EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS - Milan Kundera

8

El redactor cayó en una terrible depresión: comprendió que era un idiota incorregible, perdido en el inconmensurable (sí, le parecía inconmensurable e infinito) desierto de su propia juventud; se dio cuenta de que había merecido la reprobación del doctor Havel; y no le cabía la menor duda de que su chica era vulgar, insignificante y fea. Cuando volvió a sentarse junto a ella en el café, le pareció que todos los clientes, y hasta los dos camareros que iban de mesa en mesa, lo sabían y se compadecían maliciosamente de él. Pidió la cuenta y le explicó a la chica que tenía un trabajo pendiente que no podía postergar y que debía marcharse ya. La chiquilla se puso triste y al joven se le encogió el corazón: pese a saber que como buen pescador la estaba devolviendo al agua, en lo más profundo de su alma (secreta y vergonzantemente) seguía queriéndola.

Tampoco la mañana siguiente trajo luz alguna a su fúnebre humor y, cuando vio al doctor Havel atravesando la plaza del balneario en dirección a donde él estaba, acompañado por una elegante mujer, sintió una envidia casi dolorosa: aquella dama era casi escandalosamente hermosa y el humor del doctor Havel, que enseguida le saludó con un alegre gesto, casi escandalosamente eufórico, de tal manera que el redactor, ante su luminosa presencia, se sintió aún más desgraciado.

—Es el redactor de la revista local; se ha hecho amigo mío sólo para conocerte a ti —dijo Havel presentándole a la hermosa mujer.

Cuando se dio cuenta de que estaba ante él la mujer a la que conocía de verla en el cine, su inseguridad se hizo aún mayor; Havel le obligó a pasear con ellos y el redactor, como no sabía qué decir, empezó a exponer su proyecto periodístico y lo amplió con una nueva ocurrencia: podía hacer para la revista una entrevista con los dos esposos juntos.

—Pero querido amigo —le reprochó Havel—, las conversaciones que hemos mantenido han sido agradables y, gracias a usted, incluso interesantes, pero ¿para qué íbamos a publicarlas en una revista destinada a enfermos de vesícula y propietarios de úlceras de duodeno?

—Ya me imagino cómo habrán sido esas conversaciones —sonrió la señora Havlova.

—Hemos estado hablando de mujeres —dijo el doctor Havel—. Encontré para este tema en el redactor a un excelente compañero de debates, al luminoso amigo de mis desapacibles días.

La señora Havlova se dirigió al joven:
—¿No le aburrió?
El redactor estaba encantado de que el doctor le hubiese llamado su luminoso amigo y su envidia empezó nuevamente a mezclarse con una agradecida entrega; afirmó que más bien había sido él quien probablemente había aburrido al doctor; es perfectamente consciente de su inexperiencia y de lo poco interesante que resulta, y hasta de su insignificancia, añadió.

—Ay, querido —rió la actriz—, ¡la de faroles que te habrás tenido que echar!

—No es verdad —defendió el redactor al doctor Havel—. Es que usted no sabe, estimada señora, lo que es una ciudad pequeña, lo que es vivir aquí, en el quinto pino.

—¡Pero si es precioso! —protestó la actriz.

—Claro, para usted que ha venido a pasar un rato. Pero yo vivo aquí y aquí me quedaré. Siempre la misma gente, todos piensan lo mismo y lo que piensan no son más que superficialidades y tonterías. Quiéralo o no, tengo que llevarme bien con ellos y ni siquiera me doy cuenta de que poco a poco me voy adaptando a ellos. ¡Me horroriza pensar que puedo convertirme en uno de ellos! ¡Me horroriza pensar en llegar a ver el mundo con la misma miopía que ellos!

El redactor hablaba con creciente ímpetu y a la actriz le parecía oír en sus palabras el
soplo de la eterna protesta de la juventud; aquello despertó su interés, aquello la entusiasmó y dijo:

—¡No debe adaptarse! ¡No debe!

—No debo —asintió el joven—. El doctor ayer me abrió los ojos. Cueste lo que cueste tengo que salir del círculo vicioso de este ambiente. Del círculo vicioso de esta pequeñez, de esta medianía. Salir —repitió el joven—, salir.

—Estuvimos hablando —le explicó Havel a su mujer— de que la sensibilidad vulgar de provincias crea un falso ideal de belleza que es esencialmente no erótico y hasta antierótico, mientras el verdadero encanto erótico explosivo no es percibido por esta sensibilidad. Pasan a nuestro lado mujeres capaces de arrastrar a un hombre a las más vertiginosas aventuras de los sentidos y nadie las ve.

—Así es —confirmó el joven.

—Nadie las ve —prosiguió el doctor —porque no responden a las normas de los modistos locales; y es que el encanto erótico se manifiesta más en la deformación que en la regularidad, más en la exageración que en la proporcionalidad, más en lo original que en lo que está hecho en serie, por bonito que quede.

—Sí —asintió el joven.
—Conoces a Frantiska —le dijo Havel a su mujer.
—La conozco —dijo la actriz.
—Y ya sabes cuántos de mis amigos darían toda su fortuna por pasar una noche con ella. Me apuesto la cabeza a que en esta ciudad nadie le presta atención. Dígame usted, que ya conoce a la doctora, ¿alguna vez se ha fijado en lo extraordinaria que es?

—¡No, de verdad que no! —dijo el joven—. ¡Nunca se me había ocurrido fijarme en ella como mujer!

—Claro —dijo Havel—. Le pareció poco delgada. Echó en falta las pecas y la charlatanería.

—Sí —dijo el joven compungido—, ayer ya se dio usted cuenta de lo estúpido que soy.

—¿Pero se ha fijado alguna vez en su forma de andar? —continuó Havel—. ¿Se ha dado cuenta de que cuando anda es como si sus piernas hablasen? Amigo redactor, si oyese usted lo que dicen esas piernas, se pondría colorado, a pesar de que sé que es us- ted, por lo demás, un avezado seductor.


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9

—Le tomas el pelo a la pobre gente —le dijo la actriz a su marido cuando se despidieron del redactor.

—Ya sabes que eso es en mí síntoma de buen humor. Y te juro que es la primera vez que lo tengo desde que estoy aquí.

Esta vez el doctor Havel no mentía; cuando vio, poco antes del mediodía, que el autobús llegaba a la estación, cuando vio a su mujer sentada tras el cristal y la vio luego sonreír en la escalerilla, se sintió feliz, y como los días anteriores habían dejado intactas sus reservas de alegría, manifestó durante todo el día una satisfacción casi alocada.

Recorrieron juntos el paseo, mordisquearon obleas dulces, visitaron a Frantiska para recibir información fresca sobre las más recientes frases de su hijo, dieron con el redactor el paseo descrito en el capítulo anterior y se rieron de los pacientes que paseaban por las calles por motivos de salud. Con tal motivo, el doctor Havel se dio cuenta de que algunos viandantes miraban fijamente a la actriz; se giró y comprobó que se detenían y seguían mirándolos.
—Te han descubierto —dijo Havel—. Aquí la gente no tiene nada que hacer y asiste apasionadamente al cine.

—¿Te molesta? —le preguntó la actriz, para quien la popularidad que le daba su profesión era algo de lo que de algún modo se sentía culpable, porque anhelaba, como todos los verdaderos enamorados, un amor callado y oculto.

—Al contrario —dijo Havel y se rió.

Después se entretuvo durante largo rato jugando al infantil juego de adivinar quién reconocería a la actriz y quién no, apostando con ella cuántas personas la reconocerían en la próxima calle. Y se volvían los abuelos, las campesinas, los niños y hasta las pocas mujeres guapas que había en aquella época en el balneario.

Havel, que había pasado los últimos días en una humillante invisibilidad, estaba agradablemente complacido por la atención que despertaban y deseaba que los rayos de interés cayesen también, en la mayor medida posible, sobre él; por eso rodeaba a la actriz por la cintura, se inclinaba hacia ella, le susurraba al oído las más diversas palabras tiernas o lascivas, de modo que ella también, como recompensa, se apretaba contra él y elevaba hacia él sus alegres ojos. Y bajo tantas miradas, Havel sentía que era otra vez visible, que sus borrosos rasgos se hacían expresivos y notorios y se sentía otra vez orgullosamente satisfecho de su cuerpo, de su manera de andar, de su ser.

