LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA- MILAN KUNDERA

Sexta parte


La caída de los ángeles


Adiós a Mariana


Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en francés.

Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.
—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en francés).
Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.

Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:
—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.
Luego, dirigiéndose a Charles:

—¿Podría decirle usted algo en su lengua?
—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.
—Lo sé —suspiró ella.
—¿Le gusta? —preguntó Charles.
—Sí —dijo poniéndose roja.

—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?
—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale… —reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo. Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…, yo podría…

—¿Cómo se llama usted?
—Mariana.
—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.
—Yo no soy un ángel.

De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea posible».
Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo recordó suplicando:
—Le pedí, señor, que le dijera…
—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de sonidos absurdos.
Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella salió corriendo.
Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se sentaron en el coche.

—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.
—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también quisiera hacer algo bueno por ella.
—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la castidad.
—¿Qué? ¿De la castidad?
—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!
—Ya debe de estar durmiendo.
—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor gloria de la castidad.

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La botella de Armagnac en su orgullosa altura


Se oyó en la calle el sonido largo y agresivo de una bocina. Alain abrió la ventana. Abajo, Calibán dio un portazo al coche y gritó:
—¡Somos nosotros! ¿Podemos subir?
—Sí, subid.

Desde la escalera, Calibán voceó:
—¿Tienes algo de beber?
—No te reconozco. ¡Nunca fuiste un bebedor! —dijo Alain abriendo la puerta de su estudio.
—¡Hoy es una excepción! ¡Quiero brindar por la castidad! —dijo Calibán entrando en el estudio seguido de Charles.

Después de tres segundos de duda, Alain sacó su lado bonachón:
—Si quieres realmente brindar por la castidad, caes bien, la ocasión soñada… —y señaló el armario donde imperaba la botella.

—Alain, necesito llamar por teléfono —dijo Charles y, para hacerlo sin testigos, se refugió en el vestíbulo y cerró la puerta tras él.

Calibán contemplaba la botella encima del armario.

—¡Armagnac!
—La puse allá arriba para que se imponga como una reina en su trono —dijo Alain.
—¿De qué añada es? —Calibán intentó leer la etiqueta y dijo, con admiración—: ¡No! ¡Es imposible!
—¡Ábrela! —le ordenó Alain.
Calibán acercó una silla y subió. Pero, incluso subido a la silla, apenas conseguía tocar la parte baja de la botella, inaccesible en su orgullosa altura.

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El mundo según Schopenhauer

Rodeado de los mismos camaradas al final de la misma gran mesa, Stalin se vuelve hacia Kalinin:
—Créeme, amigo, yo también estoy seguro de que la ciudad del célebre Immanuel Kant seguirá siendo para siempre Kaliningrado. Como padrino de su ciudad natal, ¿podrías explicarnos cuál fue la idea más importante de Kant?

Kalinin no tenía ni idea. De modo que, según su vieja costumbre, aburrido de su ignorancia, Stalin contestó por él:
—La idea más importante de Kant, camaradas, es la «cosa en sí», que en alemán es: «Dingan sich». Kant pensaba que, detrás de nuestras representaciones, hay una cosa objetiva, una «Ding», que no podemos conocer, pero que no obstante es real. Pero esta idea es falsa. No hay nada real detrás de nuestras representaciones, ninguna «cosa en sí misma», ninguna «Ding an sich».

Todos escuchan desconcertados y Stalin prosigue:
—Schopenhauer estuvo más cerca de la verdad. ¿Cuál fue, camaradas, la gran idea de Schopenhauer?
Todos evitan la mirada burlona del examinador que, según su célebre costumbre, termina por contestarse a sí mismo:
—La gran idea de Schopenhauer, camaradas, es la de que el mundo no es más que representación y voluntad. Eso significa que, tras el mundo tal como lo vemos, no hay nada objetivo, ninguna «Ding an sich» y que, para hacer que exista esa representación, para hacerla real, debe haber una voluntad; una enorme voluntad que la impondrá.

