Cuadernos de Historia

Epidemias: ¿qué podemos aprender de la antigua Roma?
La historia prueba que las teorías conspiratorias son contraproducentes: ni los dioses enviaban la peste, ni esta causó la caída del Imperio

HARRY SIDEBOTTOM


9 ABR 2020

'La peste en Roma'. grabado de Levasseur de una obra de Jules-Élie Delaunay.


'La peste en Roma'. grabado de Levasseur de una obra de Jules-Élie Delaunay.



La peste se encontraba sellada dentro de una urna de oro en un templo de Babilonia. Un soldado romano que saqueaba el templo abrió aquella urna y la infección viajó a Occidente con el ejército en su retirada. Ese fue el origen de la gran peste antonina (c. 165-180 d. C.) conforme al relato de un autor latino.

Las epidemias no eran algo desconocido, ni mucho menos, para el mundo antiguo. Se calcula que se producía un brote serio en algún lugar del área del Mediterráneo cada 10 o 20 años. Dos de esos brotes fueron especialmente severos: la peste antonina y otro brote que se produjo unos 70 años después (c. 251-266 d. C.), según la descripción del autor cristiano Cipriano. Algunos comentaristas modernos afirman que estos dos brotes provocaron la caída del Imperio Romano. Ante el coronavirus, merece la pena preguntarse si hay algo que podamos aprender de la experiencia de los romanos.

Volviendo sobre la peste antonina, el historiador Amiano escribía que esta había “contaminado todo de infestación y muerte desde las fronteras de Persia hasta el Rin”. Para nosotros resulta imposible identificar la enfermedad con certeza. Con un cierto conocimiento, podríamos conjeturar que hablamos de la viruela, pero nuestro problema reside en la cultura excepcionalmente libresca de los antiguos. Siglos antes, una peste golpeó la ciudad de Atenas durante las guerras del Peloponeso, mientras los atenienses se apiñaban tras sus murallas (430-426 a. C.). Tucídides, que sobrevivió a aquel brote, lo describió con gran detalle, pero no en unos términos que nos permitan un diagnóstico moderno fiable (la opinión médica actual se decanta por las fiebres tifoideas). Tucídides estableció un modelo literario, y a partir de entonces se convertiría en una moda el que todo historiador clásico incluyese alguna escena con la peste. Aquello fomentaba la exageración. Pocos autores quieren que el tema del que hablan se tome por poco importante o secundario. Todas las descripciones posteriores de las epidemias se basaban en el relato de Tucídides. Galeno, el gran médico de la Antigüedad, se enfrentó con la aterradora realidad vital de la peste antonina en Roma y la interpretó y la describió a través del prisma de Tucídides.

Los antiguos tenían una vaga idea del contagio de la infección de una persona a otra: el ejército había traído la peste al regresar de Babilonia, pero una explicación mucho más común era la de un miasma presente en el aire de ciertos lugares. Durante un brote, el emperador Cómodo (180-192 d. C.) se retiró a Laurentum, un lugar considerado inmune gracias a la olorosa fragancia de las arboledas de laureles que le daban nombre a la ciudad. En última instancia, la causa de la epidemia era casi siempre la ira de los dioses ante el vicio o la maldad del ser humano, algo que podía ser el sacrilegio de profanar una urna en un templo.

Las diversas respuestas de los romanos ante la enfermedad no eran de ayuda y solían extender la enfermedad. Dado que la causa era divina, acudían a los dioses en busca de protección. “Febo [Apolo], dios intonso, líbranos de la nebulosa llegada de la peste”: en todas partes tenían este ensalmo escrito en los dinteles de las puertas. Según Luciano, autor satírico griego de la época, el oráculo lo había extendido un charlatán religioso. Luciano aseguraba que sus resultados iban en sentido contrario, porque fomentaba que la gente viviese con descuido y abandonara cualquier precaución. En el caso de quienes se lo podían permitir, la respuesta era la huida. Cuando la peste antonina llegó a la ciudad de Aquilea, los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero se apresuraron a partir hacia Roma con su gran séquito. Lucio Vero murió por el camino.

Según Cipriano, cuando la gente empezó a morir en gran número en Alejandría durante el siguiente gran brote, los cristianos “se arrimaban a ellos, los abrazaban, los lavaban y los envolvían en sus sudarios”, mientras que los paganos “arrojaban a los afectados a la calle antes de que hubiesen muerto”. Para pasar sobre el hecho de que morían tantos cristianos como paganos, Cipriano se regocijaba de que los primeros ascendían a los cielos mientras que a los segundos se los llevaban a rastras a la tortura eterna. En Roma, durante la peste antonina, el pagano Galeno asistió a numerosas víctimas de forma asidua. Entre los tratamientos supuestamente eficaces que él mismo registra se incluyen la ingesta de vinagre y mostaza o de tierra de Armenia, beber leche de la ciudad de Estabia o la orina de un niño.

La causa no siempre era divina. Florecían las teorías conspirativas más singulares. Durante el brote que se produjo con Cómodo en el trono, un observador culto e informado como el senador e historiador Dion Casio —que ocuparía un puesto en el consejo de dos emperadores— afirmaba que con frecuencia morían 2.000 personas diarias en la ciudad de Roma y muchas más a lo largo y ancho del Imperio. Estos infortunados, creía él, “perecían a manos de criminales que impregnaban unas agujas minúsculas con sustancias mortíferas y recibían un pago por infectar a la gente”. No se revela la identidad ni la motivación de quien lo pagaba, pero el lector podría asumir que se trataba del mismísimo y malvado emperador Cómodo.

Existe un amplio debate sobre los efectos de la peste antonina y de su sucesora. Algunos académicos afirman unas tasas de mortalidad que ascienden hasta el 25% o incluso el 50% de la población, y se citan como prueba ciertos fragmentos de informaciones aisladas: que Marco Aurelio reclutaba esclavos, gladiadores, bandidos y bárbaros para sus guerras en el norte, que cayó el número de personas que pagaban impuestos en una pequeña región de Egipto, que una mina en los Balcanes cesó su producción…, pero los ejemplos no son muy evidentes. En lugar de aumentar los impuestos para su guerra, Marco Aurelio vendió en liquidación los tesoros almacenados en palacio, y podría haber una preocupación similar detrás de su heterodoxo reclutamiento. En Egipto, o en cualquier otro lugar, se podría haber aducido una epidemia como justificación para no pagar los impuestos. Y los efectos tampoco fueron permanentes: el experimento para surtir las filas del ejército no se volvió a repetir; el número de contribuyentes en Egipto volvió a incrementarse con el tiempo; la mina de los Balcanes reabrió 10 años después. Por encima de todo, se ha de recordar que, tras la segunda peste relatada por Cipriano, el Imperio romano de Occidente duró otro siglo más, y el de Oriente, más de un milenio.

Ante el coronavirus, no hay ninguna medida práctica que podamos aprender de la experiencia de los romanos: beber orina no sirve de ayuda. Pero sí que hay lecciones útiles al respecto de cosas que debemos evitar: no echarle la culpa del brote a los demás, a grupos externos al nuestro, tal y como hicieron los romanos con los persas y con los soldados; no ceder ante las teorías de unas conspiraciones inverosímiles y descabelladas, como que hay Gobiernos que quieren asesinar en secreto a grandes segmentos de la población. Tal vez lo más significativo de todo sea un mensaje de esperanza: la peste no provocó la caída de Roma.

Harry Sidebottom es especialista en historia clásica y autor de las series de novelas El guerrero de Roma y El trono de los césares.

Traducción de Julio Hermoso.

 
La verdad sobre la terrible muerte del heredero de Sissi Emperatriz, el gran misterio del siglo XIX
La última Emperatriz de Austria Zita de Borbón-Parma reconoció a finales del siglo XX que «la verdad es que el Archiduque Rodolfo fue asesinado y que este asesinato fue político. En nuestra familia siempre hemos sabido la verdad, pero Francisco José hizo jurar a todos los que estabamos al corriente del crimen que nunca dirían nada»



Cadáver de Rodolfo de Habsburgo.


Cadáver de Rodolfo de Habsburgo.


César Cervera
César CerveraSEGUIRActualizado:16/04/2020



Para Isabel Amalia Eugenia Duquesa en Baviera, Emperatriz consorte de Austria entre 1854 y 1898, conocida como Sissi, el estricto protocolo palaciego de Viena y la aspereza de su marido Francisco José I, hombre profundamente enamorado de su mujer pero tan tieso como el acero, fueron una desagradable sorpresa. Una cárcel de lujo con lámparas de araña y bailes despampanantes, pero una prisión al fin y al cabo. La bávara llegaría a afirmar que «el matrimonio es una institución absurda» y, en un intento de alejarse de esa corte asfixiante, desde los 35 años optó por desaparecer de la vida pública. Nunca más se retrató y comenzó a llevar un velo azul, una sombrilla blanca y un abanico de cuero con los que se tapaban rostro en todas partes.

Un hijo complicado
A este recogimiento, en el que aprovechó para alimentar sus inquietudes culturales, contribuyó de forma decisiva la muerte del Príncipe heredero Rodolfo, en 1889, en circunstancias nunca esclarecidas. El único hijo varón de Sissi y Francisco José I mostró desde niño problemas psiquiátricos derivados, probablemente, de una educación militarizada y carente de afecto familiar. Mostraba instintos suicidas y depresivos, agravados años después por el tratamiento que recibía contra la sífilis. En contra del autoritarismo imperial de su padre, Rodolfo abrazó desde muy jóven ideas liberales, burguesas y anticlericales que, dado lo poco simpáticas que le resultaban estas a la nobleza, procuró guardar bajo llave.



La emperatriz Isabel por Franz Xaver Winterhalter, (1865)


La emperatriz Isabel por Franz Xaver Winterhalter, (1865)



Su obsesión a nivel de política exterior era centrarse en el este del continente, en vez de en la esfera alemana, para crear en torno al Imperio austrohúngaro una red de países asociados, entre ellos Rumanía, Serbia, Bosnia y Albania, con el objeto de frenar el avance ruso por la Europa oriental. Dado que la estrategia de Francisco José de Austria iba, más bien, en la otra dirección, Rodolfo empezó a intrigar contra su padre en las fechas que precedieron a su muerte. Adelantándose a sus movimiento, el Emperador envió a su hijo a principios de 1889 a un viaje por el Adriático para alejarle de las tramas palaciegas y de pensamientos tan oscuros. No obstante, el 11 de enero ya estaba de vuelta en Viena, no tanto por cuestiones políticas sino por verse con su última conquista sexual.

Casado en 1880 con la princesa belga Estefanía de Lieja, ni siquiera una hija en común trajo concordia familiar a Rodolfo, al que su mujer nunca perdonó que le contagiara una enfermedad venérea derivada de esas numerosas correrías nocturnas y de su tropa de amantes. A su regreso del viaje por el Adriático, programado en principio para varias semanas, el heredero imperial se reunió con la baronesa María Vetsera, hija de un diplomático húngaro y la heredera de una familia de banqueros turcos, justo el área de influencia que más interesaba a Rodolfo.

Se habían conocido a finales del año anterior en una carrera de caballos y el amor prendió de forma salvaje, convulsiva. «Estuvo anoche con él desde las siete hasta las nueve. Ambos hemos perdido la cabeza. Ahora nos pertenecemos por completo», escribió la baronesa tras la primera noche de pasión.

Unidos por la muerte
Rodolfo y María se vieron más de treinta veces en cuestión de tres meses y él quiso, para demostrarle que no era un amor pasajero, regalarle un anillo con las iniciales IL VBIDT («In Liebe Vereint Bis In Dem Tode», esto es, «Unidos por el amor hasta en la muerte») que resultó premonitorio. En una reunión celebrada en Viena el 26 de enero de 1889, Francisco José reprochó a su hijo lo escandalóso de esta relación extramatrimonial y el hecho de que hubiera escrito al Papa pidiendo la anulación de su matrimonio sin ni siquiera avisarle. La fuerte discusión resultante terminó con el Emperador sufriendo un desvanecimiento y Rodolfo marchándose del lugar muy alterado.


Rodolfo de Habsburgo en 1887


Rodolfo de Habsburgo en 1887



En la madrugada del 30 de enero aparecieron los cadáveres de Rodolfo de Habsburgo-Lorena, de 30 años, y de María Vetsera, de 17 años, en el refugio de caza de Mayerling, a pocos kilómetros de Viena, que se había construido el archiduque varios años antes. La Princesa Estefanía, que estuvo allí dos veces alojada, describió el lugar más como «un museo, o las habitaciones de un profesor de historia natural, que las de un príncipe alto y poderoso. Unos de los salones se organizó con el fin de representar un bosque. Un enorme oso, que el príncipe había disparado en una estancia en munkdcs, se aferraba a un pino de tronco. Búhos, linces, faisanes, zorros, venados y ciervos se encontraba en esta sala maravillosa».

La pareja se había desplazado allí dos días antes para disfrutar en secreto de su amor, de hecho habían planeado juntos un falso secuestro para que nadie sospechara de la ausencia de María. La noche anterior a su muerte estuvieron hasta altas horas de fiesta junto a su cochero de confianza y, sobre las siete y media de la madrugada, Rodolfo pidió a su ayudante de cámara Johann Loschek que le despertara una hora más tarde para desayunar. Fue supuestamente la última vez que se vio con vida al heredero.

Anatomía de una tragedia
Cuando a la hora convenida los criados no hallaron respuesta en el cuarto, consultaron al Conde Hoyos y al concuñado de Rodolfo, Felipe de Sajonia-Coburgo, que había sido invitado a cazar en la casona, sobre cómo proceder. Estos dieron permiso para forzar la entrada. Según la descripción hecha por el Conde Hoyos, encontraron en la cama dos cadáveres: «El del príncipe aún estaba caliente, podría haber muerto media hora antes; María al menos llevaba muerta una hora y aparecía tapada con un cobertor. Sobre una mesa había un vaso con restos de coñac. Sobre la mesilla de noche un espejo. Junto al Príncipe una pistola».



