La autopsia de Drácula

Registrado
3 Jun 2017
Mensajes
53.692
Calificaciones
157.982
Ubicación
España
La autopsia de Drácula
Publicado por Álvaro Corazón Rural
Fotografía: Jelena Arsic

FotoBucarest.jpg

Busto de Drácula en Bucarest.
El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía real:

—Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo que regula a nuestros boyars: «Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte».

Drácula, Bram Stoker. Capítulo IV. Diario de Jonathan Harker.

En el número 15 de Jot Down especial Fantasmas, viajamos a Rumanía en búsqueda del mito de Drácula. Fue un viaje de contrastes. Encontramos que en el país balcánico persiste un conflicto sobre el significado del personaje. El verdadero Vlad Tepes, el histórico, es un héroe nacional. Venció a los turcos y puso a los vecinos del norte, húngaros y sajones, a pagar impuestos. Es por este segundo motivo por lo que en su día no dejaron de proliferar panfletos de propaganda en su contra durante años, siglos. Le cayó encima una leyenda negra al igual que a otra ilustre transilvana de nacimiento, Erzsébet Báthory, que fue víctima de un complot y quienes la despojaron de su poder y la encarcelaron se justificaron poniendo en marcha una maquinaria propagandística efectiva como pocas ha habido a tenor de que a día de hoy nos la seguimos imaginando bañándose en sangre de vírgenes.

Vlad Tepes, en su calidad de príncipe valaco, es un símbolo de la dignidad de Rumanía. Sin embargo, el mito que creó Bram Stoker, con un recibimiento discreto en su día pero explotado al máximo con el auge del género de terror desde los años cincuenta del siglo pasado, le convirtió en un fantasma, mitad demonio, que le chupaba la sangre a la gente, que para más inri alcanzó fama mundial. Esto, a la iglesia rumana y los movimientos nacionalistas locales —intrincados ya en los gobiernos comunistas desde los años sesenta— no les hacía ninguna gracia. El padre de la nación no podía ser una criatura lasciva de Satanás se mirase por donde se mirase.

Esta controversia no es un asunto baladí. En Rumanía coexisten una explotación turística del mito pragmática a la que lo único que le importa es que los turistas van a buscar a Drácula, el vampiro, y se lo dan en forma de souvenir, tontunas y falsificaciones históricas varias, y unas corrientes críticas muy fuertes, hartas de la contaminación occidental, que han llegado a impedir que se construyera un parque temático en su honor, el Drácula Park (cuestiones ecológicas al margen).

Pero los problemas de identidad en torno a esta figura no se quedan solo en Rumanía. La propia gestación de la novela tiene mucho que ver con los problemas de identidad de los británicos, particularmente los ingleses. Se ha escrito que la novela de Bram Stoker explotaba dilemas religiosos. Contraponía el positivismo y racionalismo imperantes junto a una iglesia anglicana austera en simbología a las supersticiones tradicionales y el romanticismo de los símbolos atávicos. Además de una vertiente política sobre los peligros desconocidos que podían acechar en las fronteras de un imperio mundial que no cesaba de crecer.

La editorial Siglo XXI lanzó el año pasado Miedo y deseo, historia cultural de Drácula, un ensayo que intenta resolver todas estas cuestiones, los significados profundos del personaje en la Inglaterra del tiempo en el que fue creado, que ha adquirido una proyección mucho mayor y una vigencia que llega hasta nuestros días. Según su autor, Alejandro Lillo, profesor asociado de la Universidad de Valencia, la novela de Bram Stoker es de gran interés, ante todo, por la riqueza de lenguajes que exhibe. Los diarios, lenguaje médico, los escritos del abogado, libros de viajes, literatura gótica, literatura epistolar, periodístico, el lenguaje del psiquiatra… Lenguajes tomados por el autor de la realidad extraliteraria de su tiempo.

BRAN.jpg

Castillo de Bran, en las guías turísticas figura como el del conde Drácula, pero no lo es, fue el que los turistas estadounidenses decidieron en los setenta que era el que más se parecía al descrito en la novela de Bram Stoker.
Él mismo me explica: «Cada uno de ellos expresa una opinión y una visión del mundo: muestra unos deseos, unos miedos y unas aspiraciones que se corresponden con unos intereses políticos, económicos y sociales bien reales, pero que quizá no son tan fáciles de rastrear por otros medios porque han sido silenciados por la ideología dominante».