Mientras vagaban así por la calle principal, enlazados como dos amantes mirando los escaparates, Havel vio en una tienda de artículos de caza a la masajista rubia que tan mal le había tratado ayer; la tienda estaba vacía y ella charlaba con la vendedora.

—Ven —le dijo a su sorprendida mujer—, eres la mejor persona del mundo; quiero hacerte un regalo —y la cogió de la mano y la condujo a la tienda.

Las dos mujeres que estaban de charla se callaron; la masajista miró largamente a la actriz, después brevemente a Havel, otra vez más a la actriz y otra vez a Havel; Havel registró aquello con satisfacción, pero sin dedicarle ni una mirada examinó rápidamente la mercancía expuesta; vio cornamentas, bolsos, escopetas, prismáticos, bastones, bozales para perros.

—¿Qué desea? —le preguntó la dependienta.

—Un momento —dijo Havel; por fin vio bajo el cristal del mostrador unos silbatos negros; le indicó que le enseñara uno.

La vendedora se lo dio, Havel se llevó el silbato a la boca, silbó, después lo examinó desde todos los ángulos y volvió a silbar suavemente.

—Estupendo —lo elogió a la dependienta y puso ante ella el billete de cinco coronas que le había sido solicitado. El silbato se lo entregó a su mujer.

La actriz vio en el regalo el adorado infantilismo de su marido, su gamberrismo, su sentido para lo absurdo y le dio las gracias con una mirada hermosa, enamorada. Pero a Havel le pareció poco:

—¿Ese es todo tu agradecimiento por un regalo tan bonito? —le susurró.

Entonces la actriz le besó. Las dos mujeres no les quitaron los ojos de encima ni siquiera mientras salían ya de la tienda.

Y volvieron a vagar por las calles y el parque, mordisqueando obleas, tocando el silbato, sentándose en un banco y apostando cuántas personas se volverían para mirarlos. Por la noche, cuando entraban en el restaurante, casi chocaron con la mujer parecida a un caballo de carreras. Los miró sorprendida, largamente a la actriz, brevemente a Havel, otra vez a la actriz y cuando volvió a mirar a Havel le hizo involuntariamente una inclinación con la cabeza.
Havel también inclinó la cabeza y después, inclinándose hasta el oído de su mujer, le preguntó en voz muy baja si le quería. La actriz lo miró con cara de enamorada y le hizo una caricia en la mejilla.

Después se sentaron a la mesa, comieron con moderación (porque la actriz vigilaba atentamente el régimen de Havel), bebieron vino tinto (porque era lo único que Havel podía beber) y la señora Havlova se sintió enternecida.

Se inclinó hacia su marido, le cogió la mano y le dijo que aquél era uno de los días más bonitos de su vida; le confesó que se había quedado muy triste al marcharse él; le volvió a pedir perdón por aquella carta alocada, llena de celos y le dio las gracias por haberla llamado para que viniese; le dijo que hubiera valido la pena venir a verlo aunque sólo fuera por un minuto; después empezó a contarle que la vida con él era para ella una vida llena de intranquilidad e inseguridad, que era como si Havel estuviera eternamente escapándosele, pero que precisamente por eso cada día era para ella una vivencia nueva, un nuevo enamoramiento, un nuevo regalo.

Después fueron a la habitación de Havel, que sólo tenía una cama de una plaza, y la alegría de la actriz pronto llegó a su culminación.


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Dos días más tarde el doctor Havel volvió de nuevo a someterse al masaje denominado subacuático y volvió a llegar un poco tarde porque, a decir verdad, jamás llegaba a tiempo a ninguna parte. Y de nuevo estaba allí la masajista rubia, sólo que esta vez no le puso mala cara, sino que por el contrario le sonrió y le llamó doctor, de lo cual Havel dedujo que había ido a la oficina a leer su ficha o había preguntado por él. El doctor Havel registró aquel interés con satisfacción y empezó a desnudarse tras la cortina de la cabina. Cuando la masajista le comunicó que la bañera estaba llena, salió confiado con la barriga por delante y se sumergió con satisfacción en el agua.

La masajista abrió uno de los grifos del panel y le preguntó si su mujer estaba aún en el balneario. Havel manifestó que no y la masajista le preguntó si su mujer iba a volver a actuar en alguna película tan bonita como la anterior. Havel manifestó que sí y la masajista le levantó la pierna derecha. Cuando el chorro de agua le hizo cosquillas en la planta del pie, la masajista sonrió y dijo que parecía que el doctor tenía un cuerpecito muy sensible. Después siguieron hablando y Havel comentó que el balneario era un aburrimiento. La masajista sonrió con picardía y dijo que estaba segura de que el doctor sabía ingeniárselas para no aburrirse. Y cuando se inclinó profundamente hacia él para pasarle la boquilla de la manguera por el pecho y Havel elogió sus senos, cuya mitad superior veía perfectamente desde su situación, la masajista respondió que seguramente el doctor ya los habría visto más bonitos.

Todo aquello hizo pensar a Havel que, evidentemente, la breve presencia de su mujer le había transformado por completo a los ojos de aquella encantadora y musculosa chica, que de pronto le había hecho adquirir gracia y encanto y, lo que era aún más importante, que el cuerpo de él era indudablemente para ella una oportunidad para entrar secretamente en confianza con la conocida actriz, para ponerse a la al tura de aquella mujer famosa a la que todos se quedaban mirando; Havel comprendió que de pronto todo le estaba permitido, todo de antemano calladamente prometido.

Pero, tal como suele suceder, cuando uno está contento, disfruta rechazando altanero las oportunidades que se le ofrecen, para reafirmarse en su placentera satisfacción. A Havel le bastaba por completo con que la muchacha rubia hubiera perdido su poco amable inaccesibilidad, con que pusiera voz dulce y ojos humildes, con que, de esa forma, se le estuviera ofreciendo indirectamente —y ya no la deseaba en absoluto.

Después tuvo que ponerse boca abajo sacando la barbilla del agua y dejando que el fuerte chorro recorriese de nuevo su cuerpo desde la nuca hasta los talones. Esta postura

le parecía una postura religiosa de humildad y agradecimiento: pensaba en su mujer, en lo hermosa que era, en cuánto la amaba y ella lo amaba a él, y en que era su buena estrella, que le hacía ganar el favor de la casualidad y de las muchachas musculosas.

Y cuando el masaje terminó y él se incorporó en la bañera para salir de ella, la masajista rociada de sudor le pareció tan sana y jugosamente hermosa y sus ojos tan obedientemente entregados que sintió el deseo de inclinarse hacia el sitio donde, a la distancia, intuía la presencia de su mujer. Le pareció que el cuerpo de la masajista estaba allí de pie sobre la gran mano de la actriz y que aquella mano se lo entregaba como un mensaje de amor, como un amoroso regalo. Y de pronto le pareció que era una descortesía hacia su propia mujer rechazar aquel regalo, rechazar aquella tierna atención. Por eso le sonrió a la sudorosa chica y le dijo que había decidido dedicarle la noche de hoy y que la esperaría a las siete junto a la fuente. La chica aceptó y el doctor Havel se cubrió con una gran toalla.

Tras vestirse y peinarse, comprobó que estaba de un humor excelente. Tenía ganas de charlar y se detuvo en el consultorio de Frantiska, a la cual también le vino bien su visita porque también ella estaba de excelente humor. Frantiska le contó mil cosas, pero a cada rato volvía al tema que habían tocado en su último encuentro: hablaba de su edad y sugería, con frases inconexas, que no hay que rendirse ante el paso de los años, que los años que se tienen no siempre son una desventaja y que es maravilloso sentir que uno ha comprobado que puede medirse con los más jóvenes.

—Y los hijos tampoco lo son todo —dijo sin venir a cuento—, no, no es que no quiera a mis hijos —precisó—, tú sabes cuánto los quiero, pero no son lo único en el mundo...

Las reflexiones de Frantiska no se apartaron ni por un momento de una abstracta vaguedad y a un incauto le hubieran parecido mera charlatanería. Pero Havel no era un incauto y percibió el contenido que se ocultaba tras la charlatanería. Llegó a la conclusión de que su propia felicidad no era más que un eslabón de una cadena de felicidades y, como su corazón deseaba el bien a los demás, su excelente humor se multiplicó por dos.


