no soy joven. Si en la juventud hubiese sido poeta, en el fondo de mis obras se hubiera visto siempre una idea capital: el amor, el amor de amores, como dice Valera, el de la mujer; aunque tal vez muy platónico. Como en la edad madura soy autor de cuentos y novelillas, la sinceridad me hace dejar traslucir en casi todas mis invenciones otra idea capital, que hoy me llena más el alma (más y mejor ¡parece mentira!) Que el amor de mujer la llenó nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que le da vida y calor: Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, se llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino.

Hay quien nace para joven y quien nace para viejo. Yo confieso que soy de los últimos; pues, aunque tuve algún tiempo el orgullo de ser uno de los más puros rumiantes de amor platónico, jamás las cosas raras y profundas —VIII→ que el amor de mujer me hizo sentir en la juventud, fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las entrañas, tan mío, como esto que ahora siento y pienso a veces, y que no va con ella, sino con Dios y el Universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños de la Idea Divina, ya empezaron cuando empezaban mis ensueños amorosos, de don Juan por dentro... y a todas mis Dulcineas las he ido siendo infiel; y mi leyenda de Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura; y espero que se acompañe hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.

He hablado tanto de mí mismo y tan poco de los intereses generales literarios, porque la razón de ser de mis cuentos como son, se funda en cosas mías, no en influencias ni propósitos escolásticos.

Hágame el público el favor, aunque le aconsejen otra cosa algunos críticos, de no ver en este libro y otros que escriba y que se le parezcan, un prurito de novedad (valiente novedad), un amaneramiento exótico. Tanto valdría llamar amanerado al otoño, la estación más filosófica del año... y de la vida.

CLARÍN.

Noviembre de 1895
 
La Reina Margarita

Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con —402→ gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.

Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío... mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; —403→ del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.

No recordaba cómo había entrado ella en el arte. Ello había empezado por ser una ilusión de su señora madre; un día había hecho falta buscar una niña que representara cierto papel; pareció ella; la aplaudió el público, y desde entonces quedó incorporada oficialmente a la compañía. En otra ocasión, un director de orquesta, algo maestro de canto y algo aficionado a la madre de la infeliz Marcela, nuestro personaje, descubrió que la niña tenía hermosa voz; lo creyeron el padre y la madre, nadie lo negó, y la chica aprendió música y empezó, cuando tuvo edad suficiente, a cantar papeles muy modestos en la compañía donde trabajaba su madre. Así había empezado aquello: era cantante porque nunca había sido otra cosa, ni nadie la había propuesto cambiar de oficio. Tenía apego al teatro, como se lo tienen a su tierra aun aquellos que viven en país triste, ingrato. Teníale el cariño tibio que engendra la costumbre. Pero no conservaba ninguna ilusión de artista, hasta casi había olvidado las que al principio de su opaca, triste carrera había tenido. El público la había desengañado poco a poco. Además, no era hermosa. Había tenido sus dieciocho años como cualquiera; pero ni laureles ni amores habían tejido para ella una corona de felicidad. Desengaños —404→ vulgares, sordos, en todo. En la compañía en que estaba ahora, había permanecido años y años por vínculos de amistad de sus padres difuntos con los directores de la empresa; y porque Marcela llenaba huecos, lo aguantaba todo, no tenía pretensiones, no hacía sombra a nadie y se contentaba con un sueldo inferior a su categoría de cartel. Nunca había trabajado más que en provincias. Los gacetilleros, mal vestidos y no siempre bien educados, que ejercían de Aristarcos del bel canto, la trataban ordinariamente con un desdén provinciano que hay que conocer para apreciarlo en toda su humillante amargura. La perdonaban la vida. Cuando más, decían que no había descompuesto el conjunto; pero lo más común era afirmar que la señorita Marcela Vitali (Vidal) había hecho laudables esfuerzos para dominar la emoción que visiblemente la embargaba. Sí, esto era verdad. Tenía un miedo cerval, invencible, al público; un miedo que no se le quitaba con los años. Sus protectores, los amos del cotarro, se fueron acostumbrando a tolerarla como una carga de caridad, si no de justicia. Por evitarla a ella disgustos y por no comprometer las obras más de lo que otros las comprometían, iban prescindiendo, más cada vez, de Marcela. Seguían pagándole un corto sueldo, y ella, que comprendía que apenas lo ganaba, callaba, humillada, triste, pero casi agradecida. En general, los demás cantantes ni la —405→ querían ni la odiaban; la miraban como un apéndice inofensivo de la compañía. Pero donde el egoísmo y la envidia nada tienen que aborrecer, la malicia burlona todavía tiene algo que decir, gracias a su horrible dilettantismo. No se sabe quién inventó para Marcela un apodo, que fue en adelante el nombre que tuvo para los de casa. Se la llamó la Reina Margarita.

* * *

Fue por esto. Cada día se le manifestaba el público a Marcela menos favorable en todas las óperas, por insignificante que su papel fuese; pero con una excepción. En cierta obra clásica, muy aplaudida en todas partes, la Vitali tenía a su cargo el personaje de una Reina Margarita, más o menos fantástica; una Reina que no gobernaba; lo más constitucional posible; porque, en todo y por todo dejaba pasar delante y eclipsarla a otra primera tiple, que sin ser duquesa tal vez siquiera, la obscurecía a ella, a la Reina, por completo; la comía la voz cuando cantaban a un tiempo, y le quitaba un amante que la Margarita amaba en secreto. Todo el mundo estaba allí menos la Reina, que en el tercer acto desaparecía, después de perdonar varias felonías a una porción de coristas, y no volvía a presentarse en escena. Era una majestad triste, modesta, apocada, que oía en pública audiencia una porción de arias, romanzas, dúos y —406→ tercetos; se pasaba media hora sentada en su trono, sin que nadie le hiciera caso, y cuando se permitía cantar, tres o cuatro veces en toda la ópera, lo hacía en melodías de dolorosa resignación, sin grandes gritos: y dejándose, al fin, dominar por voces más poderosas que, en un concertante, acababan de ahogar sus lamentos de elocuente, dulce monotonía.

No sabía ella por qué, Marcela se había enamorado de este papel; y el público, y el director, y los compañeros, le encontraban en él cierta gracia que otras veces no tenía. Hasta casi guapa salía Marcela Vidal en su Reina Margarita. Las únicas flores que había oído de soslayo a los abonados de los palcos proscenios de la platea, habíalas debido a su Reina Margarita. Para no cambiar nunca de aspecto, ya que había parecido bien en este papel, Marcela se hizo un traje para tal ópera, y en ella nunca usaba los de la empresa, sino el que le había costado su trabajo y su dinero. Algunas veces el público no sólo había encontrado simpática y discreta a la Vidal en este papel, sino que hasta la había gratificado con alguna palmada de propina al terminar cierto dúo con la tiple, la cual después la eclipsaba por completo. En el cuarto acto ya nadie, ni en la escena ni en la sala, se acordaba de la Reina Margarita; pero esto no quitaba que ella se fuese a su humilde posada, solita, más contenta o menos triste que de ordinario, no forjándose —407→ ilusiones (esta fragua la tenía ella apagada mucho tiempo hacía), pero con la satisfacción de haber ganado el pan que comía, por lo menos aquella noche.

Sin embargo, esta misma buena impresión llegó a gastarse, Marcela notó la ironía que sus compañeros indicaban con cierta malicia al llamarlaReina Margarita, aludiendo al relativo triunfo de la humilde cantante en este papel; y ella misma acabó por ver el lado cómico de su limitadísima especialidad. La empresa era la que tomaba con más seriedad la cosa; ya se sabía: en aquella ópera de recurso, el papel de Reina para Marcela; antes faltaba la luz de las baterías que así no fuera.

* * *

Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno. Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor, que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los palcos sin gente. No había afición a la música, no había más —408→ que dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales, o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado, temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no merecía aplausos».

Para Marcela no ofrecía aquello novedad; todos los públicos le parecían el mismo; un enemigo, un juez, un verdugo; algo así como una especie de guardia civil que la perseguía a ella por el delito de no tener buena voz, y aturdirse y no acabar de dominar la escena. El agua, la humedad que le atravesaba los huesos, el cielo obscuro, bajo, ceniciento, eso sí le entristecía. Se sentía allí más extranjera —409→ que en las demás ciudades de su patria, que ella no tenía por patria. Como no se podía salir a paseo por los alrededores, lo cual solía ser su recreo único fuera del teatro, se aburría mortalmente un la posada. Cosía, recomponía la seda y los galones y las perlas falsas de su traje de Reina, hacía solitarios con una baraja sobada... y dormía mucho. Cantó una, dos, tres noches la Reina Margarita; por primera vez la citaron nominatim los gacetilleros severísimos; no tuvieron inconveniente en declarar que la señora Vitali había estado discreta en su modesto y simpático papel de Reina, escuchando merecidas pruebas de simpatía en el dúo del segundo acto... y nada más. Marcela volvió a su huelga oficial, a envolverse en el chal gris, y ocultarse en la sexta o séptima fila de butacas, en la sombra, las noches de ensayo, y en su palco tercero en las noches de función.

* * *

Estando allí, en el palco tercero de la extrema izquierda, asistió a un penosísimo espectáculo que le puso carne de gallina y le hizo aborrecer más que antes al monstruo, al público enemigo.

El tenor, el cómico de primera, acabó por ponerse malo de la garganta con la humedad, y por lo que abusaba de él la empresa. La gacetilla bramó; los abonados amenazaron con retirarse al monte Aventino (en el Círculo de recreo). Echando la —410→ cuenta por los dedos, aquellos dignos comerciantes demostraban que con el catarro pertinaz del tenor se les defraudaba en tantas pesetas con tantos céntimos. «Estas son puras matemáticas», decían ellos enseñando los dientes a la empresa.

La cual cogía el cielo con las manos, y no sabía qué hacer. Como llovido del cielo, que la empresa cogía, cayó en el pueblo, no se sabe de dónde, un tenor procedente de la capilla de cierta insigne catedral. Sabía más música que el otro; aprovechaba su poca, pero bien timbrada voz, con mayor maestría, y en fin, daba mucho más gusto oírle cantar a él que al tenorcito de las pretensiones y los escrúpulos. Declaró el recién venido que la partitura que mejor dominaba era el Fausto. Ropa no la tenía, pero sabía el papel, sin tropezar, de cabo a rabo. Se le arregló como se pudo la ropa, de otros Faustos mejores mozos, que había en el teatro, empolvada y con algunos zurcidos. Candonga, pues el nuevo tenor se llamaba Candonga, no se sabe por qué, pues ni era candonguero ni amigo de candonguear; Candonga se resistió a confirmarse en italiano y a llamarse Cantonghini, como le propuso la empresa. «¿Y Scherzo? llámese usted Scherzo, que es una especie de traducción de Candonga», le dijeron. Pero nada; él era dócil, pacato, mas en este punto no cedía. No quería renegar del apellido de su padre. Y como el apuro era grande, la empresa se sometió, y en —411→ carteles se decía: Fausto, señor Candonga.

Lo peor no era esto; sino que Candonga pisaba mal, apoyando primero con fuerza el calcañar; destrozaba en seguida los tacones, y parecía un animal raro con aquel modo de poner la planta. Además, tenía la costumbre de calarse demasiado el sombrero por atrás; y, para decirlo todo, no se sabe en qué consistía, pero encogía los brezos de tal manera, que todas las mangas le venían largas. La empresa no reparó en esto, ni el director de escena ni el de la orquesta se fijaron en que aquel hombre jamás había sido Fausto más que vestido de paisano, con grandes apariencias de seminarista.

Llegó la noche del debut de Candonga, y aquello fue el disloque, según decía un señorito de las butacas que había estudiado farmacia en Madrid. El público gozó mucho, porque se rio de Candonga toda la noche a mandíbula batiente; y cuando tocaban a cantar, el pobre tenor de capilla parecía un ángel bastante entendido en el arte. Por de pronto, cuando hubo que despojarle de la hopalanda del sabio, tirando por tramoya de una cuerda, le dejaron en mangas de camisa y con media barba. Se arregló aquello como se pudo; pero en la primera entrevista con Margarita, Fausto no hizo ver más que sus disposiciones para la carrera eclesiástica. En fin, un martirio. El pobre, que debía de necesitar mucho el sueldo, aguantaba: —412→ se reían de él, y él se sonreía y procuraba estar fino con Margarita la rubia, que estaba en ascuas junto a un seductor que parecía, por lo menos, subdiácono. Candonga se agarraba al canto como a un clavo ardiendo. Si le hubieran dejado cantar con las manos en los bolsillos, lo hubiese hecho mucho mejor, y mejor aún bajo tierra; pero, en fin, mientras cantaba, cesaba la risa, y hasta le aplaudían algo. Pero volvía a predominar la mímica, y el público, cruel, pagano, volvía al jaleo, a la bronca, se oían chistes que iban de palco a palco. Una orgía de humorismo provinciano a costa de un infeliz hambriento.

Margarita, la otra, la Reina, sentía desde allá arriba una lástima infinita. La voz de aquel señor Candonga, a quien no tenía el gusto de conocer, le llegaba al alma, le pedía compasión, consuelo; para ella todo lo que cantaba aquel Fausto venía a decir: «Vosotros los que pasáis por este camino del arte, por este calvario, decidme si hay dolor como mi dolor». Se le saltaban las lágrimas. Si hubiera tenido una bomba de dinamita, acaso la hubiera arrojado sobre aquellos señoritos de las butacas, que despellejaban a un hombre que sabía más música que todos ellos. Salió Marcela del teatro antes de la apoteosis, es decir, del consumatum est.

* * *

—413→
Feliciano Candonga y la Reina Margarita no tardaron en hacerse amigos. Se conocieron entre bastidores, en la obscuridad de un rincón, durante un ensayo de una ópera en que la señorita Vidal cantaba unas cuantas notas y Candonga absolutamente nada. Simpatizaron en seguida. Los atraía, cual un imán, la semejanza de su suerte. Feliciano, después de aquel Fausto famoso, no volvió a salir a las tablas; la empresa no se atrevía a despedirlo por si el otro tenor, que ya había sanado, volvía a inutilizarse; pero tampoco osaba la empresa desafiar la indignación del público con una segunda presentación del tenor de capilla. Se estaba a la expectativa; y en tanto se le entretenía el hambre al infeliz cantante con algunas piltrafas de sueldo. Por lo visto, él estaba muy mal de recursos, porque, a pesar de lo humillante de su situación, no se quejaba; sonreía a todos, fingía no darse por desairado y esperar turno para volver a salir a escena.

Marcela y Feliciano comprendieron que su situación de artistas medio licenciados era muy parecida. Este lazo los unió estrechamente. Además, se parecía su carácter. Los dos buscaban la obscuridad, eran modestos: dos resignados.

La Reina Margarita ocupaba su butaca en la fila siete, en lo obscuro, las noches de ensayo, y a poco allí se presentaba el tenor desahuciado. Hablaban en voz muy baja, a ratos, cuando el director —414→ de orquesta no exigía silencio absoluto. Otras veces oían la música con religiosa atención, contentos con oírla así, tan cerca uno de otro. Coincidían en sus opiniones acerca del mérito de las óperas y del mérito de los que a ellos les tenían de reemplazo. Coincidían en estar exentos de envidia. Y era un nuevo placer delicado, lleno de consuelo, aquel dúo de la caridad, de justicia, en que su ánimo estaba tan armonizado. Admiraban las mismas bellezas y perdonaban los mismos agravios.

