Nuevo viaje al corazón del frío.

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España
Nuevo viaje al corazón del frío
Publicado por Alfonso Vila Francés
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El solitario sur de Soria en la frontera de Aragón.

Los camiones pasan pero no paran, los coches, los pocos que circulan, tampoco. No tienen ningún motivo para parar. No hay gasolinera. No hay bar. No hay gente. O si la hay, no sale a la calle. Hace un tiempo muy agradable. Solo dos grados por encima de cero. Pero eso no es frío. Los que viven por aquí saben que eso no es frío. El frío de verdad aún no ha llegado. Casi ya diciembre y aún sin nieve en el Moncayo. Miento: ayer llovizno. Y hoy el Moncayo está cubierto de niebla. Tal vez haya nieve, un poco de nieve, los primeros copos del invierno, pero de momento es imposible saberlo. Ha salido el sol, pero la cumbre del Moncayo está completamente oculta. Y no sería extraño que estuviera así todo el día, o varios días. El Moncayo es el muro que todos los camioneros miran de reojo. La carretera va directo hacia él. Pero por suerte se desvía y después de un pequeño puerto llega a Ólvega. Y desde allí corre directa hacia el valle del Ebro. Donde al frío se le une la humedad del río y el viento que barre todo el valle.

He parado en un pueblo minúsculo, donde no hay nadie, o no parece que viva nadie. Imagino que serán unos cuantos ancianos, que cuentan los días de vida que le queda al pueblo.

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Ermita en Buberos.

¿Quién limpiará la ermita cuando llegue el verano? ¿Quién sacará al santo en procesión en las largas tardes de agosto? Sí, los veraneantes. Siempre lo dejamos todo para los veraneantes. Ellos hacen que el pueblo, por unas semanas, parezca un lugar alegre y bullicioso, un lugar agradable para vivir, muy tranquilo y fresco, con mucho espacio para que los niños jueguen y exploren y tengan su reino imaginado. Su territorio virgen, lleno de tesoros y secretos incomprensibles. He pasado por este mismo pueblo en verano. Y he visto niños felices en bicicleta. Los he envidiado por un momento, porque me han recordado el niño que yo fui. Esos niños son niños de ciudad. Aquí hace muchos años que no hay escuela, ni tren, ni nada que hacer en invierno que no sea cuidar de la casa y de los campos. Les construyeron una carretera nueva, pero no era para ellos. Era para los camiones que cruzan la provincia sin parar. Que buscan una salida más rápida hacia los polígonos de Logroño, de Pamplona, de Zaragoza. Los jóvenes que quedan por aquí están en Ólvega o en Ágreda. Si buscas un hotel, tienes que ir allí. Si buscas un supermercado, un ambulatorio, un banco, un local para montar un pequeño comercio, un restaurante, una oficina de la administración, una pequeña nave industrial donde poder trabajar, tienes que ir allí. Para cualquier cosa hay que coger el coche y atravesar las largas rectas del páramo, que son engañosamente fáciles, porque los ciervos y los jabalíes no entienden de normas de circulación y la nieve y el hielo tampoco.

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Buberos, como muchos pueblos de Soria, por encima de los mil metros,

¿Y estos campos, estos girasoles, estos trigales, crecen solos? No. Alguien los mantiene. Para que cada primavera la tierra deje el monótono color marrón, ese marrón uniforme que se extiende hasta el horizonte, alguien tiene que pasar muchas horas montado a un tractor, muchos amaneceres y muchos atardeceres lejos de casa. Unos pocos jóvenes han cogido las tierras de sus padres y tratan de sacar una cosecha que les permita vivir. No es una labor fácil porque la tierra no es buena y la altura y el frío no ayudan nada. Muy lejos quedó el tiempo de los grandes rebaños de la mesta. Los pastores son algo que el viajero de paso encuentra muy folclórico, pero la realidad es que la ganadería es una actividad muy residual, y que pese a todos los documentales de la televisión y todas las supuestas ayudas del Estado, está condenada a desparecer. Aquí nadie se hace ilusiones. Puedes acercarte a la la ermita en un día de sol y ponerte a contar camiones. Y puedes dar un paseo hasta la vieja estación, y incluso puedes, si has oído la historia, recordar que por aquí se rodaron las escenas del viaje a Siberia de la película El doctor Zhivago. Vinieron buscando nieve en un inverno en el que, extrañamente, había muy poca nieve. Encontraron lo que buscaban y nos dejaron unas imágenes que ya no se podrán repetir nunca, porque ya no hay trenes en el Moncayo. Las dos líneas están cerradas, la que subía desde Tudela y la que subía desde Calatayud. Y también la que venía recta desde Ariza y buscaba el Duero por miedo a los fantasmas del monte de la Ánimas. Por aquel entonces Rusia aún era la URSS, un país muy lejano y cerrado, otro mundo. Por aquel entonces los trenes de Soria eran trenes de ida y vuelta, no solo de ida. El ferrocarril, que vino a traer el progreso, fue la brecha abierta por donde se desangró la provincia. Recuerdo que cuando vi la película por primera vez, siendo un adolescente, Soria estaba para mí tan lejos como Rusia. La cima nevada que se ve desde el vagón de ganado en el que viajan los protagonistas no es ninguna cima de los Urales, es el mismo Moncayo que ahora se esconde entre una niebla sólida, una niebla testaruda que nos niega su desnudez o su vestido blanco, porque ese secreto se lo guarda para sí. Vendrá el frío. Sí, pronto vendrá el frío de verdad. Y aquí no quedará nadie.

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Estación de Fitero, subiendo hacia Ágreda.

Fotografías: Alfonso Vila Francés
http://www.jotdown.es/2017/12/nuevo-viaje-al-corazon-del-frio/
 
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