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11

Sí, el doctor Havel había adivinado: el redactor había ido en busca de la doctora el mismo día en que su maestro se la había elogiado. Al cabo de unas cuantas frases había descubierto dentro de sí una sorprendente audacia y le había dicho que le gustaba y que quería salir con ella. La doctora había tartamudeado asustada que era mayor que él y que tenía hijos. Eso había hecho que el redactor ganase confianza y que le sobrase locuacidad: afirmó que la doctora tenía una belleza oculta, que es más importante que el aspecto vulgar de quienes suelen considerarse guapos; elogió su manera de andar y dijo que parecían hablar sus piernas al andar.

Y dos días más tarde, aquella misma noche en que el doctor Havel llegaba contento a la fuente junto a la que, ya a distancia, vio a su rubia musculosa, el redactor paseaba nervioso por su estrecha buhardilla; estaba casi seguro de tener éxito, pero precisamente por eso temía aún más que algún error o alguna casualidad se lo estropease; a cada rato abría la puerta para mirar por la escalera hacia abajo; por fin la vio.

El cuidado con que la señora Frantiska se había vestido y arreglado la distanciaba un tanto del aspecto cotidiano de la mujer con pantalones blancos y bata blanca; al tembloroso joven le parecía que el encanto erótico de ella, hasta ahora sólo intuido, se hallaba ahora ante él casi desvergonzadamente al desnudo, y eso hizo que se apoderara de él una respetuosa timidez; para superarla abrazó a la médica con la puerta aún abierta y empezó a besarla furiosamente. Aquello la asustó por lo imprevisto y le pidió que la dejase sentarse. La soltó pero inmediatamente se sentó juntó a sus piernas y, de rodillas, se puso a besarle las medias. Ella colocó su mano en la cabeza del joven y trató de apartarlo con suavidad.

Fijémonos en lo que ella le decía. En primer lugar repitió varias veces: «Tiene que ser bueno, tiene que ser bueno, prométame que será bueno». Cuando el joven le dijo: «Sí, sí, seré bueno», mientras seguía avanzando con su boca por la áspera superficie, ella le dijo: «No, no, eso no, eso no», y cuando avanzó hasta llegar aún más arriba, empezó de pronto a tutearlo y afirmó: «Eres un salvaje, ah, eres un salvaje».

Con aquella afirmación todo quedaba resuelto. El joven ya no encontró resistencia alguna. Estaba extasiado; extasiado ante sí mismo, extasiado por la rapidez de su éxito, extasiado ante el doctor Havel, cuyo genio se hallaba allí con él y se introducía en él, extasiado ante la desnudez de la mujer que yacía debajo de él en amoroso abrazo. Ansiaba ser un maestro, ansiaba ser un virtuoso, ansiaba demostrar sensualidad y agresividad. Se levantaba ligeramente por encima de la doctora, observaba con mirada salvaje su cuerpo yaciente y balbuceaba:

—Eres hermosa, eres preciosa, eres preciosa...
La médica se cubrió el vientre con las dos manos y dijo:
—No te rías de mí...
—¡Qué locuras dices, no me río de ti, eres preciosa!

—No me mires —lo atrajo hacia sí para que no la viera—: Ya he tenido dos hijos,¿sabes?

—¿Dos hijos? —el joven no entendía.

—Se me nota, no debes mirarme.

Aquello frenó un poco al joven en su impulso inicial y le costó trabajo volver a recuperar el adecuado entusiasmo; para hacerlo más fácil trató de fortalecer con palabras la embriaguez de la situación, que se le escapaba, y le susurró al oído a la médica lo hermoso que era que estuviera allí con él desnuda, completamente desnuda.

—Eres amable, eres muy amable —le dijo la médica.

El joven se irguió repitiendo sus palabras sobre la desnudez de la médica y le preguntó si también era excitante para ella estar allí desnuda con él.

—Eres un chiquillo —dijo la médica—, claro que es excitante —Pero al cabo de un momento añadió que ya la habían visto desnuda tantos médicos que ni siquiera le llamaba la atención—. Más médicos que amantes —rió y comenzó a hablar de lo difíciles que habían sido sus partos—. Pero valió la pena —dijo por fin—, tengo dos hijos preciosos. ¡Preciosos, preciosos!

El entusiasmo trabajosamente logrado por el redactor volvió a desaparecer, tenía incluso la impresión de estar con la doctora en la cafetería, charlando y tomando una taza de té; aquello lo puso furioso; volvió a hacerle el amor con movimientos agresivos, tratando una vez más de atraerla hacia imágenes más sensuales:

—La última vez que fui a verte, ¿sabías que íbamos a hacer el amor?
—¿Y tú?
—Yo quería —dijo el redactor—, \quería tremendamente! —y puso en la palabra «quería» una inmensa pasión.
—Eres como mi hijo —rió junto a su oído la médica—, también lo quiere todo. Yo siempre le pregunto: ¿Y no quieres también un reloj con un surtidor de agua?

Y así hicieron el amor; la señora Frantiska quedó encantada con la conversación. Cuando después se sentaron en el sofá, desnudos y cansados, la médica le acarició el pelo al redactor y dijo: —Tienes la cabecita como él. —¿Quién?


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—Mi hijo.
—Siempre estás pensando en tu hijo —dijo el redactor en una tímida protesta.
—Ya sabes —dijo ella con orgullo—, es el niño de su mamá, el niño de su mamá. Después ella se levantó y se vistió. Y de pronto tuvo en aquella habitación de soltero,la sensación de que era joven, de que era una chica jovencita y se sintió enloquecidamente bien. Al salir abrazó al redactor y los ojos los tenía húmedos de agradecimiento.


12

Tras la hermosa noche llegó para Havel un hermoso día. Durante el desayuno cambió algunas palabras significativas con la mujer parecida a un caballo de carreras y a las diez, al volver de las curas, lo esperaba en la habitación una afectuosa carta de su mujer. Después se fue a recorrer el paseo junto a la multitud de pacientes; llevaba junto a la boca el cuenco de porcelana e irradiaba satisfacción. Las mujeres, que antes pasaban por su lado sin mirarlo, fijaban ahora la vista en él, así que las saludaba con ligeras inclinaciones. Al ver al redactor le hizo con alegría un gesto de bienvenida:

—¡Visité hoy por la mañana a la doctora y a juzgar por ciertos síntomas que no se le pueden escapar a un buen psicólogo, me parece que ha tenido usted éxito!

No había nada que el joven deseara tanto como contárselo todo a su maestro, pero el desarrollo de los acontecimientos de la noche anterior le había dejado un tanto confuso: no estaba seguro de si había sido una noche tan cautivadora como debía haber sido y por eso no sabía si una exposición precisa y verdadera le elevaría o le humillaría a los ojos de Havel; dudaba acerca de lo que debía contarle y lo que no.

Pero ahora, al ver el rostro de Havel radiante de felicidad y desvergüenza, no pudo hacer otra cosa que responderle en un tono similar, alegre y desvergonzado, elogiando con palabras de entusiasmo a la mujer que Havel le había recomendado. Le contó cuánto le había gustado al verla por primera vez con ojos no provincianos, le contó lo rápido que había aceptado ir a visitarle y la extraordinaria velocidad con la que se había apoderado de ella.

Al plantearle el doctor Havel preguntas y subpreguntas para llegar a todos los matices de la materia analizada, el joven no pudo evitar acercarse cada vez más en sus respuestas a la realidad, hasta que por fin mencionó que, aunque estaba completamente satisfecho con todo, se había quedado, pese a todo, un tanto perplejo por la conversación que mantuvo con él la médica mientras hacían el amor.

El doctor Havel se interesó mucho por aquello y convenció al redactor de que le repitiera detalladamente el diálogo, interrumpiendo su relato con gritos de entusiasmo: «¡Excelente! ¡Eso es magnífico!», «¡Es la eterna madraza!» y «¡Amigo, qué envidia me da!».

En ese momento se detuvo ante los dos hombres la mujer parecida a un caballo de carreras. El doctor Havel le hizo una inclinación y la mujer le dio la mano:

—No se enfade conmigo —se disculpó ella—, llego con un poco de retraso.

—No es nada —dijo Havel—, lo estoy pasando estupendamente aquí con mi amigo. Tendrá que disculpar que acabemos nuestra conversación.

Y sin soltarle la mano a la alta mujer, se dirigió al redactor:

—Querido amigo, lo que me ha contado supera todas mis previsiones. Comprenda usted que la mera diversión del cuerpo, si se queda exclusivamente encerrada en su mudez, es siempre fastidiosamente igual, una mujer se parece en ella a la otra y todas caen en el olvido.