La novela, o el personaje, no tuvieron verdadero éxito hasta diez años después de la I Guerra Mundial, tras una obra de teatro que simplifica el texto original, pero la sustancia estaba en la novela. Para Lillo: «Drácula, tanto en sus formas como en su contenido, se presenta como una novela extraordinariamente moderna. Dráculaperturba, encandila y obsesiona, entre otras cosas, porque integra y vincula esa mítica y milenaria figura del chupador de sangre con los miedos y deseos propios de la modernidad. Los deseos, miedos y pasiones que de una forma u otra se expresan en Drácula van cristalizando conforme avanza el siglo XX. Es como si la novela de Stoker hubiera captado la profunda crisis que la sociedad de masas iba a ocasionar en el mundo occidental —la ruptura de los vínculos familiares y afectivos debido a los movimientos migratorios provocados por la industrialización, la fragmentación de la identidad individual o la irrupción de la mujer la esfera pública— antes que nadie. Será, pues, en los años posteriores a 1918 cuando los ciudadanos, ya más desencantados y mucho más “modernos”, acojan con fervor a un personaje que expresa de manera difícilmente desentrañable la ambigüedad del mundo que les ha tocado vivir, de una criatura que les atrae y horripila a partes iguales».

Lillo, no obstante, no considera que Drácula sea una novela procatólica, como han afirmado estudios como el de Eleanor Bourg Nicholson, de la editorial religiosa Ignatius Press en 2012. Stoker era irlandés, aunque de religión anglicana, y en su obra, sostiene, se aprecia esa tensión, pero «el tema de la supersticiones va por otro lado, no creo que tenga tanto que ver con una crítica al anglicanismo como con el interés de subrayar el atraso de los transilvanos».

Es más relevante para este profesor cómo el libro refleja las ansiedades propias del fin del siglo XIX, un sentimiento de crisis de la civilización y decadencia del Imperio británico: «Hay un componente racial en el hecho de que Drácula, un extranjero, acuda a Inglaterra a poseer a las mujeres y mezclar su sangre con los británicos, muestra el miedo a la colonización inversa, que al Imperio británico le suceda lo mismo que ellos han hecho con las colonias».

En su estudio, Lillo analiza el anhelo de los británicos de escapar a través de la literatura, de evadirse del producto de la revolución industrial, las bolsas de proletariado, con miseria, crimen y enfermedades, a lugares exóticos descubiertos por sus colonizadores. Mundos exóticos, bellos, pero también llenos de emociones y peligros, experimentados desde la comodidad de sentirse a salvo en las islas.

Por ejemplo, cuando el protagonista de la novela se dirige a los Balcanes describe a los eslovacos que se encuentra en el camino como un «anejo grupo de bandoleros orientales», y va marcando a cada paso el final progresivo de la sociedad ordenada y predecible de la que proviene: «Me da la impresión de que cuanto más avanzamos hacia oriente más impuntuales son los trenes ¿Cómo serán en China? (…) Nadie está seguro de la hora que es. Para los turcos es suficiente con hacerse una idea aproximada. El hecho de que los turcos estén satisfechos con un método de medición del tiempo con el que no pueden estar seguros muestra cómo han perdido uno de esos elementos esenciales de lo que llamamos civilización».

SOUVENIRS.jpg

Souvenirs de Drácula en puestos de los alrededores del castillo de Bran.
Pero el personaje más potente es el de Mina. Todos los hombres que la rodean le quieren imponer sus ideas y el papel que tiene que desempeñar en la vida independientemente de su talento, vocación y lo que ella piense o sienta. En la novela trata de imponerse a los varones, Drácula incluido, entre los que está atrapada. Para Lillo «ella se resiste como puede, pues tiene poco margen, pero nunca deja de luchar por lo que ella cree, por construirse una identidad propia al margen de las imposiciones de los varones y de Drácula. Desde ese punto de vista, Mina representa muy bien la lucha de todas esas mujeres de clase media por ocupar el lugar que ellas quieran en la sociedad, al margen de los deseos de los varones; una lucha que está lejos de haber terminado».

Del mismo modo, ella simboliza los valores de la democracia liberal. Pertenece a una burguesía que ha mejorado su posición gracias al contrato social y la seguridad jurídica e individual que conlleva. Los personajes de John Seward y Van Helsing lo son en apariencia, pero en realidad dentro llevan a personajes casi tan despóticos como el conde: «Son clasistas y sexistas, excluyen de esos derechos que dicen defender, de esas libertades, a los enfermos, a los dementes, a los pobres, a los extranjeros y a las mujeres. No les importa saltarse las leyes cuando les interesa, abusan de su posición cuando les conviene etc. Simplificando un poco, podríamos decir que ellos son demócratas y liberales de boquilla, lo son solo cuando les interesa, cuando les viene bien. Por eso hay una diferencia muy importante entre Mina y ellos. Mina realmente cree en la igualdad, realmente respeta al otro, al diferente. Seward y Van Helsing no. Ellos solo respetan a los suyos».

