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Los caminos del tantra: s*x*, misticismo y revolución en el Museo Británico
  • CARLOS FRESNEDA
    Corresponsal
    Londres
Viernes, 16 octubre 2020 - 02:22
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El museo londinense vuelve a la actividad tras el confinamiento con una singular exposición entre la espiritualidad y la carne

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Detalle del mural situado en la capilla privada de meditación del Dalai Lama pintado en 1700. THOMAS LAIRD

 
EXPOSICIÓN
La pintura gore y justiciera de Artemisia conmueve Londres
La National Gallery propone una exposición exhaustiva sobre la obra de la artista del Barroco, un viaje memorable entre el arte y la vida


Foto: Exposición de Artemisia en la National Gallery de Londres. (EFE)


Exposición de Artemisia en la National Gallery de Londres. (EFE)



AUTOR
RUBÉN AMÓN
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NATIONAL GALLERY
LONDRES
REINO UNIDO

16/10/2020



Llama la atención la asiduidad con que Artemisia Gentileschi (1593-1654) recurría a las decapitaciones masculinas a manos de mujeres. Tal como prueba la exposición inaugurada en la National Gallery de Londres, la artista romana acudía una y otra vez al mito de Judit y de Holofernes, al sacrificio del Bautista, al martirio que Jael infligió a Sísara, o sea, la crónica de un capítulo gore del Antiguo Testamento que recrea la frialdad de la heroína judía clavando un cincel en la cabeza del general del ejército de Canaán.

Se trata de escenas formidables en la teatralidad, en la dramaturgia redundante del Barroco, en el desgarro de los personajes, incluso en la pretensión de llevar más lejos el principio del expresionismo 'caravaggesco', pero unos y otros cuadros, unos y otros tormentos, redundan igualmente en una inquietante lectura de despecho freudiano y de exorcismo pictórico.



'Jael y Sísera' (1620), Artemisia Gentileschi.


'Jael y Sísera' (1620), Artemisia Gentileschi.



Porque Artemisia, hija del pintor florentino Orazio Gentileschi, fue violada por uno de los maestros que se ocuparon de instruirla, Agostino Tassi. Y porque las penurias y las torturas que hubo de sufrir hasta prosperar la denuncia convirtieron el arte en un espacio de justicia más o menos subconsciente, un lugar donde Artemisia ejercía de pintora y de tribunal de los hombres.

Es el motivo por el que el itinerario de la exposición londinense recupera el lienzo de 'Susana y los viejos', un préstamo del castillo de Weissenstein (Alemania) que evoca con enorme poder dramatúrgico el trance en que dos ancianos despiadados intentan pervertir a la joven muchacha judía.

Terminaron los ancianos maquinando, cuenta el Libro de Daniel, para reprocharle su propio delito y fue condenada a la lapidación por adulterio, tal como acostumbra a suceder con las sentencias de los tribunales islámicos de nuestro tiempo, aunque el pasaje bíblico desenmascara 'in extremis' la verdad, poniendo a salvo la pureza de Susana, como Artemisia puso a salvo la suya después de haber estado expuesta a un proceso judicial tormentoso, nauseabundo, cuando no humillante.




'Susana y los viejos' (1610), Artemisia Gentileschi.


'Susana y los viejos' (1610), Artemisia Gentileschi.




Ella era la mujer sucia y pervertida. Cualquier expectativa de justicia se malograba en las convenciones discriminatorias, de tal manera que Artemisia recreaba su propio espacio de justicia en el taller donde trabajaba semiclandestinamente. El arte era el punto de fuga, el espacio donde se rectificaban simbólicamente las sentencias de los tribunales.


Mujeres pintoras
Estaba contraindicado y a veces hasta prohibido que las mujeres se dedicaran a la pintura en la transición del Renacimiento al Barroco, aunque el caso de Artemisia Gentileschi es significativo de una generación o de una época que ha ido adquiriendo reputación en la revisión de los cánones. Empezando por el caso de Sofonisba Anguissola (1530-1625), precursora de la colega romana, que fue llamada a la corte de Felipe II y que retrató al monarca en un cuadro tradicionalmente atribuido a Sánchez Coello.

