Como la iba a pinchar el padre la insulina, si estaba viviendo con la del Ben Hur.CAPÍTULO 3
La diabetes
Bueno, de Jesulín y los Janeiro,
lógicamente, voy a escribir más adelante y, aunque no lo creáis posible, con
detalles que no he contado nunca.
Pero quiero continuar recordando a mi familia. Quiero decir que, aunque en
mi casa no hubiera lujos, aunque viviéramos en un piso de cuarenta y
ocho metros cuadrados, mi infancia fue muy feliz. Me emociono y me encanta
volver a pensar de vez en cuando enaquella época tan bonita de mi vida.
Suelo hacerlo cuando tengo momentos malos, porque me alivia.
Las Navidades de mi niñez, por ejemplo, eran excepcionales, porque se
vivían con mucha alegría entre todos los vecinos.
Había una señora en nuestro mismo rellano que el día de Nochebuena
iba de casa en casa cantando villancicos y haciendo el ritmo con un tenedor en
una botella de anís, de esas que tienen adornos en el cristal. Y se formaba
mucho alboroto y risas en la escalera.
También me viene a la cabeza cuando los domingos que hacía bueno nos íbamos al campo o al río a comer una paella, que nos sabía riquísima. A la
vuelta, mi padre ponía la radio para oír el fútbol y los resultados de la quiniela.
Íbamos en el Simca escuchando las cintas de Los Chichos y del Tijeritas.
¿No es genial? A mí me encanta que esa sea la banda sonora de mi infancia.
Mi madre se sabía todas las canciones, y seguía cantándolas fueradel coche cuando parábamos en una gasolinera a preparar los bocadillos. Y
yo con ella.
Ahora, a mi hija Andrea le vuelve loca Justin Bieber y me arrastra a todos sus conciertos. A lo mejor estas cosas es a lo que llaman un cambiogeneracional; yo con Los Chichos y mi Andrea con el Bieber…
La comida siempre iba metida en una olla exprés que mi madre llevaba a
todas partes, hasta cuando acudíamos a la piscina del barrio de La Concepción.
Casi todos los domingos del verano nos plantábamos allí con la olla, las toallas,
la mesita plegable y las sillitas. Y echábamos todo el día en bañador, tan
fresquitos.
Como a mí me daba miedo el agua,mi madre acabó apuntándome a clases
de natación en esa misma piscina municipal. Y no sé cómo fue la cosa,
pero el caso es que allí cogí unos papilomas. No uno, sino dos o tres.
Fuimos a consulta y el médico nos dijoque me los tenían que quitar. Y el día de
la cita, cuando fue mi madre a despertarme, me caí al suelo redonda al
levantarme de la cama. Ella se asustó tanto que me llevó a las urgencias del
hospital del Niño Jesús. Y menos mal que lo hizo, porque nada más llegar me
ingresaron corriendo en la UVI, con 500 de azúcar en sangre.
Fue entonces cuando me detectaron la diabetes. Tenía solo nueve añitos, y a
mis padres se les cayó el mundo encima.
Estuve un mes allí dentro, porque los médicos no podían controlarme el nivel
de azúcar. Y aunque a mis padres solo les permitían visitarme dos ratitos a lo
largo del día, ellos se pasaban la jornada entera en la sala de espera del
hospital. Mi padre ni siquiera iba a trabajar de la preocupación que tenía.
Cuando me pasaron a planta, aún estuve dos meses más ingresada.
Diariamente me traían tebeos de los de pintar y recortables de las muñecas, algo que no era lo normal. Y como, además, mi madre no dejaba de llorar, yo
pensaba que algo pasaba. Los médicos me pinchaban y me ponían insulina
varias veces al día. Mi padre era incapaz de aguantarlo, pero mi madre sí.
Las enfermeras les decían:
—La niña es muy pequeña todavía para pincharse sola, y tienen que saber
hacerlo, porque cuando salga de aquí no va a haber nadie que lo haga por
ustedes.
Mi padre nunca me pinchó, ni siquiera vio cómo yo lo hacía, porque
era superior a sus fuerzas. Siempre se daba la vuelta, incluso cuando ya tenía
treinta años. Y mi madre nunca dejó de regañarle y de decirle que era un cagón.
Para mí la diabetes, siendo tan niña,fue duro, muy duro. Los psicólogos del
hospital me lo explicaron, pero yo no entendía nada, y es que apenas acababa
de hacer la comunión. Solo sabía que lacomida que me daban desde que me
ingresaron ya no me gustaba. Así que en cuanto podía, cogía el bote de Cola Cao y me lo trincaba a cucharadas, a palo seco.
