EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS - Milan Kundera

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Iban por una escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un grupo de hombres medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:

—¡Aguanta!

Los hombres aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías. El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.

Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sensual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un basurero.

Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficialmente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.

—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.
La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:

—¿Para qué?

El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:

—¿Es suficiente?

La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:

—No me valora demasiado.

El joven dijo:

—No vales más.

La chica se abrazó al joven:

—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que poner algo de tu parte!

Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente. Dijo:

—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero. —¿Y a mí no me quieres?

—No.

—¿Y a quién quieres?

—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate!


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Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello había desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante.

Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego había terminado; que al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.

Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:

—Quédate donde estás, quiero verte bien.

Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chica hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:

—Ya has cobrado.

Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.

Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonzada inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían también otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir.

La chica tenía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.

La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el joven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería.

Se echó a llorar. Pero ni siquiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.

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Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.

Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:

—Yo soy yo, yo soy yo...

El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.

Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología incontables veces:

—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...

El joven empezó a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por delante trece días de vacaciones.

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Cuarta parte
Symposiom




PRIMER ACTO


La sala de guardia


La sala de guardia de los médicos (en una sección cualquiera de un hospital cualquiera de una ciudad cualquiera) reunió a cinco personajes y entretejió su actuación y sus discursos en una insignificante, y por eso tanto más alegre, historia.

Están aquí el doctor Havel y la enfermera Alzbeta (ambos tienen ese día guardia nocturna) y están también otros médicos (los ha hecho venir hasta aquí una excusa de escasa entidad, acompañar, con un par de botellas de vino, a los dos que están de servicio): el calvo médico jefe de esa misma sección y una doctora de otra sección, de la que todo el hospital sabe que sale con el médico jefe.

(Naturalmente, el médico jefe está casado y acaba de pronunciar hace un momento su frase predilecta con la que pretende poner en evidencia, no sólo su sagacidad, sino también sus intenciones: «Estimados colegas, la mayor desgracia posible es un matrimonio feliz: no le queda a uno la menor esperanza de divorciarse». )

Además de los cuatro mencionados hay un quinto, pero ése en realidad no está aquí, ya que por ser el más joven acaba de ser enviado a por una nueva botella. Hay también una ventana, cuya importancia consiste en que está abierta y a través de ella penetran ininterrumpidamente en la habitación, desde el exterior en penumbras, el perfumado verano y la luna. Y hay, finalmente, buen humor, que se pone de manifiesto en la amable charlatanería de todos los presentes y en particular en la del médico jefe, que escucha su propia charla con oídos enamorados.

Será al avanzar la velada (y es entonces cuando comienza nuestra historia) cuando se registre cierta tensión: Alzbeta ha bebido más de lo que le corresponde a una enfermera que está de guardia y además empezó a comportarse respecto a Havel con una incitadora coquetería que a éste le desagradó y provocó su invectiva de advertencia.


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La advertencia de Havel

—Querida Alzbeta, no consigo entenderla. A diario anda usted metida en heridas infectadas, pincha arrugados culos de viejecitos, pone enemas, retira bacinillas. El destino le ha otorgado una envidiable oportunidad de comprender la corporalidad humana en toda su vanidad metafísica. Pero su vitalidad es incorregible. Su encarnizada voluntad de ser cuerpo, y nada más que cuerpo, es inamovible. ¡Sus pechos son capaces de restregarse contra un hombre que esté a cinco metros de usted! Ya me da vueltas la cabeza de los eternos círculos que describe al andar su incansable trasero. ¡Diablos, aléjese de mí! ¡Esas t*tas suyas están en todas partes, como Dios! ¡Hace ya diez minutos que debería haber ido a poner inyecciones!