¡Pero si nos lanzamos a las alegrías del amor, es para recordarlas! ¡Para que sus puntos luminosos unan en una línea radiante nuestra juventud con nuestra vejez! ¡Para mantener nuestra memoria en una llama eterna! Y debe creerme, amigo, tan sólo una palabra, dicha en esta escena, la más corriente que existe, es capaz de iluminarla de tal modo que resulte inolvidable. Dicen de mí que soy un coleccionista de mujeres. En realidad soy mucho más un coleccionista de palabras. ¡Créame que jamás olvidará la noche de ayer y considérese afortunado!

Después le hizo con la cabeza un gesto de despedida y, cogiendo de la mano a la mujer parecida a un caballo, se alejó lentamente con ella por el paseo del balneario.


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SEPTIMA PARTE
Eduard y Dios


1

La historia de Eduard podemos iniciarla convenientemente en la casa de campo de su hermano mayor. El hermano estaba tumbado en el sofá y le decía a Eduard:

—Habla con esa tía, tranquilamente. Es una cabrona, pero creo que hasta la gente como ésa debe tener conciencia. Precisamente por la cabronada que me hizo a mí, ahora puede que se alegre si tú le das una oportunidad de expiar sus antiguas culpas haciéndote un favor.

El hermano de Eduard siempre había sido igual: un buenazo y un holgazán. Seguramente habría estado así, como ahora, tumbado en el sofá, cuando hacía muchos años (Eduard era entonces un crío) se quedó holgazaneando y durmiendo el día de la muerte de Stalin; al día siguiente llegó a la Facultad sin enterarse y se encontró a una de sus compañeras de estudios, Cechackova, de pie en medio del vestíbulo, llamativamente inmóvil, como un monumento al dolor; dio tres vueltas alrededor de ella y empezó a reírse a carcajadas.

La chica, ofendida, afirmó que la risa de su compañero de clase era una provocación política y el hermano tuvo que dejar la universidad e irse a trabajar al pueblo, donde más tarde consiguió un piso, un perro, una esposa, dos hijos y hasta una casa de campo.

Era precisamente en aquella casa de campo donde estaba ahora tumbado en el sofá hablándole a Eduard:

—Le llamábamos el látigo de la clase obrera. Pero a ti no tiene por qué importarte. Hoy ya es una mujer mayor y como siempre le han gustado los chicos jóvenes, te echará una mano.

Eduard era entonces muy joven. Había terminado la carrera de Pedagogía (la que no terminó su hermano) y buscaba trabajo. Atendiendo a los consejos de su hermano llamó al día siguiente a la puerta del despacho de la directora. Vio entonces a una mujer alta y huesuda, de pelo aceitoso y negro como una gitana, ojos negros y vello negro bajo la nariz.

Su fealdad le hizo perder el temor que por su juventud seguía despertando en él la belleza femenina, de manera que pudo hablar con soltura, amabilidad y hasta con galantería. La directora acogió con evidente satisfacción el tono en que le hablaba y afirmó varias veces con sensible exaltación:

—Necesitamos a gente joven. Prometió aceptar su petición.


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2

Y así se convirtió Eduard en maestro de una pequeña ciudad checa. Aquello no le producía ni pena ni satisfacción. Siempre había procurado diferenciar lo serio de lo no serio, y a su carrera pedagógica la incluía en la categoría de lo no serio. No se trata de que la enseñanza no fuera para él seria en sí misma o con respecto a su manutención (en este sentido, por el contrario, le importaba mucho, porque sabía que era su único medio de subsistencia), pero no la consideraba seria en relación con su esencia. No la había elegido. Se la habían elegido la demanda social, el curriculum, las notas del bachillerato, los exámenes de ingreso.

La maquinaria compuesta por todas esas fuerzas lo había depositado al salir del Instituto (como una grúa deposita un fardo sobre un camión) en la Facultad de Pedagogía. Fue a aquella Facultad a disgusto (había quedado señalada por el fracaso de su hermano) pero al final se resignó. Comprendió, sin embargo, que su trabajo iba a ser una de las casualidades de su vida. Que iba a estar pegado a él como una barba falsa, que produce risa.

Pero cuando las obligaciones no son algo serio (producen risa), lo serio es quizás aquello que no es obligatorio: Eduard encontró pronto en su nuevo lugar de trabajo a una chica joven que le pareció hermosa y a la que empezó a dedicarse con una seriedad casi verdadera. Se llamaba Alice y, como tuvo ocasión de comprobar en las primeras citas, era, para desgracia suya, considerablemente casta y decente.

Intentó muchas veces en sus paseos vespertinos pasarle el brazo por la espalda de manera que su mano tocara desde atrás el borde de su pecho derecho, pero siempre le cogía la mano y se la hacía quitar. Un día, tras repetir nuevamente aquel intento y hacerle quitar ella (nuevamente) la mano, la chica se detuvo y le preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

Eduard percibió con sus finos oídos la oculta intensidad de aquella pregunta y olvidó inmediatamente el pecho.

—¿Crees? —repitió Alice la pregunta y Eduard no se atrevía a contestar.

No le reprochemos su falta de valor para la sinceridad; se sentía abandonado en su nuevo lugar de residencia y Alice le gustaba demasiado como para que estuviera dispuesto a perderla nada más que por una sola pregunta.

—¿Y tú? —le preguntó para ganar tiempo.

—Yo sí —dijo Alice y volvió a insistir para que le diese una respuesta.

Hasta entonces nunca se le había ocurrido creer en Dios. Pero comprendió que ahora no podía reconocerlo, que, por el contrario, debía aprovechar la oportunidad y construir con la fe en Dios un bonito caballo de madera dentro de cuyas entrañas, siguiendo el antiguo ejemplo, pudiera deslizarse sin ser visto hasta las profundidades de la chica.

Pero Eduard no era capaz de decirle a Alice, así sin más, sí, creo en Dios; no era un hombre sin escrúpulos y le daba vergüenza mentir; le molestaba la grosería de una mentira directa; si la mentira era imprescindible, quería que lo hiciese quedar en una situación que se pareciese lo más posible a la verdad. Por eso respondió con voz excepcionalmente pensativa:

—Ni siquiera sé qué decirte, Alice. Claro, creo en Dios. Pero... —hizo una pausa y Alice lo miró sorprendida—. Pero quiero ser totalmente sincero contigo. ¿Puedo ser sincero contigo?

—Tienes que ser sincero —dijo Alice—. Si no, no tendría sentido que estuviéramos juntos.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo Alice.

—A veces me invaden ciertas dudas —dijo Eduard en voz baja—. A veces dudo que de verdad exista.

—¡Pero cómo puedes dudarlo! —casi gritó Alice.
Eduard permaneció en silencio y al cabo de un momento de reflexión se le ocurrió una conocida idea:

—Cuando veo tanta maldad a mi alrededor, me pregunto con frecuencia si es posible que haya un Dios que permita todo eso.

Aquello sonaba tan triste que Alice le cogió la mano:

—Sí, es verdad que el mundo está lleno de maldad. Eso lo sé muy bien. Pero precisamente por eso tienes que creer en Dios. Sin él todo ese sufrimiento sería gratuito. Nada tendría sentido. Y yo sería incapaz de vivir.

—Puede que tengas razón —dijo Eduard pensativo, y el domingo fue a misa con ella.

Mojó los dedos en la pila y se santiguó. Después empezó la misa y se cantó, y él cantó con los demás una canción religiosa cuya melodía le resultaba familiar y cuya letra desconocía. Por eso, en lugar de las palabras correspondientes, recurrió a diversas vocales, entonando siempre una fracción de segundo después que los demás, porque tampoco conocía la melodía más que de una forma vaga. En cambio, cuando comprobaba que el tono era correcto, hacía sonar su voz con toda su fuerza, así que por primera vez en su vida pudo comprobar que tenía una hermosa voz de bajo. Después todos empezaron a rezar el padre nuestro y algunas señoras mayores se arrodillaron. No pudo resistir la tentación y él también se arrodilló en el suelo de piedra.

Hacía la señal de la cruz con potentes movimientos de brazos y experimentaba la fabulosa sensación de poder hacer algo que no había hecho en la vida, que no podía hacer ni en clase ni en la calle, en ningún sitio. Se sentía maravillosamente libre.