Al final Mina, concluye el análisis de su personaje, contribuye decisivamente a acabar con Drácula, pero siente lástima por él. Lillo le atribuye el razonamiento de que quizá el noble no es un ser tan monstruoso y horrible, sino que se comporta así por el acoso al que es sometido, que quizá tenga que colocarse una máscara de la que está harto para sobrevivir. «A falta de espejos, tal vez sea la mirada del otro la que lo transforma en un ser monstruoso».

Es una novela rica en metáforas que describía los tiempos previos a la I Guerra Mundial cuyas imágenes y mensajes cobran nueva importancia en la era de la globalización. El rol de la mujer, las democracias liberales donde triunfa el autoritarismo, la convivencia entre culturas diferentes, problemas actuales, están presentes, encarnados en su gran protagonista, el famoso conde: «El Drácula de la novela es un personaje esencialmente transgresor. Por eso incomoda tanto, porque representa una importantísima amenaza para las clases dominantes de la época, porque pone en cuestión el mundo que esas clases dominantes han construido. Ese poder subversivo que tiene Drácula sigue vivo, sigue presente en nuestros días y puede resultarnos útil. El problema, como apunta Xavier Aldana en uno de sus últimos trabajos sobre Drácula, es que el cine y la cultura contemporánea han desvirtuado la figura del vampiro, le han quitado ese poder subversivo que poseía en la novela. Hay que encontrar la manera de recuperar ese espíritu inclasificable, incatalogable, esa figura que no se deja dominar, ni controlar, y que pone en cuestión todo lo que somos. Paradójicamente, nos va la vida en ello», sentencia Lillo.

Cuando uno lee los análisis de aquella época de profesores como Francisco Veiga encuentra grandes paralelismos entre el mundo previo a la Gran Guerra y el actual tras el final de la Guerra Fría. No solo en fenómenos que encontramos reflejados en Drácula como los bloques políticos, los imperios y el manido choque de civilizaciones, también en la liberación individual. Los años de Bram Stoker fueron capitales para el feminismo, muy referido en la obra, y también la génesis de muchos otros movimientos, como podría ser el naturismo. Fuerzas que iban contra el orden formal y social de la Inglaterra victoriana. Es muy oportuna en este sentido una definición que hace Lillo del carácter más «terrorífico» del conde, cuando dice «ese es el resultado que produce el encuentro con Drácula. Los hombres pierden su masculinidad y las mujeres adquieren un rol activo». Ese pánico es muy visible a día de hoy.

http://www.jotdown.es/2018/04/la-autopsia-de-dracula/
 
Por qué Drácula debería comer ajos
Bram Stoker supo que Vlad el Empalador sufría anemia porfírica, lo que pudo iniciar la tradición de que a los vampiros no les gustan los ajos. Pero sus propiedades anticoagulantes los harían ideales para su dieta.

Dracula-deberia-comer-ajos_1236486350_13340325_1020x574.jpg

Drácula debería comer ajos
THE CONVERSATION
PERFIL



MANUEL PEINADO LORCAPUBLICADOhace 15 minutos

No deja de sorprender que una criatura sobrenatural como el vampiro pueda ser ahuyentado con una modesta ristra de ajos. Sin embargo, este sistema de profilaxis es más antiguo que las más viejas leyendas de chupasangres.

En la Edad Media no era raro que pasaran varios días hasta que un cadáver fuese enterrado. Incluso semanas si las condiciones meteorológicas eran adversas o si, como consecuencia de alguna epidemia, los cadáveres permanecían insepultos muchos meses.

Los enterradores utilizaban un collar de ajos alrededor del cuello para protegerse de los efluvios fétidos de los cuerpos en descomposición. Este hábito pragmático pudo ser confundido con algún tipo de práctica esotérica. El remedio se perpetuó en la costumbre de colgar ajos en ventanas, puertas y chimeneas, al creer que esto ahuyentaba los espíritus pestíferos, una saga variopinta que en Rumanía incluía a los vampiros.

Pero, ¿por qué los vampiros odian los ajos? Desde la primera aparición en la pantalla de Béla Lugosi de la mano de Tod Browning en Drácula (1931), el cine de terror ha insistido sobre el asunto. La literatura gótica fue mucho menos pródiga: en El vampiro (1819) de John William Polidori, la novela que arranca el subgénero, nada se dice de los ajos.