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El doctor Havel es como la muerte.
Arrampla con todo


Cuando la enfermera Alzbeta (notoriamente ofendida) salió de la sala de guardia, condenada a pinchar dos culos de ancianitos, el médico jefe dijo:

—Dígame una cosa, Havel, ¿por qué rechaza usted tan encarnizadamente a Alzbeta? El doctor Havel dio un sorbo a su vaso de vino y respondió:
—Jefe, no me lo tome a mal. No se trata de que no sea guapa y esté ya entrada en
años. Créame que he tenido mujeres aún más feas y mucho mayores.
—En efecto, eso es de dominio público: es usted como la muerte; arrampla con todo,

¿por qué no acepta a Alzbeta?
—Seguramente —dijo Havel— porque manifiesta su deseo de una forma tan
expresiva que parece una orden. Dice usted que con las mujeres soy como la muerte. Pero es que ni siquiera a la muerte le gusta que le den órdenes.


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El mayor éxito del médico jefe


—Puede que le comprenda —respondió el médico jefe—. Cuando tenía yo algunos años menos, conocía a una chica que iba con todo el mundo y, como era guapa, decidí ligármela. Pues imagínese que me rechazó. Iba con mis colegas, con los chóferes, con el encargado de la calefacción, con el cocinero, hasta con el que llevaba los cadáveres; con todos menos conmigo. ¿Se lo puede imaginar?

—Claro que sí —dijo la doctora.

—Para que usted lo sepa —se enfadó el médico jefe, que delante de la gente trataba a su amante de usted—, hacía entonces un par de años que había acabado la carrera y era un fenómeno. Estaba convencido de que todas las mujeres podían ser conquistadas y conseguía demostrarlo con mujeres bastante difíciles de conquistar. Y miren ustedes por donde, en el caso de esa chica, tan fácil de conquistar, fracasé.

—Conociéndole, diría que tiene usted alguna teoría para explicarlo —dijo el doctor Havel.

—La tengo —respondió el médico jefe—. El erotismo no es sólo un deseo del cuerpo, sino también, en la misma medida, un deseo del honor. La pareja que hemos logrado, la persona a la que le importamos y que nos ama, es nuestro espejo, la medida de lo que somos y lo que significamos. En el erotismo buscamos la imagen de nuestro propio significado e importancia. Sólo que para mi putita la cosa estaba complicada. Ella iba con cualquiera, así que había tantos espejos que la imagen que reflejaba era completamente confusa y ambigua. Y además, cuando uno va con cualquiera, deja de creer que una cosa tan corriente como hacer el amor pueda tener para él un verdadero significado.

Así que se busca la significación precisamente en el lado opuesto. El único que podía darle a aquella putita la medida clara de su valor humano era el que la deseaba pero al que ella misma rechazaba. Y como naturalmente quería confirmarse ante sí misma como la más hermosa y la mejor, eligió con gran precisión y muchas exigencias al único que iba a honrar con su rechazo. Cuando finalmente optó por mí, comprendí que era un extraordinario honor y hasta hoy lo considero mi mayor éxito erótico.

—Tiene usted una envidiable habilidad para transformar el agua en vino —dijo la doctora.

—¿Le ha molestado que no la considerase a usted mi mayor éxito? —dijo el médico jefe—. Entiéndame. Aunque usted sea una mujer virtuosa, no soy para usted (y no sabe cuánto lo lamento) ni el primero ni el último, en cambio para aquella putita sí lo fui. Pueden ustedes creer que nunca me ha olvidado y que hasta el día de hoy sigue recordando con nostalgia que me rechazó. De todos modos esta historia la conté sólo como analogía al rechazo de Alzbeta por Havel.

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Elogio de la libertad

—¡Por Dios, jefe —gimió Havel—, no pretenderá decir que busco en Alzbeta la imagen de mi significado humano!

—Por supuesto que no —dijo la doctora en plan sarcástico—. Ya hemos oído su explicación de que la actitud provocativa de Alzbeta le produce la impresión de que le estuvieran dando una orden y que quiere conservar la ilusión de que a las mujeres las elige usted.