De lo que más hablaban era de ellos mismos. Marcela, singularmente, encontró una delicia desconocida en contar a otra persona sus tristezas, la monotonía gris de su existencia. No era, en apariencia a lo menos, muy poética su conversación. Los catarros que martirizaban a la pobre cantante eran tema de la mayor parte de sus diálogos, al empezarlos por lo menos. Por acuerdo tácito, llegaron a tomar por costumbre el comunicarse lo que habían hecho y lo que habían padecido o gozado durante todo el día. Hablaban muy bajo, con cierta mística entonación que parecía concierto de amores, del frío, de la helada, de la humedad, de la poca ropa que daban en la posada para la cama, de otras nimiedades tristes de la vida ordinaria. Supo Candonga que Marcela se pasaba las horas muertas haciendo solitarios con una baraja sobada. Él le ofreció una nueva. Candonga, por su parte, —415→ jugaba mucho al dominó en un café de las afueras. De lo que no hablaban jamás era del arte con relación a las propias miras; parecía que para ellos no había porvenir, ni bueno ni malo. Candonga, alma sincera, creía firmemente que aquella muchacha tan simpática sabía poca música y cantaba muy medianamente. Hubiera partido con ella una peseta y un puchero de garbanzos, pero era incapaz de adularla, de engañarla. Marcela, que creía ver en Feliciano un músico aceptable, comprendía más cada día, que aquel hombre tan natural, tan bueno para en casa, nunca sería lo... farsante que se necesita ser para dominar las tablas. No; no veían porvenir, y no hablaban de él. Si Marcela insistía en tratar de asuntos teatrales, pero siempre refiriéndose a los demás, no era por gusto, sino porque no sabía nada de otras cosas.

Un día notó Candonga con asombro que Margarita, la Reina, no sabía a punto fijo quién era Martínez Campos. No sabía nada del mundo, que para ella todo era público, público hostil, juez implacable. Cuando se agotaba el tema de las vicisitudes de sus aburrimientos, fríos, catarros y demás tristezas cotidianas, Feliciano iba poco a poco renovando la conversación mediante referencias a otros horizontes de vida desconocidos para Marcela. El tema favorito llegó a ser la manera de ganarse el sustento sin contar para nada con el público del —416→ teatro. Había quien ganaba muchísimo más que ellos; v. gr., comprando harina, teniéndola en casa una temporada y vendiéndola después. Se compraba como ciento, se iba vendiendo uno a uno, y sin más, se ganaba por cada ciento... tanto; mucho. «¡Qué felicidad!» pensaba la Reina. Y la gente que entraba a comprar y a vender no tenía derecho a silbarle a uno; había trato o no; pero sin insultar a nadie: si el género no gustaba, no por eso los parroquianos se burlaban del comerciante. Y suspiraba la Vitali, pensando en aquel paraíso del tanto por ciento, pacífico, sedentario, escondido, serio, honrado, humilde.

Y de una en otra, Candonga llegó a confesarle su secreto. Que si él se veía como se veía era por haber sido tonto, vanidoso. Que ciertas adulaciones se le habían subido a la cabeza, y se había empeñado en ser artista, aunque fuera de iglesia; y por seguir esta vocación había abandonado a un tío suyo que le hubiera metido en un pueblo de la provincia de Palencia, en el comercio de harinas, con grandes probabilidades de hacer un negocio decente. La Reina Margarita, asombrada, aconsejó al tenor que escribiera al tío, que cantara... la palinodia. Y así lo hizo. Y cuando un mes más tarde la compañía levantaba sus tiendas y se iba con la música a otra parte, Feliciano, la última noche de función, en la obscuridad del antepalco, le hacía saber a la Reina Margarita que —417→ Fausto rompía su pacto con el diablo del arte, y se marchaba a Grijota, donde le esperaban los sacos fructíferos de su tío Romualdo. La Reina le dio la enhorabuena con voz trémula; y ya en toda la noche habló poco. Feliciano se creyó en el caso de acompañarla hasta la posada, cuando ella le dijo que se retiraba, porque no se sentía bien. Por la calle, obscura, húmeda, triste, no hablaron tampoco apenas. Al llegar al portal de la pobre vivienda donde tanto se había aburrido Marcela, se detuvieron, cortados los dos, mudos.

No sabían cómo despedirse...

-¿Y usted? -dijo por fin Fausto.

-¿Yo? Mañana en el tren de las siete sale la Reina Margarita, en tercera; ocho horas de viaje, y por la noche en Z... función... La Reina Margarita se presentará al respetable público... ¡y procurara no descomponer el conjunto!

Y entonces Fausto Candonga, que dejaba el teatro principalmente por no saber adorar a Margarita (la plebeya) como era debido, en la escena de la ventana; Fausto Candonga, como pudo, tartamudeando, ofreció a la Reina su blanca mano, y su blanca harina, y los sacos del tío Romualdo... y todo lo que él podía valer en Grijota. En fin, se declaró, metiéndose en harina; y la dicha de aquella luna de miel que ofrecía, se cifraba en la ganancia legítima, segura, lejos de las baterías del escenario, lejos del público, de las lentejuelas y de —418→ las imponentes figuras de los violoncelos y de la tiránica batuta del director de orquesta...

* * *

Algunos años después se celebraba en Grijota la proclamación del diputado provincial don Romualdo Candonga, y hubo gaudeamus, fuegos artificiales y su poquito de teatro. Y lo mejor de la función fue que, nada menos que el señor don Feliciano y su digna esposa doña Marcela Vidal, salieron al tablado que se levantó en el Ayuntamiento a cantar como ángeles, vestidos con trajes que ni los cómicos de la corte. Había que ver al rico mercader de harinas y a su señora la hacendosa doña Marcela, cada cual por su lado, y sucesivamente, hacer las delicias de sus convecinos, con unos gorgoritos y unos suspirillos cantados que daban gloria. Candonga pisaba de tacón, como siempre, y el traje de Fausto que le había hecho su mujer, lo vestía como lo hubiera vestido uno de aquellos quintales de harina de flor que tenía en su casa; pero cantar era un prodigio. Y cantaba solo, sin Margarita que le estorbase.

Y después salió la Reina Margarita con el traje de su propiedad, que había conservado. Y rayó a gran altura, sin que la eclipsara nadie.

Al día siguiente, los músicos del pueblo sostenían que era una lástima, que el feliz matrimonio —419→ no se lanzara de nuevo a la vida artística, pues tenía seguros los aplausos, las contratas, etc., etc.

-¡Qué horror! -se decían Marcela y Feliciano, mirándose y sonriéndose-... ¡Si todo el público fuera como el de Grijota! ¡Amigos y parientes! Y por si alguna chispa de tentación les quedaba en el alma, en el fondo, Candonga vistió con su traje de Fausto un armatoste de cañas que tenía en al huerta para espantar los gorriones.

Y cuando llegó domingo el gordo, el primer día de carnaval, llamó la atención de Grijota, en el baile de las Maritornes, una máscara que lucía un traje de seda, oro y pedrería... Era Sinforosa, la ilustre fregona de los Candonga, a quien su ama, doña Marcela, había disfrazado con el traje que un día fuera su única ilusión de artista, el traje de corte de la Reina Margarita
 
González Bribón
que dan lástima.

La Reina Margarita[/paste:font]
Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con —402→ gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.

Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío... mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; —403→ del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.

No recordaba cómo había entrado ella en el arte. Ello había empezado por ser una ilusión de su señora madre; un día había hecho falta buscar una niña que representara cierto papel; pareció ella; la aplaudió el público, y desde entonces quedó incorporada oficialmente a la compañía. En otra ocasión, un director de orquesta, algo maestro de canto y algo aficionado a la madre de la infeliz Marcela, nuestro personaje, descubrió que la niña tenía hermosa voz; lo creyeron el padre y la madre, nadie lo negó, y la chica aprendió música y empezó, cuando tuvo edad suficiente, a cantar papeles muy modestos en la compañía donde trabajaba su madre. Así había empezado aquello: era cantante porque nunca había sido otra cosa, ni nadie la había propuesto cambiar de oficio. Tenía apego al teatro, como se lo tienen a su tierra aun aquellos que viven en país triste, ingrato. Teníale el cariño tibio que engendra la costumbre. Pero no conservaba ninguna ilusión de artista, hasta casi había olvidado las que al principio de su opaca, triste carrera había tenido. El público la había desengañado poco a poco. Además, no era hermosa. Había tenido sus dieciocho años como cualquiera; pero ni laureles ni amores habían tejido para ella una corona de felicidad. Desengaños —404→ vulgares, sordos, en todo. En la compañía en que estaba ahora, había permanecido años y años por vínculos de amistad de sus padres difuntos con los directores de la empresa; y porque Marcela llenaba huecos, lo aguantaba todo, no tenía pretensiones, no hacía sombra a nadie y se contentaba con un sueldo inferior a su categoría de cartel. Nunca había trabajado más que en provincias. Los gacetilleros, mal vestidos y no siempre bien educados, que ejercían de Aristarcos del bel canto, la trataban ordinariamente con un desdén provinciano que hay que conocer para apreciarlo en toda su humillante amargura. La perdonaban la vida. Cuando más, decían que no había descompuesto el conjunto; pero lo más común era afirmar que la señorita Marcela Vitali (Vidal) había hecho laudables esfuerzos para dominar la emoción que visiblemente la embargaba. Sí, esto era verdad. Tenía un miedo cerval, invencible, al público; un miedo que no se le quitaba con los años. Sus protectores, los amos del cotarro, se fueron acostumbrando a tolerarla como una carga de caridad, si no de justicia. Por evitarla a ella disgustos y por no comprometer las obras más de lo que otros las comprometían, iban prescindiendo, más cada vez, de Marcela. Seguían pagándole un corto sueldo, y ella, que comprendía que apenas lo ganaba, callaba, humillada, triste, pero casi agradecida. En general, los demás cantantes ni la —405→ querían ni la odiaban; la miraban como un apéndice inofensivo de la compañía. Pero donde el egoísmo y la envidia nada tienen que aborrecer, la malicia burlona todavía tiene algo que decir, gracias a su horrible dilettantismo. No se sabe quién inventó para Marcela un apodo, que fue en adelante el nombre que tuvo para los de casa. Se la llamó la Reina Margarita.

* * *

Fue por esto. Cada día se le manifestaba el público a Marcela menos favorable en todas las óperas, por insignificante que su papel fuese; pero con una excepción. En cierta obra clásica, muy aplaudida en todas partes, la Vitali tenía a su cargo el personaje de una Reina Margarita, más o menos fantástica; una Reina que no gobernaba; lo más constitucional posible; porque, en todo y por todo dejaba pasar delante y eclipsarla a otra primera tiple, que sin ser duquesa tal vez siquiera, la obscurecía a ella, a la Reina, por completo; la comía la voz cuando cantaban a un tiempo, y le quitaba un amante que la Margarita amaba en secreto. Todo el mundo estaba allí menos la Reina, que en el tercer acto desaparecía, después de perdonar varias felonías a una porción de coristas, y no volvía a presentarse en escena. Era una majestad triste, modesta, apocada, que oía en pública audiencia una porción de arias, romanzas, dúos y —406→ tercetos; se pasaba media hora sentada en su trono, sin que nadie le hiciera caso, y cuando se permitía cantar, tres o cuatro veces en toda la ópera, lo hacía en melodías de dolorosa resignación, sin grandes gritos: y dejándose, al fin, dominar por voces más poderosas que, en un concertante, acababan de ahogar sus lamentos de elocuente, dulce monotonía.

No sabía ella por qué, Marcela se había enamorado de este papel; y el público, y el director, y los compañeros, le encontraban en él cierta gracia que otras veces no tenía. Hasta casi guapa salía Marcela Vidal en su Reina Margarita. Las únicas flores que había oído de soslayo a los abonados de los palcos proscenios de la platea, habíalas debido a su Reina Margarita. Para no cambiar nunca de aspecto, ya que había parecido bien en este papel, Marcela se hizo un traje para tal ópera, y en ella nunca usaba los de la empresa, sino el que le había costado su trabajo y su dinero. Algunas veces el público no sólo había encontrado simpática y discreta a la Vidal en este papel, sino que hasta la había gratificado con alguna palmada de propina al terminar cierto dúo con la tiple, la cual después la eclipsaba por completo. En el cuarto acto ya nadie, ni en la escena ni en la sala, se acordaba de la Reina Margarita; pero esto no quitaba que ella se fuese a su humilde posada, solita, más contenta o menos triste que de ordinario, no forjándose —407→ ilusiones (esta fragua la tenía ella apagada mucho tiempo hacía), pero con la satisfacción de haber ganado el pan que comía, por lo menos aquella noche.

Sin embargo, esta misma buena impresión llegó a gastarse, Marcela notó la ironía que sus compañeros indicaban con cierta malicia al llamarlaReina Margarita, aludiendo al relativo triunfo de la humilde cantante en este papel; y ella misma acabó por ver el lado cómico de su limitadísima especialidad. La empresa era la que tomaba con más seriedad la cosa; ya se sabía: en aquella ópera de recurso, el papel de Reina para Marcela; antes faltaba la luz de las baterías que así no fuera.

* * *

Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno. Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor, que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los palcos sin gente. No había afición a la música, no había más —408→ que dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales, o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado, temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no merecía aplausos».

Para Marcela no ofrecía aquello novedad; todos los públicos le parecían el mismo; un enemigo, un juez, un verdugo; algo así como una especie de guardia civil que la perseguía a ella por el delito de no tener buena voz, y aturdirse y no acabar de dominar la escena. El agua, la humedad que le atravesaba los huesos, el cielo obscuro, bajo, ceniciento, eso sí le entristecía. Se sentía allí más extranjera —409→ que en las demás ciudades de su patria, que ella no tenía por patria. Como no se podía salir a paseo por los alrededores, lo cual solía ser su recreo único fuera del teatro, se aburría mortalmente un la posada. Cosía, recomponía la seda y los galones y las perlas falsas de su traje de Reina, hacía solitarios con una baraja sobada... y dormía mucho. Cantó una, dos, tres noches la Reina Margarita; por primera vez la citaron nominatim los gacetilleros severísimos; no tuvieron inconveniente en declarar que la señora Vitali había estado discreta en su modesto y simpático papel de Reina, escuchando merecidas pruebas de simpatía en el dúo del segundo acto... y nada más. Marcela volvió a su huelga oficial, a envolverse en el chal gris, y ocultarse en la sexta o séptima fila de butacas, en la sombra, las noches de ensayo, y en su palco tercero en las noches de función.

* * *

Estando allí, en el palco tercero de la extrema izquierda, asistió a un penosísimo espectáculo que le puso carne de gallina y le hizo aborrecer más que antes al monstruo, al público enemigo.

El tenor, el cómico de primera, acabó por ponerse malo de la garganta con la humedad, y por lo que abusaba de él la empresa. La gacetilla bramó; los abonados amenazaron con retirarse al monte Aventino (en el Círculo de recreo). Echando la —410→ cuenta por los dedos, aquellos dignos comerciantes demostraban que con el catarro pertinaz del tenor se les defraudaba en tantas pesetas con tantos céntimos. «Estas son puras matemáticas», decían ellos enseñando los dientes a la empresa.

