EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS - Milan Kundera

La meada

—No era tan difícil adivinarlo —le respondió el médico jefe—, porque siempre prefiero mear en la naturaleza y no en esos desagradables aparatos civilizados. Aquí el dorado chorrillo me une con rapidez, de un modo asombroso, al barro, la hierba y la tierra. Porque, Flajsman, polvo soy y en polvo ahora, al menos en parte, me convierto. Mear en la naturaleza es una ceremonia religiosa mediante la cual le prometemos a la tierra que alguna vez regresaremos a ella por entero.

Como Flajsman seguía en silencio, el médico jefe le preguntó:

—Y usted ¿qué? ¿Salió a contemplar la luna? —y como Flajsman permanecía empecinadamente en silencio, el médico jefe dijo—: Es usted, Flajsman, un gran lunático. Y es precisamente por eso por lo que le aprecio.

Flajsman interpretó las palabras del médico jefe como una burla y, procurando serenarse, dijo casi sin abrir la boca:

—Deje en paz a la luna. Yo también vine a mear.

—Querido Flajsman —dijo el médico jefe enternecido—, esto lo interpreto como una extraordinaria manifestación de afecto hacia un jefe ya entrado en años.

Los dos estaban bajo el platanero llevando a cabo un acto que el médico jefe, con sostenido patetismo y renovadas imágenes, denominaba servicio religioso.

El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 
SEGUNDO ACTO

Un hermoso joven sarcástico


Después volvieron juntos por el largo corredor y el jefe cogió amistosamente al médico del hombro. El médico no dudaba de que el calvo celoso había descubierto la señal de la doctora y ahora se estaba burlando de él con sus manifestaciones de amistad. Claro que no podía hacer que el jefe le quitase la mano del hombro, pero eso no hacía más que acrecentar la furia que se acumulaba dentro de él. Lo único que lo consolaba era que no sólo estaba lleno de furia, sino que también de inmediato se veía en ese estado furioso y estaba contento con aquel joven que regresaba a la sala de guardia y, para sorpresa de todos, estaba de pronto totalmente cambiado: agudamente sarcástico, agresivamente gracioso, casi demoníaco.

Cuando los dos entraron realmente en la habitación, Alzbeta estaba de pie en medio de la sala, moviendo terriblemente la cintura y emitiendo como acompañamiento una especie de sonido, como si estuviese cantando a media voz. El doctor Havel bajó la mirada y la doctora, para que los dos recién llegados no se asustasen, explicó:

—Alzbeta está bailando.
—Está un poco borracha —añadió Havel.
Alzbeta no dejaba de mover las caderas y de describir círculos con el pecho alrededor

de la cabeza gacha de Havel, quien permanecía sentado.
—¿Dónde aprendió ese baile tan hermoso? —preguntó el médico jefe.
Flajsman, inflado de sarcasmo, emitió una risa forzada:
—¡Jajajá! ¡Un baile hermoso! ¡Jajajá!
—Lo vi en Viena en un striteas* —le respondió Alzbeta al médico jefe.
—Pero bueno —se escandalizó el médico jefe con ternura —¿desde cuándo van

nuestras enfermeras al striteas*?

—No creo que esté prohibido, jefe —Alzbeta trazó con el pecho un círculo a su alrededor.

La bilis ascendía continuamente por el cuerpo de Flajsman y trataba de salirle por la boca. Por eso dijo Flajsman:
—Lo que usted necesita es bromuro y no striteas*. ¡Es como para temer que nos viole!

—Usted no tiene nada que temer. Los niñatos no me van —Alzbeta le dio un corte y siguió moviendo los pechos alrededor de Havel.

—¿Y le gustó el striteas*? —siguió preguntándole paternalmente el médico jefe. —Me gustó —respondió Alzbeta—; había una sueca con unos pechos enormes, pero yo tengo unos pechos más bonitos (al decir esto se acarició los pechos) y había también una chica que hacía como si se bañara en un montón de espuma dentro de una bañera de papel, y había una mulata y ésa se masturbaba delante de todo el público, eso era lo mejor de todo...

—Jajá —dijo Flajsman, en la cúspide del sarcasmo diabólico—, ¡la masturbación es justamente lo que le va a usted!


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Una pena en forma de trasero

Alzbeta seguía bailando, pero su público era probablemente mucho peor que el público del striteas* de Viena: Havel tenía la cabeza gacha, la doctora miraba con gesto burlón, Flajsman con rechazo y el médico jefe con paternal comprensión. Y el trasero de Alzbeta, cubierto por la tela blanca de la bata de enfermera, daba vueltas mientras tanto por la habitación como un hermoso y redondo sol, pero era un sol apagado y muerto (envuelto en un sudario blanco), un sol condenado por las miradas indiferentes y desconcertadas de los médicos presentes a una penosa inutilidad.

Hubo un momento en que pareció que Alzbeta iba a empezar a quitarse de verdad la ropa, así que el médico jefe dijo con voz angustiada:

—¡Pero, Alzbeta, no pretenderá hacernos aquí una demostración de lo que vio en Viena!

—¡No tema, jefe! ¡Al menos verá lo que es una mujer desnuda, una mujer de verdad! —exclamó Alzbeta y después se giró nuevamente hacia Havel, amenazándolo con los pechos—: ¿Qué te pasa? ¡Ni que estuvieras en un entierro! ¡Levanta esa cabeza! ¿Es que se te ha muerto alguien? ¿Se te ha muerto alguien? ¡Mírame! ¡No ves que estoy viva! ¡No me estoy muriendo! ¡Yo todavía sigo viva! ¡Yo estoy viva! —y cuando decía esto su trasero ya no era un trasero, sino la pena misma, una pena maravillosamente torneada, bailando por la habitación.