Fotografía de María Vetsera


Fotografía de María Vetsera



Francisco José I hizo jurar a todos los testigos del suceso que guardarían silencio y comunicó una primera versión poco convincente: Rodolfo había muerto por una apoplejía. De su acompañante simplemente no dijeron nada. Cuando se desataron los rumores por Viena y por las grandes cortes europeas, el Emperador reconoció que su hijo se había suicidado debido a una «enajenación mental».

Aunque ambos cuerpos mostraban, según los rumores, signos de haber sido golpeados, la investigación oficial determinó que se trataba de un su***dio pactado, una de esas costumbres tétricas propias de los románticos decimonónicos. Él habría disparado primero a su amante, incapaz de asumir que aquel amor iba a resultar imposible, y luego se habría metido un disparo en la sien. Así parecía apuntarlo el tono de despedida de sus últimas correspondencias. Rodolfo le dijo a su esposa que «ya te ves libre de mi funesta presencia. Sé buena con la pobre pequeña [la hija del matrimonio], ella es todo lo que queda de mí. Voy tranquilo hacia la muerte. A su hermana pequeña directamente le reconoció que «muero a pesar mío».

«Soy más feliz en la muerte que en la vida»

María, por su parte, se despidió de su madre entre disculpas: «Querida mamá: perdóname lo que he hecho. No puedo resistir su amor. De acuerdo con él, quiero ser enterrada a su lado en el cementerio de Alland. Soy más feliz en la muerte que en la vida». En un cenicero dejó inscrito unas palabras misteriosas en tinta violeta: «El revólver es mejor que el veneno, más seguro».

«Una auténtica batalla campal»
Desde entonces no se ha parado de especular con teorías alternativas al su***dio. La más repetida es que habría sido el propio Francisco José, consciente de que su hijo estaba fuera de control, quien autorizó el asesinato del Archiduque. Al Imperio austrohúngaro no le faltaban enemigos dentro y fuera de sus fronteras capaces de creer esas ideas tan oscuras. Enemigos como aquellos que tres siglos antes acusaron a Felipe II de España, otro Habsburgo, de haber ordenado la muerte de su hijo Carlos con el objetivo de tejer una leyenda negra en torno a todo lo relacionado con esta dinastía católica y con tendencia a dar puñetazos en el tablero europeo de vez en cuando.

Varios testigos señalaron ciertamente que el cuerpo de la joven mostraba signos de haber sido golpeada, aparte del disparo en la cabeza que provocó su muerte. El cuerpo de Rodolfo también presentaba cortes de sable, entre ellos en la mano, con la consiguiente pérdida de dos dedos que, según las teorías conspiranoicas, se ocultó rellenando durante el funeral su mano con Paj*.

El embajador alemán informó a Bismarck de que las heridas, en efecto, no correspondía con la versión oficial. Lo mismo ocurría con el escenario de la tragedia. Frederic Wolf, un carpintero residente cerca de Mayerling, describió la habitación del suceso haciendo caso a los trabajos que su padre realizó allí como «el escenario de una auténtica batalla campal»: muebles rotos, impactos de bala, huellas de sangre por todas partes...



El caserón de Mayerling donde tuvo lugar el suceso


El caserón de Mayerling donde tuvo lugar el suceso



El propio Conde Hoyos reconoció en una carta que no se habían hecho públicos todos lo detalles: «Su Alteza está muerto. Es todo lo que puedo decir. No me pidáis que os dé más detalles; es demasiado terrible. He dado mi palabra al Emperador de no decir nada de lo que he visto».

La última Emperatriz de Austria Zita de Borbón-Parma se atrevió a finales del siglo XX a revelar, según ella la verdad de «que el Archiduque Rodolfo fue asesinado y que este asesinato fue político. En nuestra familia siempre hemos sabido la verdad, pero Francisco José hizo jurar a todos los que estabamos al corriente del crimen que nunca dirían nada». Según señaló la esposa de Carlos I de Austria, los asesinos materiales fueron un grupo de profesionales de la muerte venidos del extranjero y el instigador Georges Clemenceau, director del diario francés La Justice y, a la postre, Primer Ministro de Francia durante la Primera Guerra Mundial. Pero sus palabras fueron desmentidas por su hijo, el Archiduque Otto, quien aseguró, categórico, a los periodistas: «No existen tales pruebas. Rodolfo se suicidó».

Para Sissi la muerte de su hijo fue la gota que colmó el vaso. Nunca volvió a ser la misma. Abandonó la intrigante Viena y adoptó el negro como único color para su vestimenta. Con el tiempo se hizo extraño que la Emperatriz visitase a su marido en Viena y, de hecho, cuando fue asesinado por un anarquista italiano en 1898 se encontraba muy lejos de su familia, en un lago suizo, sumida en una huida hacia delante que le llevó a recorrer de punta a punta el Mediterráneo.

 
Así funcionaba en la Edad Media el hospital más antiguo del mundo: curando desde hace 1.400 años
El Hôtel-Dieu fue fundado por el obispo Landerico el 26 de junio del 651, en París, 500 años antes de que se comenzara a construir Notre Dame a escasos quinientos metros, y ha funcionado ininterrumpidamente hasta hoy


Grabado del Hospital Hotel Dieu de París, realizado en 1830


Grabado del Hospital Hotel Dieu de París, realizado en 1830 - Robert Wallis




MADRID Actualizado:17/04/2020

En noviembre de 2013, ABC informaba a sus lectores de la intención de François Hollande de «desmantelar implacablemente el hospital más antiguo y legendario de París». En realidad, el Hôtel-Dieu era el centro hospitalario más viejo del mundo, ya que ha estado atendiendo a sus pacientes ininterrumpidamente desde que comenzó a funcionar en el siglo VII, a quinientos metros de la catedral de Notre Dame. El presidente alegaba que estaba en crisis desde hace años, «pero sus servicios de urgencia prestaban unos servicios que no es exagerado calificar de míticos», aseguraba nuestro corresponsal.

Para que se hagan una idea, cuando el Hôtel-Dieu fue fundado por el obispo Landerico el 26 de junio del 651, aún faltaba medio milenio para que la famosa catedral comenzara a construirse. Y cuando sufrió su incendio en abril del año pasado, el histórico hospital todavía seguía prestando servicio. Hollande no consiguió desmantelarlo del todo por la presión de los sindicatos y del personal sanitario. De hecho, fueron dos de sus otorrinolaringólogos quienes detectaron, hace unas semanas, que la pérdida del olfato era uno de los síntomas que podía padecer un paciente con coronavirus.

Nuestra mirada está puesta en el funcionamiento de los hospitales y el enorme sacrificio de su personal sanitario desde que comenzó la pandemia en enero. Todos los días aplaudimos a las 20.00, pero, ¿alguna vez nos hemos preguntado cómo era esta labor en la Edad Media y con qué instalaciones contaban los médicos? «Hoy en día, el hospital se considera la institución más importante en lo que respecta a la atención médica tanto para pobres como para ricos. Y a menudo se asume que siempre fue así, pero hasta hace poco, la mayoría de la gente, sobre todo si estaba enferma, habría luchado por no ser ingresado en un hospital, el cual se asociaba con la pobreza y la muerte», apuntaba Lindsay Granshaw en su libro «The Hospital in History» (Routledge, 1989).

Catorce siglos
No era el caso del Hôtel-Dieu, considerado uno de los mejores hospitales de toda la Edad Media. Los sabemos porque aún hoy existe una gran cantidad documentación histórica, debido precisamente a que comenzó siendo una institución filantrópica que pronto se convirtió en un centro sanitario de beneficencia pública. Durante más de catorce siglos, continuó siendo la piedra fundacional y el cimiento de todo el sistema hospitalario de la capital de Francia. De ahí que el mérito de desmantelarlo sea cuanto menos dudoso, en referencia a Hollande.

Muchos autores han descrito a este y otros hospitales medievales como un espacio implantado para realizar una labor de caridad pública y gratuita, para aliviar el sufrimiento y disminuir la pobreza de la gente. En esto, el Hôtel Dieu fue un modelo y una excepción a la vez. En sus orígenes contó con la ayuda de un grupo de mujeres que, voluntariamente, prestaban sus cuidados a los enfermos, débiles, huérfanos, ancianos y desvalidos. En el siglo XII, estas mujeres se constituyeron como orden religiosa adscritas a la orden de San Agustín y siguieron prestando sus cuidados en el centro hasta la Revolución Francesa.

Hasta ese siglo XII, la considerada primera etapa de la configuración de los hospitales para el historiador Mirko Grmek, los médicos y enfermeros seguían la «Regula Benedicti», dictada siglos atrás por San Benito de Nursia: «Debemos ocuparnos con preeminencia de los enfermos, debemos servirles como si se trataran de Jesucristo, puesto que Él ya dijo: “Estuve enfermo y vosotros me cuidasteis”. Y también: “Lo que hayáis hecho a uno de estos pobres, me lo habréis hecho a mí”. Por consiguiente, ha de ser obligación personal que los enfermos no sean descuidados en ningún caso, sea cual sea su estado y condición”».

Maternidad
Esta regla evidenciaba que la importancia de la religión en la asistencia. Se puede decir que la mayoría de los hospitales eran instituciones más eclesiásticas que médicas, en las que se ingresaba y aislaba a los enfermos para brindarles más alivio que intenciones de curarles. El amor y la fe eran aspectos más importantes que las habilidades y destrezas científicas de los sacerdotes y el personal sanitario. Sin embargo, en el siglo XIII, el Hôtel-Dieu ya contaba con cuatro salas principales para pacientes en diversos estadios de su enfermedad, que eran divididos por su mayor o menor gravedad. A esta se sumaba otra sala para los que estaban en fase de recuperación y una más para maternidad.

Tan especial era el cuidado que los pacientes recuperados solían permanecer voluntariamente varios días más para trabajar en la granja o en la huerta en agradecimiento al personal. La gran mayoría de los hospitales de la Edad Media no fueron gestionados tan eficientemente como el Hôtel Dieu. A partir de 1136, solo estuvo a su altura el hospital del Pantokrátor, fundado por el emperador bizantino Basilio Juan II a orillas del Bósforo: tenía 50 camas repartidas en cinco departamentos: 10 para enfermedades quirúrgicas, ocho para enfermos agudos, 10 para enfermos masculinos, otras tantas para mujeres y, finalmente, 12 para enfermedades ginecológicas y partos. Y cada uno contaba con dos médicos, cinco cirujanos y dos enfermeros o sirvientes, todos bajo las órdenes de dos médicos jefes.

Ambos hospitales contaban, eso sí, con un departamento ambulatorio, de manera que muchas enfermeras se desplazaban a casa de los pacientes más pudientes para tratarlos. Y tenían también una farmacia, un baño propio, un molino y una panadería. Un lujo de instalaciones que eran, obviamente, no se daban en prácticamente ningún centro sanitario del mundo. Por eso al Hotel-Dieu iban siempre los mejores médicos del país. Y a lo largo de sus 1.400 años de vida, han trabajado en él los mejores especialistas de la historia. Véanse, por ejemplo, Jean-Nicolas Corvisart, médico personal de Bonaparte y uno de los cardiólogos más famosos del planeta en su momento; Ambroise Paré, padre de la cirugía, la anatomía, la teratología y la sanidad militar; Pierre Joseph Desault, doctor personal del hijo de Luis XVI; Guillaume Dupuytren, el primer especialista que extirpó el maxilar inferior y drenó exitosamente un absceso cerebral; Armand Trousseau, cuyas obras sobre medicina clínica y terapéutica tuvieron gran repercusión en el siglo XIX, y el famoso biólogo, anatomista y fisiólogo francés Xavier Bichat, que murió precisamente al caer por las escaleras del hospital.

Calefacción
El Hôtel Dieu sufría, por supuesto, algunas de las penurias de la oscura Edad Media, por ejemplo, en lo que respecta a la alta demanda. En ocasiones cada cama podía ser ocupada por dos pacientes, algo común en la mayoría de los hospitales del mundo, donde la peste y las enfermedades contagiosas eran, generalmente, más letales para los cruzados que las espadas de los Sarracenos. Según aparece representado en las ilustraciones de varios artistas de la época, algunas de las camas estaban separadas por telas que nunca se lavaban y que, por lo tanto, facilitaban la expansión de las infecciones y entorpecían la ventilación.

En nuestro hospital parisino, las habitaciones eran calentadas, por lo menos, con enormes fogones y estufas de carbón vegetal. Y las prendas de los enfermos eran guardadas en un cuarto cerrado para lavarlas y arreglarlas antes de ser devueltas. La organización de este centro se puede decir que era similar a la de los hospitales modernos, con un jefe en cada departamento. Y así continuó hasta nuestros días. Como dijo el cirujano francés Jacques-René Tenon en 1788: «Nosotros tenemos en Paris un hospital único en su género; ese hospital es el Hôtel-Dieu, en el que se atiende a cualquier hora sin excepción de edad, s*x*, país, religión; fiebres, diarreas, contagiosos y no contagiosos, a los locos susceptibles de tratamiento, a las mujeres, a los niños y a las embarazadas; es el hospital de los hombres y los enfermos».

 
Los bulos que mataron a Cleopatra
Una investigación de universidades europeas sobre los rumores en la historia rescata las falsedades que los dirigentes romanos extendían para su propio interés con fines políticos o militares


'La muerte de Cleopatra' (1874), de Jean André Rixens.


'La muerte de Cleopatra' (1874), de Jean André Rixens.