La cual cogía el cielo con las manos, y no sabía qué hacer. Como llovido del cielo, que la empresa cogía, cayó en el pueblo, no se sabe de dónde, un tenor procedente de la capilla de cierta insigne catedral. Sabía más música que el otro; aprovechaba su poca, pero bien timbrada voz, con mayor maestría, y en fin, daba mucho más gusto oírle cantar a él que al tenorcito de las pretensiones y los escrúpulos. Declaró el recién venido que la partitura que mejor dominaba era el Fausto. Ropa no la tenía, pero sabía el papel, sin tropezar, de cabo a rabo. Se le arregló como se pudo la ropa, de otros Faustos mejores mozos, que había en el teatro, empolvada y con algunos zurcidos. Candonga, pues el nuevo tenor se llamaba Candonga, no se sabe por qué, pues ni era candonguero ni amigo de candonguear; Candonga se resistió a confirmarse en italiano y a llamarse Cantonghini, como le propuso la empresa. «¿Y Scherzo? llámese usted Scherzo, que es una especie de traducción de Candonga», le dijeron. Pero nada; él era dócil, pacato, mas en este punto no cedía. No quería renegar del apellido de su padre. Y como el apuro era grande, la empresa se sometió, y en —411→ carteles se decía: Fausto, señor Candonga.

Lo peor no era esto; sino que Candonga pisaba mal, apoyando primero con fuerza el calcañar; destrozaba en seguida los tacones, y parecía un animal raro con aquel modo de poner la planta. Además, tenía la costumbre de calarse demasiado el sombrero por atrás; y, para decirlo todo, no se sabe en qué consistía, pero encogía los brezos de tal manera, que todas las mangas le venían largas. La empresa no reparó en esto, ni el director de escena ni el de la orquesta se fijaron en que aquel hombre jamás había sido Fausto más que vestido de paisano, con grandes apariencias de seminarista.

Llegó la noche del debut de Candonga, y aquello fue el disloque, según decía un señorito de las butacas que había estudiado farmacia en Madrid. El público gozó mucho, porque se rio de Candonga toda la noche a mandíbula batiente; y cuando tocaban a cantar, el pobre tenor de capilla parecía un ángel bastante entendido en el arte. Por de pronto, cuando hubo que despojarle de la hopalanda del sabio, tirando por tramoya de una cuerda, le dejaron en mangas de camisa y con media barba. Se arregló aquello como se pudo; pero en la primera entrevista con Margarita, Fausto no hizo ver más que sus disposiciones para la carrera eclesiástica. En fin, un martirio. El pobre, que debía de necesitar mucho el sueldo, aguantaba: —412→ se reían de él, y él se sonreía y procuraba estar fino con Margarita la rubia, que estaba en ascuas junto a un seductor que parecía, por lo menos, subdiácono. Candonga se agarraba al canto como a un clavo ardiendo. Si le hubieran dejado cantar con las manos en los bolsillos, lo hubiese hecho mucho mejor, y mejor aún bajo tierra; pero, en fin, mientras cantaba, cesaba la risa, y hasta le aplaudían algo. Pero volvía a predominar la mímica, y el público, cruel, pagano, volvía al jaleo, a la bronca, se oían chistes que iban de palco a palco. Una orgía de humorismo provinciano a costa de un infeliz hambriento.

Margarita, la otra, la Reina, sentía desde allá arriba una lástima infinita. La voz de aquel señor Candonga, a quien no tenía el gusto de conocer, le llegaba al alma, le pedía compasión, consuelo; para ella todo lo que cantaba aquel Fausto venía a decir: «Vosotros los que pasáis por este camino del arte, por este calvario, decidme si hay dolor como mi dolor». Se le saltaban las lágrimas. Si hubiera tenido una bomba de dinamita, acaso la hubiera arrojado sobre aquellos señoritos de las butacas, que despellejaban a un hombre que sabía más música que todos ellos. Salió Marcela del teatro antes de la apoteosis, es decir, del consumatum est.

* * *

—413→
Feliciano Candonga y la Reina Margarita no tardaron en hacerse amigos. Se conocieron entre bastidores, en la obscuridad de un rincón, durante un ensayo de una ópera en que la señorita Vidal cantaba unas cuantas notas y Candonga absolutamente nada. Simpatizaron en seguida. Los atraía, cual un imán, la semejanza de su suerte. Feliciano, después de aquel Fausto famoso, no volvió a salir a las tablas; la empresa no se atrevía a despedirlo por si el otro tenor, que ya había sanado, volvía a inutilizarse; pero tampoco osaba la empresa desafiar la indignación del público con una segunda presentación del tenor de capilla. Se estaba a la expectativa; y en tanto se le entretenía el hambre al infeliz cantante con algunas piltrafas de sueldo. Por lo visto, él estaba muy mal de recursos, porque, a pesar de lo humillante de su situación, no se quejaba; sonreía a todos, fingía no darse por desairado y esperar turno para volver a salir a escena.

Marcela y Feliciano comprendieron que su situación de artistas medio licenciados era muy parecida. Este lazo los unió estrechamente. Además, se parecía su carácter. Los dos buscaban la obscuridad, eran modestos: dos resignados.

La Reina Margarita ocupaba su butaca en la fila siete, en lo obscuro, las noches de ensayo, y a poco allí se presentaba el tenor desahuciado. Hablaban en voz muy baja, a ratos, cuando el director —414→ de orquesta no exigía silencio absoluto. Otras veces oían la música con religiosa atención, contentos con oírla así, tan cerca uno de otro. Coincidían en sus opiniones acerca del mérito de las óperas y del mérito de los que a ellos les tenían de reemplazo. Coincidían en estar exentos de envidia. Y era un nuevo placer delicado, lleno de consuelo, aquel dúo de la caridad, de justicia, en que su ánimo estaba tan armonizado. Admiraban las mismas bellezas y perdonaban los mismos agravios.

De lo que más hablaban era de ellos mismos. Marcela, singularmente, encontró una delicia desconocida en contar a otra persona sus tristezas, la monotonía gris de su existencia. No era, en apariencia a lo menos, muy poética su conversación. Los catarros que martirizaban a la pobre cantante eran tema de la mayor parte de sus diálogos, al empezarlos por lo menos. Por acuerdo tácito, llegaron a tomar por costumbre el comunicarse lo que habían hecho y lo que habían padecido o gozado durante todo el día. Hablaban muy bajo, con cierta mística entonación que parecía concierto de amores, del frío, de la helada, de la humedad, de la poca ropa que daban en la posada para la cama, de otras nimiedades tristes de la vida ordinaria. Supo Candonga que Marcela se pasaba las horas muertas haciendo solitarios con una baraja sobada. Él le ofreció una nueva. Candonga, por su parte, —415→ jugaba mucho al dominó en un café de las afueras. De lo que no hablaban jamás era del arte con relación a las propias miras; parecía que para ellos no había porvenir, ni bueno ni malo. Candonga, alma sincera, creía firmemente que aquella muchacha tan simpática sabía poca música y cantaba muy medianamente. Hubiera partido con ella una peseta y un puchero de garbanzos, pero era incapaz de adularla, de engañarla. Marcela, que creía ver en Feliciano un músico aceptable, comprendía más cada día, que aquel hombre tan natural, tan bueno para en casa, nunca sería lo... farsante que se necesita ser para dominar las tablas. No; no veían porvenir, y no hablaban de él. Si Marcela insistía en tratar de asuntos teatrales, pero siempre refiriéndose a los demás, no era por gusto, sino porque no sabía nada de otras cosas.

Un día notó Candonga con asombro que Margarita, la Reina, no sabía a punto fijo quién era Martínez Campos. No sabía nada del mundo, que para ella todo era público, público hostil, juez implacable. Cuando se agotaba el tema de las vicisitudes de sus aburrimientos, fríos, catarros y demás tristezas cotidianas, Feliciano iba poco a poco renovando la conversación mediante referencias a otros horizontes de vida desconocidos para Marcela. El tema favorito llegó a ser la manera de ganarse el sustento sin contar para nada con el público del —416→ teatro. Había quien ganaba muchísimo más que ellos; v. gr., comprando harina, teniéndola en casa una temporada y vendiéndola después. Se compraba como ciento, se iba vendiendo uno a uno, y sin más, se ganaba por cada ciento... tanto; mucho. «¡Qué felicidad!» pensaba la Reina. Y la gente que entraba a comprar y a vender no tenía derecho a silbarle a uno; había trato o no; pero sin insultar a nadie: si el género no gustaba, no por eso los parroquianos se burlaban del comerciante. Y suspiraba la Vitali, pensando en aquel paraíso del tanto por ciento, pacífico, sedentario, escondido, serio, honrado, humilde.

Y de una en otra, Candonga llegó a confesarle su secreto. Que si él se veía como se veía era por haber sido tonto, vanidoso. Que ciertas adulaciones se le habían subido a la cabeza, y se había empeñado en ser artista, aunque fuera de iglesia; y por seguir esta vocación había abandonado a un tío suyo que le hubiera metido en un pueblo de la provincia de Palencia, en el comercio de harinas, con grandes probabilidades de hacer un negocio decente. La Reina Margarita, asombrada, aconsejó al tenor que escribiera al tío, que cantara... la palinodia. Y así lo hizo. Y cuando un mes más tarde la compañía levantaba sus tiendas y se iba con la música a otra parte, Feliciano, la última noche de función, en la obscuridad del antepalco, le hacía saber a la Reina Margarita que —417→ Fausto rompía su pacto con el diablo del arte, y se marchaba a Grijota, donde le esperaban los sacos fructíferos de su tío Romualdo. La Reina le dio la enhorabuena con voz trémula; y ya en toda la noche habló poco. Feliciano se creyó en el caso de acompañarla hasta la posada, cuando ella le dijo que se retiraba, porque no se sentía bien. Por la calle, obscura, húmeda, triste, no hablaron tampoco apenas. Al llegar al portal de la pobre vivienda donde tanto se había aburrido Marcela, se detuvieron, cortados los dos, mudos.

No sabían cómo despedirse...

-¿Y usted? -dijo por fin Fausto.

-¿Yo? Mañana en el tren de las siete sale la Reina Margarita, en tercera; ocho horas de viaje, y por la noche en Z... función... La Reina Margarita se presentará al respetable público... ¡y procurara no descomponer el conjunto!

Y entonces Fausto Candonga, que dejaba el teatro principalmente por no saber adorar a Margarita (la plebeya) como era debido, en la escena de la ventana; Fausto Candonga, como pudo, tartamudeando, ofreció a la Reina su blanca mano, y su blanca harina, y los sacos del tío Romualdo... y todo lo que él podía valer en Grijota. En fin, se declaró, metiéndose en harina; y la dicha de aquella luna de miel que ofrecía, se cifraba en la ganancia legítima, segura, lejos de las baterías del escenario, lejos del público, de las lentejuelas y de —418→ las imponentes figuras de los violoncelos y de la tiránica batuta del director de orquesta...

* * *

Algunos años después se celebraba en Grijota la proclamación del diputado provincial don Romualdo Candonga, y hubo gaudeamus, fuegos artificiales y su poquito de teatro. Y lo mejor de la función fue que, nada menos que el señor don Feliciano y su digna esposa doña Marcela Vidal, salieron al tablado que se levantó en el Ayuntamiento a cantar como ángeles, vestidos con trajes que ni los cómicos de la corte. Había que ver al rico mercader de harinas y a su señora la hacendosa doña Marcela, cada cual por su lado, y sucesivamente, hacer las delicias de sus convecinos, con unos gorgoritos y unos suspirillos cantados que daban gloria. Candonga pisaba de tacón, como siempre, y el traje de Fausto que le había hecho su mujer, lo vestía como lo hubiera vestido uno de aquellos quintales de harina de flor que tenía en su casa; pero cantar era un prodigio. Y cantaba solo, sin Margarita que le estorbase.

Y después salió la Reina Margarita con el traje de su propiedad, que había conservado. Y rayó a gran altura, sin que la eclipsara nadie.

Al día siguiente, los músicos del pueblo sostenían que era una lástima, que el feliz matrimonio —419→ no se lanzara de nuevo a la vida artística, pues tenía seguros los aplausos, las contratas, etc., etc.

-¡Qué horror! -se decían Marcela y Feliciano, mirándose y sonriéndose-... ¡Si todo el público fuera como el de Grijota! ¡Amigos y parientes! Y por si alguna chispa de tentación les quedaba en el alma, en el fondo, Candonga vistió con su traje de Fausto un armatoste de cañas que tenía en al huerta para espantar los gorriones.

Y cuando llegó domingo el gordo, el primer día de carnaval, llamó la atención de Grijota, en el baile de las Maritornes, una máscara que lucía un traje de seda, oro y pedrería... Era Sinforosa, la ilustre fregona de los Candonga, a quien su ama, doña Marcela, había disfrazado con el traje que un día fuera su única ilusión de artista, el traje de corte de la Reina Margarita.
 
El cura de vericueto

Primera parte


- I -


«El cura del lugar de Vericueto,
»como nunca da nada... de barato,
»dicen que tiene gato
»de viejas peluconas bien repleto...»



Así empezaba el pequeño poema burlesco, parodia campoamoriana, que estaba escribiendo mi amiguito Higadillos, paisano de Campoamor, estudiante de medicina y colaborador de tres o cuatro periódicos con momos y sin religión positiva.

Higadillos era un badulaque, por supuesto, que se creía un sabio positivo y positivista a los veinte años, porque había leído a Spencer traducido, y leía el Gil Blas, periódico de parís, y la Revue des Revues; además había estado en París una —2→ temporada, y con esto y no pagar a la patrona, aunque se hundiera el mundo, se consideraba más esprit fort que un roble, y de vuelta, como decía él, de todas las neurosis místicas y evangelizantes, de que se reía con delicia. Le parecía a él que después de tantas diabluras como se discurrían para buscar nuevos idealismos, después de las misas sacrílegas y otras barbaridades por el estilo, el género nuevo más original, más oportuno, era... volver simplemente, decía, al kulturkampf, al volterianismo y al realismo por**gráfico y escéptico. ¡Guerra al clero! Esta era la sencilla novedad que se la ocurría.

¡Yo soy un primitivo! gritaba, dando a ese adjetivo un sarcástico sentido, con que, por antífrasis además, significaba todo lo contrario de lo que querían decir los pintores al llamar primitivos a los cristianos artistas del misticismo italiano de la Edad Media. Era un primitivo porque suponía la sencillez, la sinceridad y la naturalidad en el sensualismo y en la impiedad, en la ligereza filosófica del siglo XVIII.

-Señores -exclamaba Higadillos en el café- es un prurito enfermizo el andar buscando constantemente novedades metafísicas, éticas y estéticas; supone esa variación constante, además de la inhibición malsana de las facultades mentales que deben ejercer la hegemonía, supone falta de gusto, falta de juicio serio, personal, firme. La —3→ verdad no está en la novedad, no está en el cambio; está en algo histórico, en uno de los momentos que ya vivió el pensamiento humano: el quid, la gracia del talento, está en averiguar cuál de esos momentos, sin ser de moda, es el que está en lo cierto. Pues bien, yo lo he averiguado, lo cierto es Lucrecio en un sentido, Rousseau en otro, Voltaire en otro, Spencer en otro, Zola en otro y... El Motín en otro. Materialismo, o mejor, sensualismo, determinismo, hedonismo, naturalismo, individualismo, escepticismo ético, este es la fija. El caso es ahondar ahí, no buscar nuevas tierras. El mundo ya está descubierto; ahora a descubrir minas.