—Sería mejor que parase, Alzbeta —dijo Havel mirando hacia al suelo.


—¿Parar? —dijo Alzbeta— ¡Si estoy bailando para ti! ¡Y ahora te voy a hacer un striteas*! ¡Un gran striteas*! —y se desató el delantal de la espalda y lo lanzó con un gesto de baile sobre el escritorio.

El médico jefe volvió a hacerse oír con voz temerosa:
—Querida Alzbeta, sería precioso que nos hiciera un striteas*, pero en otra parte. Ya sabe que éste es un lugar de trabajo.


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El gran striteas*

—¡Señor médico jefe, yo sé lo que puedo hacer! —respondió Alzbeta.

Ahora tenía puesto su uniforme azul pálido de cuello blanco y no cesaba de contonearse.

Después se llevó las manos a la cintura y fue deslizándolas a lo largo del cuerpo hasta elevarlas por encima de la cabeza; luego pasó la mano derecha hacia arriba por el brazo izquierdo, que permanecía levantado, y luego la mano izquierda por el brazo derecho, haciendo entonces con ambas manos un movimiento elegante en dirección a Flajsman, como si le lanzase la blusa. Flajsman se asustó y dio un salto.

—Niñato, se te ha caído al suelo —le gritó.

Después volvió a llevarse las manos a la cintura y esta vez las deslizó hacia abajo, a lo largo de las piernas; cuando estaba ya completamente agachada, levantó primero la pierna derecha y después la izquierda; después miró al médico jefe e hizo un movimiento brusco con el brazo derecho, como si le lanzase una falda imaginaria. El médico jefe estiró en ese momento el brazo, extendiendo los dedos y cerrando inmediatamente el puño. Luego apoyó esa mano sobre la rodilla y con la otra mano le envió un beso a Alzbeta.

Tras contonearse y bailar un rato mas, Alzbeta se puso de puntillas, dobló los brazos y se llevó las manos a la espalda; después volvió a llevar con movimientos rítmicos las manos hacia delante e hizo nuevamente un suave gesto con el brazo, esta vez en dirección a Havel, el cual movió también imperceptiblemente la mano, sin saber a qué atenerse.

Entonces Alzbeta se irguió y empezó a pasear con un gesto altivo por la habitación; se detuvo junto a cada uno de sus cuatro espectadores, elevando ante cada uno de ellos la simbólica desnudez de sus pechos. Finalmente se detuvo frente a Havel, volvió a mover las caderas e, inclinándose levemente, deslizó las manos por los costados hacia abajo y una vez más (como hacía un momento) levantó primero una pierna y después la otra y entonces se incorporó triunfante, alzando la mano derecha como si sostuviera con el pulgar y el índice unas bragas invisibles. Con aquella mano volvió a hacer un lento movimiento en dirección a Havel.

Después, erguida en toda la magnificencia de su ficticia desnudez, ya no miraba a nadie, ni siquiera a Havel, observando hacia abajo, con los ojos entreabiertos y la cabeza ladeada, su propio cuerpo que se contoneaba.

Entonces, de pronto, su orgullosa postura se quebró y Alzbeta se sentó en las rodillas del doctor Havel; bostezando, le dijo:

—Estoy cansada —alargó el brazo hacia el vaso de Havel y dio un trago.
—Doctor —le dijo a Havel—, ¿tienes algún estimulante? ¡Yo no pienso dormir! —Siendo para usted, lo que haga falta —dijo Havel, levantó a Alzbeta de sus rodillas, la sentó en una silla y fue hacia el botiquín. Encontró un somnífero poderoso y le dio dos pastillas a Alzbeta.

—¿Esto me despertará? —le preguntó. —Como que me llamo Havel —dijo Havel.


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Las palabras de despedida de Alzbeta

Después de tomarse las dos pastillas, Alzbeta intentó volver a sentarse en las rodillas de Havel, pero Havel separó las piernas y Alzbeta cayó al suelo.

A Havel le dio lástima, en ese mismo momento, lo que había hecho, porque en realidad no tenía la menor intención de dejar caer a Alzbeta de aquella forma humillante, y si había separado las piernas había sido más bien por un movimiento involuntario debido al desagrado que le producía tocar con sus piernas el trasero de Alzbeta.

Así que trató de levantarla, pero Alzbeta permanecía, con dolida terquedad, aferrada con todo su peso al suelo.

En ese momento Flajsman se incorporó y le dijo:
—Está borracha y debería ir a dormir.
Alzbeta lo miró desde el suelo con inmenso desprecio y (saboreando el patetismo masoquista de su ser-en-la-tierra) le dijo:
—Salvaje. Estúpido —y una vez más—: Estúpido.
Havel volvió a tratar de levantarla, pero ella se le zafó con rabia y empezó a lloriquear.

Nadie sabía qué decir, de modo que los lloriqueos resonaban en la habitación silenciosa como un violín solista. Al cabo de un rato a la doctora se le ocurrió empezar a silbar suavemente. Alzbeta se levantó bruscamente, se dirigió hacia la puerta y, en el momento en que cogió el pestillo, se volvió hacia la habitación y dijo:

—Salvajes. Salvajes. Si supieran. No saben nada. No saben nada.


