EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS - Milan Kundera

8

Eso fue el martes, y el jueves, cuando Eduard fue invitado nuevamente al apartamento de la directora, entró alegre y confiado, porque no tenía la menor duda de que el encanto de su ser iba a diluir la historia de la iglesia convirtiéndola en una mera nubecilla de humo, en una mera nada. Pero así es cómo suele suceder en la vida: el hombre cree que desempeña su papel en determinada obra y no sabe que mientras tanto han cambiado el decorado en el escenario sin que lo note y sin darse cuenta se encuentra en medio de una representación completamente distinta.

Estaba sentado de nuevo en el sillón frente a la directora; entre los dos había una mesilla y encima de ella una botella de coñac flanqueada por dos copas. Y precisamente esa botella de coñac era aquel nuevo decorado por el cual un hombre perspicaz, de espíritu sensato, advertiría de inmediato que la historia de la iglesia ya no es, en absoluto, lo que está en juego.

Pero el inocente Eduard estaba hasta tal punto encantado consigo mismo que al comienzo no se percataba de nada en absoluto. Participó alegremente en la conversación inicial (indeterminada y genérica en su contenido), bebió la copa que le fue ofrecida y se aburrió sin malicia alguna. Al cabo de media hora o de una hora, la directora pasó disimuladamente a hablar de temas más personales; empezó a hablar de sí misma para que sus palabras la hicieran aparecer ante Eduard tal como ella lo deseaba: una mujer sensata de mediana edad, no demasiado feliz, pero que acepta con dignidad su sino, una mujer que no se queja de nada y que incluso está satisfecha de no haberse casado, porque sólo así puede saborear el maduro sabor de su independencia y la alegría que le produce la intimidad que le otorga su hermoso apartamento en el que se siente a gusto y en el que seguramente tampoco Eduard está a disgusto.

—No, estoy encantado —dijo Eduard, y lo dijo con angustia porque precisamente en ese momento había dejado de estar encantado.

La botella de coñac (que de forma tan incauta había solicitado durante su anterior visita y que ahora aparecía en la mesa con amenazadora complacencia), las cuatro paredes del apartamento (delimitando un ámbito que parecía cada vez más estrecho, cada vez más cerrado), el monólogo de la directora (centrado en temas cada vez más personales), su mirada (peligrosamente fija), todo aquello hizo que por fin empezase a notar el cambio de representación; comprendió que se encontraba en una situación cuya evolución estaba irrevocablemente prefijada; se dio cuenta de que su situación en el colegio no corría peligro por el desagrado que él pudiera producirle a la directora, sino precisamente por lo contrario: por el desagrado físico que a él le produce esa mujer flaca que tiene vello bajo la nariz y le incita a beber. La angustia le atenazaba la garganta.

Obedeció a la directora y bebió, pero su angustia era ahora tan fuerte que el alcohol no le hacía efecto alguno. En cambio la directora, después de beberse dos copas, había abandonado por completo su habitual sobriedad y sus palabras adquirían una exaltación casi amenazante.

—Hay una cosa que le envidio —decía—, que sea tan joven. Usted aún no puede saber lo que es un desengaño, lo que es una desilusión. Usted aún ve el mundo lleno de esperanza y de belleza.

Se inclinó por encima de la mesa hacia Eduard y, nostálgicamente silenciosa (con una sonrisa inmóvil y forzada), fijó en él sus ojos terriblemente grandes, mientras Eduard se decía que, si no conseguía emborracharse un poco, esta noche iba a terminar para él con un vergonzoso fracaso; por eso se sirvió otra copa de coñac y la bebió con rapidez.

Y la directora seguía:

—¡Pero yo quiero verle así! ¡Como usted! —y después se levantó del sillón, sacó pecho y dijo—: ¿Verdad que no soy una pesada? ¿Verdad que no? —y dio la vuelta a la mesa y cogió a Eduard de la mano—: ¿Verdad que no?

—No —dijo Eduard.

—Venga, vamos a bailar —dijo, soltó la mano de Eduard, se lanzó hacia el botón de la radio y le dio vuelta hasta encontrar una especie de música bailable.