Anguissola abrió el camino a otras dos compatriotas que 'operaron' en el trayecto del siglo XVI al XVII. La fama de Lavinia Fontana, ponderada en una reciente exposición del Museo del Prado, explica que el papa Clemente VIII la incorporara a su círculo de aristas de confianza, mientras que Fede Galizia, oriunda de Milán, está considerada una de las artistas más reputadas en el género de los bodegones y de los retratos, por mucho que su obra más conocida sea precisamente un lienzo sobre... el sacrificio de Holofernes a manos de Judith.

Procede recordar que Roma era una ciudad donde bullía el Barroco por la herencia de Caravaggio y por la dialéctica estética que se restregaron Bernini y Borromini, pero también respondía a los extremos de una urbe peligrosa para las mujeres —vivían en minoría y en situación de acoso— e inasequible más aún para aquellas que aspiraban a convertirse en artistas.

Artemisia aprendió el oficio en casa y tuvo ocasión de perfeccionarlo en Florencia, bajo la protección de Cosme II de Medici. Se convertía así en la primera mujer que accedía a la Academia de Pintura y en el asombro de una ciudad 'moderna' en la que pudo entablar amistad con Galileo Galilei.

La pintora es un mito contemporáneo del feminismo por su capacidad emancipadora, por su valentía e independencia, por su vocación viajera...

La fertilidad del periodo florentino queda reflejada en el itinerario de la exposición de la National Gallery, como también constan en la muestra los ejemplos de su viaje británico. Incluido un lienzo misterioso que describe la figura de Artemisia en el trance de pintar. Se titula la obra 'Autorretrato como alegoría de la pintura'. Y aparece la artista en una posición de escorzo, abriendo los brazos como si la escena la sorprendiera en un pasaje de inspiración. No es solo un cuadro, es un acto de reivindicación.

Se hacía justicia y justiciera la pintora, vengaba en los lienzos los obstáculos de una carrera contra corriente que la ha transformado en mito contemporáneo del feminismo por su capacidad emancipadora, por su valentía, por su independencia, por su vocación viajera —Nápoles, Venecia... Londres— y por el respeto que llegó a adquirir en la fiebre estética del Barroco italiano. Y no se hacen necesarios otros pormenores sensacionalistas para 'justificar' la exposición londinense, como se antoja gratuito hablar de pintura femenina, independientemente de la proliferación de exposiciones que revisan el pasado y que aspiran a remover los cánones de género.

El interés de la exposición de Artemisia Gentileschi, fuera de la connotación de los cromosomas, consiste en connotar su personalidad estética, su creatividad, su vigencia, su influencia, pero también se trata de documentar, cuadro a cuadro, expiación a expiación, el viaje de ida y vuelta entre el arte y la vida, si es que alguna vez hubo alguna diferencia.


 
René Magritte: esto no es surrealismo

publicado por Diego Cuevas

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Un hombre frente a La reproduction interdite (René Magritte, 1937) en Berlín, 2017. Fotografía: Getty.


Estos no son amantes

Los amantes II (1928) suena a secuela cinematográfica lubricada y de género cuestionable, pero en realidad es la denominación que recibió el segundo miembro de una familia de estampas inusuales. Una estirpe compuesta por cuatro lienzos, pintados en París y numerados consecutivamente, que componían un álbum de fotos inquietante. En cada una de aquellas imágenes, una pareja de novios era retratada demostrándose afectos diversos o posando frente a paisajes idílicos, pero en todas ellas ocurría algo retorcido e inesperado. En Los amantes y Los amantes II, las cabezas de ambos personajes se presentaban encapuchadas sin razón obvia, cubiertas por telas de procedencia incierta que impedían al espectador contemplar sus rostros y a los propios enamorados mirarse a la cara mientras se besaban. En Los amantes III y Los amantes IV, las caras de los tortolitos eran visibles, pero el novio se veía obligado a conformarse con ser una mera cabeza flotante. Durante años, los historiadores debatieron el significado de aquella serie de imágenes y el simbolismo oculto con el que su autor había tejido las capuchas. Algunos consideraban que los semblantes ocultos de los novios eran un homenaje a las correrías de Fantômas, un personaje enmascarado nacido en novelas galas de misterios repletas de asesinatos con antifaces. Otros observaban en la imagen el reflejo de un recuerdo traumático: el de un niño belga contemplando cómo el cadáver de su propia madre emergía de las profundidades de un río, con el vestido de la finada enredado accidentalmente alrededor de la cabeza. Ambos estaban equivocados.