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El médico jefe acusa a Flajsman


Cuando ella salió, se produjo un silencio que el médico jefe fue el primero en romper:

—Ya ve, Flajsman. Dice que le dan lástima las mujeres. Pero si le dan lástima, ¿por qué no le da lástima Alzbeta?

—¿Yo qué tengo que ver con ella? —se defendió Flajsman.
—No se haga el que no sabe. Ya se lo dijimos hace un momento. Está loca por usted. —¿Y yo tengo la culpa? —preguntó Flajsman.
—No la tiene —dijo el médico jefe—, pero tiene la culpa de ser brusco con ella y de
hacerla sufrir. Durante toda la noche lo único que le importaba era lo que usted hacía, si usted la miraba, si le sonreía, si le decía algo bonito. Y recuerde lo que usted le ha dicho.

—No le dije nada que fuera tan terrible —se defendió Flajsman, pero su voz sonaba notablemente insegura.

—¿Nada que fuera tan terrible? —rió el médico jefe—: Se burló usted de su forma de bailar, aunque bailaba sólo para usted, le aconsejó que tomara abro muro, le dijo que lo único que le iba a ella era la masturbación. ¡Nada que fuera tan terrible! Cuando estaba haciendo striteas* dejó caer su falda.

—¿Qué falda? —se defendió Flajsman.

—La falda —dijo el médico jefe—. Y no se haga el estúpido. Al final la mandó a dormir, a pesar de que un momento antes se había tomado una pastilla contra el cansancio.

—Pero si perseguía a Havel y no a mí —seguía defendiéndose Flajsman.

—Déjese de comedias —dijo el médico jefe con severidad—. ¿Qué podía hacer si usted no le hacía caso? Le provocaba. Y lo único que quería era que usted tuviera un poco de celos. Vaya caballerosidad la suya.

—No lo haga sufrir más, jefe —dijo la doctora—. Es cruel, pero en cambio es joven. —Es un ángel castigador —dijo Havel.




Papeles mitológicos



—Sí, es verdad —dijo la doctora—, fíjense en él: un arcángel hermoso, malvado.

—Somos un grupo mitológico —comentó adormilado el médico jefe—, porque tú eres Diana. Frígida, deportiva, maligna.

—Y usted es un sátiro. Envejecido, lascivo, charlatán —dijo a su vez la doctora—. Y Havel es Don Juan. No es viejo, pero está envejeciendo.

—Qué va. Havel es la muerte —reiteró el médico jefe su antigua tesis.


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El fin de los donjuanes

—Si me corresponde a mí decidir si soy Don Juan o la muerte, debo inclinarme, aunque a disgusto, por la opinión del jefe —dijo Havel y dio un buen trago—. Don Juan era un conquistador. Un conquistador con mayúsculas. El Gran Conquistador. Pero, por favor, ¿cómo puede uno pretender ser conquistador en un territorio en el que nadie se resiste, donde todo es posible y todo está permitido? La era de los donjuanes ha terminado. El descendiente actual de Don Juan ya no conquista, sólo colecciona. El personaje del Gran Conquistador ha sido reemplazado por el del Gran Coleccionista, pero el Coleccionista ya no es, en absoluto, Don Juan. Don Juan fue un personaje de tragedia. Cargaba con una culpa. Pecaba alegremente y se reía de Dios. Era un blasfemo y acabó en el infierno.

»Don Juan llevaba sobre sus espaldas una carga que el Gran Coleccionista ni siquiera puede imaginar, porque en su mundo toda carga ha perdido su peso. Las rocas se han convertido en plumas. En el mundo del Conquistador una mirada tenía el mismo peso que en el imperio del Coleccionista tienen diez años del más intenso amor físico.

»Don Juan era un señor, mientras que el Coleccionista es un esclavo. Don Juan transgredía alegremente las conversaciones y las leyes. El Gran Coleccionista no hace más que cumplir, con el sudor de su frente, las convenciones y la ley, porque el coleccionismo se ha convertido en algo de buena educación, en algo bien visto y casi en una obligación. Si soy culpable de algo, es de no aceptar a Alzbeta.

»E1 Gran Coleccionista no tiene nada en común con la tragedia ni con el drama. El erotismo, que solía servir de señuelo a las catástrofes, se ha convertido gracias a él en algo similar a los desayunos y las cenas, a la filatelia, al ping-pong, cuando no a viajar en tranvía o a salir de compras. El lo ha introducido en el ciclo de lo cotidiano. Lo ha convertido en la tramoya y las tablas de una escena sobre la cual el verdadero drama aún debe hacer su aparición. Cuidado, amigo —exclamó patéticamente Havel—, mis amores (si es que puedo llamarlos así) son el suelo de un escenario sobre el cual no se representa obra alguna.

»Querida doctora y querido jefe. Ustedes han planteado la contradicción entre Don Juan y la muerte. De ese modo, por pura casualidad, por descuido, han llegado a la esencia de la cuestión. Miren. Don Juan lucha contra lo imposible. Y eso es precisamente muy humano. En cambio, en el imperio del Gran Coleccionista, no hay nada imposible, porque es el imperio de la muerte. El Gran Coleccionista es la muerte que ha venido a buscar la tragedia, el drama, el amor. La muerte que ha venido a buscar a Don Juan. En el fuego infernal al que lo envió el Comendador, Don Juan está vivo. Pero, en el mundo del Gran Coleccionista, donde las pasiones y los sentimientos flotan por el aire como plumas, en ese mundo está muerto para siempre.