Después se quedó de pie, con una sonrisa, delante de Eduard.
Eduard se levantó, cogió a la directora y empezó a conducirla por la habitación al ritmo de la música. La directora a ratos apoyaba tiernamente la cabeza sobre su hombro, después la levantaba bruscamente para mirarle a los ojos, al cabo de un rato volvía a canturrear en voz baja la melodía que estaba sonando.

Eduard se sentía tan incómodo que interrumpió varias veces el baile para beber. No había nada que deseara más que terminar con la ridiculez de aquel bailoteo interminable, pero tampoco había nada que le diera más miedo, porque la ridiculez de lo que vendría después del baile parecía aún más insoportable. Por eso siguió conduciendo a la canturreante señora por la estrecha habitación, observando ininterrumpidamente (y atentamente) el ansiado efecto del alcohol. Cuando por fin le pareció que el alcohol le había oscurecido un tanto la mente, apretó con la mano derecha a la directora contra su cuerpo y le puso la mano izquierda sobre un pecho.

Sí, hizo precisamente aquello en lo que había estado pensando con horror durante toda la noche; hubiera dado quién sabe qué para no tener que hacerlo y, si lo hizo, créanselo, fue sólo porque realmente tuvo que hacerlo: la situación en la que se encontraba desde el comienzo de la noche era tan imparable que resultaba posible, eso sí, hacer que transcurriese más despacio, pero era imposible detenerla de ninguna manera, de modo que al poner la mano sobre el pecho de la directora, Eduard no hacía más que someterse a las órdenes de una necesidad irreversible.

Pero los efectos de su actuación superaron todas las previsiones. Como si hubiera oído una mágica voz de mando, la directora empezó a retorcerse en sus brazos e inmediatamente apoyó su peludo labio superior sobre la boca de él. Después lo arrastró hacia el sofá y, retorciéndose salvajemente y respirando ruidosamente, le mordió el labio y hasta la punta de la lengua, lo cual le produjo a Eduard un fuerte dolor. Después se soltó de sus brazos, dijo: «¡Espera!» y corrió al cuarto de baño.

Eduard se lamió un dedo y comprobó que la lengua le sangraba un poco. El mordisco le dolía tanto que la trabajosa borrachera había desaparecido y la angustia volvía a atenazarle la garganta pensando en lo que le esperaba. En el cuarto de baño se oía el rui- do del agua al caer, acompañado por un poderoso chapoteo. Cogió la botella de coñac, se la llevó a la boca y dio un buen trago.

Pero en ese momento apareció por la puerta la directora con un camisón de nylon transparente (adornado en el pecho con gran cantidad de encaje) y avanzó lentamente hacia Eduard. Lo abrazó. Después se separó de él y le dijo con un reproche:

—¿Por qué estás vestido?

Eduard se quitó la chaqueta y al mirar a la directora (tenía fijos en él sus grandes ojos) fue incapaz de pensar en otra cosa que en su cuerpo que, con probabilidad, iba a sabotear su decidida voluntad. Con la intención de estimular de algún modo su cuerpo, dijo con voz insegura:

—Desnúdese del todo.

Con un brusco movimiento, entusiastamente obediente, se quitó el camisón, dejando al desnudo una figura delgada, blanca, en cuyo centro el tupido color negro sobresalía en conmovedora orfandad. Se aproximaba lentamente hacia él y Eduard comprobaba horrorizado lo que de todos modos ya sabía: su cuerpo estaba completamente agarrotado por la angustia.

Ya sé, señores, que con el paso de los años han ido acostumbrándose a alguna ocasional desobediencia de su propio cuerpo y que eso no les saca en absoluto de quicio. Pero comprendan, ¡Eduard era joven! Los sabotajes de su cuerpo le hacían caer siempre en un pánico increíble y aquello era para él una vergüenza inexplicable, tanto si le ocurría en presencia de un rostro hermoso como si le sucedía ante uno tan horrible y cómico como era el de la directora. Y la directora estaba ya a un paso y él, asustado y sin saber qué hacer, dijo de pronto, sin siquiera darse cuenta (fue más bien el producto de una inspiración que el de una astuta reflexión):

—¡No, no, no por Dios! ¡No, eso es pecado, eso sería pecado! —y se apartó de un salto.