VICENTE G. OLAYA
Madrid - 18 ABR 2020


El senador Lucio Sergio Catilina nunca quiso quemar Roma, pero gran parte de los ciudadanos de la ciudad así lo creyó, lo que le costó la vida. El político romano Escipión Nasica le hizo una broma a un campesino sobre sus excesivamente callosas manos, pero la anécdota denigrante se extendió y se deformó, así que perdió las elecciones para convertirse en edil. Julio César nunca cruzó el río Rubicón —la frontera entre Italia y la Galia— con un inmenso ejército; sin embargo, eso creyeron sus adversarios, que huyeron despavoridos. Y hasta Marco Antonio y Cleopatra terminaron sus vidas por una burda falsedad que no pudieron detener.

El artículo científico Noticias falsas, desinformación y opinión pública en la Roma republicana, de Francisco Pina Polo, profesor de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza, explica que la propagación de bulos también se empleó con fines interesados en la Antigüedad. La publicación del experto forma parte de un proyecto de investigación de varias universidades europeas denominado False testimonianze, copie, contraffazioni, manipolazioni e abusi del documento epigrafico antico (Testimonios falsos, copias, falsificaciones, manipulaciones y abusos del antiguo documento epigráfico). Pina Polo recuerda que “la expansión de estas falsedades ha existido siempre a lo largo de la historia, y en todo caso lo que ha ido variando es el modo en que han sido difundidas”. Ahora, la diferencia fundamental radica en el fulminante poder de propagación instantánea que tienen las redes sociales.

En la Roma republicana (del 509 al 30 antes de Cristo), las asambleas populares (contiones), servían “como principal megáfono para la propagación entre la población de ideas, propuestas de ley, anuncios de todo tipo y ataques políticos”. “Un discurso pronunciado en una contio podía, por lo tanto, servir como punto de partida para transmitir una información", pero los falsos rumores que surgían provocaban su rápida difusión .

El político, escritor y filósofo Cicerón ya alertó de la importancia decisiva de estos rumores, sobre todo en época electoral, hasta el punto de que podían arruinar la reputación de un político o cambiar el signo de una batalla. Por ejemplo, el historiador griego Plutarco relata que, en el 49 a. C., Julio César marchaba supuestamente hacia Roma con un enorme ejército (en realidad eran solo 300 jinetes y 5.000 infantes) para atacar a su enemigo Pompeyo Magno. La falsa noticia de su gigantesco ejército provocó el pánico y el caos en la ciudad. Sus habitantes huyeron. “Finalmente, Pompeyo, ante la imposibilidad de conseguir información fidedigna sobre las tropas del enemigo”, abandonó también Roma y dejó vía libre a César.

Otro ejemplo es el del tribuno de la plebe Tiberio Graco, quien en el 133 a. C. quería que se aprobase una ley agraria justo cuando el rey Átalo III de Pérgamo acababa de morir y dejaba al pueblo de Roma su fortuna. Graco propuso que esa enorme cantidad fuese destinada a financiar su reforma. Pero muchos senadores se opusieron y comenzaron a acusarlo de querer convertirse en tirano. El senador Pompeyo le acusó entonces de recibir de Átalo una diadema real, como si fuera un rey. Pompeyo “no aportó ninguna prueba, ni afirmó haber visto personalmente la entrega, simplemente dijo que sabía que se había producido”, recuerda Pina Polo. El rumor se extendió por Roma. Graco fue asesinado y su cadáver tirado al río.

El consulado de Cicerón en el año 63 a. C. quedó marcado por una supuesta conjura. Cicerón presentó su lucha contra el senador Catilina, el presunto traidor, como su gran triunfo. Primero, sacó a la luz una conspiración que nadie había visto y luego acabó con ella. En varios discursos en el Senado y ante el pueblo, subrayó el peligro que representaba para la supervivencia de la res publica que Catilina y sus hombres lograran tomar el poder. Según él, la alternativa era o la libertad que él mismo encarnaba o la tiranía de los supuestos conjurados.

Cicerón buscó en sus discursos causar pánico en la población. “Catilina no era sólo una criatura depravada y deshonesta", según la versión no contrastada del filósofo, “que aspiraba a poner fin a las instituciones de la República, sino que, además, quería destruir físicamente la ciudad”. Cicerón no ofreció ninguna prueba, ni dijo en qué basaba su acusación, ni explicó con qué propósito Catilina quería quemar Roma, pero lo acusó una y otra vez de querer hacerlo. Convirtió la eliminación de Catilina, no sólo en un problema político, sino ante todo de supervivencia para Roma. Catilina fue, finalmente, eliminado. Cicerón terminó vanagloriándose de haber salvado personalmente Roma de su destrucción por el fuego: "Yo he conservado íntegra la ciudad y sanos y salvos a los ciudadanos”, clamó.

Y un último ejemplo de “manipulación pública”. Marco Antonio, en el 32 a. C., hizo testamento en vida. Octaviano -el futuro emperador Augusto- se enteró de que sus ultimas voluntades estaban custodiadas por las sacerdotisas vestales y se hizo por la fuerza con ellas. Leyó solo algunas de sus partes en el Senado y en una asamblea popular. Destacó, sobre todo, las cláusulas relativas a sus funerales, ya que Marco Antonio supuestamente había dejado escrito que quería ser sepultado en Alejandría, en Egipto, donde convivía con la reina Cleopatra. Octaviano creó así de Marco Antonio una imagen de “lacayo de Cleopatra absorbido por el lujo oriental”. Fue la antesala de la declaración de guerra, de la victoria del futuro Augusto en la batalla de Accio frente a la flota de los amantes, de la muerte de Antonio y del su***dio de Cleopatra.

“Hay por lo general una estrecha relación entre bulo, rumor y miedo. El miedo suele desembocar en enfado, incluso odio. La indignación activa el deseo de castigar a quien ha sido identificado como enemigo. El bulo entendido como noticia está en el origen del rumor que permite modelar la opinión pública y contagiar el pánico, a partir del cual era factible en Roma justificar la muerte de Graco, la represión de los catilinarios o la guerra contra Antonio”, señala Pina Polo. O de cualquier otra cosa en el siglo XXI.



LA MAYORÍA SABÍA QUE LOS MARCIANOS NO ESTABAN INVADIENDO LA TIERRA
Francisco Pina Polo destaca que lo que hay que tener en cuenta es la “propia dinámica de transmisión de una información más allá de los canales oficiales”. Y recuerda que en 1938, la versión radiofónica de la novela The War of the Worlds (La Guerra de los Mundos) de H. G. Wells, dirigida por Orson Welles al frente del The Mercury Theatre on the Air, provocó en Estados Unidos el pánico ante una presunta invasión de marcianos. Pero un reciente libro ha mostrado que la ola de pánico no fue tan generalizada como siempre se ha dicho. “La mayoría de oyentes entendieron correctamente que se trataba de una ficción, entre otras cosas porque el programa estaba anunciado previamente como una teatralización radiofónica. En realidad, el pánico parcial se produjo cuando las personas que creyeron realmente que la invasión estaba teniendo lugar transmitieron el bulo a otras que, a su vez, lo asumieron como cierto e impulsaron un rumor imparable hasta que la realidad se impuso horas más tarde”. Fue, por lo tanto, “la transmisión del miedo individual lo que generó un miedo colectivo irreflexivo, a pesar de que esas personas tenían la posibilidad de telefonear a los periódicos, a la radio o a la policía para mejor informarse de lo que sucedía”, señala el profesor de la Universidad de Zaragoza. “A partir de estas premisas y reflexiones basadas en nuestra propia época, se pueden volver los ojos a la Roma republicana”.

 
CONFINADOS EN LA HISTORIA 4/ ELIZABETH BÁTHORY EN EL CASTILLO DE CSEJTHE

La condesa sangrienta se quedó sin suministros
Considerada la Drácula femenina, la aristócrata húngara a la que se atribuye bañarse en sangre de doncellas fue emparedada en su castillo

JACINTO ANTÓN
20 ABR 2020


Paloma Picasso como Elizabeth Báthory en 'Cuentos inmorales'.


Paloma Picasso como Elizabeth Báthory en 'Cuentos inmorales'.



Es tentador decir que la condesa sangrienta se quedó durante su confinamiento sin productos de baño, pero probablemente sería una broma gruesa y además no del todo exacto. La aristócrata húngara Elizabeth Báthory (Nyirbátor, 1560-Csejthe, 1614), también conocida como la Alimaña y la Loba, que son motes como para ir a visitarla, ha pasado a la historia por los horrendos crímenes de que la acusaron y en general se la recuerda sobre todo en la imaginación popular por bañarse en sangre de doncellas para mantenerse joven. Condenada en 1610 al confinamiento para el resto de sus días en su castillo de Csejthe, actual Chactice, Eslovaquia -murió cuatro años después, con el aburrimiento que hoy no nos cuesta nada imaginar-, evidentemente dejó de poder echar mano de las jóvenes con las que daba salida a sus pulsiones criminales. Pero en realidad, aunque nos fascine la imagen de la mujer solazándose en su rojo baño producto del asesinato, no está acreditado que ese fuera uno de los delitos que cometió y por los que la castigaron.

La inmersión en sangre es de hecho una adherencia posterior a su leyenda, un siglo después de su muerte, que no aparece en las acusaciones de su tiempo ni en los documentos procesales de su caso. Según los testimonios usados en su contra, la noble húngara sería una asesina en serie sádica que torturaba y mataba por placer a las chicas que eran sus víctimas (se llegó a citar la cifra de 650 muertes), pero no había en ello componente vampírico ni cosmético (lo que no empequeñece sus crímenes). No obstante, la imagen, alimentada por el cine y la literatura (Valentine Penrose ha evocado en La condesa sangrienta, que ahora ha reeditado WunderKammer, como nadie a la aristócrata “ordeñando la sangre para recibirla en su estática belleza”), es tan poderosa que resulta igual de imposible sacar a Elizabeth Báthory de su baño de sangre como a Cleopatra del suyo de leche de burra. No sabría decir si bañarse en sangre tiene algún beneficio real; en leche, al parecer sí: no hace falta que sea de burra, ni tampoco verter 300 cartones en la bañera, basta con tres tazas, eso sí, ha de ser leche entera.


Elizabeth o Erzsébet Báthory pertenecía a una de las familias de más añeja nobleza de Europa. Procedían de Suabia, pero la leyenda les suponía descendientes de los míticos siete jefes magiares que llevaron a sus tribus hasta las llanuras húngaras y cuya patria era la bárbara Escitia. Algunos remontaban su origen hasta el mismísimo Atila, significativamente el ancestro que reivindica el conde Drácula en la novela de Bram Stoker. Los destinos de ambos, el conde vampiro y la condesa sangrienta, se han mezclado de manera fértil en la ficción. En Countess Dracula, producción clásica de la Hammer de 1971, por ejemplo, una turgente Ingrid Pitt (sic) era una trasunta de Elizabeth Báthory que sin su baño de sangre devenía una anciana con una fea verruga en la barbilla, a veces en pleno acto amoroso, lo que resultaba un engorro. La aristócrata húngara fue posiblemente una influencia en la creación del escritor irlandés, y ella misma se ha puesto la capa del príncipe de los no muertos adquiriendo connotaciones vampíricas que jamás tuvo en vida. En realidad, el mundo de Drácula, el de los voivodas tardomedievales como Vlad Tepes (Vlad Dracula o Vlad el empalador), es anterior al de Elizabeth Báthory. Curiosamente, en este mundo de influencias y mezclas de sangre (valga la palabra) históricas y literarias, Drácula y Vlad Tepes también han cruzado influencias: el primero adquiriendo carta de nobleza transilvana y el segundo una relación con el vampirismo que tampoco tuvo nunca (y mira que no sería porque no cometió barbaridades el voivoda).



Lucía Bosé en 'Ceremonia sangrienta'.



Lucía Bosé en 'Ceremonia sangrienta'.



En el linaje de los Báthory, del nombre de su propiedad pero también del húngaro “bátor”, valiente, por un antecesor que habría matado un dragón en los predios familiares de Ecsed, se cuentan grandes y acreditados guerreros, famosos castellanos y palatinos, voivodas y príncipes de Transilvania y hasta un rey de Polonia y Gran Duque de Lituania. El escudo de armas de la familia muestra tres colmillos de dragón de plata sobre fondo rojo y está rodeado por otro dragón que se muerde la cola. Vamos, que quedaría estupendamente en el castillo de Drácula. En la época de Elizabeth Báthory los dientes del blasón habrían pasado a ser de lobo, que no sé yo si no es aún más inquietante.

La condesa siempre manifestó un altivo orgullo por esa herencia, un punto salvaje y tenebrosa, considerando que su linaje, como era lo corriente en la alta aristocracia de la época, la hacía estar por encima de la moral tradicional y la justicia: una mentalidad feudal. Los Báthory no eran gente fácil. En la rama de nuestra condesa, los Ecsed, había una cierta predisposición a la locura -resultado sin duda de tanto matrimonio consanguíneo-, los comportamientos extraños y la violencia (lo normal cuando tus antepasados han ido en primera línea a guerrear desde la batalla de Mohács). Un tío de Elizabeth, István, estaba tan pirado que confundía el verano con el invierno y se hacía llevar en trineo por avenidas cubiertas con arena blanca para simular nieve.