—Sabe una cosa, doctora, ya que hablamos de eso, no es exactamente así — reflexionó Havel—. Cuando dije que me molestaba que Alzbeta me provocase no fue más que un intento de frase ingeniosa. En realidad he aceptado a mujeres mucho más provocativas que ella y sus provocaciones me venían muy bien porque aceleraban agradablemente el desarrollo de los acontecimientos.

—Entonces ¿por qué diablos no acepta a Alzbeta? —gritó el médico jefe.

—Jefe, su pregunta no es tan estúpida como pensé en un primer momento, porque veo que en realidad es difícil de responder. Si he de ser sincero, no sé por qué no acepto a Alzbeta. He aceptado a mujeres mucho más horrendas, más viejas y más provocativas. De ello se deduce que debería necesariamente aceptarla a ella. Cualquier experto en estadísticas llegaría a esa conclusión. Todos los ordenadores lo determinarían así. Y ya lo ven, quizás es precisamente por eso por lo que no la acepto. Puede que haya pretendido resistirme a la necesidad. Ponerle una zancadilla a la causalidad. Reventar la calculabilidad de la marcha del mundo mediante el capricho de la arbitrariedad.

—¿Y por qué tuvo que elegir precisamente a Alzbeta? —gritó el médico jefe.

—Precisamente porque no había ningún motivo. Si hubiera algún motivo, podría encontrarse de antemano y mi actitud podría determinarse de antemano. Precisamente en esa falta de motivo consiste esa pequeña parcelita de libertad que nos es dada y que tenemos que tratar encarnizadamente de atrapar para que en este mundo de férreas leyes quede un poco de desorden humano. Queridos colegas, viva la libertad —dijo Havel y levantó con tristeza el vaso para brindar.

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Hasta dónde llega la responsabilidad del hombre

En este momento apareció en la habitación una nueva botella que atrajo toda la atención de los médicos presentes. El alto y encantador joven que la tenía en su mano junto a la puerta era el médico Flajsman, que estaba de prácticas en esa sección. La apoyó (con lentitud) sobre la mesa, buscó (durante mucho tiempo) el sacacorchos, después lo colocó (pausadamente) sobre el cuello de la botella y lo introdujo (poco a poco) en el corcho que a continuación (pensativamente) extrajo.

Todos estos paréntesis ponen de manifiesto la lentitud de Flajsman que, sin embargo, más que de torpeza era síntoma de la parsimoniosa autosatisfacción con la que el joven médico observaba calculadoramente su propio interior, sin prestar atención a los insignificantes detalles del mundo que le rodeaba.

El doctor Havel afirmó:
—Todo lo que hemos estado diciendo eran tonterías. No soy yo el que rechaza a Alzbeta, es Alzbeta la que me rechaza a mí. Por desgracia. Se ve que está loca por Flajsman.

—¿Por mí?

Flajsman levantó la vista de la botella, después devolvió, dando grandes zancadas, el sacacorchos a su sitio, regresó a la mesa y sirvió el vino.

—Eso sí que es bueno —dijo el médico jefe sumándose a Havel—. Lo sabe todo el mundo menos usted. Desde que apareció usted en nuestra sección, no hay quien la aguante. Hace ya dos meses.

Flajsman miró (largamente) al médico jefe y dijo:
—De verdad que no sé nada de eso —y luego añadió—: Ni me importa.
—¿Y qué hay de todas sus frases delicadas? ¿Qué hay de todas esas chorradas suyas sobre el respeto por las mujeres? —dijo Havel fingiendo gran severidad—. Hace usted sufrir a Alzbeta y no le importa.

—Las mujeres me dan lástima y nunca podría hacerles daño a sabiendas —dijo Flajsman—. Pero no me interesa lo que pueda hacer inintencionadamente, porque eso está fuera de mi campo de influencia y, por lo tanto, fuera de mi responsabilidad.