La directora seguía aproximándose a él y murmuraba con voz profunda:
—¡No es pecado! ¡El pecado no existe!
Eduard retrocedió hasta detrás de la mesilla junto a la que habían estado sentados

hacía un momento:
—¡No, yo no puedo hacerlo, no puedo hacerlo!
La directora apartó el sillón que se interponía en su camino y siguió avanzando hacia

Eduard, sin quitarle sus grandes ojos negros de encima:
—¡El pecado no existe! ¡El pecado no existe!
Eduard sorteó la mesilla y tras él ya no quedaba más que el sofá; la directora estaba a sólo un paso de él. Ahora ya no tenía a dónde escapar y fue quizás la propia desesperación la que le aconsejó en ese instante, en que ya no había salida, que le ordenase:

—¡Arrodíllate!

Lo miró sin comprender, pero cuando él volvió a repetir con voz firme (aunque desesperada):

—¡Arrodíllate! —cayó entusiasmada ante él y se abrazó a sus piernas. —¡Quita las manos de ahí! —le gritó—. Júntalas!
Volvió a mirarlo sin comprender.
—¡Júntalas! ¿Has oído?

Juntó las manos.
—Reza —le ordenó.
Tenía las manos juntas y lo miraba, entregada.
—Reza para que Dios nos perdone —le chilló.
Tenía las manos juntas, le miraba con sus grandes ojos y Eduard no sólo había obtenido una ventajosa prórroga, sino que al mirarla desde arriba empezó a perder la angustiosa sensación de que no era más que una presa y adquirió confianza en sí mismo. Se alejó de ella para verla por entero y volvió a ordenarle:

—¡Reza!
Como permanecía en silencio, gritó:
—¡Y en voz alta!

Y en efecto: aquella señora arrodillada, flaca, desnuda, empezó a recitar:
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino...
Al recitar las palabras de la oración, miraba hacia arriba, hacia él, como si fuera el mismo Dios. La observaba con creciente placer: estaba arrodillada ante él la directora, humillada por un subordinado; estaba ante él una revolucionaria desnuda, humillada por una oración; estaba ante él una mujer que rezaba, humillada por su desnudez.

Esta triple imagen de la humillación le embriagó y de pronto sucedió algo inesperado: su cuerpo renunciaba a la resistencia pasiva: ¡Eduard estaba excitado!

En el momento en que la directora dijo «y no nos hagas caer en la tentación» se quitó rápidamente toda la ropa. Cuando dijo «Amén», la levantó bruscamente del suelo y la arrastró al sofá.


El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 
9

Eso fue el jueves, y el sábado Eduard se fue con Alice al campo a ver a su hermano.

El hermano les recibió afectuosamente y les dejó la llave de la casa de campo, que no estaba lejos.

Los dos enamorados se marcharon y pasaron toda la tarde recorriendo bosques y prados. Se besaron y Eduard comprobó con manos satisfechas que la línea imaginaria que pasaba por el ombligo y dividía la esfera de la inocencia de la esfera de la fornicación, había perdido su valor. Al principio tuvo ganas de confirmar con palabras este acontecimiento tanto tiempo esperado, pero después se asustó y comprendió que debía callar.

Al parecer, su deducción fue del todo correcta; la inesperada transformación de Alice se había producido independientemente de las muchas semanas que él había dedicado a convencerla, independientemente de su argumentación, independientemente de cualquier tipo de deducción lógica; por el contrario, se basaba exclusivamente en la noticia sobre el martirio de Eduard, y por tanto en un error, e incluso había sido deducida de ese error de forma totalmente ilógica; porque, reflexionemos: ¿por qué iba a tener como resultado la fidelidad de Eduard como mártir de la fe el que Alice, por su parte, fuera infiel a la ley divina? Si Eduard no había traicionado a Dios ante la Comisión Investigadora, ¿por qué iba a tener ella que traicionarlo ahora ante Eduard?

En semejante situación, cualquier reflexión pronunciada en voz alta podía descubrirle a Alice la falta de lógica de su actitud. Y por eso Eduard permanecía sensatamente en silencio, lo cual por otra parte no llamaba en absoluto la atención, porque Alice hablaba ya bastante, estaba alegre y nada hacía suponer que la transformación que se había producido en su alma fuera dramática o dolorosa.