La primera mención literaria al uso del ajo proviene de la novela Varney, el Vampiro; o el festín de sangre (1847), atribuida simultáneamente a James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Presst.

Algunos años después la cosa se perfeccionó. Ya no se usaban los dientes de ajo sino sus flores, una tendencia iniciada en 1897 en Drácula de Bram Stoker. En esta película, el doctor Van Helsing coloca flores de ajo en la habitación de Lucy Westenra, la hermosa víctima del conde Drácula.

Gracias al bibliófilo Philip Spedding conocemos los veinticinco libros en los que se inspiró Stoker. Uno de ellos es el ensayo Supersticiones en Transilvania (1885) de Emily Gerard, que le sirvió para relacionar el origen del verdadero vampiro con la figura del strigoi, un ser del folklore rumano. También que la idea inicial de la novela surgió de las charlas que mantuvo con el intelectual húngaro Arminius Vámbéry. En esas conversaciones salió a relucir la figura de Vlad Draculea, más conocido como Vlad el Empalador, el príncipe de Valaquia y héroe nacional rumano, tristemente famoso por su expeditivo método de castigar a los otomanos que amenazaban Europa.

Vampiros anémicos
Stoker se había doctorado con matrícula de honor en ciencias en el Trinity College de la Universidad de Cambridge (Reino Unido), así que debió tomar buena nota de un dato clínico de Vlad Draculea. El rumano, según cuentan, padecía porfiria eritropoyética, una enfermedad conocida como el “mal de los vampiros” que se caracteriza por retraer las encías, acentuar un crecimiento anómalo de incisivos y caninos, provocar erupciones cutáneas, fotofobia y anemia. Esta falta de exposición a la luz y la anemia provocan la palidez facial con la que se representa a los vampiros.

La anemia porfírica es debida a una alteración de las enzimas que metabolizan las porfirinas, unas cromoproteínas orgánicas que ayudan a formar muchas sustancias importantes en el cuerpo. Una de ellas es la hemoglobina, la proteína en los glóbulos rojos en cuyo grupo “hemo” se transporta el oxígeno a los tejidos. La enfermedad también se manifiesta por una repulsión al ajo, porque el disulfuro de alilo, un componente del ajo, produce la destrucción del grupo hemo.

Por eso comer ajo les sentaba fatal a los vampiros porfíricos.

Hay un último síntoma que presentan los enfermos de porfiria: son muy peludos, porque como consecuencia a la hiperreacción a la luz solar la piel genera mucho pelo para protegerla. Eso no le pasó desapercibido a Stoker, como demuestra su primera descripción del Conde Drácula:

«El pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión. […] No pude evitar notar que sus manos eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma».

Dado que ciertos componentes fitoquímicos del ajo no se descubrieron hasta el siglo pasado, lo que no podía saber Stoker es que ciertas propiedades del ajo hubieran facilitado la alimentación a los vampiros, para quienes la coagulación de la sangre sería un serio inconveniente a la hora de bebérsela.

En 2007, un grupo de investigadores chinos publicó en la revista Food Chemical Toxicology los resultados de unas investigaciones que demostraban las propiedades de antiagregantes plaquetarios de los ajos. Uno de cuyos componentes, el dialil-trisulfidico, tiene la capacidad de inhibir o desactivar la formación de trombina, lo que suprime el sistema de coagulación y la formación de trombos.

file-20190402-177187-1s3gvbz.jpg

La saliva del murciélago vampiro Desmodus rotundus contiene un potente coagulante. Foto Michael & Patricia Fogden

Existen otras sustancias naturales con efecto anticoagulante. Por ejemplo algunos venenos de origen biológico, como los de las abejas, arañas, garrapatas, escorpiones y, sobre todo, los de algunas serpientes.

Como no podía ser menos, las secreciones salivales de algunos vampiros de verdad, los murciélagos hematófagos Desmodus rotundus y Diaemus youngi, tienen componentes con efecto antiagregante. Esto les ayuda a chupar la sangre sin parar, un efecto que le hubiera venido como anillo al dedo al conde Drácula y a otros siniestros señores de nuestras pesadillas infantiles. Como al común de los mortales, un poquito de alioli les hubiera facilitado la manduca.

Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida. Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original

https://www.vozpopuli.com/altavoz/next/Dracula-deberia-comer-ajos_0_1236476513.html
 
MIEDO Y DESEO – Alejandro Lillo
Publicado por Rodrigo | Visto 2962 veces


Notoria como es la índole social de nuestra especie, resulta casi una perogrullada sostener que en la literatura de ficción no solo se vuelca la subjetividad del escritor, también se expresa -bien que no de modo directo ni mecánico- el entorno sociocultural en que el artífice se desenvuelve. La literatura en general se ofrece a las ciencias humanas como un compendio de información codificada sobre la experiencia de la cotidianeidad en su respectivo contexto, aproximándonos a los usos y costumbres y los ritmos de vida característicos de determinadas sociedades y períodos históricos; pero también asoma como un repositorio de imágenes y conceptos asociados a las estructuras discursivas que articulan el andamiaje identitario de estas sociedades, proyectadas dichas estructuras en los puntos de vista, conocimientos, creencias religiosas, ideas políticas, prejuicios, criterios estéticos y juicios de valor que componen el bagaje intelectual y moral del literato (dicho de otra forma: en los elementos que hacen las veces de coordenadas mentales y espirituales del quehacer literario). Sobre esta sencilla premisa es que la historia cultural reivindica para sí -como también lo hacen la sociología y la antropología cultural, cada cual desde su particular perspectiva y con su propio arsenal metodológico- la prerrogativa de hacer de la literatura todo un campo de estudios, explorando en sus vastas latitudes a fin de cartografiar las claves de la mentalidad prevaleciente en tiempos pretéritos. Es así, pues, que el historiador valenciano Alejandro Lillo practica en Miedo y deseo un minucioso escrutinio de la célebre novela de Bram Stoker, Drácula (1897), rastreando en sus páginas vestigios de la mentalidad victoriana en la Inglaterra finisecular. Lillo acomete la tarea enfocándose en las voces de tres personajes: Jonathan Harker, pasante de abogado cuyas labores profesionales lo encaminan al castillo del conde Drácula, en la lejana Transilvania; Mina Murray, novia de Harker y luego su esposa; y John Seward, psiquiatra al mando de un sanatorio y responsable del tratamiento de R. M. Renfield, uno de los casos de locura más perturbadores bajo su cargo. Los testimonios dejados por ellos (en forma de sendos diarios de vida, los primeros, en forma de grabaciones de fonógrafo el tercero) dan cuenta de sus respectivas visiones de mundo, provistas ciertamente de rasgos personales pero de indudable arraigo en la época y la sociedad a que pertenecen.

Aunque es cierto que en este tipo de lides hay que proceder con sumo tiento, cuidándonos mucho de asumir que las percepciones subjetivas reflejen sin más los paradigmas culturales imperantes -prevención de las más urgentes en lo que compete al análisis de discurso-, también es cierto que el no ser los humanos unos robinsones tiene en la comprensión del mundo una de sus manifestaciones más rotundas. La apropiación cognitiva de la realidad, el ejercicio de captar esta realidad y darle un sentido del que nos hacemos partícipes -participando del sentido del mundo es como proveemos de raíces en tierra firme a nuestra experiencia existencial-, siempre es un proceso que supone la inserción del hombre en una tupida urdimbre social. Toda cosmovisión es en la práctica una construcción social de la realidad, de lo que se infiere que nuestra mirada se nutre de un complejo armazón de experiencias colectivas pasadas y presentes (gran parte de ellas sedimentadas en lo que constituye la memoria de una sociedad). Como bien señala Lillo, «no vemos únicamente como sujetos individuales. También lo hacemos en tanto que seres sociales y miembros de una comunidad humana que ha “aprendido” a ver de determinadas maneras». La forma de mirar equivale a una forma de pensar, de captar e interpretar las señales del entorno que nos rodea, procesándolas de manera tal que suministren consistencia y dirección a nuestro posicionamiento en el mundo; posicionamiento, por demás, dotado de arraigo comunitario, tal que neutralice la posible intelección de la realidad como un descampado ontológico. El “ver con los demás” supone una serie de condicionamientos que parece que coreografiasen la existencia (por no decir que la constriñen), pero no representa en sí una negación del libre albedrío ni una abolición de la autonomía individual; es, en cambio, un indicio del muy crucial sentido de estabilidad y pertenencia: la alienación y la anomia son su reverso. (Está dentro del proceso de maduración personal la posibilidad de conquistar espacios variables de autonomía, que van desde la toma de conciencia de la propia individualidad hasta la ruptura con los convencionalismos -extremo que subyace a la insumisión política, por ejemplo, o a la originalidad creativa en materias artísticas e intelectuales.)