Una tarde, hablándome de estas sus filosofías, Higadillos me preguntó:

-Tú que eres de allá, ¿no conoces al cura de Vericueto? Pues es divino; todo un documento, como ahora se volverá a decir. Voy a hacer con élun poema que sea la antítesis del cura de Pilar de la Horadada. Ya tengo tres o cuatro números romanos en que imito las muletillas indeclinablesde don Ramón. Oye el principio...

Y empezó a leer lo que ustedes han visto.

Excuso decir que yo dejé de atender al quinto o al sexto verso; pero lo que después, en prosa, me dijo Higadillos acerca del cura de Vericueto, me llamó la atención bastante; y me propuse, en volviendo a la tierra, conocer la original personaje de —4→ quien se burlaba el famoso mozalbete de repugnante impiedad superficial y bachillera
 
Yo tengo mi casa de campo en la marina, donde los montes alzan poco la cresta y parecen las olas suaves y nada altaneras que se deshacen sobre la playa en ondas graciosas, tenues, cada vez más tenues, hasta ser un cordón de encaje que entre el sol y la arena disipan de una sola chupadura. Las montañas, como olas de la tierra que van al encuentro de las olas del agua, son, en el alta mar de los puertos, gigantes que meten la cabeza cana, como de rizada espuma, por las nubes plomizas; pero según se van acercando a la costa, se van achicando, achicando, hasta ser colinas, cubiertas de verdores, hasta la cima, y luego suaves lomas que llegan a confundirse con las dunas, donde las montañas del Océano también se desvanecen.

Desde un altozano, donde tengo una huerta, u en medio de ella un modesto belvedere, suelo yo contemplar en la lejanía del horizonte, medio borrados por la niebla, los picos y las crestas de las sierras y cordales, que son la espina dorsal del Pirineo —5→ por esta parte cantábrica. Cuando el cielo está muy despejado por todos los puntos cardinales, se ve desde mi huerta los Picos de Europa, que parecen girones de nubes que a veces dora el sol, para mí ya ausente.

Pues una tarde, recreándome con la vaga poesía romántica de tales contemplaciones, este verano, me vino a la memoria de repente la imagen, a mi modo fabricada, del cura aquel de la montaña que Higadillos me había pintado en Madrid como un Harpagón de misa y olla. Por aquella tarde del horizonte, en uno de aquellos repliegues de piedra blanquecina que se destaca sobre las laderas de hayas, pinos, robles y castaños, vivía y tenía su parroquia el pobre sacerdote que yo deseaba conocer. En una de las estribaciones del Cordal de Suaveces estaba Vericueto, el lugar que daba nombre a la parroquia de mi señor cura.

Pensar en él y reanimarse el deseo de visitarle fue en mí todo uno; y como Higadillos vivía por allí cerca, y me había invitado repetidas veces con franca hospitalidad, y como pago de no pocos socorros con que mi flaca bolsa le había sacado de varios apuros, sin vacilar, decidí el viaje; y al día siguiente el tren me llevó cerca de aquellas sierras; u desde cierta estación, un mal caballo me sirvió para andar lo peor del camino, que fue el subir por cañadas peligrosas las primeras cuestas del Cordal de Suaveces; hasta dar con mis huesos —6→ molidos en la parroquia de Antuña, donde Higadillos me recibió con los brazos abiertos, pues era tan alegre y expansivo camarada, como superficial pensador y profundo mentecato.

Cuando le recordé su promesa de llevarme a casa del cura de Vericueto, y le declaré que esta visita era el móvil principal de mi viaje, se turbó un poco; así, cual algo contrariado; pero pronto se repuso, y, por lo menos, fingió celebrar mucho mi buena memoria y excelente propósito.

Y al día siguiente, muy de mañana, a pie, emprendimos la marcha, que fue toda cuesta arriba, pues era Vericueto lugar muy bien pintado por su nombre; porque, si os queréis figurar una montaña, muy puntiaguda, como una gran torre, podéis decir que Vericueto ocupaba el campanario.
 
Vericueto es una bandada de chozas pardas y algunas casuchas blancas esparcidas por la ladera aquella de Suaveces; parece que van al asalto de la cumbre, berrueco inmenso que amenaza desplomarse sobre la diseminada tropa y aplastar todas las viviendas que encuentre en su caída; a la cabeza del asalto, es decir, en lo más empinado del lugarejo, se ve un grupo de aquellas chozas, —7→ de las más humildes, de las más viejas, rodeando la iglesia parroquial, mezquina fábrica, una mala capilla cuadrada, fea, prosaica, que hacen bien en ocultar casi por completo los corpulentos robles que la rodean, con hojarasca siempre gárrula y temblona, a poco, casi nada que sople la brisa. Si la iglesia estuviera blanqueada, como el obispo mandó muchas veces, la nieve de sus paredes brillaría entre las ramas verdes con hernioso contraste; pero no hay tal contraste, porque el cura aborrece los sepulcros -y la iglesia- blanqueados por fuera, y no quiere dar ganancias a los borrachos de los albañiles, blasfemos, quimeristas, jugadores... y volterianos, probablemente, aunque es claro que sin saberlo. Sin contar con que la mano de obra cuesta un sentido. Además, ¿qué se diría si el cura gastase dinero de la fábrica en pompas y vanidades, mientras no puede emplear un céntimo en lo otro, en lo del pique?

¿Qué es lo del pique? Ya se verá luego.

Más alta que la iglesia, más alta que todas las chozas del grupo, está la casa del señor cura, que para dar ejemplo de humildad y de protesta contra la hipocresía, tampoco está blanqueada por fuera... ni por dentro; y se está cayendo a pedazos y deja que yedra y más yedra trepe por los costados y amenace comérsela y enterrarla.

Si alguien le dice al párroco, y hace ya mucho tiempo que nadie le dice nada que se refiera al —8→ presupuesto de gastos, -Señor cura, ¿por qué no reteja usted la rectoral?

-En un pesebre -contesta el cura- nació Nuestro Señor; en un portal, o tal vez en una cueva, pero de seguro a teja vana.

-Pero, señor, que las paredes se están haciendo polvo...

-Quia pulvis es... Nosotros y las paredes de la rectoral somos de barro, y en cuanto hay sequía, naturalmente, volvemos al polvo.

Además, ¿había de gastar dinero en tejas y adornos de confitería para poner la rectoral como un castillo de terrones y bizcocho, mientras no se gasta un ochavo, a pesar del peligro inminente que amenaza a todos, en lo del pique?

Y sobre todo, concluía el cura; Fiat just et ruat caelum. -Cúmplase la ley, y húndase el cielo, y con él la rectoral-. Y la ley es: «que tu mano izquierda no gaste lo que gane la derecha».

Pero repito que todas estas conversaciones ya estaban en desuso. Años hacía que nadie se acordaba de molestar al cura de Vericueto aconsejándole gastos que no había de hacer.

La única vez que el obispo llegó en su visita cerca de Vericueto, se abstuvo de subir a la iglesia porque estaba muy arriba, y porque lo del pique, que el cura le exageró, a propósito, para que no subiera, le dio un poco de asco y le hizo pensar: «No vaya a llegar el obispo en el momento en —9→ la cosa suceda... ya que ha de suceder». Y no subió a Vericueto.

Pero ya es hora de que subamos nosotros, sin miedo a lo del pique; que por ahora no sabemos lo que es.

Jadeante, dignos de que nos enjugara el rostro la Verónica, con la americana al hombro, llegamos Higadillos y yo al atrio de la iglesiuca; asomamos las narices por unos agujeros de la puerta principal, que dejaba ver el interior del templo, mezquino, adornado más de grietas y telarañas que de retablos e imágenes... Pero allí corría un vientecillo más fresco, y el miedo a la pulmonía nos hizo continuar la marcha, hasta dar en la quintana de la rectoral misma; y sin pararnos a saludar a las gallinas y al perro, que nos recibió gruñendo, entramos en lo que debiera ser portal y era ya la cocina. O no había chimenea para el hogar, o el funcionaba bien; ello era que le humo llenaba la estancia, y después de muchas idas y venidas salía por el tejado, metiéndose por donde podía.

La casa tenía planta baja y un piso; pero la parte de este, que estaba sobre la cocina hacía muchos años que se había deshecho, podrida la madera; se había inutilizado y a trechos se veía desde abajo el desván. El humo salía por allí a sus anchas; en la cocina no encontramos alma humana, pero sí de cerda, pues, gruñendo también, —10→ nos salieron al encuentro dos de la piara de Epicuro, como diría el párroco; pero no dos volterianos, sino dos de Teberga, con la oreja larga, dos que prometían para un próximo porvenir excelentes jamones, dignos de la fama de su pueblo.

Al sentir que no cejábamos, los señores de la Cerda se acobardaron y corrieron hacia las habitaciones interiores, sirviéndonos, sin pensarlo, de guías, y anunciando nuestra presencia.

-¿Quién anda ahí? -gritó una voz áspera y perezosa allá dentro.

-Gente de paz -contestó Higadillos disfrazando la suya.

-¡Ramona! ¿No está ahí Ramona? ¿Qué pasa? ¿quién va?

-¡Somos los hombres... del porvenir!... -cantó mi amigo con música de La Marsellesa.

-¡Ah, vaya! Adelante... el Gran Oriente.

Pisando despacio, con cierto recelo o respeto, no sé por qué, entramos en una sala estrecha, cuyo pavimento no se sabía de qué era, pues lo cubría capa empedernida de secular suciedad, aluvión de la desidia amasada con polvo, restos de todos los despojos e inmundicias. En la sala no había nadie más que los futuros Ifigenios del mondongo, que al creerse acosados, parecían dispuestos a una defensa digna del más refractario jabalí.

Higadillos y el que suscribe tuvimos miedo.

—11→
Pero la voz, que sonaba en una alcoba del fondo, rugió de esta suerte:

-¡Chin! ¡chin! ¡fuera, chin! ¡Ramona, torna los gochos!

No se presentó aquella mitológica Ramona a tornar a los señores de la Cerda; pero ellos, a los gritos del amo (tal vez porque se llamaban chinlos dos, siendo tocayos), huyeron por la puerta que dejamos franca con mil amores. La sala era, por lo visto, comedor y biblioteca y... bodega. A un lado había una mesa de castaño, de grandes alas dobladas; cerca de ella anqueles de pino con platos y otros enseres de rudimentario menaje culinario; enfrente, en un estante, en forma de tríptico, tosco y sucio y viejo, algunas docenas de libros mezclados con botellas, unas lacradas y otras vacías. La leyenda de oro estaba custodiada por dos ejemplares de sidra de Cima embotellada; y en cuanto a Perrone parecía que le llevaban preso dos corpulentas, y muy galoneadas de oro y rojo, botellas de cognac, de cuello de cigüeña.

-¿Se puede, señor de la tribu de Levi?

-Ya he dicho que pase el Gran Oriente.

-Es que no vengo solo.

-Pues adelante con los faroles... de toda la masonería militante...

Higadillos levantó una cortina de percal verde, y yo, sin pasar del umbral, desde la puerta de la alcoba, que tenía luz propia, la de una gran ventana —12→ a Oriente, vi en una cama de nogal, ancha y recia, bajo una colcha de punto, blanca y limpia, un busto de clerigón, una camisa de buen hilo, de señor, fina y reluciente, pero sin tirilla, como si hubiera reventado por arriba para dejar libre la salida del cuello de atleta, fuerte, sonrosado, de músculos fornidos; digno fuste de una cabeza que me recordó en seguida algunos de los grabados con que Doré ilustró los Cuentos droláticos de Balzac.

La impresión general que producía aquel rostro despertaba la imagen del tronco de una añosa encina... con verrugas. Era una gran masa de carne surcada por arrugas expresivas, regueros por donde corría la malicia que tenía sus manantiales en los ojos pequeños, agudos, picarescos, llenos de chispas que saltaban con las palabras. La cara del cura de Vericueto no era un cliché de la fisonomía del avaro, era un misterio complicado en que no había de seguro más que la malicia, la astucia... y un no se sabía qué de bondad, de honradez latente arraigada en el espíritu. Recordaba una de esas grandes sátiras con que la Edad Media supo zaherir al clero sin lastimar a la Iglesia
 
Don Tomás Celorio, a quien todos los curas del arciprestazgo llamaban familiarmente «Vericueto» —13→ por el nombre de su parroquia, llevaba de párroco propietario veinte años, y hacía dos que no se movía de la cama.

Poco a poco le habían ido acorralando los achaques, y cuando ya no pudo defenderse y tuvo que rendirse al peso de su corpachón y de los cánones, que exigieron otro clérigo en la parroquia, admitió el auxilio a regañadientes, tomó al coadjutor como a enemigo solapado de los intereses propios, y no le cedió un ochavo de cuantos derechos le pertenecían, habiendo de atenerse el intruso, que en rigor lo hacía todo, al mezquino sueldo de su Cargo Secundario.

Celorio mandaba y disponía desde la cama cual un Caudillo que, rendido por las heridas en tierra, sigue dirigiendo una batalla. El cura seguía siendo él; nada de economato; un coadjutor como otro cualquiera; no consentía Celorio, ni al obispo en persona, que se le tratara como un trasto inútil. «Yo soy ahora un párroco inmueble, gritaba, pero párroco en funciones; mi iglesia es mía». Y como no podía ir al templo, ejercía la cura de almas desde su lecho como Dios le daba a entender. Su gran afán era no perder un cuarto de cuantos la ley católica le concedía como cura propio de Vericueto. No bautizaba, ni llevaba al Señor a los enfermos, ni casaba ni enterraba a nadie, pero cobraba todo lo que hacía a la caso, y para cumplir con las apariencias, de tarde en tarde, reunía en —14→ torno de su lecho a las beatas y a los santurrones de la parroquia, y les enderezaba una plática breve, con voz gangosa y enérgica entonación, predicando siempre en favor de la caridad y el desprecio de los bienes efímeros de este mundo.

También seguía siendo desde la cama padre espiritual de algunas privilegiadas criaturas, viejas místicas que acudían a la cabecera del lecho de nogal convertido en confesonario, y allí, de rodillas junto a la mesilla de noche, declaraban sus culpas, que Celorio oía rascándose el cogote. Lo más gracioso era que no pareciéndole decente escuchar los pecados ajenos, y atar y desatar en mangas de camisa, como un mozo de cordel, reconocía la necesidad de revestirse de ciertas ropas que, sin hacerle salir del lecho, dejarán ver en él al sacerdote. No le servía la sotana, que era demasiado larga... y además porque estaba hecha pedazos. La única que tenía le había durado veinte años, y estaba or todas partes agujereada, inservible; y como en la cama no la necesitaba, había discurrido no comprar otra; siendo, en su opinión, esta una de sus economías más razonables. Pero, gracias a Dios, Ramona, el ama de Celorio, vestía de por vida el hábito de los Dolores, u el cura dio en la peregrina invención de meterse por la cabeza una falda negra, de alpaca, propiedad de Ramona, que la lucía los domingos. Con aquella falda sobre la camisa —15→ absolvía Celorio a las hijas de confesión que acudían al pie de su lecho en busca de la gracia.