Zhdánov protesta tímidamente:
—¡Iósif, el mundo como representación! Toda la vida nos has obligado a afirmar que era una mentira de la filosofía idealista de la clase burguesa.

—¿Cuál es, camarada Zhdánov —contestó Stalin—, la primera propiedad de una voluntad?
Zhdánov calla y Stalin responde:
—Su libertad. Puede afirmar lo que quiera. Dejémoslo. La verdadera pregunta es ésta: hay tantas representaciones del mundo como hay personas en nuestro planeta; eso crea inevitablemente el caos; ¿cómo poner orden a ese caos? La respuesta es clara: imponiendo a todo el mundo una única representación.

Y sólo se puede imponer gracias a una única voluntad, una única, inmensa voluntad, una voluntad por encima de todas las demás voluntades. Esto es lo que he hecho mientras las fuerzas me lo han permitido. ¡Y os aseguro que, bajo el dominio de una gran voluntad, la gente termina por creer cualquier cosa! ¡Oh, camaradas, cualquier cosa!


Y Stalin rió, con felicidad en la voz.
Al acordarse de la historia de las perdices, mira con malicia a sus colaboradores y, en particular, a Jrushchov, bajito y rechoncho, que en aquel instante tiene las mejillas enrojecidas y que se atreve, una vez más, a mostrarse valiente:
—No obstante, camarada Stalin, aunque entonces se creyeran cualquier cosa que proviniera de ti, hoy ya han dejado de creerte del todo.

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Un puñetazo en la mesa que repercutirá en todas partes

—Lo has entendido todo —responde Stalin—: han dejado de creerme. Porque mi voluntad se ha cansado. Mi pobre voluntad, que invertí totalmente en aquella ensoñación que el mundo entero tomó en serio. Sacrifiqué por ella todas mis fuerzas, me sacrifiqué yo mismo. Y os pido que me contestéis, camaradas: ¿por quién me he sacrificado?

Confundidos, los camaradas ni siquiera intentan abrir la boca. Stalin se contesta a sí mismo:
—Me he sacrificado, camaradas, por la humanidad.
Como aliviados, todos aprueban ese discurso. Kaganóvich incluso se pone a aplaudir.

—Pero ¿qué es la humanidad? No es nada objetivo, no es sino mi propia representación subjetiva, a saber: es lo que he podido ver a mi alrededor con mis propios ojos. ¿Y qué vi todo el tiempo con mis propios ojos, camaradas? ¡Os he visto a vosotros! ¡Recordad el baño donde os encerrabais para arremeter contra mi historia de las veinticuatro perdices! Me divertía mucho en el pasillo oyéndoos aullar, pero al mismo tiempo me decía: ¿habré gastado todas mis fuerzas para semejantes gilipollas? ¿Habré vivido para ellos? ¿Para esos miserables? ¿Para estúpidos tan exageradamente ordinarios? ¿Para esos Sócrates de alcantarilla? Y, al pensar en vosotros, sentía que flaqueaba mi voluntad, que se cansaba, se hartaba, y la ensoñación, nuestra hermosa ensoñación, al dejar de sostenerla mi voluntad, se ha desmoronado como una inmensa construcción cuyos pilares se han derrumbado.

Y, para ilustrar ese derrumbe, Stalin deja caer su puño sobre la mesa, que tiembla.

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La caída de los ángeles


El puñetazo de Stalin retumba largo tiempo por encima de sus cabezas. Brézhnev mira por la ventana y no consigue dominarse. Lo que ve es increíble: un ángel cuelga por encima de los tejados, con las alas desplegadas. Se levanta y exclama:

—¡Un ángel, un ángel!

Los demás también se levantan:

—¿Un ángel? ¡No lo veo!

—¡Sí, allá arriba!

—¡Dios mío, otro más! ¡Se cae! —suspira Beria.