En su maravilloso libro, que pese a contar con infinidad de datos, hay que leer como creación literaria y para nada como una biografía histórica, Valentine Penrose se deja llevar por la leyenda para aflorar una narración de una arrebatadora belleza siniestra. Se mete en el alma de la condesa (o el espíritu de esta posee a la escritora) convirtiéndose prácticamente en ella y reinventando su carácter y sus crímenes. En manos de Penrose, la historia de la Báthory se reviste de brujería y erotismo, de mandrágoras y perlas, con grandes baños de sangre. La escritora la pone bajo el influyo de la luna y dibuja una aristócrata decadente, narcisista, melancólica y cruel, de monstruosa lascivia, incapaz de culpa o remordimiento, hija de su raza, lesbiana y tremendamente sugerente. Presa de arrebatos de ira desenfrenada, verdaderas crisis de posesión, torturaba a varias chicas a la vez para desfogarse. No le gustaban bajitas. Recoge Penrose el dato de que tenía un espejo con forma humana, para poder pasar largas horas frente a él contemplándose apoyada. Y la describe en su castillo favorito de Csejthe, aquejada de ese esplín tan habitual ahora en nuestra vidas confinadas, “aburrida de forma tremenda”, cambiándose continuamente de vestido. “Ella de terciopelo rojo, ella de blanco, de negro con perlas, ella pintada bajo la gran frente pálida como una raja de fruta blanca y perversa. En el corazón de su cuarto, en el centro de los candelabros, solo ella; ella por siempre inalcanzable y cuyas múltiples facetas no podía reunir en una sola mirada”.

En el cine, Elizabeth Báthory ha tenido rostros tan conocidos como el de Lucía Bosé y el de Paloma Picasso. La primera la encarnó -en puridad a una supuesta descendiente en el siglo XIX- en Ceremonia sangrienta, de Jorge Grau, en la que Espartaco Santoni hacía de marido de la aristócrata convertido en vampiro. La hija de Picasso fue la condesa en Erzsébet Báthory, la tercera historia de los célebres Cuentos inmorales, de Walerian Borowczyk, un ejercicio de estilo con mucha jovencita desnuda a lo Bilitis y con la protagonista dejándose arrancar orgiásticamente por las ninfas el vestido entretejido de perlas antes de bañarse en su espesa sangre (la matanza, a espada, tenía lugar fuera de campo). En The Countess, drama histórico de 2009, se visualizaba la famosa escena canónica de la leyenda en la que al golpear a una criada por peinarla mal la sangre salpica la cara de la condesa y esta descubre que en esa zona la piel se le vuelve más tersa… Otras apariciones de la condesa en pantalla han sido en Báthory (2008), de Juraj Jakubisko, Le rouge aux levres (1970), encarnada por Delphine Seyrig, nada menos, o la rarísima Necrópolis (1970) de Franco Broncani que juntaba a la condesa (la actriz de Warhol Viva), Atila, el monstruo de Frankenstein y Carmelo Bene.

Los datos biográficos de que disponemos parecen indicar que la condesa sufría desde niña alguna enfermedad, quizá epilepsia y se ha sugerido que el uso tradicional en la época de la ingesta de sangre para tratarla podría haber tenido que ver con la mala fama que adquirió. En su mundo se mezclaban brutalidad y refinamiento, superstición y ciencia. Elizabeth Báthory hablaba húngaro, alemán, latín y griego y disfrutaba de todos los privilegios de su poderosa familia. Desde niña, a los 10 años, acordaron su matrimonio con un miembro de otra familia de raigambre, Ferenc Nádasdy, hijo del barón Tamás Nádasdy de Nádasd et Fogarasföld, cuyo apellido lo dice todo. Se casaron cuando la chica cumplió los 15 y parece que ella había tenido un hijo ilegítimo a los 13. Dado que la familia Báthory era sin embargo de más alta cuna todavía, Elizabeth conservó su apellido. El regalo de bodas de Nádasdy a la novia fue el castillo de Csejhte, en los pequeños Cárpatos, que se convertiría en su lugar favorito, el escenario principal de sus crímenes, y donde sería confinada hasta su muerte con 54 años.

Nádasdy pasaba largas temporadas guerreando como comandante de las fuerzas húngaras contra los turcos y la condesa se dedicaba a administrar las tierras y fincas. La pareja tuvo tres hijas y un hijo, el heredero Paul Nádasdy (nada que ver con Paul Naschy que por cierto enlazaría a su hombre lobo Waldemar Damsky con la condesa sangrienta en El retorno de Walpurgis, de 1973 en el que encarnaría a la Báthory María Silva). El marido murió en 1604 tras 29 años de matrimonio en los que si apreció cosas raras en su mujer se guardó los comentarios para él mismo. Ya antes de la muerte de Nádasdy corrían rumores sobre las actividades de la condesa, no solo en Hungría sino en la corte en Viena. Pero, fueron silenciados en virtud de los grandes servicios de los Báthory y los Nádasdy, y no fue sino en 1610 que se abrió una investigación oficial que reunió declaraciones de más de 300 testigos.

Lo que salió a la luz era tremendo: Elizabeth Báthory llevaba largos años asesinando a jóvenes campesinas que hacía conducir a sus propiedades, especialmente a Csejthe, para emplear como sirvientas. Ayudada por varios cómplices siniestros la condesa, en ataques de rabia, torturaba a sus víctimas propinándoles mordiscos, azotes, quemaduras, cortes, pinchazos con largos alfileres en los pezones, mutilaciones y despellejamientos. Las acusaciones incluían canibalismo y diversas otras perversiones y un grado elevadísimo de sadismo incluso para aquellos tiempos en los que era costumbre maltratar al servicio. Las chicas muertas eran enterradas discretamente en campos y jardines y se las sustituía por carne fresca. A tenor de la documentación, a la aristócrata la pillaron con las manos en la masa por así decirlo, con una joven a medio torturar y otra acabada de fallecer de sus heridas.

Es difícil decir qué había de verdad en todo aquello. En la actualidad hay historiadores que sostienen que fue un montaje para eliminar a un personaje poderoso e influyente, y excesivamente independiente, como era Elizabeth Báthory y apoderarse de sus grandes propiedades. Algunas acusaciones recuerdan a las de los procesos de brujería y no hay duda de que algunos testimonios se lograron bajo tortura. Hay quien sostiene que quizá gestos y comportamientos de la condesa se interpretaron mal. Pero es bastante probable que hubiera algo de base. Se ha sostenido también que Báthory se pasó de la raya al empezar a asesinar a jóvenes de la nobleza rural. Una cosa era matar campesinas y otra a retoños de la gente acomodada. Penrose sugiere que dejó de hacerle efecto la sangre roja y pasó a la azul.



Paloma Picasso en otra escena de 'Cuentos inmorales'.


Paloma Picasso en otra escena de 'Cuentos inmorales'.ARGOS FILMS / ARGOS FILMS



Sea como fuera, el juicio público de una mujer tan poderosa como Elizabeth estaba descartado, como también su ejecución, algo reservado en su clase para las conspiraciones políticas. En primera instancia se pensó internar a la condesa en un convento, pero la gravedad del caso llevó a condenarla a un encierro de por vida en el castillo de Csejhte, su guarida en un espolón de montaña. “Vas a desaparecer de este mundo y no volverás jamás a él”, le comunicaron, con un tono que hoy nos estremece más que nunca. En 1611 se la confinó en una habitación de la que tapiaron con piedras y mortero ventanas y puertas dejando solo una pequeña abertura para pasarle comida. En las cuatro esquinas del castillo se levantaron cuatro cadalsos para señalar que dentro vivía una condenada a muerte. En esa situación extrema, sin posibilidad alguna de desescalada, estuvo hasta el 21 de agosto de 1614, cuando un guardia que se asomó por la rendija la vio muerta. La enterraron en la cripta familiar de los Báthory en Ecsed, pero hoy se desconoce el paradero de su cuerpo.

Elizabeth Báthory, la Jezabel transilvana, nunca pidió perdón, ni mostró arrepentimiento alguno. Esas minucias no iban con ella. Podemos imaginarla en su confinamiento sola y despojada de su cruel y voluptuoso pasatiempo favorito, escuchando con nostalgia los gritos de agonía que todavía parecían resonar en los sótanos del castillo. En la actualidad la fortaleza de Csejhte está en ruinas pero hasta hace poco podía verse en los lavaderos una tina usada, se decía, para la sangre. “Prisionera, escuchaba los ruidos, esos ruidos del frío en el tejado y las almenas, antaño ahogado por las voces y el trajín cotidianos”, escribe Penrose. “A lo lejos, los lobos. Su cuarto seguía siendo el mismo, con los grandes espejos bajo la luz gris de enero. ¿Quién vendría? Oía pisadas de hombres y de caballos en los patios. ¿Tenía sentido todo aquello, todo lo que tal vez iba a desvanecerse como los otros sueños?”. Detrás de los viejos paramentos batidos por el viento debe seguir melancólica la condesa, aguardando vanamente a que alguien le traiga compañía y tenga el detalle de prepararle un baño.

 
LOS 'CRECEPELOS' DEL COVID-19
Las 'curas milagrosas' del coronavirus que no han cambiado en 700 años
La autora de 'Mejórate pronto: las peores plagas de la historia y los héroes que lucharon contra ellas' explica la historia de los falsos remedios y como no ha cambiado


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AUTOR
ACYV
Contacta al autor
21/04/2020



Al tiempo que se empezó a tomar en serio el Covid-19, la gente comenzó a recomendar todo tipo de 'curas' extrañas.
Un hombre en Arizona murió el 23 de marzo después de consumir limpiadorde acuarios porque Trump había afirmado que la cloroquina (un químico encontrado en el limpiador) podría suponer un "cambio de juego". En Inglaterra, la gente intentó destruir una torre de telefonía móvil después de que las teorías de conspiración vincularan el 5G con el coronavirus. Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia, sugirió a los ciudadanos beber vodkapara evitar la enfermedad.

Innumerables memes han circulado en Facebook, abogando por todo, desde hacer gárgaras con agua salada hasta comer ajo. Ha habido tantos 'remedios' defectuosos que la Organización Mundial de la Salud ha llamado a esta pandemia de desinformación "infodemia". Si bien estas "curas milagrosas" pueden extenderse más rápidamente en Facebook y Twitter, no son nada nuevo.

La paciencia y las plagas nunca han ido juntas. Las auténticas curas requieren una cantidad de tiempo –frustrante para algunos– para que se desarrollen los médicos y científicos. Cuando la gente está asustada puedee sentir que no tiene tiempo, y se aferran a cualquier cosa que parece ayudar, según explica Jennifer Wright, autora de 'Mejórate pronto: las peores plagas de la historia y los héroes que lucharon contra ellas' en 'New York Post'.


Siglo XIV
En el siglo XIV, la gente probó todos los supuestos remedios para ayudar a evitar la peste bubónica, que se transmitía por las pulgas. Los ricos comían esmeraldas, que no hicieron nada para combatir la peste, pero rasgaron sus tractos gastrointestinales y causaron hemorragias internas. Los pobres, que carecían de estas, intentaron beber su propia orina o pus de sus forúnculos reventados. Por su parte, los médicos aplicaban cataplasmas hechas con heces a los forúnculos de las personas.

Los ricos comían esmeraldas, que no hicieron nada para combatir la peste, pero rasgaron sus tractos gastrointestinales y causaron hemorragias internas

Si bien esos 'remedios' suenan absurdos, algunos persisten hasta el día de hoy. Durante el siglo XIV, la gente cortaba cebollas en pedazos y las colocaban alrededor de sus hogares, con la esperanza de que pudieran producir un olor lo suficientemente fuerte como para evitar la plaga y purificar el aire. No funcinó entonces y no lo hace ahora. Aun así, un video compartido por Mikel Afolayan en Twitter el 22 de marzo señala que la gente debería "obtener la mayor cantidad posible de cebollas", cortarlas y colocarlas en la casa. La AFP (Agence France-Presse) ha desmentido ese rumor.


No hemos progresado en 700 años
No son solo cebollas. Después de que la cadena Fox mencionó la cloroquina el 18 de marzo, Joan Donovan, directora de investigación del Centro Shorenstein de Medios, Política y Política Pública tuiteó que las búsquedas de quinina y agua tónica (que contiene quinina) se habían disparado. La doctora comentó con frustración que "miles de personas piensan que pueden curar el coronavirus bebiendo agua tónica".

Si bien la quinina se usa para tratar la malaria, la gente también imaginaba que curaría la gripe española en 1918. Durante ese tiempo, un comerciante notó que había vendido más quinina en un día que en los últimos tres años.


Falsos remedios históricos
Peor aún son las 'curas' comercializadas por comerciantes con mala fe que explotan el miedo de la gente para sacar provecho de las plagas.

Esto se remonta a la Peste Antonina en la década de 160, cuando Alejandro de Abonoteichos hizo una fortuna vendiendo hechizos "mágicos" que supuestamente evitarían la plaga (no lo hicieron).

Lo mismo ocurrió durante la gripe española cuando la gente vendía "paw paw pills" que prometían curar a la Enfermedad de Chase (Paw Patrol). El hucksterismo es una tradición estadounidense de larga data, que se remonta al menos a Clark Stanley, quien vendió lo que, según él, era una cura para todo el "aceite de serpiente". Cuando los investigadores (lo examinaron en 1917) descubrieron que era una farsa no solo por su ineficacia, sino porque estaba compuesto en su mayor parte de aceite mineral y grasa de vaca y nada de aceite de serpiente.

Ten la seguridad de que antes de que termine esta pandemia, muchos autodenominados "expertos" intentarán venderte curas falsas. Y puedes estar tentado a intentarlo. Pero si lo haces, las probabilidades son muy buenas de que, en el mejor de los casos, desperdicie dinero y, en el peor de los casos, termine siendo nombrado como un patético engaño en la trivia compartida por futuros historiadores.


 
¿Qué planes culturales puedo hacer hoy en casa? Martes 21


El Camino de Santiago a su paso por el Puente Fitero, que une las provincias de Palencia y Burgos.


