LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA- MILAN KUNDERA

La fiesta de la insignificancia

Entretanto, unos cincuenta niños aparecen entre el gentío y se sitúan en semicírculo, como una coral. Alain da unos pasos hacia ellos, con curiosidad por ver qué está pasando, y D’Ardelo le dice a Ramón:

—Ya ves, la animación aquí es estupenda. ¡Estos dos tipos son perfectos! Seguro que son actores en paro. ¡Mira, no necesitan siquiera las tablas de un teatro! Les bastan las alamedas del parque. No se rinden. Quieren estar activos. ¡Luchan por vivir! —Entonces recuerda su grave enfermedad y, para recordarle su trágica suerte, añade en voz más baja—: Yo también lucho.

—Lo sé, amigo mío, y admiro tu valor —dice Ramón. Luego, deseando ayudarlo en su desgracia, añade—: Desde hace tiempo, D’Ardelo, quiero hablarte de cierto asunto. Del valor de la insignificancia. En otros tiempos, pensaba sobre todo en tus relaciones con las mujeres. Quería entonces hablarte de Quaquelique. Un gran amigo. Tú no lo conoces. Lo sé. Dejémoslo correr. Ahora en cambio, veo la insignificancia bajo una luz totalmente distinta a la de entonces, bajo una luz más fuerte, más reveladora. La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D’Ardelo amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor.

En aquel instante, a pocos metros delante de ellos, el hombre bigotudo coge por los hombros al anciano de la barbita y se dirige con solemnidad a la gente que les rodea:

—¡Camaradas! Mi viejo amigo acaba de jurarme por su honor que no volverá a mearse nunca más en las grandes damas de Francia.

Una vez más, suelta una carcajada, la gente aplaude, grita, y la madre de Alain le dice:

—Alain, soy feliz aquí contigo. —Después su voz se transforma en una risa ligera, queda y suave.

—¿Te ríes? —pregunta Alain, pues le parece que oye reír a su madre por primera vez.

—Sí.
—Yo también soy feliz —dice Alain conmovido.

D’Ardelo, en cambio, no dice nada, y Ramón comprende que su elogio de la insignificancia no ha debido de gustarle a ese hombre tan amigo de la seriedad de las grandes verdades; decide acercársele de otra manera.

—Ya os vi ayer a La Franck y a ti. Hacíais muy buena pareja.

Ramón observa la cara de D’Ardelo y comprueba que, esta vez sí, sus palabras son mucho mejor recibidas. Ese acierto le inspira la idea de convertir una mentira absurda, aunque deslumbrante, en todo un regalo, el regalo que se le brinda a alguien a quien le queda poco de tiempo de vida.

—¡Pero ve con cuidado, porque basta con miraros para que todo quede claro!

—¿Claro? ¿Que quede claro el qué? —pregunta D’Ardelo con un placer apenas disimulado.

—Claro que sois amantes. No, no le niegues, lo he entendido todo. Y no te preocupes, ¡nadie más discreto que yo!

D’Ardelo hunde su mirada en los ojos de Ramón, donde, como en un espejo, se refleja la imagen de un hombre trágicamente enfermo y no obstante feliz, amigo de una mujer célebre a la que jamás ha tocado, pero de la que, de golpe, pasa a ser el amante secreto.

—Amigo, querido amigo —dice abrazando a Ramón. Y se va con los ojos húmedos, contento y feliz.

La coral de los niños está ya dispuesta formando un semicírculo perfecto, y el director, un niño de diez años en esmoquin, la batuta en ristre, se prepara para dar la señal que dé comienzo al concierto. Pero debe aún esperar un poco porque, en aquel mismo instante, irrumpe ruidosamente una pequeña calesa, pintada de rojo y amarillo, llevada por dos ponis. El bigotudo, enfundado en su vieja parka usada, levanta bien alto su larga escopeta de caza. El cochero, otro crío, obedece y detiene el carruaje. El bigotudo y el viejo de la barbita puntiaguda suben, se sientan y saludan por última vez al público que, encantado, agita los brazos, mientras la coral de los niños entona La Marsellesa.

La calesa arranca y se aleja lentamente por una larga alameda del Jardin du Luxembourg hacia las calles de París.

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La fiesta de la insignificancia
Milan kundera



FIN
 

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