»Qué va, querida doctora —dijo Havel con tristeza—, ¿qué tendré que ver yo con Don Juan? ¿Qué no daría yo por ver al Comendador y sentir en el alma el terrible peso de su maldición y sentir dentro de mí crecer la grandeza de la tragedia? Qué va, doctora, yo soy en el mejor de los casos un personaje de comedia, y ni siquiera eso es por mérito propio, sino por mérito de Don Juan precisamente, porque sólo con su trágica alegría como telón histórico de fondo es posible percibir, más o menos, la cómica tristeza de mi existencia de mujeriego, que sin este punto de comparación no sería más que gris trivialidad y aburrido telón de fondo.


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Nuevas señales

Havel, fatigado por el largo discurso (durante el cual el médico jefe cabeceó de sueño en dos oportunidades), se quedó callado. Tras dejar pasar un segundo, que estuvo cargado de emoción, habló la doctora:

—No sospechaba, doctor, que supiese hablar con tanta hilación. Se ha descrito usted mismo como un personaje de comedia, como una existencia gris, un aburrimiento y un cero a la izquierda. Por desgracia el modo en que ha hablado ha sido excesivamente refinado. Esa es su maldita astucia: decir que es un mendigo, pero hacerlo con palabras tan majestuosas como para parecer más bien un rey que un mendigo. Es usted un tramposo, Havel. Orgulloso incluso en los momentos en los que se denigra a sí mismo. Es usted un tramposo descarado.

Flajsman se echó a reír, porque para satisfacción suya creyó encontrar en las palabras de la doctora desprecio por Havel. Estimulado por las burlas de la doctora y por su propia risa, se acercó a la ventana y dijo significativamente:

—¡Qué noche!

—Sí —dijo la doctora—, una noche preciosa. ¡Y Havel quiere hacerse pasar por la muerte! ¿Se ha fijado acaso, Havel, en lo hermosa que está la noche?

—De ninguna manera —dijo Flajsman—, a Havel le da lo mismo una mujer que otra, una noche que otra, le da lo mismo el invierno que el verano. El doctor Havel se niega a hacer distinciones entre detalles de segundo orden.

—Ha dado en el blanco —dijo Havel.

Flajsman llegó a la conclusión de que esta vez su encuentro con la doctora iba a salir bien: el médico jefe ya había bebido mucho y parecía que el sueño, que le había atacado en los últimos minutos, le había hecho bajar considerablemente la guardia; por eso, pro- curando pasar desapercibido, dijo:

—¡Uy, mi vejiga! —y, echándole una mirada a la doctora, salió de la habitación.


Gas

Mientras recorría el pasillo recordaba con satisfacción la forma en que la doctora había estado toda la noche burlándose de los dos hombres, del médico jefe y de Havel, al cual, muy apropiadamente, acababa de llamar tramposo, y estaba asombrado viendo cómo se repetía una vez más lo que siempre le asombraba precisamente por la regularidad con que se repetía: gusta a las mujeres, le dan preferencia ante hombres más experimentados que él, lo cual, en el caso de la doctora, que es evidentemente una mujer excepcionalmente exigente, inteligente y un poco (agradablemente) engreída, es un gran éxito, nuevo e inesperado.

Con semejante estado de ánimo atravesaba Flajsman el largo corredor en dirección a la salida. Cuando ya estaba casi a la altura de la puerta de salida que conducía al jardín, sintió de pronto un olor a gas. Se detuvo a investigar de dónde provenía. El olor era más intenso en las proximidades de la puerta que conducía a la habitación de las enfermeras. Flajsman se dio cuenta, de pronto, de que estaba muy asustado.

Lo primero que se le ocurrió fue correr a toda velocidad en sentido contrario y llamar al médico jefe y a Havel, pero finalmente tomó la decisión de intentar abrir él mismo la puerta (quizá porque supuso que estaría cerrada con llave o incluso atrancada). Pero para su asombro la puerta se abrió. En la habitación estaba encendida una gran lámpara de techo que iluminaba un gran cuerpo desnudo de mujer tendido en el sofá. Flajsman echó una mirada a la habitación y se lanzó hacia la cocinilla. Cerró la llave del gas, que estaba abierta. Después corrió hacia la ventana y la abrió de par en par.


Nota entre paréntesis

(Es posible afirmar que Flajsman actuó con rapidez y bastante presencia de ánimo. Sin embargo hubo una cosa que no fue capaz de registrar con frialdad. Se pasó todo un segundo miranda con asombro el cuerpo desnudo de Alzbeta, pero el susto le llenaba hasta tal punto que no fue capaz de ver a través de aquel velo lo que ahora nosotros, desde una perspectiva conveniente, podemos saborear plenamente:

Aquel cuerpo era maravilloso. Yacía boca arriba, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un costado y con un hombro igualmente inclinado hacia el otro, de modo que los dos hermosos pechos se apretaban uno contra otro y sus formas destacaban plenamente.

Una de las piernas de Alzbeta estaba estirada y la otra levemente doblada en la rodilla, de modo que podía apreciarse tanto la estupenda rotundidad de los muslos como el color negro extraordinariamente intenso del pubis. )

Una llamada de socorro

Después de abrir de par en par la ventana y la puerta, Flajsman salió al pasillo y empezó a gritar. Todo lo que sucedió a partir de entonces se produjo con la rapidez rutinaria: la respiración artificial, la llamada telefónica al departamento de Medicina Interna, la camilla para transportar a la enfermera, el traslado al médico de guardia de Medicina Interna, otra respiración artificial, la reanimación, la transfusión de sangre y, finalmente, una profunda expiración con la cual la vida de Alzbeta demostró hallarse sin duda fuera de todo peligro.


