Es una novela por entregas. Iré poniendo capítulos poco a poco.
El soporte del foro me permite poner música relacionada con el texto, algo que siempre he querido hacer.
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Los perros ladran al amanecer
Lo despertaron el ladrido de unos perros lejanos, abajo, en la planicie, lejos de la fortaleza. Se levantó y corrió el visillo del balcón. Abrió la ventana para oler el aire frío de la mañana que despuntaba. Aquellos perros lejanos, guardianes de casitas de campo, solitarios y belicosos, le parecieron cancerberos de peligrosos y excitantes mundos ajenos. Guardaban secretos, risas y tragedias de siglos.
Pero aquellos mundos que desde arriba parecían en conjunto tan excitantes, uno a uno se le antojaban lentos y aburridos. La vida del perro de un labrador, por mucho que ladre para contarla, no es una *bylina.
Se duchó, se vistió con rapidez y, para desayunar, bajó las escaleras del parador, flanqueado por muros de piedra de siglos. Ocho de la mañana de un día de febrero en Castilla. Sol distante y frío.
Vadim tenía un objetivo. Vadim iba de caza. Y la presa estaba a punto de llegar. Meses detrás de aquel objetivo, preparación meticulosa para terminar en un pueblo de Castilla.
Gueroi estaba allí descansado del ruido, buscaba silencio. Siempre buscaba silencio.
Vadim desayunó lentamente por si Gueroi aparecía. Sabía que, dadas las costumbres de Gueroi, éste no iba a aparecer, pero, por si acaso un cambio de última hora le hacía cambiar de opinión, se tomó su tiempo de vigilancia. A las nueve subió a su habitación. Desde las ventanas contempló el paisaje. Parecía que los perros se habían callado, aunque Vadim sabía que no, que el ruido de los coches de la carretera, de las tiendas del pueblo que abrían, de los tractores, de la gente que se dirigía a trabajar ocultaba los ladridos. Los perros iban a estar ladrando todo el día a ratos, aunque no supiéramos que estaban allí. Echó de menos el ladrido de los perros de una hora antes, con una breve y fría niebla disipándose en la planicie. Por un momento dudó de su objetivo. ¿Tenía realmente sentido o era un fuego fatuo?
Había recopilado sobre Gueroi toda la información posible, sabía de sus gustos, sus pasos, sus idas y venidas, sus veleidades, sus misticismos y sus frecuentes cambios de humor. Sabía que Gueroi iría a la Iglesia a rezar de aquella manera un poco culpable, entre mística y desesperada, y también sabía que se le escaparían los muros de la iglesia, la historia, los siglos de aquellas piedras y que Gueroi igualmente hubiera rezado en una iglesia construida en plástico con aspecto de castillo de Disneyland.
Sabía que Gueroi daría un paseo por el campo en moto, que intentaría bañarse en el frío río a pesar de las advertencias de los lugareños, que comería algo frugal y que durante el día tendría cuatro cinco cambios profundos cambios de humor, pasando de la risa al llanto.
Sacó de una mochila negra un mapa y de nuevo repasó los alrededores. Se trataba de saber a qué iglesia de las 5 que había cerca iría Gueroi y en qué campo solitario haría cabriolas con la moto.
La iglesia del pueblo le pareció demasiado concurrida para una persona que buscaba soledad. Era más probable que se acercara en moto, convenientemente cubierto con el casco, y por tanto, anónimo a una ermita perdida en el campo. Se concentró de nuevo en las ermitas. Tenía dudas sobre cual elegiría Gueroi. Todo preparado y, sin embargo, dudas.
Se leyó la historia de las ermitas e intentó memorizar anécdotas para atraer la atención. Necesitaba que Gueroi, con su mirada vacía, de desinterés profundo, se despertara escuchándolo. Había que encontrar algo que llamara a la presa, un señuelo.
Se decidió al fin por una antigua ermita en medio del campo, en una bonita colina rodeada de árboles. Había que arriesgarse. Quizás Gueroi no apareciera por allí, pero, si aparecía en un arrebato místico, era el lugar más adecuado.