Cuando oscureció, llegaron a la casa de campo, encendieron la luz, después hicieron la cama, se besaron y Alice le pidió entonces a Eduard que apagase la luz. Pero por la ventana seguía penetrando el resplandor de las estrellas, de modo que Eduard, a petición de Alice, tuvo que cerrar también las contraventanas. En completa oscuridad Alice se desnudó y se le entregó.

Tantas semanas había pasado Eduard anhelando que llegase este momento y, curiosamente, ahora, cuando por fin llegaba, no tenía en absoluto la sensación de que fuese tan importante como lo indicaba todo el tiempo que había estado esperándolo; le pareció tan sencillo y normal que durante el acto amoroso estuvo casi distraído, intentando en vano alejar los pensamientos que le venían a la cabeza: se acordaba [ de aquellas largas semanas inútiles en las que Alice le había hecho sufrir con su frialdad, se acordaba de todos los problemas que le había causado en el colegio, de manera que, en lugar de gratitud por su entrega, empezó a sentir dentro de sí una especie de enfado y de deseo de venganza. Le irritaba pensar en la facilidad con la que traicionaba ahora a su Dios de la no fornicación, al que antes adoraba con tanto fanatismo; le irritaba que nada fuera capaz de hacerla salir de su mesura, ningún deseo, ningún acontecimiento, ningún cambio; le irritaba que lo viviese todo sin contradicciones internas, confiada y con facilidad. Y cuando aquella irritación se apoderó por completo de él, trató de hacerle el amor con furia y con rabia, para lograr que emitiese algún sonido, algún gemido, alguna palabra, algún quejido, pero no lo consiguió. La muchachita seguía en silencio y a pesar de todos los esfuerzos de él el acto amoroso terminó igualmente en silencio y sin dramatismo.

Después ella se acurrucó sobre su pecho y se durmió rápidamente, mientras Eduard permaneció mucho tiempo en vela, advirtiendo que no sentía satisfacción alguna. Trataba de imaginarse a Alice (pero no su aspecto físico, sino, de ser posible, todo su ser en conjunto) y de pronto se le ocurrió que la veía borrosa.

Detengámonos en esta palabra: Alice, tal como Eduard la había visto hasta ahora, era, pese a su ingenuidad, un ser firme y claro: la clara sencillez de su aspecto parecía corresponder sencillamente a la simplicidad de su fe, y la sencillez de su destino parecía ser la justificación de su actitud. Eduard hasta ahora la había encontrado uniforme y articulada; podía reírse de ella, podía maldecirla, podía asediarla con sus astucias, pero se veía obligado (sin pretenderlo) a respetarla.

Ahora, en cambio, la imprevista trampa de la noticia falsa había desarmado la articulación de su ser y Eduard tenía la impresión de que sus opiniones no eran en realidad más que algo que estaba adherido a su destino y su destino algo adherido a su cuerpo, la veía como una combinación casual de cuerpo, ideas y transcurso vital, como una combinación inorgánica, arbitraria e inestable. Se imaginaba a Alice (respiraba profundamente apoyada en su hombro) y veía a su cuerpo por una parte y a sus ideas por otra; el cuerpo le gustaba, las ideas le parecían ridículas y en conjunto aquello no formaba ser alguno; la veía como una raya absorbida por un papel secante: sin perfil, sin forma.

El cuerpo le gustaba de verdad. Cuando Alice se levantó por la mañana, la obligó a permanecer desnuda y ella, aunque ayer mismo había insistido con terquedad en cerrar las contraventanas, porque hasta el suave resplandor de las estrellas la molestaba, ahora se había olvidado por completo de su vergüenza. Eduard la observaba (brincaba alegremente buscando el paquete del té y las galletas para el desayuno) y Alice, cuando lo miró, después de un rato, advirtió que estaba pensativo. Le preguntó qué le pasaba. Eduard le respondió que después del desayuno tenía que ir a visitar a su hermano.