René François Ghislain Magritte nació en el pueblecito belga de Lessines en 1898, entre telas y costuras al ser hijo del idilio entre un sastre (Léopold Magritte) y una sombrerera (Régina Bertinchamps). Pero a la hora de comenzar a tejer su futuro decidió, desde muy temprana edad, que le interesaba más sujetar un pincel que un costurero. A los once años comenzó a recibir clases de dibujo. A los trece, su madre se quitó la vida arrojándose al cauce del río Sambre tras huir de la vivienda familiar donde su marido la tenía recluida para, precisamente, evitar intentos de su***dio. La leyenda popular asegura que el joven René Magritte estuvo presente cuando el cuerpo de su progenitora fue rescatado de las profundidades, pero dicha afirmación no fue más que un invent vintage de la enfermera de la familia, quien por lo visto gustaba de adobar los sucesos para hacerse la interesante.

Aun así, aquella historieta falsa con el hijo como testigo fue asimilada como cierta cuando el público necesitó encontrarle algún tipo de explicación a la obra de Magritte. Los amantes II, la más popular de dichas estampas con tortolitos, mostraba a los novios compartiendo un beso sin molestarse en retirar la tela que cubría sus testas. Dibujando un par de trapos, el artista le había dado la vuelta a una imagen, la romántica instantánea de un ósculo, hasta transformarla en una situación extraña, confusa, asfixiante, anónima y que hermanaba a los acaramelados protagonistas con aquellas víctimas de verdugos que son encapuchadas en los instantes previos al ajusticiamiento. El propio pintor, que realmente vivió traumatizado por la muerte de su madre y que también era admirador de los enigmas que habitaba el Fantômas novelesco, gustaba de explicar el significado de aquel retrato de la mejor manera posible: no haciéndolo en absoluto, aclarando que su producción estaba compuesta por «imágenes visibles que no ocultan nada. Pinturas que evocan al misterio. Cuando alguien observa una de mis obras, se pregunta “¿Qué significa esto?”. No significa nada porque el misterio tampoco significa nada, es incognoscible».

Estas no son las luces

Entre 1947 y 1965 Magritte elaboró más de una docena de cuadros que compartían tanto nombre, El imperio de las luces, como motivo artístico en forma de paradoja. En cada uno de ellos, la parte inferior de la imagen mostraba una escena nocturna donde se podía contemplar una calle, una casa con un par de luces encendidas en su interior, un farol alumbrando tímidamente la vía frente a la vivienda y un árbol en primer plano coronando la estampa noctámbula. Pero el cielo que cubría aquel paisaje era diurno, de un azul muy vivo y salpicado de nubes blancas. La escena de una jornada imposible en la que coexistían al mismo tiempo el día y la noche.

Magritte estudió pintura en la Academia Real de Bellas Artes de Bruselas, pasó por las aulas del ilustrador Gisbert Combaz y cumplió con lo militar sirviendo en la infantería belga durante los primeros años veinte. Durante aquella época, su pintura transcurría indecisa entre las sendas del cubismo y el futurismo hasta que un buen día el poeta Marcel Lecomte sentó el culo del pintor ante la obra La canción de amor (1914) del metafísico Giorgio de Chirico. Al tener aquel lienzo frente a los morros, Magritte no pudo contener la congoja: «Fue uno de los momentos más conmovedores de mi vida, mis ojos fueron capaces de observar un pensamiento por primera vez». Chirico había elaborado algo extraordinario, un cuadro donde una esfera verde y una locomotora rodeaban la pared en la que estaba clavada una escultura griega junto a un guante de cirujano de proporciones colosales. Una pieza tan visionaria como para ser surrealista diez años antes de que tan siquiera existiese el propio movimiento. Dos décadas más tarde, el belga que lloró ante La canción de amor transformaría un paisaje quimérico en una obra de arte y volvería a hablar sobre conceptos imposibles registrados a través de las córneas:

La concepción de un cuadro, es decir, la idea, no es visible en el cuadro, porque una idea no se podrá ver con los ojos. Lo que se representa en un cuadro, lo que es visible con los ojos, es la cosa o las cosas de las que hemos de tener la idea. Lo que está representado en El imperio de las luces son las cosas de las que he tenido la idea, es decir, un paisaje nocturno y un cielo tal y como lo vemos durante el día. Esta evocación de la noche y el día me parece dotada de un poder de sorpresa y encantamiento. Y a ese poder yo lo llamo poesía.

Esto no es una pipa, es una traición

El lienzo se titulaba La traición de las imágenes (1929), y estaba dominado casi en su totalidad por el dibujo de una gigantesca pipa de tabaco bajo la cual se podía observar la leyenda «Ceci n’est pas une pipe» («Esto no es una pipa»). Una afirmación tan rotunda como capaz de sacar de quicio a todos los espectadores que, al plantarse ante la pintura, andaban bastante convencidos de que aquello, por coj*nes, tenía toda la pinta de ser una pipa. La pintura, más contradictoria incluso que la tropelía luminosa de El imperio de las luces, adquirió popularidad universal y el autor explotó su legado firmando nuevas variantes de aquella pipa cabezota que negaba su propia existencia. Versiones entre las que se encontraba una Ceci n’est pas une pomme («Esto no es una manzana»), que sustituía el artefacto para fumar por la fruta mentada.

A mediados de los años veinte, tras ejercer como delineante en una fábrica de papel pintado y trabajar en el mundo publicitario, Magritte pintó la que él mismo consideraba su primera obra surrealista: El jockey perdido (1926). Poco después, se mudó a París, se arrimó a André Breton y se consolidó como uno de los pintores estrella del surrealismo, a pesar de que las críticas profesionales favorables seguían regateando sus exposiciones con asombrosa pericia. En aquella época, la mayor parte de los entendidos no estaban preparados para atravesar las puertas hacia los mundos fantásticos que proponía Magritte. Y tampoco entendían por qué coxx aquello no era una pipa, cuando, en realidad, la broma en forma de metavoltereta estaba bien clara: «La famosa pipa… ¡Mira que me lo llegó a reprochar la gente! Y, sin embargo, ¿tú puedes rellenar mi pipa? No, es solo una representación, ¿no? Tanto es así, que si yo hubiese escrito en mi cuadro un “Esto es una pipa” habría estado mintiendo».

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Dos empleados sostienen La pretre marie (René Magritte, 1961) durante su subasta en 2006. Fotografía: Getty.


Esto no es surrealismo

El Conde de Lautréamont definió la belleza como el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección. Los surrealistas convirtieron aquella idea en bandera, pero a Magritte la descripción se le antojaba escasa y, sobretodo, random. «Estamos familiarizados con el pájaro en la jaula. Y nuestro interés despierta cuando lo sustituimos por un pescado o un zapato. Esas imágenes son curiosas, pero desagraciadamente también accidentales y aleatorias (…) El arte ha de ir más allá hasta imaginar un huevo dentro de esa jaula». En Las afinidades electivas (1933), Magritte pinceló un huevo enorme enjaulado porque exactamente eso era lo que había visto en sueños. Y a la larga, su obra se convirtió en la puerta de entrada a un territorio onírico fabuloso donde los visitantes eran capaces de contemplar pensamientos y de vivir contradicciones poéticas. El mundo construido por Magritte se compone de eternos cielos azules, de prados verdes y de nubes blancas, apuntala lienzos dentro de otros lienzos que convierten ventanas en trampantojos, despliega un telón teatral en el campo, funde los objetos con su entorno, dibuja playas imposibles habitadas por sirenas con cabeza de pescado y cuerpo de mujer, oculta rostros tras manzanas o palomas, convierte el efecto óptico en geografía y erige lugares mágicos donde lo inesperado es norma en lugar de excepción. El de Magritte es uno de los universos más extraordinarios de la historia del arte, uno nacido en la cabeza de alguien que ansiaba pasar desapercibido en el mundo real. En su vida diaria, el pintor vestía traje, corbata y bombín, como aquellas siluetas que con frecuencia invadían sus cuadros, porque su principal objetivo era no destacar entre la multitud.