Mi madre tuvo que dejar de comprarlo y poner candados en todos
los armaritos, porque yo no tenía fuerza de voluntad para dejar de comer lo que
me perjudicaba, sobre todo los dulces.
Había que tener mucho cuidado conmigo, e incluso tenían que pesar el
pan que tomaba. Mis padres sufrieron mucho con mi enfermedad, pero hicieron
todo lo que estuvo en sus manos para ayudarme.
Me acuerdo de que al verano siguiente me apuntaron a una colonia de
niños diabéticos que montaba la Cruz Roja para concienciarnos de lo que
teníamos que hacer. En esos dos mesesme enseñaron a pincharme sola, pero
aun así me daban muchas bajadas de azúcar y me quedaba como muerta. Y
eso para mi padre era horrible.
Pero, claro, llegaba la Navidad y llegaba el turrón. Y llegaba la Semana
Santa y las torrijas. Mi madre las tenía que esconder para que no tuviera
tentaciones de comer lo que no debía. La veía llorar, porque también tenía que
sacar adelante a mis otros dos hermanos y ellos no tenían por qué comer lo
mismo que a mí me daban.
Y yo sin engordar, siempre muy delgadita.Mi padre también lloraba, porque
tuvo que hacer muchos esfuerzos. A veces se iba a los ultramarinos del
barrio, donde mi madre compraba, y pagaba a final de mes la cuenta que le
iban apuntando en un cuadernito, y me compraba turrones Virginia sin azúcar,
que costaban un pastón, para darme un capricho. Anda que no habrá echado
horas extras el hombre para alimentarme.
Yo llevaba fatal lo de no comer lo que quería. Me hartaba de llorar, y mi
hermano, el cabrón, me decía que comiera lo que me pusieran, que era
distinto a lo de los demás y que era como un privilegio.
Al final no me quedó más remedio que aceptarlo, porque mi endocrino del
hospital del Niño Jesús me lo dijo muy clarito:
—Mira, Belén, aquí hay dos opciones: o te mueres o te curas.
Y es que es verdad que vi la muerte,y varias veces. Había días en que me
bajaba el azúcar a 11, y al poco tiempo me subía a 600 por mi estado
emocional.
¿Pero cómo no iba a cambiar mi estado emocional con la que tenía
encima? Era una niña y ya me veía con una enfermedad para siempre, y encima
notaba cómo afectaba a mis padres,porque ellos también tenían que
adaptarse a mi nueva vida.
En ese momento empecé a darme cuenta de que tenía que ser responsable no solo de mí,sino también de los míos.
Además de lo que influían mis emociones en mi enfermedad, era realmente importante vigilar lo que comía. Desde entonces, los alimentos se
dividieron en los buenos y los malos, y los malos eran todos los que me
gustaban. Aún hoy, si me tomo un trozo de tarta, por ejemplo, cuando llego a mi casa me tengo que inyectar dos unidadesde insulina para compensar el azúcar.
Y es que hay azúcar en muchos, muchísimos alimentos, en casi todos. Me
gustaría que no fuera necesario ser diabético para saber este tipo de cosas
que muchos desconocen. Creo que el tema de la alimentación, de la buena
alimentación, debería enseñarse con más rigor en los colegios; aunque, por suerte,poco a poco, y con el paso del tiempo,estas cosas se están vigilando más.
De hecho, de niña dejé de hacer muchas cosas normales de mi edad. Si
había un cumple de alguna amiguita, mi madre no me dejaba ir. Le daba como vergüenza tener que decirle a la otra madre lo que tenía. No es como ahora
con los celiacos o con los intolerantes a alguna otra cosa. Entonces, enfermedades de ese tipo parecían como algo maldito. Por eso insisto: es muy
bueno que la sociedad haya cambiado respecto a estos temas. Ahora en los
supermercados se encuentra cualquier tipo de alimento para los alérgicos y eso
te hace sentir que no eres una minoría.
Mis padres y mis hermanos procuraban que todo lo mejor fuera para
mí, y me daban, además, muchísimo cariño. Por las noches mi padre me comía a besos cuando me acostaba, y yo le pedía que se metiera conmigo en la cama. Y él se tumbaba un ratito a mi lado hasta que me dormía. Mi madre
decía:—
Cualquiera que os vea…
Pobrecito mi padre, que nunca me dejó sola. La verdad es que llevé fatal
lo de la diabetes durante mi infancia,pero a la fuerza te tienes que
acostumbrar a vivir con ello y aprender a no comer determinadas cosas. Así me
he pasado ya casi treinta años, pero, por mucho que lo domine, no deja de ser
algo muy duro. Los que la tienen ya saben de lo que hablo.