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TERCER ACTO

Lo que dijo cada uno

Cuando los cuatro médicos salieron de la sección de Medicina Interna y se detuvieron en el patio, tenían cara de agotados.

El médico jefe dijo:
—La pequeña Alzbeta nos ha estropeado el symposion.
La doctora dijo:
—Las mujeres insatisfechas siempre traen mala suerte.
Havel dijo:
—Es curioso. Hizo falta que intentara suicidarse para que nos diéramos cuenta de

que tiene un cuerpo tan hermoso.
Al oír esas palabras, Flajsman miró (largamente) a Havel y dijo:
—Ya no tengo ganas ni de borrachera ni de ingeniosidades. Buenas noches —y se
dirigió hacia la salida del hospital.


La teoría de Flajsman

Las frases de sus colegas le parecían a Flajsman asquerosas. Veía en ellas la insensibilidad propia de la gente que se está haciendo vieja, la crueldad de una edad que se elevaba ante su juventud como una barrera hostil. Por eso se alegró de haberse quedado solo y de poder ir dando un paseo para experimentar y saborear plenamente su excitación: con placentero horror se repetía una y otra vez que Alzbeta había estado a punto de morir y que el culpable de aquella muerte era él.

Sabía, por supuesto, que el su***dio no suele tener una sola causa, sino, por lo general, todo un cúmulo de motivos, pero no podía ocultarse a sí mismo que una de las causas (y probablemente la decisiva) era él mismo, debido, por una parte, al mero hecho de su existencia y, por otra, a su comportamiento del día de hoy.

Ahora se acusaba a sí mismo de un modo patético. Se llamaba egoísta orgulloso que no se fija más que en sus éxitos amorosos. Se burlaba de que hubiera sido capaz de dejarse cegar por el interés que la doctora había manifestado por él. Se echaba en cara que Alzbeta se hubiera transformado para él en una simple cosa, en un recipiente en el que había derramado su rabia porque el celoso médico jefe le había estropeado su cita nocturna. ¿Con qué derecho, con qué derecho se ha comportado así con una persona inocente?

Claro que el joven médico no era un espíritu primitivo; cada uno de sus estados de ánimo llevaba implícita la dialéctica de la aseveración y la objeción, así que también en esa ocasión al acusador interno le respondió el defensor interno: Por supuesto que los sarcasmos que le había dirigido a Alzbeta estaban fuera de lugar, pero difícilmente hubieran tenido consecuencias tan trágicas de no ser porque Alzbeta le amaba. Pero ¿qué puede hacer Flajsman si alguien se enamora de él? ¿Acaso se convierte automáticamente en responsable de sus actos?

Se detuvo en este interrogante y le pareció que era la clave de todo el secreto de la existencia humana. Se detuvo incluso en su camino y con total seriedad se respondió: no, no tenía razón cuando intentaba convencer hoy al médico jefe de que no era responsable de lo que hacía inintencionadamente. ¿Acaso puede reducirse a sí mismo exclusivamente a lo consciente y deliberado? Lo que hace inconscientemente también forma parte de la esfera de su personalidad y ¿quién sino él iba a responder de ello? Sí, es culpable de que Alzbeta le amase; es culpable de haberlo ignorado; es culpable de no haberle dado importancia; es culpable. Ha estado a punto de matar a una persona.


La teoría del médico jefe

Mientras Flajsman se sumergía en sus reflexiones autocontemplativas, el médico jefe, Havel y la doctora volvieron a la sala de guardia y, ciertamente, ya no tenían ganas de seguir bebiendo; permanecieron un rato en silencio y luego Havel suspiró:

—¿Qué cable se le habrá cruzado a Alzbeta?

—Nada de sentimentalismos, doctor —dijo el médico jefe—. Cuando alguien hace una tontería como ésta, me niego a adoptar una postura emocional. Además, si usted no se hubiera cerrado en banda y hubiera hecho hace ya mucho tiempo lo mismo que no siente reparo alguno en hacer con todas las demás, esto no hubiera sucedido.

—Muchas gracias por haberme convertido en el causante del su***dio —dijo Havel.

—Hablemos con precisión —respondió el médico jefe—, no se trató de un su***dio, sino de una manifestación de protesta realizada mediante un su***dio, preparado de tal manera que la catástrofe no se produjera. Querido doctor, cuando alguien quiere suicidarse, lo primero que hace es cerrar la puerta con llave. Y no sólo eso, además tapona bien todas las rendijas para que la presencia del gas se note lo más tarde posible. Pero Alzbeta no trataba de conseguir la muerte, trataba de conseguirlo a usted.

»Quién sabe cuántas semanas llevaba deseando que llegase este día, porque le tocaba hacer guardia junto con usted y desde que empezó la noche se dedicó a usted sin el menor recato. Pero usted se había emperrado en no hacerle caso. Y cuanto más se emperraba, más bebía ella y más llamativos eran los medios que empleaba: no paraba de hablar, bailaba, quería hacer striteas*.

