Revista de Música

El telar sonoro: Panorama de la música española en el siglo XXI
Publicado por Santiago Auserón
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Yes Music in the Amphitheater, 1970. Foto: Ed Uthman (CC BY-SA 2.0).
La música popular en nuestros días se debate entre el estatuto de mercancía degradada y la necesidad de un giro que nos devuelva el horizonte de la emoción compartida. La libertad individual se halla encarrilada por los hábitos de consumo, digitalizada, es decir, sujeta a procesos de cálculo que reducen la información a ceros y unos. Sobrado de las ventajas que el impulso electrónico proporciona, el interés inmediato impone su tónica y la música se iguala con él en dignidad escasa. La insistencia diaria del conflicto político y el protagonismo de la corrupción capturan nuestra atención. Los imputados se las arreglan para sacarle partido a la popularidad. Cada mañana, la información resalta lo que es noticia, la noticia arrima el ascua a su sardina, el engaño se cuela a primera hora en nuestras vidas y los conflictos que generan ansiedad se eternizan.

¿Cómo eludir el lazo que la actualidad nos echa al cuello? Fiados en nuestro destino de androides abocados a la inteligencia artificial, solo nos induce a ejercer la libertad de acción la posibilidad de proyectar la voz más allá de lo que está al alcance de la mano, del mando a distancia que controla los aparatos. La voz expresa órdenes y deseos, preserva relatos ancestrales, convoca a la tribu ante la hoguera o el televisor. Para rememorar su fuego originario, las palabras tienen que escapar a la urgencia diaria de la falsedad, aguardar el momento en que el habla común experimenta la necesidad poética, participar en la danza que celebra el fin de semana o la estación del año. Tienen que aprender del instrumento musical a respetar el silencio antes de ser pulsado. La música es el refugio de las palabras, de nuestra condición de humanos.

Cuando es sublimada y practicada sin humildad, sin embargo, la música se entrega en brazos del señorío y del cálculo. Los príncipes desean su poder de seducción, financian monumentos sonoros y alimentan la soberbia del genio. Todo cerebro está potencialmente superdotado, puesto que sus conexiones neuronales son infinitas, si bien la mayoría se contenta con resolver problemas inmediatos. La superioridad del genio y de su asociada, la razón calculadora, es un mito. Las ciencias exactas requieren como fundamento el vacío, la misma nada de la que el creador extrae el milagro del mundo. Pero el origen de la música no es el cero ni el uno, sino la diversidad de materias que armonizan sus vibraciones tras el choque o el roce. Su cometido más alto no es ratificar el señorío, sino demostrar que los cálculos del poder no son exactos.

El individuo aislado por el hábito electrónico solo puede reconstruir sus vínculos equilibrando el uso de las herramientas básicas del conocer: la potencia del número, ciertamente, pero también el valor de la palabra que aprende a respetar los silencios, la gama de colores en que se descompone la luz y la intensidad de la emoción musical. Es preciso ensayar desde edad temprana el sentido de la proporción visual o sonora, la danza que nos enseña a jugar con la ley de gravedad. El que rehuya por timidez el gesto visible ha de encontrar su forma secreta de danza. Las ciencias exactas y la tecnología no extraen su razón de ser sino de las humanidades y de las artes que con facilidad se inclinan ante su temible eficacia. No hay constitución prometedora si no cuida dicho equilibrio en un proyecto que atraviese generaciones, por encima de conflictos históricos e incluso de la necesidad de resolverlos.