Después, entró en la habitación Alzbeta. Al parecer había llegado a la conclusión de que lo mejor era olvidar la ofensa y comportarse como si nada hubiera ocurrido: por eso se comportaba con una excepcional falta de naturalidad. El médico jefe le puso una silla y le sirvió un vaso de vino:

—Beba, Alzbeta y olvide todas las ofensas.

—Claro —Alzbeta le dedicó una gran sonrisa y se bebió el vino.

Y el médico jefe volvió a dirigirse a Flajsman para divertir a sus colegas.

—Si las personas sólo fueran responsables de lo que hacen conscientemente, los idiotas estarían de antemano libres de cualquier culpa. Lo que pasa, querido Flajsman, es que las personas tienen la obligación de saber. Las personas son responsables de su ignorancia. La ignorancia es culpable. Y por eso no hay nada que le libre a usted de sus culpas y yo afirmo que es usted, con respecto a las mujeres, un guarro, aunque usted lo niegue.


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Elogio del amor platónico

—¿Qué, ya le consiguió a la señorita Klara ese piso que le había prometido? —atacó Havel a Flajsman, recordándole sus vanos intentos por conquistar a cierta chica (que todos los presentes conocían).

—No lo conseguí, pero lo conseguiré.

—Da la casualidad de que Flajsman se porta con las mujeres como un caballero. El colega Flajsman no les toma el pelo a las mujeres —dijo la doctora en defensa del joven médico.

—No soporto la violencia contra las mujeres porque siento lástima por ellas —repitió el médico.

—Pero Klara no traga —le dijo Alzbeta a Flajsman y se echó a reír muy inoportunamente, de modo que el médico jefe se vio obligado a hacer otra vez uso de la palabra:

—Que trague o que no trague, Alzbeta, no es ni mucho menos tan importante como usted cree. Como es sabido, cuando Abelardo fue castrado, Eloísa y él siguieron siendo fíeles amantes y su amor es inmortal. George Sand vivió siete años con Chopin intacta como la Virgen, ¡y no pretenderá usted compararse con aquel amor! Y no quisiera, en relación con tan elevados personajes, citar el caso de aquella putita que me concedió el mayor honor al rechazarme. Tome buena nota, mi querida Alzbeta, de que el amor tiene una relación mucho menos estrecha de lo que la gente cree con eso en lo que usted piensa permanentemente.

¡No dudará usted de que Klara ama a Flajsman! Es amable con él, pero no traga. A usted eso le parece ilógico, pero el amor es precisamente aquello que es ilógico.

—¿Qué tiene de ilógico? —volvió a reírse inoportunamente Alzbeta—: Klara quiere un piso. Por eso es amable con Flajsman. Pero no quiere acostarse con él, porque seguramente se acuesta con otro. Pero ése no puede conseguirle el piso.

En ese momento Flajsman levantó la vista y dijo:

—¡Qué insoportable! Ni que estuviera en plena pubertad. ¿Y si no lo hace porque le da vergüenza? ¿No se le ha ocurrido pensarlo? ¿Y si tiene alguna enfermedad que no quiere confesarme? ¿Una cicatriz de alguna operación que la afea? Las mujeres pueden ser muy vergonzosas. Pero eso usted, Alzbeta, no puede entenderlo.

—También puede ser —el médico jefe le echó una mano a Flajsman— que, al ver a Flajsman, Klara se quede tan petrificada por la angustia que le produce el amor que sea incapaz de acostarse con él. ¿Es usted capaz de imaginarse, Alzbeta, amando tanto a alguien que precisamente por eso no fuese capaz de acostarse con él?

Alzbeta declaró que no.