El hermano le preguntó a Eduard qué tal le iba en el colegio. Eduard dijo que bastante bien y el hermano dijo:

—Esa Cechackova es una cabrona, pero hace ya mucho tiempo que la perdoné. La perdoné porque no sabía lo que hacía. Quería perjudicarme y en lugar de eso me ayudó a vivir estupendamente. Como agricultor gano más y el contacto con la naturaleza me defiende del escepticismo que sufren los habitantes de las ciudades.

—En realidad esa tía también me ha traído cierta felicidad —dijo Eduard y le contó a su hermano cómo se había enamorado de Alice, cómo había fingido creer en Dios, cómo le habían juzgado, cómo había intentado reeducarlo la Cechackova y cómo Alice se le había entregado por ser un mártir.

Lo único que no contó fue cómo había obligado a la directora a rezar el padrenuestro, porque vio un gesto de desaprobación en los ojos de su hermano. Se calló y su hermano dijo:

—Puede que tenga más de un defecto, pero hay uno que no tengo. Nunca he fingido lo que no soy, a todo el mundo le he dicho a la cara lo que pensaba.

Eduard le tenía cariño a su hermano y su reprobación le dolía; trató de justificarse y empezaron a discutir. Al fin, Eduard dijo:

—Hermano, sé que eres un hombre recto y que estás orgulloso de eso. Pero plantéate una pregunta: ¿Por qué hay que decir la verdad? ¿Qué es lo que nos ata a ella? ¿Y por qué creemos en realidad que la veracidad es una virtud? Imagínate que te topas con un loco que dice que es un pescado y que todos somos pescados. ¿Vas a discutir con él? ¿Te vas a desnudar delante de él para enseñarle que no tienes aletas? ¿Le vas a decir a la cara lo que piensas? ¿Dime?

El hermano permaneció en silencio y Eduard continuó:

—Si no le dijeses más que la verdad, lo que realmente piensas de él, establecerías un diálogo en serio con un loco y tú mismo te convertirías en un loco. Y así es como funciona el mundo que nos rodea. Si insistiese en decirle la verdad a la cara, eso significaría que me lo tomo en serio. Y tomarse en serio algo tan poco serio significa perder la seriedad. Yo, hermano, tengo que mentir si no quiero tomarme en serio a los locos y convertirme yo mismo en uno de los locos.


El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera
 
10

El domingo por la tarde los dos enamorados regresaron a la ciudad; estaban solos en el compartimento (la muchachita estaba otra vez charlando alegremente) y Eduard se acordaba de cómo había deseado encontrar en su relación voluntaria con Alice algo serio en la vida, ya que sus obligaciones no se lo ofrecían, y advertía apenado (el tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles) que la historia de amor que había vivido con Alice no tenía consistencia, estaba hecha de casualidad y errores, carecía de toda seriedad y de todo sentido; oía las palabras de Alice, veía sus gestos (le apretaba la mano) y se le ocurrió pensar que eran signos desprovistos de significado, monedas sin coberturas, pesas de papel a las que no podía dar más valor que Dios a la oración de la directora desnuda; y de pronto le pareció que todas las personas con las que se había encontrado en su nuevo lugar de trabajo eran sólo rayas absorbidas por un papel secante, seres con posturas intercambiables, seres sin una esencia firme; pero lo que es peor, lo que es mucho peor (siguió pensando), él mismo no es más que una sombra de todas esas gentes hechas de sombras, no ha empleado su inteligencia más que en adaptarse a ellas, en imitarlas, y aunque las imitara riéndose para sus adentros, sin tomárselo en serio, aunque al hacerlo procurara burlarse de ellas en secreto (justificando así su adaptación), eso no cambia en nada las cosas, porque una imitación malintencionada sigue siendo una imitación y una sombra que se burla sigue siendo una sombra, subordinada y derivada, pobre y simple.