Lo mismo que la cura de almas y consiguientes derechos de estola y pie de altar, dirigía y cobraba a don Tomás, sin salir de la cama, sus negocios y ganancias temporales: pues dijeran lo que quisiesen allá en palacio, era el párroco de Vericueto tratante en una porción de artículos de consumo, y ejercía en el mercado de la próxima villa de Suaveces una especie de hegemonía económica, que no era monopolio, pero sí supremacía lucrativa. Con gran descaro, y sin miedo a denuncias, Celorio ganaba honradamente, pero con olvido de las leyes eclesiásticas, muy buenos réditos de un capital esparcido en multitud de pequeñas industrias y comercios, tales como la cría de cerdos, las vacas en comuña o aparcería, venta de legumbres, frutas, gallinas y hasta pañuelos de seda en una tienda del aire, o sea puesto ambulante, de baratijas, en que, junto a los colorines de la seda indiana, brillaban las piedras falsas de la joyería, pendientes y collares mezclados y confundidos con rosarios, escapularios, cintas tocadas al Santísimo Cristo de Cueto, y medallas procedentes de Roma y bendecidas por el Papa.

Si a todos estos anzuelos del industrioso párroco acudían los ochavos que con tanto sudor ganaban los aldeanos del contorno, debíase, no a malas artes, ni menos a imposiciones hierocráticas, sino —16→ a la lealtad y honradez de las transacciones, a la baratura de los productos, a la parsimonia con que Celorio procuraba cierta ganancia en cada trato, en cada venta, siendo su afán, no el lucro excesivo, fabuloso, en cada caso, sino la muchedumbre de negocios. Su lema era no consentir cohecho ni perdonar derecho; todo lo suyo para él, pero nada más que lo suyo.

«El ojo del amo engorda el caballo», era otra máxima popular que le sirvió de guía y norte mientras pudo andar por su pie. Aunque es claro que, descaradamente, él no se ponía en el mercado detrás del mostrador (un banco portátil) de su tienda a vender arracadas y cintas del Cristo, rondaba por allí cerca: iba, además, de un puesto a otro; de las berzas, repollos y remolachas a la cesta de fruta, y hasta se le veía en el mercado de cerdos, saltar entre los menudos lechoncillos con la sotana un poco levantada, como al descuido, pero muy atento, las transacciones que le importaban harto más que el encargado de la venta. A veces olvidaba todo disimulo, y cuando sus intereses estaban amenazados por exigencias excesivas del comprador, el cura, con toda su actividad y pericia, terciaba en el trato; y hasta llegaba a declararse propietario de la cosa en la venta cuando se ponía en duda el mérito de los productos. Solía esto suceder tratándose de lechugas, tomates y pimientos, que eran el orgullo del —17→ buen párroco, hortelano de vocación. Sabía él que declarar la procedencia de aquellos frutos era tanto como hacer su apología, pues la huerta del cura de Vericueto tenía fama muchas leguas a la redonda.
 
En ocasiones, cuando todos eran de casa, es decir, no había en el mercado gente forastera, Celorio se despojaba de todo disimulo y se sentaba sobre una cesta volcada, entre sus repollos y berzas; y mientras se comía una cebolla que iba remojando en agua, pesaba y repesaba, cobraba la calderilla y entregaba al comprador los cogollos rozagantes, orgullo y amor del buen Columela tonsurado.

Que de estos y otros parecidos excesos llegaban soplos al obispo, ya lo sabía él; pero también le enseñaba la experiencia que el obispo hacía oídos de mercader, porque profesaba a Celorio un cariño cogido allá en la adolescencia, en el seminario, a la edad en que las amistades se injertanpara no separarse en la vida.

Siempre le había repugnado la idea de que el lícito comercio estuviera vedado a los clérigos. Parecíale esta prohibición especie de estigma que para siempre deshonraba la industria más universal y necesaria. «Mientras tenga la Iglesia por cosa mala para sus sacerdotes el cambio leal y justo de sus mercancías por dinero, los mercaderes se creerán autorizados para ser algo ladrones. —18→ Si el comercio estuviera sólo en manos de quien recibe al Señor en su cuerpo todas las mañanas, y lo recibe dignamente, mejor andarían los negocios; iría el crédito como una seda, se evitarían pleitos, gastos, policía, cien y cien trabas, obra muerta, muy cara y embarazosa, de la vida económica. Quédese para los paganos tener el mismo dios para el robo y para el comercio. Si Jesucristo arrojó del templo a los mercaderes fue por vender en el templo; pero al mandarnos pagar el tributo, que es el precio de la paz y el orden que debemos al Estado, bien nos dijo el Señor que en comprar y vender no hay pecado.

Más aún que tales teorías, la irresistible necesidad del lucro legítimo mantenía a Celorio en aquella situación algo irregular de pastor que convertía a su rebaño en consumidores de sus productos; de párroco que convertía a sus feligreses en parroquianos.

Pero no bastaba ganar, era necesario ahorrar, gastar lo menos posible. Celorio vivía como un cenobita, no por penitencia, no por mortificar la carne, que de todos modos en él prosperaba, gracias al buen natural y a la vida morigerada e higiénica; vivía con muy poco por guardar mucho; y a tanto llegó en él este espíritu de economía, que le sacrificó hasta el instinto de conservación, como lo demostró en el asunto que se llamaba del pique, el cual vamos a ver, por fin, en qué consistía
 
En lo más alto de aquella montaña, camino de cuya cumbre, y no muy lejos, estaba la iglesia y rectoral de Vericueto, mas otras muchas casas y chozas de la parroquia, había, según ya se ha dicho, un enorme berrueco, o sea peñón ingente que, no sé si se dijo también, amenazaba desplomarse sobre aquellas frágiles moradas y hacerlas polvo. Esto de la amenaza no es retórica, sino la pura verdad; porque, según pude ver por mis ojos aquel día que visité al cura Celorio, la tal peña, grandísima y formidable, estaba como por milagro sostenida en la altura, y el instinto de las leyes del equilibrio que a nuestro modo, y por observación, tenemos todos, le decía a cualquiera que la mole granítica o lo que fuese (granítica no sería, pero ya pesaba sus miles de quintales) no debía de poder mantenerse mucho tiempo, si caigo o no caigo, y tenía que caer por fuerza el día menos pensado. Poco a poco ya se había venido inclinando, y si había grandes tormentas, cuando las aguas arañando la tierra rodaban con gran fragor de lo más pino y eminente, la fiera de la altura se sacudía un poco, rompiendo algunos eslabones de la cadena que la sujetaba todavía; ello era, sin metáforas, —20→ que el agua y el viento trabajaban como en una mina, en el asiento secular de aquella mole, y cada vez era mayor el peligro de que le faltase punto de apoyo y se dejara caer al valle rodando, de seguro, pues no había otro en camino, sobre la rectoral de Vericueto, su iglesia y el lugarejo que las rodeaba. Y si el berrueco se desplomaba no podía quedar piedra sobre piedra, ni bicho viviente en todos aquellos edificios que tenían existencia tan precaria con amenaza tan fiera.

que con cuerda, con débiles cuerdas, puntales, ramaje entrelazado, especies de trincheras y otras fábricas no más seguras, los vecinos de Vericueto habían puesto como dique al diluvio de piedra que los amenazaba; y tenían como obligación inmemorial el renovar de tarde en tarde la complicada máquina de su pobre defensa.

cuestión de partido, de cacique contra cacique, de elecciones; y unos por otros la casa por barrer: el Ayuntamiento que el cura, el cura que el Ayuntamiento o Poncio Pilatos; el berrueco siempre tan tieso, es decir, tan torcido, y si caigo no caigo.

Y esto era lo del pique. Por si has de pagar tú —25→ o he de pagar yo, nadie se acordaba de conjurar el peligro, que podía ser en daño de muchos; y los más interesados en la obra proyectada eran los más tercos. Estaban dispuestos a morir como héroes antes que soltar un cuarto al efecto de lo que el alcalde pedía.

Y así pasaron años, y el cura Celorio cayó en cama; de modo que para su persona el peligro aumentaba. Vino el alcalde a verle para hacerle la forzosa; le dijo que reparase en el peligro que corría; que ahora no podía valerse ni echar a correr; más es, recordando una frase que le había apuntado el médico, exclamó:

-Mire, señor cura, que con tener el peñón como lo tiene constantemente, amenazándole encima de su cabeza, está usted como si estuviera bajo la espada de Demócrito.

-Bueno -repuso el cura-; pues dele expresiones a Demócrito, señor alcalde, que yo no aflojo la bolsa ni por Demócrito riendo, ni por Heráclito llorando, cuanto más por ese Damocles como otros le llaman.

Y en esta situación estaban Celorio y lo del pique, cuando yo acompañado de Higadillos, fui a conocer y tratar a D. Tomás Celorio, cura de Vericueto.



—26→
- VI -

No saqué de aquella, y otras visitas, la impresión y el juicio que Higadillos pensaba; encontraba, lo mismo en los ojos que en la sonrisa, que en las palabras de Celorio, un fondo de delicadeza así como vergonzante, que no se compadecía con las cualidades del tipo, groseramente epicurista, avaro, carnal y cazurro que Higadillos pintaba en su poema y en su conversación.

Lo que yo vi, por lo pronto, en nuestras prácticas con Celorio, es que este se burlaba lindamente, pero sin saña, de la ciencia valetudinaria de mi huésped y amigo, el cual, en materias filosóficas y de teología, así dogmática como histórica, estaba muy poco fuerte.

Higadillos, por ejemplo, opinaba que los católicos tenían obligación de creer que Cristo estaba en el cielo sentado a la diestra de Dios Padre; y era de ver cómo Celorio, oyendo esto, sacudía la cama de nogal con las carcajadas, y hasta un poco de tos, que el donoso disparate le producía.

-Pero, ciruelo -exclamaba en dejando de toser-, ¿cómo ha de ser literal eso de la diestra de Dios, si Dios, como no es cuerpo, no tiene derecha ni izquierda?

—27→
-Pues es de fe -gritaba Higadillos.

-Lo que es de fe, yo a lo menos lo creo como si lo viera, es que sabe usted tanto de teología como yo de herrar moscas.

Era Celorio hombre de cierta instrucción, aunque de pocas noticias precisas, por tener sus principales estudios fecha muy remota.

Noté que a veces, si Higadillos no le miraba, guiñaba un ojo, sacaba la lengua, y vine a comprender que la preparaba una gran broma.





—28→
 
Segunda parte

- I -

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo, Tomás Celorio, cura párroco de Vericueto, quiero que valga como testamento mío, en que dejo declarada mi última voluntad, este que firmo y redacto por mi propia mano en esta forma tan diferente de las usadas para tales casos, pero no menos válida si hay justicia en la tierra. -No dejo el cuerpo a los gusanos, que ya ellos se lo tomarán sin mi permiso, como cosa muy suya que es; ni dejo el alma a Dios, que fuera dejarle lo que nunca fue mío y siempre de Su Divina Majestad, como Él probará con mandarla adonde a su Justicia convenga. Lo único mío es este montón de papeles, entre los cuales se encontrará este mi testamento, junto todo ello en un arca, si antes algún ladrón, engañado por la fama falsa de rico de que me ha cargado la malicia, no entra en él —29→ escondite del supuesto tesoro que guardo bajo la cama, y con la ira del desencanto destruye todos esos documentos para él inútiles, y que para mí representan el descanso de mi vejez, la paz de mi conciencia, y el rescate de mi pundonor ultrajado. Pues esto de que dispongo, y que ha de ser todo lo mío, si se liquida bien mi herencia, y se compara justamente el debe y el haber que dejo a la hora de mi muerte, quiero que sea de la propiedad de D. Gil Higadillos y Fernández, filósofo y maldiciente de profesión, mi buen amigo a pesar de todo, y que ha de tener un buen sentir antes de verse en el trance por que yo habré pasado cuando esto se lea, y morirá en el seno de mi Santa Madre la Iglesia, según a Dios le pido en mis frecuentes oraciones.

Es asimismo voluntad mía que ese montón de papeles bien doblados no sea registrado sino después de que este mi testamento sea leído por las personas a quien dé el encargo de que apenas yo cierre el ojo abran el arca, que tengo debajo de mi cama y se enteren, ante todo, del contenido del primer documento que encuentren, que será este, si la ajena codicia no me revolvió los papeles.

Ya tengo dicho, y así espero que se cumpla, que esta lectura ha de hacerse en alta y clara voz por el mismo Higadillos, mi heredero, si como espero está presente al acto, y creo que estará, pues su gran curiosidad, su poco de codicia y algo de —30→ piedad, le obligarán a satisfacer este deseo mío, que tantas veces le tengo manifestado. Si Higadillos no estuviere presente, leerá mi coadjutor, y a falta de este la persona de más respeto entre los presentes; y no creo que a esto se falte, pues muchas veces se lo tengo pedido a Ramona Cencillo, mi ama de llaves, a quien buen chasco espera, al coadjutor D. Sancho Benítez y a varios feligreses que serán los que probablemente rodearán mi lecho cuando yo expire.

Para explicar cómo teniendo yo fama de rico, gracias a la usura en que viví más de veinte años, muero tan pobre como pronto verán los que otra cosa esperan, dejo aquí escrita parte de mi historia, toda la que hace al caso para mi disculpa. También la escribo para que con ella adquiera mi heredero algo más de provecho que los papeles adjuntos, pues más que esos papeles y más que cuantos bienes materiales pasaron por mis manos, vale la lección que el filósofo Higadillos puede sacar y disfrutar aprendiendo a no juzgar a los hombres por las apariencias, ni el fondo de los corazones por la exterioridad de ciertos hábitos; que el hábito no hace al monje.

Y sin más preámbulo, empiezo ya a decir quién soy yo y cómo y por qué vine a parar en tan económico administrador de los viles intereses de que fui por poco tiempo a manera de depositario.