A principios de los años cincuenta, el galerista Alexander Iolas desenvolvió ilusionado en Nueva York una pintura remitida por el creador belga con el fin de hacer negocios interesantes. Se trataba de Los valores personales (1952), un óleo fantástico que mostraba una habitación repleta de objetos cotidianos, pero a escalas desmedidas. Poco después, Iolas escribió muy descorazonado al pintor lamentándose sobre aquella creación: «Puede que sea una obra maestra, pero cada vez que lo miro me siento enfermo… Me deja indefenso, me desconcierta, me resulta confuso y no sé si me gusta». Y Magritte contestó a aquella misiva repleta de gimoteos con un: «Eso prueba la efectividad de la pintura. Un cuadro que está vivo debe hacer que el espectador se sienta enfermo».

Esta es la herencia Magritte

Los años sesenta redescubrieron la obra de Magritte y la abrazaron con ganas mientras el MoMA le abría sus puertas y le invitaba a meterse hasta la cocina para servirse algo. Las ocurrencias de aquel belga con un bombín eternamente atornillado a su cabeza se convirtieron en objeto de alabanza universal y su influencia acabó convirtiéndose en molde para toda la cultura pop posterior.

En la serie Sueños eléctricos inspirada en los cuentos de Philip K. Dick, el cuadro Los amantes II aparece como atrezo estrella durante el desenlace del episodio «The Hood Maker» («El fabricante de capuchas»). El realizador italiano Michele Soavi, acostumbrado a chapotear entre horrores y giallos, filmó en Mi novia es un zombie el homenaje más extraño y hermoso que se ha hecho de los novios mimosos de Magritte: el beso, acontecido en el interior de un osario, entre un Rupert Everett cubierto por un paño rojo y una Anna Falchi protegida por un velo de duelo fúnebre. El contraste entre el cielo diurno y el paisaje nocturno de El imperio de las luces inspiró a los responsables de El exorcista a componer una de las imágenes más icónicas del séptimo arte, la del padre Merrin bajo la luz de un farol y frente a la casa de la familia MacNeil, la escena que se convertiría en el famoso cartel oficial del filme. El músico Jackson Browne hallaría musas en El imperio de las luces y engalanaría su álbum Late for the Sky con una portada que reinterpretaba la idea de una postal nocturna envuelta en un firmamento diurno. Y, mientras tanto, la pipa de la discordia de La traición de las imágenes se convirtió en material de debate en las aulas de filosofía de todo el mundo, junto a la alegoría de la caverna de Platón.