Guardó unas pertenencias en una mochila negra y salió de su habitación. Vadim bajó las escaleras del castillo con solemnidad. Entre tapices antiguos, armaduras y candelabros, parecía un caballero antiguo reencarnado. A pasos lentos y concienzudos se iba preparando para su cometido. Meses esperando el día. ¿Pero era realmente el día?
Al subir al coche no pudo evitar fijarse en el azul cielo de Castilla, tan azul que casi hería la vista. Las nubes se movían lentamente dando una estampa hipnótica. “Buen momento para el misticismo”, pensó. Gueroi sentiría lo mismo por ese cielo y trataría de acercarse lo más posible a él en el campo.
La ermita ya estaba abierta. Saludó a un lugareño mayor que lo miró con desconfianza. Vadim sonrió e hizo unas preguntas sobre las tradiciones del lugar. Después dijo si podía rezar o iban a cerrar.
El lugareño le dijo que la ermita estaría abierta durante todo el día, hasta las seis de la tarde. Que la cerraban de noche para evitar que alguien hiciera destrozos, pero que no había objetos de gran valor dentro. Lo que era valioso eran los muy antiguos muros de piedra y el valor religioso de las imágenes, pero estas eran de los años sesenta.
Hacía frío dentro, no era un lugar acogedor. Vadim se sobrecogió brevemente. Quizás tenía que esperar horas sentado en un banco fingiendo que rezaba y meditaba, absorto en sus pensamientos religiosos. Lo había pensado bien antes e iba bien abrigado para soportar aquel frío que poco a poco le iba a calar los huesos.
Estuvo unos 15 minutos con la cabeza baja, como si rezara, y después decidió salir de la ermita. Enfrente había un viejo roble. El ligero viento movía sus ramas aportando el sonido sereno de los días en las que la naturaleza es pacífica y la eternidad parece haberse instalado. Se quedó mirando el roble con nostalgia. Había una canción, sí, aquella canción.
I'm comin' home, I've done my time
Now I've got to know what is and isn't mine
If you received my letter telling you I'd soon be free
Then you'll know just what to do
If you still want me, if you still want me
Whoa, tie a yellow ribbon 'round the ole oak tree
It's been three long years, do you still want me?
If I don't see a ribbon round the old oak tree
I'll stay on the bus, forget about us, put the blame on me
If I don't see a yellow ribbon 'round the old oak tree
Recordó haberla escuchado tantas veces en la radio. Ni siquiera sabía lo que significaba entonces. Podía haber tratado sobre cómo hacer una ensalada y sobre un conejo que se escapa desde su granja al campo. O sobre mil cosas más, algunas muy empalagosas. Pero la melodía y el ritmo se quedaron en su cabeza mucho antes de saber qué significaba aquella canción en inglés.
Sonrió. “Necesito una cinta amarilla” pensó “¿tendrán de eso en el pueblo?”.
Volvió a entrar en la ermita y esperó una hora. Gueroi no aparecía.
De nuevo salió de la ermita. Ya en la puerta le preguntó a un lugareño después de alabar la ermita.
-¿Viene mucha gente a rezar durante el día?
-Poca, muy poca, tres mujeres del pueblo y, de vez en cuando, un hombre extranjero.
- Ah, también un extranjero. No sabía que la ermita fuera tan conocida.
- Sólo viene él con sus guardaespaldas. Es un tipo raro. Dicen que está loco. Es muy rico. Tiene una casa con tapias muy altas cerca.
- ¿Y sabe si va a venir hoy?
El lugareño lo miró con extrañeza:
-Nunca sabemos cuando viene o va. Creo que está loco.
Al notar la mirada, Vadim reaccionó disimulando, como si no supiera de quien estaban hablando.
-¿De qué país es?
- Dicen que es ruso.
- Ahhh…
Le pareció difícil sacar más información sin causar sospechas, por lo que optó por callar. Estuvo una hora más sacando fotos de la ermita. Gueroi no apareció.
Al final, decidió ir al pueblo a comprar una cinta amarilla. Quería dejar algo de sí mismo allí. Tenía la necesidad de volver a aquel árbol algún día, como un ritual que se hubiera propuesto.