Nací en una aldea, no lejana a estos contornos, —31→ en casa que tenía escudo sobre la puerta, recuerdos de antigua bienandanza y de sempiterna honradez, y al venir yo al mundo mermadas rentas, ni con mucho bastantes a mantener, con el decoro necesario a la hidalguía nuestra, a ocho hijos que éramos, entre varones y hembras; diez bocas, contando a los padres, y catorce incluyendo a toda la servidumbre indispensable para ayudarnos en el cuidado de las tierras y ciertas industrias caseras y aldeanas que nos ayudaban no poco. No era yo el primero ni el último de los cinco hermanos varones, ni el mimo de mis padres, ni un estropajo en la casa; se me quería como a todos; pero un buen natural o lo que fuera, seguramente la gran repugnancia que me causaban las reyertas y el dolor propio o ajeno, y sobre todo, el horror a la injusticia, al mal reparto de lo que a cada cual corresponde, me hicieron siempre ceder antes que otros mis pretensiones, por no reñir, por no molestar, por no ser injusto. Grave problema era en la casa el de ir despachando la competencia de los dientes, es decir, colocando tanta herramienta de consumir la hacienda donde menos daño hiciera o ya no lo hiciese; y los expedientes para lograr este anhelo constante de la familia consistían en casar hijas o meterlas en un convento, y en mandar a la Habana a un hijo a que hiciera fortuna, si Dios era servido; buscarle a otro un empleo y aprovechar para alguno la ventaja —32→ de cierta modesta pensión que en el testamento de un canónigo pariente se le dejaba a aquel de nosotros que abrazare el estado eclesiástico. Mi hermano mayor era débil, flaco, enfermizo, amigo del estudio, pero no de las faldas negras que el pariente pedía como condición para su liberalidad póstuma; además, mi padre no quería clérigo al primogénito; el que seguía demostró su afición a los viajes, a los azares de la suerte, y fue el que embarcó casi sin consultar con los otros; y yo, aunque era tal vez el más robusto y el más aficionado a la vida de labrador, a sus tareas y placeres, cargué, no sé cómo ni por qué, por el despego de los demás, antes que por mi afición, con la gravísima incumbencia de cantar misa y cobrar la pensión, con la cual, por acuerdo de mis padres y hermanos, que creían, como yo, interpretar así la real voluntad del tío difunto, había de ayudar a aquellos de mis hermanos que menos amparados quedasen, y aun a mis padres si llegaran a necesitarlo.

Fui sacerdote sin gran vocación, pero también sin repugnancia, con fe bastante para tomar en serio la estrecha disciplina de mis deberes. La vida que me esperaba no me parecía muy diferente de la que todas suertes hubiera yo escogido, y sólo en el capítulo de la carne vi un poco de cuesta arriba; pero esto ya cuando le había tomado gusto a la carrera y me había interesado muy de veras —33→ la teología, pues aquella especie de matemáticas celestiales de Santo Tomás eran muy eran muy de mi gusto; y por defender tal doctrina, que me parecía evidente, hubiera yo andado a silogismos, y aun a cintarazos, con cualquiera. Si al principio la vida del seminario me disgustó no poco, fue por la libertad campesina que me faltaba, no por el rigor del régimen eclesiástico; por fin, el hábito, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, hicieron de mí un cuervo (como nos llamaban), entusiasta, sincero, de aplicación más que mediana, si no modelo de virtudes, tampoco escándalo de la santa casa, donde había muchos como yo que, si transigían con el diablo algunas veces, rescataban los pecados con la debida penitencia, muy sincera, y no pocas veces vencían en aquellas luchas en que la tentación no era ni tan fuerte ni tan hermosa como suelen figurarse los profanos que escriben cosas de literatura a costa de clérigos.

Nunca había yo soñado con casarme; y aun el tiempo en que era libre y podía dejar el seminario, jamás se me pasó por las mientes echar de menos el matrimonio, y la cáfila de hijos con sus docenas de muelas, y los apuros del hambre y las carreras, y las bodas de las hijas, etc., etc. De todo esto había visto sobrado en mi casa; y si algo sentía yo que le faltaba al clérigo que podía serle agradable, no era ciertamente el verse como yo había visto a mi buen padre, a quien nunca llegaba —34→ el agua al sal. No, el matrimonio no era una tentación; pero es claro que una cosa es el matrimonio y otra la mujer. El clérigo renuncia ostensiblemente al matrimonio y a la mujer; pero sabe que si transige con el pecado, el matrimonio seguirá siéndole imposible, pero el amor posible, aunque ilícito. Yo no sé lo que pasará por los demás clérigos que no sean muy buenos; pero por mí, que era mediano, pasó esto que declaro: casi sin darme cuenta de ello, el distingo que dejo apuntado contribuyó no poco a que sin gran esfuerzo ni solemnidades de conciencia contrajera el compromiso de castidad a que me ligaba mi estado. Después, la experiencia me enseñó que no era tan fiero el león como le pintaban. Si primero hubo lucha, no muy encarnizada, y no fue siempre la victoria de la virtud, las batallas ganadas para el bien eran las más, y esto borraba el remordimiento de las pérdidas, amén del considerar que en tales alternativas de fortuna se pasaba la juventud de infinidad de compañeros míos. Del no jactarme de bravucón en tales combates con las tentaciones, creo yo que vino la paz en que me fui viendo luego, pues encontré la concupiscencia un derivativo en el moderado afán de luego que no podía tener en mí otra forma que la del juego. Los apuros pecuniarios que habían sido el tema constante de las preocupaciones familiares en la casa paterna, habían dado como un tinte amarillento a —35→ todos mis actos mi actividad, fuerte y fecunda, se encaminaba siempre en pos de la legítima ganancia, con gran anhelo de la legítima ganancia, con gran anhelo de la propia y respeto de la ajena. Las tentaciones del amor fueron pronto para mí tortas y pan pintado en comparación de las tentaciones del oro. Pero hubiera yo querido conquistarlo en franca y noble lucha con la naturaleza, en industria lícita y útil a la república. Vedábame el estado sacerdotal todo conato en tal sentido, y hube de atenerme al tresillo, al solo y... a la santina, o sea el monte, que se jugaba en las rectorales en las noches que seguían a las fiestas del Sacramento y otras no menos solemnes. No había para mí otro modo de dar expansión a mi deseo de legítima ganancia.




- II -

Metido en la aldea, viviendo de pitanzas, alguno que otro sermonzuco y la pensión de marras, que repartía con la demás familia, vegetaba mi juventud, sin encontrar la reina de Saba en cada rincón frondoso; llevando las tentaciones de bolina; criando mucha sangre, que no se me pudría, pues se gastaba en correr de aquí para allá, madrugar mucho y servir bien en mi oficio. Pero si no me hacía la lujuria tirarme de espaldas o de —36→ vientre sobre cardos y abrojos, otra comezón me apuraba y era la de la ganancia que no conseguía, el prurito del medro codicioso, apegado a mi espíritu como sarna heredada o cogida en la penuria miserable de los míos, en aquel hogar tan pobre en su hidalguía, tan acongojado con los apuros de cada cena, de cada par de zapatos, de cada teja que se rompía, de cada árbol que se secaba. Soñaba yo, así literalmente, con los miedos de hambre que años y años había pasado en casa de mis padres, y para toda la vida se me había pegado el hábito de pensar y anhelar constantemente en la pecunia y por la pecunia.

Parecíame la cosa más seria del mundo, la realidad más realidad, más inexorable, más fija en sus leyes. «Con el dinero no se juega», pensaba yo (¡ojalá no hubiera jugado nunca con el dinero!) esto era para mí un dogma; de todas las demás cosas tenía yo mis dudas, veía en el fondo de las preocupaciones humanas algo de ilusión, de fantasía, que si los pusilánimes no advertían, los valientes notaban, desengañados y atrevidos, sabiendo que no es bien muy seguro el que se puede perder cuando cualquier cosa se arriesga. Esta especie de semi-escepticismo burlón (respecto de las cosas temporales, por supuesto) servíame, como a otros, para osar mucho y con cierta gracia, por el escaso valor que previamente daba al que podía ir perdiendo... Mas esto en cosas que nada tuvieran —37→ que ver con los cuartos. Así, verbigracia en las de amor propio, honores, concepto ajeno, lindezas de la ropa o del ajuar casero, firmeza de las amistades y otras vanidades del mundo, como el mérito de nuestros actos, verdad de las doctrinas y opiniones, etc., etc. Si se me hablaba de milagros, yo creía todos aquellos que tenía obligación de creer, mas otros muchos en que las leyes naturales que se torcían nada tenían que ver con la marcha económica del mundo; pero en milagros de dinero no creía; porque parecíame a mí que en esto de los maravedises la seriedad exigía que no hubiese excepciones y que todo de antemano se pudiera calcular sin temor a inexplicables sorpresas. Dios mejor que nadie sabía cuánta formalidad se necesita en el comercio, en el cambio, en el crédito, y era seguro que todo lo tenía de modo inalterable dispuesto en las leyes a este orden relativas. Sin contar con que los milagros eran para fines espirituales, para dar frutos de religión, y la plata y el oro cosas rematadamente terrenas, perecederas y mundanas. El Señor había vuelto la vida a los muertos, la vista a los ciegos, la salud a los paralíticos, pero a los pobres les había mandado tener paciencia, y no les había llenado la bolsa más que con el buen consejo dado a los ricos de que les abandonaran sus riquezas. Por donde se veía que el mismo Dios, que sacaba la salud, la vista, la vida, de los abismos de su gracia, no había —38→ querido disponer así, por cosa vil, del dinero, y no encontraba otra manera de hacerlo pasar a unas manos que el sacarlo de otras, prueba de la perpetuidad y fijeza de las leyes del cambio.

Por toda esta teología yo paré en el más empedernido jugador de solo y tresillo de todo el Arciprestazgo. ¿Qué hacer? No había para un pobre capellán otra manera de procurarse un peculio adventicio fuera de los mezquinos derechos que me valían el altar y el púlpito, los entierros y otras menudencias. Y en mí el afán de legítimo lucro era invencible. Además, lo que yo, hacían los clérigos rurales en general, jugar y más jugar; en esto no se distinguían los buenos de los malos, jugaban todos.

Íbamos de rectoral en rectoral, de fiesta, en fiesta siempre los mismos curas con los mismos espada mala bastos; unos con la buena estrella de los estuches, otros siempre pasando ¡transeat!

Ya se sabía; en cada parroquia había dos fiestas por lo menos: la sacramental y la del santo patrono. Además, había hijuelas, capillas y ermitas y otros santuarios con sus romerías, misas cantadas y correspondientes comilonas de honrados levitas que no ofendían a Dios con su buen apetito, inocentes bromas y bueno o mal naipe. Verdad es que, como ya llevo advertido, a veces, a última hora (una hora muy larga que solía prolongarse desde las doces de la noche hasta las cuatro o las —39→ cinco de la mañana), se echaba, con gran misterio y cierto picante remordimiento, la santina, o sea su poquito de monte; y aunque no digo yo que parezca muy bien el modesto óbolo de una pitanza, ganada con el canto llano y los sublimes psalmos del rey poeta, confiado a la mudable condición de una sota o de un caballo; ni sostengo que sea conforme a los cánones que una imitación de Bossuet o de Bourdaloue, se emplee, verbigracia, en un entrés trasnochado; ello es que mayores delitos registra la historia de los papas; y no había otra manera de matar el tiempo sin notoria malicia.

No sólo jugábamos en las casas rectorales y de los clérigos sueltos, sino en las de algunos amigos que, aunque no pertenecían a la iglesia docente, eran muy buenos camaradas, fieles hijos de la Iglesia, y algunos grandes espadas en el difícil arte de la malilla.

El conde de Vegarrubia era el núcleo de los jugadores de tresillo y demás, clérigos y seglares, en doce leguas a la redonda. Criado y educado en París, allí había gastado muchos millones y mucha salud, y ahora le encontraba más gracia que a lucir caballos y tiros lujosos en el bosque de Boulogne, a darse tono de experto tresillista y arriesgado en todo juego de azar, delante de media docena de curas de aldea o caciques de campanario.

Todavía era muy rico, y eso que seguía gastando en disparates que, si no eran como los discurridos —40→ en París, no eran menos extravagantes y costosos. No tenía ni idea del mérito del dinero, y con todo no pensaba en otra cosa, con tal de pensar en el juego; divertíase viendo rabiar a los pobres que perdían y desafiando con la suya la seriedad ajena ante los golpes de la adversa fortuna. Yo, a lo menos, de mí sé decir que en cuanto al conde, que además muy delicadamente sabía mostrar la superioridad que atribuía a su noble sangre, se me plantaba cara a cara con cierta sonrisa y unos ojos fríos y corteses invitándome con mucha gracia a probar fortuna, a disputarme los favores de la suerte y a manifestar sangre fría ante los desdenes de la voluble deidad del abismo, ya estaba yo todo erizado de orgullo, recordando el abolengo puro de mi desgraciada hidalguía, siempre muy pobre, pero siempre muy linajuda. Mucho más grande, pienso ahora, era mi valor que el suyo, pues mi pasión a los cuartos era mucho mayor, no por el juego, sino por el metal mismo, y las cantidades mismas suponían mucho más para mi inopia incurable que para su riqueza sin suelo. Y ahora he de notar que sólo en las malas comedias las pasiones son tan exclusivas que no dejan ver otras flaquezas; yo, a más de amigo de la legítima ganancia, era muy partidario de los pergaminos de mi familia, cuyas pretensiones linajudas me parecían tanto más dignas de defensa cuanto más la pobreza de muy antigua había venido —41→ probando el oro de la ley de nuestra hidalguía.

Entre los vecinos y amigos de más lejos que frecuentaban la tertulia del conde, había algunos mayorazguetes y dos o tres barones y vizcondes. Uno de aquellos, el bañón de Cabranes, me interesaba a mí por su buena figura, aristocrática de veras, aunque melancólica y algo delicadilla, y sobre todo porque sabía de él desgracias análogas y aun superiores a las mías. Muerto su padre, había quedado a la cabeza de una muy numerosa familia en que abundan las señoritas, que no se casarían jamás por falta de dote y sobra de necesidades ficticias; eran nobles y no eran ricos, iban camino d ela ruina como D. Quijote a la cena en el castillo, sin quitar la celada. Era el de Cabranes joven muy afable, siempre triste y taciturno... y jugaba como un desesperado, no al tresillo, que no sabía, sino en cuanto se ponía el cobertor (costumbre misteriosa) para los juegos de azar o de envite.

Una noche, después de una francachela en casa del conde, en la cual se me hizo a mí beber mucho más de lo acostumbrado, ya a muy altas horas de la noche, la suerte, el diablo se empeñó en ponernos uno frente al otro al barón y a mí; todo lo ganaba él o todo lo ganaba yo; golpes fuertes de prosperidad o de extraño revés iban y venían de él a mí, dejando como en la sombra a los demás jugadores, el conde inclusive, que, envidioso, en vano —42→ hacía locuras de audacia con su dinero para disputarnos la atención de todos. Era todo esto anuncio del tremendo desafío que se preparaba entre bromas corteses y fraternales, entre alegría de clérigos bonachones, en la excitación de la buena pero algo excesiva bebida.

Llegó un momento en que yo le ganaba un dineral al barón de Cabranes; algunos curas, menos amigos del oro que yo ordinariamente, pero también menos capaces de rasgos de grandeza y menos cuidadosos del brillo de su raza, me daban con el codo para que dejase de tentar a la suerte y me retirase con mi ganancia, que a ninguna trampa ni cosa fea debía; pero más caso hacía yo de los impulsos generosos del vino, también generoso, de la nobleza que inspira la suerte que sopla favorable, y particularmente de las miradas y sonrisas del conde, que parecían decirme: «Vamos, plebeyo, retírate si te atreves; ¡si lo estás deseando, hidalgüelo! Sólo un noble como yo es capaz de seguir dando el desquite hasta que salga el sol a este pobre barón que pálido y tembloroso, por más que disimule, ya empieza a jugar sobre su palabra acaso más de lo que tiene». Yo no cejaba; ganaba siempre, y siempre daba el desquite.



