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Albert Camus: el primer hombre
Con una lectura de su novela póstuma, un regreso a Argelia, este texto conmemora 60 años de la muerte del pensador, novelista y periodista.
Albert Camus murió el 4 de enero de 1960. (Colección Jean y Catherine Camus)
MELINA BALCÁZAR MORENO
París / 03.01.2020
Lunes 4 de enero de 1960. Después de haber iniciado el año con su familia y amigos en Lourmarin, al sur de Francia, donde vivía desde hacía un par de años, Albert Camus muere en un accidente automovilístico. Había emprendido la ruta hacia París el día anterior con Michel Gallimard, sobrino de su célebre editor, a quien acompañaban su esposa Janine y su hija Anne. En ese viaje debía ir también René Char, quien al final decidió tomar el tren para no sobrecargar el lujoso Facel Vega de los Gallimard. Únicas sobrevivientes del accidente fueron Janine y Anne; Michel, gravemente herido, murió cinco días después. Emmanuel Roblès, amigo cercano del escritor, fue uno de los primeros en ver su cadáver. Al levantar la sábana que lo cubría se le reveló “el rostro de un durmiente muy cansado”, con un rasguño que le atravesaba la frente, “como un trazo definitivo que cancela una página”. Camus tenía 47 años.
Entre el lodo y los restos del coche, encontraron su portafolios de cuero negro. En su interior, algunas fotos personales, su pasaporte, su diario, algunos libros (La gaya ciencia, Otelo) y el manuscrito de El primer hombre: 144 páginas que llenaban una escritura minúscula, difícil de descifrar, resultado del proyecto en el que trabajaba desde 1953, y dos cuadernos de notas para su redacción. A pesar de que desde 1960 su viuda Francine descifró el manuscrito, el libro no se publicó sino 34 años más tarde. El contexto —juzgó la familia— no era propicio: en plena guerra de Argelia, el relato de su infancia durante la época colonial podía suscitar un malentendido respecto a su posición política.
Quería respetar también ese ambicioso proyecto que le era tan preciado pues debía concretizar una nueva etapa en su labor literaria, una suerte de renacimiento tras la crisis moral y creadora que atravesó en la década de 1950. Así lo afirma en una carta de 1959: “No he escrito más que el tercio de mi obra. Con este libro, la comienzo de verdad”. De ahí tal vez la enorme dificultad para encontrar una escritura nueva, que deseaba “directa” y más personal, como una vuelta a sí mismo, tras la dispersión que trajo a su vida el Premio Nobel, su pasión por el teatro, la acción política. Dejaba atrás a los escritores norteamericanos, y Proust se volvía su modelo: “Empecé con obras donde negaba el tiempo. Poco a poco fui encontrando el origen del tiempo —su maduración—. La obra misma será una larga maduración”. Para ello, modifica su relación con el lenguaje, pero sobre todo con su propia historia. El primer hombre marca así un regreso a los silencios que habían asediado su obra: el padre ausente, la relación con su madre, la Argelia de sus primeros años.
Albert Camus y Michel Gallimard.
Una novela monstruosa
La materia autobiográfica prima en esta novela inacabada, no sólo debido a la muerte accidental de su autor, sino a su naturaleza misma, “desmedida”, “monstruosa”, inabordable. La vida de su protagonista, Jacques Cormery, es la suya: la de un huérfano de la Primera Guerra Mundial, que creció en un barrio popular de Argel, dividido entre el mundo colonial de su infancia y su vida adulta en la metrópolis. La ficción le permite conferir a su experiencia personal una dimensión simbólica y mítica, contenida ya en el título. Pero sobre todo la ficción le da la ocasión de hablar de “quienes más quería”. De ahí quizá su plan en tres partes: los Nómadas, el Primer Hombre, la Madre. Por vez primera, abordaba la figura de su padre, Lucien Camus, con la que probablemente hubiera comenzado el libro: el primer hombre era él, uno de los miles de muertos de la batalla de la Marne al inicio de la guerra, en septiembre de 1914. Al visitar su tumba en Saint-Brieuc, en la Bretaña francesa, nunca visitada por su madre que permaneció en Argelia, Jacques constata la cruel paradoja que crea la marcha de la historia, su esencial absurdidad: “Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de
nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, 1885-1914, e hizo maquinalmente el cálculo: 29 años.
De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía 40. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él”. Su desaparición hará de él, de Jacques, de Camus, el primer hombre, el huérfano que debe “aprender solo, crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer por fin como hombre para después nacer otra vez en un nacimiento más duro, el que consiste en nacer para los otros”.
La autobiografía es la materia prima de 'El primer hombre'. (Archivo Catherine y Jean Camus)
La novela debía ser ante todo histórica, o, más bien, una novela en la que la historia se encarna en el cuerpo del padre y de la madre, pero también en el cuerpo de la mujer amada. Ya que, para Camus, solo la escritura y el amor pueden dar forma a la existencia, tal como lo escribe a una de sus grandes pasiones, María Casares: “triste es que no logremos poner un orden definitivo, una unidad muy clara en lo que somos. Siempre me he negado a la idea de morir informe. Y sin embargo… habremos de morir oscuros para nosotros mismos, dispersos y no sujetos como el haz de espigas maduras, sino más bien sueltos como granos regados. A menos de que un milagro haga que nazca el nuevo hombre”.
“A ti, que nunca podrás leer este libro”
Así dedica a su madre, Catherine, la que debía convertirse en su obra magna. Una mujer sencilla, discreta, que no sabía leer, proveniente de una familia pobre que emigró huyendo de la guerra francoprusiana, con la esperanza de encontrar una vida mejor en Argelia. Una mujer a la que —nos revela la novela— siempre amó con la misma intensidad de la infancia: “La mirada de su madre, temblorosa, dulce, afiebrada, se había detenido en él con tal expresión que el niño retrocedió, vaciló y salió huyendo. ‘Me quiere, entonces me quiere’, se iba diciendo en la escalera y al mismo tiempo comprendía que la quería locamente, que había deseado con todas sus fuerzas que ella lo quisiera y que hasta entonces siempre lo había dudado”.
Los numerosos pasajes que le consagra figuran quizá entre los más bellos de su obra. Abandona su estilo enfático, grandilocuente, y encuentra el tono justo para relatar —respetando al mismo tiempo su doloroso silencio— la vida de su madre, tan parecida a muchas otras. Camus descendía en efecto de la “tribu de los sin nombre”, de quienes no pueden permitirse el lujo de construir una memoria: La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris.
Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sòlo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo solo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre, un poco a la fuerza, sin duda, puesto que aquella enfermedad juvenil […] la había dejado sorda y con dificultad en el habla, le impidió aprender lo que se enseña hasta a los más desheredados, y la forzó a la resignación muda, pero era también la única manera que había encontrado de afrontar su vida, ¿y qué otra cosa podía hacer?, ¿quién en su lugar hubiera encontrado otra cosa?