»Ya ve, al fin y al cabo parece que todo esto tiene algo enternecedor. Como no podía atraer la atención de sus ojos ni la de sus oídos, lo apostó todo a su olfato y abrió la llave del gas. Antes de abrirla, se desnudó. Sabía que tenía un cuerpo hermoso y quería obligarle a que lo viese. Recuerde cómo decía desde la puerta: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada. Así que ahora ya lo sabe, Alzbeta tiene una cara horrible, pero un cuerpo hermoso. Usted mismo lo ha reconocido. Ya ve que sus cálculos no fueron tan equivocados. Es posible que ahora, por fin, se deje usted convencer.

—Puede —dijo Havel encogiéndose de hombros. —Seguro —dijo el médico jefe.


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La teoría de Havel

—Lo que usted dice, jefe, es convincente, pero comete usted un error: sobrevalora mi papel en esta historia. Aquí no se trataba de mí. No era yo el que se negaba a acostarse con Alzbeta. Con Alzbeta no quería acostarse nadie.

»Hoy, cuando me preguntó por qué no quería aceptar a Alzbeta, le dije no se qué despropósitos acerca de la belleza del libre albedrío y de que quería conservar mi libertad. Pero no eran más que frases ocurrentes para disimular la verdad, que es precisamente la contraria y no muy elogiosa para mí: rechacé a Alzbeta precisamente porque no sé ser libre. Y es que no acostarse con Alzbeta se ha puesto de moda. Nadie se acuesta con ella y, si alguien se acostase, no lo reconocería, porque todos se reirían de él. La moda es una terrible servidumbre y yo me sometí a ella como un esclavo. Y como Alzbeta es una mujer madura, aquello le tenía sorbido el seso. Y es probable que lo que más le sorbiera el seso fuera precisamente mi rechazo, porque ya se sabe que yo arramplo con todo. Pero a mí me importaba más la moda que el seso de Alzbeta.

»Y tiene usted razón, jefe: ella sabe que tiene un cuerpo hermoso y por eso estaba convencida de que toda aquella situación era un absurdo total y una injusticia y por eso protestaba. Recuerde cómo se pasó la noche haciendo permanente referencia a su cuerpo. Cuando hablaba de la sueca que hacía striteas* en Viena, se acariciaba los pechos y decía que eran más bonitos que los de la sueca. Además recuerde que sus pechos y su trasero llenaron hoy esta habitación como si fueran una multitud de manifestantes. ¡De verdad, jefe, fue una manifestación!

»¡Y acuérdese de su striteas*, acuérdese de cómo lo sentía! ¡Ha sido el striteas* más triste que he visto en mi vida! Se desnudaba apasionadamente y al mismo tiempo seguía metida dentro de la odiada funda de su uniforme de enfermera. Se desnudaba y no podía desnudarse. Y a pesar de que sabía que no iba a desnudarse, se desnudaba porque quería trasmitirnos su triste e irrealizable deseo de desnudarse. Jefe, no se estaba desnudando, estaba cantando sobre su desnudez, sobre la imposibilidad de desnudarse, sobre la imposibilidad de amar, ¡sobre la imposibilidad de vivir! Pero nosotros no queríamos oírla, estábamos con la cabeza gacha, sin tomar parte.

—¡Es usted un putañero romántico! ¿Cómo puede creer que de verdad pretendía morir?— le gritó el médico jefe a Havel.

—Recuerde —dijo Havel— cuando me dijo mientras bailaba: ¡Todavía estoy viva! ¡Todavía sigo estando viva! ¿Se acuerda? Desde que empezó a bailar, ya sabía lo que iba a hacer.

—¿Y por qué quería morir desnuda, eh? ¿Qué explicación tiene para eso?

—Quería llegar a los brazos de la muerte como se llega a los brazos de un amante. Por eso se desnudó, se peinó, se pintó...

—¡Y por eso dejó la puerta sin llave, claro! ¡No trate de convencerse de que quería morir de verdad!

—Es posible que no supiera exactamente lo que quería hacer. ¿Acaso usted sabe lo que quiere? ¿Quién de nosotros lo sabe? Quería y no quería. Quería sinceramente morir y al mismo tiempo (con la misma sinceridad) quería retener ese momento en que estaba en medio del acto que la conduciría a la muerte y sentía que aquel acto la engrandecía. Por supuesto que no deseaba que la viéramos cuando estuviese ya completamente marrón, maloliente y deformada. Quería que la viésemos en toda su gloria, partiendo en su hermoso e inmaculado cuerpo a acostarse con la muerte. Quería que, al menos en ese momento esencial, le envidiáramos a la muerte su cuerpo y lo deseáramos para nosotros.


La teoría de la doctora


—Estimados amigos —dijo la doctora, que hasta entonces había estado oyendo atentamente a los dos médicos—, en la medida en que como mujer puedo apreciarlo, los dos han hablado de un modo lógico. Sus teorías son, en sí mismas, convincentes y encierran un sorprendente conocimiento de la vida. Sólo tienen un pequeño defecto. No contienen ni un gramo de verdad. Porque Alzbeta no pretendía suicidarse. Ni de verdad ni para llamar la atención. De ninguna manera.
La doctora estuvo un momento saboreando el efecto de sus palabras y después continuó:

—Estimados amigos, se nota que tienen ustedes mala conciencia. Cuando volvimos de Medicina Interna, evitaron pasar por la habitación de Alzbeta. No querían ni verla. En cambio yo la examiné detalladamente mientras ustedes le hacían la respiración artificial a Alzbeta. Había un cazo puesto al fuego. Alzbeta se estaba haciendo un café y se quedó dormida. El agua se salió por fuera y apagó el fuego.