—43→
- III -

No sólo el orgullo me incitaba a darle tiempo y forma al barón para cambiar la rueda de la fortuna: también la simpatía que me inspiraba, la lástima que le tenía me animaban a ello. Fingía el infeliz gran serenidad: sonreía, sonreía sobre todo cuando la risa fina del conde le desafiaba, tentaba su valor. A cada nuevo golpe repetía Cabranes:

-Pero, amigo capellán, esto no vale; así va usted a acabar por perder de fijo... Basta, basta... le debo a usted...

-Adelante, adelante -interrumpía yo, entre la admiración de todos.

Empezó el trance fiero de jugar lo que ya no había presente; riqueza que se tenía o no se tenía... ¡Pero bastaba la palabra de un noble! Yo no sé si creía en el dinero ausente, pero creía en la palabra. ¡Debajo de las piedras buscaría un Cabranes el dinero que ofrecía!

El conde, ante aquellos dos valientes, cada cual a su modo, lleno de envidia, empezó a apuntar la idea de que... todo era broma; de que no entendía el barón deber de veras lo que perdía de palabra... El barón, como si hubiese que mostrarse fino, distinguido, fingiendo seguir la broma de —44→ que aquello pareciese broma... por el bien parecer, algo dijo en este sentido; pero mirando al conde y mirándome a mí de suerte que quería decir: «El que crea eso de veras, que yo no he de pagar en serio, me ofende como si me diera una bofetada». Y al barón nadie le abofeteaba sin pagar con la vida.

Tan lejos fue, huyendo de él, la suerte, que llegó mi ganancia a términos que me dejaban bien claramente ver que los Cabranes no tenían con qué satisfacer la deuda... sin que por eso dejasen de tenerla por sagrada.

Y yo seguía ofreciendo el desquite.

No lo jugaba, es claro, el barón todo de una vez; la vergüenza no le consentía doblar cantidades, que pronto hubieran hecho fabulosa la deuda; perdía poco a poco; iba cayendo de peña en peña, rebotando, por aquel abismo abajo.

Llegó un momento en que cesaron las fingidas bromas, los comentarios: el barón callaba por no jurar y desesperarse, yo por prudencia, los demás por la seriedad honda del caso.

Yo mismo sentí cierta alegría, como un consuelo, como si respirase mejor, la primera vez que dejo de perder el de Cabranes; ganó después otra cantidad, y otra, y otra; u en mí empezó ya cierto temor supersticioso; cuando lo ya desquitado por el barón montó a una suma de miles de duros, me dolía a mí en el alma aquel caudal imaginario —45→ que acababa de írseme de entre... las musarañas de la fantasía, como si hubiera tenido que vender las pocas tierras de mis padres para pagar aquello.

Hubo después alternativas; la suerte coqueteaba, y entonces, mucho más que antes el orgullo, me ataban el egoísmo, el interés, la rivalidad, la lucha, a la terrible partida en mal hora empeñada.

Mi arrogancia, mi audacia de jugador afortunado, seguía después de que ya nada le debía a la suerte y sí algo al barón; me parecía un derecho mío seguir ganando. Llegó un momento en que era yo quien tenía que intentar el desquite.

Entonces volvió a reír el conde, y era a mí a quien desafiaban y tentaban sus ojazos azules, nobles y fríos.

Ni se habló siquiera de interrumpir el juego. El cura hidalgo no era menos que el noble tronado; en eso estábamos. Se me daba el desquite, como lo había dado yo. Y corría la noche. Se acercaba el alba, y con ella la hora de decir misa varios de los que rodeaban la mesa cubierta con el cobertor peludo de Palencia.

El conde volvió a cesar en sus cuchufletas y risitas cuando yo, lleno a mi vez de vergüenza, empecé a perder también bajo mi palabra. El barón, radiante de alegría, con la generosidad poco segura de los afortunados, daba a entender muy discretamente que estaba dispuesto a creer en mis —46→ riquezas fiduciarias como yo había creído en las suyas.

Pero yo comprendía, con terror, que los circunstantes me concedían, en silencio, mucho más limitado crédito que al barón de Cabranes. Este era pobre para ser noble y para sustentar numerosa familia; pero, al fin, mucho más rico que el mísero capellán que vivía de pitanzas y de una pensión de limosna.

Con todo, seguí jugando. Yo también caía de peña en peña, rebotando, en aquel abismo de la deuda inverosímil; el tiempo volaba, la partida tenía que acabarse, entraba la luz del alba por las rendijas de los balcones cerrados y difundía por la sala el color de las capillas de los condenados a muerte, a la hora de la agonía. Seguía perdiendo poco a poco. Pero ya perdía miles y miles de duros. Los mirones empezaban a bostezar, a cansarse, el interés de lo incierto desaparecía: ya se veía la solución: que yo no me desquitaba. El conde, cansado de respetar mi desgracia, manifestó hastío, desdén; como era verdad que tenía el valor de despreciar sus propias pérdidas, se permitía despreciar también la mía; ya daba a entender que iba a suspenderse el juego, por el bien parecer, porque era muy tarde, es decir, muy temprano; con cierta crueldad fingía olvidarse de lo que allí más importaba, que era mi situación; daba por supuesto que yo también atribuía, —47→ o fingía atribuir, más importancia a la circunstancia de la hora que era, que al estado en que me iba a dejar la suspensión del juego.

Un rayo de luz viva entró, como si fuera la policía, hasta iluminar la baraja; se levantaron dos o tres de los testigos de aquel duelo... y fuera sonó una campana. Tocaban a misa. La misa de Fray Fernando, que debían oír el conde, el barón y otros legos.

Desaparecieron los naipes, se retiró el cobertor, se abrieron los balcones, entró la claridad del día a borbotones y con las sombras desapareció la pesadilla. Pero quedaba la realidad de que ya parecía acordarme yo solo. Debía al barón de Cabranes miles de duros.

Aquella mañana yo no dije misa. Cuando volvieron los demás de oír la de Fray Fernando, nos reunimos en el cenador de la huerta del conde a tomar chocolate.

Vegarrubia, o me tuvo lástima, o quiso menospreciarme. Y volvió a su tema de que la partida, en la parte confiada al crédito, había sido broma. Daba por hecho que el barón no creía que yo, con toda formalidad, le debía tantos miles de duros. Llegaron señoras y el conde insistió en hablar del capital que yo debía. Entonces hice lo que antes había hecho el barón: fingir que creía fantástica la deuda, cosa de juego, de buen humor... Pero mi modo de mirar al barón debió darle a entender lo —48→ mismo que yo había comprendido en su mirada de aquella noche: que era darme de bofetadas el pensar que yo creía aquello que estaba diciendo: «No tengo con qué pagar, decían mis ojos, pero debo... y para este hidalgo, para pagar, lo esencial no es tener, sino deber. Debo... luego pago... aunque no tenga. Dios no hace milagros con el dinero, que es vil, y menos a favor de los jugadores; pero un hidalgo como yo, auque sea cura, paga... paga...».

El barón sonreía... pero bien comprendí que no se negaría a cobrar todo lo que yo pudiera pagarle.

Al conde no le miré siquiera.

Al día siguiente escribí al de Cabranes una casta, porque no me atreví a ir a decirle en persona «que esperase»; y en la carta le decía, en sustancia, esto: «Ahí va todo lo que tengo, todo lo que hoy por hoy es mío. Seguiré pagando a medida que pueda, y crea usted que no me reservaré más bienes que los que la ley más severa concede al deudor menos digno de miramientos. Hasta que pague todo lo que debo, que es mucho más de lo que yo puedo ganar en muchos años, atado como estoy de pies y manos, para hacerme rico, por mis votos, hasta que no le deba nada, me condeno a presidio, a trabajos forzados de miseria, de sordidez, de avaricia. Hágame el favor de aceptar esta manera de cumplir con usted, estos plazos indefinidos, pero seguros; y además, no como favor, con el derecho que me asiste, le pido que ni pos las —49→ mientes se le pase hablar de perdonar la deuda, ni reducirla ni cosa por el estilo. Antes que nada, aun antes que sacerdote, soy hombre. Este deber de pagar deudas de juego no es cosa de mi ministerio, porque el buen sacerdote no juega, es deber humano, de mi condición pecadora de hombre vicioso... pero hidalgo».

El barón me contestó muy fino, muy correcto, como se dice ahora, dándome para el pago todos los plazos que quisiera, y no aludiendo ni remotamente a la idea de perdonar ni de reducir la deuda. Era lo que yo le exigía... y sin duda lo que él necesitaba.

¡Estaban tan pobres!

Después de leer su carta, satisfecho, en cierto modo, pero por mil razones aturdido, loco... dirigime por instinto al reclinatorio de mi alcoba, sobre el cual estaba abierta la Biblia por el Nuevo Testamento.

¡Luz, Señor! grité, y, de rodillas, lancé una mirada sobre el sagrado texto.

Decía:

«Deja tus bienes a los pobres y sígueme». Pero yo leí: «Deja tus bienes al barón, y sígueme».

Ya sabía el camino. Todo para el barón, para mí la pobreza. Mi sudor, mi trabajo, mis afanes, mis ganancias, el oro serio, inflexible, con el cual no se hacen milagros... para mi deuda.



—50→
- IV -

Deber... y no poder pagar es un tormento que se le olvidó al Dante en su Infierno. Por algo se llama deber a la obligación; el deber supremo... es pagar lo que está en deber. La conciencia me decía que yo iría a buscar siete estados bajo la tierra lo que se me debiera, lo que fuese mío y no me lo dieran... pues lo mismo había de respetar el derecho de los demás. Mi acreedor para mí era una cosa sagrada, casi un ídolo de terror. Comprendía aquella ley de las XII Tablas, que al que no pagaba lo entregaban sin defensa al acreedor. «Ni judicatum facit... secum ducito, vincito, aut nervo, aut compedibus... Si no paga que le lleve a su casa, y si quiere que le encadene, le ponga cadenas o hierros en los pies...». Y luego, si no hay quien compre al mísero esclavo de la deuda... tertiis nundinis partis secanto; pasado el tercer día de mercado, que le partan en pedazos y se lo repartan los acreedores.

Ya lo sabía el barón; como yo no valía nada, como ni de balde habría quien me quisiera, podía partirme en cachos, hacer de mí picadillo. Esta era la ley que yo encontraba justa. Me hubiera vendido al otro lado del Nalón (ya que el Tíber —51→ estaba lejos), de muy buena gana, para pagar a Cabranes aquellos miles de duros. Pero ¿quién compra a un sacerdote... que no se vende? Porque ¡ay!, como sacerdote, yo no me vendía. Bien sabía yo que el dinero que necesitaba para pagar no lo adquiriría jamás por medios ilícitos. Y los lícitos en mi profesión ¡eran tan poca cosa! ¿Camino del clérigo para la riqueza? La simonía. Yo no había de ser simoniaco. Veía que otros, sin valer más que yo, llegaban a obispos, juntaban grandes rentas; pero yo no era bastante virtuoso, ni bastante sabio para merecer por tales conceptos subir a las alturas; ni era intrigante y adulador y falso, mojigato, hipócrita, para usurpar las dignidades primeras debidas al mérito. Además, no me sentía ambicioso; me faltaban las alas aquilinas de la vanidad y el orgullo; mi pobre vuelo de gallina me apartaba de la ambición y me condenaba a la avaricia cominera, a escarbar en las miseriucas de la vida prosaica, rastrera, para chuparle a la tierra gusanos. Por aquel tiempo cayó en mis manos un libraco, pienso que de un señor Bastiat, en el que vi la apología del ahorro; allí se cantaban los milagros del petit centime. ¡Aquel era mi camino! Por el céntimo tenía yo que ir en busca de mi reconquista, de mi libertad, perdida en las cadenas de la deuda. Pero ¡ahorrar! ¿Cómo ahorra un pobre capellán, que si tiene para cenar no tiene para comer? En otro oficio, yo estaba seguro de que mi —52→ ingenio me ayudaría para ganar, a fuerza de trabajo y escasez, para mis necesidades, lo que bastara a cumplir con mi compromiso; pero la sotana me ataba y me impedía la acción, la defensa, como al pobre Agamenón la enmarañada urdimbre de Clitemnestra arrojó sobre su cabeza, para que a mansalva le rematara Egisto.

Estábame prohibido el comercio, para el cual yo me sentía con grandes facultades; no se me abría ninguna otra puerta del templo de la riqueza, por donde pudiera pasar dignamente un sacerdote. ¡Ser buen hombre, buen sacerdote, y tener que pagar miles de duros sin falta, para pagar una deuda sagrada, de caballero!

Admití, aunque vi que era meterme en un callejón sin salida, un humilde curato que se me ofreció; lo firmé resignado, y metime en Vericueto como en una cueva, que no era, ciertamente, la de una mina.

Veinte años llevo arañando la tierra, cuidando esta pobre viña del Señor, donde he tenido que encerrar toda mi actividad, todos mis esfuerzos. Me sitié por hambre; me traté como un anacoreta. Pero esto no era lo más doloroso. No bastaba lo que yo pudiera ahorrar escatimándolo a las necesidades de mi propio cuerpo; si quería llegar a juntar algo, ir pagando poco a poco, tenía que poner a contribución a los demás, a los que tenían derecho a mi caridad, a los pobres. La caridad —53→ para mí era un lujo que mi deuda me prohibía: «Tendré la caridad en el corazón», me dije; pero esto mismo llegó a parecerme una hipocresía; desear el bien ajeno y no procurarlo, compadecer a los demás y no ayudarlos con la limosna, me repugnaba; preferí endurecerme hasta que llegaran tiempos mejores. No admitía cohecho, pero no perdonaba derecho. Todo lo que podía legítimamente conseguir del pie de altar, lo procuraba. Era una ley inflexible, a la romana. Esta dureza, esta inflexibilidad, las conseguí pensando una cosa muy sencilla: que mi dinero no era mío, era de Cabranes; que toda largueza, toda liberalidad, por mi parte, hubieran sido falsas; un fraude, pues yo no tenía derecho a ser generoso con lo que era ajeno, de mi acreedor.

Todo lo que yo ganaba en mi humilde parroquia, y ganaba cuanto era canónicamente lícito, iba a manos del barón, cuya pobreza aumentaba cada día. Él recibía mis remesas, la renta de mi deuda, en silencio, triste, algo humillado. No me las hubiera reclamado, pero daba a entender que siempre llegaban a tiempo, que se contaba con ellas.

En tanto, mis piadosos feligreses iban criando la leyenda de mi avaricia. «¡El cura tenía gato!». El gato del cura hacía soñar a muchos aldeanos. Como no se sabía que yo colocara en parte alguna mis ahorros, se dio por averiguado que los guardaba —54→ en el arca que estaba debajo de mi cama, arca cerrada con buena llave y candado.

Yo era un avaro sin entrañas. La cosa ya no tenía remedio. Los primeros años, este mal concepto del público me dolió mucho; pero más me dolía no poder ser un buen párroco, liberal con los necesitados de mi parroquia. No lo era. Cada cual pagaba lo suyo. Poco a poco me fui acostumbrando al papel que representaba, y como dicen los periódicos, llegué a cultivar el arte por el arte. Sí, me aficioné a mi cadena, a mi tortura; como otros llegan a tomar cariño a un achaque, a un dolor, yo me enamoré, sin sentirlo, de la vida a que me llevó la necesidad. En el ahorro, en la parsimonia, en el cálculo cominero, hasta en las costumbres sórdidas, llegué a encontrar cierto placer. Llegué a verme yo mismo cual me veían los demás. Mis ganancias de lento aluvión, siempre eran para mí deuda; pero vine a ser avaro por mi cuenta; fue una vocación que me nació adaptándome al medio, ejercitando los órganos correspondientes a aquella necesidad. ¡Hasta darwinista en acción me obligaba a ser mi deuda implacable!