Así, El primer hombre afirma con fuerza lo que, según Camus, la literatura debe ser: un memorial, donde la vida de los olvidados encuentra la palabra, se inscribe en la historia que se había empeñado en hacerlos a un lado. Sin embargo, su apego al mundo de la infancia lo llevó a ceder a la tentación de embellecer la pobreza, magnificándola sin cuestionarla: “al fin el único misterio era el de la pobreza, que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado, que los devuelve al inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo, desapareciendo para siempre”. Como si la luz del Mediterráneo —que escindía su vida— purificara la pobreza, haciéndola ligera e incluso digna de añoranza: ahora sabía en el fondo de su alma que Saint-Brieuc y lo que representaba nunca había sido nada para él, y pensaba en las tumbas desgastadas y verdosas que acababa de abandonar, aceptando con una especie de extraña alegría que la muerte lo devolviera a su verdadera patria y cubriese a su vez con su vasto olvido el recuerdo del hombre monstruoso y [trivial] que había crecido y se había formado sin ayuda y sin auxilio, en la pobreza, en una orilla feliz y bajo la luz de las primeras mañanas del mundo, para abordar después, solo, sin memoria y sin fe, el mundo de los hombres de su tiempo, y su espantosa y exaltante historia.
Camus descendía de quienes no pueden permitirse el lujo de construir una memoria. (Archivo Catherine y Jean Camus)
Árabes sin nombre
El primer hombre es también la novela del Magreb o, mejor dicho, de su comunidad, los pieds-noirs, los franceses de ascendencia europea instalados en el norte de África durante la colonización. Al volver a su genealogía, Camus parece darle la espalda a la Historia. Responde al movimiento independentista con un relato en el que busca mostrar su pertenencia a la tierra argelina. En su última Crónica argelina (1958), deja claro su derecho a permanecer en la que considera también su patria, olvidando por completo la violencia de la colonización: “Con respecto a Argelia, la independencia nacional es solo una fórmula apasionada. Nunca ha existido aún una nación argelina. […] Hoy, los árabes no constituyen por sí solos toda Argelia. La importancia y la antigüedad del poblamiento francés bastan para crear un problema sin parangón en la historia. Los franceses de Argelia son también, y en el sentido fuerte del término, nativos”. Le resultaba tal vez doloroso pensar en el segundo destierro que le esperaba a su familia.
Como si el afecto lo hubiera cegado políticamente. De ahí que creyera en una Argelia francesa, una comunidad franco-árabe que evolucionaría lentamente hacia una justicia social: “Una Argelia constituida por poblamientos federados y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible en lo que respecta a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio de Islam que no realizaría para los pueblos árabes sino una suma de miserias y sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés a su patria natural”. Su apego a la tierra de su infancia parecía impedirle entender la totalidad del problema colonial o, para decirlo con Edward Said, su “inconsciente colonial” fue más fuerte y lo llevó a seguir afirmando la prioridad francesa en Argelia. A pesar de que en su labor periodística denunció las condiciones de pobreza extrema en la que se encontraban las poblaciones árabes y bereberes, como escritor, en El primer hombre, les niega de nuevo un nombre. Como en El extranjero o La peste, vuelve a designarlos sòlo como “los árabes”. Siempre al margen de sus relatos. Ninguno de ellos figuró como uno de sus personajes. Los mantuvo alejados de toda acción: presencias silenciosas —sino es que silenciadas—, espectadores, vigías de una conciencia occidental atormentada por las grandes causas y principios, pero que nada hizo para acercarse a las comunidades nativas.
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ll y a 60 ans, Albert Camus perdait la vie dans un accident dans l'Yonne
Il y a 60 ans, jour pour jour, Albert Camus disparaissait dans un dramatique accident de la route, à Villeblevin (Yonne). Simone, 93 ans, était à l'époque secrétaire de mairie dans la commune. C'est elle qui a rédigé l'acte de décès d'Albert Camus. Nous l'avons rencontrée.
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Albert Camus, 60 ans déjà
Sylvain Rakotoarison. 5 janvier 2020
Albert Camus, penseur majeur du XXe siècle
Ce qui vient après la mort est futile et quelle longue suite de jours pour qui sait être vivant ! »
(Albert Camus, le 16 octobre 1942).
L’écrivain et philosophe Albert Camus est mort il y a soixante ans, le 4 janvier 1960, à l’âge de 46 ans (il est né le 7 novembre 1913 en Algérie). Amoureux de la vie, il est mort stupidement, comme des milliers d’autres chaque année, d’un accident de la route. À l’époque, on était encore loin des préoccupations de la sécurité routière (il a fallu attendre le gouvernement de Jacques Chaban-Delmas et les 17 000 morts par an, à une période où le parc automobile et le réseau routier étaient beaucoup moins développés que maintenant).
J’ai écrit « stupidement » mais on pourrait plutôt écrire « absurdement », tant l’Absurde a été la première partie de son « œuvre » tant littéraire que philosophique. De retour des fêtes du nouvel an, Albert Camus, qui était assis à la place avant droit (la place du mort !), parce qu’il avait des grandes jambes, avait dans sa poche le billet de train pour revenir de la Provence à Paris, mais il avait finalement accepté un retour avec son ami éditeur Michel Gallimard (qui est mort à 43 ans quelques jours après l’accident) au volant d’une belle voiture (une Facel Vega type FV3B) accompagné de la femme de l’éditeur et leur fille (qui, elles, installées à l’arrière, ont survécu à l’accident dont on peut connaître les détails ici).
Très tristement, la mort d’Albert Camus révèle elle-même sa vie : amoureux de la vie, penseur de la mort. Il avait acheté une belle maison dans le Sud (à Lourmarin) grâce à l’argent du Prix Nobel (qu’il considérait ne pas mériter tant que son mentor, celui qui l’a fait éditer chez Gallimard, ne l’avait pas : André Malraux).
Aujourd’hui, et depuis plusieurs décennies, la lecture d’Albert Camus semble « ringarde ». Pourtant, il est toujours lu et étudié à l’école et son nom est celui de très nombreux établissements scolaires en France. Mais on ne parle plus beaucoup de lui dans les médias, sinon pour des effets de bords, comme un éventuel transfert au Panthéon (refusé le 20 novembre 2009 par la famille lors du quinquennat de Nicolas Sarkozy).
Il était malade (tuberculose) quand il a fait ses études, ce qui l’a empêché de préparer le concours de Normale Sup. Qu’importe, il n’avait pas besoin de cela pour se faire connaître et reconnaître. Albert Camus a publié ses deux premiers livres chez Gallimard en 1942 (il avait déjà publié quelques ouvrages entre 1936 et 1939, chez un petit éditeur à très faibles tirages). Camus était résistant (en 1943), journaliste et écrivain (depuis 1934). Il avait alors 28 ans. Deux livres majeurs, qui ont « ouvert » son « cycle » sur l’Absurde. Dans les deux, il commence promptement sur le seul sujet qui compte, la mort.