Aquello era humillante, aquello era terriblemente humillante. El tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles (la muchachita seguía parloteando) y Eduard dijo:

—Alice ¿eres feliz?
—Sí —dijo Alice.
—Yo estoy desesperado —dijo Eduard.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Alice.
—No debimos haberlo hecho. No tenía que haber sucedido.
—¿Qué se te ha metido en la cabeza? ¡Si eras tú el que quería!
—Sí, quería —dijo Eduard—. Pero ese fue mi gran error y Dios nunca me lo perdonará. Ha sido un pecado, Alice.
—¿Pero qué te pasa? —dijo la muchachita con tranquilidad—. ¡Si eras tú el que siempre decía que lo que quiere Dios es ante todo amor!
Cuando Eduard oyó que Alice se apoderaba tranquilamente, ex post, del sofisma teológico con el que tiempo atrás se había lanzado él, con tan poco éxito, al campo de batalla, se enfureció:

—Sólo te lo decía para ponerte a prueba. ¡Ahora me he dado cuenta de cómo sabes serle fiel a Dios! ¡Pero el que es capaz de traicionar a Dios, es capaz de traicionar con mucha mayor facilidad a otra persona!

Alice seguía sin encontrar respuestas, pero era mejor que no las encontrara porque lo único que conseguía era excitar aún más la vengativa rabia de Eduard. Eduard seguía y seguía hablando y habló (utilizó incluso las palabras repugnancia y repugnancia física) hasta obtener por fin de aquel rostro sereno y tierno, suspiros, lágrimas y quejidos.

—Adiós —le dijo en la estación y la dejó llorando.

Hasta varias horas después, en casa, cuando ya había desaparecido aquella extraña rabia, no se dio plenamente cuenta de lo que había hecho; se imaginó el cuerpo de ella, que aquella misma mañana había brincado desnudo ante él y, al darse cuenta de que aquel cuerpo hermoso se iba porque él mismo lo había echado voluntariamente, se llamó idiota y tuvo ganas de darse de bofetadas.

Pero lo pasado pasado estaba y ya no tenía arreglo.

Además, hemos de decir, para ser sinceros, que, aunque la idea de aquél hermoso cuerpo que desaparecía le produjo a Eduard ciertos sufrimientos, bastante pronto se rehizo de aquella pérdida. La escasez de relaciones amorosas que hasta hacía un tiempo le había hecho padecer y le había producido nostalgia, era la escasez transitoria de quien cambia de residencia. Eduard ya no sufría esta escasez. Una vez a la semana visitaba a la directora (la costumbre había liberado a su cuerpo de la angustia inicial) y estaba dispuesto a seguir visitándola hasta que su situación en el colegio quedase del todo aclarada. Además procuraba dar caza, con creciente éxito, a bastantes más mujeres y chicas. Como resultado de ello, empezó a apreciar mucho más los ratos en que estaba solo y se aficionó a los paseos solitarios que, a veces, combinaba (hagan el favor de prestar atención, por última vez, a esto) con visitas a la iglesia.

No, no teman, Eduard no se hizo creyente. Mi relato no pretende coronarse con tan forzada paradoja. Pero Eduard, aunque está casi seguro de que Dios no existe, se entretiene, con placer y nostalgia, en imaginárselo.

Dios es pura esencia, en tanto que Eduard no ha encontrado (y desde la historia de Alice y de la directora ha pasado ya una buena cantidad de años) nada esencial ni en sus amores, ni en su colegio, ni en sus ideas. Es demasiado perspicaz para aceptar que ve esencialidad en lo inesencial, pero es demasiado débil para no seguir anhelando secretamente la esencialidad.

¡Ay, señoras y señores, triste vive el hombre cuando no puede tomar en serio a nada y a nadie!

Y por eso Eduard anhelaba a Dios, porque sólo Dios está exento de la dispersante obligación de aparecer y puede simplemente ser; porque únicamente él representa (él solo, único e inexistente) la contrapartida esencial de este inesencial (pero por ello tanto más existente) mundo.

Y así Eduard se sienta de vez en cuando en la iglesia y mira pensativo hacia la cúpula. Despidámonos de él precisamente en uno de esos momentos: es por la tarde, la iglesia está silenciosa y vacía. Eduard está sentado en un banco de madera y le da lástima que Dios no exista. Y precisamente en ese momento su lástima es tan grande que de las profundidades de ella surge de pronto el verdadero, vivificante rostro de Dios. ¡Mírenlo! ¡Sí! ¡Eduard sonríe! Sonríe y su sonrisa es feliz...

Consérvenlo, por favor, en su memoria con esta sonrisa.


El libro de los amores ridiculos
Milan Kundera



FIN
 

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