La diversidad ibera proviene de una delimitación geográfica definida entre los cuatro puntos cardinales: extensa costa y mapa fluvial aptos para el arribo de muchas naves. Es un atavismo que la política no ha aprendido a sobrellevar. Alimenta el afán de apropiación y las rivalidades, resiste a los procesos de unificación imperiosos y ante ella fracasan las dinastías. Entretanto, la música y las lenguas tejen un tapiz sonoro que enlaza variaciones graduales con formas extrañas. Las lenguas admiten, dado el refuerzo de la defensa y de los programas de enseñanza, delimitación fronteriza. No así la música, que a menudo se complace en trabar complicidad con los cantos del enemigo. La pervivencia histórica de las lenguas genera franjas donde los préstamos forman un espectro continuo, a la manera del arcoíris. Por debajo de la diversidad étnica, cultural y lingüística, tanto como de la unidad forzosa, las leyes que traman el tapiz sonoro peninsular e isleño parecen indescifrables y se renuevan con aire de fatalidad. Heráclito el Oscuro decía que la armonía profunda es más poderosa que la aparente.

El canto popular resiste misteriosamente las transformaciones sociales, alivia el envenenamiento secular de los conflictos y contradice el falseamiento mediático de nuestros días. El éxodo rural masivo no ha impedido que algunos folcloristas de nueva generación visiten a los ancianos informantes, protegiendo no solo géneros tradicionales y rasgos de estilo locales, sino la conciencia de su poder de traslación y su capacidad para dialogar con los géneros modernos. Un ejemplo reciente a considerar: Noró, de Xabier Díaz y as Adufeiras do Salitre. El contagio eléctrico afroamericano, por su parte, una vez pasada la aceleración de la moda, sigue instando a compartir sensaciones de otro mundo y de otra lengua como si fueran sustancias de raíz, dura lo suficiente como para despertar acentos interétnicos que resuenan en Iberia desde el fondo de los siglos.

Como un arco tendido desde el Nuevo Mundo, lo afrolatino se descubre amarrado al extremo occidental de Europa con doble vuelta: una vez, cuando los esclavos africanos contaminaron la música de al-Andalus para atraer a los poetas norteños e invadir las letras del Siglo de Oro; otra, cuando la música popular reconoció por fin, a finales del siglo XX, el linaje de los sones que desde tiempo atrás rehacían la travesía atlántica en un sentido y otro. De ahí en adelante, la joven música popular española se presenta en oleadas entre las que cada década se repite el cortocircuito: cada generación entrega los trastos ante la dificultad para ganarse la vida con el oficio, pero cierto hilo continuo asoma de nuevo y deja ver un dibujo a medio hacer en el telar sonoro.

Prendiendo mecha por las dos puntas, el flamenco indaga la ruta que conducía a la fragua de los ancestros, a la vez que juega con la chispa de la nueva sonoridad. Se ha hecho consciente de las claves que lo emparentan con la negritud, mientras se adueñaba de la libertad de los poetas. Busca en los fonogramas el rastro de un cante que no debe perderse. Esa tensión es conveniente, porque el flamenco ha sido siempre cuestión de mestizaje. Lo sorprendente es ver y oír cómo de vez en cuando surge la llama del cante puro entre materias dispares. El flamenco proporciona motivos para reflexionar acerca de las esencias folclóricas o nacionales. La etnia gitana, por ejemplo, que tan profundamente incide en su desarrollo, se vio marginada socialmente a la vez que se convertía en modelo de arte y señorío castizos, tal como señalara el antropólogo oscense Rafael Salillas.

Formados en la libertad respecto de estándares norteamericanos escritos con nostalgia del Viejo Continente, los improvisadores hispanos han calado estos fértiles enigmas y aplicado su experiencia al flamenco, a los sones de Cuba y de toda América Latina. No hay joven jazzero que en las escuelas independientes no practique falsetas y tumbaos. Se produce así un fenómeno de reasunción de lo propio a través de lo foráneo. Las armonías enriquecidas y los ritmos de Brasil forman parte desde hace tiempo del repertorio, aunque sin conceder demasiada atención a la cercanía de las músicas lusófonas. Portugal era ya un modelo de musicalidad para nuestros poetas clásicos, como lo sigue siendo para los contemporáneos (hace unos años lo decía Gamoneda), pero no se entiende que los músicos populares vivamos de espaldas a nuestros colegas vecinos.