Del pueblo volvió al Parador. Era ya la hora de comer, el restaurante estaba abierto. Había un par de parejas en dos mesas, y al fondo, flanqueada por unos tapices de caballeros medievales y armaduras, una mujer sola. Se fijó en ella. Era morena, de unos 30 años, de pelo largo con unos grandes ojos oscuros. Parecía tranquila en su soledad. Ella lo miró por un instante y a Vadim le pareció que había temblado al verlo con un escalofrío. Después se centró en su plato.
Pidió una dorada a la sal. Observó el reloj. En aquellos momentos de soledad echó de menos no llevar consigo el móvil. Pero era algo que se había impuesto a sí mismo y estaba dispuesto a cumplirlo. Sin móvil, sin alteraciones, sin noticias, sin comunicación con los demás. Tres meses ya sin móvil, ilocalizable.
Tres meses pergeñando un plan. Tres meses en los que no se había dejado llevar por la desesperación y la desesperanza porque tenía un plan.
Mientras comía tarareaba por dentro el primer movimiento de “Story of an unknow actor” de Alfred Schnittke. Recordó alguna discusión sobre la obra.
Se sentía también un actor desconocido en una obra trágica. Pensó que si alguna música podía describir su momento personal era ésta.
La mujer terminó de comer y salió. Caminó delante de su mesa discretamente, como si quisiera diluirse en el paisaje. “La mujer que quiere ser invisible, pero no lo logra del todo”, pensó Vadim.
Al terminar de comer y pagar la cuenta Vadim salió al claustro del hermoso lugar. Casi encogida en una muralla estaba ella hablando por teléfono. Vadim se acercó disimuladamente para escuchar. Era ruso.
Entendió algunas palabras. Se rió por dentro. Gueroi, ruso, esta mujer rusa, y él, que había estado estudiando en Moscú.
Ella no parecía muy contenta de su presencia por lo que entró en el hotel y desapareció de su vista.
Vadim dudó sobre si volver a la habitación, pero temió quedarse dormido. No debía desviarse de su objetivo. Eran ya las tres de la tarde y debía intentar encontrar a Gueroi. Se dispuso a dar una vuelta en coche por las carreteras cercanas, cerca de las ermitas. De vez en cuando paraba en una cuneta y sacaba fotos del paisaje, de los árboles, del campo. O simplemente, apagaba el motor y escuchaba el silencio, tal vez roto por un tractor lejano.
Cerca de las séis, parado en una cuneta cerca de la ermita de la mañana, vio venir dos motos que iban a la ermita. “Es él”, se dijo. “Y va a llegar a la ermita antes que yo. Lo pillaré desprevenido cuando salga de rezar.”
Un coche venía detrás.
Esperó un poco y se dirigió a la ermita. Las motos y el coche estaban aparcados y sus ocupantes dentro.
Sintió vértigo.
Béla Bartók. Música para cuerdas, percusión y celesta. Adagio.
Mientras esperaba, ató la cinta amarilla una rama del roble. Al darse la vuelta tras completar su acción sintió una mirada. La mujer invisible lo estaba mirando. Él sonrió. Ella también, ligeramente. Aunque hizo un ligero gesto de sorpresa después que disimuló enseguida, como si llevara siglos intentando ser invisible.
-Es por la nostalgia de una canción que escuchaba de niño. – Se explicó Vadim.
- La de Tony Orlando.- Dijo ella.
- ¿La conoces?- Se sorprendió Vadim.
- Sí, estuve buscando hace tiempo canciones de esa época.
-Ahhh. Si no es indiscreción, porque estoy sorprendido. ¿Qué tipo de música te gusta?
Ella calló un momento, como si no quisiera dar una información sobre ello, pero luego se animó y dijo:
- La música que me gusta es el ritmo de la lluvia, como cae, y el olor que se respira en la tierra seca.
Vadim sonrió. La respuesta era lo suficientemente rara como para que ella dejara de ser invisible.
- El ritmo de la lluvia. También es una canción.- Dijo él.
-Lo sé, pero me refería a la lluvia en sí.
- Me ha gustado tu respuesta.- Sonrió Vadim.- ¿Sabes qué música me gusta a mí?
- No… -Dijo ella con una leve sonrisa invisibilizadora.
- Los perros que ladran al amanecer.
En aquel momento salió un hombre de la ermita y detrás, Gueroi.