« L’Étranger », roman sorti le 15 juin 1942 : « Aujourd’hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. J’ai reçu un télégramme de l’asile : « Mère décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués ». Cela ne veut rien dire. C’était peut-être hier. ». Michel Houellebecq a d’ailleurs commencé un peu de cette manière son œuvre littéraire…
« Le Mythe de Sisyphe », essai philosophique sorti 16 octobre 1942 : « Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide. Juger que la vie vaut ou ne vaut pas la peine d’être vécue, c’est répondre à la question fondamentale de la philosophie. (…) Si je me demande à quoi juger que telle question est plus pressante que telle autre, je réponds que c’est aux actions qu’elle engage. Je n’ai jamais vu personne mourir pour l’argument ontologique. Galilée, qui tenait une vérité scientifique d’importance, l’abjura le plus aisément du monde dès qu’elle mit sa vie en péril. Dans un certain sens, il fit bien. Cette vérité ne valait pas le bûcher. Qui de la Terre ou du Soleil tourne autour de l’autre, cela est profondément indifférent. Pour tout dire, c’est une question futile. En revanche, je vois que beaucoup de gens meurent parce qu’ils estiment que la vie ne vaut pas la peine d’être vécue. J’en vois d’autres qui se font paradoxalement tuer pour les idées ou les illusions qui leur donnent une raison de vivre (ce qu’on appelle une raison de vivre est en même temps une excellente raison de mourir). Je juge donc que le sens de la vie est la plus pressante des questions. ».
Ces deux débuts d’œuvre son très connus et sont souvent cités. Ils montrent à quel point la mort est dans la pensée de Camus, mais pas la mort dans le sens lamentation, plutôt dans le sens interrogation pour mieux envisager …la vie.
C’est pourquoi Albert Camus me paraît être le philosophe majeur du XXe siècle, d’autant plus majeur que son siècle, qu’il a à peine parcouru, était le siècle des deux plus cruelles et meurtrières guerres de l’humanité. Il se sentait d’ailleurs de la génération qui ne pouvait pas refaire le monde, juste tenter de le maintenir en paix instable, tellement elle était traumatisée par les deux conflits mondiaux.
Il était opposé à toutes les idéologies. Le nazisme mais aussi le communisme. Qui se sont soldées par des dizaines de millions de morts (faut-il désigner une gagnante ?). Son humanisme le guidait sans aveuglément, à l’opposé de tous les diktats intellectuels.
Il y a six ans, dans un autre article, j’expliquais (je n’aime pas trop me citer mais c’est plus honnête que de le recopier sans le dire) : « Albert Camus a (…) été mon prêtre répondant. Mon médecin de famille. Mon psychologue de service. Mon précepteur personnel. Mon conseiller ultime. Mon confident discret et toujours présent. Quand la vie s’endeuille. Quand la vie doute. Quand la vie inquiète. ». Et j’ajoutais déjà : « Depuis Camus, j’aurais tendance à dire que la société de consommation l’a emporté sur la société de réflexion et de méditation. (…) Ce n’est pas l’émotion ni la réaction qui empêchent la réflexion, mais la rapidité et surtout, le nombre. » sans imaginer que la transformation de la société de l’information, avec l’Internet, les réseaux sociaux mais aussi les chaînes d’information continue, allait encore plus s’accélérer dans la non-pensée, dans l’immédiateté, dans la multiplicité, et finalement, dans son côté absurde (le like débordant de nombrilisme de facebook, le tweet inutilement polémique et chronophage, etc.).
Alors, je refais une petite piqûre de rappel avec « Le Mythe de Sisyphe ». C’est le premier livre qui m’a « introduit » dans la pensée de Camus. Je ne l’ai pas étudié au lycée, fort heureusement, car la maturité aurait pu ne pas être au rendez-vous (hypothèse hautement probable). Quand je l’ai lu, j’étais obsédé par la mort, malgré mes vingt ans, pour des raisons personnelles que je qualifierais d’accidentelles. Camus m’a simplement aidé à penser. Se rappeler que tout le monde est mortel (c’est la traumatisante égalité de tous les êtres vivants), mais que, puisque l’échéance arrivera, il vaut mieux en profiter pour vivre un peu auparavant.
Albert Camus écrit dans son essai : « Il est décent de se garder du pathétique. On ne s’étonnera cependant jamais assez de ce que tout le monde vive comme si personne « ne savait ». C’est qu’en réalité, il n’y a pas d’expérience de la mort. Au sens propre, n’est expérimenté que ce qui a été vécu et rendu conscient. Ici, c’est tout juste s’il est possible de parler de l’expérience de la mort des autres. C’est un succédané, une vue de l’esprit et nous n’en sommes jamais très convaincus. ».
Et cet effroyable constat : « De ce corps inerte où une gifle ne marque plus, l’âme a disparu. Ce côté élémentaire et définitif de l’aventure fait le contenu du sentiment absurde. Sous l’éclairage mortel de cette destinée, l’inutilité apparaît. Aucune morale, ni aucun effort ne sont a priori justifiables devant les sanglantes mathématiques qui ordonnent notre condition. ». Et de s’interroger crûment : « Faudra-t-il mourir volontairement, ou espérer malgré tout ? ».
Avant cette réflexion, il analyse la question du suicide ainsi : « Se tuer, dans un sens (…), c’est avouer. C’est avouer qu’on est dépassé par la vie ou qu’on ne la comprend pas. (…) Mourir volontairement suppose qu’on a reconnu, même instinctivement, le caractère dérisoire de cette habitude, l’absence de toute raison profonde de vivre, le caractère insensé de cette agitation quotidienne et l’inutilité de la souffrance. (…) Faut-il (…) croire qu’il n’y a aucun rapport entre l’opinion qu’on peut avoir sur la vie et le geste qu’on fait pour la quitter ? (…) Le jugement du corps vaut bien celui de l’esprit et le corps recule devant l’anéantissement. Nous prenons l’habitude de vivre avant d’acquérir celle de penser. Dans cette course qui nous précipite tous les jours un peu plus vers la mort, le corps garde cette avance irréparable. ».
Camus explique le but de son raisonnement sur le « suicide philosophique » (autrement dit : « l’attitude existentielle ») : « Son but (…), c’est d’éclairer la démarche de l’esprit lorsque, parti d’une philosophie de la non-signification du monde, il finit par lui trouver un sens et une profondeur. La plus pathétique de ces démarches est d’essence religieuse ; elle s’illustre dans le thème de l’irrationnel. Mais la plus paradoxale et la plus significative est bien celle qui donne ses raisons raisonnantes à un monde qu’elle imaginait tout d’abord sans principe directeur. On ne saurait en tout cas venir aux conséquences qui nous intéressent sans avoir donné une idée de cette nouvelle acquisition de l’esprit de nostalgie. ».
Je propose ici quelques autres extraits qui me paraissent destinés à enrichir les réflexions personnelles.