A menudo lo inmediato resulta más distante que lo que viene de ultramar. Pueblos colindantes reclaman como don particular la aparición de la divinidad bajo distintas advocaciones. Un tejido próximo amenaza la individualidad e irrita la sensibilidad de la gens propia, cuando esta codicia privilegios que solo el fanatismo justifica. No es indispensable cuestionar el mapa de las identidades nacionales, todo gasto de energía en esa dirección puede resultar a la larga superfluo y poco atrayente. Otra cosa es el enigma de la trama musical entre pueblos separados por la distancia, una línea fronteriza o el encono duradero. Un proyecto de unidad no impuesta, en el límite de lo posible, poético-musical antes que objeto de especulación política y económica, sería un reto de altura lanzado a las futuras generaciones.

El fenómeno más novedoso de nuestro medio musical es el interés que muestran las orquestas clásicas por reinterpretar el repertorio de algunos artistas populares. Viene marcado por la necesidad de mantener extensas plantillas y la infraestructura de sus sedes, sin limitarse al abono del público musicalmente educado (por desgracia, al parecer, insuficiente), ni depender únicamente de la subvención azarosa, que dificulta programaciones de largo alcance. Además de sus motivaciones materiales, este fenómeno tiene hondo significado cultural, pues implica la cooperación entre conservatorios clásicos y nuevas escuelas de música popular, así como el diálogo entre generaciones y músicos de origen y lenguas diversos.

Los jóvenes integrantes de las orquestas, capacitados para las partituras más difíciles, también escuchan música popular, visitan la discoteca, forman sus propios grupos de jazz alternativo. Armonizan con veteranos circunspectos, algunos de los cuales se ven obligados a jubilarse en plena posesión de su arte. No debieran sobrar entre nosotros músicos buenos. Es elevado el porcentaje de instrumentistas de proveniencia extranjera, principalmente en las secciones de cuerdas, con predominio de los eslavos. Igual de significativa es la presencia de músicos de viento originarios del Levante español, donde cada pueblo educa por tradición a los chiquillos para integrarse en la banda. ¿Por qué no han de seguir su ejemplo otras regiones en la tarea de formar las distintas secciones de la orquesta?

Para asegurar la asistencia de público y una sensación de éxito que justifique sus elevados costes, las producciones operísticas y sinfónicas se vuelcan a menudo hacia lo espectacular, parecen poner el efectismo visual y la performance escénica por delante de la sinceridad musical. Una parte del público dispuesto a costear carísimas butacas aprecia la espectacularidad como si fuera el colmo del buen gusto, pero la música saldría ganando si hubiera más público educado en la tradición antigua, clásica y contemporánea, aunque solo pudiera pagar localidades de escasa o nula visibilidad. Hasta en el terreno musical por excelencia, las señas visibles se imponen sobre el oscuro campo del sonido. La intensa luz de Iberia exalta el sentido de la vista, devuelta al cielo por la arena reflectante de sus playas, semejante al aura de los santos, pero ciega e impide prestar atención a lo que acontece en penumbra.

Uniendo extremos opuestos de lo natal y de lo foráneo, de lo popular y de lo culto, el tapiz sonoro hispano se renueva en su invisible telar. Somos especialistas en el oficio de tejer trama y urdimbre sonora. ¿Por qué no nos dedicamos a cuidarla más allá de la murmuración o el vocerío? ¿Qué nos impide reconocernos? ¿Es el falseamiento de la realidad convertida en espectáculo lo que nos descompone el gesto? Hasta hace poco los profesionales de la comunicación acogían a los artistas —no solo músicos— en sus espacios. Hoy controlan la imagen de actualidad, se promocionan entre ellos, los cantantes son requeridos para hacer de presentadores, de entrenadores y jueces del talento domesticado. Abundan comentaristas que maltratan la gramática, tergiversan el dato histórico, hacen gala de opiniones interesadas y alzan la voz para acallar al contrario, afincados en la urgencia de conflictos que ellos mismos contribuyen a enrevesar. Los minutos publicitarios aumentan al amparo de la falsedad, mientras las escuelas públicas de música y danza se quedan sin presupuesto. Son el humilde campo de batalla de una revolución cultural indispensable.
https://www.jotdown.es/2019/05/el-telar-sonoro-panorama-de-la-musica-espanola-en-el-siglo-xxi/
 
La música que no quería ser escuchada.
Publicado por Diego Cuevas.