—¡Idiotas! Muchos serán los que veréis caer —resopla Stalin.

—Un ángel, ¡es una señal! —proclama Jrushchov.

—¿Una señal? Pero ¿de qué será esa señal? —suspira Brézhnev, paralizado por el miedo.


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El viejo Armagnac se derrama en el parquet


En efecto, ¿qué indica esa caída? ¿Una utopía asesinada tras la cual ya no habrá otras? ¿Una época de la que ya no quedará huella? ¿Libros y cuadros arrojados al vacío? ¿Una Europa que ya no será Europa? ¿Bromas de las que ya nadie reirá?

Alain no se hacía estas preguntas, asustado de ver a Calibán que, agarrando con una mano la botella, acababa de caer de la silla al suelo. Se inclinó sobre su cuerpo, que yacía de espaldas sin moverse. Tan sólo el viejo (¡viejisísimo!) Armagnac iba desparramándose desde la botella rota por el parquet.

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Un desconocido se despide de su amante

En aquel mismo instante, en la otra punta de París, una hermosa mujer se despertaba en su cama. Ella también había oído un sonido fuerte y breve como un puñetazo en una mesa; detrás de sus ojos cerrados, seguían vivos algunos recuerdos de sueños; en el duermevela, recordaba que habían sido sueños eróticos; los detalles concretos ya se habían desvanecido, pero ella se sentía de buen humor, porque, sin ser fascinantes ni inolvidables, esos sueños eran sin duda placenteros.

Y, de pronto, oyó: «Ha sido muy bonito»; sólo entonces, al abrir los ojos, vio a un hombre cerca de la puerta a punto de salir. La voz llegaba desde arriba, débil, delicada, frágil, similar a la silueta misma de su portador. ¿Lo conocía ella? Claro que sí, se acordaba vagamente: un cóctel en casa de D’Ardelo, donde también se encontraba el viejo Ramón, que está enamorado de ella; para huir de él, ella se había dejado acompañar por un desconocido; recordaba que era muy amable, tan discreto y casi invisible que era incluso incapaz de evocar el momento en que se habían separado. Pero, Dios mío, ¿se habían separado?

—Realmente muy bonito, Julie —repitió él desde la puerta y ella se dijo, ligeramente sorprendida, que sin duda ese hombre había pasado la noche en la misma cama que ella.

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La mala señal

Quaquelique alzó la mano para un último saludo, luego bajó a la calle, se sentó en su modesto coche mientras en un estudio en la otra punta de París, Calibán, ayudado por Alain, se levantaba del suelo.

—¿Todo bien?

—Todo bien. Todo en orden, salvo el Armagnac… Ya no queda nada. ¡Perdóname, Alain!
—Soy yo el perdonazos —dice Alain—, es culpa mía si te he dejado subir a esa vieja silla estropeada. —Y preocupado—: Pero, amigo, ¡cojeas!

—Un poco, pero no es nada grave.
En ese momento, Charles volvió a entrar apagando su móvil. Vio a Calibán que, extrañamente encorvado, seguía con la botella rota en la mano.

—¿Qué ha pasado?

—He roto la botella —le anunció Calibán—. Ya no queda Armagnac. Mala señal.
—Sí, muy mala señal. Tengo que salir sin más tardar hacia Tarbes —dijo Charles—. Mi madre está agonizando.

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Stalin y Kalinin se evaden


Que caiga un ángel es sin duda una señal. En la sala del Kremlin, todos tienen miedo, con los ojos fijos en las ventanas. Stalin sonríe y, aprovechando que nadie lo mira, se aleja hacia una discreta portezuela en un rincón de la sala. La abre y se encuentra en un cuchitril. Se quita la chaqueta del uniforme oficial y se enfunda una parka, vieja y desgastada, luego coge una larga escopeta de caza. Disfrazado de cazador de perdices, vuelve a la sala y se dirige hacia la gran puerta que se abre al pasillo. Todo el mundo mantiene la mirada fija en las ventanas y nadie lo ve. En el último momento, cuando está a punto de poner la mano encima del picaporte de la puerta, se detiene un segundo como si quisiera echar una última mirada traviesa a sus camaradas. En ese preciso instante, su mirada se cruza con la de Jrushchov, que se pone a gritar:

—¡Es él! ¿Lo veis con ese traje? ¡Hará creer a todo el mundo que es un simple cazador! ¡Nos dejará a todos metidos en el lío! ¡Pero el culpable es él! ¡Nosotros no somos más que víctimas! ¡Sus víctimas!

Stalin ya se encuentra lejos en el pasillo, mientras Jrushchov da puñetazos en la pared, en la mesa, patalea en el suelo con sus enormes botas ucranianas mal enceradas. Incita a los demás a que también se indignen y al poco todos gritan, vociferan, patalean, saltan, dan puñetazos a la pared y en la mesa, martillean el suelo con las sillas, hasta el punto de que la sala retumba con un ruido infernal. Es un guirigay como cuando, antaño, durante las pausas, se reunían todos en el baño delante de los urinarios coloreados y adornados de florecillas de cerámica.

Están todos allí, como antaño; sólo Kalinin se ha alejado discretamente. Ahuyentado por unas terribles ganas de orinar, vaga por los pasillos del Kremlin; sin embargo, incapaz de encontrar donde mear, termina por salir corriendo a la calle.

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Séptima parte


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Diálogo en la moto


Al día siguiente, hacia las once de la mañana, Alain se había citado con sus amigos Ramón y Calibán delante del museo próximo al Jardin du Luxembourg. Antes de salir de su estudio, se volvió para decir adiós a su madre en la foto. Luego, salió a la calle y se dirigió hacia su moto, aparcada no muy lejos del estudio. Al subir en ella, tuvo la vaga sensación de sentir en la espalda la presencia de un cuerpo. Como si Madeleine le acompañara y apenas le rozara.


Esa ilusión le conmovió; le pareció que expresaba el amor que él sentía por su amiga, y arrancó.

Luego oyó una voz a su espalda:

—Querría seguir hablando contigo.

No, no era Madeleine. Reconoció la voz de su madre.

Había un atasco en la calle y él oyó tras de sí:

—Quiero estar segura de que entre tú y yo no hay ningún malentendido, que nos entendemos bien tú y yo…

Se vio obligado a frenar. Un peatón que se había metido por el medio y atravesaba la calle se volvió hacia él con gestos amenazadores.
—Te seré sincera. Desde siempre me ha horrorizado la idea de arrojar al mundo a alguien que no lo ha pedido.

—Lo sé —dijo Alain.

—Mira a tu alrededor: nadie de los que te rodean está aquí por su voluntad. Es evidente que lo que acabo de decirte es la más trivial de todas las verdades. Es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la ve ni se la oye.

Él siguió su camino entre un camión y un coche que desde hacía unos minutos lo iban apretando a cada lado.

—Todo el mundo habla de los derechos humanos. ¡Menuda engañifa! Tu existencia no se asienta sobre ningún derecho. Esos caballeros de los derechos humanos incluso te prohíben poner fin a tu vida por tu propia voluntad.

En un cruce se encendió la luz roja de un semáforo. Alain se detuvo. Los peatones a los dos lados de la calle se pusieron en marcha hacia la acera de enfrente.

Y siguió hablándole la madre:

—¡Míralos, míralos a todos! Al menos la mitad de los que ves son feos. ¿También forma parte de los derechos humanos ser feo? ¿Sabes tú lo que significa cargar con tu fealdad toda la vida? Tampoco has elegido tu s*x*. Ni el color de tus ojos. Ni tu siglo. Ni tu país. Ni tu madre. Nada de lo que realmente cuenta. Los derechos de los que puede disponer el ser humano sólo se refieren a nimiedades por las que carece de sentido luchar unos contra otros o escribir solemnes declaraciones.