Cuando todo terminó Alice lo miró con ojos radiantes: —¿Todavía puedes decir que dudas de él?
—No —dijo Eduard.
Y Alice dijo:

—Me gustaría enseñarte a amarle como yo le amo.

Estaban de pie en las amplias escaleras por las que se salía de la iglesia y el alma de Eduard estaba llena de risa. Por desgracia en ese preciso momento pasó por allí la directora del colegio y los vio.


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3

Era un desastre. Hemos de recordar (para aquellos a quienes se les escapen las circunstancias históricas del relato) que, si bien a la gente no le estaba prohibido ir a la iglesia, la visita no estaba exenta de cierto peligro.

No es difícil entenderlo. Quienes han participado en eso a lo que se llama revolución, alimentan en su interior un gran orgullo que se denomina: estar del lado bueno del frente. Cuando han pasado ya diez o doce años desde entonces (como sucedía, aproximada- mente, en el momento en que tenía lugar nuestra historia), la línea del frente comienza a diluirse y, con ella, también el lado bueno.

No es de extrañarse que los partidarios de la revolución se sientan engañados y busquen por eso rápidamente frentes de recambio; gracias a la religión pueden entonces (como ateos contra creyentes) volver gloriosamente a estar del lado bueno, conservando así el acostumbrado y preciado patetismo de su superioridad.

Pero, a decir verdad, a los otros también les vino bien el frente de recambio y no anticipamos excesivamente los acontecimientos al confesar que entre éstos se contaba precisamente Alice. Así como la directora quería estar del lado bueno, Alice quería estar del lado contrario. Durante la revolución al papá de Alice le habían nacionalizado la tienda y Alice odiaba a quienes le habían hecho eso. Pero ¿cómo podía manifestarlo? ¿Debía coger un cuchillo e ir a vengar a su padre? Eso no suele hacerse en Bohemia. Pero Alice tenía un modo mejor de manifestar su posición contraria: empezó a creer en Dios.

Así Dios venía en ayuda de ambos bandos (que ya casi estaban a punto de perder los motivos vivos de sus banderías) y gracias a El Eduard se encontró entre dos fuegos.

Cuando el lunes por la mañana la directora se acercó a Eduard en la sala de profesores, se sentía muy inseguro. Ya no podía invocar la atmósfera amistosa de su primera conversación porque desde entonces (por culpa de su ingenuidad o de su despreocupación) no había seguido con sus conversaciones galantes. Por eso la directora podía con todo derecho dirigirse a él con una sonrisa demostrativamente fría:

—Ayer nos vimos, ¿no es verdad? —Sí, nos vimos —dijo Eduard.
La directora prosiguió:

—No comprendo cómo un hombre joven puede ir a la iglesia.

Eduard se encogió de hombros sin saber qué decir y la directora hizo con la cabeza un gesto de perplejidad:

—¡Un hombre joven!

—Fui a mirar el interior barroco del edificio —dijo Eduard a modo de disculpa.

—Ajá —dijo la directora irónicamente—, no sabía que se interesase tanto por el arte. Esta conversación no le resultó a Eduard nada agradable. Se acordó de cuando su hermano había dado tres vueltas alrededor de su compañera de curso y se había reído a carcajadas.

Le pareció que se repetía la historia familiar y sintió miedo. El sábado llamó por teléfono a Alice para disculparse porque estaba constipado y no podía ir a la iglesia.

—Parece que eres muy delicado —le reprochó después del domingo Alice y a Eduard le dio la impresión de que no había afecto en sus palabras.

Por eso empezó a contarle (de una forma oscura y confusa, porque le daba vergüenza reconocer su miedo y las verdaderas causas de éste) las injusticias que se cometían con él en el colegio, le habló de la horrible directora que lo perseguía sin motivo. Quería darle lástima y que lo compadeciera, pero Alice dijo:

—En cambio mi jefa es estupenda —y empezó a contarle, entre risitas, historias de su trabajo.

Eduard oía su alegre voz y estaba cada vez más entristecido.

El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 
4

¡Señoras y señores, aquéllas fueron semanas de padecimientos! Eduard sentía por Alice un deseo endiablado. El cuerpo de ella lo excitaba y precisamente ese cuerpo le era totalmente inaccesible. También eran fuente de padecimiento los escenarios en los que tenían lugar sus encuentros; o bien vagaban una o dos horas por las calles en penumbras o iban al cine; lo reiterativo y las ínfimas posibilidades eróticas de ambas variantes (otras no había) hicieron pensar a Eduard que quizás alcanzaría éxitos más significativos con Alice si pudiese encontrarse con ella en otro ambiente. Por eso le propuso una vez, con cara de inocencia, ir el sábado y el domingo a visitar a su hermano que tenía una casa de campo en un valle boscoso, junto a un río. Le describió con entusiasmo las inocentes bellezas naturales, pero Alice (en todo lo demás ingenua y confiada) adivinó astutamente sus intenciones y las rechazó de plano. Y es que no era Alice quien lo rechazaba. Era el mismísimo (eternamente vigilante y despierto) Dios de Alice.

Aquel Dios había sido creado a partir de una única idea (carecía de otros deseos o pensamientos): prohibía las relaciones extramatrimoniales. Era, por lo tanto, un Dios bastante ridículo, pero no nos riamos por ello de Alice. De los diez mandamientos que Moisés transmitió a la humanidad, nueve no corrían en su alma el menor peligro, porque Alice no tenía ganas de matar, ni de no honrar a su padre, ni de desear a la mujer de su prójimo; sólo había un mandamiento que ella sintiera como problemático y, por tanto, como un inconveniente real y una tarea; era aquel famoso sexto no fornicar. Si quería realizar de algún modo su fe religiosa, demostrándola y poniéndola a prueba, tenía que apoyarse precisamente en este único mandamiento, con lo cual convertía para sí a aquel Dios oscuro, difuminado, abstracto, en un Dios completamente definido, comprensible y concreto: el Dios de la no fornicación.

Díganme, por favor, ¿dónde comienza la fornicación? Cada mujer determina aquí la frontera según unos criterios totalmente misteriosos. Alice no tenía inconveniente alguno en permitir que Eduard la besase y, tras muchos y muchos intentos, finalmente se resignó a que le acariciase los pechos, pero en medio de su cuerpo, pongamos por caso al nivel del ombligo, trazó una línea precisa que no admitía compromisos, más allá de la cual se extendía el territorio de las prohibiciones divinas, el territorio del rechazo de Moisés y de la ira del Señor.

Eduard empezó a leer la Biblia y a estudiar la literatura teológica básica; decidió luchar contra Alice con sus propias armas.

—Alice —le dijo más tarde—, si amamos a Dios, nada nos está prohibido. Si deseamos algo es porque él lo permite. Lo único que quería Jesucristo es que todos nos rigiéramos por el amor.

—Sí —dijo Alice—, pero por uno distinto del que tú piensas.
—Amor no hay más que uno —dijo Eduard.
—Eso te vendría muy bien —dijo Alice—, pero Dios estableció determinados mandamientos y por ellos hemos de regirnos.

—Claro, el Dios del Antiguo Testamento —dijo Eduard—, pero no el Dios de los cristianos.

—¿Qué dices? Si no hay más que un solo Dios —respondió Alice.

—Sí —dijo Eduard—, pero los judíos del Antiguo Testamento lo interpretaron de una manera y nosotros de otra. Antes de la llegada de Cristo, el hombre tenía que respetar ante todo cierto sistema de mandamientos y leyes. Su vida interior ya no era tan impor- tante. Pero para Cristo las diversas prohibiciones y estipulaciones eran algo externo.

Para él lo principal era la forma de ser del hombre en su interior. Si el hombre se rige por su vida interior, fervorosa y llena de fe, todo lo que haga estará bien y complacerá a Dios. Por eso dijo san Pablo todas las cosas son limpias a los limpios.

—Habría que saber si tú eres precisamente uno de esos limpios —dijo Alice.

—Y san Agustín —continuó Eduard— dijo: Ama a Dios y haz lo que te plazca. ¿Lo entiendes, Alice? ¡Ama a Dios y haz lo que te plazca!

—Pero es que lo que te place a ti nunca me place a mí —respondió Alice y Eduard comprendió que su ataque teológico había fracasado por esta vez; por eso dijo:

—Tú no me quieres.

—Te quiero —dijo Alice con tremenda concreción—. Y por eso no quiero que hagamos algo que no debemos hacer.