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Imagen de Jeoffrey Magellan (con la colaboración de Tevy Dubray) para el canal Chillhop Music

En 1910, el comandante general del Ejército de los Estados Unidos George Owen Squier ideó la multiplexación en el entorno telefónico. Una técnica que permitía transmitir diferentes señales de audio por una sola línea en una época donde la radio tradicional no era viable para la mayoría de la gente al resultar demasiado costosa y muy engorrosa. A principios de los años veinte, Squier se asomó por la oficina de patentes estadounidense y registró en ella un sistema propio para la transmisión y distribución de señales a través de las líneas eléctricas ya disponibles. Su plan era utilizar la multiplexación para retransmitir música a la gente, y las primeras pruebas, emitiendo tonadillas vía cables eléctricos a un selecto grupo de habitantes de Staten Island, fueron lo suficientemente prometedoras como para insinuar que allí había un negocio en potencia.

En 1922, la North American Company se hizo con las patentes de Squier manteniendo al hombre implicado en los tejemanejes internos de la empresa. La compañía se renombró como Wired Radio Inc. y comenzó a tantear el mercado con un pequeño grupo de clientes a los que les cobraba las transmisiones musicales, de canciones previamente licenciadas, en las facturas eléctricas. Aquello se prometía muy rentable hasta que en los años treinta la radio se convirtió en un electrodoméstico asequible y se acomodó con confianza en el salón del ciudadano medio. De repente, todo el mundo tenía acceso a la música de manera gratuita, porque las cadenas de radio se financiaban a través de los anuncios publicitarios, y dicho panorama dinamitó las expectativas futuras de la Wired Radio Inc. Con las radios asentadas en casita, las gentes no iban a pagar a nadie una cuota mensual a cambio de melodías.

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George Owen Squier. Imagen: dominio público.
Squier decidió replantearse sus estrategias comerciales empezando por el rebranding de la marca: fascinado por lo molón que sonaba el nombre de la compañía Kodak, el hombre agarró la palabra «music», la podó un poquito y le empasto una «ak» en la cola rebautizando su empresa como «Muzak». Y también reencaminó la línea de trabajo para apuntar hacía clientes comerciales que necesitasen rellenar con música el silencio de sus locales, en lugar de a ciudadanos que utilizasen la música para matar la tarde bailoteando por casa. En 1937, llegó la Warner Bros y compró Muzak a base de cheque gordo, expandiendo sus servicios a lo largo del país. A William Benton, un tío que no podía estarse quieto (llegó a ser senador, fundador de una empresa de publicidad, vicepresidente universitario, editor de cosas como la Enciclopedia Británica y un habitual de las reuniones de las Naciones Unidas), se le ocurrió la idea de ampliar el negocio invadiendo otro tipo de instalaciones, lugares que no se habían considerado en un principio por creer que no necesitaban de armonías flotando en el ambiente. De este modo, la empresa decidió que además de suministrar hilo musical a las tiendas (lo que habían hecho hasta entonces) también podrían hacerlo a lugares como las salas de espera del dentista, los despachos o las peluquerías. Sitios que se beneficiarían de una música que no había sido ideada para ser escuchada.

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Para captar aquel nuevo tipo de clientes, en Muzak tenían que cambiar el enfoque y comenzar a ofrecer algo distinto, algo que no estuviese haciendo nadie y solo ellos fuesen capaces de proporcionar. La compañía, que hasta entonces se había dedicado a producir a otros artistas, decidió comenzar a grabar las canciones con sus propias orquestas, formaciones compuestas por músicos profesionales extremadamente competentes que se subieron al carro por la pasta en lugar de por al amor al arte. Tanto control sobre la elaboración del repertorio era necesario porque desde Muzak se estaban dedicando a moldear cada composición para construir un nuevo tipo de hilo musical basado en lo que ellos llamaban la «progresión del estímulo», un concepto que incorporaba la idea de que la intensidad afecta la productividad.