Alain seguía adelante y la voz de su madre se suavizó:

—Existes tal como eres porque he sido débil. Por mi culpa. Te ruego que me perdones.

Él callaba, pero dijo al fin con voz apacible:

—¿De qué te sientes culpable? ¿De no haber tenido la fuerza de impedir mi nacimiento? ¿O de no haberte reconciliado con mi vida que, por otra parte, tampoco está tan mal?

Tras un silencio, ella contestó:

—Tal vez tengas razón. Por eso soy doblemente culpable.

—Yo soy quien debe pedir perdón —dijo Alain—. Caí en tu vida como una boñiga. Te he expulsado a América.

—¡Déjate de disculpas! ¿Qué sabes tú de mi vida, tontito mío? ¿Puedo llamarte tonto? Sí, no te enfades, pero a mí me parece que eres tonto. ¿Y sabes cuál es el origen de tu idiotez? ¡Tu bondad! ¡Tu ridícula bondad!

Llegaron al Jardín du Luxembourg. Aparcó la moto.

—No protestes, y déjame pedir perdón —dijo—. Soy un perdonazos. Así es como me habéis fabricado, tú y él. Y, como perdonazos, disfruto cuando nos pedimos mutuamente perdón tú y yo. ¿No es acaso hermoso pedir perdón el uno al otro?

Una vez aparcada la moto, se dirigieron hacia el museo al fondo del jardín:

—Créeme —dijo él—, estoy de acuerdo contigo en todo lo que acabas de decirme. En todo. ¿No es acaso bonito estar de acuerdo tú y yo?

¿No es acaso bella nuestra alianza?

—¡Alain! ¡Alain! —una voz de hombre interrumpió su conversación:

—¡Me miras como si nunca me hubieras visto!

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Ramón discute con Alain sobre la época de los ombligos

Sí, era Ramón el que llamaba.

—Esta mañana la mujer de Calibán me ha llamado —le dijo a Alain—. Me ha hablado de vuestra juerga de anoche. Lo sé todo. Charles se ha ido a Tarbes. Su madre está agonizando.

—¡Dios mío! —exclamó Alain—. ¿Y Calibán? Cuando estuvo en mi casa se cayó de una silla.

—Me lo ha dicho ella. Y al parecer no ha sido poca cosa. Según ella, le cuesta caminar. Le duele. Ahora está durmiendo. Él quería ir con nosotros a ver la exposición de Chagall. No la verá. Yo tampoco, por otra parte. No soporto hacer colas. ¡Mira!
Hizo un gesto en dirección a la multitud que avanzaba lentamente hacia la entrada del museo.

—Tampoco es tan larga —dijo Alain.

—Quizá no sea tan larga, pero es repulsiva.

—¿Cuántas veces has llegado ya hasta aquí y te has vuelto a ir?

—Tres veces. De manera que, en realidad, ya no vengo aquí para ver a Chagall, sino para comprobar que de una semana a otra las colas son cada vez más largas, y por tanto el planeta está cada vez más poblado. ¡Míralos! ¿Crees realmente que, de repente, se han puesto todos a admirar a Chagall? Están dispuestos a ir a cualquier parte, a hacer lo que sea, tan sólo para matar el tiempo con el que no saben qué hacer. No conocen nada, de modo que se dejan llevar. Son magníficamente llevables. Perdóname, pero estoy de mal humor. Ayer bebí mucho. Decididamente bebí demasiado.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—¡Paseemos por el parque! Hace buen tiempo. Sí, sé que el domingo hay más gente. Pero no importa. ¡Mira qué sol!

Alain no protestó. En efecto, la atmósfera en el parque era apacible. Algunos corrían, otros paseaban, en el césped un círculo de personas hacía gestos extraños y lentos, otros comían helados, otros aún, al otro lado de unas alambradas, jugaban al tenis…

—Aquí —dijo Ramón— me siento mejor. Ya sé que la uniformidad está en todas partes. Pero en este parque, dispone al menos de una gran variedad de uniformes. Así puedes conservar aún la ilusión de tu individualidad.