Ambivalence entre fortes rationalité et irrationalité : « La nostalgie est plus forte ici que la science. Il est significatif que la pensée de l’époque soit à la fois l’une des plus pénétrées d’une philosophie de la non-signification du monde et l’une des plus déchirées dans ses conclusions. Elle ne cesse d’osciller entre l’extrême rationalisation du réel qui pousse à la fragmenter en raisons-types et son extrême irrationalisation qui pousse à le diviniser. Mais ce divorce n’est qu’apparent. Il s’agit de se réconcilier et, dans les deux cas, le saut y suffit. On croit toujours à tort que la notion de raison est à sens unique. (…) La raison porte un visage tout humain, mais elle sait aussi se tourner vers le divin. (…) Elle est un instrument de pensée et non la pensée elle-même. La pensée d’un homme est avant tout sa nostalgie. ».
Sens du monde et cohésion personnelle : « Je peux tout nier de cette partie de moi qui vit de nostalgies incertaines, sauf ce désir d’unité, cet appétit de résoudre, cette exigence de clarté et de cohésion. Je peux tout réfuter dans ce monde qui m’entoure, me heurte ou me transporte, sauf ce chaos, ce hasard roi et cette divine équivalence qui naît de l’anarchie. Je ne sais pas si ce monde a un sens qui le dépasse. Mais je sais que je ne connais pas ce sens et qu’il m’est impossible pour le moment de le connaître. ».
Innocence de « l’homme absurde » : « Insistons encore sur la méthode : il s’agit de s’obstiner. À un certain point de son chemin, l’homme est sollicité. L’histoire ne manque ni de religions, ni de prophètes, même sans dieux. On lui demande de sauter. Tout ce qu’il peut répondre, c’est qu’il ne comprend pas bien, que cela n’est pas évident. Il ne veut faire justement que ce qu’il comprend bien. On lui assure que c’est péché d’orgueil, mais il n’entend pas la notion de péché ; que peut-être l’enfer est au bout, mais il n’a pas assez d’imagination pour se représenter cet étrange avenir ; qu’il perd la vie immortelle, mais cela lui paraît futile. On voudrait lui faire reconnaître sa culpabilité. Lui se sent innocent. À vrai dire, il ne sent que cela, son innocence irréparable. C’est elle qui lui permet tout. ».
Dans son œuvre, Camus répond finalement à l’homme absurde par « L’Homme révolté » (sorti le 3 novembre 1951 chez Gallimard), mais on pouvait déjà le comprendre à la lecture du « Mythe de Sisyphe ». En effet, Camus y écrit : « L’une des seules positions philosophiques cohérentes, c’est ainsi la révolte. Elle est un confrontement perpétuel de l’homme et de sa propre obscurité. (…) Elle n’est pas aspiration, elle est sans espoir. Cette révolte n’est que l’assurance d’un destin écrasant, moins la résignation qui devrait l’accompagner. ».
Ce qui rend injustifié le suicide : « C’est ici qu’on voit à quel point l’expérience absurde s’éloigne du suicide. On peut croire que le suicide suit la révolte. Mais à tort. Car il ne figure pas son aboutissement logique. Il est exactement son contraire, par le consentement qu’il suppose. Le suicide, comme le saut, est l’acceptation à sa limite. (…) Le contraire du suicidé, précisément, c’est le condamné à mort. Cette révolte donne son prix à la vie. Étendue sur toute la longueur d’une existence, elle lui restitue sa grandeur. ».
Et il poursuit : « Pour un homme sans œillères, il n’est pas de plus beau spectacle que celui de l’intelligence aux prises avec une réalité qui le dépasse. Le spectacle de l’orgueil humain est inégalable. Toutes les dépréciations n’y feront rien. Cette discipline que l’esprit se dicte à lui-même, cette volonté forgée de toutes pièces, ce face-à-face, ont quelque chose de puissant et de singulier. Appauvrir cette réalité dont l’inhumanité fait la grandeur de l’homme, c’est du même coup l’appauvrir lui-même. Je comprends alors pourquoi les doctrines qui m’expliquent tout m’affaiblissent en même temps. Elles me déchargent du poids de ma propre vie et il faut bien pourtant que je le porte seul. À ce tournant, je ne puis concevoir qu’une métaphysique sceptique aille s’allier à une morale du renoncement. Conscience et révolte, ces refus sont le contraire du renoncement. (…) Le suicide est une méconnaissance. L’homme absurde ne peut que tout épuiser, et s’épuiser. L’absurde est sa tension la plus extrême (…). ».
L’esprit du conquérant : « J’installe ma lucidité au milieu de ce qui la nie. J’exalte l’homme devant ce qui l’écrase et ma liberté, ma révolte et ma passion se rejoignent alors dans cette tension, cette clairvoyance et cette répétition démesurée. Oui, l’homme est sa propre fin. Et il est sa seule fin. S’il veut être quelque chose, c’est dans cette vie. ».
À la fin du livre, Camus raconte l’histoire mythologique de Sisyphe sur son île, puni par les dieux à remonter une pierre qui retombe sans cesse : « Tout au bout de ce long effort mesuré par l’espace sans ciel et le temps sans profondeur, le but est atteint. Sisyphe regarde alors la pierre dévaler en quelques instants vers ce monde inférieur d’où il faudra la remonter vers les sommets. Il redescend dans la plaine. C’est pendant ce retour, cette pause, que Sisyphe m’intéresse. Un visage qui peine si près des pierres est déjà pierre lui-même ! Je vois cet homme redescendre d’un pas lourd mais égal vers le tourment dont il ne connaîtra pas la fin. Cette heure qui est comme une respiration et qui revient aussi sûrement que son malheur, cette heure est celle de la conscience. À chacun de ces instants, où il quitte les sommets et s’enfonce peu à peu vers les tanières des dieux, il est supérieur à son destin. Il est plus fort que son rocher. Si ce mythe est tragique, c’est que son héros est conscient. Où serait en effet sa peine, si à chaque pas, l’espoir de réussir le soutenait ? (…) Il n’est pas de destin qui ne se surmonte par le mépris. ».
Et la conclusion qui tombe comme un couperet : « Dans l’univers soudain rendu à son silence, les mille petites voix émerveillées de la Terre s’élèvent. Appels inconscients et secrets, invitations de tous les visages, ils sont l’envers nécessaire et le prix de la victoire. Il n’y a pas de soleil sans ombre, et il faut connaître la nuit. (…) Je laisse Sisyphe au bas de la montagne ! On retrouve toujours son fardeau. Mais Sisyphe enseigne la fidélité supérieure qui nie les dieux et soulève les rochers. Lui aussi juge que tout est bien. Cet univers désormais sans maître ne lui paraît ni stérile ni futile. Chacun des grains de cette pierre, chaque éclat minéral de cette montagne pleine de nuit, à lui seul, forme un monde. La lutte elle-même vers les sommets suffit à remplir un cœur d’homme. Il faut imaginer Sisyphe heureux. ». Ce sont les derniers mots de la première édition, eux aussi très marquants et très forts.
Con una lectura de su novela póstuma, un regreso a Argelia, este texto conmemora 60 años de la muerte del pensador, novelista y periodista.