El Camino de Santiago a su paso por el Puente Fitero, que une las provincias de Palencia y Burgos.FUNDACIÓN SANTA MARÍA LA REAL



Historia y patrimonio
El Camino de Santiago desde casa. El culto a las reliquias del apóstol Santiago está en el origen del Camino con fin en la ciudad gallega, en torno a mediados del siglo IX. La historia del fenómeno de la peregrinación a Compostela se puede seguir en un monográfico, por capítulos que pueden descargarse, disponible en la web Canal Patrimonio, de la Fundación Santa María la Real. De lunes a viernes, los historiadores Jaime Nuño y Pedro Luis Huerta, en un tono didáctico y accesible, desgranan, con numerosas imágenes del patrimonio y arte relacionado con el Camino de Santiago, aspectos generales de la ruta Jacobea, como por qué la vía principal es el llamado Camino francés y cómo surgieron las secundarias, o qué monarcas asturianos impulsaron este proyecto. Desde la primera mención a la existencia de los restos del apóstol en Compostela, datada en el año 885, ambos expertos dan cuenta de las leyendas y hechos que hicieron crecer este hito fundamental de la cristiandad. También se ocupan de describir cuestiones concretas, como las calzadas o los puentes que conformaron la infraestructura del Camino de Santiago o la indumentaria, ritos y ceremonias que practicaban los peregrinos desde sus inicios.

 
FIEBRE AMARILLA
La historia de los que se jugaron la vida en Nueva Orleans para lograr la inmunidad
Cuando la fiebre amarilla se extendió por la ciudad en el siglo XIX, la inmunidad se volvió tan valiosa que los ciudadanos estaban dispuestos a hacer todo lo posible para tenerla



Foto: Foto: iStock


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F.S.B.
22/04/2020


Cuando un joven llamado Isaac H. Charles llegó a Nueva Orleans en 1847, devastada por la fiebre amarilla, no trató de evitar la enfermedad mortal. Le dio la bienvenida a la fiebre amarilla y, lo que es más importante, a la inmunidad de por vida que tendría si sobreviviera. Por suerte, lo hizo. "Es con gran placer", escribió a su primo , "que puedo decirte con certeza, que tanto [mi hermano] Dick como yo estamos aclimatados".

Para hombres como Charles, la "aclimatación" –usando el lenguaje de la época– no era una opción, recoge 'The Atlantic'. Fue el llamado "bautismo de ciudadanía", la clave para ingresar a la sociedad de Nueva Orleans. Sin inmunidad a la fiebre amarilla, los recién llegados tendrían dificultades para encontrar un lugar para vivir, un trabajo, un préstamo bancario y una esposa. Los dueños de las empresas eran reacios a contratar a empleados que podrían sucumbir a un brote. Los padres dudaban de casar a sus hijas con esposos que pudieran morir.

La enfermedad es causada por un virus que se transmite a través de las picaduras de mosquitos y causa escalofríos, dolores, vómitos y, a veces, ictericia (coloración amarillenta de la piel), lo que le da nombre a la fiebre amarilla. La gente de Nueva Orleans del siglo XIX no entendía practicamente nada de biología de la enfermedad, por supuesto, pero notaron que sus vecinos se volvían inmunes después de un primer episodio. Por lo tanto, incluso el presidente de la Junta de Salud dijo una vez en un discurso: "¡El valor de la aclimatación vale la pena es riesgo!".


La inmunidad como privilegio
Cuando la fiebre amarilla se extendió por Nueva Orleans dos siglos antes de nuestra pandemia actual, convirtió la inmunidad en una forma de privilegio, una tan valiosa que valía la pena arriesgarse a la muerte.
Los brotes exacerbaron también la desigualdad. Los nuevos inmigrantes en la ciudad corrían desproporcionadamente los riesgos de aclimatarse a la fiebre amarilla, ansiosos por encontrar trabajo. Mientras tanto, los ricos huían de la ciudad durante la temporada de fiebre amarilla en verano.

Los nuevos inmigrantes en la ciudad corrían desproporcionadamente los riesgos de aclimatarse a la fiebre amarilla, ansiosos por encontrar trabajo
Los esclavos que se aclimataron valían un 25% más; su sufrimiento se convirtió en un beneficio financiero para sus dueños. "Las enfermedades ponen al descubierto quién pertenece a la sociedad y quién no", señala Kathryn Olivarius, una historiadora de Stanford que estudia la fiebre amarilla.

"Siento que escribo sobre la fiebre amarilla durante el día y me preocupo por el coronavirus por la noche", señala Olivarius sobre esta pandemia.Las enfermedades no son análogas perfectas, pero en el mundo al revés de una pandemia que ha matado a más de 137.000 personas, la inmunidad puede volver a convertirse en una línea divisoria. El ministro de salud del Reino Unido ha propuesto "certificados de inmunidad " para identificar a las personas recuperadas de Covid-19 que pueden volver a la vida normal. Alemania ha presentado "pasaportes de inmunidad" para que el sistema inmunitario vuelva a funcionar. Anthony Fauci, jefe del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, dijo que Estados Unidos está considerando una idea similar.
Todavía no está claro cómo funcionarían estos esquemas, sobre todo porque no está claro cuánto tiempo dura la inmunidad al nuevo coronavirus. Y como escribe Ed Yong, las pruebas de inmunidad no son totalmente precisas, lo que podría dar a algunos usuarios una falsa sensación de seguridad. Este virus y la enfermedad que causa son tan nuevos para la humanidad que los científicos todavía están tratando de responder preguntas básicas sobre ellos.




A la fiebre amarilla también se la conocía como 'vómito negro' (Wikipedia)


A la fiebre amarilla también se la conocía como 'vómito negro' (Wikipedia)



Dejando a un lado los obstáculos técnicos de la biología, un sistema para realizar un seguimiento de la inmunidad requiere una nueva comprensión logística masiva. "Es muy complicado pensar en cómo manejar todas estas cosas", dseñala Jeffrey Kahn, un bioético de la Universidad Johns Hopkins. Por ejemplo, dice Kahn, que hay que considerar cómo condicionar la libre circulación o el empleo a la inmunidad podría llevar a las personas a falsificar los certificados de inmunidad.

Si el gobierno permite que los inmunes regresen solo a ciertos trabajos o si los dueños de empresas prefieren contratar a quienes son inmunes, eso también podría crear un conjunto de incentivos perversos para infectarse deliberadamente con Covid-19, especialmente para los jóvenes. Teniendo en cuenta que el desempleo se ha disparado, mucha gente podría ver la inmunidad como una forma de salir del desempleo, a pesar de los peligros.
"Las personas que ya ocupan puestos precarios desde el punto de vista económico y social tienen que tomar decisiones que nunca deberían tener que tomar", señala Olivarius. Y esto, desafortunadamente, le es familiar como historiadora de la fiebre amarilla. Charles fue uno de los afortunados en recuperarse de la enfermedad en Nueva Orleans; la fiebre amarilla fue responsable de entre el 75 y el 90% de las muertes de inmigrantes como él.
La reciente pandemia, explica Olivarius, la ha hecho sentir cómo debieron haberse sentido sus sujetos de estudio del siglo XIX con una enfermedad invisible que golpea a sus seres queridos. La incertidumbre, la proximidad a la muerte, la obsesión por documentar la salud en infinitos mensajes, también se ha convertido en nuestra forma de vida del siglo XXI.

 
Blas I, casi rey de Camboya
Una publicación del Ministerio de Defensa recupera la figura del aventurero español Blas Ruiz que en el siglo XVI estuvo a punto tomar el poder en el reino jemer


Mapa holandés de Johannes Janssonius. 'Indiae Orientalis Nova descriptio'.


Mapa holandés de Johannes Janssonius. 'Indiae Orientalis Nova descriptio'.




VICENTE G. OLAYA
Madrid -
23 ABR 2020

Nunca hubo un Blas I de Camboya, pero cerca estuvo. La revista Ejército, editada por el Ministerio de Defensa, ha rescatado en su último número la sorprendente historia del español Blas Ruiz, que a punto estuvo de convertirse en monarca del reino de los jemeres a finales del siglo XVI. Cuenta la escritora y orientalista Elizabeth Manzo en su artículo El hombre que pudo reinar que igual que Cortés tomó Tenochtitlan en 1521 con unos 400 españoles, 15 caballos y 7 cañones, Ruiz buscó imitarlo en Asia 75 años después, pero con muchos menos efectivos. De hecho, lo intentó dos veces: la primera con 40 hombres, la segunda con dos: él y su amigo portugués Diogo Veloso. Y lo logró.

De todas formas, no fueron estos los primeros españoles en soñar con invadir Camboya. “Por asombroso que pueda parecer, ya en 1576 el entonces gobernador de Filipinas, Francisco de Sande, escribrió muy convencido a Felipe II que una flota de galeras que él mismo mandaría construir y un contingente de 4.000 a 6.000 hombres traídos de Nueva España o del Perú serían suficientes para derrocar a la dinastía Ming y conquistar China”, escribe la orientalista. Felipe II ni le respondió, pero a Blas Ruiz sí le sonó bien aquella empresa.

En 1596, él y Veloso se sumaron a una expedición del también español Juan Juárez de Gallinato para subir las aguas del río Mekong. En total, 40 hombres. Se desconoce cómo, pero dieron muerte al “impostor rey Ram I”, como le denomina Manzo. (Los nombres de todos los personajes son aproximados porque, según las fuentes que se consulten, su transcripción al español resulta bastante distinta). Pero Gallinato, en el último momento, decidió no continuar y regresó a la siempre segura colonia de Filipinas.

Ruiz y Veloso, enfurecidos, decidieron entonces volver solos y por su cuenta a Camboya para acabar lo que Gallinato no pudo o no quiso hacer: “restaurar al verdadero rey Satha de Camboya”. Su ruta pasaba por Laos, cruzando las selvas y montañas del reino de Champa (actual Vietnam), hasta que alcanzaron la ciudad de Alanchan (Vientian, Laos), donde estaba exiliada la corte del joven Satha. Allí el rey laosiano les explicó que tras la muerte de Ram I, el nuevo monarca de Camboya era su hijo Ram II, al que algunos historiadores llaman Prauncar.

El rey de Laos y los dos aventueros acordaron deponer a Ram II y colocar en el trono a Satha. Ruiz y Veloso reunieron, incluso, la ayuda de tropas japonesas y musulmanas malayas con el falso argumento de que una potente flota española venida de Filipinas se les uniría en breve para ayudarlos. Ellos mismos acaudillaron la guerra, la ganaron y recuperaron el cetro para Satha. Este les nombró en agradecimiento chofas (gobernadores) de las provincias de Treang y Ba Phnom, respectivamente, “para que ellos y después de ellos quien ellos quisiesen, los tuviesen y los gozasen perpetuamente”.

Tras la sorprendente victoria, el gobernador de Filipinas les envió una escuadra de 200 hombres de refuerzo, pero esta naufragó. Solo llegaron un fraile y 14 navegantes de apoyo. Satha, además, tenía problemas con el alcohol con lo que el reino quedó pronto en manos del almirante malayo Lacasamana. El país se convirtió en un caos, lo que fue aprovechado por Ram II para intentar recuperar el reino. Ruiz escribió entonces a Filipinas reclamando refuerzos urgentes. Llegaron dos barcos, pero Lacamasana convenció a Satha para que los alejase de la capital. Fray Gabriel Quiroga de San Antonio relata en su Breve y verdadera relación de los successos del Reyno de Camboxa (1604) que “las guerras, conspiraciones y asesinatos se producían por la rivalidad ambiciosa de los mandarines y la pasividad del rey, solo interesado en la bebida, el juego y la caza”. El monarca intentó rectificar cuando se dio cuenta de su error: los españoles no podían ayudarle al estar demasiado lejos. Pero ya era tarde.

Lacamasana prendió fuego a los navíos españoles y “allí murieron los castillas y los tres religiosos dominicos, abrasados que no vencidos, pues pelearon como leones y vengaron muy bien sus muertes”. Luego fallecieron los restantes españoles que quedaban en Camboya, “pues malayos, laosianos y todos juntos acometieron a los capitanes Diego Belloso y Blas Ruiz y a la gente que venía con ellos y a todos los acabaron”.

En la reseña que la Real Academia de la Historia hace de Blas Ruiz, escrita por Santiago Ruiz-Morales, se lee: “Esta aventura, tan quijotesca, espectacular y llena de románticos episodios, como cuando Ruiz atacó Pnom Penh al mando de un ejército de japoneses cristianos, terminó en desastre, pero constituyó uno más de los poco conocidos, pero bien documentados, episodios de españoles en el continente asiático”.
En 1934, Camboya levantó en su frontera con Vietnam un sencillo monumento dedicado a los dos aventureros, donde se les conoce como “los hijos adoptivos de Satha”, el rey que perdió su reino porque bebía demasiado y no confió en la pareja de amigos.

 
El exilio más cruel y triste para el poeta romano más mundano
Augusto desterró a Ovidio, autor de las ‘Metamorfosis’, a los confines del imperio por causas que aún no se han aclarado


JACINTO ANTÓN
24 ABR 2020

Estatua de Ovidio en Constanza, la antigua Tomos de su confinamiento.


Estatua de Ovidio en Constanza, la antigua Tomos de su confinamiento.



Que te encierren en toda una ciudad no parece un confinamiento muy severo, visto lo que estamos pasando. Pero si eres un ingenioso poeta mundano, algo frívolo y fiestero (y ligón) acostumbrado al bullicio y el cosmopolitismo de Roma y el lugar al que te envían es la fría y sobria Tomos (o Tomis), la actual Constanza en Rumanía, la Mesia de entonces, una ciudad de provincias en los confines del imperio, con una vida cultural y social casi inexistente, rodeado de bárbaros que ocasionalmente lanzan flechas por encima de las murallas y obligado a afrontar un clima terrible, la situación puede ser muy claustrofóbica, como pasar mes y medio en un piso, sin perro.