—La ilusión de la individualidad… ¡Curioso! Hace unos minutos he sostenido una extraña conversación.

—¿Conversación? ¿Con quién?

—Y luego, está el ombligo…

—¿Qué ombligo?

—¿No te había hablado ya de eso? Desde hace algún tiempo, pienso mucho en el ombligo…
Como si lo hubiera montado un director de teatro invisible, pasaron por delante de ellos dos jovencitas exhibiendo el ombligo con elegancia.

Ramón se limitó a decir:
—En efecto.
Y Alain siguió en lo suyo:

—Hoy en día se ha puesto de moda pasear así con el ombligo al aire. Dura como mínimo hace diez años.

—Pasará como todas las modas.

—¡Pero no olvides que la moda del ombligo inauguró el nuevo milenio! Como si, en esa fecha simbólica, alguien hubiera levantado una cortina que, durante siglos, nos hubiera impedido ver lo esencial: ¡que la individualidad es una ilusión!
—Sí, sin duda, pero ¿qué relación ves con el ombligo?
—En el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos.
Ramón reflexionó y dijo:
—Por qué no…
—Y luego un día comprendí que hay que añadirles un cuarto lugar: el ombligo.
Tras un instante de reflexión, Ramón reconoció:
—Sí, tal vez.
Y Alain continuó:

—Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer a la que amas. Reconocerías entre cien las nalgas amadas. Pero no puedes identificar a la mujer a la que amas por su ombligo. Todos los ombligos son iguales.

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Al menos unos veinte niños pasaron riendo y gritando al lado de los dos amigos.

Alain prosiguió:

—Cada uno de esos cuatro lugares excelsos representa un mensaje erótico. Y me pregunto acerca del mensaje erótico que nos transmite el ombligo. —Y tras una pausa—: Algo salta a la vista: contrariamente a los muslos, a las nalgas y a los pechos, el ombligo no dice nada de la mujer que lo tiene, habla de algo que no es esa mujer.

—¿Qué dice, entonces?

—Habla del feto.

—Del feto, por supuesto —aprobó Ramón.

Y Alain continuó:

—Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del s*x*, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.

De pronto, un encuentro inesperado interrumpió la conversación. D’Ardelo se acercaba a ellos por la misma alameda.

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Llega D’Ardelo



Él también había bebido demasiado, había dormido mal y ahora salía a airearse paseando por el Jardin du Luxembourg. La visión de Ramón, de entrada, le incomodó. Lo había invitado a su cóctel sólo por educación, porque le había encontrado a dos amables sirvientes para su fiesta. Y, como ese jubilado ya había perdido toda importancia para él, D’Ardelo ni siquiera había intentado encontrar un segundo para acogerlo en su cóctel y darle la bienvenida. Al sentirse ahora culpable, abrió los brazos y exclamó:

—¡Amigo Ramón!

Ramón recordaba haberse escabullido del cóctel sin decirle siquiera a su antiguo colega un simple adiós. Pero el estruendoso saludo de D’Ardelo alivió su mala conciencia; él también abrió los brazos exclamando: «¡Qué tal, querido amigo!», le presentó a Alain y le invitó cordialmente a unirse a ellos.

D’Ardelo recordaba que había sido en ese mismo parque donde se le había ocurrido de golpe inventar la extraña mentira acerca de su enfermedad mortal. Y ahora, ¿qué iba a hacer? No podía contradecirse; no tenía más remedio que seguir estando gravemente enfermo; por otra parte, no le parecía tan pesado, pues había comprendido muy pronto que no había motivo para contener su buen humor, ya que las chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente enfermo en un ser aún más atractivo y admirable.