Albert Camus murió el 4 de enero de 1960. (Colección Jean y Catherine Camus)
MELINA BALCÁZAR MORENO
París / 03.01.2020
Lunes 4 de enero de 1960. Después de haber iniciado el año con su familia y amigos en Lourmarin, al sur de Francia, donde vivía desde hacía un par de años, Albert Camus muere en un accidente automovilístico. Había emprendido la ruta hacia París el día anterior con Michel Gallimard, sobrino de su célebre editor, a quien acompañaban su esposa Janine y su hija Anne. En ese viaje debía ir también René Char, quien al final decidió tomar el tren para no sobrecargar el lujoso Facel Vega de los Gallimard. Únicas sobrevivientes del accidente fueron Janine y Anne; Michel, gravemente herido, murió cinco días después. Emmanuel Roblès, amigo cercano del escritor, fue uno de los primeros en ver su cadáver. Al levantar la sábana que lo cubría se le reveló “el rostro de un durmiente muy cansado”, con un rasguño que le atravesaba la frente, “como un trazo definitivo que cancela una página”. Camus tenía 47 años.
Entre el lodo y los restos del coche, encontraron su portafolios de cuero negro. En su interior, algunas fotos personales, su pasaporte, su diario, algunos libros (La gaya ciencia, Otelo) y el manuscrito de El primer hombre: 144 páginas que llenaban una escritura minúscula, difícil de descifrar, resultado del proyecto en el que trabajaba desde 1953, y dos cuadernos de notas para su redacción. A pesar de que desde 1960 su viuda Francine descifró el manuscrito, el libro no se publicó sino 34 años más tarde. El contexto —juzgó la familia— no era propicio: en plena guerra de Argelia, el relato de su infancia durante la época colonial podía suscitar un malentendido respecto a su posición política.
Quería respetar también ese ambicioso proyecto que le era tan preciado pues debía concretizar una nueva etapa en su labor literaria, una suerte de renacimiento tras la crisis moral y creadora que atravesó en la década de 1950. Así lo afirma en una carta de 1959: “No he escrito más que el tercio de mi obra. Con este libro, la comienzo de verdad”. De ahí tal vez la enorme dificultad para encontrar una escritura nueva, que deseaba “directa” y más personal, como una vuelta a sí mismo, tras la dispersión que trajo a su vida el Premio Nobel, su pasión por el teatro, la acción política. Dejaba atrás a los escritores norteamericanos, y Proust se volvía su modelo: “Empecé con obras donde negaba el tiempo. Poco a poco fui encontrando el origen del tiempo —su maduración—. La obra misma será una larga maduración”. Para ello, modifica su relación con el lenguaje, pero sobre todo con su propia historia. El primer hombre marca así un regreso a los silencios que habían asediado su obra: el padre ausente, la relación con su madre, la Argelia de sus primeros años.
Albert Camus y Michel Gallimard.
Una novela monstruosa
La materia autobiográfica prima en esta novela inacabada, no sólo debido a la muerte accidental de su autor, sino a su naturaleza misma, “desmedida”, “monstruosa”, inabordable. La vida de su protagonista, Jacques Cormery, es la suya: la de un huérfano de la Primera Guerra Mundial, que creció en un barrio popular de Argel, dividido entre el mundo colonial de su infancia y su vida adulta en la metrópolis. La ficción le permite conferir a su experiencia personal una dimensión simbólica y mítica, contenida ya en el título. Pero sobre todo la ficción le da la ocasión de hablar de “quienes más quería”. De ahí quizá su plan en tres partes: los Nómadas, el Primer Hombre, la Madre. Por vez primera, abordaba la figura de su padre, Lucien Camus, con la que probablemente hubiera comenzado el libro: el primer hombre era él, uno de los miles de muertos de la batalla de la Marne al inicio de la guerra, en septiembre de 1914. Al visitar su tumba en Saint-Brieuc, en la Bretaña francesa, nunca visitada por su madre que permaneció en Argelia, Jacques constata la cruel paradoja que crea la marcha de la historia, su esencial absurdidad: “Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de
nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, 1885-1914, e hizo maquinalmente el cálculo: 29 años.
De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía 40. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él”. Su desaparición hará de él, de Jacques, de Camus, el primer hombre, el huérfano que debe “aprender solo, crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer por fin como hombre para después nacer otra vez en un nacimiento más duro, el que consiste en nacer para los otros”.
La autobiografía es la materia prima de 'El primer hombre'. (Archivo Catherine y Jean Camus)
La novela debía ser ante todo histórica, o, más bien, una novela en la que la historia se encarna en el cuerpo del padre y de la madre, pero también en el cuerpo de la mujer amada. Ya que, para Camus, solo la escritura y el amor pueden dar forma a la existencia, tal como lo escribe a una de sus grandes pasiones, María Casares: “triste es que no logremos poner un orden definitivo, una unidad muy clara en lo que somos. Siempre me he negado a la idea de morir informe. Y sin embargo… habremos de morir oscuros para nosotros mismos, dispersos y no sujetos como el haz de espigas maduras, sino más bien sueltos como granos regados. A menos de que un milagro haga que nazca el nuevo hombre”.
“A ti, que nunca podrás leer este libro”
Así dedica a su madre, Catherine, la que debía convertirse en su obra magna. Una mujer sencilla, discreta, que no sabía leer, proveniente de una familia pobre que emigró huyendo de la guerra francoprusiana, con la esperanza de encontrar una vida mejor en Argelia. Una mujer a la que —nos revela la novela— siempre amó con la misma intensidad de la infancia: “La mirada de su madre, temblorosa, dulce, afiebrada, se había detenido en él con tal expresión que el niño retrocedió, vaciló y salió huyendo. ‘Me quiere, entonces me quiere’, se iba diciendo en la escalera y al mismo tiempo comprendía que la quería locamente, que había deseado con todas sus fuerzas que ella lo quisiera y que hasta entonces siempre lo había dudado”.
Los numerosos pasajes que le consagra figuran quizá entre los más bellos de su obra. Abandona su estilo enfático, grandilocuente, y encuentra el tono justo para relatar —respetando al mismo tiempo su doloroso silencio— la vida de su madre, tan parecida a muchas otras. Camus descendía en efecto de la “tribu de los sin nombre”, de quienes no pueden permitirse el lujo de construir una memoria: La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris.
Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sòlo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo solo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre, un poco a la fuerza, sin duda, puesto que aquella enfermedad juvenil […] la había dejado sorda y con dificultad en el habla, le impidió aprender lo que se enseña hasta a los más desheredados, y la forzó a la resignación muda, pero era también la única manera que había encontrado de afrontar su vida, ¿y qué otra cosa podía hacer?, ¿quién en su lugar hubiera encontrado otra cosa?