El genio del comercio, de la ganancia industriosa no pudo contenerse dentro de mí, salió por donde pudo, y empecé a intentar ciertos tratos lícitos per se, pero no muy conformes con la dignidad de mi oficio. Empecé cuidando cerdos y gallinas con particular esmero: ya que no podía ser —55→ caritativo con el prójimo, quise tratar bien a los animales, cebándolos a cuerpo de rey... para sacarles más producto. Los cuartos de los derechos parroquiales se convertían en tocino y en huevos frescos con asombrosa rapidez, para volver, mediante la circulación de la sangre del mundo, del vil metal, a trocarse en moneda, aumentada con el debido rédito; y de mis manos pasaba a las de Cabranes.

Pero mis delicias, mi consuelo mayor, acabé por encontrarlos en mi huerto; en las berzas particularmente. Hortelano como yo, y no lo digo por alabarme, no lo hay en veinte leguas a la redonda.

Leí las Geórgicas de Virgilio, leí a Columela y con mayor encanto leí, devoré, el libro de Catón el Antiguo, De re rustica, que me enseñaba la bucólica de la avaricia, la égloga del interés. Amar la naturaleza, amar el campo, para sacarle el rédito, el fruto, vino a ser el único placer de mi vida.

Los maliciosos de la parroquia dieron en murmurar, bien lo sé, que Ramona y yo nos entendíamos, y que no eran mis berzas y mis gallinas, mis cerdos y mis perales todos mis amores.

Pura calumnia: cuando Ramona entró en la rectoral ya era mi castidad cosa definitiva; ¿una virtud? no lo sé; un hábito, o mejor acaso, desuetudo, es decir, que en mi organismo, como ahora se dice, había prescrito lascivia. «Deja la lujuria un mes y ella te dejará tres», dice la sabiduría —56→ popular: pues yo había dejado la lujuria meses y meses y ella me dejó a mí años y años. Cuando a los cinco o seis de ser yo párroco Ramona entró en casa, todavía era una real moza, es verdad; pero si yo la guardé en mi hogar hasta los días de mi vejez y la suya, no fue por sus encantos físicos, sino por lo bien que me ayudaba a ser económico, avaro. Mujer más sórdida por naturaleza no la he conocido. Es una máquina casera de barrer para adentro, de no gastar. De ella salió la peregrina invención que siempre pusimos en práctica, de fingirse más sorda que es y desaparecer de casa, o esconderse cuando venían a visitarme personas a quien yo debía obsequiar convidándolas a comer o a refrescar. «¡Ramona! ¡Ramona!» gritaba yo. Y nada, a la otra puerta. Ramona jamás parecía; y como el cura mismo no había de poner la mesa, ni fregar los platos, ni sacar el puchero de la lumbre, se dejaba el agasajo para otra vez. Muchos céntimos me hizo ahorrar en esta vida transitoria Ramona Cecillo. Pero lo que ella no sabe es que a mí no me la da ningún gallego; y gallega es el ama de este cura. Verdad es que Ramona era que ni pintada para ayudarme en la avaricia y en el comercio de gallinas, legumbres, frutas, etc., etc... pero ¿cree ella que en pago de sus servicios le voy a dejar una buena manda? ¡Ca! Nada le debo. Tengo bien echadas mis cuentas. Lo sisado por lo servido. Yo he tenido siempre una cuenta corriente abierta a —57→ sus rapiñas domésticas; siempre llevé el exacto balance de lo que ganaba gracias a ella, y de lo que ella me hurtaba por unas y otras mañas; y en Dios y en mi conciencia que a la hora presente no le debo un ochavo. No debo nada a nadie... ¡ni al barón de Cabranes!, que a estas horas, con la venta de lo poco mío y lo ya cobrado año tras año, tiene al fin en su poder todos los miles de duros que me ganó en aquel terrible desquite de la terrible noche en que tal vez yo gané el infierno. Iré acaso al infierno, sí, pero iré sin trampas; como un mal sacerdote, y como un buen caballero.

No, no me queda nada; desnudo nací, desnudo me hallo... porque con el gato del cura no cuento como cosa mía, pues hace mucho tiempo que todo lo que en él he ido metiendo poco a poco lo considero propio de mi universal heredero D. Gil Higadillos y Fernández.

Y es mi voluntad que al llegar a este punto en la lectura de mi testamento, si por tal puede pasar este papel, el mismo Higadillos, o la persona que en su ausencia leyere en alta voz este documento, proceda al registro del arca hasta que claramente se vea en qué consiste el gato del cura de Vericueto, mi única herencia, bien liquidada, que quiero que guarde como recuerdo y enseñanza mi amigo D. Gil Higadillos».



—58→
- V -

Al llegar a este punto en su lectura, Higadillos, que estaba verde, se inclinó sobre el arca que habíamos sacado de su escondite, que era bajo la cama del difunto, y empezó a sacar papeles y papeles, todos iguales, todos pequeños y escritos sólo por un lado. Unos cuantos renglones y una firma; la firma del barón de Cabranes. Eran los recibos de las cantidades que Celorio, el cura de Vericueto, había entregado a su acreedor para ir matando la deuda, el cáncer de su vida. Celorio había visto la tierra de promisión: la libertad. Moría cuando ya no debía nada. Por eso contaba Ramona que pocos días antes, como un pobre ciego se había parado a la puerta rascando el violín, al ir a echarle ella con cajas destempladas, según costumbre, oyó la voz del amo que gritaba:

-¡Que pase quien sea! ¡que pase!

Y había pasado el ciego, y el cura, con cara de Pascua, le había entregado dos monedas de dos pesetas, que había cobrado aquella tarde y con las cuales había dormido la siesta apretándolas e el puño.

Aquellas cuatro pesetas de ser las primeras —59→ realmente suyas de que podía disponer el siervo de su deuda, después de tantos años.

Al presenciar tal locura, tal liberalidad, Ramona había murmurado:

-¡El amo está de muerte!

Y murió, en efecto, a los pocos días.

[...]

Lo malo era que Higadillos ya había publicado en una Biblioteca diamante muy cuca, el poema burlesco que había terminado aquel verano. Y por cierto que, sin saberse por qué, había gustado, se vendía bien y el editor le había entregado algunos miles de reales, pocos miles, dos o tres.

-¿Qué hago yo con este dinero? -me preguntaba Higadillos, avergonzado, pensando en las calumnias humorísticas de su poema, en el gato del cura -de viejas peluconas bien repleto, que él había heredado y no era más que un montón de papeles inútiles.

-¿Qué hago yo con este dinero?

Por fin hizo lo que yo le aconsejé:

Lo gastó mandando decir, por el ama del cura de Vericueto, las mismas de San Gregorio
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Boroña
En la carretera de la costa, en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera, al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales tapices de la honda pradería de terciopelo verde obscuro, que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de Agosto, muy calurosa aun en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que difundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra a la carretera en un buen trecho.

Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron —62→ siquiera. Del cupé saltó, como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencias de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.

Pepe Francisca, D. José, Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.

De la baca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles de mucho lujo todos y vistosos y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a México, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. -Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.

Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había —63→ soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla; que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo: todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y... su madre. -Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempo remoto los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. -Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado a Rita y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquella era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva-York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natural; pobre frase vulgar que él repetía siempre para significar muchas cosas distintas, —64→ hondas complicaciones de un alma a quien faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natalera la pasión de su vida, su eterno anhelo; el amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo, pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instinto de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!». Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud; con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible claridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de los hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.

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Otra cosa amarilla también le seducía a él, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las ideas abstractas, sin representación visible, plástica, y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vea irrealizable... La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva-York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era... un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche y que él saboreaba entre besos.

«¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!». ¡Qué dicha representaba aquellos bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña, la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz.

«¡Veremos!», se dijo Pepe, plantado en mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio —66→ de aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio.

Tardaba en llamar a los suyos, en gritar «¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el equipaje... y a él mismo, que de seguro sin apoyo no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos herederos. Por fin se decidió:

-¡Ah, Rita! -gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana que estaba en casa.

A los pocos minutos, rodeado de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la casucha, en un sillón de cuero, herencia de muchos antepasados.

* * *

Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos y del extraño malestar que produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, —67→ como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama, y contemplarlo y palparlo.

«¡Con mil amores!». Toda la boroña que quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar toda la boroñade la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban por allá.

Rita, como había temido su hermano, era otra cosa. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no estaba tan a los últimos como se había esperado.

Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres.

Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.

Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho, para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes, para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera: le olía el lecho de las vacas al regazo —68→ de Pepa Francisca, su madre. Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a la madre, su cuñado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante el deseo de entrar a saco la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos; y en tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas de cariño del corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.

La fiebre última le cogió en pie, y con ella, vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de su corazón... comer un poco de boroña. La pedía entre dientes, quería probarla; llevábala hasta los labios y el gusto del enfermo la repelía, pesara a sus entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo de los baúles y se preparaba, a recoger la pingüe herencia, agasajaba al moribundo, seguíale el humor a la manía; y, todas las mañanas, le ponía delante de los ojos mejor torta —69→ de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería...

Y un día, el último, al amanecer, Pepe-Francisca, delirando, creía saborear el pan amarillo, la borona de los aldeanos que viven años y años respirando el aire natal al amor de los suyos: sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de borona y los deshacían, los desmigajaban... y...

-¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! -suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera. Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían, en la salucha contigua, el fondo de los baúles, y se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al muerto.



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La conversión de Chiripa

Llovía a cántaros, y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del kiosko de la música, pero bien pronto le —72→ arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar en amarillento, como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían terracuota, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos puestos a... mojarse, o para convertir la planta muerta en espanta-pájaros. Un espanta-pájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie.

, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido a su gloria. Sus gracias de pillete infantil ya nadie las recordaba; su fama, que era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería como gatadas de pillo célebre, como cosas de Chiripa.

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«¡Bah! el mundo era malo; y si te vi, no me acuerdo». Veía pasar, ya lleno de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico, porque no querrían ni reconocerle.

Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era considerar un gran desatino el pedir ocho horas de trabajo. Prefería, a oír disparates, que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar hilvanado. Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid. Todos se quejaban de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades... había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por supuesto), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. «Todo se volvía pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital... para —76→ trabajar. ¡Rediós con la manía!». Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración, respeto, lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones de filósofo de cordel, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien él sólo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención, por supuesto, sin pensar en Él; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender de letra, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, sólo por los andrajos. Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus, o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque vestir con decencia y con ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les tocase algo... ¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás, en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos —77→ con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a veces, si los otros tienen ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo... como ello mismo lo decía... cosa de sociedad, de trato, de juntarse... alternancia.

* * *

Salió del kiosko de la música a escape, hecho una sopa, echando chispas contra el Fundador de la alternancia y contra su Padre, y se metió en la población en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos cerrado para él. Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento que daba lástima, y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar, pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero... honorario, porque no pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a palos. Lo sabía por experiencia... Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba la prevención. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio y sin alguna —78→ fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que había en aquel caserón tan grande; para él todo era prevención; cosas para prender, o echar multas, o tallar a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad, en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados que no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó junto a la Audiencia... pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado no lo era. Como testigo falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad; y en efecto, siempre había dicho la verdad... de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos como el abogado, y el escribano, y el procurador, y el ricacho le venían a pedir su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos lo decían.

Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se —79→ veían desde la calle, le echarían también. Temerían que fuese a robar libros.

Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por el hospital... todo lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con gorra de galones, para eso, para no dejar entrar a los Chiripas.

En las tiendas podía entrar... a condición de salir inmediatamente; en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que todas le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para él alternancia!

Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y él temblando de frío... calado hasta los huesos... Sólo Chiripa corría por las calles, como perseguido por el agua y el viento.

Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le diera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa otropordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, nadie paraba mientes en aquello.

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Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien. «Era incienso, o cera, o todo junto y más; olía a recuerdos de chico». El chisporroteo de las velas tenía algo de hogar; los santos quietos, tranquilos, que le miraban con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo con un sombrero de pastor en la mano, parecía saludarle, diciendo: -¡Bien venido, Chiripa!- Él, en justo pago, intentó santiguarse, pero no supo.

No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió el grupo de mujeres que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesonario. De vez en cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual se apartaba otro bulto semejante.

-Ahí dentro habrá un carca -pensó Chiripa, sin ánimo de ofender al clero, creyendo sinceramente que un carca valía tanto como un sacerdote.

Le iba gustando aquello. «Pero ¡qué paciencia necesitaba aquel señor, para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por aquello? Por de pronto nada. Las beatas se iban sin pagar».

«Y nada. A él no le echaban de allí». Cuando la capilla fue quedando más despejada, pues las —81→ beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa notó que las que aún quedaban, se fijaban en su presencia. «¿Si estaré faltando?» pensó; y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante y miró con atención a Chiripa.

«¿Iría a echarle?». Nada de eso. En cuanto el cura despachó a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías, se asomó otra vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa.

-¿Es a mí? -pensó el ex-mozo de cordel.

A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria.

-¡Tiene gracia! -se dijo, pero con gran satisfacción, esponjándose-. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para un Chiripa! En la vida le habían tratado así.

El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no lo notaba.

-¿Por qué no? -se dijo el perdis-. Por probar de todo. Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa ver lo que era eso del sufragio, y resultó que aunque era para todos, para mí no era, no sé por qué tiquis-miquis del padrón o su madre.

Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba libre la penitente.

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-Por ahí, no; por aquí -dijo el sacerdote haciendo arrodillarse a Chiripa delante de sus rodillas.

El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura.

-Hijo mío, rece usted el acto de contricción.

-No lo sé -contestó Chiripa humilde, comprendiendo que allí había que decir la verdad... verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio.

El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo.

-¿Cuánto tiempo hace que no se ha confesado?

-Pues... toa la vida.

-¡Cómo!

-Que nunca.

Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado de su salvación, y él sólo había atendido, y mal, a no morirse de hambre.

El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que desde el punto de vista de los pecados de omisión; fuera de eso, lo peor que tenía eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia, —83→ tan brutal como falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esta parte era recluta disponible para la vida del yermo; tenía cuerpo de anacoreta.

Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en aquella conversión que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba. El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía.

El clérigo le hacía repetir protestas de fe, de adhesión a la iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más, que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo, exclamó como inspirado:

-¡Viva Carlos Sétimo!

-¡No, hombre; no es eso!... No tanto -dijo el confesor sonriendo.

-Como a los carcas los llaman clerófobos...

-¡Tampoco, hombre!...

-Bueno, a los curas...

En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje, se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo, en aquel templo que había estado abierto para él cuando se le cerraban —84→ todas las puertas; allí donde se había librado de los latigazos del aire y del agua.

-¿Conque te has hecho monago, Chiripa? -le decían otros hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión el pobre diablo.

Y Chiripa contestaba:

-Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia, porque allí a lo menos hay... alternancia
 
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