Siguiendo las agudas observaciones de Alejandro Lillo, el caso de Mina Harker es representativo de un estado de tensión entre la conformidad con la normativa social y el impulso a la transgresión, o el cuestionamiento de los estereotipos socioculturales, especialmente los que tienen que ver con el rol de la mujer en su tiempo. Por su parte, Jonathan, cuyo papel también es ilustrativo de esos estereotipos (de manera pasiva y tradicional, en sintonía con el discurso hegemónico), resulta más interesante en la dimensión de portador de la mirada clasista, etnocentrista e imperial, impregnada de los sesgos y prejuicios que alimentan la asimétrica relación entre el imperio por antonomasia y los pueblos considerados inferiores, así como las desigualdades de clase. Estas dos figuras son a mi entender los eslabones más fuertes en el encadenamiento argumental del libro, las que mejor casan con la idea de una cosmovisión o mentalidad epocal (más en línea por ende con la perspectiva hislibreña), y en ellas prefiero concentrar lo que resta de la reseña.

El lector de la novela de Bram Stoker recordará que Jonathan Harker redacta un diario en que consigna en primer lugar las impresiones de su viaje a Transilvania, dando paso más adelante a las tortuosas circunstancias de su cautiverio en el castillo de Drácula. Bien pronto revelan las entradas del diario a un individuo plenamente compenetrado de la ideología imperialista y occidentalista, tanto que ni siquiera es capaz de concebir otra manera de interpretar cuanto ve durante su travesía. A Harker no cabe sino imaginarlo prestando su más ferviente acuerdo al llamado que Kipling haría en un célebre poema (publicado en 1899) a asumir el dominio occidental del mundo como un imperativo moral: ni más ni menos que “la carga del hombre blanco”. La suya es una mirada deudora de la literatura de viajes y exploraciones, que vivió con el auge del imperio británico una época dorada, y coincide también con la coetánea ficción narrativa de aventuras, de ambientación usualmente exótica y contenido orientalizante. Aunque no llega a salir del continente, Harker traza unas fronteras mentales en que la Europa del este es ya el antejardín de Asia, o, en términos más abstractos, de aquel Oriente en que la civilización occidental se observa como en un espejo invertido, y que configura un imaginario que es fuente tanto de fascinación como de cierta inquietud teñida de repulsión. El dualismo implícito en esta perfecta antítesis no admite resquicio ni matiz alguno: los habitantes de las tierras de “más allá” son el “Otro” por excelencia, uno al que cabe tener por ingente masa indeferenciada de pueblos estancados en el atraso y carentes de verdadera cultura, sin más posibilidad de experimentar los beneficios del progreso que dejarse tutelar por las potencias europeas. El eventual elogio del pintorequismo no es sino una forma amable y condescendiente de contemplar a unas gentes que no han sabido superar el estadio de naturaleza.

En la característica mentalidad de Harker, la mirada está por completo supeditada a unos preconceptos y esquemas rígidos; el viaje solo puede reforzarlos, jamás contradecirlos. (Resulta decidor que aquello que no puede ser contrastado con los parámetros británicos o europeos amenaza con desconcertar al joven pasante, quien reacciona excluyéndolo instintivamente de su campo de su visión.) Desde los paisajes hasta las vestimentas y maneras de los nativos, someramente observados a través de las ventanas del ferrocarril o la ventanilla de una carroza: todo corrobora la superioridad incontestable de Europa (es decir, del poniente europeo). Las estructuras mentales de Harker -que son las de una matriz sociocultural entera- reducen la comprensión del mundo a categorías binarias de extraordinaria elasticidad, capaces de abarcarlo (casi) todo. Lo único que amenaza con erosionar la seguridad que estas categorías proveen al pasante es justamente Drácula, un monstruo salido de un pasado nebuloso, diríase que desbordado por los avances de la modernidad, que no obstante se muestra ávido de hacer de su centro -la ciudad de Londres, industriosa, populosa, contaminada- su nueva estancia; modernidad a la que, a su torcida y malévola manera, planea adaptarse. Atrapado en el castillo y atormentado por las tres mujeres vampiro que cohabitan con el conde, la psique de Jonathan comienza a derrumbarse, confinada en una realidad de pesadilla en que el límite entre lo racional y lo irracional se difumina rápidamente, dando al traste con las certezas en que anclaba su estabilidad interior. Horrorizado, en un instante de lucidez llega a vislumbrar que una parte recóndita de sí mismo ansía entregarse al pozo de concupiscencia desenfrenada en que lo hunden las chupasangre.