Como ya dijimos, fueron semanas de padecimientos. Y los padecimientos eran aún mayores porque el deseo que Eduard sentía por Alice no era ni mucho menos sólo el deseo de un cuerpo por otro cuerpo; al contrario, cuanto más lo rechazaba el cuerpo, más nostálgico y dolido se volvía y más deseaba su corazón; pero ni el cuerpo ni el corazón de ella querían saber una palabra de eso, los dos eran igualmente fríos, estaban igualmente encerrados en sí mismos, satisfechos y autosuficientes.

Lo que a Eduard más le irritaba de Alice era precisamente esa impasible mesura de todas sus manifestaciones. Aunque era, por lo demás, un joven bastante sensato, empezó a sentir la necesidad de realizar algún acto extremado para sacar a Alice de su impasibilidad. Y como era demasiado arriesgado provocarla con actos extremados, blasfemos o cínicos (a los que se hubiera sentido más atraído por su naturaleza), tuvo que elegir actos extremados precisamente de signo contrario (y por lo tanto mucho más dificultosos) que partieran de la propia postura de Alice, pero magnificándola hasta tal punto que se sintiera avergonzada. Para decirlo de una forma más comprensible: Eduard empezó a exagerar su religiosidad. No dejaba de ir ni una sola vez a la iglesia (el deseo que sentía por Alice era mayor que el miedo a los problemas) y se comportaba con extravagante humildad: aprovechaba cada oportunidad para arrodillarse en el suelo mientras Alice rezaba y se santiguaba de pie, porque tenía miedo de estropearse las medias.

Un día le echó en cara a ella su escaso fervor religioso. Le recordó las palabras de Jesús: «No todos los que me dicen Señor, Señor, entrarán en el reino de los cielos». Le echó en cara que su fe era formal, externa, vacía. Le echó en cara su comodidad. Le echó en cara que estaba demasiado satisfecha de sí misma. Le echó en cara que no se fijaba en quienes la rodeaban, sólo en sí misma.

Y mientras le hablaba de ese modo (Alice se había visto sorprendida por su ataque y se defendía a duras penas) se encontró de frente con una cruz; una vieja cruz de metal en mal estado, con un Cristo de lata oxidada, en la esquina de la calle. Sacó, ceremoniosamente, su mano de debajo del brazo de Alice, se detuvo y (como protesta contra su corazón indiferente y como señal de ataque en su nueva ofensiva) se santiguó con terca aparatosidad. No tuvo ni tiempo de registrar el efecto que aquello le había hecho a Alice porque en ese momento vio al otro lado de la calle a la conserje del colegio. Lo estaba observando. Eduard comprendió que estaba perdido.


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5

Sus suposiciones se confirmaron cuando la conserje lo detuvo dos días más tarde en el pasillo y le comunicó en voz muy alta que debía presentarse al día siguiente a las doce en el despacho de la directora:

—Tenemos que hablar contigo, camarada.

Eduard estaba angustiado. Por la tarde se encontró con Alice para vagar, como de costumbre, una o dos horas por las calles, pero Eduard no siguió con su fervor religioso. Estaba deprimido y tenía ganas de confesarle a Alice lo que le había ocurrido; pero no se atrevió porque sabía que para salvar aquel empleo al que no amaba (pero que le era indispensable) estaba dispuesto a la mañana siguiente a traicionar a Dios, sin dudarlo ni un momento. Por eso prefirió no decir ni una palabra de la citación, con lo cual tampoco obtuvo consuelo sintiéndose totalmente abandonado.

En la habitación le aguardaban cuatro jueces: la directora, la conserje, un colega de Eduard (pequeñito y con gafas) y un señor desconocido (canoso) al que los demás llamaban camarada inspector. La directora le pidió a Eduard que se sentara y luego le dijo que le habían invitado para mantener una conversación totalmente amistosa y extraoficial, porque todos estaban preocupados por la forma en que Eduard se comportaba en su vida extraescolar.

Al decir esto miró al inspector y éste hizo un gesto de aprobación con la cabeza; luego volvió la vista al maestro de gafitas, que había estado durante todo ese tiempo mirándole atentamente y que ahora, en cuanto advirtió su mirada, inició inmediatamente un discurso; queremos educar, dijo, a una juventud sana y sin prejuicios, y somos plenamente responsables de ella, porque le servimos (nosotros, los maestros) de ejemplo; por eso no podemos tolerar en nuestras aulas la presencia de santurrones; desarrolló esta idea durante mucho tiempo y finalmente afirmó que la conducta de Eduard era una vergüenza para todo el colegio.

Hacía tan sólo unos minutos, Eduard estaba convencido de que iba a abjurar del Dios que recientemente había adquirido, confesando que lo de ir a la iglesia y santiguarse en público no era más que una pantomima. Pero ahora, de cara ante la situación real, sintió que no podía hacerlo; no era posible decirle a estas cuatro personas, tan serias y llenas de preocupación, que no se habían preocupado más que por un malentendido, por una especie de estupidez; comprendía que con ello, involuntariamente, se estaría riendo de su seriedad; y también era consciente de que lo único que esperaban ahora de él eran excusas y disculpas y que estaban preparados de antemano a rechazarlas; comprendió (de pronto, no había tiempo para prolongadas reflexiones) que lo más importante en este momento era parecerse lo más posible a la verdad o, para ser más precisos, parecerse a la imagen que se habían hecho de él; para conseguir modificar hasta cierto punto esa imagen tenía que hacerles, también hasta cierto punto, el juego. Por eso dijo:

—Camaradas, ¿puedo hablar con sinceridad? —Claro —dijo la directora—. Para eso está aquí. —¿Y no se van a enfadar?
—Hable, hable —dijo la directora.

—Bien, se lo confesaré —dijo Eduard—. Yo creo de verdad en Dios.

Miró a sus jueces y le pareció que todos habían suspirado de satisfacción; la conserje fue la única en atacar:

—¿En la época actual, camarada? ¿En la época actual?
Eduard prosiguió:
—Sabía que se iban a enfadar si les decía la verdad. Pero no sé mentir. No pretendan que les mienta.

La directora dijo (con suavidad):

—Nadie pretende que usted mienta. Hace bien en decir la verdad. Pero, dígame,

¿cómo puede creer en Dios un hombre joven como usted?
—¡Hoy, cuando somos capaces de volar hasta la luna! —se enfadó el maestro.
—No puedo evitarlo —dijo Eduard—. Yo no quiero creer en él. De verdad. No quiero. —¿Cómo es posible que crea si no quiere? —tomó parte en la conversación (en un tono extraordinariamente amable) el señor canoso.

—No quiero creer pero creo —repitió Eduard en voz baja su confesión.

El maestro se rió:

—¡Pero eso es una contradicción!

—Camaradas, es tal como se lo digo —afirmó Eduard—. Sé perfectamente que la fe en Dios nos aleja de la realidad. ¿Adónde iría a parar el socialismo si todos creyesen que el mundo está en manos de Dios? Nadie haría nada y todos confiarían únicamente en Dios.

—Precisamente —asintió la directora.

—Nadie ha demostrado aún que Dios exista —afirmó el maestro de gafitas.

Eduard continuó:

—La historia de la humanidad se diferencia de la prehistoria porque la gente se ha apoderado de su propio destino y ya no necesita a Dios.
—La fe en Dios conduce al fatalismo —dijo la directora.
—La fe en Dios pertenece a la Edad Media —dijo Eduard, y después volvió a decir algo la directora y dijo algo el maestro y dijo algo Eduard y algo el inspector y todos se complementaban armónicamente hasta que por fin el maestro explotó, interrumpiendo a Eduard:

—¿Y entonces por qué te santiguas en la calle si sabes todo eso?

Eduard lo miró con una mirada inmensamente triste y dijo:

—Porque creo en Dios.

—¡Pero eso es una contradicción! —repitió satisfecho el maestro.

—Sí —reconoció Eduard—. Lo es. Es una contradicción entre el saber y la fe. El saber es una cosa y la fe otra. Yo reconozco que la fe en Dios nos conduce al oscurantismo. Reconozco que sería mejor que no existiese. Pero es que yo, aquí dentro... —señaló con un dedo su corazón— siento que existe. Por favor, camaradas, se lo digo tal como es, es mejor que lo confiese porque no quiero ser un hipócrita, quiero que ustedes sepan, de verdad, cómo soy —y agachó la cabeza.