Directores tan dispares como Jean-Luc Godard, Terry Gilliam, Bernardo Bertolucci, John Boorman o Nicolas Roeg bebieron de las pinceladas de Magritte. La cinta Toys de Barry Levinson convirtió las pinturas del surrealista en escenario y campo de juegos. El secreto de Thomas Crown utilizó la pieza El hijo del hombre (1964) como parte de la trama mientras vestía a Pierce Brosnan a imagen y semejanza del protagonista del cuadro. En ¡Olvídate de mí!, Michel Gondry evocó La reproducción prohibida (1937) ideando un personaje que habitaba en la memoria como una espalda que siempre detrás tenía otra espalda. Las viñetas del Dylan Dog dibujado por Tiziano Sclavi transformaron El tiempo traspasado (1938) en una habitación misteriosa y la lluvia de señores de Golconda (1953) en una amenaza sobrenatural. Pintores como Andy Warhol, Jasper Johns o Luis Rey; escultores como Martin Kippenberger; escritores como John Berger; o músicos como Paul Simon, John Cale, Gary Numan, Styx o The Jeff Beck Group también hallaron inspiraciones de diversa naturaleza en la galería del belga. En algún momento dado se imprimieron billetes de quinientos francos belgas con el rostro del artista estampado en ellos, y en 2018, Bruselas anunció que tenía planeado nombrar una calle en honor a Magritte negando la existencia de la avenida, bautizando la vía como «Ceci n’est pas une rue». En los terrenos pictóricos es imposible entender el pop art, el surrealismo, el arte minimalista y el conceptual sin conocer los bombines que habitaban en sus raíces.

A finales de la década de los sesenta, un grupo de músicos ingleses decidieron jugar a ser hombres de negocios reinvirtiendo las ganancias que les estaban dando sus bolos. Montaron una empresa propia, la denominaron Apple Corps (una broma fonética al pronunciarse del mismo modo que «apple core») y eligieron como logotipo corporativo una manzana Granny Smith cuando un comerciante de arte le mostró un cuadro de Magritte al bajista de la banda. El marchante era Robert Fraser, el cuadro se titulaba El juego de Mora (1966) y el bajista se llamaba Paul McCartney. A sus compañeros de banda, Lennon, Starr y Harrison, les pareció que no había mejor emblema posible que aquella fruta procedente de un universo quimérico y extraordinario.
 
El secreto no apto para todos los públicos que oculta la obra maestra de Gainsborough
Durante siglos se ha especulado sobre por qué el cuadro nunca llegó a terminarse. Una nueva biografía apunta al gamberrismo del autor: ¿qué detalles lo muestran?


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El cuadro fue pintado a mediados del siglo XVIII, pero no vio la luz del día hasta el siglo XX.
AUTOR
HÉCTOR G. BARNÉS
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11.10.2017 – 05:00 H. - ACTUALIZADO: 12.02.2018 - 17:50H.



'El señor y la señora Andrews', pintado en 1748 por Thomas Gainsborough, es una de las pinturas que más llama la atención de los visitantes de la National Gallery británica. Como ocurre con otros grandes cuadros de la historia del arte –como la 'Mona Lisa'–, no siempre fue así. Apenas hay referencias a la obra anteriores a 1927, cuando fue expuesta por primera vez en Ipswich ante la sorpresa de propios y extraños. Rápidamente, se convirtió en todo un fenómeno. Fue uno de los cuadros elegidos para celebrar en París la coronación de Isabel II, pero siguió siendo propiedad privada hasta los años 60, cuando fue adquirida por el museo londinense.

¿Qué convierte a este cuadro en una obra referencia? Para empezar, su particular mezcla de paisajismo y retrato, excepcional en la época. Se trata de una pieza de conversación que conjuga la actividad cotidiana de los protagonistas con el retrato del entorno que los rodea. John Berger explicaba en 'Modos de ver' que este cuadro muestra ante todo el poder del matrimonio formado por Robert Andrews y Frances Carter, que aparecen mostrando al espectador su propiedad en Sudbury. Ese orgullo por sus posesiones se reflejaba en su rostro. La técnica pictórica del óleo permitía recoger con todo lujo de detalles la riqueza del paisaje, recordaba el crítico.

“Ciertos signos apuntan a la venganza del pintor”, señala el biógrafo respecto a esta célebre obra


La nueva biografía de Gainsborough, no obstante, añade una nueva lectura sobre este cuadro. En 'Gainsborough: a Portrait' (W&N), James Hamiltonsugiere una posible alternativa, que no es el tema principal (ni mucho menos) de su libro, pero que ha sido recogido por varios medios británicos: en realidad, la pintura más célebre del nacido en Suffolk está plagado de detalles que dejan en ridículo a la ostentosa pareja. En sus palabras, “ciertos signos apuntan a una venganza del pintor”.