Jocelyn Pook. Masked Ball.
El soporte del foro me permite poner música relacionada con el texto, algo que siempre he querido hacer.
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Los perros ladran al amanecer
Lo despertaron el ladrido de unos perros lejanos, abajo, en la planicie, lejos de la fortaleza. Se levantó y corrió el visillo del balcón. Abrió la ventana para oler el aire frío de la mañana que despuntaba. Aquellos perros lejanos, guardianes de casitas de campo, solitarios y belicosos, le parecieron cancerberos de peligrosos y excitantes mundos ajenos. Guardaban secretos, risas y tragedias de siglos.
Pero aquellos mundos que desde arriba parecían en conjunto tan excitantes, uno a uno se le antojaban lentos y aburridos. La vida del perro de un labrador, por mucho que ladre para contarla, no es una *bylina.
Se duchó, se vistió con rapidez y, para desayunar, bajó las escaleras del parador, flanqueado por muros de piedra de siglos. Ocho de la mañana de un día de febrero en Castilla. Sol distante y frío.
Vadim tenía un objetivo. Vadim iba de caza. Y la presa estaba a punto de llegar. Meses detrás de aquel objetivo, preparación meticulosa para terminar en un pueblo de Castilla.
Gueroi estaba allí descansado del ruido, buscaba silencio. Siempre buscaba silencio.
Vadim desayunó lentamente por si Gueroi aparecía. Sabía que, dadas las costumbres de Gueroi, éste no iba a aparecer, pero, por si acaso un cambio de última hora le hacía cambiar de opinión, se tomó su tiempo de vigilancia. A las nueve subió a su habitación. Desde las ventanas contempló el paisaje. Parecía que los perros se habían callado, aunque Vadim sabía que no, que el ruido de los coches de la carretera, de las tiendas del pueblo que abrían, de los tractores, de la gente que se dirigía a trabajar ocultaba los ladridos. Los perros iban a estar ladrando todo el día a ratos, aunque no supiéramos que estaban allí. Echó de menos el ladrido de los perros de una hora antes, con una breve y fría niebla disipándose en la planicie. Por un momento dudó de su objetivo. ¿Tenía realmente sentido o era un fuego fatuo?
Había recopilado sobre Gueroi toda la información posible, sabía de sus gustos, sus pasos, sus idas y venidas, sus veleidades, sus misticismos y sus frecuentes cambios de humor. Sabía que Gueroi iría a la Iglesia a rezar de aquella manera un poco culpable, entre mística y desesperada, y también sabía que se le escaparían los muros de la iglesia, la historia, los siglos de aquellas piedras y que Gueroi igualmente hubiera rezado en una iglesia construida en plástico con aspecto de castillo de Disneyland.
Sabía que Gueroi daría un paseo por el campo en moto, que intentaría bañarse en el frío río a pesar de las advertencias de los lugareños, que comería algo frugal y que durante el día tendría cuatro cinco cambios profundos cambios de humor, pasando de la risa al llanto.
Sacó de una mochila negra un mapa y de nuevo repasó los alrededores. Se trataba de saber a qué iglesia de las 5 que había cerca iría Gueroi y en qué campo solitario haría cabriolas con la moto.
La iglesia del pueblo le pareció demasiado concurrida para una persona que buscaba soledad. Era más probable que se acercara en moto, convenientemente cubierto con el casco, y por tanto, anónimo a una ermita perdida en el campo. Se concentró de nuevo en las ermitas. Tenía dudas sobre cual elegiría Gueroi. Todo preparado y, sin embargo, dudas.
Se leyó la historia de las ermitas e intentó memorizar anécdotas para atraer la atención. Necesitaba que Gueroi, con su mirada vacía, de desinterés profundo, se despertara escuchándolo. Había que encontrar algo que llamara a la presa, un señuelo.
Se decidió al fin por una antigua ermita en medio del campo, en una bonita colina rodeada de árboles. Había que arriesgarse. Quizás Gueroi no apareciera por allí, pero, si aparecía en un arrebato místico, era el lugar más adecuado.