Así, El primer hombre afirma con fuerza lo que, según Camus, la literatura debe ser: un memorial, donde la vida de los olvidados encuentra la palabra, se inscribe en la historia que se había empeñado en hacerlos a un lado. Sin embargo, su apego al mundo de la infancia lo llevó a ceder a la tentación de embellecer la pobreza, magnificándola sin cuestionarla: “al fin el único misterio era el de la pobreza, que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado, que los devuelve al inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo, desapareciendo para siempre”. Como si la luz del Mediterráneo —que escindía su vida— purificara la pobreza, haciéndola ligera e incluso digna de añoranza: ahora sabía en el fondo de su alma que Saint-Brieuc y lo que representaba nunca había sido nada para él, y pensaba en las tumbas desgastadas y verdosas que acababa de abandonar, aceptando con una especie de extraña alegría que la muerte lo devolviera a su verdadera patria y cubriese a su vez con su vasto olvido el recuerdo del hombre monstruoso y [trivial] que había crecido y se había formado sin ayuda y sin auxilio, en la pobreza, en una orilla feliz y bajo la luz de las primeras mañanas del mundo, para abordar después, solo, sin memoria y sin fe, el mundo de los hombres de su tiempo, y su espantosa y exaltante historia.
Camus descendía de quienes no pueden permitirse el lujo de construir una memoria. (Archivo Catherine y Jean Camus)
Árabes sin nombre
El primer hombre es también la novela del Magreb o, mejor dicho, de su comunidad, los pieds-noirs, los franceses de ascendencia europea instalados en el norte de África durante la colonización. Al volver a su genealogía, Camus parece darle la espalda a la Historia. Responde al movimiento independentista con un relato en el que busca mostrar su pertenencia a la tierra argelina. En su última Crónica argelina (1958), deja claro su derecho a permanecer en la que considera también su patria, olvidando por completo la violencia de la colonización: “Con respecto a Argelia, la independencia nacional es solo una fórmula apasionada. Nunca ha existido aún una nación argelina. […] Hoy, los árabes no constituyen por sí solos toda Argelia. La importancia y la antigüedad del poblamiento francés bastan para crear un problema sin parangón en la historia. Los franceses de Argelia son también, y en el sentido fuerte del término, nativos”. Le resultaba tal vez doloroso pensar en el segundo destierro que le esperaba a su familia.
Como si el afecto lo hubiera cegado políticamente. De ahí que creyera en una Argelia francesa, una comunidad franco-árabe que evolucionaría lentamente hacia una justicia social: “Una Argelia constituida por poblamientos federados y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible en lo que respecta a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio de Islam que no realizaría para los pueblos árabes sino una suma de miserias y sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés a su patria natural”. Su apego a la tierra de su infancia parecía impedirle entender la totalidad del problema colonial o, para decirlo con Edward Said, su “inconsciente colonial” fue más fuerte y lo llevó a seguir afirmando la prioridad francesa en Argelia. A pesar de que en su labor periodística denunció las condiciones de pobreza extrema en la que se encontraban las poblaciones árabes y bereberes, como escritor, en El primer hombre, les niega de nuevo un nombre. Como en El extranjero o La peste, vuelve a designarlos sòlo como “los árabes”. Siempre al margen de sus relatos. Ninguno de ellos figuró como uno de sus personajes. Los mantuvo alejados de toda acción: presencias silenciosas —sino es que silenciadas—, espectadores, vigías de una conciencia occidental atormentada por las grandes causas y principios, pero que nada hizo para acercarse a las comunidades nativas.
Albert Camus: el primer hombre, a 60 años de su muerte
Con una lectura de su novela póstuma, El primer hombre, un regreso a Argelia, este texto conmemora 60 años de la muerte del pensador, novelista y periodista.
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ll y a 60 ans, Albert Camus perdait la vie dans un accident dans l'Yonne
Il y a 60 ans, jour pour jour, Albert Camus disparaissait dans un dramatique accident de la route, à Villeblevin (Yonne). Simone, 93 ans, était à l'époque secrétaire de mairie dans la commune. C'est elle qui a rédigé l'acte de décès d'Albert Camus. Nous l'avons rencontrée.
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Albert Camus, 60 ans déjà
Sylvain Rakotoarison. 5 janvier 2020
Albert Camus, penseur majeur du XXe siècle
Ce qui vient après la mort est futile et quelle longue suite de jours pour qui sait être vivant ! »
(Albert Camus, le 16 octobre 1942).
L’écrivain et philosophe Albert Camus est mort il y a soixante ans, le 4 janvier 1960, à l’âge de 46 ans (il est né le 7 novembre 1913 en Algérie). Amoureux de la vie, il est mort stupidement, comme des milliers d’autres chaque année, d’un accident de la route. À l’époque, on était encore loin des préoccupations de la sécurité routière (il a fallu attendre le gouvernement de Jacques Chaban-Delmas et les 17 000 morts par an, à une période où le parc automobile et le réseau routier étaient beaucoup moins développés que maintenant).
J’ai écrit « stupidement » mais on pourrait plutôt écrire « absurdement », tant l’Absurde a été la première partie de son « œuvre » tant littéraire que philosophique. De retour des fêtes du nouvel an, Albert Camus, qui était assis à la place avant droit (la place du mort !), parce qu’il avait des grandes jambes, avait dans sa poche le billet de train pour revenir de la Provence à Paris, mais il avait finalement accepté un retour avec son ami éditeur Michel Gallimard (qui est mort à 43 ans quelques jours après l’accident) au volant d’une belle voiture (une Facel Vega type FV3B) accompagné de la femme de l’éditeur et leur fille (qui, elles, installées à l’arrière, ont survécu à l’accident dont on peut connaître les détails ici).
Très tristement, la mort d’Albert Camus révèle elle-même sa vie : amoureux de la vie, penseur de la mort. Il avait acheté une belle maison dans le Sud (à Lourmarin) grâce à l’argent du Prix Nobel (qu’il considérait ne pas mériter tant que son mentor, celui qui l’a fait éditer chez Gallimard, ne l’avait pas : André Malraux).
Aujourd’hui, et depuis plusieurs décennies, la lecture d’Albert Camus semble « ringarde ». Pourtant, il est toujours lu et étudié à l’école et son nom est celui de très nombreux établissements scolaires en France. Mais on ne parle plus beaucoup de lui dans les médias, sinon pour des effets de bords, comme un éventuel transfert au Panthéon (refusé le 20 novembre 2009 par la famille lors du quinquennat de Nicolas Sarkozy).
Il était malade (tuberculose) quand il a fait ses études, ce qui l’a empêché de préparer le concours de Normale Sup. Qu’importe, il n’avait pas besoin de cela pour se faire connaître et reconnaître. Albert Camus a publié ses deux premiers livres chez Gallimard en 1942 (il avait déjà publié quelques ouvrages entre 1936 et 1939, chez un petit éditeur à très faibles tirages). Camus était résistant (en 1943), journaliste et écrivain (depuis 1934). Il avait alors 28 ans. Deux livres majeurs, qui ont « ouvert » son « cycle » sur l’Absurde. Dans les deux, il commence promptement sur le seul sujet qui compte, la mort.