Los dos médicos fueron a toda prisa con la doctora hasta la habitación de Alzbeta y, en efecto, encima de la cocinilla había un cacito en el que hasta quedaba un poco de agua.

—Pero entonces, ¿por qué estaba desnuda? —se asombró el médico jefe.

—Fíjense —la doctora señaló hacia tres de los ángulos de la habitación: en el suelo, bajo la ventana, yacía el vestido azul pálido, de un pequeño armario con medicinas colgaba un sostén y en la esquina opuesta, en el suelo, había unas bragas blancas—, Alzbeta lanzó cada una de sus prendas hacia un lado distinto, lo cual demuestra que quiso hacer, aunque fuese para sí misma, el striteas* que usted, el cauto médico jefe, le impidió realizar.

»A1 desnudarse, probablemente se sintió cansada. Eso no le venía bien, porque no había renunciado en absoluto a sus planes para esta noche. Sabía que todos nosotros nos iríamos y que Havel se quedaría solo. Ese fue el motivo de que pidiera un estimulante. De modo que se propuso hacerse un café y puso un cazo con agua a calentar. Después volvió a ver su cuerpo y eso la excitó. Estimados señores, Alzbeta tenía con respecto a ustedes una ventaja. Al mirarse no veía su propia cabeza. Así que era absolutamente hermosa. Se excitó y se tendió en la cama. Pero seguramente el sueño llegó antes que el placer.

—Seguro —se acordó Havel—, ¡si yo le di pastillas para dormir!
—Eso sí que es de su estilo —dijo la doctora—. ¿Todavía le queda alguna duda?
—Sí —dijo Havel—. Recuerde lo que decía: ¡Aún no me he muerto! ¡Todavía estoy

viva!. ¡Todavía sigo estando viva! Y sus últimas palabras: las dijo con un patetismo como si fueran sus palabras de despedida: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada.

—Pero, Havel —dijo la doctora—, no sabe que el noventa y nueve por ciento de lo que la gente dice son chorradas. ¿O es que usted mismo no habla la mayoría de las veces sólo por hablar?

Los médicos se quedaron un rato más de charla y después salieron los tres del pabellón; el médico jefe y la doctora le dieron la mano a Havel y se marcharon.


El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 
Los perfumes flotaban en el aire de la noche

Flajsman llegó por fin a la calle de un barrio de las afueras en la que vivía con su familia en una casa con jardín. Abrió la verja pero no llegó hasta la puerta de la casa sino que se sentó en un banco sobre el cual se abrían las rosas que su mamá cuidaba con esmero.

En la noche de verano flotaban los perfumes de las flores y palabras como «culpable», «egoísmo», «amado» y «muerte» subían por el pecho de Flajsman y lo llenaban de un elevado sentimiento de placer, de modo que sentía como si le hubieran crecido alas en la espalda.

En medio de aquella avalancha de melancólica felicidad se dio cuenta de que era amado como nunca lo había sido hasta entonces. Claro, algunas mujeres ya le habían manifestado su aprecio, pero ahora tiene que ser gélidamente veraz consigo mismo:

¿siempre había sido amor? ¿No se había hecho a veces excesivas ilusiones? ¿No había exagerado las cosas? Por ejemplo Klara, ¿acaso lo suyo no tenía más de conveniencia que de enamoramiento? ¿No le importaba más el piso que le estaba buscando que él mismo? A la luz de la actitud de Alzbeta, todo palidecía.

En el aire flotaban las palabras altisonantes y Flajsman pensaba en que lo único que puede dar la medida del amor es la muerte. Al final del verdadero amor está la muerte y sólo un amor que termina en muerte es amor.

En el aire flotaban los perfumes y Flajsman se hacía una pregunta: ¿lo amará alguna vez alguien tanto como esa mujer carente de belleza? ¿Pero qué es la belleza o la falta de belleza en comparación con el amor? ¿Qué es la fealdad del rostro en comparación con un sentimiento en cuya grandeza se refleja lo absoluto?

¿Lo absoluto? Sí. Era un muchacho que acababa de ser arrojado al mundo de la madurez, lleno de inseguridades. Cualquiera que fuera el ímpetu que ponía en perseguir a las chicas, buscaba ante todo un regazo consolador, infinito e inmenso, que lo salvase de la endiablada relatividad del mundo que acababa de descubrir.

El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera

 
CUARTO ACTO

El regreso de la doctora

Hacía ya un rato que el doctor Havel estaba tumbado en la cama, cubierto con una delgada manta de lana, cuando oyó unos golpes en la ventana. A la luz de la luna vio la cara de la doctora y preguntó:

—¿Qué pasa?

—¡Déjeme pasar! —dijo la doctora y se dirigió apresuradamente hacía la puerta del edificio.

Havel se abrochó los botones desabrochados de la camisa y salió de la habitación suspirando.

En cuanto abrió la puerta del pabellón, la doctora entró sin dar demasiadas explicaciones y hasta que no se sentó en un sillón de la sala de guardia, frente a Havel, no empezó a explicar que ni siquiera había podido llegar hasta su casa; es ahora cuando se da cuenta, dijo, de lo excitada que está; le hubiera sido imposible dormir y le ruega a Havel que le dé un poco más de conversación para calmarla.

Havel no se creyó ni una palabra de lo que le contaba la doctora y era tan maleducado (o tan descuidado) que se notaba en su expresión.

Por eso la doctora le dijo:

—Claro que usted no me cree, porque está convencido de que no he venido más que a acostarme con usted.