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Una señal

A estas alturas podemos dejar por un momento de seguir la conversación (que continúa ininterrumpidamente con las mismas naderías) y referirnos a que durante todo ese tiempo Flajsman trataba de mirar a los ojos a la doctora, porque le gustaba perdidamente desde el momento en que (hacía cosa de un mes) la vio por primera vez. Estaba deslumbrado por la majestuosidad de sus treinta años. Hasta entonces sólo la conocía de pasada y la de hoy era su primera oportunidad de pasar un poco más de tiempo con ella en una misma habitación. Le parecía que ella le devolvía a veces sus miradas y aquello lo excitaba.

Después de una de aquellas miradas recíprocas la doctora se levantó repentinamente, se acercó a la ventana y dijo:

—Fuera está precioso. Hay luna llena... —y volvió a echarle a Flajsman una breve mirada.

Flajsman no carecía de sentido para situaciones como ésa y de inmediato comprendió que se trataba de una señal —de una señal que iba dirigida a él. En ese momento sintió que el pecho se le ensanchaba. Y es que su pecho era un instrumento digno del taller de Stradivarius. Solía sentir en él de vez en cuando el elevado ensanchamiento que acabamos de mencionar y cada vez que eso le ocurría tenía la seguridad de que aquel ensanchamiento era irreversible como una profecía, que anuncia la llegada de algo grande e inédito, superando sus mejores sueños.

Esta vez el ensanchamiento le dejó, por una parte, extasiado y, por otra (en aquel rincón de la mente al que el éxtasis ya no llegaba), asombrado: ¿cómo es posible que su deseo tenga tanta fuerza que a su llamada la realidad venga corriendo humildemente, preparada para acontecer? Asombrado de su fuerza, aguardaba el momento en que la conversación se hiciese más apasionada y los participantes dejasen de fijarse en él. En cuanto se produjo, desapareció de la habitación.

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Un hermoso joven con una mano sobre la otra

La sección en la que tenía lugar este simposio improvisado estaba en la planta baja de un bonito pabellón que se levantaba (al lado de otros pabellones) junto al parque del hospital. A este parque llegó ahora Flajsman. Se apoyó en el alto tronco de un platanero, encendió un cigarrillo y miró hacia el cielo: era una noche de verano, los aromas flotaban en el aire y del cielo negro colgaba una luna redonda.

Trató de imaginar los acontecimientos que iban a producirse: la doctora, que hace un momento le ha dado a entender que saliese, esperará a que el calvo esté más ocupado en hablar que en desconfiar de ella, y entonces probablemente dirá discretamente que una pequeña necesidad íntima la obliga a alejarse por un momento de la reunión.

¿Y qué sucederá después? Después ya no tenía intención de imaginarse nada. Su pecho que se ensanchaba le anunciaba aventuras y eso le bastaba. Creía en su felicidad, creía en su buena estrella para el amor y creía en la doctora. Disfrutando de su confianza en sí mismo (una confianza en sí mismo siempre un tanto asombrada) se entregaba placenteramente a la pasividad. Siempre se había visto a sí mismo como a un hombre atractivo, conquistado, amado, y le agradaba esperar la aventura, por así decirlo, con una mano sobre la otra. Estaba convencido de que precisamente aquella postura incitaba a las mujeres y al destino.

Quizá valdría la pena referirse en esta ocasión a que Flajsman, con mucha frecuencia, cuando no inmediatamente (y con autocomplacencia), se veía, lo cual lo desdoblaba permanentemente y hacía que su soledad fuese bastante entretenida. Esta vez, por ejemplo, no sólo estaba apoyado en el platanero y fumaba, sino que al mismo tiempo se observaba a sí mismo complacido, de pie (hermoso y adolescente), apoyado contra el platanero y fumando despreocupadamente. Disfrutó durante un buen rato de esa visión hasta que por fin oyó unos pasos suaves que venían del pabellón e iban hacia él. No quiso girarse. Aspiró una bocanada más del cigarrillo, echó el humo y miró al cielo. Cuando los pasos se acercaron justo hasta donde estaba, dijo con voz tierna, convincente: —Sabía que iba a venir.

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