« L’Étranger », roman sorti le 15 juin 1942 : « Aujourd’hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. J’ai reçu un télégramme de l’asile : « Mère décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués ». Cela ne veut rien dire. C’était peut-être hier. ». Michel Houellebecq a d’ailleurs commencé un peu de cette manière son œuvre littéraire…
« Le Mythe de Sisyphe », essai philosophique sorti 16 octobre 1942 : « Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide. Juger que la vie vaut ou ne vaut pas la peine d’être vécue, c’est répondre à la question fondamentale de la philosophie. (…) Si je me demande à quoi juger que telle question est plus pressante que telle autre, je réponds que c’est aux actions qu’elle engage. Je n’ai jamais vu personne mourir pour l’argument ontologique. Galilée, qui tenait une vérité scientifique d’importance, l’abjura le plus aisément du monde dès qu’elle mit sa vie en péril. Dans un certain sens, il fit bien. Cette vérité ne valait pas le bûcher. Qui de la Terre ou du Soleil tourne autour de l’autre, cela est profondément indifférent. Pour tout dire, c’est une question futile. En revanche, je vois que beaucoup de gens meurent parce qu’ils estiment que la vie ne vaut pas la peine d’être vécue. J’en vois d’autres qui se font paradoxalement tuer pour les idées ou les illusions qui leur donnent une raison de vivre (ce qu’on appelle une raison de vivre est en même temps une excellente raison de mourir). Je juge donc que le sens de la vie est la plus pressante des questions. ».
Ces deux débuts d’œuvre son très connus et sont souvent cités. Ils montrent à quel point la mort est dans la pensée de Camus, mais pas la mort dans le sens lamentation, plutôt dans le sens interrogation pour mieux envisager …la vie.
C’est pourquoi Albert Camus me paraît être le philosophe majeur du XXe siècle, d’autant plus majeur que son siècle, qu’il a à peine parcouru, était le siècle des deux plus cruelles et meurtrières guerres de l’humanité. Il se sentait d’ailleurs de la génération qui ne pouvait pas refaire le monde, juste tenter de le maintenir en paix instable, tellement elle était traumatisée par les deux conflits mondiaux.
Il était opposé à toutes les idéologies. Le nazisme mais aussi le communisme. Qui se sont soldées par des dizaines de millions de morts (faut-il désigner une gagnante ?). Son humanisme le guidait sans aveuglément, à l’opposé de tous les diktats intellectuels.
Il y a six ans, dans un autre article, j’expliquais (je n’aime pas trop me citer mais c’est plus honnête que de le recopier sans le dire) : « Albert Camus a (…) été mon prêtre répondant. Mon médecin de famille. Mon psychologue de service. Mon précepteur personnel. Mon conseiller ultime. Mon confident discret et toujours présent. Quand la vie s’endeuille. Quand la vie doute. Quand la vie inquiète. ». Et j’ajoutais déjà : « Depuis Camus, j’aurais tendance à dire que la société de consommation l’a emporté sur la société de réflexion et de méditation. (…) Ce n’est pas l’émotion ni la réaction qui empêchent la réflexion, mais la rapidité et surtout, le nombre. » sans imaginer que la transformation de la société de l’information, avec l’Internet, les réseaux sociaux mais aussi les chaînes d’information continue, allait encore plus s’accélérer dans la non-pensée, dans l’immédiateté, dans la multiplicité, et finalement, dans son côté absurde (le like débordant de nombrilisme de facebook, le tweet inutilement polémique et chronophage, etc.).
Alors, je refais une petite piqûre de rappel avec « Le Mythe de Sisyphe ». C’est le premier livre qui m’a « introduit » dans la pensée de Camus. Je ne l’ai pas étudié au lycée, fort heureusement, car la maturité aurait pu ne pas être au rendez-vous (hypothèse hautement probable). Quand je l’ai lu, j’étais obsédé par la mort, malgré mes vingt ans, pour des raisons personnelles que je qualifierais d’accidentelles. Camus m’a simplement aidé à penser. Se rappeler que tout le monde est mortel (c’est la traumatisante égalité de tous les êtres vivants), mais que, puisque l’échéance arrivera, il vaut mieux en profiter pour vivre un peu auparavant.
Albert Camus écrit dans son essai : « Il est décent de se garder du pathétique. On ne s’étonnera cependant jamais assez de ce que tout le monde vive comme si personne « ne savait ». C’est qu’en réalité, il n’y a pas d’expérience de la mort. Au sens propre, n’est expérimenté que ce qui a été vécu et rendu conscient. Ici, c’est tout juste s’il est possible de parler de l’expérience de la mort des autres. C’est un succédané, une vue de l’esprit et nous n’en sommes jamais très convaincus. ».
Et cet effroyable constat : « De ce corps inerte où une gifle ne marque plus, l’âme a disparu. Ce côté élémentaire et définitif de l’aventure fait le contenu du sentiment absurde. Sous l’éclairage mortel de cette destinée, l’inutilité apparaît. Aucune morale, ni aucun effort ne sont a priori justifiables devant les sanglantes mathématiques qui ordonnent notre condition. ». Et de s’interroger crûment : « Faudra-t-il mourir volontairement, ou espérer malgré tout ? ».
Avant cette réflexion, il analyse la question du suicide ainsi : « Se tuer, dans un sens (…), c’est avouer. C’est avouer qu’on est dépassé par la vie ou qu’on ne la comprend pas. (…) Mourir volontairement suppose qu’on a reconnu, même instinctivement, le caractère dérisoire de cette habitude, l’absence de toute raison profonde de vivre, le caractère insensé de cette agitation quotidienne et l’inutilité de la souffrance. (…) Faut-il (…) croire qu’il n’y a aucun rapport entre l’opinion qu’on peut avoir sur la vie et le geste qu’on fait pour la quitter ? (…) Le jugement du corps vaut bien celui de l’esprit et le corps recule devant l’anéantissement. Nous prenons l’habitude de vivre avant d’acquérir celle de penser. Dans cette course qui nous précipite tous les jours un peu plus vers la mort, le corps garde cette avance irréparable. ».
Camus explique le but de son raisonnement sur le « suicide philosophique » (autrement dit : « l’attitude existentielle ») : « Son but (…), c’est d’éclairer la démarche de l’esprit lorsque, parti d’une philosophie de la non-signification du monde, il finit par lui trouver un sens et une profondeur. La plus pathétique de ces démarches est d’essence religieuse ; elle s’illustre dans le thème de l’irrationnel. Mais la plus paradoxale et la plus significative est bien celle qui donne ses raisons raisonnantes à un monde qu’elle imaginait tout d’abord sans principe directeur. On ne saurait en tout cas venir aux conséquences qui nous intéressent sans avoir donné une idée de cette nouvelle acquisition de l’esprit de nostalgie. ».
Je propose ici quelques autres extraits qui me paraissent destinés à enrichir les réflexions personnelles.