La inteligencia del maestro no era de mayor estatura que su cuerpo; no sabía que hasta para el más severo de los revolucionarios la violencia no es más que un mal necesario, mientras que el verdadero bien de la revolución es la reeducación. El, que había adoptado las convicciones revolucionarias de un día para el otro, no gozaba de las simpatías de la directora y no se percataba de que Eduard, quien se había puesto a disposición de sus jueces como un complejo pero maleable objeto de reeducación, tenía un valor mil veces superior al suyo.

Y como no se percataba de ello, atacó ahora salvajemente a Eduard, afirmando que las personas que son incapaces de romper con las creencias medievales forman parte de la Edad Media y deben abandonar la escuela actual.

La directora esperó a que terminara de hablar para expresar su recriminación:

—No me gusta que corten cabezas. El camarada ha sido sincero y nos ha contado las cosas como son. Debemos valorar su actitud —después se dirigió a Eduard—: Claro que los camaradas tienen razón en decir que los santurrones no pueden educar a nuestra juventud. Díganos usted mismo qué es lo que propone.

—No sé qué hacer, camaradas —dijo Eduard apesadumbrado.

—Yo opino lo siguiente —dijo el inspector—. La lucha entre lo viejo y lo nuevo no sólo tiene lugar entre las clases, sino también en el interior de cada persona. Una lucha como ésa es la que se desarrolla en el interior del camarada. La razón le dice una cosa, pero el sentimiento le hace retroceder. Tienen ustedes que ayudar al camarada para que su razón triunfe.

La directora hizo un gesto de asentimiento. Después dijo: —Yo misma me haré cargo de él.


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6

De manera que Eduard había alejado el peligro más inminente; el futuro de su carrera pedagógica estaba ahora exclusivamente en manos de la directora y él lo constataba con cierta satisfacción: se acordaba del comentario que le había hecho una vez su hermano acerca de que a la directora siempre le habían gustado los chicos jóvenes y, con toda la inestabilidad de su joven confianza en sí mismo (unas veces acallada, otras exagerada), tomó la decisión de ganarle la partida a la que le dominaba conquistándola como hombre.

Cuando, como habían acordado, fue a visitarla unos días más tarde a su despacho de directora, intentó adoptar un tono ligero y utilizar todas las oportunidades de introducir en la conversación algún detalle íntimo, un ligero piropo, o para, con discreta ambigüedad, subrayar su condición de hombre en manos de una mujer. Pero no le fue permitido establecer él mismo el tono de la conversación. La directora le habló con amabilidad pero de una forma absolutamente distante; le preguntó qué leía y después citó ella misma los títulos de algunos libros y le recomendó que los leyese, porque evidentemente pretendía iniciar un trabajo a largo plazo para modificar su forma de pensar. Aquel breve encuentro terminó con una invitación a visitarla a su casa.

El distanciamiento de la directora hizo que la confianza de Eduard en sí mismo se desinflara, de modo que entró en su apartamento con humildad y sin la intención de dominarla con su encanto varonil. Ella le invitó a sentarse en el sillón y adoptó un tono muy amistoso; le preguntó qué quería tomar: ¿café? Dijo que no. ¿Entonces algún licor? Se quedó casi perplejo:

—Si tiene coñac... —y en seguida tuvo miedo de haber cometido un atrevimiento. Pero la directora dijo amablemente:
—No, coñac no, sólo tengo un poco de vino —y trajo una botella semivacía, cuyo contenido llegó justo para llenar dos copas.

Después le dijo que Eduard no debía ver en ella a una inquisidora; todo el mundo tiene naturalmente derecho en su vida a creer en lo que considere correcto. Claro que otra cosa es (añadió de inmediato) si, en tal caso, vale o no vale para maestro; por eso tuvieron (aunque a disgusto) que convencer a Eduard para hablar con él y quedaron muy contentos (al menos ella y el inspector) de que hablase abiertamente y no ocultase nada.

Dijo que después había estado hablando largo rato de Eduard con el inspector y que habían decidido que al cabo de medio año volverían a reunirse con él; hasta entonces la directora debía ayudarle con su influencia. Y volvió a subrayar que sólo pretendía ayudarle amistosamente y que no era un inquisidor ni un policía. Recordó al maestro que había atacado tan violentamente a Eduard y dijo:

—Ese no sabe ni lo que dice y por eso está dispuesto a mandar a los demás a la hoguera. Y la conserje también va diciendo por todas partes que estuvo usted terco y atrevido y que no dio su brazo a torcer. No hay manera de convencerla de que no hay que expulsarle del colegio. Yo no estoy de acuerdo con ella, por supuesto, pero tampoco hay que extrañarse. A mí tampoco me gustaría que a mis hijos les diera clase alguien que se santigua públicamente en la calle.

De esta manera la directora le expuso a Eduard, en un único chorro de palabras, tanto las atractivas posibilidades de su caridad como las amenazadoras posibilidades de su severidad y después, para demostrar que el encuentro era realmente amistoso, cambió de tema: empezó a hablar de libros, condujo a Eduard a la biblioteca, se derritió al hablar de El alma encantada, de Rolland, y se enfadó con él por no haberlo leído. Más tarde le preguntó qué tal le iba en el colegio y tras recibir una respuesta convencional se puso a hablar de ella misma durante mucho tiempo: dijo que estaba agradecida por el trabajo que le había deparado el destino, que le gustaba su trabajo en el colegio porque al educar a los niños estaba en realidad en permanente contacto con el futuro; y que sólo el futuro puede, a fin de cuentas, justificar todo el sufrimiento que, dijo, podemos ver («sí, hay que reconocerlo») a nuestro alrededor.

—Si no supiera que vivo para algo más que para mi propia vida, creo que sería absolutamente incapaz de vivir.

Aquellas palabras sonaban de pronto con mucha veracidad y no quedaba claro si la directora pretendía con ellas confesarse o iniciar la esperada polémica ideológica sobre el sentido de la vida; Eduard decidió que era mejor interpretarlas en un sentido íntimo y por eso preguntó en voz baja y discreta:

—¿Y su propia vida?
—¿Mi vida? —repitió ella.
En su cara apareció una amarga sonrisa y en ese momento Eduard casi sintió pena.

Era enternecedoramente horrenda: el pelo negro ensombrecía su cara alargada y huesuda y el vello negro que tenía bajo la nariz adquiría la expresividad de un bigote. De pronto se imaginó toda la tristeza de su vida; percibía sus rasgos agitanados, que evidenciaban su sensualidad, y percibía su fealdad, que evidenciaba la imposibilidad de que esa sensualidad se realizase; se la imaginaba transformándose apasionadamente en una estatua viviente del dolor ante la muerte de Stalin, asistiendo apasionadamente a cientos de miles de reuniones, luchando apasionadamente contra el pobre Jesús, y comprendió que todos aquellos no eran más que tristes cauces de recambio para su deseo, que no podía discurrir por donde quería.

Eduard era joven y su compasión aún no estaba gastada. Miraba a la directora con comprensión. Ella en cambio, como si se aver- gonzase por su silencio inintencionado, le dio a su voz una ágil entonación y continuó:

—Pero eso, Eduard, no tiene la menor importancia. El hombre no vive sólo para sí mismo. Vive siempre para algo —lo miró más fijamente a los ojos—: Lo que importa es para qué se vive. ¿Para algo real o para algo inventado? Dios es una hermosa invención. Pero el futuro de la gente, Eduard, eso es la realidad. Y yo siempre he vivido para eso, a eso se lo he sacrificado todo.

Incluso frases como éstas las decía con tal convicción íntima que Eduard no dejaba de sentir aquella comprensión humanitaria que se había despertado dentro de él hacía un momento; le pareció ridículo estar mintiendo a otra persona (a su prójimo) así, cara a cara, y pensó que aquel momento de intimidad en la conversación le ofrecía la oportunidad de deshacerse finalmente de ese indigno (y además difícil) papel de creyente.

—Pero si yo estoy completamente de acuerdo con usted —respondió con rapidez—, yo también prefiero la realidad. Lo de mi religión no se lo tome tan en serio.

Inmediatamente se dio cuenta de que no hay que dejarse llevar por un sentimiento alocado. La directora lo miró y dijo con notable frialdad:

—No finja. Me gustaba cuando era sincero. Ahora está tratando de hacerse pasar por lo que no es.