Se puso, pues, a charlar en un tono despreocupado y distraído con Ramón y su amigo sobre ese parque que formaba parte de su paisaje más íntimo, de su «mundo», como repitió en varias ocasiones; les hablaba de todas esas estatuas de poetas, pintores, ministros, reyes. «Y es que», les dijo, «¡la Francia del pasado sigue estando viva!». Luego, con una amable y jovial ironía, les señaló las estatuas blancas de las grandes damas de Francia, reinas, princesas, regentes, alzadas en toda su grandeza de los pies a la cabeza cada una en su pedestal; alejadas una de otra unos diez o quince metros, formaban un gran círculo que rodeaba, en un nivel inferior, un hermoso estanque.

Más allá, en medio de un gran griterío, se reunían varios grupos de niños que acudían de todas partes.

—¡Ah, los niños! ¿Oís cómo ríen? —sonrió D’Ardelo—. Hoy se celebra una fiesta, ya no recuerdo cuál. Una fiesta para niños.

De repente, prestó atención:

—Pero ¿qué ocurre allí?


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Llegan un cazador y un meón


Desde la Avenue de l’Observatoire, un hombre de unos cincuenta años, bigotudo, vestido con una vieja parka usada y llevando al hombro una larga escopeta de caza, corre por el paseo principal en dirección al círculo de las grandes damas de mármol. Va gesticulando y gritando. Los paseantes a su alrededor se detienen y lo miran con sorpresa y simpatía. Sí, con simpatía, porque el rostro del viejo bigotudo tiene algo apacible, lo cual refresca el aire del jardín gracias a un idílico soplo de tiempos pasados. Evoca la imagen de un mujeriego, de un seductor pueblerino, de un aventurero tanto más amable cuanto que ya es mayor y amansado. Subyugada por su encanto campechano, por su bondad viril, por su aspecto folclórico, la multitud le dirige unas sonrisas a las que, encantado, responde con cortesía.


Sin dejar de correr, alza la mano en dirección a una estatua. Todo el mundo sigue su gesto y se encuentra con otro hombre, ya muy mayor, de una lamentable delgadez, con una barbita puntiaguda, que, como queriendo protegerse de miradas indiscretas, se oculta detrás del enorme pedestal de una gran dama de mármol.

—A ver, a ver —dice el cazador y, ajustando su escopeta al hombro, dispara en dirección de la estatua. Se trata de María de Médicis, reina de Francia, célebre por su cara de vieja fea, gorda y arrogante. El disparo le arranca la nariz de tal manera que parece aún más vieja, más fea, más gorda y más arrogante, mientras el viejo que se había escondido detrás del pedestal de la estatua sale corriendo, asustado, y, para huir de las miradas indiscretas, termina por agazaparse detrás de la reina Valentina de Milán, duquesa de Orleans (ésa sí, mucho más guapa).

Al principio, la gente se siente confusa ante ese disparo inesperado y por la cara sin nariz de María de Médicis; sin saber cómo reaccionar, miran a un lado y a otro, a la espera de una señal que les ilumine: ¿cómo interpretar el comportamiento del cazador?, ¿hay que condenarlo o tomarlo por un gracioso?, ¿deben silbarle o aplaudirlo?

Como si adivinara su apuro, el cazador exclama:

—¡Prohibido mear en el parque más célebre de Francia!

Luego, mirando a su pequeño público, suelta una carcajada y su risa es tan alegre, tan libre, tan inocente, tan rústica, tan fraternal, tan contagiosa que la gente a su alrededor, como aliviada, también se echa a reír.

El viejo de la barbita puntiaguda sale de detrás de la estatua de Valentina de Milán abrochándose la bragueta; su cara expresa la felicidad del alivio

El buen humor se apodera de la cara de Ramón.

—¿No te recuerda algo ese cazador? —le pregunta a Alain.

—Sí, claro, a Charles.

—Sí. Charles está con nosotros. Se trata del último acto de su obra de teatro.

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