A cada canción se le otorgaba un valor de estímulo en una escala numérica, siendo las etiquetadas con el menor número las piezas más lentas y aquellas marcadas con el valor más elevado las que resultaban más alegres y animadas. A continuación, se reproducían durante un cuarto de hora cinco o seis de dichas canciones, ordenadas por sus valores de estímulo de menor a mayor. De este modo, se lograba que cada uno de esos bloques musicales de quince minutos poseyese un ritmo y tempo que se aceleraba progresivamente, una estrategia que perseguía el objetivo de aumentar la productividad entre los trabajadores que escuchasen las melodías. Los segmentos musicales se separaban a su vez entre sí mediante espacios de quince minutos de completo silencio, algo que era consecuencia de las limitaciones técnicas del momento pero que al mismo tiempo había demostrado que venía muy bien a la hora de evitar la denominada fatiga del oyente y potenciar la capacidad de estimular de las composiciones. En algunas horas concretas, ciertos segmentos musicales se programaban con intenciones específicas: a las once de la mañana y a las tres de la tarde se retransmitían canciones más estimulantes para despertar a los somnolientos, y al final de la jornada laboral se programaban canciones más lentas para que ningún currito se fuese a casa demasiado excitado.

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Gráfico evaluando el valor de estímulo de un tema Muzak.
En realidad toda esta idea de la «progresión del estímulo» no era algo nuevo, porque durante la Segunda Guerra Mundial la BBC ya había optado por programar música en sus factorías para animar a los trabajadores más apesadumbrados. Pero en Muzak comenzaron a vender sus hilos musicales como algo que permitiría exprimir el máximo rendimiento a los empleados y gracias a ello no tardaron en vendimiar billetes de grandes empresas interesadas en explotar mejor a sus lemmings. En 2006, un artículo del New Yorker resumía lo que significó todo aquello con las siguientes palabras: «Era una pseudociencia, pero una que mantuvo con vida a la empresa hasta finales de los noventa. En parte porque era una herramienta de marketing útil y en parte porque parecía plausible: la mayoría de las personas realmente eran más felices y productivas cuando había música de fondo».

Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, la producción de Muzak gozó de un éxito bastante notable. La NASA certificó que utilizaba aquellos hilos musicales para relajar a los astronautas más estresados, el presidente Dwight Eisenhower contrató los servicios de Muzak para colocar sus composiciones en los pasillos de la Casa Blanca, y dichas tabarras sonoras en el imaginario popular se convirtieron en sinónimo de música de ascensores, a pesar de que Muzak nunca proporcionó música a los estómagos de los elevadores.

La bajona post-Stimulus progression

En los años sesenta y setenta el interés de la humanidad por un tipo de música con más personalidad hizo que el catálogo de Muzak dejase de ser interesante. Existían empresas de la competencia con un archivo mucho más variado, y en general la gente comenzaba a estar bastante agotada de la mera existencia de esos cansinos hilos musicales que fueron ideados para no ser escuchados pero acabaron hinchando los coj*nes de los que los sufrieron diariamente. En 1986, la Westinghouse puso a la venta la marca Muzak y uno de los primeros en alzar el brazo con la cartera en la mano de manera pública fue el rockero Ted Nugent. El hombre ofreció diez millones de pavos para comprar la compañía con el objetivo de «enterrarla definitivamente por el bien de todos». Según su opinión Muzak era «una fuerza maligna capaz de provocar que la gente sufriese ataques de insensatez, algo que había arruinado a algunas de las mentes más brillantes de nuestro tiempo». Inexplicablemente, y a pesar de tantas palabras bonitas, desde la Westinghouse rechazaron la oferta.

