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pilou12
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Sexta parte
La caída de los ángeles
Adiós a Mariana
Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en francés.
Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.
—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en francés).
Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.
Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:
—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.
Luego, dirigiéndose a Charles:
—¿Podría decirle usted algo en su lengua?
—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.
—Lo sé —suspiró ella.
—¿Le gusta? —preguntó Charles.
—Sí —dijo poniéndose roja.
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?
—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale… —reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo. Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…, yo podría…
—¿Cómo se llama usted?
—Mariana.
—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.
—Yo no soy un ángel.
De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea posible».
Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo recordó suplicando:
—Le pedí, señor, que le dijera…
—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de sonidos absurdos.
Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella salió corriendo.
Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se sentaron en el coche.
—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.
—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también quisiera hacer algo bueno por ella.
—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la castidad.
—¿Qué? ¿De la castidad?
—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!
—Ya debe de estar durmiendo.
—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor gloria de la castidad.
39
La fiesta de la insignificancia
Milan kundera
La caída de los ángeles
Adiós a Mariana
Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en francés.
Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.
—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en francés).
Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.
Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:
—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.
Luego, dirigiéndose a Charles:
—¿Podría decirle usted algo en su lengua?
—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.
—Lo sé —suspiró ella.
—¿Le gusta? —preguntó Charles.
—Sí —dijo poniéndose roja.
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?
—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale… —reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo. Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…, yo podría…
—¿Cómo se llama usted?
—Mariana.
—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.
—Yo no soy un ángel.
De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea posible».
Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo recordó suplicando:
—Le pedí, señor, que le dijera…
—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de sonidos absurdos.
Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella salió corriendo.
Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se sentaron en el coche.
—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.
—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también quisiera hacer algo bueno por ella.
—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la castidad.
—¿Qué? ¿De la castidad?
—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!
—Ya debe de estar durmiendo.
—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor gloria de la castidad.
39
La fiesta de la insignificancia
Milan kundera