Aunque algunos de sus hallazgos son discutibles, suena plausible. Para empezar, hay un par de signos fálicos más o menos visibles. El primero se encuentra en el regazo de la señora Andrews, como puede verse en la siguiente imagen. Los expertos han sugerido distintas hipótesis acerca de qué debería hacer aparecido en este área sin pintar: un faisán, un bordado, un perrito, un abanico, un libro o el bebé de la pareja. Hamilton, por su parte, recuerda que en ese espacio vacío uno puede apreciar lo que simple y llanamente parece un pexx abocetado y que se parece sospechosamente a los genitales que solía dibujar en su cuaderno:



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No es el único en la imagen. Como vuelve a recordar el biógrafo, la bolsa que deja entrever el señor Andrews a la izquierda de su cinturón se parece a unos testículos y otro pexx flácido. “Gainsborough era un cachondo que vivía en una época muy cachonda”, señala el experto en arte en su nuevo libro. “La insinuación sexual y los graffitis no le eran ajenos”. En otras palabras, los dibujos son tan inequívocamente sospechosos que hay que ser muy generosos para pensar que no se trataba de algo premeditado.



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Más allá de lo escatológico, hay un detalle simbólico que deja a la pareja en un lugar mucho peor, y ese sí que está a la vista de todo el mundo. Se trata de los dos burros que se encuentran detrás de la cerca, y que riman visualmente con el matrimonio Andrews. Hamilton interpreta que puede ser una muestra de la mala leche del pintor inglés, que de esa manera sugiere que los poderosos retratados no son más que un par de burros.



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¿Por qué?
Aunque son interpretaciones discutibles, resultan plausibles en cuanto que todo ello se integra en una teoría que explica por qué el cuadro nunca se llegó a terminar. Hamilton recuerda que “una pintura con tal fineza y detalle no habría sido dejada en ese estado y entregada sin un entendimiento mutuo, una discusión seria o una pelea”. El biógrafo se decanta por esta última opción, que es la única que explica que un cuadro cuya motivación era, ante todo, mostrar el poder de los Andrews, quedase incompleta. Hamilton se apoya también en la conocida “volatilidad” del pintor para explicar su desencuentro con sus mecenas.

“Fue retirada de la vista del público hasta el siglo XX, cuando todos los implicados llevaban mucho tiempo muertos”, recuerda Hamilton


Es posible que este aceptase a los 21 años el encargo de manos del señor Andrews como una manera de satisfacer una deuda contraída por el padre de Gainsborough, el carpintero John. El matrimonio conocía probablemente al pintor aún anónimo desde la infancia, y sabía que pertenecía a una escala social muy inferior a la suya. “Nunca se le dio título, nunca fue grabada, y fue retirada de la vista del público hasta el siglo XX, cuando todos los implicados llevaban mucho tiempo muertos y toda posible controversia fuese olvidada”, añade Hamilton.

El simbolismo del cuadro ha sido discutido con frecuencia, especialmente en lo que se refiere a ese sospechoso agujero en blanco. Berger recordaba que el placer proporcionado por el cuadro al matrimonio que lo habría encargado no era simplemente estético, sino que incluía “el placer de verse a sí mismos retratados como terratenientes, y esta satisfacción era potenciada por la capacidad de la pintura sobre óleo de retratar sus tierras en todo su esplendor”. De ser cierta la lectura de Hamilton, había que añadir un placer adicional: el del autor que introduce sutilmente señales que contradicen el sentido aparente del cuadro, y que tarde o temprano (quizá siglo y medio después) emergen a la luz.

https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2017-10-11/gainsborough-andrews-secreto_1458892/
Muy interesante.
 
¿Es el pintor Mark Rothko la mayor tomadura de pelo del mundo del arte?
Este "cuadro" se vendió por 72'8 millones de dólares. Juzgad vosotr@s mism@s:



 
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