Guardó unas pertenencias en una mochila negra y salió de su habitación. Vadim bajó las escaleras del castillo con solemnidad. Entre tapices antiguos, armaduras y candelabros, parecía un caballero antiguo reencarnado. A pasos lentos y concienzudos se iba preparando para su cometido. Meses esperando el día. ¿Pero era realmente el día?
Al subir al coche no pudo evitar fijarse en el azul cielo de Castilla, tan azul que casi hería la vista. Las nubes se movían lentamente dando una estampa hipnótica. “Buen momento para el misticismo”, pensó. Gueroi sentiría lo mismo por ese cielo y trataría de acercarse lo más posible a él en el campo.
La ermita ya estaba abierta. Saludó a un lugareño mayor que lo miró con desconfianza. Vadim sonrió e hizo unas preguntas sobre las tradiciones del lugar. Después dijo si podía rezar o iban a cerrar.
El lugareño le dijo que la ermita estaría abierta durante todo el día, hasta las seis de la tarde. Que la cerraban de noche para evitar que alguien hiciera destrozos, pero que no había objetos de gran valor dentro. Lo que era valioso eran los muy antiguos muros de piedra y el valor religioso de las imágenes, pero estas eran de los años sesenta.
Hacía frío dentro, no era un lugar acogedor. Vadim se sobrecogió brevemente. Quizás tenía que esperar horas sentado en un banco fingiendo que rezaba y meditaba, absorto en sus pensamientos religiosos. Lo había pensado bien antes e iba bien abrigado para soportar aquel frío que poco a poco le iba a calar los huesos.
Estuvo unos 15 minutos con la cabeza baja, como si rezara, y después decidió salir de la ermita. Enfrente había un viejo roble. El ligero viento movía sus ramas aportando el sonido sereno de los días en las que la naturaleza es pacífica y la eternidad parece haberse instalado. Se quedó mirando el roble con nostalgia. Había una canción, sí, aquella canción.
I'm comin' home, I've done my time
Now I've got to know what is and isn't mine
If you received my letter telling you I'd soon be free
Then you'll know just what to do
If you still want me, if you still want me
Whoa, tie a yellow ribbon 'round the ole oak tree
It's been three long years, do you still want me?
If I don't see a ribbon round the old oak tree
I'll stay on the bus, forget about us, put the blame on me
If I don't see a yellow ribbon 'round the old oak tree
Recordó haberla escuchado tantas veces en la radio. Ni siquiera sabía lo que significaba entonces. Podía haber tratado sobre cómo hacer una ensalada y sobre un conejo que se escapa desde su granja al campo. O sobre mil cosas más, algunas muy empalagosas. Pero la melodía y el ritmo se quedaron en su cabeza mucho antes de saber qué significaba aquella canción en inglés.
Sonrió. “Necesito una cinta amarilla” pensó “¿tendrán de eso en el pueblo?”.
Volvió a entrar en la ermita y esperó una hora. Gueroi no aparecía.
De nuevo salió de la ermita. Ya en la puerta le preguntó a un lugareño después de alabar la ermita.
-¿Viene mucha gente a rezar durante el día?
-Poca, muy poca, tres mujeres del pueblo y, de vez en cuando, un hombre extranjero.
- Ah, también un extranjero. No sabía que la ermita fuera tan conocida.
- Sólo viene él con sus guardaespaldas. Es un tipo raro. Dicen que está loco. Es muy rico. Tiene una casa con tapias muy altas cerca.
- ¿Y sabe si va a venir hoy?
El lugareño lo miró con extrañeza:
-Nunca sabemos cuando viene o va. Creo que está loco.
Al notar la mirada, Vadim reaccionó disimulando, como si no supiera de quien estaban hablando.
-¿De qué país es?
- Dicen que es ruso.
- Ahhh…
Le pareció difícil sacar más información sin causar sospechas, por lo que optó por callar. Estuvo una hora más sacando fotos de la ermita. Gueroi no apareció.
Al final, decidió ir al pueblo a comprar una cinta amarilla. Quería dejar algo de sí mismo allí. Tenía la necesidad de volver a aquel árbol algún día, como un ritual que se hubiera propuesto.