No, a Eduard no le estaba permitido quitarse el ropaje religioso que se había puesto; se resignó rápidamente a ello y procuró corregir la mala impresión:

—Pero no, no pretendía aparentar. Por supuesto que creo en Dios, eso nunca lo negaré. Lo único que quería decir es que también creo en el futuro de la humanidad, en el progreso y en todo eso. Si no creyese en eso, ¿para qué serviría todo mi trabajo como maestro, para qué iban a nacer los niños y para qué íbamos a vivir? Pero estaba pensando precisamente en que también la voluntad divina quiere que la sociedad vaya cada vez mejor. Estaba pensando que uno puede creer en Dios y en el comunismo, que se pueden unir las dos cosas.

—No —sonrió la directora con maternal autoritarismo—, esas dos cosas no se pueden unir.

—Ya sé —dijo Eduard con tristeza—. No se enfade conmigo.

—No me enfado. Es usted joven y defiende con terquedad sus convicciones. Nadie podrá comprenderle mejor que yo. Yo también he sido joven como usted. Yo sé lo que es la juventud. Y su juventud me gusta. Me es usted simpático.

Por fin había llegado la oportunidad. Ni antes ni después, sino precisamente ahora, exactamente en el momento preciso. (No lo había determinado él, más bien podía decirse que aquel momento lo había utilizado a él para poder realizarse. ) Cuando la directora dijo que le era simpático, respondió sin excesiva expresividad:

—Usted a mí también.
—¿De verdad?
—De verdad.
—No me diga. Una mujer vieja como yo... —protestó la directora. —Eso no es cierto —tuvo que decir Eduard.

—Sí que lo es —dijo la directora.
—No es usted vieja en absoluto —tuvo que decir con gesto decidido.
—¿Usted cree?
—Da la casualidad de que me gusta mucho.
—No mienta. Ya sabe que no debe mentir.
—No miento. Es guapa.
—¿Guapa? —la directora puso cara de incredulidad.
—Sí, guapa —dijo Eduard, y como se asustó de lo descaradamente increíble que era su afirmación, trató en seguida de buscar algo en qué apoyarla—: Morena. Eso me gusta mucho.

—¿A usted le gustan las morenas? —le preguntó la directora.
—Mucho —dijo Eduard.
—¿Y por qué no vino a verme desde que está en el colegio? Tenía la sensación de que trataba de esquivarme.
—Me daba vergüenza —dijo Eduard—. Todos hubieran dicho que le estaba haciendo la pelota. Nadie hubiera creído que venía a verla sólo porque me gusta.
—Pero ahora ya no tiene por qué avergonzarse —dijo la directora—. Ahora se ha tomado la decisión de que tiene que venir a verme de vez en cuando.

Lo miró a los ojos con sus grandes pupilas castañas (reconozcamos que, de por sí, eran hermosas) y al despedirse le acarició suavemente la mano, de modo que aquel incauto salió de casa con una eufórica sensación de triunfo.

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7

Eduard estaba seguro de que aquel desagradable asunto se había resuelto a su favor y el domingo siguiente fue con Alice a la iglesia con descarada despreocupación; y no sólo eso, fue nuevamente con plena confianza en sí mismo porque (aunque ello nos produzca una compasiva sonrisa) recordaba el transcurso de su visita a la directora como una radiante prueba de su atractivo masculino.

Además, ese mismo domingo en la iglesia se dio cuenta de que Alice había sufrido cierto cambio: en cuanto se encontraron le dio el brazo y hasta en la iglesia se mantuvo cogida a él; en lugar de comportarse con humildad y sin llamar la atención, como otras veces, ahora miraba hacia todas partes saludando con sonrientes inclinaciones de cabeza por lo menos a diez conocidos.

Aquello era curioso y Eduard no lo entendía.

Cuando volvieron a pasear juntos, dos días más tarde, por las calles oscuras, Eduard comprobó asombrado que los besos de ella, antes tan desagradablemente concretos, se habían vuelto más húmedos, cálidos y fervientes. Al detenerse junto a ella un momento bajo una farola comprobó que lo miraban dos ojos enamorados.

—Para que sepas, yo te quiero —le dijo de repente Alice y en seguida le tapó la boca con la mano:

—no, no, no digas nada, me da vergüenza, no quiero oír nada.

Y avanzaron un trecho más y volvieron a detenerse y Alice dijo:
—Ahora lo entiendo todo. Ahora entiendo por qué me echabas en cara que soy demasiado cómoda en mi fe.

Pero Eduard no entendía nada y por eso tampoco nada decía; después de avanzar otro trecho, Alice dijo:

—Y tú no me dijiste nada. ¿Por qué no me dijiste nada?
—¿Y qué tenía que decirte?

—Tú siempre eres igual —dijo ella con silencioso entusiasmo—. Otros se estarían vanagloriando, pero tú callas. Pero precisamente por eso te quiero. Eduard empezó a intuir de qué hablaba, pero preguntó:

—¿De qué hablas?
—De lo que te pasó.

—¿Y quién te lo contó?

—¡Por favor! Lo sabe todo el mundo. Te convocaron, te amenazaron y tú te reíste en su cara. No te retractaste. Todos te admiran.

—Pero si yo no le dije nada a nadie.

—No seas ingenuo. Una cosa como ésa en seguida se sabe. No fue ninguna tontería. ¿Crees que hoy es posible encontrar a alguien que tenga un poco de coraje?

Eduard sabía que en una ciudad pequeña cualquier acontecimiento se convierte rápidamente en leyenda, pero no suponía que sus nimias historias, cuyo significado nunca había sobrevalorado, tuvieran tal capacidad de crear leyenda; no era suficientemente consciente de lo bien que les había venido a sus compatriotas a quienes, como es sabido, les gustan precisamente los mártires, porque son ellos quienes les permiten reafirmarse placenteramente en su dulce inactividad al confirmarles que la vida no ofrece más que una disyuntiva: ser aniquilado o ser obediente.
Nadie dudaba de que Eduard iba a ser aniquilado, y se lo fueron contando unos a otros con admiración y satisfacción hasta que ahora Eduard, por intermedio de Alice, se encontró con una hermosísima imagen de su propia crucifixión. Se lo tomó con sangre fría y dijo:

—Pero si es natural que no haya abjurado de nada. Es lo que hubiera hecho cualquiera.

—¿Cualquiera? —saltó Alice—. ¡Mira a tu alrededor y verás lo que hacen todos! ¡Los muy cobardes! ¡Renegarían de su propia madre!

Eduard callaba y Alice callaba. Iban cogidos de la mano. Alice dijo después de un susurro:

—Sería capaz de hacer cualquier cosa por ti.

Hasta entonces nadie le había dicho a Eduard semejante frase; semejante frase era un regalo inesperado. Claro que Eduard sabía que era un regalo inmerecido, pero se dijo que si el destino le negaba los regalos merecidos, tenía pleno derecho a quedarse con los inmerecidos, por eso dijo:

—ya nadie puede hacer nada por mí.
—¿Por qué?
—Me echarán del colegio y ninguno de los que hoy hablan de mí como si yo fuera un héroe será capaz de mover un dedo. Sólo hay una cosa segura. Que me quedaré completamente solo.

—no te quedarás —Alice negaba con la cabeza. —Me quedaré.
—¡No te quedarás! —gritaba casi Alice.
—Todos reniegan de mí.

—Yo nunca renegaré —dijo Alice.
—Renegarás —dijo Eduard con tristeza.
—No renegaré —dijo Alice.
—No, Alice —dijo Eduard—, tú no me quieres. Tú nunca me has querido.
—Eso no es verdad —susurró Alice, y Eduard advirtió con satisfacción que tenía los ojos mojados.
—No me quieres, Alice, eso se siente. Tú siempre has sido totalmente fría conmigo.

No es así cómo se comporta una mujer enamorada. Eso lo sé muy bien. Y ahora sientes compasión por mí, porque sabes que quieren hundirme. Pero no me quieres y no me gusta que pretendas convencerte a ti misma.

Seguían andando, callaban y se cogían de la mano. Alice lloraba en silencio y después se detuvo de pronto y dijo lloriqueando:

—No, eso no es verdad, no debes creerlo, eso no es verdad.

—Sí lo es —dijo Eduard y, como Alice no dejaba de llorar, le propuso que fueran el sábado al campo.

En el hermoso valle junto al río está la casa de campo del hermano en la que podrán estar a solas. Alice tenía la cara mojada por las lágrimas y asintió sin decir palabra.



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