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Ted Nuget, es facha como él solo pero al menos toca bien y casi se compra la Muzak solo para cagarse en ella.
La empresa se pasó los años posteriores dando tumbos entre diferentes inversores, tratando de idear nuevas estrategias comerciales y rellenando de tanto en tanto los papeles que los declaraban oficialmente en quiebra. A mediados de los dos mil en Muzak ya no fabricaban su propia música sino que tiraban de un catálogo de dos millones y medio de temas con los que elaboraban playlists personalizadas para unos trescientos cincuenta mil clientes. En 2009, desde las oficinas de Muzak anunciaron, por enésima vez, que se iban al garete de manera definitiva. Pero en 2011 fueron adquiridos por Mood Media, la compañía que enterraría el nombre de marca «Muzak» un par de años más tarde, porque era mejor renombrar el asunto con algo a lo que la gente no le hubiese pillado tanta tirria. No sirvió de mucho porque en 2017 la propia Mood Media se declararía en bancarrota cuando las deudas comenzaban a acariciarle la barbilla.

Con el tiempo, el nombre de aquella compañía primigenia, «Muzak» con mayúscula, daría lugar al nombre de un género, «muzak» con minúscula, que se utilizaría habitualmente de forma despectiva para referirse a un tipo de música sin, en apariencia, pretensiones artísticas y con pinta de ser ornamental por el mero hecho de cumplir. El tipo de música cuya única función es rellenar el aire, esas coplas que se asocian mentalmente con lo que sale del interior de un altavoz ubicado en un ascensor.

Las otras músicas que no quieren ser escuchadas

En 1917, un compositor francés francés llamado Erik Satie ideó un tipo de música que etiquetó como musique d’ameublement. Un estilo concebido con el propósito de parir la música ideal con la que acompañar una cena, creando la atmósfera ideal para dicho evento: «Es una música ideada para formar parte de los ruidos del entorno y tenerlos en cuenta. Es melodiosa, suaviza los ruidos de los cuchillos y los tenedores en la mesa de la cena, no los domina, no se impone. Llena los silencios incómodos que en algún momento ocurren entre los amigos que cenan juntos y les ahorra la molestia de prestar atención a sus propios comentarios banales. Y, al mismo tiempo, neutraliza los ruidos callejeros que de manera tan indiscreta molestan durante las conversaciones. Crear tal música es responder a una necesidad».

Satie no fue el único artista al que se le ocurrió construir algo parecido, porque durante las décadas posteriores numerosos músicos jugaron con la idea de crear músicas a las que no era necesario prestar demasiada atención para que cumpliesen sus objetivos. Discos con más personalidad que la prefabricada muzak e intenciones totalmente opuestas a las de aquella, creaciones que aparentaban querer ejercer como música de fondo pero que en realidad pretendían relajar y transportar al oyente. Entre los años sesenta y setenta, Tony Scott publicó Music For Zen Meditation y Music For Yoga Meditation and Other Joys, Irv Teibel lanzó el primero de su saga de discos Environments (grabaciones de sonidos de la naturaleza acompañados de música propia) y el compositor Isao Tomita se convirtió en pionero de la space music, o el que puede considerarse como el acompañamiento ideal para darse un garbeo por el espacio.

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Portada del álbum Planets de Isao Tomita.
A mediados de los setenta, Brian Eno (autor de álbumes como Discreet Music o Ambient 1: Music For Airports) acuñó el término «ambient» para referirse a ese tipo de composiciones «destinadas a inducir calma y un espacio para pensar. La música ambiental debe poder adaptarse a muchos niveles de atención auditiva sin imponer uno en particular. Debe ser tan ignorable como interesante». En 1978, el músico francés Ariel Kalma publicó Osmose, un disco que en lugar de contener estribillos pop o melodías al uso albergaba una banda sonora cuya meta era que el oyente se imaginase recorriendo el interior de un bosque tropical ficticio.

