OP
pilou12
Guest
Ella vuelve a casa
Poco a poco siente que el agua ya no es profunda, apoya los pies en el fondo, se pone de pie; pierde los zapatos en el fango, carece de fuerza para buscarlos; sale del agua descalza y sube hacia la carretera.
Al redescubrir el mundo, éste le muestra su cara más inhóspita y enseguida es presa de la angustia: ¡las llaves del coche! ¿Dónde estarán? Su falda no lleva bolsillos. Si uno va hacia la muerte, no le preocupa lo que ha dejado en el camino. Cuando salió del coche, el porvenir había dejado de existir. Ella no tenía nada que ocultar. En cambio ahora, de repente, hay que ocultarlo todo. No hay que dejar huellas. La angustia es más y más acuciante: ¿dónde estarán las llaves?, ¿cómo llegaré a casa?
Se acerca al coche, tira de la puerta que, ante su asombro, se abre. Las llaves la esperan abandonadas en el salpicadero. Se sienta al volante y apoya los pies descalzos y mojados en los pedales. Sigue temblando. También tiembla de frío. El agua sucia del río se escurre de la blusa y de la falda empapadas. Le da la vuelta a la llave y se va.
El que quiso imponerle la vida ha muerto ahogado. Y aquél a quien ella había querido matar en su vientre sigue vivo. La idea del su***dio ha quedado anulada para siempre. Sin repeticiones. El joven ha muerto, el feto vive, y ella hará cualquier cosa para que nadie descubra lo que ha pasado. Tiembla y su voluntad se despierta; ya no piensa sino en su porvenir inmediato: ¿cómo salir del coche sin que nadie la vea? ¿Cómo pasar desapercibida, con su vestido empapado, delante de la garita del portero?
En ese instante Alain sintió un golpe violento en el hombro:
—¡Ve con cuidado, imbécil!
Se volvió y a su lado en la acera vio a una joven que le adelantaba con paso acelerado y enérgico.
—Perdón —le lanzó (en un tono más bien bajo).
—¡Gilipollas! —le contestó la joven (en un tono de voz alto) sin mirar atrás.
25
Los perdonazos
A solas en su estudio, Alain comprobó que seguía doliéndole el hombro y se dijo que la mujer que, dos días antes, le había empujado con tanta eficacia lo había hecho adrede. No conseguía olvidar la voz estridente que le había llamado «imbécil» y seguía oyéndose suplicar «Perdón», a lo que ella respondió «¡Gilipollas!». ¡Una vez más había pedido perdón sin motivo! ¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir perdón? No podía quitarse de encima ese recuerdo y sintió la necesidad de hablar con alguien. Llamó a Madeleine. No estaba en París, su móvil estaba apagado. Marcó entonces el número de Charles y, en cuanto oyó su voz, se disculpó:
—No te enfades. Estoy de muy mal humor. Necesito hablar con alguien.
—Pues me vienes al pelo, yo también estoy de muy mal humor. Pero tú, ¿por qué?
—Porque estoy cabreado conmigo mismo. ¿Por qué será que aprovecho cualquier ocasión para sentirme culpable?
—Eso no es grave.
—Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Éste es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
—Sin duda alguna, yo pediría perdón.
—¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.
—Claro que sí.
—Pues te equivocas. El que pide perdón se declara culpable. Y si te declaras culpable, animas al otro a seguir insultándote y a denunciarte públicamente hasta la muerte. Éstas son las consecuencias fatales del que pide perdón el primero.
—Es cierto. No hay que pedir perdón. Sin embargo, yo preferiría un mundo en el que todos, sin excepción, pidiéramos perdón y, por las buenas, inútil y exageradamente, todos cargáramos con las disculpas…
—Lo dices en un tono de voz tan triste —se sorprendió Alain.
—Desde hace dos horas sólo pienso en mi madre.
—¿Qué ocurre?