La de Mina Harker (nacida Wilhemina Murray) es una historia por completo diferente. Sus orígenes modestos son en ella un estímulo para independizarse, pesando menos la mera aspiración al ascenso social que la satisfacción de la autoestima y el despliegue de su briosa inteligencia y un temperamento vivaz. Su aparente fragilidad corporal oculta una personalidad fuerte y laboriosa, siendo en varios aspectos el opuesto del pasivo Jonathan. Ansía desempeñarse como periodista; en cambio, el matrimonio será su destino. En el diario que lleva mientras su prometido se halla en el extranjero, Mina registra no solo sus impresiones y pensamientos sino también su aptitud para dar fe de los acontecimientos con ojo perspicaz. Un hilo de concordancia con las reivindicaciones del por entonces ascendente movimiento feminista recorre las páginas del documento, pero nunca llega la joven a romper con el ideal victoriano de la mujer como “ángel del hogar”, forzada por su supuesta inferioridad natural a recluirse en el espacio de la domesticidad y a hacer de sostén del varón. Está dispuesta a dejar su trabajo como maestra en cuanto contraiga matrimonio con Jonathan. Con todo, constantemente deja entrever la lucha que libra consigo misma para vencer una cierta indocilidad, su dificultad para resignarse al rol subalterno y heterónomo que las convenciones sociales le imponen. Una vez desatada la persecución del conde Drácula, Mina hace gala de unas dotes de observación y de unas reservas espirituales (valentía, determinación, gallardía, astucia) que, para tratarse de una mujer, en el contexto de la época parecen fuera de lo común. Es sobre todo el doctor Van Helsing quien mejor reconoce y alaba el formidable temple que bulle en la joven, aunque, hombre de su tiempo, no puede dejar de atribuirlo a algún grado de masculinidad (insinuando de paso que tanto prodigio vendría a ser un fenómeno contra natura). El conflicto entre su identidad más íntima -puede decirse incluso: su verdadera identidad- y la que le fuerzan a adoptar los estrechos cánones sociales grafica un momento crucial de la historia, en el que la emancipación de la mujer cobra cada vez mayor protagonismo entre los abundantes y profundos trastornos que anuncia el cambio de siglo. Como expone Alejandro Lillo, apoyándose en estas y otras consideraciones, Mina Harker es sin duda el personaje más rico y más interesante de la novela.

Abundante y cautivador es también el material que depara la inteligente disección que realiza Lillo. Espero que sirva esta reseña como aperitivo de lo que es un suculento trabajo.

– Alejandro Lillo, Miedo y deseo: historia cultural de Drácula (1897). Siglo XXI, Madrid, 2017. 366 pp.

http://www.hislibris.com/miedo-y-deseo-alejandro-lillo/
 
Los hermanos Drácula: el empalador brutal y el chico guapo que le amargó la vida
  • LUIS ALEMANY
Viernes, 9 agosto 2019 - 02:10
Uno, Vlad, fue brutal e iracundo, mientras que Radu prefirió el colaboracionismo. El primero fue una bestia militar y política; el segundo pactó su conquista del poder con húngaros, alemanes y boyardos

15652797201844.jpg

Radu el bello y Vlad Drácula.
Las familias infelices también se parecen. Primero enferman de añoranza por un pasado idealizado que se perdió en el desamor o en el desclasamiento; después convierten esa añoranza en reproche y, luego, en autodestrucción. Entonces, unos hermanos son pragmáticos y escapan de la melancolía como pueden mientras que otros se atascan en su resentimiento y todos se aborrecen mutuamente, cada uno por su razón. Bueno: también hay hermanos que, en la adversidad, se unen como una piña. Son admirables, pero ésta no es su página.

Vlad Drácula, el verdadero Drácula que reinventó Bram Stoker, también tuvo su paraíso perdido, su cachito de nostalgia que se convirtió en cólera, igual que tuvo un hermano guapo y pragmático al que dirigir su frustración. Alguna aclaración sobre el nombre: Dracul, que significa dragón pero también diablo, fue el apodo que el padre de Vlad se ganó al entrar en la Orden del Dragón, una sociedad de gobernantes de toda Europa comprometidos en la defensa del cristianismo. El derivado "Drácula", empleado por Bram Stoker, no es una licencia: a Vlad hijo lo llamaban Draculae, el hijo del Dragón. A su hermano le tocó un alias mejor: Radu cel Frumos, Radu el bello.