Eso es lo que le ocurrió a nuestro confinado de hoy, Ovidio, nada menos, uno de los más grandes poetas de la antigüedad, el autor de las Metamorfosis, desterrado fulminantemente, de un día para otro, por Augusto al sitio más lejano al que podía llegar el emperador con el estricto dedo sobre el mapa. El escritor hubo de pasar el resto de sus días allí, ocho largos y llorosos años (del 9 al 17) , en la remota ciudad situada en la costa del Mar Negro, el Ponto Euxino –“a nadie se le asignó nunca un lugar más alejado o más horrible”- , suspirando por regresar a su amada Roma, suplicando (por carta) que le permitieran abandonar el encierro y obligado por el frío hasta a ponerse pantalones, lo que para un romano acostumbrado a ir a la moda como un Petronio debía ser el acabose.


De lo mal que llegó a pasarlo en ese confinamiento Ovidio dan fe sus hermosas Tristes, una de las colecciones de elegías más melancólicas e infelices que se han escrito jamás y que son una buena lectura cuando uno cree que esto de la pandemia no se acabará nunca. Bien, en realidad pobre consuelo encontraremos en las Tristes, aparte de ver que hay quién lo ha pasado peor, pues Ovidio murió en Tomos consumido por la pena y sin ser redimido ni perdonado, sin ser desconfinado del Ponto Euxino, vamos.

Algunos fragmentos de las Tristes, así como de su otra conmovedora creación en el exilio, las Pónticas (traducción de ambas de José González Vázquez, Gredos, 1992), suenan muy pertinentes en la actualidad del confinamiento: “La avara naturaleza me ha encerrado en un reducido espacio y ha dado a mi inspiración unas fuerzas demasiado exiguas”, “me dices que distraiga con el estudio mi lamentable situación, a fin de que no se consuma mi espíritu en una vergonzosa ociosidad”, “el tiempo de la inactividad será para mí la muerte; ni me agrada estar borracho hasta al amanecer a causa del excesivo vino, ni el seductor juego de los dados ocupa mis inseguras manos; y una vez que he dedicado al sueño las horas que el cuerpo pide, ¿cómo emplearé en vela el largo tiempo?”. En pleno arrebato de ganas de salir de Tomos, Ovidio se siente “como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, que es como uno se describiría cualquier tarde de estas, de tener el talento del poeta.



Un paseante solitario en la playa de Constanza, antigua Tomos


Un paseante solitario en la playa de Constanza, antigua Tomos



Publio Ovidio Nasón (43 antes de Cristo-17 después de Cristo), era originario de Sulmo (actual Sulmona, en los Abruzos), como hijo de una adinerada familia de rango ecuestre, clase social de prestigio, fue enviado a Roma para su educación y estudió allí retórica. Tras el preceptivo largo viaje por Grecia se dedicó a la carrera judicial para complacer a su padre, pero pronto, al mantener una activa vida social y conocer a Horacio, Tíbulo y Propercio, ingresando en el círculo de Mesala (el patrón de las artes, no confundir con el malo de Ben-Hur), que fue su mentor, abandonó el derecho por la poesía (por lo visto todo lo que escribía le salía en verso) , ganando rápidamente prestigio hasta convertirse en el poeta más apreciado de Roma. Vivía en una casa de campo rodeada de jardines, en las afueras de la ciudad, y se casó tres veces, la última con una joven viuda, Fabia, que no lo siguió al lejano confinamiento pero con la que -quizá precisamente por eso- mantuvo una muy buena relación (epistolar).

Entre su producción antes de tener que marcharse de Roma figuran sus obras amatorias, que dan fe de que se lo pasaba en grande. Entre ellas están los Amores, que giran, con todos los deliciosos triunfos y ligeros contratiempos del amor, en torno a su amante Corina (poseedora de un papagayo como la Lesbia de Catulo de un gorrión: ambos pájaros murieron para dar pie a sendos poemas). En los Amores, Ovidio se muestra muy sensual -hay que ver qué tórridamente describe un encuentro con Corina tras quitarle la túnica, mostrando las grandes posibilidades de la elegía erótica: “Cuán a propósito era la forma de sus pechos para apretarlos” (¡y que vivan los clásicos!). Y confiado en su savoir faire: “Ninguna mujer se ha visto defraudada por mis servicios.

Muchas veces he pasado disolutamente la noche entera y todavía por la mañana estaba dispuesto para el amor y con fuerza en el cuerpo”. Aunque en el Libro III tenemos la más sincera confesión de un gatillazo de la historia de la literatura latina, un tema que difícilmente encontraremos en el austero Virgilio o en La Guerra de las Galias: “Me dio besos provocadores con apasionada lengua, y puso su lascivo muslo debajo del mío, diciéndome ternezas, llamándome su señor y añadiendo las palabras comunes que en estos casos nos gusta oír. Pero mi miembro perezoso, como inficionado por la fría cicuta, no correspondió a mis intenciones” (traducción de Vicente Cristóbal, Gredos, 2010). Ovidio se lamenta, “¿cómo va a ser mi vejez cuando me llegue si mi juventud ya falta a sus deberes?”. Y añade, para compensar y quizá echándole un poco de literatura: “Y sin embargo hace poco dos veces la rubia Clide, tres veces la pálida Pito y tres veces Libas disfrutaron una tras otra de mis favores. Me acuerdo de que en el corto espacio de una noche Corina me pidió que nos amáramos y yo aguanté nueve veces”. Hummm. Menos lobos Publius Ovidius. Parecería que nos estamos desviando del tema y que el confinamiento hace mella, pero todo esto es relevante para entender el carácter de Ovidio y que sufriera tanto lejos de Roma.

La otra gran obra amatoria del poeta es, claro, El arte de amar, el Ars amatoria o Ars amandi, un poema didáctico en tres libros sobre las técnicas del cortejo y las intrigas eróticas, con entradas como Conoce a ti mismo y explota tus dotes, Cómo eludir la vigilancia del marido o ¡Qué no se entere de tu aventura con otra! (nunca hubiera dicho uno que cerca está Ovidio del Sandro Giacobbe de Jardín prohibido). No debemos olvidar otras obras del poeta como las Heroínas, cartas de mujeres mitológicas a sus esposos o amantes, los Fasti, un calendario poético de las festividades romanas, o, por supuesto, las famosas Metamorfosis, una deliciosa colección de historias del mito y la leyenda concernientes a casos de transformaciones de humanos en otros seres o cosas. Se ha perdido su tragedia Medea.



Monumento en la ciudad de Constanza, antigua Tomos romana.


Monumento en la ciudad de Constanza, antigua Tomos romana.



El caso es que Ovidio se las prometía muy felices cuando de repente, zas, un día en el año 8, contando 52 años, le cayó encima, como un rayo, el enfado del emperador Augusto. El poeta estaba de viaje en la isla de Elba y allí recibió la fatal orden. Consistía ésta en una relegatio, una condena al exilio más leve que la deportatio pues no comportaba la confiscación de la fortuna ni la pérdida de la ciudadanía, pero era de por vida y había de cumplirse con efecto inmediato. El poeta regresó sin dilación de Elba a Roma para pasar la última noche en la ciudad en compañía de la familia y los amigos y al amanecer tomó rumbo a Tomos, de donde no regresaría jamás. Podemos imaginar la pena de esa noche y del largo viaje, pero no hace falta, porque la describió minuciosamente con mucha carga poética el propio Ovidio en las Tristes.

Es un misterio qué diablos hizo el escritor para contrariar y poner furioso de esa manera a Augusto. Hacer cábalas y elaborar teorías sobre el asunto ha sido tradicionalmente uno de los grandes entretenimientos de la historia de la literatura latina. El mismo Ovidio nos dio algunas pistas. Dice que la causa de la ira del emperador fueron carmen et error. Una obra y una equivocación (una metedura de pata). La primera ha de ser El arte de amar, que era un torpedo en la línea de flotación de la nueva moral que había decidido instaurar en Roma Augusto. El poeta, mecido en su fama y el ambiente liberal de su círculo, se habría pasado por el forro las advertencias del emperador y las leyes sobre el matrimonio. En cuanto a lo segundo, que seguramente fue lo que de verdad le condenó, parece haber sido una indiscreción, haber visto algo que no debía, y que ofendió al emperador. Se ha señalado que quizá el poeta pudo haber visto a la esposa de Augusto, Livia, bañándose desnuda en todo su esplendor de Mrs. Robinson romana (de ser así tuvo suerte de que Livia no lo envenenara). O descubrió casualmente algo escandaloso relacionado con las pillastras de las dos Julias, la hija y la nieta de Augusto, quizá el supuesto incesto de la primera con el emperador o el adulterio de la segunda.

A mí me hace particular gracia que quizá fuera, como han dicho algunos estudiosos, haber pillado el poeta al emperador en un ataque de rabia particularmente sonrojante tras la derrota de sus tropas en Teutoburgo -igual lo de “¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones!” lo dijo echando espuma por la boca y en calzoncillos (subligaculum)-. Se ha apuntado también que pudo haber sido un asunto religioso, que Ovidio se hubiera colado en una ceremonia sagrada reservada a las mujeres, o participara en algún ritual mágico prohibido, quizá de los pitagóricos, a los que frecuentaba. O acaso fue un tema político, y se apuntó a alguna iniciativa que postulara a Agripa Póstumo para la sucesión imperial en contra de Tiberio. En este caso, de todas formas, no habría llegado a ser una conspiración, pues a Ovidio no le hubiera significado el destierro sino que le hubiera costado la cabeza.

En fin, que es un misterio que quizá no se resuelva nunca. A lo mejor fue una mezcla de varias cosas, con el punto final de una ofensa al emperador y a la familia imperial, y resultado de que Ovidio se le atragantara a Augusto, a Livia o a Tiberio, o a los tres a la vez. El proceso fue secreto y solo se conoce la sentencia. Lo sancionó Augusto sin la participación del Senado ni de juez ni tribunal algunos. El tono del edicto imperial fue muy severo e incluyó la condena también del Arte de amar, obra que pasaba a estar prohibida y se retiraba de las bibliotecas públicas. Sea como fuera, el poeta se lo tomó muy mal, como si lo enterraran en vida. Roma no solo era su lugar de recreo y la razón de su existencia, sino también su inspiración. Pese a que en algunos de los textos de las Tristes y Pónticas que hizo llegar a la capital, incluido un poema dirigido a Augusto, no dudó en humillarse, ponerse de rodillas y adular rastreramente al emperador solicitando su clemencia, nunca lo perdonaron.



Una imagen de la costa de Constanza, lugar ideal para leer las 'Tristes' de Ovidio.


Una imagen de la costa de Constanza, lugar ideal para leer las 'Tristes' de Ovidio.



Así que ahí tenemos a Ovidio confinado en Tomos tras un largo y peligroso viaje en el que ya empezó a escribir elegías desgarradoras nada más poner un pie fuera de casa -“salgo, o más bien aquello era ser llevado al sepulcro sin haber muerto, escuálido, con el pelo desgreñado sobre mi intenso rostro”, dejando a su esposa (que, recordemos, no quiso acompañarlo: habría leído lo de Clide, Pito, Libas y Corina) “enloquecida por el dolor, perdidos los sentidos, desvanecida”-. El lugar de destierro le pareció un horror. Tomos, “en los golfos de los getas y los sármatas”, era un destino espantoso para alguien como Ovidio. El confín del universo. “Longius hac nihil est, nisi tantum frigus et hostes, et maris adstricto quae coit unda gelu” (más allá, ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo). Aunque nominalmente una colonia griega fundada por gente de Mileto en la costa del Mar Negro, en Escitia, que mira que suena siniestro, un poco al sur del delta del Danubio, estaba solo superficialmente helenizada y según le pareció al poeta romano había tantos bárbaros fuera de la ciudad como dentro. En la época que pasó bajo el dominio romano, Tomos tenía unas veinte hectáreas (en comparación con las casi dos mil de Roma).

Era un lugar pequeño en un país inhóspito en una esquina del imperio (véase Cities of the classical world, de Colin McEvedy, Penguin, 2011). El clima era atroz y se vivía en constante alarma por los ataques de los getas y sármatas que depredaban el territorio de la ciudad y lanzaban flechas por encima de las murallas, como cuenta, alucinado, Ovidio: eso en el Foro de Roma no pasaba. Apenas se hablaba el latín, o no el refinado de Ovidio: “No puedo mantener conversación alguna con este pueblo salvaje”, escribe mientras sueña con la primavera en Roma.

La ciudad se convirtió en el 82 en la capital de la provincia de Moesia Inferior y fue también capital de la federación del Ponto. En el siglo IV decayó mucho. Fue renombrada Constantia (de ahí Constanza) en honor de Constantino el Grande, sobrevivió a las invasiones de godos y hunos y fue tomada por los eslavos. Pasó a ser una ciudad rumana al crearse ese Estado en 1878 y es hoy el puerto más grande del país, con 350.000 habitantes. Fue uno de los destinos finales de Patrick Leigh Fermor en su largo viaje iniciado con El tiempo de los regalos. En El último tramo (RBA, 2014), explica que los marinos griegos cambiaron para conjurarlo el nombre originalmente ominoso de Ponto Axeinos (el mar hostil o anti extranjeros), por el de Ponto Euxinos, el mar que da la bienvenida (Ovidio hubiera firmado el primero). Y describe el color azul intenso del Mar Negro, “con la luz del sol de invierno, o gris acero, o cobalto, sombreado de nubes raudas, estremecido por las gotas de lluvia, agitado por el viento que formaba en él súbitas olas enojadas”. Mantiene Constanza un ambiente melancólico como muestran algunas de las fotos que ilustran este texto, obra del notable viajero, guía y arqueólogo de la Complutense Ángel Carlos Pérez Aguayo, y tiene entre sus atracciones turísticas la estancia de Ovidio. Es el lugar ideal sin duda para ir a leer las Tristes y Pónticas y darte un revolcón de esplín y nostalgia.