Las nuevas músicas que no quieren ser escuchadas

En la actualidad, y en estos terrenos de internet, un nuevo tipo de música que no quiere ser escuchada ha florecido como la evolución lógica y más inteligente que podría fabricarse al combinar las corrientes modernas del hip-hop con la electrónica, con aquella muzak para supermercados y con las virtudes del ambient que enunció Brian Eno. Una suerte de nuevo microgénero que daría a conocer como «lo-fi hip hop» o «chillhop» y que en un puñado de meses sería capaz de atraer a millones de fans.

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Lofi hip hop radio. Canal de ChilledCow.
El lo-fi hip hop (del que se considera pioneros oficiales a los artistas J Dilla y Nujabes) combina beats del hip hop con el tempo relajado y melancólico del género chill out y el embalaje sonoro de la baja fidelidad, ese tipo de grabaciones repletas de imperfecciones sonoras que gustan de sentirse menos producidas y más auténticas. En 2013, la plataforma de vídeos YouTube permitió a sus usuarios emitir en directo en cualquier momento a través de sus live streamings, un movimiento que dio lugar al nacimiento de numerosas emisoras de radio caseras que reproducían sus propias playlists seleccionadas con mimo. Lo accesible de la oferta permitió que cualquier tipo de género con al menos un par de adeptos encontrase un altavoz en forma de emisora dedicada. Y eso propició que se creasen canales especializados en programar ciertos estilos marginalizados de manera habitual por el mainstream, como el curtido ambient, o géneros mutantes tan extraños y fascinantes como el denominado vaporware (un estilo musical que zozobra entre el modo irónico y la seriedad absoluta al imitar las melodías de fondo de los anuncios publicitarios de los años ochenta y noventa).

En 2017, los canales de YouTube dedicados a emitir temas de lo-fi hip hop y sus variantes, como aquellos que tonteaban con un jazz minimalista, comenzaron a hacerse muy populares entre el público que buscaba una banda sonora útil con la que rellenar la habitación durante las horas de estudio o trabajo. El downtempo que lucían las pistas seleccionadas demostró tener tan buena aceptación, al favorecer tanto la concentración de los oyentes durante sus tareas, como para que en un puñado de meses dichos canales de streaming acumulasen millones de visitas y suscriptores. La propia naturaleza de la música emitida resulta mucho más amable que la de la muzak precedente, porque aquí lo que se pretende no es apretarle las tuercas al oyente, sino relajarlo y procurar que se concentre. Las canciones lo-fi hip hop normalmente carecen de letra para no distraer en exceso la atención y los streamings las encadenan de manera ininterrumpida sin aquella tontería tan estudiada de los bloques de quince minutos ni la pollada estratégica de la progresión del estímulo.

La estética que acompañaba a sus emisoras especializadas favorecía la asociación mental con las músicas que radiaban: imágenes anime y animadas en bucle que muestran a chicas estudiando en un lugar tranquilo, niños leyendo o jugueteando con aparatos electrónicos en su cama durante las madrugadas de noches dibujadas con regusto mágico, jóvenes tumbados en medio de un parque en un día vago, siestas vespertinas, entornos urbanos nocturnos, personajes muy melancólicos asomados a la ventana contemplando lluvias o luces de las ciudades y, sobre todo, el encantador mapache de uno de los canales más populares del universo chillhop. Una mascota que se tira toda la jornada amarrado a su portátil, bostezando eventualmente, con la taza de café al lado y el tocadiscos dando vueltas en la estancia. Los responsables de los canales más populares tienen incluso el bonito detalle de dotar de cierta vida a las imágenes: además de incluir pequeñas animaciones en loop, se toman la molestia de modificar ligeramente las ilustraciones con el paso del tiempo, simulando las diferentes horas del día, modificando elementos del escenario de fondo o cambiando la decoración de esas habitaciones con alma de jardín zen. Porque a lo mejor esto es la segunda mejor (1) cosa que le podía haber ocurrido a la muzak: convertirse en algo tan agradable como para que no te moleste tener a un mapache como compañero de piso.
https://www.jotdown.es/2019/06/la-musica-que-no-queria-ser-escuchada/
 
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