26
La fiesta de la insignificancia
Milan kundera
Poco a poco siente que el agua ya no es profunda, apoya los pies en el fondo, se pone de pie; pierde los zapatos en el fango, carece de fuerza para buscarlos; sale del agua descalza y sube hacia la carretera.
Al redescubrir el mundo, éste le muestra su cara más inhóspita y enseguida es presa de la angustia: ¡las llaves del coche! ¿Dónde estarán? Su falda no lleva bolsillos. Si uno va hacia la muerte, no le preocupa lo que ha dejado en el camino. Cuando salió del coche, el porvenir había dejado de existir. Ella no tenía nada que ocultar. En cambio ahora, de repente, hay que ocultarlo todo. No hay que dejar huellas. La angustia es más y más acuciante: ¿dónde estarán las llaves?, ¿cómo llegaré a casa?
Se acerca al coche, tira de la puerta que, ante su asombro, se abre. Las llaves la esperan abandonadas en el salpicadero. Se sienta al volante y apoya los pies descalzos y mojados en los pedales. Sigue temblando. También tiembla de frío. El agua sucia del río se escurre de la blusa y de la falda empapadas. Le da la vuelta a la llave y se va.
El que quiso imponerle la vida ha muerto ahogado. Y aquél a quien ella había querido matar en su vientre sigue vivo. La idea del su***dio ha quedado anulada para siempre. Sin repeticiones. El joven ha muerto, el feto vive, y ella hará cualquier cosa para que nadie descubra lo que ha pasado. Tiembla y su voluntad se despierta; ya no piensa sino en su porvenir inmediato: ¿cómo salir del coche sin que nadie la vea? ¿Cómo pasar desapercibida, con su vestido empapado, delante de la garita del portero?
En ese instante Alain sintió un golpe violento en el hombro:
—¡Ve con cuidado, imbécil!
Se volvió y a su lado en la acera vio a una joven que le adelantaba con paso acelerado y enérgico.
—Perdón —le lanzó (en un tono más bien bajo).
—¡Gilipollas! —le contestó la joven (en un tono de voz alto) sin mirar atrás.
25
Los perdonazos
A solas en su estudio, Alain comprobó que seguía doliéndole el hombro y se dijo que la mujer que, dos días antes, le había empujado con tanta eficacia lo había hecho adrede. No conseguía olvidar la voz estridente que le había llamado «imbécil» y seguía oyéndose suplicar «Perdón», a lo que ella respondió «¡Gilipollas!». ¡Una vez más había pedido perdón sin motivo! ¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir perdón? No podía quitarse de encima ese recuerdo y sintió la necesidad de hablar con alguien. Llamó a Madeleine. No estaba en París, su móvil estaba apagado. Marcó entonces el número de Charles y, en cuanto oyó su voz, se disculpó:
—No te enfades. Estoy de muy mal humor. Necesito hablar con alguien.
—Pues me vienes al pelo, yo también estoy de muy mal humor. Pero tú, ¿por qué?
—Porque estoy cabreado conmigo mismo. ¿Por qué será que aprovecho cualquier ocasión para sentirme culpable?
—Eso no es grave.
—Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Éste es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
—Sin duda alguna, yo pediría perdón.
—¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.
—Claro que sí.
—Pues te equivocas. El que pide perdón se declara culpable. Y si te declaras culpable, animas al otro a seguir insultándote y a denunciarte públicamente hasta la muerte. Éstas son las consecuencias fatales del que pide perdón el primero.
—Es cierto. No hay que pedir perdón. Sin embargo, yo preferiría un mundo en el que todos, sin excepción, pidiéramos perdón y, por las buenas, inútil y exageradamente, todos cargáramos con las disculpas…
—Lo dices en un tono de voz tan triste —se sorprendió Alain.
—Desde hace dos horas sólo pienso en mi madre.
—¿Qué ocurre?
26
La fiesta de la insignificancia
Milan kundera