Se desconoce el emplazamiento de la tumba de Ovidio que debió ser enterrado en su lugar de destierro, prorrogando despiadadamente su confinamiento a la eternidad. Un cuadro de 1640 de Johan Heinrich Schönfeld en el Museo Nacional de Budapest muestra imaginativamente a un grupo de escitas junto al sepulcro en Tomos, ilustrando el triste vaticino de las Tristes:“Una tierra bárbara cubrirá este cuerpo al que nadie ha llorado, y mi sombra vagará entre las de los sármatas y siempre será extraña en medio de dioses salvajes”. Se ha especulado con que las cenizas del poeta hubieran sido trasladadas a Roma. Solo podemos desear que haya sido así.




Las metamorfosis de Ovidio - Anaya Infantil y juvenil



Reseña

El bello Adonis se transforma en Anémona, la hábil Aracne, en Araña; Acteón, el cazador, es transformado en ciervo, Atalanta, en leona; Dafné se convierte en laurel, Calisto, en oso, antes de convertirse en la Osa Mayor... Son catorce de las Metamorfosis, transcritas con fidelidad, pero libremente. Una sugerente invitación a adentrarnos en el universo fantástico de Ovidio.
 
El general Bonaparte ya no saldrá de esta roca
El depuesto emperador pasó casi seis años en la remota isla en medio del Atlántico sabiendo que moriría allí

JACINTO ANTÓN
26 ABR 2020



Napoleón en Santa-Helena en una pintura de la época.


Napoleón en Santa-Helena en una pintura de la época.



El destino quiso que el hombre que había dominado el mundo acabara confinado en un miserable e insalubre peñón, despiadadamente pequeño para su genio. Es fácil ver a Napoleón en Santa Helena como el trágico titán castigado por los dioses a causa de su arrogancia y encadenado a una roca en el sitio más a desmano del mundo, aunque al final lo que le comía el águila de la enfermedad no fuera el hígado sino el estómago. Desde aquí, desde nuestra encerrada cotidianeidad, el depuesto emperador es un caso interesante de cómo afrontar un confinamiento. Muestra de qué manera las rigurosas condiciones del mismo pueden torturar al más preclaro, activo y brillante de los hombres; qué no harán, pues, con nosotros.

Napoleón, puras voluntad y energía, lo probó todo en Santa Helena: se impuso un rígido horario, hizo deporte, leyó mucho, dictó sus memorias -puliendo la imagen que deseaba legar a la posteridad, como anota Jean Tulard en su muy canónica biografía (Crítica 1996)-, plantó un jardín, cabreó a los ingleses, se reconstruyó una corte en miniatura, con sus entretenidas rencillas, discordias e intrigas; ordenó su biblioteca, pasó revista una y otra vez a sus sesenta batallas, sobre todo Waterloo (habría hecho esto, habría hecho lo otro), incluso tuvo una aventura erótica. Hasta hizo testamento, que ya es entretenimiento. Pero aquello no había quién lo aguantara. Cuando has conocido las arenas de Egipto y las nieves de Rusia, cuando la has montado en Arcola, Wagram y Austerlitz, te has hecho coronar por el Papa, has repartido estandartes multitudinariamente en el Campo de Marte y te has llevado a la cama condesas y princesas es fácil aburrirte. Los británicos, pueblo notablemente tacaño a la hora de apreciar el valor de los demás -que el suyo lo valoran estupendamente, qué tíos-, ya sabían lo que hacían enviando a Santa Helena al corso con la idea de deshacerse para siempre de él y fastidiarlo en su línea medular. Si eres un hombre con la imaginación activa, por no decir disparada, de Napoleón -no en balde escogió como emblema imperial las laboriosas abejas-, no hay nada peor que el que te constriñan.


Tras Waterloo no estaba claro que el futuro del emperador fuera a ser tan drástico. Tenía otras opciones. Entre ellas hacer como su hermano José, ex Pepe, e irse de rico plantador a EE UU (el hermanísimo se construyó una mansión en Nueva Jersey, Point Breeze, con jardines y hasta un lago artificial, y se echó una amante estadounidense). Pero como bien dice Andrew Roberts en su estupenda y entretenidísima biografía de Napoleón (Ediciones Palabra, 2016), tras la derrota “Napoleón hizo algo totalmente ajeno a su carácter: dudar”. De haber ido a América, se lamentó más tarde el emperador, “podría haber fundado allí un estado”. No tenía ninguna ruta de escape preparada. Se instaló en Rochefort y fabuló con organizar una flota para burlar el bloqueo británico y convertirse acaso en un imposible Sandokán francés ataviado con su típico uniforme de coronel de los cazadores a caballo de la Guardia. Pero finalmente, antes que caer en manos de los Borbones o los prusianos, que lo habrían ejecutado, se libró a los ingleses, confiando algo inocentemente en que le darían asilo y considerándolos los más poderosos, constantes y “generosos” de sus enemigos. Fue algo inusitadamente ingenuo. Quizá pensaba que los británicos le otorgarían una hacienda en el campo y acabaría como un personaje de Jane Austen, lo que realmente hubiera tenido gracia.



Longwood House, la casa del confinamiento de Napoleón en Santa Helena, en la actualidad.


Longwood House, la casa del confinamiento de Napoleón en Santa Helena, en la actualidad.



El caso es que en julio de 1815 Napoleón embarcó en el navío de su Majestad Bellerophon y zarpó -diciendo adiós para siempre a Francia, aunque él no lo sabía entonces- hacia el país que más le había combatido. Iba de buen humor y se ganó a todo el mundo a bordo. Pero los ingleses no querían a Boney en casa. Estaba demasiado cerca de Francia, lo que no excluía otra fuga, otros cien días, otro Waterloo en un verdadero día de la marmota imperial. Y era además una presencia políticamente incómoda con sus ideas hijas de la Revolución. Así que decidieron enviarlo a Santa Helena, en el Atlántico Sur, que ha sido descrito como “lo más alejado de cualquier sitio que cualquier otro sitio del mundo”, y correr para siempre el telón de sus aventuras. “Pronto será olvidado”, vaticinaron. Anclado el Bellerophon en la costa sur inglesa, su ilustre pasajero, el ogro francés, despertó auténtica expectación y gustó de exhibirse en el puente del navío ante las muchedumbres que se congregaban para verlo. Luego en Plymouth aún se convirtió en una atracción mayor. Pero el 31 de julio, le informaron a Napoleón, a partir de entonces solo “general Bonaparte” y apeado de su título imperial, lo que iba a ser de él. El ex emperador, horrorizado, se puso estupendo, dijo que antes muerto que en Santa Helena, que el clima de la isla le mataría en tres meses y que la decisión iba contra sus derechos individuales, algo que debió dejar estupefacto a Lord Uxbridge, que cojeaba un poco tras perder la pierna de un cañonazo en Waterloo. No consiguió nada, ni amenazando con el su***dio.

Fue trasladado al navío de línea de 80 cañones HMS Northumberland para el viaje, iniciado el 9 de agosto, que duró la friolera de 72 días. Pese al rebote inicial, Napoleón se portó bien en el trayecto, durante el que cumplió 46 años (siempre pensamos que Napoleón era mayor), el 15 de agosto, aunque nunca le gustó el mar (como atestiguan Aboukir y Trafalgar). Llevaba con él un importante séquito en el que solo faltaban húsares, coraceros y unos cuantos grognards (sus fieles veteranos). Había incluso un mameluco, Saint-Denis, llamado Alí. En total eran casi treinta personas, entre las que no estaban algunas que habrían querido unirse a Napoleón en su destierro, como su revoltosa hermana Paulina, lo que sin duda hubiera hecho más divertida la estancia. Los personajes principales que partían con el corso eran los generales Bertrand, Montholon (ambos con sus esposas e hijos) y Gourgaud, un héroe en el Bérézina y que había salvado a Napoleón al descerrajarle un tiro a un cosaco que amenazaba al emperador con su lanza; el conde de Las Cases, en calidad de secretario y futuro autor de best seller con las memorias del patrón, con su hijo; y diez criados, entre ellos el valet de chambreMarchand, abnegado, leal e indispensable; el cocinero Lepage, los hermanos Archambault, caballerizo y cochero, el barbero Santini, el repostero Piéron…

El sábado 14 de octubre llegaron por fin a su destino, Santa Helena, de la que la mayoría de los europeos desconocían entonces su existencia y que parece un escenario de una novela de viajes de Julio Verne. Se encuentra a 1.850 kilómetros de Angola, a más de 3.200 de Brasil y la tierra más cercana es la isla de Ascensión, a 1.125 kilómetros. De origen volcánico, mide solo 17 kilómetros de ancho por 10 de largo. Sus costas presentan altos acantilados de basalto y su relieve es muy abrupto, culminando en el pico de Diana de 823 metros. Aunque situada en la zona tropical, la isla tiene una temperatura templada gracias a los vientos alisios del Cabo. Sin embargo, la lluvia es muy frecuente. En 1815 la población se componía de unos cuatro mil europeos, 218 esclavos negros, 489 chinos y 116 malayos. La isla era propiedad de la Compañía de las Indias Orientales, la firma comercial inglesa, pero fue cedida a Gran Bretaña mientras durara la estancia de Napoleón. Su interés estratégico era que servía de escala para repostar agua en el trayecto de ida y vuelta a la India. Descubierta en 1502 por los portugueses, que la hallaron deshabitada, y bautizada Santa Helena por ser ese el día del desembarco, pasó a manos holandesas y luego, en 1659, a las de los ingleses. La capital, único centro urbano y puerto era Jamestown y la isla estaba protegida por diversas baterías y una guarnición.

Cuando Napoleón observó desde el puente del Northumberland, con el telescopio que había usado en Austerlitz, el lugar al que le habían llevado comprendió en toda su intensidad la magnitud de la faena. “No es un sitio atractivo”, estableció. “Hubiera hecho mejor quedándome en Egipto”. Roberts apunta que por fuerza Napoleón tuvo que reconocer que moriría allí. Curiosamente fue decisivo en la elección de Santa Helena el consejo de un viejo conocido del emperador, Wellington, que la había visitado en una escala a su regreso de la India en 1805 y sabía que de allí no había escapatoria. Inicialmente, instalaron al desterrado de manera provisional, mientras acondicionaban su vivienda definitiva, en la finca del superintendente de la Compañía de las Indias y su familia. El sitio, cerca de Jamestown, era agradable y Napoleón entabló una simpática relación de amistad de lo más inocente con la hija del funcionario, Betsy Balcombe, de 14 años. Pero siete semanas después lo llevaron al lugar escogido, Longwood House, en la meseta de Deadwood, la vieja y decrépita residencia del lugarteniente del gobernador de la isla a la que le habían dado una mano de pintura.



Napoleón en su lecho de muerte, según un grabado de Steuber.


Napoleón en su lecho de muerte, según un grabado de Steuber.



La propiedad en la que habría de morir Napoleón (“no es un palacio sino una tumba”, reflexionó al verla) estaba a 500 metros de altura sobre el nivel del mar y el clima era realmente malsano, muy distinto del de Jamestown. Había niebla 300 días al año y la humedad era normalmente del 78 % alcanzando el 100 %, que es mucha humedad, a menudo. Todo estaba constantemente húmedo y para poder jugar a las cartas Napoleón tenía primero que hacerlas secar en el horno para que no se quedasen pegadas. Es un espanto pensar lo que habría hecho ese clima con los libros (Napoleón reunió allí una biblioteca de tres mil títulos, entre ellos El paraíso perdido, Decadencia y caída del imperio romano y … Robinson Crusoe). El lugar estaba lleno de plagas, incluidos ratas, cucarachas, mosquitos y el molesto jején, las nubes de minúsculas insectos picadores que son un verdadero incordio. Napoleón y su sequito vivían continuamente con bronquitis y catarros por la humedad, y rascándose las picaduras. Aquel ambiente apagó poco a poco el fuego vital e intelectual del hombre que había hecho arder en todos los sentidos Europa.

Longwood constaba de una mansión en forma de T con diferentes habitaciones, que el prisionero convirtió en los distintos espacios de dormitorio, despacho, biblioteca, salón, comedor, sala de billar, etcétera, distribuyendo el mobiliario y los objetos suntuarios que había traído con él de Francia. Aunque algunas cosas fueran notables, de gran valor artístico, el ambiente desde luego no era el de las Tullerías. El confinamiento de Napoleón estaba sujeto a reglas muy estrictas. Todo el correo era censurado, las visitas (!) controladas, y había una serie de perímetros concéntricos vigilados que solo en ocasiones se podían traspasar. Al más interno, de cuatro kilómetros, no podían acceder de día los soldados británicos que custodiaban Longwood, para permitir al general cierta intimidad al pasear. Pero debía regresar siempre antes de la noche a la casa, y entonces sí que se situaban guardias alrededor, hasta la madrugada. Napoleón tenía prohibido circular libremente por la isla y solo podían él y sus acompañantes hablar con los habitantes de la misma en presencia de un oficial británico.

El primer objetivo de Bonaparte fue organizar su nueva Maison. Para demostrar a los ingleses que seguía considerándose el emperador, instauró una etiqueta rigurosa y un ceremonial severo. En aquel ambiente, la verdad, quedaba un poco como una corte de opereta. Durante el día los oficiales tenían que lucir uniforme de petite cérémonie, para las veladas indumentaria de la corte y los civiles frac, mientras que los sirvientes debían llevar la librea imperial. El propio Napoleón renunció a vestir de militar durante el confinamiento. Estableció una rutina diaria que consistía en levantarse a las 6, tomar café o te, lavarse, afeitarse, recibir un masaje de cuerpo entero con colonia, desayuno a las 10, dictado de memorias a Las Cases, largo baño de hasta tres horas, a lo Marat, durante el que incluso trabajaba y comía, recepción de visitas en el salón y paseo antes de regresar para la cena. Tras esta, se dedicaba a explicar sus recuerdos, pasando sin solución de continuidad de la batalla de las Pirámides a confidencias sobre sus antiguas amantes. De la vida sexual de Napoleón en Santa Helena no conozco ninguna monografía, desgraciadamente. Uno pensaría que debió ser ardua, pero el avispado corso no era fácil de confinar en ese aspecto. Tulard y otros sobrios académicos solo lo sugieren, pero Roberts da por seguro que tuvo una aventura con Albine, la esposa del general Montholon -tampoco había mucho más que hacer en Santa Helena-, una mujer atractiva que se había quedado embarazada durante el viaje a la isla y bautizado a la niña Napoléone -Marie-Hélene, aunque no hay sospechas de que fuera del emperador.