Del pueblo volvió al Parador. Era ya la hora de comer, el restaurante estaba abierto. Había un par de parejas en dos mesas, y al fondo, flanqueada por unos tapices de caballeros medievales y armaduras, una mujer sola. Se fijó en ella. Era morena, de unos 30 años, de pelo largo con unos grandes ojos oscuros. Parecía tranquila en su soledad. Ella lo miró por un instante y a Vadim le pareció que había temblado al verlo con un escalofrío. Después se centró en su plato.
Pidió una dorada a la sal. Observó el reloj. En aquellos momentos de soledad echó de menos no llevar consigo el móvil. Pero era algo que se había impuesto a sí mismo y estaba dispuesto a cumplirlo. Sin móvil, sin alteraciones, sin noticias, sin comunicación con los demás. Tres meses ya sin móvil, ilocalizable.
Tres meses pergeñando un plan. Tres meses en los que no se había dejado llevar por la desesperación y la desesperanza porque tenía un plan.
Mientras comía tarareaba por dentro el primer movimiento de “Story of an unknow actor” de Alfred Schnittke. Recordó alguna discusión sobre la obra.
Se sentía también un actor desconocido en una obra trágica. Pensó que si alguna música podía describir su momento personal era ésta.
La mujer terminó de comer y salió. Caminó delante de su mesa discretamente, como si quisiera diluirse en el paisaje. “La mujer que quiere ser invisible, pero no lo logra del todo”, pensó Vadim.
Al terminar de comer y pagar la cuenta Vadim salió al claustro del hermoso lugar. Casi encogida en una muralla estaba ella hablando por teléfono. Vadim se acercó disimuladamente para escuchar. Era ruso.
Entendió algunas palabras. Se rió por dentro. Gueroi, ruso, esta mujer rusa, y él, que había estado estudiando en Moscú.
Ella no parecía muy contenta de su presencia por lo que entró en el hotel y desapareció de su vista.
Vadim dudó sobre si volver a la habitación, pero temió quedarse dormido. No debía desviarse de su objetivo. Eran ya las tres de la tarde y debía intentar encontrar a Gueroi. Se dispuso a dar una vuelta en coche por las carreteras cercanas, cerca de las ermitas. De vez en cuando paraba en una cuneta y sacaba fotos del paisaje, de los árboles, del campo. O simplemente, apagaba el motor y escuchaba el silencio, tal vez roto por un tractor lejano.
Cerca de las séis, parado en una cuneta cerca de la ermita de la mañana, vio venir dos motos que iban a la ermita. “Es él”, se dijo. “Y va a llegar a la ermita antes que yo. Lo pillaré desprevenido cuando salga de rezar.”
Un coche venía detrás.
Esperó un poco y se dirigió a la ermita. Las motos y el coche estaban aparcados y sus ocupantes dentro.
Sintió vértigo.
Béla Bartók. Música para cuerdas, percusión y celesta. Adagio.
Mientras esperaba, ató la cinta amarilla una rama del roble. Al darse la vuelta tras completar su acción sintió una mirada. La mujer invisible lo estaba mirando. Él sonrió. Ella también, ligeramente. Aunque hizo un ligero gesto de sorpresa después que disimuló enseguida, como si llevara siglos intentando ser invisible.
-Es por la nostalgia de una canción que escuchaba de niño. – Se explicó Vadim.
- La de Tony Orlando.- Dijo ella.
- ¿La conoces?- Se sorprendió Vadim.
- Sí, estuve buscando hace tiempo canciones de esa época.
-Ahhh. Si no es indiscreción, porque estoy sorprendido. ¿Qué tipo de música te gusta?
Ella calló un momento, como si no quisiera dar una información sobre ello, pero luego se animó y dijo:
- La música que me gusta es el ritmo de la lluvia, como cae, y el olor que se respira en la tierra seca.
Vadim sonrió. La respuesta era lo suficientemente rara como para que ella dejara de ser invisible.
- El ritmo de la lluvia. También es una canción.- Dijo él.
-Lo sé, pero me refería a la lluvia en sí.
- Me ha gustado tu respuesta.- Sonrió Vadim.- ¿Sabes qué música me gusta a mí?
- No… -Dijo ella con una leve sonrisa invisibilizadora.
- Los perros que ladran al amanecer.
En aquel momento salió un hombre de la ermita y detrás, Gueroi.
Jocelyn Pook. Masked Ball.
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