¿Quién era esta gente? Vlad II había sido el príncipe de Valaquia, un estado tapón entre el Imperio Otomano y los reinos cristianos centroeuropeos: Hungría, Polonia, el Sacro Imperio Romano... Su territorio era la llanura del Danubio y, con menos certeza, las montañas de Transilvania, y su tiempo fue el de la caída de Bizancio y el apogeo otomano. Fue un guerrero exitoso pero los años lo obligaron al pragmatismo. Durante su reinado, Valaquia pactó primero con unos y luego con otros y a veces con todos a la vez.

En uno de esos compromisos llegó el drama que cambió las vidas de Vlad hijo y su hermano Radu. Su padre hubo de entregarlos a los otomanos como garantes de su lealtad según un protocolo por el que los rehenes recibirían la educación sofisticadísima de los hijos de los visires. Así, los turcos esperaban convertirlos en políticos aliados en el futuro. Por un lado, los chicos eran privilegiados; por el otro, eran criaturas permanentemente amenazadas de muerte. En el caso de Vlad y Radu, su futuro se volvió aún más frágil cuando Vlad padre y su medio hermano Mircea murieron quemados en una hoguera, víctimas de los húngaros.

Aquí es donde se separan sus caminos. De acuerdo con Dracula, Prince of many faces, la biografía de Radu Florescu y Raymond T. McNally (1989), Vlad se convirtió en un pupilo brutal e iracundo, mientras que Radu prefirió el colaboracionismo. Hablemos de Radu y de su apodo. Las crónicas lo describen como un joven apuesto y de rasgos finos que causaba turbación en el castillo de Egrigoz, su jaula de oro. Mehmed, heredero del sultanato, quiso hacerlo su amante. Radu se resistió al cortejo algún tiempo, no mucho, y se convirtió después en su peón. A su lado, Vlad, un moralista intolerante y patriota, dirigió a Radu su peor desprecio.

Aunque, en realidad, los otomanos también contaban con que Vlad fuera su chico. Por eso, lo liberaron en 1448 y lo equiparon para que recuperase el trono de Valaquia. No sabían la bestia a la que desataban.

Bestia militar y bestia política. La tesis más interesante de Florescu y McNally es que Vlad Drácula fue un líder radicalmente moderno, que actuó con la lógica de Maquiavelo medio siglo antes de tiempo. Incluso, su violencia enloquecida, por odiosa que nos parezca hoy, tenía un sentido pragmático. Drácula empezó por matar a sus primos, a los que los húngaros habían puesto en el trono de Valaquia;después fue a por los boyardos, la aristocracia que saboteaba su proyecto de estado centralizado y moderno y siguió por los comerciantes alemanes que vivían en Transilvania, los católicos, los gitanos, las mujeres adúlteras... Para todos tenía un motivo.

¿Qué le pasaba a Vlad? Según Florescu y McNally, Drácula mezclaba su brutal inteligencia política, la furia por sus agravios familiares y la cultura de la crueldad aprendida de los otomanos, que, entre otras cosas, le enseñaron eso de empalar a sus enemigos. Hablando de empalar: sus biógrafos dejan caer dos veces que la obsesión por las estacas indica que Vlad fue impotente, pero también recuerdan que tuvo tres hijos y reconocen que los estudios piscohistóricos son todos muy problemáticos.

Si algún lector es rumano, puede que proteste. En su país, Drácula es un héroe que logró victorias militares imposibles contra los húngaros y los otomanos. La campaña en la que derrotó a Mehmed, a base de terror y guerra biológica (enviaba a los apestados a infectar a los invasores) fue un milagro que duró poco. Era tan agotadora la tensión que Dracula impuso a sus súbditos que, al final, todos estaban deseando quitarse al héroe de encima. Mehmed, entonces, se acordó del guapo Radu y pactó su conquista del poder con húngaros, alemanes y boyardos.

Así que el pragmatismo pudo lo que no logró el Ejército Otomano. Drácula cayó y Radu reinó, aunque fuese brevemente. Murió de sífilis, mientras su hermano se resignaba a ser una especie de Napoleón en Santa Elena, lujosamente preso en Pest.

Sólo nos queda hablar del Drácula de Bram Stoker. Dos ideas sencillas: uno, Stoker nunca estuvo en Rumanía pero toda la información histórica y geográfica de su novela es correcta. Bravo por él. Y dos: Radu asoma por el libro en una referencia desdeñosa. Lo raro es que nadie haya tomado ese hilo para montarse otra novela.
https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2019/08/09/5d4c45acfc6c83ad458b4595.html
 
Back