Albine se convirtió luego en la última amante de Napoleón, sostiene Roberts. El 26 de enero de 1818 dio a la luz otra niña, Joséphine-Napoléone, y esta sí que parece que pudo ser la tercera y última hija ilegítima del corso. La criatura murió en septiembre de 1819 en Bruselas tras el regreso de su madre a Europa. Albine, de amplios intereses, tenía una aventura paralela con el inglés Basil Jackson, el asistente del gobernador de la isla, que era veterano de Waterloo, lo que compone un curioso triángulo que a Napoleón le debió parecer como tener a Wellington en el otro lado de la cama y no poder desocupar la Haye Sainte. Parece que a todas estas al marido, Montholon, el arreglo no le parecía mal: tout pour l’empereur.

Desde el principio, Napoleón protestó ante sus captores, a veces infantilmente, contra las medidas de confinamiento. Pretextaba -como nosotros- que necesitaba hacer ejercicio, y varias veces se saltó las normas. En ocasiones, desesperado, tomaba él mismo las riendas de su calesa y se lanzaba a tumba abierta, como si llevara un Maserati, a recorrer una y otra vez la única carretera de la isla, derrapando en las vertiginosas curvas. Pero fue sobre todo a partir de abril de 1816, con la llegada del nuevo gobernador, Hudson Lowe, que las cosas se torcieron del todo. Lowe era un tipo estricto, antipático y hasta grosero, obsesionado con las normas y el prisionero, que estaba empezando a desesperarse en Santa Helena, chocó de frente con su carcelero. Se produjeron episodios penosos, normalmente por minucias, que amargaron la vida del ex emperador. Lowe se opuso a que le afinasen el piano, a que le entregasen un busto de su hijo, el Rey de Roma, e incluso le negó a Napoleón la solicitud de ir a ver la boa constrictor de un capitán británico, capaz de engullir una cabra, lo que a todos nos haría mucha ilusión, y más de estar en Santa Helena, que no había muchas distracciones, si exceptuamos a Mme. Montholon…

Lowe se empeñó en que Napoleón y su gente redujeran gastos y ritmo de vida, lo que al parecer no consiguió, pues los últimos tres meses de 1816, por ejemplo, se recibieron en Longwood 3.700 botellas de vino, suministro que ha de aligerar cualquier confinamiento, sin duda.

Curiosamente, dada su personalidad y su mente inquieta, Napoleón parece no haber pensado nunca en escapar de Santa Helena. Es verdad que la isla estaba muy a desmano para una operación de rescate y que algunos planes de fuga que se le presentaron eran más dignos del conde de Montecristo que de su imperial persona. Al parecer se le propuso meterse en una cesta de ropa sucia o en un tonel de cerveza. Él dejó muy claro que, por dignidad, no se disfrazaría ni haría ningún esfuerzo físico para huir. Había decidido que el martirio final en confinamiento era un buen broche a su leyenda.



La tumba de Napoleón en Santa-Helena.


La tumba de Napoleón en Santa-Helena.



A finales de 1816 Napoleón empezó a mostrar signos preocupantes de decaimiento y depresión. La isla ya había dado de sí todo lo que podía para su ávida personalidad y su vida se volvió taciturna. Pasaba mucho rato en la cama, él que antes apenas necesitaba dormir. Roberts especula con que no se suicidó para no darles una alegría a sus enemigos. Amigo de la hipérbole, comparaba su sufrimiento con la pasión de Cristo y suspiraba porque un maremoto se tragara la isla. En 1818 llegó la enfermedad que lo mató. Mucho se ha escrito de las causas de la muerte de Napoleón, pero en realidad, pese a las teorías conspirativas de envenenamiento (y otras que convierten Longwood en un escenario de Diez negritos), parece no haber mucho misterio en ello. Fue un cáncer de estómago que le devoró por dentro hasta el punto de que al hacerle la autopsia se podía pasar un dedo por los agujeros en el órgano. Su padre había fallecido de lo mismo. Lo que si es cierto es que durante su confinamiento Napoleón no tuvo buena asistencia médica. El otro luminoso emperador murió en el oscuro peñasco el sábado 5 de mayo de 1821, a los 55 años. Sufrió muchísimo antes, aunque mostró dignidad todo el tiempo. Vomitaba sangre, tenía grandes dolores y se dejó barba unos días. Perdió casi 15 kilos. No podía tragar y le humedecían los labios con una esponja empapada en vinagre. Sus últimas palabras, después de un largo ataque de hipo y empezar a delirar fueron “Francia… ejército… cabeza de ejército”, aunque algunas fuentes añaden “qui recule” y “Josefina”. Pese a todos sus líos con la Iglesia y tanto leer a Voltaire, había recibido la extremaunción.

Tras un velatorio, fue enterrado el 9 de mayo con honores militares correspondientes a un general británico y con el uniforme de coronel de cazadores montados de la Guardia, en Torbett’s Spring, que él llamaba Valle de los geranios y donde solía pasear; es un paraje bonito a un kilómetro de Longwood. Actualmente se denomina Valle de la tumba de Napoleón y pertenece a Francia, como otros escenarios de su vida en la isla. El entierro dio lugar a un día muy animado e la rutina isleña y el cortejo, seguido por la mayoría de los san-helenenses fue muy vistoso, con soldados ingleses cargando el ataúd, imagino que con cierta sensación de alivio. Napoleón no quería que su cuerpo permaneciera en Santa Helena, pero de tener que ser así, dispuso que su tumba estuviera en ese emplazamiento. En1840, fue exhumado por marinos franceses bajo el mando del príncipe de Joinville, hijo del rey Luis-Felipe, y sus despojos se llevaron a Francia en la fragata La Belle Poule. En París recibió un funeral multitudinario y grandioso, pasando su ataúd bajo el Arco del Triunfo. Reposa, como todo el mundo sabe, en los Inválidos, pero la tumba de Santa Helena sigue siendo un lugar turístico, todo que puede ser turístico un lugar en Santa Helena.

Y así, con ese desconfinamiento postrero de Napoleón, acaba, este domingo en que se abre un poco ya la mano, esta serie de vivencias de grandes confinados en la historia. Un día saldremos definitivamente, pero nos quedará indeleble la memoria de este periodo. Y quizá de entre todos los personajes, la imagen emblemática de Napoleón en su isla, tal y como lo describió en su biografía (Juventud,2001) el gran Emil Ludwig: “Como un espejo de acero, gris y liso, el mar parece subir hacia el horizonte. En pie sobre una roca, con las manos a la espalda, un hombre contempla la llanura oceánica. Su soledad es profunda”. Dejémoslo allí, con una de sus últimas recomendaciones: “Sed fieles a las opiniones que hemos defendido y a la gloria que hemos ganado; fuera de ello, todo es vergüenza y confusión”.

 
Pólvora, inquisición y caza de brujas: la oscura verdad sobre lo que vino con el Renacimiento
Un mito creado en la Ilustración, siempre hostil a la Edad Media, presenta el Renacimiento como la madrugada tras una larga noche



Caída de los ángeles rebeldes, 1562, de Pieter Brueghel el Viejo


Caída de los ángeles rebeldes, 1562, de Pieter Brueghel el Viejo




César Cervera
César Cervera
22/04/2020 12


Algunos quieren imaginar la historia como el escenario de una obra de teatro donde van entrando los distintos actores y activándose los efectos como si obedeciera a un guión. ¡Adelante la Edad Media! ¡Desactivar el efecto peste negra! Apagar el modo cruzadas…. Pero la realidad es que la historia es algo más complejo, más parecido a una línea de autobús donde suben y bajan elementos sin reparar a qué periodo pertenece cada uno.
Un mito creado en la Ilustración, siempre hostil a la Edad Media, presenta el Renacimiento como la madrugada tras una larga noche. Un lugar de luz que, de golpe, dejó atrás todo lo nocivo que había traído la edad feudal a Europa. Y, sin embargo, ni la Edad Media fue tan terrible a nivel cultural y científico, sobre todo a partir del siglo XIII, ni el Renacimiento que dio paso a la Edad Moderna fue un periodo tan idílico.



Portada del juego «Pax Renaissance»


Portada del juego «Pax Renaissance»


No hay que olvidar que hechos históricos que se suelen vincular a la Edad Media, como la creación de tribunales de Inquisición no dependientes del Papa o la brutal caza de brujas en el centro de Alemania, tuvieron lugar en siglos modernos. O que las guerras de religión entre cristianos, que desangraron Europa durante varios siglos, fueron en verdad consecuencia del debate abierto por el humanismo cristiano. Sin olvidar que la peste siguió castigando el continente en los mismos años en los que la cultura vivía el celebrado renacer. Las armas de fuego y el aumento del tamaño de los ejércitos, conforme crecía el poder de los reyes, añadieron a la guerra un nivel de salvajismo desconocido.


Reseña del juego «Pax Renaissance»
Sobre la premisa de que el Renacimiento fue un periodo trepidante y tan peligroso o más que cualquier otro se sustenta el juego de mesa «Pax Renaissance», del que la MásQueOca Ediciones ha publicado recientemente en español una edición para coleccionistas. Cada jugador encarna a un banquero del Renacimiento, los grandes (y olvidados) protagonistas del periodo, que debe decidir dónde invertir su dinero: si financiar monarquías o repúblicas, si apoyar matrimonios entre príncipes o, por el contrario, sabotear las acciones del resto financiando cruzadas o yihads a beneplácito personal.

Una forma diferente de acercarse al periodo que, gracias a la impresionante edición en castellano, no descuida en ningún momento la fidelidad histórica que abarca eventos desde mediados del siglo XV hasta aproximadamente 1530. Cada carta incluye textos con un gran rigor y un sentido didáctico que van aportando el contexto a acontecimiento, personajes y detalles curiosos de esta etapa histórica. El reglamento incluye 44 referencias históricas que explican de forma resumida, por ejemplo, quién era el banquero humanista Cosme de Médici, por qué el norte de Italia era una de las regiones más avanzadas de Europa o cómo funcionaban las rutas comerciales a mediados del siglo XV.



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El mecanismo del juego es, en apariencia, muy sencillo pero luego incluye muchas reglas derivadas para poder manejar todas las facetas del juego. Cada jugador (hasta cuatro) debe realizar durante su turno dos acciones, entre las que se incluyen la compra de cartas en el mercado, el juego de cartas a tu muestrario, la organización de ferias comerciales, la activación de las cartas de tu muestrario, etc.

El uso de estas acciones va alternando, con el paso de los turnos, el equilibrio de poderes entre los diez imperios que se confrontan en el tablero de juego (un mapa de Europa repartido entre Inglaterra, Francia, Aragón, Sacro imperio romano, Hungría, Bizancio, Imperio otomano, Venecia, Estados pontificios, Mamelucos y Castilla-Portugal). En ese mapa aparece la influencia de las distintas religiones y las rutas comerciales que vertebraron Europa.

Los jugadores representan a familias de banqueros que jugaron un papel determinante en el Renacimiento. El florentino Cosimo de Medici, el banquero más rico del mundo; el alemán Jakob Fugger, llamado a sustituir a los Medici; Jacques Coeur, magnate del comercio en el Lejano Oriente; Bartolomeo Marchionni, tratante de esclavos de Crimea y África que asentó su imperio comercial en Lisboa. El sistema de juego se basa en ir obteniendo (comprando), bajando y activando cartas para aumentar el poder de cada familia.

Cada carta, todas ellas temáticas, tienen asociadas hasta ocho acciones diferentes, además de otras seis formas de batalla diferentes, relacionadas en su mayoría con poner, quitar o mover piezas en el tablero. El objetivo es lograr más y más poder en lo religioso, lo cultural y lo político.




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Las partidas duran entre una y dos horas. Lograr la victoria, esto es, ser el banquero más poderoso de Europa, se puede conseguir por diferentes vías: la victoria santa (a lo Torquemada, eliminando los obispos de las demás religiones para lograr una religión suprema), la victoria imperial (a lo Carlos V, que traducido en el juego es conseguir más cartas de Imperio por su cara de Rey que el oponente), la victoria por globalización (a lo Colón, a base de ganar prestigio en los descubrimientos) o la victoria por Renacimiento (a lo Leonardo, con más apoyos republicanos).

La interacción entre los distintos banqueros es la salsa del juego. Los jugadores pueden lograr con su dinero comprar tropas a sueldo, elementos religiosos que favorezcan sus intereses e incluso reinos enteros. Un curso acelerado de lo que son y han sido siempre los poderes en la sombra, de modo que, por una vez, no se trata de manejar países o imperios sino de luchar por el poder a toda costa, y a costa de tus rivales. Piratas, jihads, revueltas de campesinos, reformas religiosas, rutas comerciales son algunas de las posibilidades contenidas en sus cartas con las que se puede fastidiar al rival y, dicho sea de paso, perder unos cuantos amigos. Se trata, sin duda, de uno de esos juegos de puñalas por la espalda.

Dada la dificultad que tiene el juego, incluso una vez comprendido su funcionamiento básico, MásQueOca incluye junto al reglamento un segundo libro de instrucciones pensado para aplanar la curva de aprendizaje y orientar a los jugadores hacía la mejor forma de lograr la victoria.

 
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