El doctor hizo un gesto de negación pero la doctora prosiguió:

—Es usted un Don Juan engreído. Naturalmente. Las mujeres, en cuanto le ven, no piensan en otra cosa. Y usted, aburrido y agobiado, cumple con su triste misión.

Havel volvió a hacer un gesto de rechazo, pero la doctora, después de encender un cigarrillo y echar elegantemente el humo, continuó:

—Pobre Don Juan, no tema, no he venido a molestarle. No es usted ni mucho menos como la muerte. Esas no son más que frases ingeniosas de nuestro querido médico jefe. No arrampla usted con todo, porque no todas le permiten arramplar. Le garantizo que yo, por ejemplo, soy completamente inmune a sus encantos.

—¿Eso es lo que vino a decirme?

—Entre otras cosas. Vine a consolarle, a decirle que no es como la muerte. Que yo no dejaría que se me llevara a mí.


La moralidad de Havel

—Es muy amable —dijo Havel—. Es muy amable por no dejar que arrample con usted y por haber venido a decírmelo. Y es verdad que no soy como la muerte. No sólo no acepto a Alzbeta, sino que ni siquiera a usted estaría dispuesto a aceptarla.

—Oh —se asombró la doctora.
—Con eso no quiero decir que no me guste, más bien al contrario. —Ah, bueno —dijo la doctora.
—Sí, me gusta mucho.

—Entonces, ¿por qué no me aceptaría a mí? ¿Porque no me intereso por usted? —No, creo que no tiene nada que ver con eso.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque sale con el jefe.

-¿Y qué?
—El jefe tiene celos. Al jefe le molestaría.
—¿Tiene usted problemas morales? —rió la doctora.
—¿Sabe una cosa? —dijo Havel—, he tenido a lo largo de mi vida bastantes aventuras con las mujeres y eso me ha enseñado a valorar la amistad entre dos hombres. Este tipo de relación, que no está salpicada por la estupidez del erotismo, es el único valor perdurable que he encontrado en la vida.

—¿Al médico jefe lo considera un amigo?
—El médico jefe ha hecho mucho por mí.
—Y por mí mucho más —objetó la doctora.
—Es posible —dijo Havel—, pero de todos modos no se trata de gratitud.

Simplemente le tengo cariño. Es un tío excelente. Y le tiene a usted mucho apego. Si yo tratase de seducirla, tendría que considerarme a mí mismo un canalla.



Ataque al médico jefe


—No pensé —dijo la doctora— que iba a oírle a usted semejante oda a la amistad. Adquiere usted, doctor, un aspecto que es nuevo y completamente inesperado para mí. No sólo no carece, como era de prever, de sentimientos, sino que además se los dedica (y eso es enternecedor) a un hombre viejo, canoso, medio calvo, que ya no llama la atención más que por su comicidad. ¿Se fijó en él hoy? ¿En su forma de pavonearse permanentemente? Siempre está intentando demostrar una serie de cosas sin que nadie le crea.

»En primer lugar pretende demostrar que es ingenioso. ¿Se fijó? No paró de hablar, de divertir a los presentes, de decir cosas graciosas, el doctor Havel es como la muerte, de inventar paradojas sobre la desgracia del matrimonio feliz (¡como si no se lo hubiera oído ya cincuenta veces!), de tomarle el pelo a Flajsman (¡como si para eso hiciera falta ser ingenioso!).

»En segundo lugar trata de demostrar que es un buen amigo. Por supuesto, en realidad, no quiere a nadie que tenga pelos en la cabeza, pero eso hace que se esfuerce aún más. Le dijo cosas agradables a usted, me las dijo a mí, estuvo paternalmente tierno con Alzbeta e incluso a Flajsman sólo le tomó el pelo con cuidado para que no se diese cuenta.

»Y en tercer lugar y ante todo, trata de demostrar que es un fenómeno. Trata desesperadamente de ocultar su aspecto actual mediante la facha que tuvo en otros tiempos, que desgraciadamente ya no tiene y que ninguno de nosotros recuerda. Tiene que haberse fijado con qué rapidez colocó la historia de la putita que lo rechazó, sólo para tener la oportunidad de recordar su irresistible rostro juvenil y para tapar con él su lamentable calvicie.

Defensa del médico jefe


—Todo lo que está diciendo es casi cierto, doctora —respondió Havel—. Pero todo eso no hace más que darme buenos motivos para querer al jefe, porque todo eso me toca más de cerca de lo que usted supone. ¿Por qué iba a reírme de una calvicie que a mí también me espera? ¿Por qué iba a reírme de los esforzados intentos del jefe por no ser quien es?

»Una persona mayor, o bien se resigna a ser quien es, ese lamentable resto de sí misma, o no se resigna.

Pero ¿qué puede hacer si no se resigna? No puede hacer otra cosa que aparentar que no es quien es. No puede hacer otra cosa que crear, en una trabajosa ficción, todo lo que ya no existe, lo que ha perdido; debe inventar, crear y mostrar su alegría, su vitalidad, su camaradería. Tiene que recrear su imagen juvenil y tratar de confundirse con ella y transformarse en ella. En esa comedia del jefe me veo a mí mismo, a mi propio futuro. Esto, claro, si tengo fuerzas suficientes para resistirme a la rendición, que es con seguridad un mal peor que esa triste comedia.

»Es posible que usted haya acertado al analizar al jefe. Pero yo así le quiero aún más y nunca sería capaz de hacerle daño, de lo cual se desprende que jamás podría tener algo que ver con usted.

El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 

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