Ambivalence entre fortes rationalité et irrationalité : « La nostalgie est plus forte ici que la science. Il est significatif que la pensée de l’époque soit à la fois l’une des plus pénétrées d’une philosophie de la non-signification du monde et l’une des plus déchirées dans ses conclusions. Elle ne cesse d’osciller entre l’extrême rationalisation du réel qui pousse à la fragmenter en raisons-types et son extrême irrationalisation qui pousse à le diviniser. Mais ce divorce n’est qu’apparent. Il s’agit de se réconcilier et, dans les deux cas, le saut y suffit. On croit toujours à tort que la notion de raison est à sens unique. (…) La raison porte un visage tout humain, mais elle sait aussi se tourner vers le divin. (…) Elle est un instrument de pensée et non la pensée elle-même. La pensée d’un homme est avant tout sa nostalgie. ».
Sens du monde et cohésion personnelle : « Je peux tout nier de cette partie de moi qui vit de nostalgies incertaines, sauf ce désir d’unité, cet appétit de résoudre, cette exigence de clarté et de cohésion. Je peux tout réfuter dans ce monde qui m’entoure, me heurte ou me transporte, sauf ce chaos, ce hasard roi et cette divine équivalence qui naît de l’anarchie. Je ne sais pas si ce monde a un sens qui le dépasse. Mais je sais que je ne connais pas ce sens et qu’il m’est impossible pour le moment de le connaître. ».
Innocence de « l’homme absurde » : « Insistons encore sur la méthode : il s’agit de s’obstiner. À un certain point de son chemin, l’homme est sollicité. L’histoire ne manque ni de religions, ni de prophètes, même sans dieux. On lui demande de sauter. Tout ce qu’il peut répondre, c’est qu’il ne comprend pas bien, que cela n’est pas évident. Il ne veut faire justement que ce qu’il comprend bien. On lui assure que c’est péché d’orgueil, mais il n’entend pas la notion de péché ; que peut-être l’enfer est au bout, mais il n’a pas assez d’imagination pour se représenter cet étrange avenir ; qu’il perd la vie immortelle, mais cela lui paraît futile. On voudrait lui faire reconnaître sa culpabilité. Lui se sent innocent. À vrai dire, il ne sent que cela, son innocence irréparable. C’est elle qui lui permet tout. ».
Dans son œuvre, Camus répond finalement à l’homme absurde par « L’Homme révolté » (sorti le 3 novembre 1951 chez Gallimard), mais on pouvait déjà le comprendre à la lecture du « Mythe de Sisyphe ». En effet, Camus y écrit : « L’une des seules positions philosophiques cohérentes, c’est ainsi la révolte. Elle est un confrontement perpétuel de l’homme et de sa propre obscurité. (…) Elle n’est pas aspiration, elle est sans espoir. Cette révolte n’est que l’assurance d’un destin écrasant, moins la résignation qui devrait l’accompagner. ».
Ce qui rend injustifié le suicide : « C’est ici qu’on voit à quel point l’expérience absurde s’éloigne du suicide. On peut croire que le suicide suit la révolte. Mais à tort. Car il ne figure pas son aboutissement logique. Il est exactement son contraire, par le consentement qu’il suppose. Le suicide, comme le saut, est l’acceptation à sa limite. (…) Le contraire du suicidé, précisément, c’est le condamné à mort. Cette révolte donne son prix à la vie. Étendue sur toute la longueur d’une existence, elle lui restitue sa grandeur. ».
Et il poursuit : « Pour un homme sans œillères, il n’est pas de plus beau spectacle que celui de l’intelligence aux prises avec une réalité qui le dépasse. Le spectacle de l’orgueil humain est inégalable. Toutes les dépréciations n’y feront rien. Cette discipline que l’esprit se dicte à lui-même, cette volonté forgée de toutes pièces, ce face-à-face, ont quelque chose de puissant et de singulier. Appauvrir cette réalité dont l’inhumanité fait la grandeur de l’homme, c’est du même coup l’appauvrir lui-même. Je comprends alors pourquoi les doctrines qui m’expliquent tout m’affaiblissent en même temps. Elles me déchargent du poids de ma propre vie et il faut bien pourtant que je le porte seul. À ce tournant, je ne puis concevoir qu’une métaphysique sceptique aille s’allier à une morale du renoncement. Conscience et révolte, ces refus sont le contraire du renoncement. (…) Le suicide est une méconnaissance. L’homme absurde ne peut que tout épuiser, et s’épuiser. L’absurde est sa tension la plus extrême (…). ».
L’esprit du conquérant : « J’installe ma lucidité au milieu de ce qui la nie. J’exalte l’homme devant ce qui l’écrase et ma liberté, ma révolte et ma passion se rejoignent alors dans cette tension, cette clairvoyance et cette répétition démesurée. Oui, l’homme est sa propre fin. Et il est sa seule fin. S’il veut être quelque chose, c’est dans cette vie. ».
À la fin du livre, Camus raconte l’histoire mythologique de Sisyphe sur son île, puni par les dieux à remonter une pierre qui retombe sans cesse : « Tout au bout de ce long effort mesuré par l’espace sans ciel et le temps sans profondeur, le but est atteint. Sisyphe regarde alors la pierre dévaler en quelques instants vers ce monde inférieur d’où il faudra la remonter vers les sommets. Il redescend dans la plaine. C’est pendant ce retour, cette pause, que Sisyphe m’intéresse. Un visage qui peine si près des pierres est déjà pierre lui-même ! Je vois cet homme redescendre d’un pas lourd mais égal vers le tourment dont il ne connaîtra pas la fin. Cette heure qui est comme une respiration et qui revient aussi sûrement que son malheur, cette heure est celle de la conscience. À chacun de ces instants, où il quitte les sommets et s’enfonce peu à peu vers les tanières des dieux, il est supérieur à son destin. Il est plus fort que son rocher. Si ce mythe est tragique, c’est que son héros est conscient. Où serait en effet sa peine, si à chaque pas, l’espoir de réussir le soutenait ? (…) Il n’est pas de destin qui ne se surmonte par le mépris. ».
Et la conclusion qui tombe comme un couperet : « Dans l’univers soudain rendu à son silence, les mille petites voix émerveillées de la Terre s’élèvent. Appels inconscients et secrets, invitations de tous les visages, ils sont l’envers nécessaire et le prix de la victoire. Il n’y a pas de soleil sans ombre, et il faut connaître la nuit. (…) Je laisse Sisyphe au bas de la montagne ! On retrouve toujours son fardeau. Mais Sisyphe enseigne la fidélité supérieure qui nie les dieux et soulève les rochers. Lui aussi juge que tout est bien. Cet univers désormais sans maître ne lui paraît ni stérile ni futile. Chacun des grains de cette pierre, chaque éclat minéral de cette montagne pleine de nuit, à lui seul, forme un monde. La lutte elle-même vers les sommets suffit à remplir un cœur d’homme. Il faut imaginer Sisyphe heureux. ». Ce sont les derniers mots de la première édition, eux aussi très marquants et très forts.
Albert Camus, 60 ans déjà
Albert Camus, penseur majeur du XXe siècle « Ce qui vient après la mort est fut...
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